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Vivimos una época en la que los Estados reivindican la memoria histórica. Ideas como el liberalismo y el socialismo han sido contrarrestadas por la recuperación del pasadocomo fundamento en las decisiones geopolíticas. La historia, revalorizada y mitificada, sirve hoy para apuntalar las identidades nacionales ante la globalización, pero su esencia pasional también entraña peligros. La venganza de la historia es un concepto necesario para comprender las relaciones internacionales que determinarán nuestro futuro.
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Seitenzahl: 203
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Título original: La Revanche de l’Histoire
© Odile Jacob, 2017.
© de la traducción: Almudena Blasco Vallés, 2018.
© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2019. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
REF.: ODBO338
ISBN: 9788491871538
Composición digital: Newcomlab, S.L.L.
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.
Índice
INTRODUCCIÓN
1. CUANDO LA HISTORIA COMIENZA DE NUEVO , EL PASADO RESURGE
2. LAS RAÍCES DE LA VENGANZA
3. LA HISTORIA TIENE CONSECUENCIAS
4. UNA GIRA MUNDIAL DE LOS FANTASMAS DEL PASADO
5. DEL BUEN USO DEL PASADO
EPÍLOGO
NOTAS
PARA PIERRE HASSNER.
A LA MEMORIA DE THÉRÈSE DELPECH.
Give me back the Berlin wall Give me Stalin and St. Paul I’ve seen the future, brother: it is murder [...] Give me back the Berlin Wall Give me Stalin and St. Paul Give me Christ or give me Hiroshima.
LEONARD COHEN, The Future
Todos los males del siglo provienen de dos causas; la gente [...] lleva dos heridas en el corazón. Todo aquello que fue ya no es; todo lo que será aún no es. No busquéis en otra parte el secreto de nuestros problemas.
ALFRED DE MUSSET,
La confesión de un hijo del siglo, 1836
Sería inútil alejarse del pasado para pensar solo en el futuro. [...] De todas las necesidades del alma humana, ninguna es más vital que el pasado.
SIMONE WEIL,
Echar raíces, 1949
La búsqueda de un pasado que sea un medio para controlar el futuro es inseparable de la naturaleza humana.
JOHN LEWIS GADDIS,
El paisaje de la historia, 2002
Antes solía pensar que la historia, a diferencia de otras disciplinas, como por ejemplo la física nuclear, no le hacía daño a nadie. Ahora sé que puede hacerlo y que existe la posibilidad de que nuestros estudios se conviertan en fábricas clandestinas de bombas, como los talleres en los que el IRA ha aprendido a transformar los abonos químicos en explosivos.
ERIC HOBSBAWM,
Sobre la historia, 1997
Pocas veces el pasado ha estado tan presente.
Nunca, en época moderna, ha tenido esta importancia en las relaciones internacionales y en la escena geopolítica. En un mundo que se pretende sin memoria, la Historia ha irrumpido por todos lados. Dáesh quiere restaurar el Califato y eliminar las fronteras coloniales. Turquía e Irán se inspiran en su pasado imperial. China justifica sus derechos sobre las islas adyacentes a su territorio sacando a relucir mapas antiguos. Rusia se anexiona el lugar de su pretendido bautismo. Hungría entrega pasaportes a los antiguos miembros del Imperio austrohúngaro. En Europa, los inmigrantes son considerados los nuevos bárbaros.
No es El shock del futuro, es el vértigo del pasado.1 ¡Sarajevo! ¡Sykes-Picot! «Vivimos en el planeta 1914».2 ¿Kulikovo, Borodinó? Eso era ayer.* Al Este, los fantasmas de los imperios: Roma contra Bizancio, los austrohúngaros contra los otomanos, el zar contra el sultán. En Europa, es el recuerdo de los tiempos heroicos de la Edad Media: Carlos Martel, las cruzadas, Juana de Arco, la Reconquista. En Oriente Próximo es la imagen de las revoluciones de 1848 y la Guerra de los Treinta Años.*
El pasado está por todas partes. En la era del retorno de la nación y de la yihad global, el pasado aparece exhumado, reconstruido, reinventado, mitificado para servir de inspiración o de revulsivo, de justificación a las reivindicaciones, de guía para la acción, de referencia para la interpretación de las situaciones. «El pasado está más vivo que nunca», dice el escritor británico Aatish Taseer.3 Se exaltan las grandes victorias de la nación o se conmemoran las derrotas. Se legisla o se reforman las constituciones para ajustarlas a la Historia. Se restaura, se realizan excavaciones arqueológicas, se exige la repatriación de los objetos antiguos. Se abren museos y memoriales o, a la inversa, se destruyen los símbolos del pasado. Se reescriben los manuales de Historia, se graban películas y videoclips de propaganda, se renombran ciudades y provincias.
Se han reactivado los enfrentamientos ideológicos y cada vez es menos cierto el carácter inevitable del triunfo final de la democracia liberal. Es la venganza del pasado: contra las promesas de un futuro radiante encarnadas por el liberalismo y el socialismo, y contra la tendencia a diluir las identidades y disolver las raíces en el gran caldero de la globalización, el nacionalismo y el islamismo proponen remedios fundados sobre la tradición, incluso sobre el retorno a una supuesta Edad de Oro. El fenómeno adquiere gran amplitud en la medida en que, al mismo tiempo, la proliferación de Estados y la aparición de nuevas potencias suscitan una necesidad de anclaje en un pasado real o imaginario. Ambos fenómenos están ligados entre sí: cuando la Historia recomienza, el pasado resurge. Y la venganza de la Historia, puede ser, in fine, la extinción del progresismo (capítulos 1 y 2).
Porque la Historia es pasional. Si únicamente nos fijáramos en los intereses estratégicos, los problemas económicos y los condicionantes geográficos desplegados sobre la escena internacional, dejaríamos de lado la dimensión emocional, a menudo pasional, de las relaciones entre Estados y entre pueblos, sobre la que se asienta hoy la Historia. Nuestra época es sin duda la de la «venganza de las pasiones» descrita por Pierre Hassner.4 Es por tanto una cuestión política: la Historia «tiene consecuencias» (capítulo 3).*
«Hemos entrado en un mundo en el que la función esencial de la memoria colectiva consiste en legitimar una determinada visión del mundo, un proyecto político y social, y en deslegitimar a los oponentes políticos», afirma David Rieff.5 No es nada nuevo.
En efecto, no es nada nuevo que las ideologías dominantes sean hoy en día el nacionalismo y el islamismo, que son las más ancladas en el pasado.
Lo que en cambio sí es nuevo es que los grandes retos estratégicos del mundo contemporáneo se fundamentan en profundas reivindicaciones históricas. El desafío ruso se basa en la movilización de un pasado reinventado. El desafío chino apela a los textos antiguos para justificar sus reivindicaciones territoriales. El desafío del Califato se basa en su ambición de regresar a los tiempos del Profeta. El desafío iraní, en principio apoyado en el anticolonialismo y el antiamericanismo, busca como referente las glorias pasadas del Imperio persa. El desafío turco resucita el orgullo otomano e invoca la memoria del Imperio.
Lo que es nuevo asimismo es que todas las grandes regiones del mundo (Europa, Rusia, Oriente Próximo, Asia, Estados Unidos) se ven afectadas, cada una a su manera, por este fenómeno (capítulo 4).
La Historia se entiende aquí en los términos que la definen como la gran historia, la de la sucesión de acontecimientos políticos, diplomáticos y militares, generalmente trágicos y a menudo sangrientos. La Historia de los litigios fronterizos, de las invasiones, de las batallas y los bombardeos; del terrorismo, de la barbarie y de los genocidios; de los golpes de Estado y de las revoluciones; del desmoronamiento de los Estados y la disolución de las instituciones; de los sueños imperiales y las pesadillas totalitarias, de la movilización de las pasiones políticas y las creencias religiosas; de los sacrificios en nombre de la nación y de los mártires de Dios; de los relatos escatológicos y las promesas apocalípticas. La Historia escrita con H mayúscula y, para decirlo al modo de Georges Perec, «con su gran hacha».6 *
¿Venganza de la Historia? Algunos lo han pensado así en relación con algún aspecto de la escena internacional;7 otros han evocado la venganza de la geopolítica o de la geografía.8 Pero la Historia es infinitamente más pasional que todo esto. Y, por tanto, más peligrosa. ¿Cómo, a estas alturas, podemos hacer un mejor uso del pasado sin sucumbir al exceso de la pasión política? (capítulo 5).
FUKUYAMA 0, HUNTINGTON 1
Si la idea del «fin de la Historia» era ya cuestionable durante el verano de 1989, hoy resulta desfasada en el mejor de los casos. Ya no tenemos en cuenta las objeciones que se le hicieron, pero sigue estando de moda burlarse del autor, Francis Fukuyama, a veces incluso sin haberle leído. Son muchos los retornos de la Historia que se han anunciado al respecto para desmentirle.1 Desde 1991, con la desaparición de la Unión Soviética y el estallido bélico en los Balcanes, «la Historia se ha vuelto a poner en marcha», dijo Pierre Hassner en 1999.2 En efecto así ha sido: en 2001 con los atentados de Nueva York y Washington; en 2011 con las primaveras árabes, seguidas algunos años después de la invasión de Crimea, la irrupción de Dáesh en el escenario iraquí, de la crisis europea y del Brexit. «Vivimos el fin del fin de la Historia», afirmó Alain Finkielkraut en el otoño de 2015,3 y tras la elección de Donald Trump se vio a los comentaristas americanos proclamar «el fin del fin de la Historia» o «la venganza de la Historia», mientras que un periodista de opinión francés remachó: «Hemos entrado de nuevo en la Historia».4
¿Merece Fukuyama semejante escarnio? Nunca pretendió que el fracaso del comunismo (recordemos que el artículo fue escrito en el verano de 1989, poco antes de la caída del Muro de Berlín) supusiera un punto final a la Historia en el sentido de la confrontación de las ideas políticas, de la dialéctica hegeliana o marxista.5 Inspirándose en la propuesta del filósofo Alexandre Kojève, Fukuyama afirmaba que el debate sobre la forma óptima de gobierno podía darse ya por concluido: para él, la democracia liberal y la economía de mercado eran las únicas opciones viables para las sociedades modernas.*
Diez años después, a pesar de la competencia de los modelos ruso, chino e islamista especialmente, el autor mantenía su análisis: la democracia liberal terminará por imponerse: es una cuestión de tiempo.** Y veinte años después seguía insistiendo en hasta qué punto Rusia y China eran incapaces de proponer una alternativa ideológica viable, y el islamismo radical era incapaz, si no de conquistar el poder, al menos de mantenerlo.6
Quizá sea cierto. Estados Unidos es un país en el que la gente confía. Como reza una de las expresiones favoritas de los presidentes americanos, nadie puede ser tildado de estar en «el lado malo de la Historia». Pero, en todo caso, nos encontramos todavía lejos de ese punto.
Tomados en conjunto, el despertar ruso, la irrupción de Dáesh y el voto del Brexit han sido una señal de alarma en Europa. «He tomado conciencia del carácter trágico de la Historia», decía François Hollande en mayo de 2016.7 «Hoy la Historia llama a nuestra puerta», añadía un mes después, cuando conoció los resultados del referéndum británico.8
Habría llegado el momento, de hecho, de tomar conciencia de ello. Porque hace ya varios años que el cuestionamiento del progreso de nuestras sociedades, el desarrollo de la globalización económica y la difusión del mestizaje cultural producen importantes efectos políticos en el mundo occidental. Sin duda, tanto el fenómeno Trump en Estados Unidos como el voto soberanista en Europa, tienen un origen común. Son los síntomas de una revuelta conservadora, una «revuelta del pasado».* El eslogan electoral de Donald Trump fue «Make America Great Again». Lo cual es fácilmente transferible a Make Rusia Great Again! o Make China Great Again! En todas partes se intenta invertir el curso de la Historia. En Oriente Medio, son los movimientos islamistas los que han emprendido desde hace tiempo la contrarrevolución sociocultural. Ahora mismo esta se halla en pleno auge en Rusia, en Europa y en Estados Unidos. Y llega hasta la India, donde el Bharatiya Janata Party pretende imponer las tradiciones hinduistas al conjunto de la nación.
El otro gran metadiscurso de la década de 1990, «el choque de civilizaciones», se impone aquí como un pertinente cuadro de análisis. ¿Choque de civilizaciones? También en esto estamos de acuerdo en mofarnos e incluso en indignarnos. Ante el riesgo de «arrear a un caballo muerto» como dicen en Gran Bretaña, un filósofo francés se aventuró a predecir, en 2015, que finalmente «este no tendrá lugar»9. Me quedo sin palabras ante tanta audacia. Otros incluso se empecinan en demostrar que vivimos en la época de la «fusión» de las civilizaciones.10 Y sin embargo, es precisamente en esos términos en los que algunos de los actores clave de la escena contemporánea ven el mundo de hoy. El yihadismo combatiente libra una guerra de civilización contra Occidente, como también lo hace parte de la élite de la República Islámica de Irán. La clase dirigente rusa actual no tiene ningún problema en asumir esta visión, —a veces de manera explícita— a la vez frente al islam radical y, por suerte, de forma menos violenta, contra el Occidente decadente. En la actual Casa Blanca, esa visión es muy popular. Hay que reconocer que gran parte de los conflictos actuales tienen lugar en las líneas de contacto que el politólogo americano trazó en 1993: en los Balcanes, en el Cáucaso, en África, en Asia. Se le ha reprochado especialmente a Samuel P. Huntington el haber escrito, en la línea de Bernard Lewis, que «las fronteras del islam son sangrientas».* La fórmula era brusca pero describía una cierta realidad.** El cuadro de lectura propuesto por Huntington es al mismo tiempo discutible (los conflictos que tienen lugar en las líneas de fractura cultural no son necesariamente guerras «de» civilización), insuficiente (la mayoría de las zonas en crisis o en conflicto militar no se ajustan al discurso del politólogo) e incoherente (¿por qué una sola «civilización» musulmana, y en cambio tres «civilizaciones» cristianas: la de Occidente, la de Rusia y la de América Latina?). Con todo, sería injusto no reconocerle que en su libro sí contempló el choque «en el interior de las civilizaciones», por ejemplo entre los mundos sunita y chiita.
Las problemáticas planteadas por Fukuyama y Huntington coinciden con los discursos apocalípticos que en la actualidad se escuchan desde Rusia, Estados Unidos y el mundo musulmán. ¿Podemos encontrar más bello fin de la Historia que la tan anunciada batalla final entre el Bien y el Mal? Para quienes se los creen, estos discursos aportan a los acontecimientos históricos un sentido más claro. Pero su confrontación también puede hacer del choque de civilizaciones el paradigma que se cumple. El relato apocalíptico de los yihadistas se acerca al de los evangélicos y, sobre todo, al de los «sionistas cristianos», cuya importancia en Estados Unidos es bien conocida, y cuya influencia dentro del campo republicano dista mucho de ser marginal. Desde la década de 1980 y especialmente desde 2001, los dos discursos se retroalimentan entre sí.* Y con ellos, tenemos el choque de civilizaciones y el fin de la Historia por el mismo precio. ¿La invasión de Irak?, la revancha de la nueva Babilonia (Nueva York) contra la vieja Babilonia (Bagdad), y la invocación de Gog y Magog por ambos lados (por George Bush y por los yihadistas), con himnos y hadices como telón de fondo. Esta es también la visión de Steve Bannon, el asesor de Donald Trump, que ve en la era actual un nuevo ciclo de enfrentamiento secular entre el islam y el mundo judeocristiano, y que dice inspirarse en El desembarco, el libro de título original apocalíptico de Jean Raspail (Le Camp des Saints, 1973).
LA REANUDACIÓN DE LA HISTORIA
Si tuviéramos que escoger una fecha clave para la reanudación de la Historia, no sería el año 1989, sino más bien 1979. Y a partir de ahí, desde el resurgir de las religiones hasta las primaveras árabes, todas las décadas decisivas han sido encrucijadas históricas que llevaban consigo su lote de sorpresas y de rupturas.
El año 1979 marca la entrada en ebullición del triángulo Irán-Pakistán-Afganistán. En febrero, a la salida del sah Mohammad Reza Pahleví de Teherán le siguió el regreso del ayatolá Jomeini, al tiempo que en Islamabad las ordenanzas hudud (los «límites» establecidos por Dios) validaban la deliberada islamización de Pakistán. En julio se llevó a cabo la creación de la «trampa afgana» destinada a empantanar a la Unión Soviética mediante el apoyo a los rebeldes afganos. En septiembre se celebró un gran funeral en Lahore en honor a Abul Ala Maududi, considerado el padre fundador del islamismo moderno. A final de año la Historia se acelera. El 4 de noviembre tiene lugar la toma de rehenes en la embajada de Estados Unidos en Teherán, un suceso que abre el segundo acto de la revolución iraní y su radicalización antioccidental. El día 20 se produce una nueva toma de rehenes, la de la Gran Mezquita de La Meca, llevada a cabo por un individuo que se autoproclamaba el Mahdi («Mesías»). Al día siguiente se ataca la embajada de Estados Unidos en Pakistán. Más tarde, el 24 de diciembre, la URSS invade Afganistán. Lo que se anunciaba simbólicamente, incluso si los muyahidines son considerados resistentes antes que militantes, era el enfrentamiento entre dos fuerzas transnacionales, el comunismo y el islamismo, que terminaría con el triunfo de la segunda.
Y mientras que Deng Xiaoping, que había regresado al poder el año anterior se lanzaba a la modernización de la República Popular, la irrupción del ejército chino en Vietnam en 1979 y la de las fuerzas militares iraquíes en Irán el año siguiente darán lugar a la reintroducción de la palabra «geopolítica» en el vocabulario de los comentaristas: ya no es posible explicar las relaciones de poder únicamente con el raso discurso del conflicto Este-Oeste.
El inicio de la década decisiva de 1980 fue testigo también, tras la histórica victoria del Likud en Israel en 1977, de la transformación del proyecto sionista, que pasó de ser una aventura socialista laica a una epopeya político-religiosa reaccionaria, caracterizada fundamentalmente por una afirmación cada vez más clara de las justificaciones históricas sobre la presencia israelí en Cisjordania. Ciertamente, no fue el Likud el que inventó la «colonización», pero sí alentó el carácter mesiánico, que estaba encarnado, no tanto por los haredim (ultraortodoxos) —que por lo general no viven más allá de la Línea Verde establecida 1949 y únicamente por razones económicas—, sino más bien por los «sionistas religiosos» que instalaron sus casas móviles en la cima de las colinas de Samaria y Judea. Al mismo tiempo, Egipto modifica la ecuación estratégica de la región al reconocer la existencia de Israel, lo que galvanizará el campo islamista. Esos mismos años también marcan un tiempo de renovación y de compromiso político del cristianismo: la elección de Jimmy Carter, presidente evangélico en Estados Unidos (1976), la llegada a la cabeza de la Iglesia del papa Juan Pablo II (1978), la creación del movimiento de la Mayoría Moral en 1979 que dará la victoria a Ronald Reagan.* Es el tiempo de la «revancha de Dios», que todavía define a nuestra época.11
La segunda secuencia de esta década decisiva es de similar importancia. En febrero de 1989, en el momento en que la Unión Soviética finaliza su retirada de Afganistán, Irán emite una fetua contra el escritor Salman Rushdie, cuyo libro Los versos satánicos produjo una movilización sin precedentes en el mundo musulmán. En junio, los acontecimientos de la plaza de Tiananmén señalan el renacimiento del nacionalismo en China. Después, el primero de los muchos 11 de septiembre, que es el de la apertura de la frontera austrohúngara, marca el inicio de un proceso que solo concluirá con la disolución de la URSS en 1991. Es también el momento que eligió Slobodan Milošević, el nuevo presidente serbio, para proclamar su campaña nacionalista durante el discurso pronunciado en el monumento de Gazimestán el 28 de junio, con motivo del sexto centenario de la batalla de Kosovo. Este será el punto de partida de la bajada a los infiernos de Yugoslavia. El 2 de agosto de 1990 Saddam Hussein invadió Kuwait, a pocas semanas de la unificación de Alemania, que tuvo lugar el 3 de octubre.
La tercera y cuarta secuencias de esta década decisiva nos son más conocidas: la Guerra de Kosovo, la llegada al poder de Vladímir Putin (1999) y los ataques del 11 de septiembre (2001), una verdadera jornada bélica por su coste humano; la independencia de Kosovo y la respuesta rusa (Georgia), así como el comienzo de la gran crisis financiera mundial (2008) y las primaveras árabes (2011).
A partir de ahí se han multiplicado los acontecimientos clave; crisis del euro, anexión de Crimea por parte de Moscú, surgimiento y expansión del Estado Islámico en Irak y Siria, flujo de inmigrantes hacia Europa, referéndum británico sobre la salida de la Unión Europea, elección de Donald Trump... Cada una de estas crisis ha estado salpicada de referencias a la Historia: a la crisis de 1929, al Acuerdo Sykes-Picot, al Anschluss, a las invasiones bárbaras...
«En política exterior, la historia es una limitación y también una guía. Nutre las percepciones de los actores y hace que sus reacciones sean predecibles», afirma el diplomático francés Gérard Araud.12 Es cierto. Pero es mucho más que eso. El historiador Pierre Grosser, siguiendo la obra de Valérie-Barbara Rosoux, diferencia la Historia como «peso» (una herencia), «ley» (una analogía), «elección» (un instrumento) y «fe» (una anticipación).13 Veremos aquí el pasado en una doble vertiente: por un lado como una explicación y por otro como una inspiración, un revulsivo o una carga.
EL PASADO COMO EXPLICACIÓN
La Historia como instrumento de simplificación
La simplificación de los fenómenos políticos complejos es, a menudo, una cómoda solución para abstenerse de pensar o actuar. La Historia tiene por tanto un buen respaldo para proporcionar un esquema explicativo simple.
Barack Obama hablaba de Oriente Próximo con la misma condescendencia con la que François Mitterrand lo hacía sobre los Balcanes y otros sobre África: territorios de «odios centenarios» y de «conflictos milenarios» entre «etnias» o «tribus». Estas explicaciones esencialistas fueron muy útiles: permitían una exoneración de la culpa ante la inacción. En el complejo Oriente Próximo se imponen algunas ideas simples: la cuestión podría resumirse, desde tiempos inmemoriales, en el enfrentamiento entre suníes y chiíes, o entre árabes y persas. De igual forma, los actores locales señalan al colonizador occidental como el culpable de todos los males. En fin, Rusia y China no van a la zaga: todo es culpa de Estados Unidos.
La idea de un «trauma fundacional» es un modelo de referencia muy popular, ya se trate de la colonización, del desmembramiento de los imperios, del reparto del territorio, el éxodo, la derrota militar, la intervención extranjera o el genocidio. A menudo estos traumas son reales y su evocación legítima, pero también dan lugar a comportamientos victimistas. No obstante, del trauma a la «humillación» solo hay un paso. Los alemanes de anteayer, los serbios de ayer, los árabes, los chinos, los iraníes, los rusos y los turcos de hoy, pueden empecinarse en esa postura en lugar de cuestionarse cuál es su responsabilidad en sus desgracias reales o imaginarias. Conocemos el poder que el resentimiento tiene en la Historia, poder sobre el cual han reflexionado Pierre Hassner y Marc Ferro, cada uno a su manera.14 La humillación histórica se ha convertido en un argumento habitual de las relaciones internacionales, incluso para entender el yihadismo. Lo que no es una razón para rechazarla de entrada: volveremos sobre esto.
La máxima simplificación del tema es la que emerge del discurso religioso en su versión escatológica: vivimos el final de los tiempos que anunciaban los libros sagrados y los profetas. Los estragos que plantean las teorías de la conspiración no están muy alejados de esa idea: para los serbios se trata del complot croata, para los musulmanes (y algunos otros), del complot judío, para los árabes, rusos, chinos (y, muchos otros), del complot americano-occidental.
Pero en la era digital, las metanarrativas que apuntan a una explicación global del mundo son accesibles con un solo clic y la lista de potencias que las ordenan se amplía: América e Israel, los judíos y los masones, el petróleo y las finanzas, el complejo industrial militar, Bilderberg y la Trilateral, los rosacruces, los templarios y los Illuminati, y a veces todos a la vez. El éxito de las grandes conspiraciones, producto de la modernidad y la laicidad, alcanza ahora su punto más álgido, y los que se consideran los damnificados de la Historia son sus más voraces consumidores.
El prurito de la analogía