La violación de Nanking - Iris Chang - E-Book

La violación de Nanking E-Book

Iris Chang

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Beschreibung

En diciembre de 1937 tuvo lugar una de las masacres más brutales que se recuerdan en tiempos de guerra. El ejército japonés entró en Nanking, entonces capital de China, y en pocas semanas no sólo saqueó e incendió la antigua ciudad indefensa, sino que sistemáticamente violó, torturó y asesinó a más de 300.000 civiles. Mediante entrevistas a supervivientes y documentos desclasificados en cuatro idiomas, Iris Chang, cuyos abuelos escaparon de la masacre, ha escrito la historia definitiva de este horrible episodio desde tres perspectivas diferentes: la de los soldados nipones, la de los civiles chinos y la de un grupo de europeos y norteamericanos que se negaron a abandonar la ciudad y lograron crear una pequeña zona de seguridad que salvó a casi 200.000 chinos. Sorprendentemente, esta atrocidad, una de las peores en la historia de la humanidad, sigue siendo negada por el Gobierno japonés. Pese a que el número total de muertos en Nanking supera el de varios países europeos enteros, e incluso el de las explosiones atómicas de Hiroshima y Nagasaki, la Guerra Fría condujo a reprimir toda discusión sobre el asunto. Para Chang, esta conspiración de silencio, que persiste hasta hoy, constituye una "segunda violación".

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Iris Chang

Prólogo de William C. Kirby

Epílogo de Brett Douglas

Traducción de Álvaro G. Ormaechea

Título original: The Rape of Nanking: The Forgotten Holocaust of World War II (1997)

© Del libro: Iris Chang

© De la traducción: Alvaro G. Ormaechea

Edición en ebook: febrero de 2017

© De esta edición:

Capitán Swing Libros, S.L.

Rafael Finat 58, 2º4 - 28044 Madrid

Tlf: 630 022 531

www.capitanswinglibros.com

ISBN DIGITAL: 978-84-946452-9-7

© Diseño gráfico: Filo Estudio www.filoestudio.com

Corrección ortotipográfica: Victoria Parra Ortiz & Carlos VIdania

Maquetación ebook: [email protected]

Queda prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.

Iris Chang

Princeton (EE.UU.), 1968 - San José (EE.UU.), 2004

Hija de dos profesores universitarios emigrados de China, Iris Chang creció en Champaign, Illinois (EE.UU.). Después de graduarse, escribió para el New York Times y el Chicago Tribune. Se casó con Bretton Lee Douglas, con quien tuvo a su hijo Christopher, y vivió en San José (California), donde sufrió una profunda depresión que le llevó al suicidio. En su breve trayectoria literaria, Chang dejó tres interesantes libros que documentan las experiencias de asiáticos o estadounidenses de origen chino que han influido en la historia.

En su primer libro, Thread of the Silkworm (1995), Chang cuenta la vida del profesor chino Tsien Hsue-shen durante la Amenaza Roja en la década de 1950. Tsien fue uno de los fundadores del Laboratorio de Propulsión a Chorro de la NASA y durante muchos años ayudó al Ejército de Estados Unidos a interrogar a científicos de la Alemania nazi, pero fue repentinamente acusado de ser espía y miembro del Partido Comunista estadounidense, y se le impuso arresto domiciliario desde 1950 hasta 1955. Al regresar a China en septiembre de 1955, Tsien desarrolló el programa de misiles Dongfeng, y más tarde el misil del gusano de seda, que sería utilizado por los militares iraquíes durante su guerra contra Irán y también, irónicamente, contra las coaliciones lideradas por Estados Unidos durante la Primera y Segunda Guerra del Golfo.

Contenido

Portadilla

Créditos

Autor

 

Mapa

Prólogo

La violación de Nanking

Introducción

Primera parte

01. El camino a Nanking

02. Seis semanas de terror

03. La caída de Nanking

04. Seis semanas de horro

05. La Zona de Seguridad de Nanking

Segunda parte

06. Lo que el mundo sabía

07. La ocupación de Nanking

08. El día del juicio

09. El destino de los supervivientes

Tercera parte

10. El holocausto olvidado: una segunda violación

Epílogo

Epílogo a la edición de 2011, por Brett Douglas

Agradecimientos

Álbum fotográfico

Prólogo

El 13 de diciembre de 1937, Nanking, capital de la China nacionalista, caía en manos del ejército japonés. Para Japón, esto debía significar el punto de inflexión que decidiera el curso de la guerra, la culminación triunfante de la contienda de seis meses contra los ejércitos de Chiang Kai-shek en el valle del Yangtsé. Para las fuerzas chinas, cuya heroica defensa de Shanghái había sido finalmente en vano, y cuyas mejores tropas habían sufrido bajas cruciales, la caída de Nanking suponía una derrota amarga y acaso fatal.

A día de hoy podemos pensar en Nanking como en un punto de inflexión de otra naturaleza. Lo que sucedió entre los muros de aquella antigua ciudad fortaleció la determinación china de recuperarla y expulsar al invasor. El gobierno chino se retiró, se reagrupó y en último término se impuso a Japón en una guerra que solo terminaría en 1945. En esos ocho años Japón ocuparía Nanking y establecería un gobierno de colaboracionistas chinos; pero nunca gobernaría con confianza ni legitimidad y nunca lograría la rendición china. En el resto del mundo, la «violación» de Nanking —tal y como fue inmediatamente denominada— volvió a la opinión pública contra Japón como muy pocas cosas podrían haberlo hecho.

Tal sigue siendo el caso en la China actual, donde a varias generaciones se les ha transmitido la conciencia histórica de los crímenes de Japón y de su negativa, hasta el día de hoy, a ofrecer reparaciones. Sesenta años después, los fantasmas de Nanking aún acechan las relaciones chino-japonesas.

Y es normal. El saqueo japonés de la capital china fue un suceso abominable. La ejecución en masa de soldados y la masacre y violación de decenas de miles de civiles tuvieron lugar en contravención de todas las leyes de la guerra. Lo que aún hoy en día nos deja atónitos es que se trató de un saqueo público, evidentemente diseñado para aterrorizar. Fue llevado a cabo abiertamente, ante la mirada de observadores internacionales y en general haciendo caso omiso a los esfuerzos de estos últimos por detenerlo. Y no se trató de una pérdida temporal de la disciplina militar, ya que se prolongó durante siete semanas. Esta es la terrible historia que Iris Chang nos cuenta de manera tan poderosa en este primer estudio completo en lengua inglesa de la tragedia de Nanking.

Es posible que nunca lleguemos a saber exactamente qué fue lo que pudo llevar a los mandos y tropas japonesas a comportarse de una forma tan bestial. Pero la autora de este libro nos muestra lo que hicieron con más claridad que nunca. Se sirve para ello de un vasto abanico de fuentes materiales, incluyendo el testimonio indiscutible de terceras personas: observadores de primera mano, como fueron los misioneros extranjeros y el personal de negocios que permanecieron en la ciudad indefensa cuando los japoneses entraron en ella. Una de las fuentes que Chang ha descubierto es el diario (en realidad, un pequeño archivo) de John Rabe, el hombre de negocios alemán y nacionalsocialista que encabezó un esfuerzo internacional para proteger a la población de Nanking. A través de los ojos de Rabe podemos ver el coraje y el terror de sus habitantes mientras confrontan, indefensos, la arremetida japonesa. El relato de Chang da cuenta de la valentía de Rabe y de otros, que trataron de hacer algo mientras la ciudad era quemada y sus pobladores, asaltados; mientras los hospitales se cerraban y las morgues se llenaban; mientras el caos se adueñaba de todo a su alrededor. Y nos habla también de aquellos japoneses que comprendieron lo que estaba sucediendo y sintieron vergüenza.

La Violación de Nanking ha sido en gran medida olvidada en Occidente, y de ahí la importancia de este libro. Al referirse a ella como un «holocausto olvidado», Chang establece un vínculo entre las matanzas de millones de inocentes ocurridas en Europa y Asia durante la Segunda Guerra Mundial. Cierto, Japón y la Alemania nazi firmarían su alianza solo con posterioridad y, con todo, tampoco fueron muy buenos aliados. Pero los sucesos de Nanking —que seguramente no ofendieron a Hitler— los convertirían más tarde en co-conspiradores morales, en agresores violentos, en perpetradores de lo que en último término se iban a llamar «crímenes contra la humanidad». W. H. Auden, que fue testigo directo de la guerra de China, hizo esa conexión antes que la mayoría:1

And maps can really point to places

Where life is evil now:

Nanking; Dachau.

William C. Kirby

Profesor de Historia China Moderna

y presidente del departamento de Historia

de la Universidad de Harvard.

1 «Y los mapas pueden en verdad señalar sitios / Donde la vida es hoy malvada: / Nanking; Dachau». De W. H. Auden, Collected Shorter Poems, 1930-1944 (Londres: Faber and Faber, 1950), «In Time of War», XVI, pp. 279-280.

Introducción

La crónica de la crueldad de la especie humana para con sus semejantes es larga y penosa. Pero si es cierto que incluso en esos recuentos del horror hay grados de iniquidad, entonces hay pocas atrocidades en la historia del mundo que puedan compararse en intensidad y escala con la Violación de Nanking durante la Segunda Guerra Mundial.

En Estados Unidos se suele pensar en la Segunda Guerra Mundial como un acontecimiento que comenzó el 7 de diciembre de 1941, con el ataque japonés a Pearl Harbor, que se llevó a cabo desde portaaviones. Los europeos la fechan el 1 de septiembre de 1939, cuando la Luftwaffe y las divisiones Panzer de Hitler lanzaron su Blitzkrieg contra Polonia. Para los africanos comenzó en una fecha todavía más temprana, con la invasión de Etiopía por parte de Mussolini en 1935. Pues bien, para los asiáticos, la Segunda Guerra Mundial comenzó con los primeros pasos emprendidos por Japón con vistas al dominio militar de Asia oriental, es decir, con la ocupación de Manchuria en 1931.

Tal y como la Alemania de Hitler haría media década más tarde, Japón se sirvió de una maquinaria militar altamente desarrollada y de una mentalidad racial supremacista para imponer su pretensión de gobernar a sus vecinos. Manchuria cayó rápidamente en manos de los japoneses, que establecieron allí su gobierno de Manchukuo, formalmente a cargo de un títere, el emperador depuesto de China, pero de hecho en manos del ejército japonés. Cuatro años después, en 1935, Japón se adentró en las provincias de Chahar y Hopeh, ocupándolas en parte; en 1937, cayeron Pekín, Tientsin, Shanghái y finalmente Nanking. Efectivamente, la década de 1930 fue dura para China. La presencia japonesa en suelo chino se prolongaría hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, en 1945.

Sin duda, aquellos catorce años de dominación militar nipona en China estuvieron marcados por un sinnúmero de incidentes de una crueldad casi indescriptible. Nunca sabremos todo lo que sucedió en las muchas ciudades y pequeños pueblos que se vieron postrados bajo la bota de los invasores. Irónicamente, si conocemos la historia de Nanking es porque algunos extranjeros presenciaron el horror y dieron testimonio al mundo exterior en aquel momento y porque algunos chinos sobrevivieron como testigos oculares. Si hay un acontecimiento que pueda ejemplificar el mal radical que habita justo debajo de la superficie del aventurerismo militar desbocado, ese momento es la Violación de Nanking. Este libro narra su historia.

A día de hoy, la secuencia general de lo que sucedió en Nanking no es objeto de disputa, excepto entre los japoneses.. En noviembre de 1937, tras su invasión exitosa de Shanghái, los japoneses lanzaron un ataque masivo sobre la nueva capital de la República de China. Cuando la ciudad cayó, el 13 de diciembre de 1937, los soldados japoneses iniciaron una orgía de crueldad pocas veces —o tal vez nunca— vista en la historia del mundo. Decenas de miles de hombres jóvenes fueron reunidos y conducidos como si fueran ganado a las afueras de la ciudad, donde fueron acribillados con ametralladoras, utilizados como diana para practicar con bayonetas o empapados con gasolina y quemados vivos. Durante meses los cuerpos se apilaron por las calles de la ciudad, y el hedor de la carne humana putrefacta lo inundó todo. Años después, expertos del Tribunal Militar Internacional para el Lejano Oriente (IMTFE, en sus siglas en inglés)2 estimaron que más de 260.000 no combatientes murieron a manos de los soldados japoneses en Nanking entre finales de 1937 y principios de 1938, si bien algunos expertos han situado la cifra bastante por encima de los 350.000.

Este libro se limita a proporcionar una crónica sucinta de los crueles y bárbaros actos perpetrados por los japoneses en la ciudad, pues su propósito no es establecer un récord cuantitativo que califique el evento como uno de los grandes crímenes de la historia, sino comprenderlo para extraer de él lecciones y advertencias de cara al futuro. Sin embargo, las diferencias en términos cuantitativos a menudo reflejan diferencias cualitativas, de forma que hay que acudir a algunas estadísticas para dar al lector una idea de la escala de la masacre que tuvo lugar en 1937 en aquella ciudad llamada Nanking.

Un historiador3 ha calculado que, si los muertos de Nanking se cogieran de la mano, unirían Nanking con la ciudad de Hangchow, a 200 millas de distancia. Su sangre pesaría 1.200 toneladas y sus cuerpos llenarían 2.500 vagones de tren. Apilados los unos sobre los otros, estos cuerpos alcanzarían la altura de un edificio de 74 plantas.

Atendiendo solo al número de asesinatos, la Violación de Nanking sobrepasa a muchas de las peores barbaries de todos los tiempos. Los japoneses superaron a los romanos en Cartago (donde las víctimas no sobrepasaron las 150.000),4 a los ejércitos cristianos durante la Inquisición española e incluso a algunas de las monstruosidades de Timur Lenk,5 que asesinó a 100.000 prisioneros en Delhi en 1398 y construyó dos torres de calaveras en Siria, en 1400 y 1401.

Es verdad que en el siglo XX, cuando las herramientas para el crimen masivo culminaron su desarrollo, Hitler asesinó a unos seis millones de judíos y Stalin a más de cuarenta millones de rusos, pero estas muertes se produjeron en el curso de varios años. En la Violación de Nanking los asesinatos se concentraron en el lapso de unas pocas semanas.

De hecho, incluso para los estándares de la guerra más destructiva de la historia,6 la Violación de Nanking constituye uno de los peores ejemplos de exterminio de masas. Para hacernos una idea de su escala en términos comparativos, hemos de prepararnos para algunas estadísticas más. Las víctimas mortales de Nanking —una sola ciudad china— exceden el número de bajas civiles de algunos países europeos durante toda la guerra (Gran Bretaña perdió a un total de 61.000 civiles, Francia a 108.000, Bélgica a 101.000 y Holanda a 242.000). Los expertos en la materia consideran que los bombardeos aéreos constituyen uno de los más formidables instrumentos de destrucción masiva. Pero lo cierto es que ni los peores ataques aéreos de la guerra superaron, en términos de devastación, lo acontecido en Nanking. Es probable que muriera más gente en Nanking7 que en los bombardeos británicos sobre Dresde y en la tormenta de fuego que les siguió (si bien la cifra de 225.000 fue aceptada internacionalmente en su día, informes más objetivos vienen ahora a situar las víctimas de Dresde en 60.000 muertos y al menos 30.000 heridos). Y, de hecho, ya nos basemos en los cálculos más conservadores —que cifran los muertos en 260.000—8 o en los más extremos —que hablan de 350.000—, es estremecedor constatar que las víctimas mortales de Nanking exceden con creces las de los bombardeos norteamericanos sobre Tokio (con entre 80.000 y 120.000 muertos) e incluso las de los dos bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki combinados (con 140.000 y 70.000 muertos respectivamente).

La Violación de Nanking debería ser recordada no solo por el número de personas masacradas, sino también por la crueldad con la que muchos encontraron la muerte. Los hombres chinos fueron utilizados como diana para practicar con bayonetas y en concursos de decapitación. Se estima que entre 20.000 y 80.000 mujeres chinas fueron violadas.9 Muchos soldados fueron más allá de la violación10 y destriparon a mujeres, les cortaron los pechos, las clavaron vivas a los muros. Se obligó a los padres a violar a sus hijas y a los hijos a sus madres, ante la mirada de otros miembros de la familia. La gente fue rutinariamente enterrada viva, castrada, desmembrada. Y se practicaron las más diabólicas formas de tortura, tales como colgar a personas de la lengua en ganchos de hierro o enterrarlas hasta la cintura para contemplar cómo eran despedazadas vivas por pastores alemanes. Tan nauseabundo fue lo que sucedió en Nanking que hasta los nazis que se encontraban en la ciudad se horrorizaron, y uno de ellos proclamó que la masacre era obra de una «maquinaria bestial».11

Sin embargo, la Violación de Nanking continúa siendo un incidente oscuro. A diferencia de las explosiones atómicas en Japón o el holocausto judío en Europa, los horrores de la masacre de Nanking siguen siendo virtualmente desconocidos fuera de Asia. La masacre no ocupa un lugar destacado en la mayoría de los libros de historia publicados en Estados Unidos. Un examen somero de los libros de texto de historia que se estudian en la enseñanza secundaria de aquel país revela que solo unos pocos de ellos hacen siquiera mención a la Violación de Nanking. Y casi ninguna de las historias completas o «definitivas» de la Segunda Guerra Mundial escritas para el público norteamericano trata con especial detalle la masacre de Nanking. Así, por ejemplo, The American Heritage Picture History of World War II (1966), que durante muchos años fue el libro de historia gráfica más vendido sobre la Segunda Guerra Mundial, no dedica a Nanking ni una sola fotografía, ni una sola palabra; como tampoco lo hacen las famosas memorias de La Segunda Guerra Mundial, de Winston Churchill (1959) (1.065 páginas); ni el clásico La Segunda Guerra Mundial, de Henri Michel (1975) (947 páginas). La Violación de Nanking solo se menciona dos veces en la gigantesca Un mundo en armas, de Gerhard Weinberg (1994) (1.178 páginas). Tan solo en Delivered From Evil: The Saga of World War II, de Robert Leckie (1987) (998 páginas) pude encontrar un párrafo entero sobre la masacre: «Nada que los soldados nazis pudieron hacer a las órdenes de Hitler para deshonrar sus propias victorias llegó a rivalizar con las atrocidades de los soldados japoneses a las órdenes del general Iwane Matsui».12

La primera vez que escuché hablar de la Violación de Nanking yo era todavía una niña. Las historias provenían de mis padres, que habían sobrevivido años de guerra y revolución antes de hallar un hogar sereno en una ciudad universitaria del medio oeste norteamericano, donde trabajarían como profesores. Habían crecido en China en plena Segunda Guerra Mundial, y en la posguerra huyeron con sus familias: primero a Taiwán y después a Estados Unidos, donde estudiaron en Harvard y prosiguieron sus carreras científicas. Durante tres décadas vivieron apaciblemente en la comunidad académica de Champaign-Urbana (Illinois), como investigadores en los campos de la física y la microbiología.

Pero nunca olvidaron los horrores de la guerra chino-japonesa, ni quisieron que yo los olvidara. En particular, no querían que olvidara la Violación de Nanking. Mis padres no la presenciaron, pero de niños habían escuchado las historias sobre la matanza, y así estas llegaron hasta mí. Los japoneses cortaban a los bebés no solo por la mitad, sino en tres y en cuatro, decían; el río Yangtsé corrió rojo de sangre durante días. Con las voces temblando de indignación, mis padres hablaban de la Gran Masacre de Nanking, o Nanjing Datusha,13 como del más diabólico de los crímenes perpetrados por los japoneses, en una guerra que había costado la vida a más de diez millones de chinos.

Durante toda mi infancia la Nanjing Datusha se mantuvo enterrada en mi subconsciente como una metáfora de la maldad innombrable. Pero el acontecimiento se me presentaba falto de detalles y de dimensiones humanas. Se me hacía también difícil discernir la línea que separa el mito de la historia. Siendo aún estudiante de primaria rebusqué en las bibliotecas públicas locales para ver qué podía averiguar sobre la masacre, pero sin resultado. Eso me resultó extraño. Si, tal y como mis padres afirmaban, la Violación de Nanking realmente había sido tan espantosa, uno de los peores episodios de la historia universal de la barbarie humana, ¿cómo es que nadie había escrito un libro sobre ello? No se me ocurrió, de niña, continuar con mi investigación acudiendo al gigantesco sistema de bibliotecas de la Universidad de Illinois, y mi curiosidad por el tema pronto se desvaneció.

Pasaron casi dos décadas antes de que la Violación de Nanking irrumpiera de nuevo en mi vida. Para entonces estaba casada y vivía una vida tranquila como escritora profesional en Santa Bárbara (California), cuando oí decir a un amigo director de cine que un par de productores de la costa este habían terminado hacía poco un documental sobre la Violación de Nanking, pero estaban teniendo dificultades a la hora de recaudar fondos para distribuir la película como era debido.

Su historia reavivó mi interés. Pronto me vi de nuevo al teléfono, hablando del tema no ya con uno, sino con dos productores de documentales. El primero era Shao Tzuping, un activista chino-estadounidense que había trabajado para Naciones Unidas en Nueva York, había sido presidente de la Alianza por la Memoria de las Víctimas de la Masacre de Nanjing y había colaborado en la producción del documental de vídeo Magee’s Testament. La otra era Nancy Tong, una directora de cine independiente que había producido y codirigido junto a Christine Choy el documental En el nombre del emperador. Shao Tzuping y Nancy Tong me ayudaron a meterme en las redes de activistas, muchos de ellos chino-estadounidenses y chino-canadienses de primera generación que, como yo misma, sentían la necesidad de dar testimonio del suceso, documentarlo y publicitarlo, e incluso de buscar una reparación por las atrocidades de Nanking antes de que todas las víctimas supervivientes fallecieran. Otros querían transmitir sus recuerdos de la guerra a sus hijos y nietos, temerosos de que su asimilación en la cultura norteamericana pudiera hacerles olvidar una parte tan importante de su herencia histórica.

Lo que fortaleció gran parte de este activismo de nuevo cuño fue la matanza de la plaza de Tiananmen, en 1989, que incitó a las comunidades chinas dispersas por todo el mundo a organizarse en redes para protestar contra las acciones de la República Popular China. El movimiento en favor de la democracia dejó tras de sí vastas e intrincadas redes sociales en el ciberespacio, y de estas redes nacería un movimiento de base dispuesto a promover la verdad acerca de Nanking. En todos los centros urbanos con gran concentración de chinos —como son la bahía de San Francisco, Nueva York, Los Ángeles, Toronto y Vancouver— los activistas chinos organizaron conferencias y campañas educativas para diseminar información sobre los crímenes japoneses durante la Segunda Guerra Mundial. Exhibieron películas, vídeos y fotografías de la masacre de Nanking en museos y escuelas, publicaron informes y fotografías en Internet e incluso sacaron anuncios a toda página en periódicos como TheNew York Times. Algunos de los grupos de activistas tenían tal grado de sofisticación tecnológica que eran capaces de llegar a más de 250.000 lectores en todo el mundo con tan solo pulsar un botón.

Que la masacre de Nanking de mis recuerdos infantiles no era un mero mito popular, sino historia oral verdadera y contrastable, es algo que supe de golpe en diciembre de 1994, cuando asistí a una conferencia organizada por la Alianza Global para la Preservación de la Historia de la Segunda Guerra Mundial en Asia [Global Alliance for Preserving the History of World War II in Asia], en recuerdo de las víctimas de las atrocidades de Nanking. La conferencia tuvo lugar en Cupertino (California), un suburbio de San José situado en el corazón de Silicon Valley. En el recinto, los organizadores habían dispuesto fotografías de tamaño póster de la Violación de Nanking —entre ellas, las imágenes más abominables que yo había visto en mi vida—. Aunque había oído hablar mucho de la masacre de Nanking siendo niña, nada podía haberme preparado para estas fotografías: crudas imágenes en blanco y negro de cabezas decapitadas, vientres abiertos y mujeres desnudas forzadas por sus violadores a posar en distintas escenas pornográficas, sus rostros contraídos en inolvidables expresiones de agonía y vergüenza.

En un solo momento cegador reconocí la fragilidad no solo de la vida, sino de la propia experiencia humana. Todos aprendemos de jóvenes lo que es la muerte. Sabemos que cualquiera de nosotros puede caer víctima del proverbial camión o autobús y perder la vida en un instante. Y a menos que tengamos ciertas creencias religiosas, una muerte así se nos antoja una privación de la vida injusta y sin sentido. Pero también sabemos del respeto por la vida y ante el trance de la muerte que comparte la mayoría de los seres humanos. Si te atropella un autobús, alguien te puede quitar el bolso o la cartera mientras yaces en el suelo, pero serán muchos más los que vengan en tu ayuda para tratar de salvar tu preciosa vida. Uno llamará a la ambulancia y otro correrá calle abajo a alertar a un policía de servicio. Alguien se quitará el abrigo, lo doblará y te lo pondrá bajo la cabeza, para que, si esos han de ser en verdad tus últimos momentos de vida, mueras con el pequeño —pero tangible— consuelo de saber que alguien se preocupó por ti. Las fotos que colgaban en la pared en Cupertino ilustraban el hecho de que no solo una persona, sino cientos de miles podían ver sus vidas, extinguirse, podían morir por el capricho de otros, y al día siguiente sus muertes serían insignificantes. Y, lo que es más, aquellos que habían provocado esas muertes (y la muerte es ya de por sí la tragedia más aterradora, por mucho que sea inevitable, de la experiencia humana) podían también degradar a las víctimas y obligarlas a expirar en un estado de máximo dolor y humillación. De pronto sentí una oleada de pánico, ante la perspectiva de que ese aterrador desprecio de la muerte y del acto de morir, esa reversión en la evolución social humana, pudiera quedar reducido a una nota a pie de página de la historia, como un fallo menor en un programa informático, que podría volver a dar problemas o tal vez no, dependiendo de que alguien se propusiera obligar al mundo a recordarlo.

En la conferencia supe que había dos novelas sobre la masacre de Nanking en curso de publicación (Tree of Heaven y Tent of Orange Mist, ambas publicadas en 1995), así como un libro de fotografías (The Rape of Nanking: An Undeniable History in Photographs, publicado en 1996).14 Pero hasta ese momento nadie había escrito aún en inglés un libro de conjunto, exhaustivo y de no ficción sobre la Violación de Nanking. Al ahondar un poco más en la historia de la masacre, supe que la fuente material primaria para un libro de ese tipo había existido siempre y estaba disponible en Estados Unidos. Habida cuenta de que varios misioneros norteamericanos, periodistas y oficiales del ejército habían recogido para la posteridad, en diarios, películas y fotografías, sus propias impresiones sobre el acontecimiento, ¿cómo era posible que ningún autor o académico estadounidense hubiera explotado ese rico filón de fuentes materiales primarias para escribir un libro de no ficción, o incluso una tesis, con la masacre como único tema?

Pronto di con la respuesta —o, al menos, la mitad de la respuesta— al extraño enigma que suponía la relativamente escasa atención que había recibido la masacre ante la historia universal: si la Violación de Nanking no había penetrado en la conciencia mundial de la misma manera en que lo habían hecho el Holocausto o Hiroshima era porque las propias víctimas habían guardado silencio.

Pero cada respuesta plantea una nueva pregunta, así que ahora me intrigaba por qué las víctimas de este crimen no habían clamado justicia. O, si lo habían hecho, ¿por qué su angustia no había sido reconocida? Pronto llegué a la conclusión de que el guardián del muro de silencio era la política. La República Popular China, la República de China e incluso Estados Unidos habían contribuido todos ellos a arrumbar históricamente este acontecimiento por razones que tenían mucho que ver con la Guerra Fría. Después de la revolución comunista de 1949 en China, ni la República Popular China ni la República de China exigieron reparaciones de guerra a Japón (a diferencia de Israel, que sí se las había exigido a Alemania), porque los dos gobiernos estaban compitiendo por el comercio nipón y por el reconocimiento político por parte de Japón. Incluso Estados Unidos, enfrentado a la amenaza del comunismo en la Unión Soviética y en la China continental, buscó asegurarse la amistad y la lealtad de su antiguo enemigo japonés. De esta forma, las tensiones de la Guerra Fría permitieron a Japón eludir gran parte del intenso escrutinio crítico al que su antiguo aliado en las armas sí tuvo que someterse.

A todo esto hay que sumar una atmósfera de intimidación en el propio Japón, que asfixió el debate abierto y académico en torno a la Violación de Nanking, contribuyendo así a reprimir el conocimiento del suceso. En Japón expresar tus propias opiniones acerca de la guerra chino-japonesa podía costarte —y te puede costar— la carrera, e incluso la vida (en 1990 un pistolero disparó en el pecho a Motoshima Hitoshi, alcalde de Nagasaki, porque había afirmado que el emperador Hirohito tuvo alguna responsabilidad por la Segunda Guerra Mundial). Esta omnipresente sensación de peligro ha disuadido a muchos académicos serios de consultar los archivos japoneses para llevar a cabo su investigación de los sucesos; es más, en Nanking me dijeron que la República Popular China rara vez permite a sus académicos viajar a Japón, por no poner en riesgo su integridad física. En semejantes circunstancias, lograr acceder a las fuentes materiales de los archivos japoneses acerca de la Violación de Nanking ha venido siendo extremadamente difícil para la gente de fuera de la nación insular. Además, la mayor parte de los veteranos japoneses que participaron en la Violación de Nanking se niegan a conceder entrevistas sobre sus experiencias pasadas, si bien hay que decir que en años recientes algunos de ellos han desafiado el ostracismo, e incluso amenazas de muerte, para dar testimonio público.

Lo que me desconcertaba y entristecía durante la escritura de este libro era la persistente negativa japonesa a hacer cuentas con su pasado. No es sólo que Japón haya pagado menos del 1 por ciento de la cantidad que Alemania ha desembolsado en concepto de reparaciones de guerra a sus víctimas. Ni tampoco que, a diferencia de la mayoría de los nazis, que, si no fueron encarcelados por sus crímenes, por lo menos fueron expulsados de la vida pública, muchos criminales de guerra japoneses siguieran ocupando posiciones de poder en la industria y el gobierno después de la guerra. Ni es tampoco el hecho de que, mientras que los alemanes han pedido repetidamente perdón a las víctimas del Holocausto, los japoneses hayan consagrado a sus criminales de guerra en Tokio —un acto que una víctima estadounidense del Japón imperial ha equiparado políticamente con «erigir una catedral a Hitler en pleno Berlín»—.15

Una gran motivación en esta larga y difícil tarea ha sido la obstinada negativa de muchos prominentes políticos japoneses, académicos y líderes industriales a admitir, a pesar de las abrumadoras pruebas, que la masacre de Nanking haya siquiera sucedido. En contraste con Alemania, donde es ilegal que los profesores de historia omitan el Holocausto en sus temarios, durante décadas los japoneses han purgado sistemáticamente cualquier referencia a Nanking en los libros de texto. Han retirado de los museos fotografías de la masacre, adulterado fuentes materiales originales y extirpado de la cultura popular cualquier mención al respecto. Incluso respetados profesores de historia de Japón se han unido a las fuerzas de extrema derecha para hacer lo que según ellos es su deber nacional: desacreditar los informes sobre la masacre de Nanking. En el documental En el nombre del emperador, un historiador japonés despacha el episodio de la Violación de Nanking con estas palabras: «Con que solo veinte o treinta personas hubieran sido asesinadas, para Japón esto habría sido un shock. Hasta ese momento, las tropas japonesas habían sido ejemplares». Es este intento deliberado por parte de ciertos japoneses de distorsionar la historia lo que con más fuerza confirmó en mí la necesidad de este libro.

Pero por muy poderoso que haya sido este factor, el libro es también una respuesta a algo bien distinto. En los últimos años, los intentos sinceros de hacer que Japón afronte las consecuencias de sus acciones han sido tildados de «anti-japoneses». Es importante dejar claro que no pretendo defender la idea de que Japón fuera la única fuerza imperialista en el mundo, o ni siquiera en Asia, durante el primer tercio del siglo XX. La propia China trató de expandir su influencia sobre sus vecinos, e incluso llegó a un acuerdo con Japón para delinear áreas de influencia sobre la península de Corea, de forma muy parecida a como las potencias europeas se habían repartido los derechos comerciales sobre China en el último siglo.

Y, lo que es más importante, le hace un flaco favor a los hombres, mujeres y niños cuyas vidas fueron robadas en Nanking, pero también al pueblo japonés, pretender que cualquier crítica a la conducta japonesa en un tiempo y lugar determinados equivale a una crítica de los japoneses en tanto que pueblo. Este libro no pretende ser un comentario sobre el carácter japonés, ni sobre la estructura genética de un pueblo capaz de cometer semejantes actos. En cambio, trata del poder de las fuerzas culturales para o bien convertirnos a todos en demonios, despojándonos de ese fino barniz social que nos permite guardar la compostura y que nos hace humanos, o bien para reforzar ese mismo barniz. Si Alemania es hoy un país mejor es porque los judíos no le permitieron olvidar lo que hizo durante la Segunda Guerra Mundial. Si el sur de Estados Unidos es un lugar mejor es porque ha reconocido el mal de la esclavitud y de los cien años de segregación —o jim crowismo— que lo siguieron. Del mismo modo, la cultura japonesa no evolucionará hasta que el país admita, no sólo ante el mundo, sino ante sí mismo, cuán abominables fueron sus acciones durante la Segunda Guerra Mundial. De hecho, fue una grata sorpresa ver cuántos japoneses de ultramar acudieron a las conferencias sobre la Violación de Nanking. Y es que, según decía uno de ellos, «queremos saber la verdad tanto como usted».

Este libro describe dos atrocidades relacionadas pero diferenciadas. La primera es la propia Violación de Nanking, la historia de cómo los japoneses aniquilaron a cientos de miles de civiles inocentes en la capital de su país enemigo.

La segunda es el encubrimiento, la historia de cómo los japoneses, envalentonados por el silencio de chinos y norteamericanos, trataron de borrar todo el episodio de la masacre de la conciencia pública, privando de esta forma a sus víctimas de su lugar en la historia.

La estructura de la primera parte de mi libro —la historia de la masacre— está muy influida por Rashomon, una famosa película basada en un relato corto (Yabu no naka, o En una arboleda) del novelista japonés Akutagawa Ryunosuke, que narra un caso de violación y asesinato en el Kioto del siglo X. A simple vista, la historia parece simple: un bandido ataca a un samurái que va de viaje con su mujer; la mujer es violada y el samurái es hallado muerto. Pero la historia se hace más compleja cuando se narra desde la perspectiva de cada uno de los personajes. El bandido, la mujer, el samurái muerto y un testigo ocular del crimen aportan versiones diferentes de lo sucedido. Le corresponde al lector recomponer todos estos relatos, dándole a cada uno verosimilitud o quitándosela del todo o en parte, creando, a partir de este proceso y de percepciones subjetivas y a menudo interesadas, un cuadro más objetivo de lo que podría haber ocurrido. Este relato debería incluirse en el temario de cualquier curso de criminología. Y apunta al corazón de nuestra historia.

La Violación de Nanking se cuenta desde tres perspectivas diferentes. La primera es la perspectiva japonesa. Es la historia de una invasión planificada —las instrucciones que recibió el ejército japonés, cómo llevarlas a cabo y por qué—. La segunda perspectiva es la de los chinos, las víctimas; es la historia del destino que corre una ciudad cuando el gobierno ya no es capaz de proteger a sus ciudadanos contra los invasores externos. Esta sección incluye historias individuales de los propios chinos, historias de derrota, de desesperación, de traición y de supervivencia. La tercera es la perspectiva norteamericana y europea. Estos extranjeros fueron, por un instante al menos de la historia china, héroes. El puñado de occidentales que se encontraban en el escenario de los hechos arriesgaron sus vidas para ayudar a civiles chinos durante la masacre y para advertir al resto del mundo de las atrocidades que estaban teniendo lugar ante sus propios ojos. Solo en la siguiente parte del libro, cuando hablemos del periodo de posguerra, nos detendremos en la indiferencia calculada de estadounidenses y europeos ante lo que les habían dicho sus propios compatriotas sobre el terreno.

La última parte de mi libro examina las fuerzas que conspiraron para mantener la Violación de Nanking fuera de la conciencia pública durante más de medio siglo. También me ocupo de los esfuerzos recientes para asegurar que esta distorsión de la historia no quede sin respuesta.

Cualquier intento de dejar las cosas claras debe arrojar luz sobre la manera en que los japoneses, en tanto que pueblo, gestionan, cultivan y mantienen su amnesia colectiva —e incluso la negación— cada vez que se les invita a confrontar su conducta en aquel periodo. Su respuesta ha consistido más que nada en dejar espacios en blanco en los libros de historia allí donde el recuerdo habría sido demasiado doloroso. De hecho, los aspectos más oscuros del comportamiento del ejército nipón durante la guerra en China están excluidos de los programas educativos de las escuelas japonesas. Y no solo eso: además, han camuflado el papel que jugó Japón en el estallido de la guerra, sirviéndose del mito cuidadosamente cultivado de que los japoneses fueron las víctimas, y no los instigadores, de la Segunda Guerra Mundial. El horror atómico que vivió la población civil de Hiroshima y Nagasaki contribuyó a que este mito reemplazara a la historia.

A la hora de expresar remordimiento por sus propias acciones durante la guerra ante la opinión pública mundial, Japón sigue siendo hasta el día de hoy una nación que reniega. Incluso en el periodo de la inmediata posguerra, y a pesar de los juicios por crímenes de guerra que hallaron culpables a algunos de sus antiguos líderes, los japoneses se las arreglaron para evitar el juicio moral del mundo civilizado, un dictamen que los alemanes sí tuvieron que aceptar por sus acciones en aquel periodo de pesadilla. En su empeño por seguir eludiendo el juicio, los japoneses se han convertido en los cabecillas de otra acción criminal. Tal y como el premio Nobel Elie Wiesel advirtió hace años, olvidar un holocausto es matar dos veces.

Mi mayor esperanza es que este libro inspire a otros autores e historiadores a investigar los relatos de los supervivientes de Nanking antes de que las últimas voces del pasado, que se van perdiendo con cada año que pasa, callen para siempre. Y lo que quizá sea aún más importante: espero que agite la conciencia de Japón para que acepte la responsabilidad por este suceso.

Este libro fue escrito con la advertencia inmortal de George Santayana en la mente: Aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo.

2 «Tabla. Cifra estimada de víctimas de la masacre japonesa en Nanking», documento núm. 1702, Archivos del Tribunal Militar Internacional para el Lejano Oriente, pruebas documentales, 1948, Colección de Informes de Crímenes de Guerra de la Segunda Guerra Mundial, caja 134, entrada 14, grupo de registro 238, Archivos Nacionales.

3 Estimaciones de Wu Zhikeng, citado en San Jose Mercury News, 3 de enero de 1988.

4 Frank Chalk y Kurt Jonassohn, The History and Sociology of Genocide: Analyses and Case Studies [La historia y sociología del genocidio: análisis y estudios] (New Haven, Connecticut, Yale University Press, 1990), p. 76.

5 Arnold Toynbee, 1947, p. 347, citado en Leo Kuper, Genocide: Its Political Use in the Twentieth Century [El genocidio: su uso político en el siglo XX] (New Haven, Connecticut: Yale University Press, 1981), p. 12.

6 Para las cifras europeas, véase R. J. Rummel, China’s Bloody Century: Genocide and Mass Murder Since 1900 [El siglo sangriento de China: genocidio y asesinato de masas desde 1900] (New Brunswick, Nueva Jersey: Transaction, 1991), p. 138.

7 Las estadísticas del bombardeo de Dresde provienen de Louis L. Snyder, L. Snyder’s Historical Guide to World War II [La guía histórica de Louis L. Snyder de la Segunda Guerra Mundial] (Westport, Connecticut: Greenwood Press, 1982), pp. 198-199.

8 General de brigada Peter Young (ed.), The World Almanac Book of World War II [El almanaque mundial de la Segunda Guerra Mundial] (Englewood Cliff, Nueva Jersey: World AlmanacPublications/Prentice-Hall, 1981), p. 330. Para las cifras de las explosiones de Hiroshima y Nagasaki, véase Richard Rhodes, The Making of the Atomic Bomb [La creación de la bomba atómica] (Nueva York: Simon & Schuster, 1996), pp. 734, 740. Rhodes afirma que a finales de 1945 unas 140.000 personas habían muerto en Hiroshima y 70.000 en Nagasaki por las explosiones nucleares. Las muertes continuaron, y a los cinco años un total de unas 200.000 personas habían perecido en Hiroshima y 140.000 en Nagasaki por causas relacionadas con el bombardeo. Sin embargo, es significativo observar que incluso después de cinco años el número de muertos combinado en ambas ciudades sigue siendo inferior a los más altos cálculos de bajas con respecto a la Violación de Nanking.

9 Catherine Rosair, «For one Veteran, Emperor Visit Should Be Atonement» [«Para un veterano, la visita del emperador debería ser una forma de expiación»] Reuters, 15 de octubre de 1992; George Fitch, «Nanking Outrages» [«Atrocidades de Nanking»], 10 de enero de 1938, Colección George Fitch, Biblioteca de la Yale Divinity School; Li En-han, un historiador de la República de China, calcula que 80.000 mujeres fueron violadas o mutiladas («The Great Nanking Massacre’ Committed by the Japanese Army as related to International Law on War Crimes», Journal of Studies of Japanese Aggression against China [mayo de 1991], p. 74).

10 Entrevistas de la autora con supervivientes.

11 Christian Kröger, «Days of Fate in Nanking», diario inédito en la colección de Peter Kröger; también en la sentencia del IMTFE, Archivo Nacional.

12 Robert Leckie, Delivered from Evil: The Saga of World War II [Enviado desde el infierno: la saga de la Segunda Guerra Mundial] (Nueva York: Harper & Row, 1987), pág. 303.

13 A lo largo del libro empleo los métodos pinyin o bien Wade-Giles para transcribir los nombres chinos, dependiendo de la preferencia de cada individuo (según lo especifique en sus tarjetas de visita o en su correspondencia) o de la popularidad de una determinada transliteración frente a las demás (así, por ejemplo, «Chiang Kai-shek», en lugar de «Jiang Jieshi»). Por lo que respecta a los nombres propios chinos y japoneses, empleo el sistema tradicional de listar el apellido antes que el nombre de pila. Para las ciudades y la toponimia, suelo (casi siempre) utilizar la forma romanizada más común en Occidente durante el periodo histórico referido, como es el caso de «Nanking», en lugar de su denominación actual, «Nanjing».

14 R. C. Binstock, Tree of Heaven [Árbol del paraíso] (Nueva York: Soho Press, 1995); Paul West, Tent of Orange Mist [Carpa de bruma naranja] (Nueva York: Scribner, 1995); James Yin y Shi Young, The Rape of Nanking: An Undeniable History in Photographs [La Violación de Nanking: una historia innegable en fotografías] (Chicago: Innovative Publishing Group, 1996).

15 Gilbert Hair, entrevista telefónica con la autora.

01

El camino a Nanking

Al tratar de comprender las acciones de los japoneses, las preguntas más imperiosas son también las más obvias. ¿Qué fue lo que se quebró en aquel lugar, que hizo que la conducta de los soldados japoneses rompiera de forma tan absoluta con las pautas que gobiernan la conducta humana en general? ¿Por qué permitieron los oficiales japoneses, e incluso alentaron, semejante colapso? ¿Cuál fue la complicidad del gobierno japonés? Cuando menos, ¿cuál fue su reacción ante los informes que recibía a través de sus propios canales y ante lo que oía de labios de las fuentes extranjeras sobre el terreno?

Para responder a estas preguntas tenemos que empezar por hablar un poco de historia.

La identidad japonesa del siglo XX se había forjado en un sistema milenario en el que la jerarquía social se establecía y se mantenía a través de la rivalidad militar. Desde tiempos inmemoriales, los poderosos señores feudales de la isla contrataban ejércitos privados para guerrear incesantemente entre sí; en la Edad Media estos ejércitos habían evolucionado hasta producir una casta de guerreros distintivamente japonesa, los samuráis, cuyo código de conducta recibió el nombre de bushido (la «senda del guerrero»). Morir al servicio del propio señor era el mayor honor al que un guerrero samurái podía aspirar en su vida.16

Por supuesto, esos códigos de honor no los había inventado la cultura japonesa. El poeta latino Horacio fue el primero que definió la deuda que debían los jóvenes de cada generación a sus gobernantes —Dulce et decorum est pro patria mori—. Pero la filosofía samurái no se limitaba a definir el servicio militar como algo apropiado y digno, sino que iba mucho más allá. Su código era tan duro que su característica más notable era el imperativo moral de que sus adherentes se suicidaran si alguna vez dejaban de cumplir con honor las obligaciones del servicio militar —cosa que a menudo hacían en el ceremonioso y extremadamente doloroso ritual del harakiri, en el que el guerrero encontraba la muerte destripándose a sí mismo sin rechistar y ante testigos—.

En el siglo XII el líder de la familia regente (y, por lo tanto, la más poderosa), ahora llamada Shogun, ofreció al emperador, que era venerado como descendiente directo de la diosa Sol, la protección militar de sus samuráis a cambio de sanción divina para la clase dirigente en su conjunto. El pacto se selló. Con el tiempo, el código de los samuráis, que en un principio solo era observado por una pequeña parte de la población, penetró hondo en la cultura japonesa, convirtiéndose entre los jóvenes en el modelo de lo que era una conducta honorable.

El tiempo no socavó la fuerza de la ética bushido, que surgió en el siglo XVIII y llegó a practicarse hasta extremos insólitos en la era moderna. Durante la Segunda Guerra Mundial las misiones suicidas de los kamikazes, de triste fama (en las que los pilotos japoneses eran ceremoniosamente entrenados para estrellar sus aviones directamente contra los buques norteamericanos), causaron en Occidente una dramática impresión, al mostrar cuán preparados estaban los jóvenes de Japón para sacrificar sus vidas por el emperador. Pero eran más que una pequeña élite los que seguían el principio de la muerte antes que la rendición. Es llamativo que mientras que las fuerzas aliadas se rendían a un ritmo de un prisionero por cada tres muertos, los japoneses se rendían a razón de uno por cada 120 muertos.17

Otro factor que dio a Japón su carácter peculiar fue su aislamiento, tanto geográfico como buscado. Hacia finales del siglo XV y principios del XVI, Japón estaba gobernado por el clan Tokugawa, que selló la nación isleña contra toda influencia extranjera. Este hermetismo, concebido en aras de la seguridad frente al mundo exterior, tuvo el efecto de mantener a la sociedad japonesa al margen de los adelantos tecnológicos de la revolución industrial europea, con lo que al final Japón no ganó en seguridad, sino que perdió. En 250 años la tecnología militar japonesa no progresó más allá del arco, la espada y el mosquete.

En el siglo XIX, acontecimientos que estaban más allá del control de Japón obligarían al país a bajarse de la nube, dejándolo en un estado de inseguridad y desesperación xenófoba. En 1852, el presidente de Estados Unidos Millard Fillmore, frustrado ante la negativa de Japón a abrir sus puertos al comercio, y con esa actitud de asumir «la carga del hombre blanco» frente a otras sociedades —que era la forma en la que por entonces se racionalizaba el expansionismo europeo—, decidió poner fin al aislacionismo japonés enviando al comandante Mathew Perry a la isla. Tras estudiar minuciosamente la historia japonesa, Perry llegó a la conclusión de que la mejor manera de someter al país era impresionarlo con una demostración masiva de fuerza militar estadounidense. En julio de 1853 envió una flotilla de buques humeantes a la bahía de Tokio, para dar al pueblo de Japón una primera muestra de lo que era la fuerza del vapor. Rodeado de unos 60 o 70 hombres de aspecto agresivo y armados con espadas y pistolas, Perry desembarcó y se abrió paso a zancadas por la capital del sogún, exigiendo audiencia con las más altas autoridades de Japón.

Decir que los japoneses se quedaron atónitos ante la llegada de Perry sería quedarse muy corto. «Por buscar un paralelismo», —según explica a propósito de aquel episodio el historiador Samuel Eliot Morison—, era como si unos astronautas acabaran de anunciar que unos objetos voladores no identificados provenientes del espacio exterior estaban de camino a la tierra».18 La aterrorizada aristocracia tokugawa se preparó para la batalla, escondió sus tesoros y mantuvo desesperados mítines consigo misma. Pero en último término no les quedó más opción que reconocer la superioridad de la tecnología militar estadounidense y aceptaron la misión. Con aquella única visita, Perry no solo obligó a los Tokugawa a firmar tratados con Estados Unidos, sino que abrió las puertas del comercio japonés a otros países, como Gran Bretaña, Rusia, Alemania y Francia.

La humillación de este pueblo orgulloso dejó un residuo de feroz resentimiento. En secreto, algunos miembros de la élite de poder japonesa abogaron por la guerra inmediata contra los poderes occidentales, pero otros aconsejaron prudencia, argumentando que la guerra solo debilitaría a Japón, y no a los extranjeros. Estos últimos proponían que los dirigentes apaciguaran a los intrusos, aprendieran de ellos y planearan en silencio el contraataque:

Como no estamos al nivel de los extranjeros en las artes mecánicas, establezcamos trato comercial con estos países, aprendamos sus procedimientos y sus tácticas, y cuando hayamos logrado que las naciones (japonesas) estén tan unidas como una familia, estaremos preparados para hacernos a la mar y otorgar tierras en países extranjeros a aquellos que se hayan distinguido en la batalla; los soldados competirán entre sí en valentía, y entonces habrá llegado la hora de declarar la guerra.19

Aunque aquella propuesta no prosperara, estas palabras terminarían siendo proféticas, pues describían no solo la estrategia que los japoneses seguirían, sino también los horizontes a largo plazo de aquellos que piensan la vida en términos del Estado y no de los individuos.

Sin una senda clara que seguir, los Tokugawa optaron por limitarse a esperar y ver, sin saber que esa decisión suponía la sentencia de muerte de su reinado. La política conciliadora del sogunato, tan diferente de lo que él mismo exigía de sus leales vasallos, disgustó a muchos y proporcionó munición a sus opositores de la línea dura, que no veían en toda esa prudencia otra cosa que reverencia y servilismo ante los bárbaros extranjeros. Convencidos de que el sogún había perdido su mandato para gobernar, los clanes rebeldes forjaron alianzas para derrocar el régimen y restaurar el poder del emperador.

En 1868 los rebeldes lograron la victoria en nombre del emperador Meiji, encendiendo la mecha de una revolución que iba a transformar lo que venía siendo un patchwork caótico de feudos en guerra en la potencia mundial que será el Japón moderno. Elevaron el culto solar de Shinto a religión de Estado, y utilizaron la figura del emperador como símbolo nacional para poner fin al tribalismo y unificar las islas. Decididos a lograr eventualmente la victoria sobre Occidente, el nuevo gobierno imperial adoptó la ética samurái del bushido en cuanto código moral para todos los ciudadanos. La amenaza extranjera actuó como una catarsis suplementaria para las islas. En una era que luego se conocería como la Restauración Meiji, los eslóganes nacionalistas resonaron por todo Japón: «¡Honrad al emperador! ¡Echad a los bárbaros!» o «¡País rico, ejército fuerte!».

Con sorprendente rapidez se adentraron los japoneses en la era moderna, tanto en términos científicos y económicos como militares. El gobierno envió a los mejores estudiantes al extranjero para que estudiaran ciencia y tecnología en universidades occidentales, tomó el control de su propia industria para crear fábricas de producción de armamentos y reemplazó los ejércitos feudales bajo control local por un ejército nacional con servicio militar obligatorio. Además se dedicó a analizar meticulosamente las culturas de defensa de Estados Unidos y Europa, fijándose sobre todo en el sistema militar alemán. Pero, al mismo tiempo, el conocimiento de la tecnología y de las estrategias de defensa occidentales que trajeron consigo los estudiantes educados en el extranjero socavaron la vieja confianza nacional en la superioridad militar japonesa, sembrando dudas profundas e inquietantes acerca de la inevitabilidad de la victoria en la futura confrontación con Occidente.

A finales del siglo XIX Japón estaba ya preparado para enseñar músculo y probar sus nuevas fuerzas con sus vecinos asiáticos. En 1876 el gobierno Meiji envió a Corea una fuerza naval consistente en dos destructores y tres buques de transporte para obligar al gobierno coreano a firmar un tratado de comercio. La operación recordaba de forma inquietante a aquella que Perry lanzara en su día contra Japón.

A continuación chocó con China a propósito de Corea. Un tratado de 1885 había establecido Corea como un coprotectorado tanto de China como de Japón. Sin embargo, al cabo de una década estallaron las hostilidades, a raíz del intento chino de sofocar una rebelión coreana apoyada por japoneses ultranacionalistas. En septiembre de 1894, solo seis semanas después de que se declarara la guerra, los japoneses no solo habían capturado Pyongyang, sino que habían aplastado en el mar la flota china del norte. El gobierno de Qing fue obligado a firmar el humillante tratado de Shimonoseki, conforme al cual los chinos se comprometían a pagar a los japoneses 200 millones de taeles en concepto de reparaciones de guerra, y a ceder a Japón Taiwán, las islas Pescadores, la región de Liaodong en Manchuria y cuatro puertos adicionales de los abiertos por tratado al comercio internacional. Esta fue la que luego recibiría el nombre de Primera Guerra Chino-Japonesa.

Para Japón el triunfo habría sido completo si las potencias occidentales no se hubieran entrometido. Después de la guerra los japoneses se cobraron la pieza más valiosa —la península de Liaodong—, pero se vieron forzados a soltarla por culpa de la intervención tripartita de Rusia, Francia y Alemania. Esta nueva muestra del poder de distantes gobiernos europeos para dictar cuál había de ser la conducta japonesa solo fortaleció la resolución de Japón de ganar la supremacía militar sobre sus atormentadores occidentales. En 1904, la nación había doblado el tamaño de su ejército y había logrado la autosuficiencia en la producción de armamento.

Esa estrategia pronto dio resultados. Japón pudo presumir de derrotar en el campo de batalla no solo a China, sino también a Rusia. En la guerra ruso-japonesa de 1905, los japoneses recuperaron Port Arthur, en la península de Liaodong, mientras que en virtud de la victoria naval de Tsushima se hicieron con la mitad de la isla de Sajalín y la supremacía comercial en Manchuria. Sin duda, eran premios embriagadores para un país orgulloso que llevaba cincuenta años soportando con rabia la humillación a manos de las naciones occidentales. Aturdido por el triunfo, un profesor japonés resumió el sentir de su país cuando declaró que Japón estaba «destinado a expandirse y a gobernar a otras naciones».20

En gran parte por estos éxitos, los comienzos del siglo XX fueron una época eufórica para Japón. La modernización le había dado al país no solo prestigio militar, sino también una prosperidad económica sin precedentes.21 La Primera Guerra Mundial llevó la demanda de acero japonés a niveles exorbitantes; la producción de hierro, el sector textil y el comercio exterior también se vieron favorecidos. Los precios de las acciones se dispararon y los magnates salieron de la sombra, encandilando al país con su extravagancia. Hasta las mujeres japonesas —tradicionalmente recluidas en esta sociedad tan patriarcal— fueron vistas dilapidando fortunas en casinos e hipódromos.

De haber durado la prosperidad, tal vez habría surgido en Japón una sólida clase media que fortaleciera la capacidad de la gente para controlar la influencia del ejército imperial. Pero no duró. Lejos de ello, Japón pronto se vio sumido en la mayor crisis económica de su historia moderna, una crisis que se llevaría por delante todas sus ganancias previas, dejando al país hambriento y bien dispuesto para la guerra.

La década de 1920 puso fin a los felices años de bonanza japonesa. Con la Primera Guerra Mundial terminó también la insaciable demanda de productos militares, con lo que las fábricas de municiones cerraron y miles de japoneses perdieron su trabajo. El crac de 1929 en Estados Unidos y la depresión que le siguió redujeron drásticamente las adquisiciones norteamericanas de bienes de lujo, lo que resultó desastroso para las exportaciones de seda japonesa.

No menos importante fue el hecho de que en la década de posguerra muchos hombres de negocios y consumidores extranjeros procuraron evitar los productos japoneses, por mucho que Japón hubiera estado del lado de los aliados durante la Gran Guerra. Aunque tanto las naciones europeas como los japoneses lograron expandir sus imperios de ultramar con el reparto del botín de la Primera Guerra Mundial, la expansión japonesa no se vio del mismo modo. Nada satisfechos con las acciones agresivas de Japón hacia China durante las primeras décadas del nuevo siglo, y más indignados aún por los intentos de Japón de practicar un colonialismo de corte occidental en las antiguas colonias alemanas que ahora controlaba como consecuencia de los acuerdos de guerra, los financieros occidentales empezaron a invertir más en China. Por su parte, China, enfurecida por la decisión de Versalles de conceder a Japón los derechos alemanes y las concesiones de la península de Shantung, organizó amplios boicots de productos japoneses. Estos factores dañaron la economía japonesa todavía más, dando lugar a la creencia popular de que Japón era de nuevo víctima de una conspiración internacional.

La crisis económica devastó a la población media japonesa. Los negocios fueron cerrando y el desempleo se disparó. Granjeros y pescadores en estado de indigencia vendían a sus hijas como prostitutas. La altísima inflación, las huelgas y el terrible terremoto de septiembre de 1923 no hicieron sino empeorar unas condiciones ya de por sí penosas.

Un argumento que fue ganando en popularidad durante la depresión era que Japón necesitaba conquistar nuevos territorios para evitar una hambruna a gran escala. La población había crecido de unos 30 millones en la época de la restauración Meiji a casi 65 millones en 1930, lo que hacía cada vez más difícil para el país alimentar a su gente.22 Con gran esfuerzo, los campesinos japoneses habían apurado el rendimiento por acre hasta el límite, de forma que en la década de 1920 la producción agrícola se había estancado. Una población en continuo crecimiento forzaba a Japón cada año a apoyarse en gran medida en alimentos importados; entre la década de 1910 y el final de los años veinte, las importaciones de arroz se triplicaron. Antaño estas se pagaban con cargo a las exportaciones textiles del país, pero estas últimas afrontaban ahora una demanda internacional restringida, una competencia intensa y a menudo aranceles discriminatorios.

En la década de 1920 jóvenes radicales del ejército japonés defendían la tesis de que la expansión militar era crucial para la supervivencia del país. En su libro Exhortaciones a los jóvenes, el teniente coronel Hashimoto Kingoro escribía:

Hay solo tres vías por las que Japón puede dar salida a su presión demográfica […]: la emigración, el acceso a los mercados mundiales y la expansión territorial. La primera puerta, la emigración, se nos ha cerrado por las políticas de inmigración antijaponesas de otros países. La segunda puerta […] nos la están cerrando las barreras arancelarias y la abrogación de los tratados comerciales. ¿Qué debería hacer Japón cuando con dos de las tres puertas le han dado en las narices?23

Otros escritores señalaban los vastos territorios de otros países y protestaban por tamaña injusticia, especialmente porque esos otros países no estaban aprovechando sus tierras, en contraste con los altos rendimientos que los agricultores japoneses habían logrado extraer de cada acre de terreno. Miraban con envidia no solo los grandes recursos terrestres de China, sino también los de los países occidentales. ¿Por qué razón, se preguntaba el propagandista militar Araki Sadao, iba Japón a contentarse con 142.270 millas cuadradas, muchas de ellas yermas, para alimentar a 60 millones de bocas, mientras que países como Australia y Canadá tenían más de 3 millones de millas cuadradas para alimentar a 6,5 millones de personas cada uno?24 Estas diferencias eran injustas. Para los ultranacionalistas, Estados Unidos en concreto disfrutaba de algunas ventajas del todo privilegiadas: Araki Sadao señalaba que ese país poseía no solo 3 millones de millas cuadradas de territorio nacional, sino también 700.000 millas cuadradas de colonias.