La tierra hundida ya vuelve a levantarse - M. John Harrison - E-Book

La tierra hundida ya vuelve a levantarse E-Book

M. John Harrison

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Beschreibung

Shaw sufrió un colapso nervioso, pero está recuperándose. Se muda a una pensión, consigue un trabajo en una co­cina montada en un barco en ruinas y entabla una relación amorosa con Victoria, una mujer que suele presentarse contando que vio su primer muerto a los catorce años. La de Shaw no es perfecta, pero es una vida. O podría serlo, si su trabajo no lo involucrara en una teoría conspirativa que, en las noches oscuras junto al río, parece cada vez menos teórica y más real. Uno de los primeros encargos de su jefe es asistir al juicio público de un hombre que afirma haber visto extrañas criaturas acuáticas en el inodoro de su baño. Mientras tanto, Victoria abandona Londres y se va a vivir a una pequeña ciudad rural. Sueña con renovar la casa que heredó de su madre, estar más conectada con la naturaleza, tener nuevos amigos. Pero el sueño idílico de una vida más tranquila se choca con el día a día de la ciudad: ¿qué fue exactamente lo que le ocurrió a su madre? ¿Cómo puede ser que su nueva amiga desaparezca delante de su vista en un estanque de agua? ¿Por qué todos los vecinos parecen actuar de manera tan desconcertante y ominosa? Shaw y Victoria acumulan preguntas a una realidad que parece no tener explicación, pero quizás la respuesta esté cifrada en el título de esta novela extraordinaria. La tierra hundida ya vuelve a levantarse, celebrada unánimemente por la crítica, ganó el premio Goldsmith a la fi­cción innovadora y signifi­có la consagración de­finitiva de M. John Harrison, maestro indiscutido del fantástico y lo inquietante.   «Ningún escritor vivo escribe frases como él. Harrison es el eslabón perdido entre William Burroughs y Virginia Woolf». OLIVIA LAING «Uno de los novelistas más brillantes del momento». ROBERT MACFARLANE «Una experiencia extraordinaria». WILLIAM GIBSON «Magnífi­ca». NEIL GAIMAN

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Para Deborah Chadhourn

Poco a poco la tierra hundida ya vuelve a levantarse,

y acaso vuelve a caer, y al cabo se levanta otra vez.

Charles Kingsley, Pensamientos en una fosa de grava

… a ciertas cosas las atrae el agua y cuando están cerca de ella no se comportan igual.

Olivia Laing, Al río

He aquí que os digo un misterio: no todos dormiremos,

pero todos seremos transformados.

I Corintios 15:51

UNO

1 Pasarse todo el día con los muertos

A los cincuenta y algo Shaw atravesó una mala racha. Así se lo decía él. Su vida adulta, hasta entonces, había sido perfectamente normal. Había optado por la normalidad. Tal vez ese había sido el problema. Como fuera, su vida perdió forma y cinco años se fueron gastando en nada apreciable. Se deslizaban sobre sí mismos como piezas de una caja secreta y no había manera de abrirlos. Podía volver en sí a la noche, con absoluta claridad, en –digamos– el primer piso repleto de un noodle bar, hablando con gente que no conocía mientras miraba una calle llena de motos flamantes. Luego todo volvía a escaparse, para ser vivido por una o dos semanas desde lejos.

Una mujer que conoció –una de las varias que lo descartaron instintivamente durante ese período– estuvo más cerca que nadie de definir qué le había pasado. Se llamaba Victoria, y al saludar a alguien nuevo tenía la costumbre de anunciar que trabajaba en una morgue. «Ah, no me importa –solía decir vagamente, cualquiera fuese la respuesta–. Pero claro, yo vi mi primer cadáver a los catorce años».

Era una frase efectiva, especialmente en un pub de Hackney un húmedo anochecer de lunes. Hija de un médico, Victoria, ya con algo más de cuarenta, tenía lúgubre pelo rojo, un aire de deterioro y el calculado humor plano de una romántica de alto funcionamiento. Era una de esas personas conscientes solo en parte de su nerviosismo; detectando a medias esa agitación, solía proyectarla sobre el otro y decir: «En realidad ahora no tienes tiempo para mí, ¿no? Te lo noto en la voz». Al principio a Shaw lo confundió. Si no aplicaba cierta disciplina uno quedaría atrapado y, poniéndose nervioso a su vez, empezaría a cumplir la profecía mirando el reloj. La noche que los presentaron ella estaba bebiendo mucho, obsesionada por algo que una vez le había contado su padre sobre una subespecie de individuos que nacían semejantes a peces.

–De verdad –dijo–. Peces. –Abrió bien grandes los ojos–. ¿No te parece increíble?

Shaw no sabía qué pensar de ella.

–Nunca he oído nada así –respondió sinceramente. Le interesaba más la morgue–. Qué raro es eso –sugirió–. Pasarse todo el día con los muertos. –A lo cual ella contestó con una amargura inexplicable, como si se refiriese a un acontecimiento fundamental de su vida:

–Bueno, al menos nunca te discuten.

Victoria, cuyo apellido era Norman o Nyman, Shaw todavía no estaba seguro, quería que la convencieran de algo, pero a él eso lo dejaba sin otro recurso que las gentes pez. Según la descripción de su padre vivían en Sudamérica o algún lugar parecido. La mayoría nacían machos, aunque las portadoras del gen eran las mujeres. Podían vivir normalmente, hacer todo lo que hace un ser humano. Aislados en un profundo valle de estuario al oeste de los Andes –quizá más fuertes, sin duda más inteligentes que las tribus ordinarias que los habían expulsado–, habían formado comunidades propias que, si bien pequeñas, habían sobrevivido y hasta prosperado.

–Si es así –dijo Shaw–, ¿por qué no hay más? ¿Por qué yo nunca vi ninguno?

Victoria se rio como se reproduce la risa en internet: jajaja. «Porque esto no es Sudamérica», le recordó. «Es Columbia Road. De todos modos él solo le estaba jugando una broma a una nena». Dio un golpecito alentador a su copa, y cuando él volvió de la barra añadió: «A lo mejor sí has vistouno. Quizás todos somos gente pez. De una u otra clase».

Se encontraron un par de veces más, se fueron a la cama, discutieron como hacen dos que sienten algo más que una atracción mutua; pero cuando, una noche en el Spurstowe Arms, Shaw trató de poner las cosas sobre una base más permanente, ella tembló. «Pareces un hombre honesto –dijo, apretándole brevemente la mano a través de una mesa cubierta de copas vacías y los restos de unos ravioles de papa y hongos silvestres–, pero has olvidado de qué se trata todo». Él se preguntó si era así. Si había olvidado, ¿cómo iba a saberlo? ¿Con qué epistemología entender eso? Afuera del pub se había largado a llover. Entraba y salía gente a la carrera cubriéndose la cabeza con el abrigo, riendo. Shaw había perdido los nervios, siguió diciendo Victoria, y ella no se veía capaz de manejar las angustias de otro además de las suyas. «Francamente, nunca he conocido a nadie con semejante pánico». En aquel momento la afirmación le pareció menos hiriente que sin sentido. Tiempo después tendría más de una ocasión de apreciarle la claridad. Mientras tanto la vida se cerró tan de golpe como una cortina barata y ellos se vieron menos.

El problema de Shaw no era un derrumbe. Demasiado tarde para que fuese una crisis de mediana edad. No era nada de lo predecible. Tal vez, pensó, toda vida pasara por períodos de retracción; tal vez no se podía estar continuamente encendido. En cuanto se sintió libre de aquello se reenvió como un paquete lo más lejos posible de Hackney, y fue a parar al sur y al oeste del puente de Hammersmith en una baldía zona suburbana entre East Sheen y el Támesis, limitada por Little Chelsea de un lado y del otro por Sheen Lane. Allí alquiló una habitación en una casa georgiana que olía a perros y comida frita.

2 Desplazado

En Wharf Terrace no había muelle ni prueba de que alguna vez hubiera habido.* A lo largo de media calle más o menos permanecía un frente georgiano auténtico, pero hacía mucho que detrás habían subdividido las casas en conejeras de cuartitos de techo bajo. El cuarto de Shaw en el número 17, que alquiló amueblado, estaba en lo más alto de la casa. Casi lleno por una cama individual y un guardarropa de aspecto atrofiado olía como una tienda de caridad. Él pensó que en tiempos mejores había sido una especie de pasaje o rellano que comunicaba con la habitación más amplia de al lado. Desde la ventana veía entre edificios el Támesis, donde en las mañanas caían chubascos sobre la corriente de marea. En la parte de atrás había un jardín lleno de polvorientas budleias.

El número 17 estaba demasiado lejos como para recibir las nieblas del río; de todos modos siempre daba impresión de humedad. Todo el mundo ahí parecía subinquilino de otro. La mayoría tenía la vida tan en suspenso como Shaw. Llegaban y se iban al cabo de una semana. Un núcleo menor de personas, más permanente, estaba empezando carreras en Hammersmith o Fulham: aunque se quedaran más tiempo, lugares como aquel terminarían no siendo una forma de vida para ellos. En el momento oportuno se moverían no hacia adelante sino hacia arriba: mudándose a apartamentos de alquiler más simpáticos, a casas propias, a las provincias. Mientras, habían incorporado algo del mismo olor que la casa. Lo llevaban cubierto de una capa de jabón, antitranspirante y otra cosa que Shaw solo podía identificar como el aroma del éxito. Los hombres usaban irreprochables trajes Paul Smith y camisas Ted Baker de Covent Garden; las mujeres estaban en la gerencia intermedia de Marks & Spencer –era bastante agotador, se las oía decir, pero valía la pena por la seguridad–. A las seis de la mañana salían rumbo a sus 7 km diarios de caminata en Richmond Park, todas con paso perfecto, balanceadas por el Pilates, delgadas como cuchillos de cerámica en sus capas base y mallas de compresión BAM; los fines de semana, natación y bicicleta fija.

Las mujeres, en particular, lo hacían concebirse como una paradoja: por un lado para ellas Shaw parecía no existir; por otro, sus camisas retro de bowling, jeans de adolescente y zapatillas de skate visiblemente gastadas eran de lo más irritante. Cuando a la noche se las cruzaba en los pasillos, hablando en dúos y tríos, la pronta sonrisa de él pasaba inadvertida y la conversación no se reanudaba hasta que se hubiera alejado. Él no esperaba otra cosa.

Desde el comienzo percibió que en el cuarto de al lado sucedía algo extraño. La primera tarde fue canto de garganta, que asoció vagamente con Radio 4; un golpe seco que sacudió las tablas del suelo; y una voz diciendo claramente «¡Carajo!», seguida de un silencio fuerte como un sonido. Luego canto de garganta otra vez, o quizá sollozos. Shaw sonrió y siguió deshaciendo el equipaje. Para entonces se había acostumbrado a los tabiques y los ruidos que dejaban oír.

El equipaje no le llevó mucho tiempo. Estaba acostumbrado a eso también. Había rescatado unas pocas y maltrechas cajas de cartón, de contenido incierto, de alguna de las vidas desacreditadas que había vivido antes de su crisis; por lo demás solo ropa, que aun doblada con holgura no llegaba a llenar un bolso de lona de ochenta litros. Entre las camisetas con eslóganes de IT y la desteñida ropa interior de Muji se alternaban capas de papeleo: formularios de impuestos, recibos, notas de cese de tal o cual departamento de recursos humanos. También encontró un reloj de viaje, un celular de segunda generación cuya batería no conservaba la carga y dos o tres novelas «clásicas modernas» sin leer, una de ellas Pincher Martin.

En cuanto hubo recuperado y reparado lo que pudo, Shaw fue a presentarse al vecino de al lado. Ninguna respuesta: si bien al golpear le pareció que la puerta temblaba un momento en el marco, como si el ocupante hubiera tirado desde adentro para abrir y al instante sufrido un cambio de idea. El pasillo estaba frío. Una leve luz de río se filtraba por la ventanita barrada. Se oía cómo en Mortlake Road se acumulaba el tráfico de cercanías. Shaw puso la oreja en la puerta. «¿Hola?», llamó. Apenas arriba del zócalo, vio, el yeso tenía magulladuras como si hacía mucho, una tarde tediosa, alguien hubiera recorrido el pasillo pateando metódicamente las paredes. Exhausto por la inversión emocional que habría requerido ese proyecto, regresó a su cuarto, donde se imaginó a la figura de al lado sentada al borde de la cama, en camisa y calzoncillos, encorvado en la penumbra. Alguien como él intentando decidir si abría una puerta.

Por una semana o dos las cosas siguieron así.

Volvió a golpear. Pegó un papel en la puerta con cinta adhesiva: Hola, hace poco me mudé a la habitación de al lado, y se puso a esperar en la suya hasta que oyera un movimiento en el pasillo, a lo cual se asomaría. De tener la emboscada no obtuvo más que el vislumbre de un retroceso. Entretanto había subidas y bajadas por la escalera, sobre todo a la noche. Se alzaban las voces. A las dos de la mañana a alguien se le caía un objeto pesado en el pasillo, mientras abajo otra persona se apoyaba en el botón del timbre o gritaba algo ininteligible desde la calle. La ventana de guillotina del cuarto de al lado, estropeada por años de bruma de río, se levantaba con un largo gruñido. Al día siguiente Shaw quizás entreviera una silueta apresurándose por el pasillo hasta el baño común, que ocupaba más tiempo que una persona normal; después el baño olía mal. Todo eso se le antojaba curiosamente anticuado: una conducta de los cincuenta y sesenta del siglo anterior, cuando una moral pública rígida pero ya en deterioro forzaba a los ocupantes de hospedajes de toda Londres, desde Acton hasta Tufnell Park, a reivindicar en una suerte de sueño furtivo vidas que hoy resultarían perfectamente normales.

El sudoeste de Londres era cómodo para Shaw. Su madre ya vivía allí, en un hogar de atención de la demencia al otro lado de Twickenham sobre la A316.

La primera vez que la visitó después de mudarse la encontró parada en el salón común de abajo como si acabara de alejarse de alguien; una mujer alta, angulosa, con una falda de lana color brezo y un conjunto de cachemira, un poco inclinada por la cintura, mirando fijo por la ventana el jardín vacío. «Los días pasan tan rápido… –estaba repitiendo–. Los días pasan muy rápido, así nomás», y tenía los hombros rígidos de algo entre la ansiedad y la ira. La convenció de subir con él a su habitación, donde le tomó la mano hasta que pareció relajarse. Sin reconocerlo ni siquiera entonces, se quedó de pie en medio del suelo y susurró: «Afuera ha mejorado. Voy a ocuparme un poco del jardín».

–Primero ven a sentarte –intentó persuadirla Shaw.

–No seas idiota –gritó su madre–. No quiero sentarme. Voy a trabajar un poco en el jardín, pero antes tengo que encontrar mis botas.

–Ven a sentarte y veré si pueden hacernos un té.

Ella volvió la cabeza y el torso al otro lado y se encogió de hombros.

–Cuando era más joven ni muerta habría dejado que me vieran con esta ropa –dijo, distante.

–Te creo –dijo Shaw.

–No van a hacer té. No esperes que hagan té a esta hora.

–De todos modos probemos. Veamos qué se puede hacer.

–Ay, dónde están mis botas –se preguntó ella con una voz de cuatro años. Pellizcó con asco el dobladillo de la falda–. ¿Dónde están mis botas buenas?

Resultó que lo del té era facilísimo.

–¿Te das cuenta? –dijo Shaw–. Nada más fácil.

–La gente puede ser muy servicial cuando le conviene.

Bebieron el té en silencio. A menudo era difícil hacerla hablar; saber de qué hablar era difícil siempre. Shaw sentía que ella esperaba de él que compartiese recuerdos, pero cuando lo hacía ella se reía ácidamente y miraba a la pared. «Esa vez que volviendo a casa de la escuela me dio una diarrea; ¿te acuerdas? ¡Cómo te enojaste!». Las cosas que esperaba decir al final no afloraban. Su ausencia solo llenaba más de furia la habitación. Shaw pensó que debería llevarle noticias, pero no estaba claro, en definitiva, qué noticias podían ser: en qué podían consistir. Él no sabía nada de la familia, por ejemplo; sospechaba que ella tampoco. La familia era para los dos un concepto erizado de complejidades. Repetir las noticias nacionales no parecía apropiado. Finalmente, por defecto, recurrió a las suyas; igual sabía que la mayor parte del tiempo ella no estaba escuchando.

–En esa casa nueva –dijo Shaw–, me siento a gusto.

–Mi madre era una cristiana de veras –dijo ella de repente–. Pero nunca con nosotros. Nunca con nosotros. –No bien captó la atención de él, apoyó la taza con cuidado y se giró hacia la ventana–. Pronto va a nevar.

Shaw también dejó su taza. El té sabía a metal, como una cuchara disuelta.

–Estamos en mayo –le recordó él.

–Me encanta la nieve. Cuando éramos chicos en el mar caía una nieve grande como peniques. –Y luego, en una voz no del todo la suya–: Dejé de querer a mis padres muy pronto. Me humillaban antes de que tuviera cinco años. Yo era una niña pequeña, amigable, pero nerviosa. Siempre nerviosa. Me gustaba la playa. Me gustaba pescar. Me gustaba levantarme temprano y tarde. –Se rio con desdén–. Demasiado ansiosa sola. Demasiado ansiosa en compañía. Lo más feliz era estar con una persona nada más. Le tenía miedo a mi padre y mucho miedo a mi abuelo. Mi abuelo me dio una vieja caña de pesca en el mar que él había descartado pero yo prefería ir a pescar con mi tío. –Una gran sonrisa le transformó la cara–. ¡Nieve en el mar!

–Es verano –dijo él–. Ahora no va a nevar.

Ella miró por la ventana en silencio, sonriendo.

Shaw probó otra vez. «En esa casa nueva me siento a gusto –dijo–, pero no es muy limpia». Shaw ya estaba evitando el baño, que no tenía ventana, parecía demasiado grande para lo que permitían las dimensiones del rellano y estaba iluminado por una bombita de cuarenta vatios que ahorraba energía y lo llenaba de una pareja melancolía pardoamarillenta. Ocupando el centro del linóleo ajedrezado había una anticuada bañadera de hierro forjado con el esmalte picado, endurecido mineral de agua calcárea alrededor de los grifos y una permanente marca de mugre con tinte químico. Aparte había una cabina de ducha. Cada vez que uno abría el agua caliente de las cañerías manaba un olor fúngico. «¡La primera vez que fui a sentarme en el inodoro creí ver algo en la taza! Sentí que no iba a poder usarlo hasta haberlo limpiado». También había intentado limpiar la bañadera antes de lavarse la ropa interior, un viernes a la noche, cuando al parecer la casa estaba vacía. La mancha subsistió, cúprica, viscosa, registro de una misteriosa creciente.

–¿Cuántos años tienes? –dijo su madre–. A ver si creces.

Shaw se encogió de hombros.

–Déjate de bobadas –le advirtió ella–. Nada de esperar que tu vida empiece. Yo siempre estaba esperando que empezase la vida. Cualquier cosa que pasara parecía un buen comienzo, pero al fin era la cosa misma.

–Todos sienten eso de sus vidas –dijo Shaw.

–¿Ah, sí? ¿Conque todos sienten eso?

Por un momento ninguno de los dos habló. Ella observaba algo que había en el jardín. Shaw la observaba a ella. «Todo lo que debería haberme pasado a los veinte se estiró por toda una vida –siguió ella–. Llego a los setenta y cinco y recién ahora he juntado suficientes cupones para empezar». Luego se sentó, se llenó la boca de té, se inclinó sobre la mesa y, haciendo contacto visual con él como una nenita, lo dejó chorrear en el mantel. «¿Qué me ha quedado? –dijo–. Dime eso». Él odiaba sus momentos de claridad, pero nunca duraban mucho.

Cuando Shaw se levantó para irse, ella estaba mirando por la ventana otra vez. Él no había terminado de cerrar la puerta cuando con una voz de sorpresa le dijo: «¡John! ¡John! ¡No te vayas así!», pero no bien él se giró para volver a entrar empezó de nuevo a repetir «Los días pasan tan rápido…» hasta que Shaw se encogió de hombros y cerró la puerta tras él.

–No soy John, mamá –dijo–. Intenta de nuevo.

En el hogar la política era que el personal se dirigía a sus custodiados por el nombre de pila; pero a su madre ellos siempre la llamaban «señora Shaw».

Encontró en su habitación un teléfono fijo y lo hizo reconectar. Pocos días después el teléfono sonó y una voz dijo: «¿Hablo con Chris?». «Aquí no vive ningún Chris», respondió. «¿No está allí? ¿Chris?». «Debe tener un número equivocado». La voz recitó un número que Shaw entendió a medias. «Aquí no vive nadie que se llame Chris –dijo él–. ¿Usted es el ingeniero?». No hubo respuesta. «Tiene usted un número equivocado, creo». Cuando estaba cortando oyó que la voz decía: «Bueno, debo tener un número equivocado». Inmediatamente empezó a preocuparle que, oyendo mal el nombre de Chris y sin reconocer a alguien que conocía, hubiera perdido su primera llamada. Descolgó de nuevo el teléfono y marcó el 1471 por si podía identificar el número desde donde se habían comunicado. Revisó sus cosas en busca de una libreta de direcciones que creía haber llevado, pero resultó ser un diario de diez años atrás, cuya entrada del 1° de enero decía: «Sé más sociable».

3 El talismán pez

El mismo día llamó a Victoria Nyman.

–Hola, extraño –dijo ella–. ¿Qué estuviste haciendo?

–¿Qué estuviste haciendo tú?

–No mucho. –Lo pensó un momento–. Me compré un coche. Qué emoción, ¿no? Siempre quise hacerlo. –Y luego tras una pausa–: ¿Estás bien?

Shaw dijo que sí. Tuvo que admitir que el lugar donde vivía ahora tenía sus inconvenientes –se sintió obligado a mencionar la taza del baño, los ruidos de la habitación de al lado– pero el río quedaba cerca y él se estaba metiendo en la psicogeografía de la zona. Caminaba y caminaba, de deriva en deriva por el río Brent, rumbo al norte, desde los varaderos de la confluencia con el Támesis, pasando por el viaducto de Wharncliffe y el zoológico hacia la A40 a la altura de Greenford. Allá arriba eran todos hospitales y parques deportivos, barro y asesinatos de niños.

–Pero también hay algunos pubs sorprendentemente agradables.

Victoria recibió el informe en silencio; luego sugirió que, al menos para ella, parecía un poco caído. ¿Esa noche tenía algo que hacer? Porque a ella no le costaba nada acercarse en coche después del trabajo… ¿Y quizás llevarle un regalo de estreno? Shaw dijo que no, le quedaba demasiado a trasmano, no debía molestarse, estaba realmente bien.

–Estoy bien, de veras.

–¿Exactamente a trasmano de qué me quedaría a mí? –añadió ella–. Créeme, suenas como la mierda.

–Gracias.

–No me agradezcas hasta que hayas visto el regalo.

–Al principio pensé que habías dicho «regalo de freno» –dijo Shaw.

–Espérame a las siete, o si hay mucho tráfico a medianoche.

Repentinamente inquieto, él propuso:

–Aquí no. Encontrémonos en otro lugar.

Así que se encontraron en un pub de King Street, Hammersmith, y después comieron trucha tandoori en uno de los indios de precio medio apenas más arriba de la Premier Inn. Victoria parecía nerviosa.

–¿Qué te parece mi pelo?

En cierto modo entresacado, dividido al medio, cercenado con calculada incompetencia un poco por encima de la mandíbula, le colgaba lacio a los lados de la cara y la cabeza rizándose cansadamente en las puntas.

–Neointelectualoide –dijo ella–. Muy efectivo desde ciertos ángulos, aunque veo que tú no estás de acuerdo.

Durante la velada bebió una botella de tinto de la casa –«Nada que ver, aquí. Acá ningún cambio»– y habló de su coche. Shaw dijo que seguiría con la cerveza. Cuando admitió que no era un gran conductor, ella bajó los ojos a las colas carbonizadas y la teñida carne roja de los restos de la comida, los huesos vaporosos como huella fósil de una hoja, y dijo:

–¿Y quién lo es? En realidad la cosa no es manejar. Yo ahora voy mucho a la costa. –Riéndose, hizo confusos movimientos de volante–. Para arriba y para abajo. Hastings y Roedean. Muy despacio. Dungeness, por supuesto. –Enseguida–: Creo que fuera de Londres he crecido. –Y por fin–: Me encantan las espinitas de estos pescados, ¿a ti no?

–Lo único que veo –dijo Shaw, que se sentía mejor– es mi cena.

Después admitió:

–La última vez que nos encontramos estaba un poco tocado.

–No es que hayas mejorado mucho. –Ella se rio de su expresión–. ¡Vamos! ¡Tendría que contarte yo! No creo que desde los trece años haya estado del todo cuerda…

Shaw volvió a llenarle el vaso.

–¿Fue cuando viste el cadáver? –preguntó, expectante.

–… aunque en 2005 más o menos tuve un momento de lucidez en un sauna. –Paseó la mirada por el restaurante como si esperase ver algún conocido–. Cuando se trata de lucidez, al fin tomas lo que consigues. Tienes que sentir que te estás afirmando.

–Eso tiene su valor –concordó Shaw, aunque no tenía idea de de qué estaba hablando ella. De todos modos no daba la impresión de oírlo.

–En realidad, ni siquiera estoy segura de que se deba llamar lucidez –dijo, y agregó–: Hablando de lo cual, ¿cómo está tu madre? –Y enseguida, sin darle a Shaw tiempo de responder–: Ya sé, ya sé. No quieres tratar con eso. ¿Y quién va a querer? La mía descarriló totalmente el día que murió mi padre. Para serte franca, después de aquello no la vi mucho. Yo vivía aquí abajo, ella todavía en el norte, en algún sitio de las Midlands. Yo me sentía como con una vida propia.

Él había pensado precisamente en eso, dijo Shaw, y creía que mientras que algunas familias se mantienen aferradas otras siguen una tradición más colérica. Estas últimas no tardan en no soportar verse ni se perdonan nada. Incapaces de manejar el conflicto, los miembros individuales huyen, empiezan vidas nuevas. Pero ni siquiera esas vidas se sostienen.

–Pierden la capacidad –dijo– de colaborar con cualquier mito salvo el propio.

Victoria lo miró como si fugazmente se le hubiera vuelto desconocido e interesante. Luego dijo:

–Ahora ya murieron los dos.

Estaba demasiado borracha para manejar. Dejaron el coche donde lo había aparcado en Hammersmith y a lo largo del río volvieron caminando a Wharf Terrace 17. Allí ella se puso a husmear la habitación de Shaw como buscando una ganga en muebles usados.

–La cama es un poco chica –dijo, mirándolo vivamente. Hurgando entre los libros encontró un John Fowles; cambió de semblante–. A ti no puede gustarte nada de esto. –Luego–: ¡Y esta es la famosa pared divisoria! –Golpeó con un nudillo, como para que sonase la debilidad del yeso. Apoyó la oreja–: En este momento parece muy tranquilo, tu vecino desconocido.

Shaw encontró algo más que podían beber –el resto de un litro de Absolut tan viejo que los condensados, areniscos aires de Londres habían dejado la botella pegajosa– y sentándose en el borde de la cama desenvolvió el regalo de estreno.

–¡Qué maravilla! –dijo ella, como si se hubieran invertido los roles y se lo hubiera regalado él. Era de plata, con un cuerpo articulado de doce o quince centímetros y aletas laterales con bisagras–. Es peruano. Un pez. Es bastante antiguo, de 1860.

Shaw pesó el pez en la mano, movió con cautela una de las aletas. Las escamas estaban empañadas y frías.

–Hola, pez –dijo.

–¿Ves? –dijo Victoria–. Te gusta. Ya te gusta.

–Claro que me gusta –dijo él.

–Entonces ven aquí y agradéceme como se debe.

Más tarde, al volver de uno de sus frecuentes viajes por el pasillo, ella se detuvo, las manos apoyadas en el marco de la puerta, para inclinarse hacia adentro –iluminada con la aspereza de una xilografía, costillas y clavícula en relieve como olitas cuajando en arena húmeda– y estudiar con un disgusto divertido la cama, la vieja silla maltrecha y la ropa desparramada, la ventana sin cortina.

–¿Qué pasa? –dijo Shaw.

–Uh, no sé.

–No, dilo. ¿Qué?

–Aquí al lado no ocurre nada. Ningún espectáculo. Estoy decepcionada. Creo que me atrajiste hasta aquí para tus propios fines, hombre solitario. –Y luego–: Dios mío, ese baño. ¿Por qué todos nosotros vivimos así?

–Nosotros, ¿quiénes? Tú tienes una bonita hipoteca en Dalston.

–Ya sabes lo que quiero decir.

Shaw estuvo de acuerdo.

–Vuelve a la cama –sugirió.

En cambio ella fue hasta la ventana y echó una mirada a Wharf Terrace, donde una ligera lluvia nocturna ondulaba calle arriba y el fino pero definitivo olor de la cervecera InBev flotaba alrededor de los edificios del otro lado.

–¿Tú nunca estás insatisfecho? ¿No quieres algo más? –Levantó la ventana, la dejó abierta apoyándola en el John Fowles y sacó la mano a la lluvia con la palma hacia arriba–. Pensé en mudarme –dijo–. Irme de Dalston, irme de Londres del todo. No creo que vaya a hacerlo. No sé. –A lo lejos, en la costa de Chiswick, una ambulancia rebuznó alejándose oblicuamente por lo que pareció un largo rato. Ella estuvo escuchando hasta que se apagó; luego volvió a la cama y, antes de que él pudiera defenderse, le frotó el estómago con la mano fría y mojada–. Te retuerces como una niña –observó–. Qué monada.

Dio la impresión de que el sexo solo la había puesto más inquieta. Se despertó varias veces, habló en sueños y se fue antes del amanecer para ir a buscar el coche. Shaw revisó el cuarto como si aún pudiera encontrarla. Había dejado una nota debajo del pez peruano. «¡Me encantó volver a hablar contigo! ¡Cuando sepa qué voy a hacer te enviaré un email! ¡Tu amiga Victoria!». Los ojos de vidrio turquesa del pez, incrustados arriba de su arcaica boca de labios chatos, lo miraron desorbitados. Nosotros estábamos aquíantes de que ustedes llegaran, parecían advertirle en silencio. Estaremos después de que ustedes se vayan. En algún momento mientras él dormía, Victoria había leído unas pocas páginas de Pincher Martin y lo había abandonado abierto de cara al suelo. «Todavía no se te ve estable», decía una posdata, pero estoy segura de que te asentarás. Estoy segura de que lo conseguirás. Quiero decir, realmente tengo la esperanza. La esperanza de que te asientes. La esperanza de que lo harás».

De hecho estaba razonablemente contento. No tener una vida era un alivio. Leía. Visitaba a su madre en el hogar de cuidados. Buscaba algún nuevo trabajo de informática, y cuando no encontraba ninguno vagaba por las riberas del Támesis, a veces río abajo hasta Putney, donde comía un helado en Bishops Park, pero sobre todo río arriba, por Chiswick hasta la confluencia del Brent y más allá. A las diez de la mañana los pubs del Támesis –anticuados, ruinosos y ramificados, forzados a un uso complejo del espacio por estar comprimidos entre la calle y el río– tenían una calma extraña, acogedora. Dentro no había nadie. La luz del agua alumbraba los suelos grisáceos y las gastadas mesas. Shaw bebía media pinta en el Bull’s Head de Strand-on-the-Green; más tarde comía sándwiches de tomate en el Fox, cerca del puente de Hanwell. Al atardecer, a medida que inexorablemente los bares se llenaban de viajeros suburbanos, se abría camino de regreso de tugurio en tugurio, por un lado u otro del río, a menudo a través de los cementerios distribuidos entre las casas: el cementerio de Old Mortlake, en Fulham New; el pequeño, discreto de Saint Mary Magdalen, bendecido con el tragicómico mausoleo con forma de tienda árabe que Isabel Burton erigió al gran orientalista; el cementerio antiguo de Barnes, abandonado en 1966 entre bosques espesos, un destino importante de cruceros, no lejos del terreno de la escabrosa casa de huéspedes de Elm en Rocks Lane. Por esa ruta una noche, casi llegando a casa, se encontró con un hombre arrodillado en la hiedra terrestre de la base de un muro en una olvidada media hectárea de lápidas fuera de South Worple Way.

Shaw se detuvo a mirar.

–¿Te sientes bien? –dijo.

El hombre dijo que sí. A primera vista parecía estar buscando algo en la basura superficial del cementerio; pero esa capa –más que nada condones descartados y envolturas– pronto fue rascada para revelar una fibrosa espuma negra, y en ella una somera impresión con forma de pisada, con un esquivo destello de agua donde se habría esperado que estaba la punta de la suela. El hombre procedió a profundizarlo; hundió fuertemente los nudillos, arrancó raíces con destreza y las fue arrojando a un lado hasta obtener un hoyo que contenía unos cinco centímetros de agua fangosa. Allí –empleando un rápido gesto furtivo que pareció confirmar el carácter de todos sus otros esfuerzos– sumergió un frasquito medicinal victoriano de vidrio acanalado.

–Esto te va a interesar –prometió–. Es un poco como cuando de chico uno echaba la red para sacar vida de laguna. –Selló la ampolla con el pulgar, la agitó un momento y la sostuvo a la lejana luz de la calle–. ¿Ves? ¿Ves?

Shaw dijo que no veía nada de nada.

–¿Nada? Caray. ¿Estás seguro? Vamos a beber algo. –Se miró los dedos, negros de tierra de cementerio–. Me llamo Tim. No te daré la mano. Aunque en la tierra hay un antidepresivo natural. –Y, como Shaw se quedó mirándolo–: Mycobaterium vaccae, ¿no?

–Ah –dijo Shaw.

–Se absorbe a través de la piel.

Cinco minutos después estaban en medio de la calidez y la fuerte música de un pub llamado Earl of March, rodeados de gente mucho más joven. Tim era alto, cincuentón, con las cervicales un poco en comba, como si se pasara el día de pie encorvado sobre algo. Llevaba botas safari Clarks, jeans y una camisa blanca de una manera que habría sido elegante en su juventud. Era visible que entonces había sido flaco, pero ahora había acumulado grasa alrededor de los hombros y en lo alto del estómago, abajo de las costillas. Se habría dicho que había engordado por un infantilismo esencial; y que eso reflejaba irresueltas divisiones de su personalidad. Tim sería generoso con él mismo, pensó Shaw, si uno lograba enfocarlo en lo que uno necesitaba; el resto del tiempo se mostraría a la vez infeliz y resuelto. Ya parecía sentir que había decepcionado a Shaw.

–A veces son más fáciles de ver –se disculpó.

–¿En realidad qué buscabas?

–¿Sabes de ese blog que está leyendo medio mundo? ¿La casa del agua? Algunos dicen que da en el clavo en casi todo.

Shaw, que no tenía idea de de qué hablaba, miró alrededor buscando algo que decir y al fin admitió:

–Yo no soy muy de internet. Se parece demasiado al trabajo.

Se pagaron uno a otro un par de tragos más y se despidieron.

Esa noche hubo mucho ruido en Wharf Terrace 17, muchas idas y vueltas en la escalera y en el cuarto de al lado. A la deriva de un desalentador sueño con Victoria en otro, Shaw oyó una voz que gritaba: «¡A ver si terminan con esto, mierda! ¿No pueden callarse de una puta vez?», solo para comprender aturdido que era la suya. Dio un golpazo en la pared y volvió a dormir. A la mañana siguiente encontró de nuevo a Tim, esta vez caminando vagamente por Church Road, en Barnes, con ropa de la tintorería. Tenía alrededor del ojo izquierdo una hinchazón del tejido blando que la noche anterior Shaw no había notado.

–Nadie sabe cómo transportar la ropa de la tintorería –dijo Tim–. Es uno de los enigmas básicos de ser humano. –La suya la llevaba sobre los brazos, doblada y apretada contra el pecho como si fuera mucho más considerable que un saco y un par de pantalones de algodón; mucho más pesada–. Me he preguntado… ¿Tú querrías un empleo?

Tenía una oficina en una casa flotante, cien metros abajo de la confluencia del Brent. Originariamente había sido una barcaza del Támesis, herrumbrosa, ancha, de proa invasiva. Todo tipo de cabos de amarre la unían a la orilla –sogas, cables y cadenas que colgaban en curvas pesadas, los flojos cercos de alambre de la planchada–, como si Tim temiese que se la llevara la corriente, tal vez con él encima. Pero no parecía que el agua la levantara tanto, y tal como descansaba en el barro de la rampa era de prever que no volvería a moverse. Un módulo habitacional rectangular ocupaba la mayor parte de la cubierta.

–¿Qué te parece? –preguntó Tim la primera vez que fueron.

Shaw miró la barcaza de arriba abajo. No sabía nada de barcos.

–Impresionante –dijo. Le había gustado enseguida, con solo verla, aunque no habría podido decir por qué.

Dentro, el módulo estaba pintado de blanco hueso; había un par de escritorios arrimados debajo de un mapa del mundo en el que los océanos y la tierra se habían coloreado a la inversa, de modo que los continentes parecían mares y los mares, continentes. Dos grandes ventanas equipadas con persianas de listones metálicos daban vistas al río y el camino de sirga.

–No es un gran trabajo –dijo Tim. Solo había que hacer un poco de archivo y contestar el teléfono–. Yo no vendré siempre. Vas a estar a cargo de ti mismo.

Shaw dijo que le parecía conveniente. Sabía desempeñarse solo. Y había trabajado antes por su cuenta.

–Podría haber algunos viajes –le previno Tim–. Sería como un trabajo de venta.

Shaw dijo que eso también le convenía, aunque le dejó bien claro que en esa línea no tenía ninguna experiencia. Acordaron un salario y también que el empleo no entraría en ningún libro contable. Empezaría a trabajar el lunes siguiente. Siguió una pausa, durante la cual Shaw intentó localizar el cuarto de baño; había otra puerta pero tenía candado.

–La llave de ahí la guardo yo –dijo Tim–. No sale a ninguna parte.

Shaw recordó un sueño que tenía a veces en el cual entraba a una habitación con una pila de exangües piernas amputadas, todas de un amenazador blanco azulado y algo más grandes que las reales. Cuando la puerta se cerraba sola detrás de él, no parecía haber una salida. Pero luego otra puerta se abría del todo, o se caía una pared, y otra habitación se hacía accesible, y luego otra, en una secuencia inacabable. Él avanzaba llevado por la ansiedad. Paredes seguían cayendo y puertas abriéndose, como paredes y puertas de una publicidad de internet para celulares. Cada habitación subsiguiente estaba tan llena de piernas desechadas que Shaw sentía náuseas. Llevaban calcetines con los colores de los países de la Comunidad Europea y a menudo estaban cercenadas limpiamente a lo largo de un desaparecido pliegue pélvico. Si algo había detrás de aquellos montones de extremidades no era un acto de significado sino la entera posibilidad de significación, contenida en un solo acontecimiento. Había algo implícito. No podía dejar de revelarse. Era a la vez inmanente e inminente. Shaw comprendía que se había enfrentado con el lenguaje del sueño, en el que estructura y contenido son fiablemente la misma cosa. Y sin embargo ansiaba despertarse; y al fin, eufórico de escapar de su separación de algún cuerpo ausente, lo conseguía.

–Entonces nos volvemos a ver el lunes –le prometió a Tim, mientras cambiaban sus torpes despedidas en el soleado estacionamiento posmoderno de Soaphouse Creek; para solo pocas horas después probarse equivocado.

7.30 p.m.: comienzo de una noche de viernes más en Wharf Terrace 17. De a uno y de a dos los trajeados volvían a regañadientes de sus oficinas en Hammersmith Broadway. Alguien acababa de ducharse. El aire olía a un fuerte champú de coco. En el piso de abajo se descargó el depósito de un inodoro. Empezó la música, algo ágil pero meditativo guiado por un walking de bajo. Una luz dorada, tenuemente lujosa, penetraba la polvorienta ventana del rellano. Shaw –que salía vestido para visitar a la madre en el hogar de cuidados– quedó pasmado de encontrar una figura en la puerta de la habitación de al lado. Estaba inclinada hacia la cerradura, peleando por meter la llave. Era Tim. Incapaz de asimilarlo, por un segundo Shaw registró dos figuras separadas pero sobreimpuestas: a una la conocía y a la otra no. Tan perturbado estaba que solo pudo dirigirse a la segunda; se oyó decir:

–¡Ah, hola! Estas puertas son una porquería, ¿no?

Tim abrió la boca en una débil sonrisa y volvió a enredarse con la cerradura. La llave encajó, se abrió la puerta. Tim entró.

–¿Tú siempre has estado aquí? –dijo Shaw yendo detrás.

La puerta se cerró. Uno o dos momentos después se abrió otra vez, apenas unos centímetros, para que la cabeza de Tim asomara por el resquicio, un poco más abajo de lo que habría cabido esperar si hubiera estado derecho.

–Pienso que es mejor que no hablemos de esto –dijo.

En la luz dorada, el ojo magullado parecía una ciruela negra incrustada; el otro daba la impresión de desviar la mirada. Detrás de Tim se alcanzaba a ver la vaga sombra, el esbozo de una habitación.

–No lo podía creer –le dijo Shaw a su madre–. ¡Hemos vivido todo este tiempo uno al lado del otro! Lo raro es que yo ni siquiera quería el trabajo. En realidad no.

–Todo el mundo quiere un trabajo –dijo la madre.

Por un momento él creyó que lo había escuchado, pero en cuanto la novedad de la respuesta le captó la atención, ella clavó la vista en un rincón de la pieza, como de costumbre, y empezó a llamarlo por un nombre de pila que no era el suyo. Tenía una provisión inagotable de esos nombres. Cifraban los estratos profundos de su vida, ahora trabados, caóticos, discontinuos.

–Alex, mamá –dijo él para probarla–. Soy Alex.

Ella lo miró fijo, con desprecio.

–No sé por qué no puedes hacer bien las cosas –dijo– o aprender a vivir con lo que no hiciste. La vida es eso.

Shaw se encogió de hombros.

–Hice lo mejor que pude.

Hasta donde podía discernir, Shaw tenía varios hermanastros y hermanastras de matrimonios y aventuras previos de su madre. Desde los veinte ella había dejado a un hombre diferente cada cinco años más o menos y empezado una familia nueva en otra parte. Todos los hermanos parciales la odiaban porque se sentían mal pagados; se odiaban entre ellos porque los había obligado a compartirla. La mayoría se había ido a vivir a Canadá, Sudáfrica, Australia. Era difícil decir quién era quién porque ella había ofrecido historias incompatibles aun antes de que se declarara la demencia.

–Todos son menos de lo que se ve –dijo cuando Shaw se iba–. Tú siempre fuiste un hijo de puta, William.

–No, no lo fui.

4 Anábasis

La canción favorita de Shaw era «Janitor of Lunacy», de Nico. Su película favorita –vista y vuelta a ver en una MacBook de trece pulgadas cuya base de goma se había deformado en cierto incidente de sobrecalentamiento, de modo que exhibía el color, la textura y la superficie de un hongo de árbol– era el neonoir de Arthur Penn Secreto oculto en el mar. Esta prefería verla con alguien y se entusiasmaba al identificar para el otro los momentos en que el detective que interpreta Gene Hackman alcanza los límites –sin comprender que los ha alcanzado– de su inteligencia emocional. Si la ponía para él solo, tendía a pasarla tarde en la noche, con el sonido tan bajo que tenía que esforzarse por seguir los diálogos, observando con una suerte de intensidad forense la creciente inquietud de Hackman y su inconsciente entrega al destino inevitable.

Desde la crisis, lo cierto era que en todos los encuentros con gente Shaw quedaba detrás de la primera línea. Era como si los acontecimientos sucedieran y se completaran demasiado rápido para él: bien eso, bien era como si a él no le estuviese pasando nada. Antes había sido un ser humano normal. Ahora se veía solo en parte conectado a la corriente de los hechos. Su primera tarea para Tim fue recoger de la oficina unas cajas de cartón en apariencia usadas y acompañarlo en tren a otra ciudad.

Por la mañana partieron tan temprano que aún estaba oscuro. El tren –formado por nueve vagones y bien climatizado para ser demasiado caliente en invierno y demasiado frío en verano– se desplazaba a la carrera curiosamente mudo y decoroso. Estaba vacío. Una vez aseguraron las cajas en el portaequipaje, Tim le preguntó a Shaw si prefería algún asiento pero de inmediato añadió que él solía ocupar el de la ventana.

–Podemos sentarnos en donde sea –apuntó Shaw.

Al cabo de un rato Tim sacó un notepad de mala marca, lo conectó al sitio web llamado La casa de agua y empezó a desplazar la pantalla por las entradas más recientes. Pronto estaba asintiendo y, tras reírse entre dientes de algún comentario bajo la línea, pasaba a la complicidad sonriente como si se alegrara de compartirlo. Shaw espió disimuladamente la pantalla –«Captura de genes denisovanos», leyó, y después: «Un couple préhistorique enlacé découvert en Grèce»– y luego se sumió en la cadencia del paisaje que desfilaba a ciento cincuenta kilómetros por hora en las ventanas del otro lado del vagón. Fue hasta el coche comedor y compró un sándwich de queso y tomate, que comió en su asiento mirando el amarillo violento de los campos de colza y masticando despacio el pan húmedo. El tren paraba en todas las estaciones. Cada vez que volvía a arrancar una voz grabada susurraba: «Bienvenidos a este tren Virgin».

No lejos de su destino, Tim cerró el notepad y dijo:

–Cuando lleguemos a Smart World vamos a hablar con Helen. Helen no es nadie pero va a actuar como si fuera alguien. No quiero que se te vea sorprendido por nada que ella diga.

Shaw no tenía idea de qué responder.

Se quedó callado uno o dos minutos y luego dijo:

–¡Smart World! –y se rio. Miró por la ventana–. Nunca logro acostumbrarme a la velocidad de los trenes.

–Te estoy contando qué hacer cuando lleguemos –dijo Tim.

Shaw comió el último pedazo de su sándwich. Era una de las puntas, sin queso ni tomate. Le reventaba quedarse con el sabor de la margarina.

–Lo entiendo –dijo. Y enseguida añadió–: No deberías hablar nunca de las mujeres como si fueran nadie.

–Esa no es la cuestión –dijo Tim–. La cuestión no es que Helen sea una mujer.