La técnica y la política. Perspectivas desde América Latina - Facundo Bey - E-Book

La técnica y la política. Perspectivas desde América Latina E-Book

Facundo Bey

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Uno de los grandes intereses del libro La técnica y la política. Perspectivas desde América Latina es justamente el asumir esta polifonía de la filosofía de la técnica, por lo que cada vez que un autor piensa a la técnica, este pensamiento se acompaña de la revelación de una de las maneras según la cual la misma técnica piensa y de todos los presupuestos no-técnicos que supone, y en muchas ocasiones esconde, la técnica. Este es el caso, por ejemplo, del texto de Carlos Federico Mitidieri que insiste sobre los presupuestos sociales de la técnica en la obra de Andrew Feenberg, que se cristalizan dentro del concepto de "código técnico". En contra de la simple racionalidad instrumental, se propone una racionalidad democrática que permita salir de la autonomía operativa de los trabajadores que los aislaba de sus subordinados a la hora de tomar sus decisiones.

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Agradecimiento

Colaboradores

Prólogo

La mecánica exigiría una mística. Técnica, religión y política en el pensamiento de Henri Bergson

Muerte y técnica

Lo político en el tecnosistema. Una mirada desde la teoría crítica de la tecnología de Andrew Feenberg

Técnica, globalización y geocultura

El paisaje en la configuración del «ser-sí-mismo» Notas para una lectura de Carlos Astrada y Tetsurō Watsuji

Entre el fascismo y el liberalismo: una mirada general al neohegelianismo italiano de Giovanni Gentile y Benedetto Croce1

La influencia de Marx en las reflexiones sobre la tecnología de los jóvenes Gramsci y Lukács (1919-1923)

VARÍA

Coraje político y mito dialéctico. Pensar la aretḗ y la utopía a partir y más allá de Hans-Georg Gadamer

Del desarrollo neuronal a la construcción del sujeto (Intersecciones entre Neurociencias y Psicoanálisis)

Agradecimiento

En 2014 conocí a Ana Zagari, entonces Decana de la Facultad de Filosofía y Letras de la USAL. Me acogió no solo como estudiante del Doctorado en Filosofía, sino como parte del grupo de investigación que dirigía enfocado en el “Paradigma onto-teo-político contemporáneo”. Desde allí empezamos a conocernos muchos de los que estamos ahora presentes en este libro, es más, si sus bordes se extienden a través de las fronteras teóricas y geográficas, es gracias a la experiencia surgida de las reuniones de investigadores vividas en algunos veranos porteños.

Una vez que el proyecto terminó con finalización del decanato de Ana, varios investigadores como Jorge Martin, Federico Mitidieri, yo misma y, últimamente Mariana Chendo, decidimos seguir juntos en los caminos de la filosofía, tanto en el trabajo de investigación como en la celebración del pensamiento dentro del marco de los Congresos Internacionales de Ética No matarás de 2017 y 2019 realizados en la Pontificia Universidad Católica del Ecuador. Estos encuentros tienen una larga trayectoria sostenida por Ana y un grupo de intelectuales tanto de la USAL como de otras instituciones de México, Brasil y España. Cuando el momento de continuar con el Congreso llegó a Quito, nos sentimos honrados, abrimos las puertas de la PUCE para devolver el abrazo fraterno que habíamos recibido en Buenos Aires.

Hoy puedo decir que todos quienes formamos parte de este ensamble maravilloso que da lugar al libro colectivo, algo debemos a Ana, algo que no se aprecia en la cantidad sino en el amor compartido por la filosofía, algo, vale decir, que nos une fuertemente en el eco que algunos filósofos traen desde el origen del pensamiento y lo propagan; al hacerlo nos alientan a permanecer en la tarea de hacer filosofía. Por todo ello, que no solo es fundamental sino necesario, me permito agradecer a Ana Zagari, decirle, aquí estás, aquí seguirás en las páginas de otro libro. No encuentro mejor lugar para hallarte siempre.

Ruth Gordillo

Colaboradores

FACUNDO BEY. Profesor de Ciencias políticas en la Universidad del Salvador. Postdoctorado en el Instituto de Filosofía “Ezequiel de Olaso” (INEO-CIF/CONICET). Ph.D en Filosofía en la universidad Nacional General San Martín. Investigador en la universidad de Buenos Aires (UBA) y en la Pontificia Universidad Católica del Ecuador (PUCE).

IVÁN CADENA. Psicólogo Clínico por la PUCE, Magíster en Psicoinmunoneuroendocrinología y Magíster en Psicooncología por la Universidad Favaloro – Buenos Aires, Magister en Dirección de Recursos Humanos por la Universidad Argentina de la Empresa – Buenos Aires. Es docente titular de las cátedras de Psicofisiología y Psicología de la Personalidad en la Facultad de Psicología de la PUCE. Investigador desde el año 2011 con la Facultad Eclesiástica de Ciencias Filosófico-Teológicas de la PUCE.

MARIANA CHENDO. Licenciada en Filosofía. Docente e investigadora. Miembro en proyectos de investigación vinculados a la filosofía latinoamericana. Autora de artículos en temáticas de filosofía política. Actualmente, dirige la Licenciatura en Ciencias de la Educación en la Universidad del Salvador.

RUTH GORDILLO. Magíster en filosofía por la Pontificia Universidad Católica del Ecuador (PUCE), candidata a Doctora en filosofía, en la Universidad del Salvador de Buenos Aires (Argentina). Docente en la PUCE desde 1998.

JORGE MARTIN. Doctor en Filosofía. Actualmente se desempeña como Secretario académico de la Facultad de Filosofía, Letras y Estudios Orientales de la Universidad del Salvador (Argentina). Ha publicado diversos trabajos en revistas especializadas de Europa, Estados Unidos y Latinoamérica. Es Profesor Titular de la cátedra de Historia de la Filosofía Moderna en la Escuela de Filosofía de la Universidad del Salvador. También dicta clases en el Ciclo Básico Común de la Universidad de Buenos Aires.

PABLO MÉRIGUET CALLE. Licenciado en Ciencias Históricas por la PUCE-Ecuador (Tesis: Antifascismo en el Ecuador (1941-1944): historia del Movimiento Popular Antitotalitario del Ecuador y del Movimiento Antifascista del Ecuador). Doctor en Filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid

CARLOS FEDERICO MITIDIERI. Profesor y Licenciado en Filosofía por la Universidad del Salvador (Argentina). Candidato a Doctor en Filosofía en la Universidad Nacional Lanús (Argentina) con una beca doctoral del Conicet.

Martín Prestía. Licenciado en Ciencia política en la UBA; docente e investigador en UNSAM, CONICET, CIF, UBA, Investigador asociado PUCE. Áreas de conocimiento: filosofía política, filosofía argentina, especialmente en la obra de Carlos Astrada.

ANA ZAGARI. Licenciada y Doctora en Filosofía. Docente-investigadora UBA, USAL, PUCE. Directora de Tesis de maestría y doctorado en universidades nacionales y extranjeras. Profesora de posgrados en universidades nacionales y extranjeras, entre ellas: USAL, UNR, Universidad Autónoma de Barcelona, Universidad Federal de Río de Janeiro, UAM Iztapala, Universidad de Beijing.

Prólogo

Los vínculos entre la filosofía y la técnica son antiguos, y más aún, originarios. Si aceptamos en un primer momento pensar a la técnica a partir de su etimología griega, basta con recordar El político de Platón y el debate que presenta acerca de la técnica dialéctica de Sócrates, o con leer El sofista y su reflexión acerca de la técnica sofística, para convencerse que el mismo surgimiento de la filosofía se pensó en relación con cierta técnica, y más precisamente con la dificultad –por no decir la imposibilidad- de distinguir claramente entre el buen uso de una técnica y su mal uso. Por este motivo, tal como notaron muchos especialistas de Platón1, las fronteras entre el filósofo y el sofista nunca puedan marcarse de forma clara, precisa y definitiva, puesto que ambos hacen uso de cierta técnica del diálogo. La dificultad de pensar en la técnica a raíz de la oposición entre un buen uso y un mal uso de esta ha sido evidenciada de manera general y convincente por Jacques Derrida2, en relación con la técnica farmacológica en Platón. Derrida pudo mostrar, a través de un análisis minucioso del vocabulario de Platón, que el problema filosófico más importante en el campo de la filosofía de la técnica no yace en la diferencia entre un buen uso o un mal uso sino más bien habita en la técnica como tal.

La importancia de la filosofía de la técnica no se juega, entonces, en la oposición entre su buen y mal uso, sino dentro de una polifonía inquietante que encontramos en la misma expresión “filosofía de la técnica”. Efectivamente, la expresión “filosofía de la técnica” está habitada originariamente por dos sentidos que difícilmente se pueden separar y que uno debe, por lo tanto, pensar a la vez. Por un lado, se podría entender la “filosofía de la técnica” tal como se habla de la filosofía de la ciencia o de la filosofía de la religión, es decir, como el campo dentro del cual la filosofía toma a la técnica como uno de sus posibles objetos de reflexión. La filosofía de la técnica trataría, en este caso, de un sujeto que habla de un objeto y que analiza una de las múltiples creaciones artificiales humanas: la técnica. He aquí el sentido más común y corriente de la filosofía de la técnica. No se trata de minimizar este sentido y hoy más que nunca es necesario pensar a las diferentes técnicas y hacer de éstas objetos de reflexión. Podemos pensar aquí en la filosofía de la inteligencia artificial o en la filosofía de la computación, pero la filosofía de la técnica no se puede limitar en hacer de la técnica un simple objeto de reflexión.

La expresión “filosofía de la técnica” también se puede entender de otra manera mucho más fructífera y profunda. Uno puede entenderla tal como hablaríamos de la filosofía de Spinoza o de la de Sartre, es decir, ya no haciendo de la técnica un simple objeto de la filosofía sino más bien el sujeto de ésta. Sobre este camino, deberíamos aceptar que la técnica no es un instrumento neutro que debemos pensar, sino que la misma técnica impone de por sí ciertas maneras de pensar, ciertas maneras de representarse al mundo, de habitar al mundo y de convivir con los entes que nos rodean. La filosofía no sólo debe pensar a la técnica sino también revelar el pensamiento subyacente a ella como tal. Aquí, se entiende que la técnica no es únicamente algo que necesita ser pensado, sino que conlleva de por sí cierto tipo de pensamiento que impacta todos los campos de la vida humana. No por nada Descartes, mecanicista, ya se había visto en la obligación de pensar a los animales en tanto que máquinas. También cabe recordar aquí los cambios no únicamente económicos sino también sociales, políticos, éticos y también antropológicos que produjo la revolución industrial. La técnica no es un simple instrumento neutro que podríamos decidir utilizar sino también un punto de vista: una ontología, una ética y una epistemología. Bien es cierto que uno podría argumentar que la técnica propiamente dicha sólo surge a lo largo del siglo XX, y por lo tanto de manera más tardía; sin embargo, el auge de la técnica en ese siglo y su invasión de todos los campos de la vida humana, de lo animal y de lo ambiental, llevó a sus más extremos límites líneas que ya existían desde hace varios siglos.

Uno de los grandes intereses del libro La técnica y la política. Perspectivas desde América Latina es justamente el asumir esta polifonía de la filosofía de la técnica, por lo que cada vez que un autor piensa a la técnica, este pensamiento se acompaña de la revelación de una de las maneras según la cual la misma técnica piensa y de todos los presupuestos no-técnicos que supone, y en muchas ocasiones esconde, la técnica. Este es el caso, por ejemplo, del texto de Carlos Federico Mitidieri que insiste sobre los presupuestos sociales de la técnica en la obra de Andrew Feenberg, que se cristalizan dentro del concepto de “código técnico”. En contra de la simple racionalidad instrumental, se propone una racionalidad democrática que permita salir de la autonomía operativa de los trabajadores que los aislaba de sus subordinados a la hora de tomar sus decisiones. Pero también encontramos esta lógica según la cual un análisis de la técnica nos revela lo que la técnica piensa, en el análisis que Jorge Martin propone de la técnica en Bergson, cuando éste evidencia la presencia de fundamentos místicos de ella en la obra del pensador francés. La idolatría tecnológica ha producido nuevas necesidades artificiales, sacrificando aquellas que son esenciales y más antiguas. Por este motivo, la solución a esta dificultad no puede limitarse a invertir el orden material entre los dominantes y los dominados, sino que deberá, además, tomar en cuenta factores espirituales que necesitarán una verdadera conversión. Pablo Mériguet, por su parte, y siguiendo esta misma línea, evidencia las relaciones entre el capitalismo y la tecnología en las obras de Lukács y Gramsci. Insiste sobre el hecho que el desarrollo de la técnica es inseparable de aquel de las condiciones sociales dentro de las cuales se da. Así, se trata de pensar el paralelismo o la causalidad cruzada entre avances técnicos y avances sociales. Finalmente, Ana Zagari analiza, desde Heidegger, lo que implica la técnica en la reconfiguración del tiempo y del espacio. Por este motivo, el artículo propone toda una reflexión sobre el concepto de “geocultura”, con el fin de sensibilizarnos a la pregunta de la instrumentalización y de la objetivación, que podrían llevarnos a una cultura del descarte. En todos los casos se trata de mostrar, desde diferentes perspectivas, que la técnica no es axiológicamente neutra y que está habitada por múltiples determinaciones que su simple existencia nos impone.

Pero el libro no solo analiza los fundamentos de la técnica en los sistemas colectivos, económicos, político o religiosos. El desarrollo contemporáneo de la técnica y de la tecnología, de manera exponencial, obliga a pensar el impacto de éstas sobre el mismo ser humano, así como la concepción que nos hacemos de este. De la misma manera, Martín Prestía analiza posibles salidas del reduccionismo neurocientífico a través de los textos de Carlos Astrada y Tetsurō Watsuji. Uno de los puntos más importantes es sin duda alguna la localización de las soluciones al problema de la técnica dentro de contextos culturales específicos y por lo tanto diferentes. Pero también es, por otro camino, la orientación del texto de Ruth Gordillo, que recuerda que el cuerpo no ha sido únicamente objeto de negación por parte de muchas de las grandes religiones, sino que la propia técnica nos impone repensar los procesos corporales, así como la misma encarnación. Tal vez podamos encontrar en esta nueva negación de la encarnación, y en la reducción de la carne a un cuerpo, lo que Michel Henry llamaba, en 1987, la barbarie3.

Finalmente, el libro se cierra con tres textos varia, elaborados en 2020. El primero, de Iván Cadena, establece un balance entre lo natural y lo cultural en la construcción del sujeto. La neurociencia cognitiva actual no se limita a una simple descripción biológica del sujeto sino, al aceptar que éste se construye siempre ya en relación con otro, permite la reintroducción de ciertos elementos freudianos en su construcción, abriendo la posibilidad de su inscripción dentro de la cultura. En el segundo texto, Facundo Bey analiza el juego de la utopía en el campo de lo político, en torno a la obra de Gadamer insistiendo sobre la ruptura y la distancia que interpone la utopía con el lugar tanto de la filosofía como de la política. El tercero es un trabajo de Pablo Mériguet que aborda una reflexión histórica a partir de las lecturas que Croce y Gentile, desde supuestos hegelianos, hicieron de Marx. La discusión que generaron los dos autores resulta importante en la definición de las categorías del llamado neoidealismo.

El libro es fruto del trabajo del grupo de investigación que la profesora Ruth Gordillo anima en la Pontificia Universidad Católica del Ecuador desde el año 2015 y que nos invita, desde hace varios años y a través de la producción de diversas publicaciones, a pensar desde América latina.

Stéphane Vinolo

1 Monique Dixsaut, Le naturel philosophe, Vrin, Paris, 1998.

2 Jacques Derrida, La pharmacie de Platon, en La dissémination, Seuil, Paris, 1972, pp. 77-213.

3 Michel Henry, La barbarie, Grasset, Paris, 1987.

La mecánica exigiría una mística. Técnica, religión y política en el pensamiento de Henri Bergson

Jorge Martin

Con la aparición de La evolución creadora, en 1907, Henri Bergson se transformó, tanto en Francia como fuera de ella, en un filósofo a la moda, citado por científicos, artistas y políticos, quienes lo utilizaron para los más diversos fines. La difusión que obtuvo de su pensamiento fue al precio de una simplificación y de una tergiversación que terminó desnaturalizándolo por completo, incluso por parte de sus seguidores. Como decía Charles Péguy, “la filosofía de Bergson es casi tan mal comprendida por sus adversarios como por sus partidarios”1. Este bergsonismo devaluado, sinónimo de un espiritualismo descarnado, ingenuamente optimista y burguesamente ahistórico y apolítico (como lo presentaron algunos referentes del marxismo), fue el que llegó en gran medida a Latinoamérica en las primeras décadas del siglo XX, y el que se utilizó para enfrentarse al positivismo materialista dominante en la generación anterior.

Así como los estudios sobre Bergson han recuperado en Francia, en los últimos tiempos y luego de un período de oscuridad, un alto nivel y amplio desarrollo (por ejemplo, acaba de aparecer el noveno volumen de los Annales bergsoniennes en Presses Universitaires de France), creemos que ha llegado el momento, desde nuestra situación latinoamericana, de estudiar su filosofía con rigurosidad, como se analiza toda obra clásica, alejados de las pasiones extremas que suscitó cuando apareció en el escenario intelectual europeo de fines del siglo diecinueve. Solo así, realizando obra de exégesis y no de libre interpretación (como se suele hacer), se podrá determinar con fundamentos si aún contiene herramientas conceptuales para pensar la realidad y para actuar sobre ella.

En esta oportunidad, nos proponemos abordar la filosofía de la técnica de este autor, tal como la presenta en el cuarto y último capítulo de su libro Las dos fuentes de la moral y de la religión, y que se titula Consideraciones finales. Mecánica y mística (texto fundamental, por lo general muy descuidado por los intérpretes, ya sean apologistas o detractores del filósofo). A decir verdad, la problemática de la técnica atraviesa toda la obra de Bergson, desde sus escritos juveniles de 1882 a este último libro de vejez de 1932. En estos cincuenta años de reflexión, el filósofo pasó por diversos momentos históricos e intelectuales, que condicionaron su postura frente a las máquinas, desde el mayor optimismo (como se refleja en La evolución creadora) hasta el máximo pesimismo (como se vislumbra en sus discursos de guerra durante la Primera Guerra Mundial).

Nos centraremos en esta obra, Las dos fuentes de la moral y de la religión, porque, por un lado, refleja la posición definitiva de su autor frente a la mecánica, la más acorde con su espiritualismo positivo y, por otro, porque es aquella que está consagrada a estudiar las consecuencias políticas del desarrollo ilimitado de la técnica industrial. Con respecto a este último punto, es tan dramático el cuadro que nos pinta el filósofo, al final de su texto, de la situación de la humanidad bajo el progreso técnico, que le exige una toma de decisión para ver “si quiere continuar viviendo”2. Imaginemos lo que pensaría hoy en día, a más de ochenta de años de la publicación de este libro, si percibiera cómo se han agravado todos los órdenes (por ejemplo, las cuestiones relacionadas con el deterioro del medio ambiente y con el incremento y la sofisticación de la tecnología militar). Pero, como sabemos, Bergson no es un pensador trágico, todavía hay esperanza de encausar la situación, siempre que la especie humana se decida a superar las dificultades que la aquejan. Como el tiempo es creador, el porvenir es indeterminado, no está escrito en el presente. No hay fatalidad en la historia, y ninguna lógica –ya sea mecanicista o dialéctica− podrá predecir lo que nos deparará el futuro.

Al inicio del cuarto capítulo, Bergson retoma su célebre distinción entre sociedad cerrada y sociedad abierta, que había establecido previamente en el capítulo primero para resolver ciertos problemas teóricos, y se pregunta por su utilidad práctica. Recordemos lo fundamental de esas nociones. Por naturaleza, somos seres que vivimos en sociedad. Pero a la que estamos destinados biológicamente es a la sociedad cerrada. Lo que la caracteriza es que un grupo humano se repliega sobre sí mismo, se cohesiona y se separa del resto de las personas. Por eso, se inclina hacia la guerra, siempre lista para agredir o para defenderse. En su interior, procura que uno solo o algunos pocos manden y los demás obedezcan. La autoridad detenta un poder absoluto, la jerarquía establece que unos individuos tienen más valor que otros, y el orden social es inmutable. Este sistema se transmite a través de la educación, que inculca al hombre y a la mujer hábitos de obediencia (costumbres e imperativos) que buscan resguardar y perpetuar el statu quo comunitario.

Bergson contrapone a este modelo monárquico u oligárquico, el régimen democrático, que es el más alejado de la naturaleza. En intención al menos, la democracia teórica trasciende la sociedad cerrada y se identifica con la sociedad abierta (habiendo entre ambas una diferencia esencial). Esta se ha dilatado a toda la humanidad, sus principios morales son universales y ya no se reducen a fórmulas impersonales, sino que se encarnan en personalidades excepcionales, héroes y grandes místicos activos. Estos hombres y mujeres privilegiados, que coinciden con el impulso de la vida, han logrado romper los límites naturales impuestos a la especie humana, y la han hecho avanzar. Cada uno de ellos ha manifestado, a través de sus palabras y de sus obras, un amor que parece ser la esencia misma del esfuerzo creador. Su vitalidad desbordante es un llamado constante para todos los seres humanos. La emoción que suscitan en nuestra alma no es más una coacción, sino una atracción más o menos irresistible. Se convierten en modelos o ejemplos que aspiramos a imitar bajo una forma original y creadora.

Uno de los principios fundamentales de Bergson en este libro, ya planteado en La evolución creadora y dirigido contra Lamarck, es la negación de la herencia de los caracteres adquiridos. Esto implica que la naturaleza humana es siempre la misma, y que, si al hombre actual se le quita lo que ha depositado en él la educación y la civilización, se lo encontraría idéntico al hombre primitivo con sus instintos originales. Es decir que, según la filosofía de la historia bergsoniana, las tendencias de la sociedad cerrada subsisten en la sociedad que se abre, y siempre pueden despertarse (sobre todo, cuando las personas se ven amenazadas). Por eso, las organizaciones humanas son mixtas: están atravesadas por estas dos orientaciones contrarias, una conservadora, hacia la clausura, y otra progresista, hacia la apertura. Lo que se debería buscar sin descanso, es abrir lo que tiende a cerrarse una y otra vez de manera recurrente, recuperar nuestro destino metafísico que es el contacto con el principio creador que nos impulsa hacia adelante.

Desde un punto de vista práctico, esto se traduciría jurídica y políticamente, por ejemplo, en el reconocimiento de los derechos humanos, que son inviolables. Al respecto, cabe señalar que Bergson tuvo una profunda influencia sobre el abogado canadiense John Humphrey, quien fue en las Naciones Unidas el redactor principal de la versión preliminar de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (adoptada finalmente por la Asamblea General en 1948). El filósofo destaca el carácter religioso originario del régimen democrático: evoca, desde un punto de vista histórico, las resonancias puritanas de la Declaración Americana de Independencia de 1776, que sirvió de modelo a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1791, y también hace referencia al fondo religioso de los principios democráticos formulados por Rousseau y por Kant (en el primero, protestantes y católicos, y en el segundo, pietistas). De aquí que él llegue a afirmar que la democracia ideal es “de esencia evangélica y que tiene por motor el amor”3 (lo cual no significa, por supuesto, que sean los representantes de una religión en particular los que deben gobernar).

Nuestro autor reivindica, entonces, la democracia (tanto moral como políticamente), aun siendo consciente de su fragilidad, puesto que siempre está el peligro de que traicione su propia esencia, de que se vuelva algo formal, al ponerse al servicio de intereses particulares espurios. Ahora bien, ¿por qué se desvía el espíritu democrático, por qué deja de resolver de manera fraternal el conflicto que suele surgir entre la libertad y la igualdad? Aquí precisamente es donde intervienen sus reflexiones sobre la mecánica. Bergson asocia los primeros movimientos en favor de la democracia moderna con los esbozos del maquinismo y del industrialismo (en los siglos XV y XVI). Considera que el impulso democrático (con su raigambre religiosa y mística) alentó el desarrollo del espíritu de invención, con la finalidad de obtener la satisfacción de las necesidades sociales de todos los ciudadanos. Es decir, no buscaba el lujo para toda la población, ni siquiera el bienestar, pero sí al menos una existencia material digna y segura. De este modo, las personas, en lugar de estar abocadas exclusivamente a trabajar para sobrevivir, podrían consagrarse a su vocación metafísica, la unión con el origen de la vida para desarrollar sus potencialidades creadoras.

¿Por qué la técnica también se desvió de su objetivo y no fue utilizada en provecho de toda la humanidad?; ¿por qué no se realizó la sociedad abierta, justa e igualitaria? Lo que ocurrió es que el notable progreso industrial llevó al ser humano a una carrera desenfrenada por obtener cada vez más riqueza, lujo y placeres (lo que, a su vez, incrementó la posibilidad de conflictos armados, dado que las guerras modernas no buscan la propiedad sino mantener un cierto nivel de vida, por debajo del cual se creería que no valdría la pena vivir). Pero no debemos equivocarnos; en su origen no fue el espíritu de invención el que suscitó necesidades artificiales, sino que fue al revés: las necesidades superfluas orientaron al espíritu de invención. Es decir que el problema radica en el interior del hombre y no en la técnica (la cual, bien utilizada, podría ser la gran benefactora de la humanidad).

Dicho problema moral es doble, a los ojos de Bergson. Por un lado, el ser humano que vive en sociedad es naturalmente vanidoso. Desea el lujo, no tanto por el lujo mismo, sino porque no lo tiene y porque hay algunos privilegiados que gozan de él. En el fondo, a lo que aspira es a destacarse sobre los que lo rodean, a que estos lo admiren y lo envidien. El punto es que, al alcanzar cierto nivel de confort, se busca el siguiente, luego otro más elevado y así sucesivamente de modo indefinido. Nunca se satisface este anhelo por poseer más y más. A esto se suma la búsqueda del placer, dado que este está asociado por lo general a la idea que se tiene de una vida lujosa. Bergson atribuye a la angustia que sienten los hombres ante la muerte su entrega sin límite a los placeres. Al hacer esto, por ejemplo exacerbando en forma desmedida el erotismo y generando una civilización afrodisíaca –como es la nuestra−, estarían buscando algo de lo que aferrarse para escapar a la nada. Solo la convicción de la existencia en el más allá podría mitigar esta sed inagotable de placer que caracteriza al hombre contemporáneo.

La crítica que Bergson le dirige a nuestra sociedad tecnolátrica es que ha suscitado infinidad de nuevas necesidades artificiales y superfluas, y no se ha ocupado de satisfacer a todos las antiguas y esenciales (es así que millones de personas no comen lo suficiente y que hay gente que muere de hambre). Pero la solución, entonces, no pasa exclusivamente por el orden material. Si se produjese una revolución social, que solo invirtiese la relación dominante-dominado para establecer nuevos opresores y nuevos oprimidos, sin una auténtica regeneración moral, no habría cambiado nada puesto que continuaría sometida a la lógica de lo cerrado. En otras palabras, el problema es que se ha incrementado desmedidamente el cuerpo de la humanidad, en detrimento de su alma, que ha permanecido muy pequeña (y de ahí, los terribles contratiempos sociales, políticos, internacionales que nos amenazan).

Es en este contexto que Bergson propone escuchar el llamado de los místicos, que desempeñan un lugar central en su filosofía política (sin desconocer, por supuesto, la función del Estado democrático y de los organismos internacionales). Desde su punto de vista, solo el misticismo cristiano es verdaderamente activo. Lo que lo caracteriza es que la unión con Dios continúa después del momento contemplativo, impregnando toda la existencia humana. Esta no se limita al pensamiento y al sentimiento, sino que también incluye la voluntad. El místico pleno es aquél que hace coincidir su querer humano con el querer del divino creador, logrando así la realización de nuestra especie y el acceso a una sobre-humanidad. Su accionar liberador, que se identifica con la naturaleza naturante, no solo vivifica las instituciones religiosas (que tienden al letargo), sino que moviliza a su vez el compromiso de otros para transformar la realidad sociopolítica. Para él, la materia, la naturaleza naturada, no es más un obstáculo, y por eso nos llama a una existencia más simple, austera y ascética, no por desprecio del cuerpo sino para desarrollar una existencia más espiritual e independiente de las cosas que posibilite el progreso de la vida.

Si Bergson titula a este último capítulo del libro Mecánica y mística, es porque cada un remite a la otra, dado que se necesitan mutuamente. Así como la mística llama a la mecánica (para liberarnos de las preocupaciones materiales y de este modo poder propagarse lo más posible), la mecánica exigiría una mística (para poder orientar adecuadamente el progreso de la industria). Al respecto, el filósofo constata en la historia humana, al igual que en la evolución biológica, una cierta regularidad de desarrollo, a la que llama ley de doble frenesí. Según esta ley, se da una alternancia entre la tendencia mística y la mecánica, cada una desenvolviéndose hasta el extremo antes de recuperarse el otro impulso. Así como el misticismo alcanzó formas de exaltación en la Edad Media, ahora nos encontramos en la etapa de máxima furia de la racionalidad técnica y económica, que comenzó a manifestarse en la Modernidad. Su temor es que, si continuamos viviendo en este frenesí consumista y hedonista, las guerras se repitan, solo que con armas cada vez más poderosas y destructivas, no resultando ya inverosímil el exterminio de la humanidad.

Una vez que el péndulo haya oscilado entre los dos extremos contrarios, es de desear un equilibrio, una colaboración entre las dos tendencias que se han disociado (y que tienen un origen común). Como hemos visto, ni el progreso científico-técnico va a proporcionar la felicidad al género humano (ilusión de muchos modernos), ni tampoco es responsable de todos los males que padecemos (prejuicio de algunos contemporáneos). De realizarse dicha cooperación, podríamos engendrar una humanidad completa y perfecta, una humanidad divina y creadora, en la que la inteligencia y la intuición se desarrollarían en forma plena. Con la inteligencia fabricadora se procedería a dominar el mundo y con la intuición se coincidiría con el principio de la vida.

Esta participación en el esfuerzo creador es lo que define precisamente al misticismo verdadero; en palabras de Bergson, es “ese sentimiento que tienen ciertas almas de ser los instrumentos de un Dios que ama a todos los hombres con un amor igual, y que les pide amarse entre sí”4. Solo así podrá seguir su curso el impulso vital y concretarse progresivamente la sociedad abierta y cosmopolita, aquella en la que desaparecerían las diversas formas de dominación entre los seres humanos y donde reinaría una fraternidad universal, aquella por la que trabajaron y trabajan los grandes hombres y mujeres de acción.

Bibliografía

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1 Charles Péguy, Nota conjunta sobre Descartes y la filosofía cartesiana, seguida de una nota sobre Bergson y la filosofía bergsoniana. Emecé, Bs. As., 1946, p. 305.

2 Henri Bergson, Les deux sources de la morale et de la religion. PUF, Paris, 2008, p. 338.

3 Henri Bergson, Les deux sources de la morale et de la religion. PUF, Paris, 2008, p. 300.

4 Henri Bergson, Les deux sources de la morale et de la religion. PUF, Paris, 2008, p. 332.

Muerte y técnica

Ruth Gordillo

También me decía a veces que todos aquellos cuyo final está próximo debían de tener las mismas visiones que yo. Turbación, terror, espanto, deseo de vivir, todo se había borrado. Si me sentía tan tranquilo era porque me había desembarazado de las creencias que me habían inculcado. La esperanza de la nada después de la muerte era mi único consuelo, mientras que, por el contrario, la idea de una segunda vida me asustaba y me abatía. ¿Para qué quería otro mundo yo que aún no había conseguido adaptarme a éste en que vivía?

Sadeq Hedayat. La lechuza ciega

Consideración general

Las posibilidades de existir en otra vida, distinta a la terrena, no están definidas solamente en el ámbito de las religiones o concepciones sobre las formas de existencia que las diversas culturas han descrito y asumido a lo largo de la historia. Desde la eclosión de la técnica en la primera mitad del siglo XX, la existencia humana se ha dado en un ámbito sin bordes, sin tiempo, sin realidad efectiva. El supuesto de esta formulación es la simpleza y el confort, en tanto la vida puede ser resumida en la esencial condición de lo nuevo, es decir, en la virtualidad que prescinde de la materialidad, aun cuando los seres humanos seguimos siendo, básicamente, corporeidad.

El cuerpo

La lectura del libro de Nancy, Corpus1, remite al fallido intento de la Modernidad de salir de la metafísica; paradójicamente, el “cuerpo propio” terminará deviniendo “cuerpo extraño”. No hay apuesta por el deseo y, allí, se cierra la paradoja que acompaña al sujeto y su historia. En ese sentido, Merleau-Ponty dice, “Para Lavelle el objeto de la filosofía era el todo del ser en el que nuestro ser propio viene a inscribirse por un milagro en todos los instantes.”2 La cita da licencia para entender que la filosofía ha sido, y sigue siendo, una historización del ser humano y sus infinitas relaciones consigo mismo, con la naturaleza y con los dioses3. En la escritura de cada sujeto que filosofa se desliza la concepción del propio ser; este concebir se sostiene en la materialidad del cuerpo; Nancy dirá que escribir es el pensamiento dirigido, envío permanente.4 En este sentido, los límites del cuerpo que existe se amplían y disuelven en el contacto con lo otro; sin embargo, mantienen la diferencia, no en términos de la dialéctica hegeliana pensada a partir de la identidad absoluta, sino en tanto diferencia absoluta, definida en la totalidad que se recoge en el término ‘nada’ de la ontología heideggeriana5. Bien sea la postura identidad o diferencia absolutas, “el otro” y “lo otro” devienen como condición para pensar e inscribir al cuerpo propio como espacio de constitución del sujeto. Al decir “cuerpo propio” se implica una ontología constituida en la comunidad de cuerpos. Tomemos unos fragmentos del joven Nietzsche; en ellos reclama, desde las figuras de Apolo y Dioniso, otro ámbito para la ontología; Apolo es “El dios de la bella apariencia” ‒que, dice, “tiene que ser al mismo tiempo el dios del conocimiento verdadero”6; Dioniso procura la desaparición del principium individuationis, las fiestas dionisíacas fundadas en la embriaguez y el éxtasis no solo establecen un pacto entre los hombres, también reconcilian al ser humano con la naturaleza7; es decir, el despliegue de la vida no considera a sujetos aislados o centrados en su mismidad; al contrario, suponen el goce en la relación con “el otro” y “lo otro”. Tanto el conocimiento como el arte forman parte de la comunidad de la vida, comunidad que deviene en punto de partida para los actos creadores.

En la misma vía, Nancy asumirá el pensamiento del “cuerpo ontológico”. La sola escritura de este desafío entraña un giro fundamental en la comprensión del cuerpo; es, en primera instancia, la totalidad del sujeto el lugar donde circulan y se constituyen todas las posibilidades de cada uno con relación a la comunidad de cuerpos. El cuerpo a partir sus límites es abertura8que dilata la existencia de cada uno; en este punto, es necesario pensar el “espaciamiento mortal del cuerpo.”9 Podría decirse que la filosofía como pensar está atenta a la formulación de un ahí y un ahora, en cierto modo heideggeriano, tomado de la definición de ser-ahí en el mundo10. Ahora bien, esta concepción apunta al estado de abertura del cuerpo, no es res extensa diferenciada en su interioridad de la res cogitans, es existencia que se inscribe en un cuerpo espaciado respecto de otros cuerpos en la medida del deseo. Podría decirse que se ha dado una restitución de lo corporal en un sentido amplio, de manera que puede establecerse una comprensión que excede las condiciones vitales primarias, al menos en su definición puramente biológica. A partir de este punto, pensar el cuerpo es pensar la totalidad de lo humano, definido por los límites propios de la finitud y lo que ello implica; la muerte, por tanto, aparece siempre en este gesto. La ontología del cuerpo que plantea Nancy, en primera instancia, supone el abordaje de la alteridad constitutiva del ego, a través de la exposición de lo que Nancy llama ‘Alter, ego que se anuncia’. La perspectiva de la tradicional diferencia adentro-afuera tendrá entonces que escribirse se manera distinta: adentro/afuera. La barra oblicua señala la permeabilidad del sujeto-cuerpo, no solo respecto del alter, sino respecto de su propia interioridad psíquica y física. Puede, en todos estos casos de relaciones, reconocerse el principio de discontinuidad que, entre otras cosas, permite la afirmación del acontecimiento como forma fundamental del tiempo.

Nancy entiende que « Le corps est un lieu. Je suis partout où est mon corps. Mon corps est dans mes écrits. Une écriture, une pensée, c’est un corps… Le corps est un dehors. »11 Dos términos resultan definitivos en esta cita: [lieu]lugar y [dehors] afuera; el lugar es una extensión efectuada en términos freudianos; “La espacialidad acaso sea la proyección de carácter extenso del aparato psíquico ‒dice Freud‒. Ninguna otra derivación es verosímil. En lugar de las condiciones a-priori de Kant, nuestro aparato psíquico. Psique es extensa, nada sabe de eso.”12 Es, en todo caso, una extensión entendida como esencia, no como atributo; en esta medida, el afuera, adquiere una dimensión diversa, se distribuye el límite que envuelve al cuerpo, la piel, pero no en la disolución de la unidad de partes que lo constituyen, sino en la necesidad de relación con otros cuerpos; de esta manera, la elaboración de lo real da lugar a una alteridad sin identidad, posibilidad de la comunidad donde la finitud es una traza [trace] que “permite dar forma a la infinitud”.13 En estos términos, es la comunidad la que define la identidad, tanto del yo, cuanto de la alteridad; las dinámicas que sostienen los lazos grupales señalan, desde la finitud, las condiciones de lo subjetivo; así los cuerpos devienen, significan, son, como dice Nancy, el lugar, la escritura, lo real. Cada extensión recibe los trazos de otras; cada extensión es el lienzo donde las escenas se desarrollan en el ir y venir constante que las mueve desde la apetencia y la pulsión, fundamentos de la resistencia en el límite de toda ley. De allí que los cuerpos se inscriban en dos ámbitos: el primero alude tanto a lo amoroso como a lo violento, a la paz y a la guerra14; el segundo, a la noción de gasto tal como la plantea Bataille 15, noción que más tarde servirá para abrir el apartado sobre la técnica y la muerte.

En este contexto, el cuerpo deviene en una invención que se ha dado en virtud del presupuesto de la presencia y de la relación con el corpus que contiene todo, es decir del absoluto; asimismo, la referencia al psicoanálisis se manifiesta en la angustia primitiva que está generando el ‘He aquí mi cuerpo’ como punto de partida.16 El sentido del ‘he aquí’ remite a la obsesión y a la compulsión que se manifiesta en naturaleza simbólica del cuerpo que se re-presenta. Al igual que en este primer momento de la filosofía, en la Modernidad se plantea una paradoja a partir de la visión del cuerpo propio como cuerpo extraño; en la apropiación del cuerpo se expulsa lo deseado, dice Nancy; en los dos momentos, el cuerpo es siempre sacrificado, arrojado, caído, se halla en el ámbito de la angustia.17 Además de la discusión con el psicoanálisis, es importante definir el espacio de la crítica a la ontología que se configura desde Platón. La propuesta de Nancy, a través del trabajo sobre el cuerpo es, desde cualquier lugar que se mire, una nueva definición de cuerpo desde fuera de las categorías de la metafísica occidental. De allí que la tesis fundamental señala la necesidad de ‘pensar el cuerpo ontológico’ como lugar de existencia, en tanto lugar se define como “… la vibración, la intensidad singular de un acontecimiento de piel, o de una piel como lugar de acontecimiento de existencia.”18 Este lugar evoca, de muchas maneras el Dasein heideggeriano y el aquí y ahora que marca el primer momento de la dialéctica de la conciencia en Hegel.

Retomemos uno de los dos ámbitos de inscripción del cuerpo que se señalaron un párrafo atrás; el que deviene importante en este punto es el de la guerra; interesa en la medida que acerca la muerte y pone en espera el último aliento ‒ Demeure, como dice Derrida a propósito del libro de Blanchot‒19. La muerte remite, entre muchas otras instancias, a la guerra; la guerra tiene, en cambio, como fundamento primero, la muerte. De esta manera, los cuerpos arrojados a la guerra están frente a la muerte, tal y como se define en el mito de Gorgo que lleva a los guerreros bien a cubrir sus rostros con la máscara de la Gorgona, bien a no mirar los rostros del enemigo, también cubiertos con el símbolo de la finitud que se hace patente en la batalla. Ahora bien, ¿cómo la técnica se manifiesta en estos momentos definitivos? Nancy en Ser Singular Plural20sostiene que “la guerra misma es susceptible de crear un nuevo derecho, una nueva distribución de soberanías”21. Puede agregarse que estas soberanías no recaen solamente sobre los estados, sino también y, de manera decisiva, sobre los cuerpos; ello implica la apertura de la definición de lo político más allá de las construcciones que históricamente han hechos los pueblos para instaurar regímenes de ordenamiento y gobierno; definición esta que no es nueva, en tanto se halla en la filosofía del último siglo en autores como Foucault, Derrida, Blanchot y, obviamente, en Nancy. Dentro de esta consideración, Freud elabora la relación entre la constitución psíquica de los sujetos y la posibilidad de la guerra en la carta que envía a Einstein en el contexto de la discusión sobre la búsqueda de soluciones pacíficas de los conflictos para prevenir la guerra22. De la respuesta de Freud, resulta importante para este trabajo la conexión que establece entre la vida pulsional y las condiciones históricas y culturales que determinan la opción por la guerra. Esta conexión supone el trabajo de una parte de la Teoría de las pulsiones que asume la imposibilidad de considerar a la pulsión de vida independiente de la pulsión de muerte; las dos son fundamentales para el desarrollo psíquico de los individuos, de manera que, aun cuando “la pulsión de muerte deviene pulsión de destrucción cuando es dirigida hacia afuera… El ser vivo preserva su propia vida destruyendo la ajena… Empero, una porción de la pulsión de muerte permanece activa en el interior del individuo.”23 Quiere decir que el sujeto es capaz de aceptar la guerra desde esta doble condición que le es propia, tanto como lo es Eros. Bien podría apelarse a Eros para evitar la guerra, a partir de la consolidación del amor o de la identificación; otro mecanismo podría ser la educación de hombres autónomos capaces de conducir a las masas hacia la paz. Finalmente, la posibilidad del desarrollo de la racionalidad sobre lo pulsional sería el camino más adecuado, sostiene más adelante Freud; sin embargo, todo ello queda en el campo de la utopía. Los hechos históricos muestran que la sociedad se dirige a la destrucción, cuanto más que ‒y esto es lo relevante para el tema que nos ocupa‒, “la guerra en su forma actual ya no da oportunidad alguna para cumplir el viejo ideal heroico, y que debido al perfeccionamiento de los medios de destrucción una guerra futura significaría el exterminio de uno de los contendientes o de ambos.”24 La tesis sobre el contenido y significado de la eclosión de la técnica en el campo de la guerra cobra especial valor a partir de la etapa de las guerras mundiales. Si retomamos a Nancy, es posible sostener la desaparición de la soberanía de los cuerpos y los pueblos;, la esfera tecnológica establece un nuevo orden donde la desaparición de la especie humana es parte de lo posible en tanto es calculable y predecible. La muerte, por tanto, deja de ser parte de la condición humana; es una decisión que resulta del proceso de la máquina, de su potencia y singularidad, como si existiera y pensara por sí misma. Sin embargo, la máquina tiene un hacedor humano, un interés, un objetivo, no es neutral25, sus fines han sido programados por alguien más. Podría decirse que los aspectos definitorios de la subjetividad humana han sido colocados en los artefactos; este acto repite el esquema de la enajenación planteada por la dialéctica hegeliana y consolidada en la propuesta de Marx dentro de la crítica a la filosofía fundamentadora de la economía política liberal. Pero hay algo nuevo en este esquema, algo que está atravesado, en términos de G. Bataille, por la noción de gasto; veamos qué implica y cuáles son las consecuencias de dicha noción.

La técnica – la muerte

Bataille introduce la reflexión sobre la técnica a partir del problema que supone la definición de lo útil para el hombre; no porque la concepción de lo útil sea, por sí misma, la condición para explicar la vida, sino porque se ha operado una reducción en la naturaleza de la vida, reducción a la utilidad material que prevalece sobre toda otra consideración.26¿Qué se evade a partir de esta reducción? Para responder, Bataille plantea una reflexión respecto de los aspectos productivos y reproductivos, sustentada en principios del psicoanálisis; uno y otro se consideran en función de la noción de gasto ligado a la pérdida que supone la pulsión. Ahora bien, dentro de esta formulación, la noción de gasto está definida en el orden de la producción, en tanto se liga al principio de lo útil, determinante primero del intercambio; lo útil, sin embargo, no alcanza desarrollo dentro de los aparatos productivos sino en la medida que se relaciona con un fin, un “fin con utilidad”27. De esta manera, toda economía supone el consumo, que en las sociedades más antiguas se entendía como consumación; en efecto, a través de los ritos, servía para restituir el orden, para establecer o mantener el vínculo con la divinidad o para celebrar la vida. Tanto la esclavitud como el sacrificio suponían, en primer lugar, una reducción del sujeto esclavo o de la víctima para el sacrificio, al mundo de las cosas; esta reducción a la cosificación se daba cuando la relación entre los hombres había sido determinada por la utilidad. Sin embargo, en el momento del sacrificio, se colocaba a la víctima en el orden de lo trascendente: ella devenía en “figura que ilumina… la intimidad, la angustia y la profundidad de los seres vivos.”28