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UN LIBRO DIFERENTE SOBRE FRANCO Y LAS ENTRAÑAS DEL FRANQUISMO, QUE NOS REVELA UNA NUEVA PERSPECTIVA DE LA HISTORIA CONTEMPORÁNEA DE ESPAÑA Y LA TRANSICIÓN. De la mano de La vida de Castruccio Castracani, la obra de Maquiavelo, José Luis Villacañas nos descubre la figura del caudillo como condotiero y explica al personaje comparándolo con el tipo de gobernante dibujado en El Príncipe. Teniendo en consideración el pensamiento de Antonio Gramsci, el autor estudia el papel constituyente de Franco y el sentido de la revolución pasiva, sin precedentes en la historia de nuestro país, que se llevó a cabo durante su mandato. Siguiendo el guion de la comedia La Mandrágora, también analiza la Transición para preguntarnos cuánto duran las revoluciones pasivas, por qué son tan inestables y qué es lo que las pone en peligro. Todo bajo el telón de fondo de la destrucción del pueblo republicano y del sufrimiento de las clases populares en la larga noche de la guerra y posguerra.
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Seitenzahl: 877
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Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
La revolución pasiva de Franco. Las entrañas del franquismo y de la Transición desde una nueva perspectiva
© 2022, José Luis Villacañas Berlanga
© 2022, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Diseño de cubierta: Lookatcia.com
Imagen de cubierta: Alamy
I.S.B.N.: 978-84-9139-739-7
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Citas
Prefacio
Primera parte: Príncipe nuevo
1. Condotiero
2. El condotiero prepara su guerra
3. De condotiero a príncipe nuevo
4. Los trabajos del príncipe nuevo
5. Amasar la nueva nación
6. El ungido y la redención
7. Baile de disfraces. Franco en la Guerra Mundial
8. En la Numancia sitiada
9. La forma de la nación
10. Plebiscito
11. Una constitución material inviable
Segunda parte: Revolución pasiva
12. Hacia un principado civil
13. Imitar el esquema europeo
14. Las buenas leyes económicas
15. Los límites políticos y culturales de la revolución pasiva
16. Desarrollo económico a la vista
17. Cultura: esquizofrenia y consuelo
18. Príncipe de la paz
19. Berlangalandia
20. Referéndum, estancamiento y bloqueo
21. Se prepara la batalla final
22. Paz y guerra en las trincheras del Régimen
23. Hacia la paz perpetua
Epílogo. La conclusión de la revolución pasiva
Notas
«Maquiavelo es el teórico de las condiciones políticas de la constitución en las condiciones extraordinarias que son las de la carencia de cualquier forma política en grado de producir ese resultado».
LOUIS ALTHUSSER, Solitude de Machiavel et autres textes
PUF, París, 1998, pág. 315
«La guerra de posición requiere sacrificios enormes y masas inmensas de población; por eso hace falta en ella una inaudita concentración de la hegemonía, y, por tanto, una forma de gobierno más INTERVENCIONISTA, que tome más abiertamente la ofensiva contra los grupos de oposición y organice permanentemente las IMPOSIBILIDADES de disgregación interna, con controles de todas clases, políticos, administrativos, y consolidación de posiciones hegemónicas del grupo dominante, etcétera.
Todo esto indica que se ha entrado en una fase culminante de la situación político-histórica, PORQUE EN LA POLÍTICA UNA VEZ CONSEGUIDA LA VICTORIA EN LA GUERRA DE POSICIÓN, ES DEFINITIVAMENTE DECISIVA.
O sea, en la política se tiene guerra de movimientos mientras se trata de conquistar posiciones no decisivas y, por tanto, no se movilizan todos los recursos de la hegemonía del Estado. Pero cuando, por una u otra razón, estas posiciones han perdido todo valor y solo importan las posiciones decisivas, entonces se pasa a la guerra de cerco, intensa, difícil, en la cual se requieren cualidades excepcionales de paciencia y espíritu de invención.
En la política el cerco es recíproco, a pesar de todas las apariencias, y el mero hecho de que el dominante tenga que sacar a relucir todos sus recursos prueba el cálculo que ha hecho acerca del enemigo».
ANTONIO GRAMSCI,Cuadernos desde la cárcel, cuaderno6,epígrafe138.
En Escritos, Alianza, Madrid, 2017, pág. 247
Las dos citas bajo las que se escribe este libro muestran con claridad que las fuerzas conservadoras a veces hacen en provecho propio lo que piensan las fuerzas progresistas. Los textos de Althusser y Gramsci describen perfectamente la actuación histórica de Franco. Este no lo pensó, pero lo hizo. Quizá Franco no leyó nunca a Maquiavelo ni a Gramsci, pero se comportó como un príncipe nuevo fundador de Estado, según diseñó el primero. Lo hizo en cuanto que pudo imponer una revolución pasiva a los propios sectores que lo apoyaron en su guerra de posiciones y lo llevaron a su victoria, como teorizó el segundo. Mas como dice Gramsci, una victoria en este campo es definitivamente decisiva.
Esa es la tesis básica de este libro. «Definitivamente decisiva» constituye ese tipo de victoria que es irreversible. No quiere decir esto que estas victorias sean inmutables, ni que acabe la historia con ellas, sino que desplazan los objetivos y los medios de las luchas populares y democráticas hacia el futuro. También significa que estas fuerzas se equivocan si quieren revertir la victoria y volver a la situación anterior a la derrota. Una victoria en una guerra de posiciones constituye un estrato histórico. Cierto que con dificultades, pero solo sobre él crece la vida, que ya no puede florecer en los estratos subyacentes. Estos pueden dar nutrientes últimos a las raíces más profundas, pero sin luz no pueden alimentar la planta, hacer crecer la flor y dar el fruto.
Debemos estudiar con detenimiento las victorias, pero también las derrotas. La consideración de que la construcción de un Estado tras la victoria en una guerra de posiciones es reversible, no hace sino desconocer la realidad de los profundos procesos históricos. Mientras ese desconocimiento tenga lugar, el popolo minimo será abandonado a su suerte porque se preferirá poner de relieve su condición de derrotado a dirigirlo hacia batallas históricas adecuadas. De esa manera no solo se perderán las batallas del pasado, sino las del futuro.
Este libro, que se ha inspirado en la mirada de ese popolo minimo, no puede sino considerar con escepticismo a todos los grandes y a todos los candidatos a serlo. Pero sobre todo no condiciona su causa histórica a ninguna causa ideológica de moda. La causa histórica popular es la de no ser dominados y eso solo se logra democráticamente cuando el Estado se usa a favor de los dominados. Esto no dependerá de implantar una forma política u otra, sino de una relación de fuerzas políticas y de mantener unidas a amplias capas de la población en la defensa de sus propios intereses materiales y espirituales. Esto no es solo posible, también es necesario, porque el sistema de representación política actual en España está demasiado orientado a la defensa de los intereses de los grandes.
Si la historia, según dijo Hayden White, puede ser romántica, cómica, trágica y satírica, entonces la época narrada en este libro alberga algo de estas cuatro poéticas. Es romántica porque su punto de partida lo constituye la derrota en una lucha de ideales en la que el pueblo republicano no pudo encontrar los líderes adecuados para conducirlo a la victoria, y eso a pesar del innegable talento de algunos de ellos, como Azaña y Prieto. Es trágica porque pone en evidencia fuerzas hercúleas con las que difícilmente se podrá reconciliar quien preserve la memoria del sufrimiento de las capas humildes del pueblo español. Es cómica porque tenemos que aprender a convivir con esas fuerzas, en la medida en que su integración en los circuitos internacionales y europeos las obliga a no degenerar en un régimen autocrático, que es su verdadera aspiración dada su constitución psíquica. Pero es satírica porque me temo que en el largo plazo en que no haya forma de escapar a este destino de convivencia, por su incapacidad de modernizarse y cambiar de mentalidad, conviene perderle el respeto y la reverencia a unas elites que no los merecen. Una conciencia compleja que reúna estas cuatros dimensiones quizá sea la adecuada para una genuina cultura democrática popular, que si quiere ser efectiva tendrá que combatir por una inteligencia propia de las cosas y de la historia del solar hispano.
Como se ve, este es un libro de ensayo político. Sin embargo, es un libro informado. No podría registrar todos los pasajes historiográficos que están detrás de mis argumentos sin convertir este libro en otra cosa. Por supuesto, he privilegiado las citas de los actores sobre las referencias a los intérpretes y por eso he prestado atención a las memorias de López Rodó, Navarro Rubio, Fraga Iribarne, Fernández de la Mora, Martín Villa, Herrero de Miñón y otros. No obstante, debo confesar mi gratitud a la historiografía. He leído con mucho provecho los libros que cito a pie de página y otros que constituyen el humus desde el que hablo. De entre ellos, he procurado dialogar implícitamente con los de Paul Preston, Ismael Saz Campos, Julián Casanova, Álvaro Soto, Gil Pecharromán, Ángel Viñas y Enrique Moradiellos. En la obtención de materiales me he dejado orientar por el trabajo de Sánchez Recio sobre historiografía del franquismo que publicó en el homenaje a Manuel Tuñón de Lara, coordinado por José Luis Granja.
Al comienzo mismo de la Vita di Castruccio Castracani, Maquiavelo reconoce que es «cosa meravigliosa» que muchos de los que en este mundo han realizado «grandissime cose» y han sido «eccellenti», hayan tenido un nacimiento oscuro o poco afortunado. Maquiavelo recordó en ese pasaje a Rómulo y Remo porque estaba pensando en los grandes fundadores de Estados e imperios. Por eso, al final de su relato, volvió a hablar de Filipo de Macedonia y de los Escipiones. Añadió entonces que muchos de ellos, de niños, fueron expuestos a las fieras, o «han tenido un padre tan vil que se avergonzaban de él». El motivo de esta apreciación, que Maquiavelo eleva a ley histórica, es que la fortuna quiere demostrar que solo ella hace a los hombres grandes, no la herencia, la sangre o la familia. Ella elige a los más improbables héroes para demostrar su gran poder sobre las cosas humanas. Dominado y educado de niño por un padre vil, la virtud necesariamente estará ausente en los comienzos del gran hombre. Solo la fortuna dominará su vida.
Esta ley se cumple en Franco al pie de la letra. Cualquiera que mirara su aspecto físico reconocería que su cuerpo resultaba ser el portador improbable de un héroe. Su alma infantil era desconfiada, tímida, callada, retraída y melancólica, y presentaba todos los rasgos de un niño que no puede ni debe fiarse de su padre. Estos detalles destacaban todavía más en él cuando se contrastaban con la viveza fantasiosa y aventurera de su hermano Ramón, o con el cierto encanto social de su hermano mayor, Nicolás. Su vivencia del hogar fue triste y dramática, con una madre sufridora y endurecida, que debía adornar su desdicha con el estoicismo piadoso que la hacía capaz de soportar la conducta indigna del marido.
Aunque la fortuna debía hacer de él un hombre poderoso, Franco no tenía el fenotipo propio del héroe, pero tampoco el psiquismo convencional del caudillo. Pequeño, de piernas cortas, voz atiplada, expresión abstraída y aspecto bondadoso, nada presagiaba en él un futuro grandioso y heroico. Si lo vemos cantar «soy el novio de la muerte» con Millán-Astray, la foto más heroica que se le recuerda, apreciamos que hay en él algo de sobreactuación. Cuando por prescripción médica volvía a escuchar aquellas canciones heroicas al final de su vida, ya en vísperas de la muerte, lejos de animarse, como preveía el doctor Vicente Gil, Franco lloraba copiosamente. En todo caso, en esa foto es Millán-Astray quien pone la ferocidad. Franco se siente contento de estar a su lado, pero la suya parece una actitud mimética, imantada.
Como anunció Maquiavelo de sus héroes, Franco también fue hijo de un padre vil. Basta con mirar el rostro que nos presenta la foto más famosa que tenemos de él. Ese cigarro de medio lado, esa mirada turbia, ese desaliño, esa actitud irrespetuosa, casi depravada, todos esos detalles nos impresionan. No nos gusta nada ese tipo, y debió gustar menos a un niño tímido como Franco. Cuando quiso un padre, lo dibujó en la película Raza dejándose llevar por su deseo. Le bastó con invertir al padre real para lograr ese retrato del marino Churruca, sobrio, inteligente, patriota, heroico. Dicen que el cine se hace con el material de los sueños. En este caso, el sueño estaba fabricado con un poco de cartón piedra, pero obedecía a un anhelo profundo. Franco nunca renunció al deseo de tener un padre digno de él. Que del padre real se avergonzó, lo sabemos bien. Nunca hablaba de él, pero si lo hacía, su inclinación era defenderlo porque amaba un ideal de la familia en la que le hubiera gustado verse. Ni el padre fue a la boda del hijo ni este fue al entierro del padre. Aunque su desprecio fue mutuo, nadie sabe por qué motivo el del padre hacia Franco fue expreso e intenso. Se refería a él de forma indirecta, como «el otro hijo»[1]. Hasta el día de su muerte, el padre gritaba a quien quería oírlo por el raído Madrid del estraperlo y de las turbias tabernas que su hijo era un inútil. Por aquel entonces ese hijo ya era el Caudillo.
Por Maquiavelo sabemos de Castruccio que desdeñó ser sacerdote por la atracción innata hacia las armas. Era la «natura del fanciullo», dijo Maquiavelo[2]. De Franco no sabemos tanto porque en realidad ignoramos su naturaleza profunda. Esos llantos en la primera comunión, esa participación en la Adoración nocturna nos desconciertan, y contrastan con lo que luego se dirá de él entre las risas de la soldadesca, en los tugurios; a saber, que era ajeno al miedo, a las mujeres y a la misa. Nada del padre, desde luego, pero nada tampoco de la religiosidad de la madre. Su forma de resistir iba a ser otra, pero él no la conocía todavía en su infancia. Lo que sabemos es que, a pesar de su delgadez extrema, el Ejército era su destino social inapelable. Quiso ser marino porque era un camino seguro para irse lejos del hogar. A marchar nunca tuvo miedo. Al no lograrlo se conformó con el Ejército de Tierra, en cuyas filas no se podía ir tan lejos. Su viaje a Toledo, al alcázar, para el examen en la academia, con su padre frente a frente en el tren, debió de ser un suplicio tan extremo que luego lo imaginó como si don Nicolás se opusiera a su ingreso. En un mundo tan duro, el apenas adolescente Franco, vacío de cualquier influencia paterna, indispuesto con su figura, no tuvo que inventar las formas de la resistencia. Sencillamente, asumió al pie de la letra las ordenanzas militares y se identificó con ellas como si fueran su ser íntimo. Su camino por la academia fue mediocre. Pero el paso de la academia por su alma resultó decisivo. Desde entonces, el Ejército fue su padre y África su madre, y ambos ocuparon la totalidad de su alma.
África era lo más lejos que se podía llegar enrolado en el Ejército de Tierra, y a la dura tierra africana se dirigió Franco en 1912. Allí el alférez Franco podría encontrar ascensos rápidos, o fácilmente la muerte, pero ambas cosas eran preferibles a una vida que no demostrara a su padre y a sus hermanos lo equivocados que estaban al menospreciarlo. Luego dijo que sin África no podía explicarse a sí mismo. Podemos prever que habría de ser así si continuamos el relato de Maquiavelo, pues en él aprendemos que Castruccio fue un condottiero precoz. Franco también. Al año de llegar a Marruecos, ya tenía la Cruz del Mérito Militar de primera clase. Como Castruccio, Franco forjó su carácter entre las atrocidades de unas prácticas guerreras arcaicas, medievales, en las que la muerte se miraba cara a cara con frialdad y placer, como un ornamento a pesar de todo su horror. En aquel ambiente africano, las cabezas cortadas de los vencidos adornaban las bayonetas, los muros de las defensas, e incluso las cajas de regalos a las damas de la alta sociedad. Los castigos corporales eran crueles y frecuentes. Franco puso a prueba con ellos su rigor y frialdad. Aquí solo nos interesa recordar que esa es precisamente la frialdad de un condotiero en su trato con la muerte.
Ese aspecto desafiante frente a la muerte lo vemos en un detalle. Franco entraba en combate sobre un caballo blanco para ofrecerse como un objetivo bien visible. Esa capacidad de retar a la muerte tiene que ver con la certeza de una protección telúrica, no se sabe si divina o infernal, frecuente en los condotieros. Castruccio la conocía. Franco también, y lo experimentó cuando una bala en el abdomen, mortal de necesidad, no le robó la vida. Cuando recordaba aquel episodio, Franco se comportaba como un condotiero. «He visto pasar la muerte a mi lado muchas veces, pero por fortuna no me ha reconocido», dijo una vez. Esa fortuna es la que sostiene a un condotiero. Su carisma procede de la protección que ofrece el dios de las batallas. Franco no conoció otro, y en esto se parecía a los antiguos combatientes medievales que, cristianos o musulmanes, estaban unidos por la mentalidad mágica de la protección providencial. Franco siempre lo supo y sus alabanzas al ethos del musulmán tiene ahí su fuente y su origen.
Un mercenario, en aquellos tiempos italianos de Maquiavelo, era un oficio honorable y un condotiero era un empresario de la guerra. Sin embargo, su empresa principal no era la económica. Su capital, lo que se quiere acumular en este caso, apunta siempre a la reputación militar. Con ella se puede aspirar a mayores logros. Sin ella, no se es nadie. Para esa mentalidad arcaica la fama es la liquidez del capital del condotiero. En Franco vemos lo mismo. Ser militar y africanista no era una deshonra en los estamentos oficiales del Estado español a principios del siglo XX, cuando el fin de la aventura imperial americana se compensaba apenas con el estéril dominio marroquí, cuya única función era mantener un ejército imperial y una casta de señores militares. No obstante, en un caso o en otro, en Florencia o en España, para acumular reputación se necesitaban virtudes. Maquiavelo nos dice que Castruccio era humilde y que jamás pronunciaba una palabra irreverente hacia sus superiores. Le hace portador de una «modestia inestimabile». Esa actitud la atestiguan los superiores del cadete Franco en la Academia de Toledo, los jefes del oficial en el ejército de África, los mandos que le encargaron la defensa de Melilla, los que lo vieron salvarse del infierno de Xauen, que le valió el ascenso a coronel en 1925, y las entrevistas que hicieron al héroe indiscutible de Alhucemas, el que salvó la posición del incompetente Ejército español en ese año decisivo. Lo afirmarán luego muchos de los embajadores que lo conocieron. Por lo general, quedaban sorprendidos al contemplarlo de cerca y se preguntaban con frecuencia si aquel hombre era de verdad un dictador. La raíz de la fama de estos hombres es ese contraste de feroz arrojo, de desprecio completo hacia la muerte y de básica humildad, como si sus actos fueran realizados en estado de hipnosis, con la indiferencia de un sonámbulo. Quizá dio en la clave de su personalidad su futuro suegro al comentar que casar a su hija con Franco era como casarla con un torero. Franco no tenía otra propiedad que su desprecio de la muerte. Era la forma de responder a quienes lo despreciaban.
Con ello no bastaba, sin embargo. La fama, la reputación es necesaria. Conquistarla requiere otras virtudes, como la constancia, el control de la visibilidad, ganar la confianza de su gente, imponer la coacción de las reglas y ese rigor que elimina los favoritismos públicos, mientras los alienta en privado. Todo ello no se podía alcanzar sin concentrar su entera personalidad en la vida cuartelera, con meticulosidad y fervor. Mientras vivía en Lucca, Castruccio era amistoso con los inferiores, nos dice el secretario florentino, siempre que fueran fieles. Franco consentía casi todo, excepto violar la regla y la traición personal, aunque aquí la propia suspicacia era casi infinita. En los primeros combates entre las facciones que dominaban el norte de Italia, Castruccio logró fama y mérito, igual que Franco conquistó renombre desde muy joven cuando mandaba las tropas africanas. El amor que por Castruccio mostraban sus hombres lo mostraron por Franco los suyos. «Sí, es verdad que mis muchachos me quieren mucho», dijo en 1922, con su humildad estereotipada.
Los historiadores discuten sobre si es un mito o una realidad la maestría militar de Franco. Eso es poco importante. Lo decisivo fue que, según los valores de una guerra rabiosamente arcaica, entre gentes feroces, logró fama de héroe. Él insistió en verse así y así lo describieron sus cronistas, sus halagadores, sus jefes políticos, con el rey Alfonso XIII a la cabeza. Sabía que en su empresa lo decisivo era la reputación. Ninguno lo promocionó mejor que Millán-Astray cuando dijo de él que nunca se equivocaba. La infalibilidad es la clave de todo carisma. Ella identifica a los seguidores, no la verdad, pues no sabemos cuál era la ciencia en la que Franco era infalible. Por lo que conocemos, la complicidad de los dos militares se basaba en la certeza de que eran almas gemelas. En todo caso, cuando se dirige una tropa, lo único que cuenta en el capital del condotiero es que sus soldados crean en su infalibilidad. En el desorden de pasiones del Rif, con frecuencia entregadas a la raída desesperación, la frialdad de Franco, su meticulosidad, su orden, eran las fuentes del prestigio. Todos en aquel ambiente vivían a disgusto. Solo él y su unidad iban a otro sitio y lo hacían con seguridad.
Esa heterogeneidad respecto de los demás mandos africanos logró infundir la idea de que su éxito no era un azar, sino consecuencia de una distinción más profunda. Lo mismo sucedió cuando dirigió en 1928 la Academia General del Ejército. Todo lo que sabemos es que Franco estaba mucho más interesado en forjar almas gemelas que oficiales competentes. Lo infalible en él no era la ciencia militar, que no promovía, sino la forja de un carácter. La única enseñanza consistía en transmitir la ideología de la fidelidad a la Corona. Lo demás era arrojo y fe ciega. Los profesores eran en su mayoría africanistas. También en su inmensa mayoría nutrirían la oficialidad del bando nacional.
Todos estos detalles fueron percibidos por la cadena de mando y Franco contribuyó a ello. No esperó a que ningún Maquiavelo de turno contara su trayectoria de condotiero, sino que él mismo relató sus hazañas en su Diario de una bandera, que registra los días desde que regresara a África en 1920. Al margen de su capacidad militar, Castruccio observaba esos modos que «son necesarios para ganarse a los hombres». Franco fue un maestro en esta cuestión. No habría avanzado tanto en esta política de haber ignorado esa mezcla de oportunismo, doblez y fidelidad, propias del alma primaria de sus hombres, que en cierto modo también era la suya, al margen de su inmensa voluntad de resarcimiento por su infancia desdichada. Exigía a sus hombres tanta fidelidad como les daba libertad. Aquellos se cobraban con un sadismo feroz y permitido por su jefe todo el masoquismo que tenían que mostrarle para cumplir sus órdenes. Les hacía padecer el terror en sus castigos, pero consentía en que ellos a su vez lo ejercieran en la batalla. A la hora de llevar estas cuentas era a su manera justo y sus soldados lo apreciaban así. Con Franco, se podía estar seguro de gozar todo lo que era debido en derecho y confiar en que sabría cubrir las espaldas en los apuros, confesaban sus hombres. Esos mismos testigos añadían que ante él se estaba perdido sin remisión si se faltaba a las ordenanzas.
Si ante la tropa extranjera Franco forjó reputación de infalible, en la vida política era sutil, taimado y considerado, mostrando un tacto cauteloso y exquisito. «Vida política» significó siempre administrar y aumentar el capital de su reputación. Ya de muy joven, el Castruccio de Maquiavelo alcanzó la plena confianza de su jefe, como Franco la tuvo de Millán-Astray, luego de Primo de Rivera, después del mismo Alfonso XIII y, por último, de Gil-Robles. Pronto comenzaron a circular las envidias sobre él, pues todos hablaban siempre de que Franco era el general del rey. Esa era su reputación y desde entonces vivió con la seguridad de que sacaría rédito de esa fama. En este sentido tuvo paciencia y no le importó generar entre los superiores la impresión de humildad, de estricto observante del deber, como dijo cuando salió de la audiencia del rey; o de que era manejable, dócil y despiadado, como en realidad pensaban de él la prensa monárquica, la nobleza y el alto mando. En estas esferas se mostraba confiado y campechano, algo que gustaba a Primo de Rivera. Como era sutil y sabía replegarse en su intimidad sin fisuras, Franco podía seguir dobles y triples juegos. Aquí no tuvo superior porque su vacío interior no oponía resistencia a nada. Por eso su capacidad de metamorfosis fue proverbial. Pero por este tiempo no lo hacía todavía. No tenía necesidad de hacerlo aún. Ejército y España confluían en el corazón del rey Alfonso. Eso lo colocaba cerca de la cima mítica del Estado. Así se convirtió en la esperanza de muchos y se pensó en él para cualquier cosa. Sin embargo, fue siempre empresario de sí mismo.
Cuando tuvo que hacerse con el poder de Lucca, Castruccio demostró cautela, audacia y una severa radicalidad y crueldad[3]. En su tercer viaje a África, ya de teniente coronel, Franco, al mando de la Legión, pudo mostrar todas sus virtudes. En la campaña decisiva de Alhucemas, mejoró la planificación de Sanjurjo y a la vez fue el más arrojado del contingente español. Luego publicó su diario en la Revista de Tropas Coloniales. Al final de la campaña, en 1926, ya ascendido, era el general más joven de Europa. Qué significaba para su rey se vio cuando este lo puso al frente de la primera Brigada de la División de Madrid, el muro protector del monarca. Este control de las situaciones en las que se veía comprometido fue lo específico de este condotiero español. No cambiaría a lo largo de su vida. Se demostraría con creces cuando, con su planificación y prudencia, irritó a Hitler, a Mussolini, y a todos sus Estados Mayores por el ritmo lento y cauteloso de la Guerra Civil, algo que sus seguidores supieron leer bien. Sin embargo, cuando entendía que era necesario, también era audaz, como al no consentir en plena Guerra Civil que la República se hiciera ni siquiera con Teruel, o al detener la ofensiva del Ebro.
La dimensión colonial del condotiero Franco le permitió desplegar un sentido de la guerra completamente desinhibido, propio de las épocas en las que escribía Maquiavelo. La suya no es una guerra absoluta por una idea, como fueron las guerras de religión o las guerras de clase. Fue una guerra absoluta personal, dictada por la lógica misma de su carrera, porque Franco deseaba y necesitaba una victoria absoluta, sin ambivalencias, dudas o claroscuros. Eso explica que entendamos su personalidad solo cuando la analizamos desde modelos muy antiguos de comportamiento, que ya no estaban vigentes ni siquiera en la atrasada España, que quedó escandalizada y enmudecida, sino solo en el propio microcosmos del ejército colonial que malvivía en las peladas laderas de las montañas del Rif. Desde siempre, en las colonias se permitió una conducta inviable en la metrópolis, porque allí se trataba con un enemigo despreciable por su condición humana bárbara e inferior.
La personalidad de Franco se forjó en ese ambiente y, para aplicar su espíritu de la guerra a la contienda de 1936, solo tuvo que imaginar a los militantes republicanos a izquierda y derecha como si fueran rebeldes rifeños. Con la misma ferocidad los trató. Pero esa actitud no explica por entero su comportamiento. Él sabía que no todos sus enemigos eran desarrapados jornaleros o trabajadores resistentes. Sabía que enfrente, en la República, había clases altas burguesas. Sobre ellas tenía que proyectar algo más que brutal desprecio y desconsideración. También proyectó odio, frío y sereno odio, que brotaba del resentimiento social, porque él no podía ser uno de ellos y porque los culpaba de no serlo. Ellos habían reducido la Marina, el Ejército de Cuba y Filipinas, ellos habían vendido el glorioso pasado en el que le gustaba ver a sus ancestros. Sin este sentimiento no se explica bien su conducta. En este punto también se comportó como un condotiero.
Cuando pudo, tras la guerra, Castruccio no solo transformó el régimen de la ciudad de Lucca, sino que mató a muchos opositores y mandó al exilio a más de cien familias. Luego fue tomando tierras de toda la Toscana. Franco se comportó de modo parecido, con astucia, cautela, fría coherencia y audacia, pero sobre todo con la misma crueldad y brutalidad de Castruccio, dada la cantidad de gente que murió y mandó al exilio en la Guerra Civil y después de ella. Durante un tiempo, tras la guerra, sabemos que en su mesa se amontonaban las autorizaciones de sentencias de muerte y que ese era su trabajo más continuo. Una escena lo describe de bromas con otros oficiales, ya jefe del Estado. Llegan unos papeles. Franco los firma y regresa a las bromas. Los papeles eran sentencias de muerte. Al final de la historia, por tanto, Castruccio se convirtió en príncipe de Lucca y Franco en caudillo de España. Aquel se hizo aclamar por el pueblo. Aclamaciones no le faltaron nunca a Franco.
Ha sido preciso anticipar este recorrido amplio por la vida de Franco porque deseo trazar el perfil de su tipo humano. Veamos, no obstante, un poco más allá. Cuando llegó a Italia el emperador Federico III para tomar la corona de rey de Romanos, Castruccio se hizo su amigo, en contra de los intereses de Florencia, como Franco, tras abandonar a su rey, se hizo amigo de todos los que sucesivamente ejercían poderes imperiales; primero de Mussolini, que en cierto modo también tenía de guía a Maquiavelo; luego de Hitler, y después de Eisenhower y de Nixon. Su flexibilidad le permitió todas las torsiones propias de una mimesis oportunista, según las circunstancias. Con ello, los dos condotieros mostraron una capacidad instintiva para moverse en el complejo orden de poderes superiores y sacaron el mayor provecho de su empresa militar, de su hueste, de su reputación. En todo lo demás mantuvieron actitudes parecidas. Castruccio fue declarado cónsul «vitalicio» y ningún interés más intenso tuvo nunca Franco que ser caudillo hasta su muerte. «Me sacarán con los pies por delante», decía cuando lo presionaban para organizar la sucesión.
No, ninguno de ellos quiso ser «la reina madre», como en una ocasión dijo Franco. Por donde pasaba Castruccio se hacía «grandissimo danno al paese», nos dice Maquiavelo, y también por donde pasaba el Franco victorioso se sometía todo el país a una intensa depuración, ejerciendo de forma radical lo que en alguna ocasión llamó el derecho de venganza. Artero y traidor fue Castruccio cuando le era necesario, como la vez en que en una rebelión contra él apeló a la vieja amistad con los rebeldes y procuró su rendición bajo promesas de clemencia y liberalidad. Todos fueron apresados y asesinados. Nadie ganó a Franco en astucia, capacidad de mentir y doble juego, siempre rematado con fría y distante crueldad. Preguntado una vez por qué había pasado con un militar amigo, contestó que «lo habían fusilado los nacionales». Él se situaba al margen y por encima de todos y solo se identificaba consigo mismo. Si hablaba de España y de los beneficios públicos de su actuación, era porque entendía una identidad indisoluble entre España y su persona. Esa fue la herencia que le dejó un rey en su huida.
De todos aquellos que podrían aspirar a sustituirlo, dice Maquiavelo, Castruccio «no perdonó a ninguno». Aquí conviene citar por extenso este pasaje, porque es relevante. «Primero, bajo diferentes excusas y razones reprimió en Lucca a todos aquellos que podrían por ambición aspirar al principado, no perdonó a ninguno, privándolos de la patria y, a los que pudo apresar, de la vida, afirmando saber por experiencia que ninguno de aquellos podría serle fiel». Franco le dijo una vez a don Juan de Borbón, quien alardeaba de tener muchos hombres de confianza, que él no se fiaba de nadie. Perdonar, tampoco supo ni quiso, ni siquiera a los más cercanos, como sucedió con algunos de los generales compañeros de armas. A Queipo de Llano jamás lo tragó ni lo valoró. Gil-Robles, el político de la CEDA, que lo conoció bien porque lo usó para aplacar la rebelión de 1934 en Asturias, dijo de él que jamás perdonaría a nadie que hubiera sido su superior. Él se incluía, para su desgracia. De vida privó a los enemigos que cayeron en sus manos; de patria a los que escaparon; y de sus bienes a unos y otros.
Incluso cuando firmaba una paz, Castruccio estaba en guerra, nos dice Maquiavelo. «No dejaba de hacer aquellas cosas que podía, sin entrar en guerra declarada [senza manifiesta guerra], para hacer mayor su grandeza». Franco nunca dejó de estar en guerra. Incluso cuando celebró la paz, era la paz de «su» victoria, como veremos. Siempre operó con la diferencia entre vencedores y vencidos y ese fue el significado de mantener el Movimiento hasta el final. Quien no entrara en él, confesaba en el acto que pertenecía a los vencidos. Jamás atendió, por absurdas, las peticiones de superar esta diferencia que para él tenía un valor eterno y constituyente. Siempre entendió que el Ejército jamás entregaría la victoria de la Guerra Civil. Ese era el inicio de otra época de España, eterna, definitiva e inmutable.
Una de las estrategias fundamentales de Castruccio fue ser secreto amigo de los dos bandos enfrentados en su ciudad. Franco hizo lo mismo con católicos y falangistas, con tradicionalistas y militares. En ambos casos todo, incluso la guerra, estaba dirigido por la astucia y la desconfianza, la sospecha universal que lo situaba en el centro exclusivo de control de la trama de todas las informaciones y secretos. Ambos personajes sabían mirar dentro de los hombres y oler el peligro de las almas rebeldes. Al final, y ya sin oposición, «Castruccio obligó al pueblo a darle obediencia», perdonando deudas, haciendo ofertas, ofreciendo esperanza. Maquiavelo recuerda que, «movido en buena parte por la virtud», el pueblo se mantuvo quieto ante el nuovo Principe. Franco se comportó de la misma manera. Ofreció mejoras, oportunidades, prebendas y riquezas como derecho del vencedor y sus cohortes. Con los suyos, desde el principio, Franco hizo la vista gorda a cambio de obediencia incondicional a su persona. Al resto del pueblo lo obligó a la sumisión. Solo tras la seguridad de que era aceptada su paz, ofrecía algo de esperanza.
Cuando ayudó al emperador Federico III a pacificar Roma, Castruccio recibió el título de senador, que era una importante dignidad imperial. Franco nunca dejó de pensar en rehacer el imperio español y su mayor amargura fue ver cómo ese sueño se derrumbaba, aunque para entonces ya se sentía seguro de su poder. Una vez fue sorprendido delante de un mapamundi y con cierta alegría confesó a su interlocutor que estaba allí «rehaciendo el imperio». Aquí el paralelismo entre los dos personajes es impactante. Todo lo que rozaba a Castruccio, como sucedió en aquella ceremonia imperial, debía realizarse «con grandissima pompa» teológicamente connotada, nos dice Maquiavelo. «Él es a quien Dios quiere», decía la toga roja que portaba Castruccio el día en que fue ennoblecido. Franco gustaba de ir bajo palio, como los reyes medievales cristianos, y ya en sus primeras monedas recordó que era caudillo por la gracia de Dios. La pompa regia acompañaba incluso a su esposa, doña Carmen Polo, y se hacía sonar el himno nacional cuando era recibida. Castruccio no recibió la toga senatorial por capricho. Nunca dejó de pensar que podría hacerse con el mando en Florencia si llegaba la ocasión, como Franco buscó con todas sus fuerzas la ocasión de hacerse con un gran imperio en el norte de África a costa de Francia, aunque fuera pactando con Hitler.
Por supuesto, Castruccio vivió menos de lo que quiso. En esto también se parecía a Franco, que a pesar de su longevidad afirmó que deseaba celebrar los cincuenta años de su paz, lo que lo habría hecho vivir hasta 1989. A ambos, la muerte los sorprendió y frustró su sueño de vitalidad perpetua. Franco creyó, sin embargo, que todo lo tenía bien atado, aunque hay división de opiniones de que fuera así. Quizá cuando dijo aquello sentía la muerte como una liberación, pero a sus cómplices los dejó en la desesperación. El marqués de Villaverde una vez vació el cargador de una pistola, en una cacería, gritando que estaba preparado para cuando vinieran a por ellos. Castruccio, en la larga conversación que tuvo con su hermanastro y heredero, era consciente de la debilidad del Estado que le dejaba. Franco, por el contrario, pensaba que el Ejército defendería su victoria y eso le bastaba a su alma de condotiero para dotar a su obra de trascendencia. Por supuesto, esto no parecía bastar al marqués, su yerno. Aquí los parecidos con el personaje de Maquiavelo colapsan. A fin de cuentas, Castruccio le recomendó a su heredero que frecuentara el autoconocimiento, algo que era propio de aquellos tiempos filosóficos, no de los nuestros. En el caso del marqués de Villaverde, esa habría sido una recomendación imposible de cumplir. Todavía no se ha inventado la forma de echar luz en lo más tenebroso.
Las honras fúnebres de los dos condotieros fueron muy celebradas. Como retrato final de su hombre, Maquiavelo dice: «Era grato a los amigos, para los enemigos terrible; justo con los súbditos, desleal con los extraños, y si podía vencer por fraude no buscaba vencer por la fuerza, porque decía que la victoria, no el modo de ganarla, reportaba gloria. Ninguno fue más audaz al entrar en los peligros ni más cauto en salir de ellos, y gustaba decir que los hombres deben intentarlo todo, y que Dios ama a los hombres duros porque siempre castiga a los impotentes con los fuertes». Esa superioridad del fuerte la mantuvo Franco, que siempre despreció a quien consideraba débil. Como Castruccio, Franco buscó la gloria y la tuvo, entregada por un pueblo empobrecido al que la gloria le importaba nada. Cauto, desleal, desconfiado, condescendiente, siempre ganó, desde luego, porque hasta cuando perdía torcía las cosas y las interpretaciones para aparecer vencedor. Incluso cuando vio morir a su colaborador más íntimo, el almirante Carrero Blanco, se le escuchó decir: «No hay mal que por bien no venga». Lo dijo en la televisión, ante el asombro general. Esa ductilidad era en Franco arquetípica. En realidad, es el alma propia de un pequeño diablo, abundante entre los pueblos oprimidos por siglos de tiranía y más abundante todavía entre las elites que tienen que gobernarlos.
De todos los ejemplos que al final nos muestran sus vidas, desgranamos algunas cosas comunes. Los dos condotieros eran maestros en escuchar con indiferencia lo que no querían oír, y maestros en herir con altivez y rotundidad cuando lo deseaban. Se cerraban sobre sí mismos con aparente modestia, dejaban hablar, escuchaban, pero de repente emergían con fría superioridad y decisión, manifestando su frialdad y desconsideración. Un pequeño comentario como «usted no sirve», o «no sea obstinado», bastaba para que rodaran cabezas de ministros. En ambos casos el silencio o el desprecio eran la forma de relacionarse con los demás. Su sentido de la superioridad era el propio del mando, la forma como Franco llamaba al poder, y por eso los dos eran reverenciados por los suyos y temidos por los extraños. Los primeros estaban seguros de su victoria y los segundos de su derrota.
No es que gustaran de los halagos, que recibían con cierto desdén. Es que ambos sabían que no tenían nada que temer de quien los obsequiaba en abundancia con reverencia humillante. En todas las cosas que hablaba Castruccio se veía ingenio y gravedad. Franco, como Gracián, sabía aparentar las dos cosas porque sobre todo tenía silencios. Cuando estaba relajado y en familia, como en sus conversaciones con Francisco Franco Salgado-Araújo, alias Pacón, su primo y secretario, era trivial y vulgar. Solo era él cuando se jugaba algo.
He querido desgranar estas correspondencias personales porque deseo causar la impresión de que Franco se comportaba en casi todo como un tipo humano bien conocido desde antiguo. Ninguna teoría puede olvidarlo. Era un condottiero, como Castruccio Castracani. Quienes estaban con él debían disponer de espíritu militar porque su profesión era la guerra. Debían ver el mundo como él, identificando a sus amigos y enemigos. Ese vínculo lo exigió hasta el final. Que un pueblo esté sometido durante tanto tiempo a esta mentalidad es muy duro, pero la verdad es que Franco no permitía a su lado otro tipo de gente. Eso configuró la forma de ser de sus elites. Como he dicho, un condotiero es un empresario de la guerra. Pero su empresa, aunque rinde beneficios económicos, no es económica. Su capital es el poder y sus socios deben compartir amigos y enemigos si quieren tener beneficios. Un condotiero sabe que debe repartir el botín entre su hueste, y hacerle confesar a esta la enemistad común es su emblema. Estos personajes no entienden de corrupción. Los actos corruptos de los suyos forman parte de la paga. Franco se comportó siempre así. Perdonaba todo menos los escándalos de la moral, porque no le permitía a nadie cercano lo que él mismo ni hacía ni se permitía. Repetía a quien quería oírlo que todos tenían su precio. Esto quería decir que todos podían ser mercenarios enrolados en su hueste.
De esta manera, el condotiero Franco hizo uso de todos los aspectos con los que la preceptiva política tradicional caracterizaba al tirano. Desde antiguo se decía que la finalidad fundamental del tirano, su mejor defensa, era corromper al pueblo desde el punto de vista político. Para hacerlo, Franco usó los viejos hábitos de desconfianza generalizada que la historia había enseñado a los españoles desde la Inquisición. Si todos tienen un precio, ¿quién puede fiarse del vecino? Al quebrar el vínculo de la confianza recíproca, Franco sabía que destruía la condición de posibilidad de toda política. Solo bajo esta circunstancia se sabía seguro de ejercer la suya. La aspiración general que guio su conducta fue dividir todo grupo hasta llegar a una negociación personal, de uno en uno. Entonces abría la tienda y comenzaba a comprar. Así luchó contra toda política digna de ese nombre, algo que sin duda pudo aprender bien de su amistad con uno de los caciques más emblemáticos de la Restauración, el alpujarreño Natalio Rivas, a cuya tertulia asistía cuando estaba en Madrid, antes de la Guerra Civil, y a quien Luis Suárez, en su amplia obra y con piedad exagerada, llama «famoso escritor»[4]. A lo largo de toda su trayectoria dio prueba de esa capacidad de llevar las cosas a la negociación personal. Así neutralizó a la Falange de Hedilla, negociando por separado con Arrese, Fernández-Cuesta, Solís y Girón. Cuando lo dejó solo, encarceló a Hedilla y lo condenó a muerte. Como ya tenía un mártir con José Antonio, le conmutó la pena.
Por fin, deseo centrarme en un asunto muy importante en la mentalidad del condotiero. Se trata de su relación especial con Dios. Por supuesto, sabemos que en las etapas ascendentes de su poder, el condotiero tiene una fe ciega e inconsciente en su destino y su confianza es telúrica y sin rostro; en las etapas de consolidación de su figura tiene una fe ciega en los sacramentos y en los rituales. En las etapas finales, se vuelve supersticioso y se entrega a prácticas fetichistas, como poseído de una pretensión mágica. En medio de la batalla, el dios es la fortuna. Este era el sentido de la baraka que le atribuyeron los rifeños, de alma tan afín. Franco no era un hombre religioso en el sentido convencional del término. Cuando era joven, despreciaba los ritos católicos y era irónico respecto de las personas religiosas. Luego, usó la religión como parte de la pompa y de la reputación, porque sacralizaba su persona. Sin embargo, en todo condotiero la religión es la fe providencialista, la certeza de que la oportunidad y la ocasión trabajan a su favor. Esta es su mentalidad real, que por eso conoce la audacia siempre que se presente bajo el rostro favorable de la oportunidad. En esa constelación colocó Maquiavelo eso que llamó virtud. Franco encaja en este cosmos de valores y actitudes. El catolicismo tradicional español era rico en este providencialismo, que hacía de Dios el protector de las batallas desde la Edad Media. Lo que indujo a Franco a señalar la Guerra Civil como una cruzada fue un complejo nudo de consideraciones, entre las que estaba la de que se reconocía la protección divina para la causa. Esa protección era perfectamente indistinguible de la mentalidad fatalista de los musulmanes que se enrolaban en su hueste y de esta manera se explica que la cruzada fuera desplegada justamente por los enemigos de toda cruzada. Franco era insensible a estos pequeños detalles y se unía a su hueste en la medida en que compartía el mismo sentido de las cosas. «Nuestra guerra es una guerra religiosa. Nosotros, todos los que combatimos, cristianos y musulmanes, esos moros que invocan a Alá y a su profeta, somos soldados de Dios», dijo al periódico L’Echo de París el 16 de noviembre de 1937. Unos le podían llamar baraka; otros, providencia, pero para todos significaba lo mismo: que la victoria era suya. Sobre esta base se construye la relación con la divinidad. «Existe, sí, el Dios de las batallas»[5], escribió una vez. Incontables son los textos en que se proclamó protegido por la Providencia. El perdedor no es mirado por Dios. De un modo u otro, este sentimiento de triunfo ofreció una ventaja psíquica a la gente de Franco, la de considerar justa su causa. La República, en verdad, no tenía nada parecido. Así que cuando Luciano Rincón denunció el mesianismo de Franco, no hacía sino reconocer lo que le faltaba a la República. Pero cuando Franco conoció las agudas realidades de la vida que igualan a los hombres, en la vejez se tornó un personaje supersticioso inclinado a venerar el brazo incorrupto de santa Teresa, que tenía en su palacio, quizá como una aspiración de eternidad, sin reparar en que lo más que podía transferirle la sagrada reliquia era un estado de momificación.
Como acabamos de ver, Franco representaba con bastante claridad el tipo humano de un condotiero según lo definió Maquiavelo. No debemos olvidar que duce tiene la misma raíz que condotiero y por eso a Franco le resultó fácil imitar a Mussolini. En realidad, los españoles supieron muy pronto de la figura de Castruccio Castracani porque uno de sus hidalgos escritores, Pero Mexía, tradujo al español en el siglo XVI la biografía en su Silva de varia lección. Fue desde entonces un tipo humano que ofrecía sus evidencias a los hidalgos ansiosos de fama, riqueza y promoción social. Ese tipo humano, rodando el tiempo, llega a Franco. Por tanto, si queremos saber lo que significa su título de caudillo, no tenemos que ir a Javier Conde y su Teoría del caudillaje, una remilgada torsión intelectual sin honestidad alguna. Nos basta con decir que un caudillo es un condotiero. Franco lo fue a la perfección. En realidad, fue el último condotiero europeo.
La voluntad de Franco de identificarse con el Cid no fue una exageración trivial, por mucho que fuera un anacronismo histórico. El Cid, un jefe de partida todavía más arcaico que Castruccio, es un personaje en su misma línea. Lo anacrónico era en todo caso que alguien encarnara aquel tipo con verosimilitud ocho siglos después, pero este fenómeno es un síntoma del atraso intelectual de España. Ambos, Franco y su héroe preferido, el Cid, operaban desde la sensación poderosa de haber sido tratados injustamente. En la personalidad de Franco domina de forma intensa la obligación de resarcirse por la herida del origen. Aquí las relaciones con el padre son decisivas, como hemos visto, pero no solo eso. Carente de un ideal paterno con el que identificarse, el joven Franco estuvo dominado por una clara voluntad de ascenso social. Sin embargo, una personalidad resentida de este tipo es insaciable en sus aspiraciones. El nivel que alcance dependerá de las circunstancias, pero a quien porta esa herida nada le basta para compensarlo por la falta originaria. A pesar de ello, todos sus actos estarán orientados al resarcimiento. Lo que tuvo, el confort de un pequeño burgués en un palacio regio, revela lo que anhelaba. Como los hampones de barriada, Franco siempre quiso ascender a la cima del mundo. Sabía que ese ascenso implicaba peligros, pero lo más llamativo es que allí, en todo lo alto, siempre lo esperaba el vacío. Lo sabemos bien. Cuando llegó a jefe del Estado confiado y seguro, se entregó a ver plácidamente la televisión, seguir el fútbol los domingos y acertar las quinielas. Tenemos derecho a preguntarnos si fue necesaria aquella sangría y aquel sacrificio para garantizar la seguridad de una vida anodina, la misma que podría llevar cualquier padre de familia en un país civilizado. Este hecho testimonia que no era una exigencia creativa la que impulsaba a Franco como un meteoro. Su autoafirmación era incondicional, pero estaba al servicio de su propio vacío. Por supuesto, si logró aquel estatus, el de colocarse en la cima del mundo para dormir siestas en el tresillo, fue porque cumplió una función histórica que muchas otras gentes entendieron como necesaria. De eso nos ocuparemos después.
Por ahora, intentemos hacernos con la condición fundamental, con el psiquismo de Franco. Todo en él estará connotado por un énfasis de autoafirmación y de resistencia, que esperará agazapado la oportunidad de manifestarse. Lo vemos en la boda, celebrada el 22 de noviembre de 1923, pretenciosa y desproporcionada, con el rey como padrino, con esa novia entrando en la iglesia bajo el palio real, con dos marqueses de testigos; lo vemos en la carrera militar, pendiente de gestos grandilocuentes que reclaman la primera línea del frente, siempre con la palabra «deber» en la boca; lo vemos también en la carrera política, ya en el ambiente final de la República, salpicada de manifestaciones retorcidas y cautelosas, descomprometidas y calculadas; lo vemos al fin en la forma de enrolarse en el movimiento golpista, decidida exclusivamente desde su cálculo y su interés. La cima del mundo, desde luego, no siempre estuvo en ser caudillo de España. No cuando había rey. Hasta ahí no se habría atrevido. Sin embargo, podemos decir que estuvo inevitablemente en el disfrute y renta más altos posible en proporción a la reputación conseguida. Los historiadores muestran una clara tendencia de Franco al aburguesamiento y a disfrutar de la vida cuando pensaba que su carrera militar ya había acabado, incluso antes de la Guerra Civil. Su mentalidad en este sentido era sarracena y la guerra era la forma de su economía y de conquista de estatus. Como general en Madrid, en Zaragoza o en Canarias, se rodeó de ese lujo anticuado que proyectó como si fuera propio de la familia en la película Raza, el lujo que asociaba al confort aristocrático-burgués que no había tenido, el que luego recreó en El Pardo. El gusto de doña Carmen Polo por las antigüedades es significativo de esa voluntad de la esposa de seguir el imaginario del esposo y colmar la falta originaria con el ideal de una falsa aristocracia. Por supuesto, siempre hay una dimensión hedonista en la empresa militar de un condotiero, algo que compartía con todos los hombres de la Legión Extranjera que estaban a sus órdenes. La guerra traía botín y una riqueza justa, y eso era parte de la providencia de esta divinidad a mitad de camino entre el islam y la Cruz. Disfrutar de esos beneficios era lo debido. Lo vemos desde el Cid, cuando desde las torres de Quart le enseña a doña Jimena la rica huerta valenciana que ha ganado para su familia, o cuando marcha a la batalla a «ganarse el pan».
Sin embargo, en un condotiero hay algo esencial que no puede faltar nunca: el enemigo. Esta figura constituye su personalidad. Siempre hay un frente, una trinchera, un combate. En el Rif, el enemigo eran los líderes de las cabilas. En la península, Franco tenía su enemigo en la clase política. Desde que llegaron los Borbones, las dos elites, la militar y la política, se habían disputado la dirección de España y se habían profesado un profundo desprecio. La monarquía de Alfonso XIII impuso un delicado equilibrio en esta disputa porque el rey tenía ese doble torso. Ante los militares, se presentaba como uno de ellos que metía en cintura a los políticos. En medio de estos, se presentaba como una garantía de mantener al ejército disciplinado. Todo ese teatrillo estalló con las Juntas militares de 1916 y luego con Primo de Rivera. Cuando el rey dejó caer al dictador, los militares como Sanjurjo le pidieron que siguiera la lógica militar hasta el final. Cuando se negó, no lo perdonaron. Todos asumieron que debía marchar. Parecía que los políticos habían ganado porque el rey a fin de cuentas era un político. Así lo vio Franco.
Los políticos victoriosos eran para Franco un grupo de masones, separatistas, traidores y cobardes vendepatrias. Lo eran desde 1898, cuando entregaron el imperio. Cuando llegó la República, Franco mantuvo cautelas de fría fidelidad institucional, pero de claro desprecio a sus dirigentes, y compartía la convicción de que la República perseguía al Ejército con un profundo afán de venganza. Ese era para Franco el sentido de los juicios a militares por las responsabilidades de la época de la dictadura que se anunciaban y que debían comenzar con la investigación de los fusilamientos de Galán y García Hernández. Esa investigación era para Franco el triunfo de su hermano Ramón, que movía los hilos. En su apreciación, los africanistas estaban en la primera línea de las represalias republicanas y muchos temían que sus ascensos fueran reversibles. Hoy sabemos bien, gracias a Ángel Viñas sobre todo, que los líderes republicanos, que no leían a Maquiavelo lo suficiente, amagaron pero no culminaron. Para los militares como Franco, eran malos y débiles, lo peor.
En aquel ambiente enrarecido de la marcha del rey, Franco observó que cada general trabajaba por su cuenta y temía que Sanjurjo, Queipo de Llano y otros altos mandos hicieran pactos con las nuevas autoridades. Desde entonces Franco jugó su juego en solitario. Su agudo sentido corporativo se dejó ver, a pesar de todo, cuando se ofreció como abogado defensor del general Berenguer. Era una prueba de que seguía fiel a la obra de la dictadura de Primo de Rivera, pero sobre todo de que defendía las inmunidades de la corporación militar, exenta y al margen de toda política, como la institución que encarnaba España y que por eso disponía del derecho legítimo de dirección sobre ella. Desde ese momento, Franco proyectó la imagen de ser el símbolo de un ejército puro, sin contaminar por ideas políticas, capaz de jugar el rol esencial para el que había sido creado, la defensa del orden eterno de las cosas de España, el muro de protección de una legitimidad tradicional y de la sociedad que esta había forjado durante siglos. En realidad, Franco seguía fiel a las fuerzas que lo habían promocionado, aupado, utilizado y halagado; a las fuerzas que tenían planes importantes para él. Desaparecidas estas, ahora él estaba al frente del fideicomiso entregado.
Sin embargo, a este enemigo tradicional que era la clase política, Franco añadió otro importante. Lo eterno se enfrenta siempre a la irrupción histórica de nuevos peligros. Tras recibir por suscripción la revista de la Entente Internationale contre la Troisième Internationale,una publicación de la más dura propaganda anticomunista, Franco identificó allí el rostro del nuevo enemigo presente, y entonces comprendió que la batalla en la que la patria se había forjado durante siglos seguía abierta. Si hemos de creer a Luis Suárez, Franco estuvo en condiciones de acceder al famoso Informe Dimitrov ante el VII Congreso de la III Internacional, de 1935, con referencias específicas sobre España y las previsibles elecciones de 1936, por noticias de esta revista. Entonces se dispuso de nuevo a aprovechar la oportunidad de escalar hacia nuevas cimas. Le bastó con asumir la inevitable evolución de la República española hacia el socialismo, tesis que preparaba el informe, para tornar más compacta su idea del enemigo. En realidad era la vieja idea canovista, la democracia como puerta a la revolución socialista. Franco, de este modo, vinculó los viejos y los nuevos enemigos y los agrupó a todos en el Gobierno republicano español, que reunía a los masones como Azaña con los socialistas como Largo Caballero. Era una prueba de que la propaganda de la revista EntenteInternationale no era sino la pura verdad. Los hechos iban a confirmarle estas percepciones.
Cuando el 30 de junio de 1931, apenas dos meses después de la proclamación de la República, Azaña cerró la Academia Militar de Zaragoza, Franco concentró todo su odio sobre la figura del ministro. Lo hizo entre lágrimas, como sabemos, la más precisa antesala de un sentido de la humillación que prepara el turbio resentimiento. Mediante el uso indiscriminado de la metonimia, la verdadera fuente que expande el odio, señaló a todos los masones como sus enemigos. Su reserva mental hacia la República fue definitiva, sobre todo después de que Azaña lo mantuviese sin empleo ni destino durante meses. Así, muchos años después, en la intimidad de las confidencias a su primo Franco Salgado-Araújo, el Caudillo pudo decir con orgullo que jamás había dado un viva a la República. Azaña, sin orientarse por confidencias, lo sabía porque el propio Franco lo había proclamado en el ABC el 21 de abril de 1931, al reconocer que no cabía esperar «complacencia mía con el régimen recién instaurado». En sus diarios, Azaña afirmó que era el más peligroso de todos los militares. En realidad dijo que era el «único temible». Por eso ordenó disolver la Academia de Zaragoza y espiarle. Fue una estupidez. Franco lo descubrió y Azaña quedó en situación de inferioridad. Ese momento fue letal porque perturbó la conducta rigurosa de Azaña, que finalmente no forzó el paso a la reserva de Franco. Unos días antes de que se cumplieran los seis meses sin destino, que habrían decidido su jubilación, Azaña lo envió a la Brigada de Infantería de Galicia, a La Coruña. En esos días se jugó el fatum de la historia contemporánea de España. Maquiavelo siempre aconsejó que se fuera o enteramente malo o enteramente bueno. Azaña lo desobedeció y fue a medias una cosa y la otra. Franco, por supuesto, solo recordó el martirio al que Azaña lo había sometido y juzgó su nombramiento como lo que era, un gesto incoherente de debilidad. Eso aumentó su desprecio, pero no disminuyó su odio.