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De baja por fatiga mental, nuestro elegante inspector Alan Grant, de Scotland Yard, viaja rumbo a Escocia para disfrutar de unas fugaces vacaciones en la granja de su prima Laura. Sus planes no van más allá de pescar en compañía de su primo pequeño Pat, experto en cebos monstruosos, tomarse la obligada «copita de antes de cenar» con Laura y su marido Tommy o esquivar con disimulo a las variopintas candidatas solteras que su prima acostumbra a hacer desfilar ante él. Sin embargo, en el tren nocturno que lo conduce a su retiro, un hombre aparece muerto en un vagón. Tentado por las enigmáticas líneas de un poema garabateadas por el difunto en un periódico, Grant no duda en zambullirse en este inesperado caso, cuyo rastro lo conducirá hasta las remotas Hébridas Exteriores y más allá de los confines de la gris Britania. No hay médico ni nervios que puedan frenar el instinto policial de este afable y certero inspector.
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LAS ARENAS CANTARINAS
JOSEPHINE TEY
TRADUCCIÓN DE PABLO GONZÁLEZ-NUEVO
SENSIBLES A LAS LETRAS, 92
Título original: The Singing Sands
Primera edición en Hoja de Lata: julio del 2023
© The National Trust for Places of Historic Interest and Natural Beauty, 1936
© de la traducción: Pablo González-Nuevo, 2023
© de la imagen de la portada: Scotland by train featuring a landscape, Shutterstock
© de la presente edición: Hoja de Lata Editorial S. L., 2022
Hoja de Lata Editorial S. L.
Avda. Galicia, 21, 4.º E, 33212 Xixón, Asturies [España]
[email protected] / www.hojadelata.net
Diseño de la colección: Trabayadores culturales Glayíu
Corrección: Tania Galán Álvarez
Revisión del texto: Mónica de Dios Nieto
ISBN: 978-84-18918-72-8Producción del ePub: booqlab
Las bestias que hablan,
los arroyos que se estancan,
las piedras que caminan,
las arenas cantarinas…
Eran las seis en punto de una mañana de marzo y aún no había amanecido. El largo tren avanzaba entre las luces dispersas del patio ferroviario, traqueteando con suavidad entre los cambios de agujas en dirección al enclave. Dejó atrás la soledad esmeralda entre los rubíes del puente de señales y se adentró en el yermo vacío y gris del andén que aguardaba bajo los arcos. El tren correo procedente de Londres al final de su trayecto.
Había dejado atrás ochocientos kilómetros de vías que se extendían en la oscuridad hasta Euston a través de la noche moribunda. Ochocientos kilómetros de campos bañados por la luz de la luna y ciudades dormidas; de pueblos sumidos en la negrura y calderas apagadas; lluvia, niebla y escarcha; ráfagas de nieve y aguaceros; túneles y viaductos. Ahora, a las seis en punto de una desolada mañana de marzo, las colinas empezaban a perfilarse, silenciosas y aparentemente indiferentes, quietas al fin tras el largo viaje. Y solo una persona en el largo tren lleno de gente no suspiró aliviada al darse cuenta.
De entre todos los que sí suspiraron, al menos dos lo hicieron con un alborozo que rayaba lo pasional. Uno de ellos era un pasajero y otro un empleado del ferrocarril. El pasajero era Alan Grant y el empleado de la compañía ferroviaria era Murdo Gallacher.
Murdo Gallacher era un interventor de coche cama y la criatura más odiada entre Thurso y Torquay. Durante veinte años, Murdo había intimidado y chantajeado a los viajeros para que pagaran tributo en sus trenes. Tributo monetario, se entiende. El tributo oral era voluntario. Entre los pasajeros de primera clase de todas partes era conocido como Yogur («¡Ay, Dios, es el viejo Yogur!», exclamaban al ver aparecer su cara amargada y de pocos amigos entre la oscura neblina de Euston). Los pasajeros de tercera clase lo llamaban toda clase de cosas, generalmente muy explícitas y descriptivas. Cómo se referían a él sus colegas no era asunto de nadie. Solo tres personas habían logrado vencer a Murdo a lo largo de su ya dilatada carrera: un vaquero de Texas, un soldado de primera del regimiento de infantería Cameron de los Highlanders de la Reina y una mujercita del sureste de Londres que viajaba en tercera y lo amenazó con golpear su calva cabeza con una botella de limonada. Ni la clase ni el éxito impresionaban a Murdo, que odiaba y aborrecía tanto lo uno como lo otro, pero temía por encima de todo el dolor físico.
Durante veinte años, Murdo Gallacher había hecho siempre lo mínimo posible. Empezó a aburrirse en el trabajo cuando no llevaba ni una semana en el puesto. Y lo mismo tardó en descubrir que podía ser una mina de oro y decidió quedarse a excavarla. Si Murdo te servía el desayuno por la mañana el té era flojo, las galletas estaban blandas, el azúcar sucio y la bandeja mojada; y la cucharilla nunca aparecía. No obstante, cuando Murdo volvía para recoger la bandeja, las protestas que uno había estado preparando no salían de boca alguna. De vez en cuando, un almirante de la armada o alguien por el estilo se aventuraba a opinar que el té era espantoso, pero al final sonreía y pagaba. Durante veinte años todos habían pagado, cansados, intimidados y chantajeados. Y Murdo había recaudado. Actualmente, poseía una casa de campo en Dunoon, una cadena de establecimientos de pescado frito en Glasgow y una nutrida cuenta bancaria. Podría haberse retirado años atrás, pero no soportaba la idea de perder el derecho a la pensión completa. De modo que había optado por seguir soportando un poco más el aburrimiento y equilibrar la balanza a su favor evitando preparar los desayunos de primera hora a menos que los pasajeros se lo pidieran. Y a veces, si tenía mucho sueño, olvidaba por completo el encargo igualmente. Recibía el final de cada trayecto con el alivio de un preso que está a punto de terminar su condena.
Mientras contemplaba las luces flotando lentamente a su paso en la oscuridad al otro lado del cristal empañado de la ventanilla y escuchaba el suave traqueteo de las ruedas sobre los cambios de agujas, Alan Grant sintió un profundo alivio, pues el final del viaje significaba también el final de una noche de sufrimiento. Grant había pasado la noche obligándose a no abrir la puerta del pasillo. Había estado tumbado en su catre, completamente despierto y sudando sin parar. No había sudado porque en su compartimento hiciera demasiado calor, pues el sistema de aire acondicionado funcionaba asombrosamente bien, sino porque (para su desgracia, vergüenza y humillación) el compartimento era un «exiguo espacio cerrado». Para cualquier otra persona, dicho compartimento no era más que un ordenado cuartito con una cama ligera, un lavabo, un espejo, baldas portaequipajes de distintos tamaños, estantes que aparecían o desaparecían según las necesidades, un práctico cajoncito para guardar los hipotéticos objetos de valor del viajero y un pequeño gancho, posiblemente para colgar el reloj de pulsera. Pero para ojos más avezados, triste y desgraciadamente avezados, aquello era un exiguo espacio cerrado.
Exceso de trabajo, ese había sido el diagnóstico médico.
—Repose y no haga nada durante un tiempo —había dicho el doctor de la calle Wimpole, cruzando una pierna sobre la otra y admirando cómo se mecía bajo el elegante pantalón.
Grant era incapaz de imaginarse reposando, y no hacer nada le parecía una actividad aborrecible y repugnante. No hacer nada. Comer y engordar. Dar rienda suelta a los más estúpidos deseos animales. ¡No hacer nada! El mero hecho de decirlo en voz alta ya le parecía ofensivo. Y terriblemente aburrido.
—¿Tiene alguna afición? —había preguntado el doctor, admirando sus zapatos.
—No —había respondido Grant, cortante.
—¿Y qué hace cuando va de vacaciones?
—Pesco.
—¿Pesca? —respondió el psicólogo, apartando su narcisista mirada de los zapatos—. ¿Y no considera eso una afición?
—Por supuesto que no.
—Entonces, ¿cómo lo llamaría usted?
—Algo a medio camino entre el deporte y la religión.
Al oírlo, el médico de la calle Wimpole había sonreído, mostrando de repente una actitud bastante humana. Le había asegurado que su curación era solo cuestión de tiempo. Tiempo y relajación.
Bueno, al menos había conseguido no abrir esa puerta en toda la noche. Pero el triunfo le había salido caro. Se sentía exhausto y vacío, una nada ambulante. «No oponga resistencia», le había recomendado el doctor. «Si necesita salir, salga». Sin embargo, abrir aquella puerta en cualquier momento de la noche habría supuesto para él una derrota tan mortal que no habría podido recuperarse. Habría significado rendirse incondicionalmente a las fuerzas de la insensatez. Así que había estado acostado, sudando. Y la puerta había permanecido cerrada.
Pero ahora, en la baldía oscuridad de las primeras horas de la mañana, en aquella siniestra y anónima oscuridad, sentía la misma impotencia que si hubiera perdido. «Supongo que así se sienten las mujeres después de un parto largo y difícil», pensó, con la misma indiferencia que el médico había percibido y apreciado enseguida. «Pero ellas al menos tienen a la criatura como prueba de su esfuerzo. ¿Qué tengo yo?».
Su orgullo, supuso. El orgullo de no haber abierto una puerta que no tenía ninguna razón para abrir. ¡Santo cielo!
Abrió la puerta ahora. Con reticencia, y captando la ironía de dicha reticencia. Aborreciendo la idea de tener que enfrentarse a la mañana y a la vida. Deseando volver a acostarse en aquel catre con el colchón semihundido y dormir, dormir y dormir.
Cogió las dos maletas que Yogur ni siquiera había hecho ademán de tocar, se metió bajo el brazo el fajo de periódicos sin leer y salió al pasillo. Este se ensanchaba más adelante en un pequeño vestíbulo casi bloqueado hasta el techo con el equipaje de los viajeros más generosos a la hora de dar propinas, por lo que apenas se podía ver la puerta, y Grant continuó hacia el segundo vagón de primera clase. El extremo delantero de este también estaba atestado de privilegiados objetos hasta la altura de la cintura y siguió avanzando por el pasillo hasta la puerta del otro extremo. En ese momento, Yogur salió de su cubículo situado al final para asegurarse de que el pasajero del compartimento B7 se había enterado de que estaban llegando al final del trayecto. Era un derecho reconocido del B7, o de cualquier otro viajero, abandonar el tren sin prisa cuando este se detuviera. Pero, por supuesto, Yogur no tenía intención de esperar a que ningún pasajero se desperezara. De modo que llamó ruidosamente a la puerta del compartimento y entró.
Cuando Grant pasó ante la puerta abierta, Yogur estaba sacudiendo a B7, tumbado completamente vestido en el catre, tirándole de la manga y diciendo con exasperación:
—¡Vamos, señor, vamos! ¡Ya prácticamente hemos llegado! —miró hacia atrás cuando la sombra de Grant apareció en la puerta y comentó indignado—: ¡Está como una cuba!
El compartimento apestaba a whisky. De forma casi automática, Grant se agachó para recoger el periódico que había caído al suelo a causa de las sacudidas de Yogur y estiró con delicadeza la manga de la chaqueta del hombre.
—¿No es capaz de reconocer a un muerto cuando lo ve? —dijo.
Se oyó hablar a sí mismo a través de la neblina de su cansancio: «¿No es capaz de reconocer a un muerto cuando lo ve?». Como si fuera evidente. «¿No es capaz de reconocer una prímula cuando la ve? ¿No es capaz de reconocer un Rubens cuando lo ve? ¿No es capaz de reconocer a un muerto cuando lo ve? ¿No es capaz de reconocer el monumento de homenaje al príncipe Alberto cuando…?».
—¿¡Muerto!? —exclamó Yogur con una especie de aullido—. ¡No puede ser! Yo tengo que marcharme.
Eso era lo único que le importaba a aquel desgraciado de Gallacher, pensó Grant. Alguien acababa de perder la vida, había perdido el calor, la sensibilidad y la percepción para sumirse definitivamente en la nada, y lo único que preocupaba al muy miserable era que iba a salir tarde del trabajo.
—¿Qué voy a hacer? —dijo Yogur—. ¡Cómo iba a saber yo que alguien se iba a matar bebiendo en uno de mis vagones! ¿Qué voy a hacer?
—Dar parte a la policía, por supuesto —contestó Grant, y por primera vez en mucho tiempo volvió a ver la vida como un lugar donde de vez en cuando uno podía disfrutar.
Le proporcionó un macabro y retorcido placer que Yogur hubiera encontrado al fin la horma de su zapato: que aquel hombre se hubiera librado de darle propina y que además fuera a causarle más inconvenientes que nadie tras veinte años de servicio en el ferrocarril.
Volvió a mirar el rostro joven bajo la revuelta mata de pelo oscuro y siguió caminando por el pasillo. Los muertos no eran responsabilidad suya. Ya tenía bastantes muertos a sus espaldas. Y aunque nunca había dejado de acongojarlo su irrevocabilidad, la muerte ya no lo impresionaba.
El traqueteo de las ruedas cesó y fue sustituido por ese sonido largo y sordo que hacen los trenes al entrar en una estación. Grant bajó una ventanilla y contempló la larga franja gris del andén deslizándose a sus pies. El frío lo golpeó en la cara como un puño y empezó a temblar descontroladamente.
Posó las dos maletas en el andén y permaneció inmóvil (castañeteando igual que un mono, pensó resentido) deseando que fuera posible morir temporalmente. En el último y oscuro confín de su mente sabía que temblar de frío y nervios en el andén de una estación a las seis en punto de una mañana invernal era al fin y al cabo un privilegio, un corolario de estar vivo. Pero qué maravilloso sería poder morir transitoriamente para volver a la vida en un momento más feliz.
—¿Va al hotel, señor? —le preguntó el mozo, señalando su equipaje—. Me encargaré de que se las lleven.
Subió las escaleras a trompicones y cruzó el paso elevado. La madera resonaba a su paso como un tambor, grandes nubes de vapor ascendían desde el andén arremolinándose a sus pies y los grandes ecos metálicos de la estación rebotaban en la oscura bóveda sobre su cabeza. El mundo entero estaba equivocado con respecto al infierno, se dijo. El infierno no era un lugar pequeño y acogedor donde te asabas. Era una enorme caverna helada en la que no había ni pasado ni futuro, una negra y resonante desolación. El infierno era la esencia concentrada de una mañana de invierno tras una noche insomne de autodesprecio.
Salió al patio vacío y el repentino silencio lo tranquilizó. La oscuridad era fría pero limpia. Algunas notas de gris en el cielo anunciaban el alba y el olor a nieve le hizo pensar en las cimas de las montañas. En cuanto amaneciera, Tommy pasaría por el hotel a recogerlo y ambos se adentrarían en coche en el inmaculado paisaje de las Tierras Altas; un mundo vasto y lejano, inmutable y sin exigencias, donde la gente solamente moría en su cama y nadie se molestaba en cerrar la puerta de casa porque suponía demasiado esfuerzo.
En el comedor del hotel las luces solo estaban encendidas en un lado y, en la semioscuridad del resto de la sala, se alineaban las mesas sin mantel con sus tableros cubiertos de paño verde. Pensándolo ahora, no creía haber visto nunca sin mantel las mesas de ningún restaurante. Desprovistos de su blanca armadura parecían objetos realmente muy humildes y gastados. Como camareros sin la pechera de la camisa.
Una chiquilla uniformada con un vestido negro y chaqueta de punto verde con flores bordadas asomó la cabeza tras un biombo y pareció sobresaltarse al verlo allí. Él le preguntó qué podían servirle para desayunar. Ella cogió una aceitera del aparador y la colocó sobre el paño de su mesa para empezar.
—Le diré a Mary que venga —dijo amablemente, y volvió a desaparecer tras el biombo.
El servicio había perdido su antiguo relumbrón y su almidonada formalidad, pensó Grant, para convertirse en un secado sin planchar, como decían las amas de casa. Pero de vez en cuando la promesa de una Mary bastaba para compensar todas las chaquetas de punto bordadas y otros dislates por el estilo.
Mary era una criatura rechoncha y apacible que inevitablemente habría llegado a ser niñera si las niñeras no hubieran pasado de moda, y gracias a sus atenciones Grant sintió que se relajaba igual que un chiquillo en presencia de alguna benevolente autoridad. Muy mal debía estar, pensó con amargura, si su necesidad de consuelo era tal que una amable y desconocida camarera de hotel era capaz de proporcionárselo sin tan siquiera habérselo propuesto.
En cualquier caso, se limitó a comer lo que la muchacha le ponía delante y empezó a sentirse mejor. Ella regresó enseguida, retiró las rebanadas de pan de hogaza y dejó en su lugar un platillo con panecillos de esa misma mañana.
—Aquí tiene unos bollitos —anunció—. Acaban de salir del horno. En estos tiempos no son gran cosa. Les falta sustancia. Pero son mejores que el pan corriente. Le acercó la mermelada, comprobó si necesitaba más leche y volvió a marcharse. Grant, que no tenía intención de seguir comiendo, untó uno con mantequilla y estiró el brazo para alcanzar uno de los periódicos sin leer de la otra noche. El que cogió era la edición de la tarde de un diario londinense, y lo miró con desconcierto, como si no lo reconociera. ¿Había comprado él una edición vespertina? En ese caso recordaría haberla leído a su debido tiempo, sobre las cuatro de la tarde. ¿Para qué iba a comprar otra a las siete? ¿Se había convertido en un acto reflejo para él comprar el periódico de la tarde, como quien se lava los dientes automáticamente? Un quiosco iluminado: periódico vespertino. ¿Así funcionaba?
Era un ejemplar del Signal, la voz vespertina del Clarion que veía la luz cada mañana. Grant volvió a mirar los titulares que ya había leído la tarde anterior y pensó que todos los días eran prácticamente iguales en la primera plana de un periódico. Era de ayer, pero bien podría haber sido del año pasado o del mes siguiente. Los titulares siempre serían los que estaba viendo ahora: la bronca en el Gobierno, el cadáver de la rubia en Maida Vale, el escándalo fiscal, el atraco, la llegada de un actor estadounidense, el atropello en alguna calle del centro. Lo apartó a un lado. Pero al estirar la mano para coger el siguiente de la pila vio que en el espacio en blanco reservado para noticias de última hora había algo escrito a lápiz. Giró el diario para ver qué habían estado calculando. Pero lo que vio no era la cuenta apresurada de algún joven repartidor de periódicos sino una breve composición poética. También era evidente que se trataba de una obra original y no de un intento de recordar algún verso conocido por lo improvisado de la escritura y porque el escritor había marcado con puntos en dos líneas en blanco el número de pies que necesitaba; un truco que el mismo Grant solía utilizar en la época en que había sido considerado el mejor compositor de sonetos de sexto curso.
Pero esta vez el poema no era suyo.
Y de repente supo de dónde había salido el periódico. Lo sucedido había requerido una acción mucho más automática que comprar por costumbre el periódico de la tarde en un quiosco. Se lo había guardado bajo el brazo junto a los demás después de recogerlo del suelo del compartimento B7. Su mente consciente (o al menos la parte de ella que estaba consciente antes del amanecer) había reaccionado de ese modo ante el agravio de Yogur a aquel hombre indefenso. Su única acción deliberada había consistido en estirar la manga de su chaqueta arrugada por Yogur, para lo que había necesitado una mano, y entretanto el periódico había acabado debajo de su brazo con el resto.
Por lo tanto, el joven de negro pelo revuelto y cejas indómitas era un poeta.
Grant observó con interés los versos escritos a lápiz. El escritor había concentrado su esfuerzo en ocho versos, aunque al parecer no había sido capaz de resolver el quinto ni el sexto. El texto decía así:
Las bestias que hablan,
los arroyos que se estancan,
las piedras que caminan,
las arenas cantarinas,
Que protegen el camino
al paraíso.
Bueno, lo cierto es que resultaban cuando menos desconcertantes. ¿El comienzo del delirium tremens?
Parecía comprensible que las fantasías alcohólicas del propietario de aquel rostro tan particular fueran cuando menos bizarras. Sin duda, su misma naturaleza se lo pondría fácil al joven de las cejas indómitas. ¿Qué paraíso era ese, protegido por tan aterradora rareza? ¿El olvido? ¿Por qué había necesitado el olvido tan desesperadamente que representaba para él el paraíso… hasta el extremo de estar preparado para enfrentarse a los horrores que suponía aproximarse a él?
Grant comió el poco consistente panecillo recién hecho y reflexionó sobre el asunto. La letra carecía de carácter, pero no era en absoluto insegura. Parecía la escritura de un adulto cuyo estilo no hubiera llegado a definirse, pero no debido a algún problema de coordinación sino porque nunca había llegado a madurar. Esta teoría quedó confirmada por la forma de las letras mayúsculas, que parecían literalmente sacadas de un cuaderno de caligrafía. Resultaba extraño que una criatura con un físico tan particular no hubiera tenido ningún deseo de expresar su personalidad a través de su letra. Lo cierto es que la mayoría de la gente terminaba adaptando a su gusto las letras de los cuadernos de caligrafía dependiendo de necesidades inconscientes.
Durante años, el estudio de la caligrafía había sido objeto de cierto interés para Grant y el resultado de sus observaciones había llegado a serle muy útil en su trabajo. Por supuesto, de vez en cuando sus deducciones resultaban ser equivocadas (como en el caso del asesino múltiple que disolvía en ácido los cadáveres de sus víctimas, cuya escritura únicamente llamaba la atención por una lógica excesiva). Pero, en general, la caligrafía de un hombre solía ser un indicador más que fiable para conocer su personalidad. Y en la mayoría de los casos un hombre que seguía escribiendo casi como un colegial lo hacía por uno de estos dos motivos: o no era demasiado inteligente o escribía tan poco que su caligrafía no había tenido ocasión de absorber su personalidad.
Considerando el alto grado de inteligencia que había plasmado en palabras aquella aterradora amenaza a las puertas del paraíso, resultaba obvio que no era la falta de personalidad lo que había impedido la evolución de la caligrafía del joven. Su personalidad (su energía e intereses) se había centrado en alguna otra cosa a lo largo de su corta existencia.
¿En qué?
En algo dinámico, algo extravertido. Algo en lo que escribir sirviera para enviar mensajes como «Nos vemos a las siete menos cuarto en el bar del Cumberland, Tony», o para rellenar formularios.
No obstante, era lo bastante introvertido para analizar y expresar con palabras aquel inquietante paisaje de camino a su paraíso. Lo bastante introvertido para mantenerse a la distancia necesaria para contemplarlo, para haber querido registrarlo.
Grant masticaba y reflexionaba, sumido en un agradable y cálido aturdimiento. Se fijó en que las curvas de las enes y las emes estaban muy juntas. ¿Un mentiroso? ¿O solo reservado? Un detalle sorprendente (¿cauto, quizá?) para un hombre con semejantes cejas. Resultaba curioso pensar en la importancia que tenían las cejas a la hora de definir un rostro. Un grado de inclinación más o menos en cierta dirección y el efecto era completamente diferente. Los grandes magnates cinematográficos buscaban muchachas bonitas en Balham y Muswell Hill, les depilaban las cejas y les pintaban unas nuevas y de repente se convertían en misteriosas criaturas procedentes de Omsk y Tomsk. En una ocasión, Trabb, el caricaturista, le había contado que habían sido sus cejas lo que había impedido a Ernie Price llegar a primer ministro. «A los electores no les gustaban sus cejas», había dicho Trabb, parpadeando como un búho detrás de su cerveza. «¿Por qué? No tengo la menor idea. Yo solo dibujo. Quizá porque parecían malhumoradas. No quieren a un hombre malhumorado. No confían en él. Pero eso es lo que le hizo perder su oportunidad, créeme». Cejas malhumoradas, cejas arrogantes, cejas apacibles, cejas preocupadas… eran las cejas las que aportaban a un rostro el toque final. Y era la inclinación de las cejas negras lo que le había dado al rostro pálido y delgado del muchacho, apoyado en la almohada, aquella temeraria expresión incluso estando muerto.
En cualquier caso, era evidente que el hombre estaba sobrio al escribir los versos. Puede que el sopor alcohólico del compartimento B7 —el aire viciado, la ropa de cama arrugada, la botella vacía rodando de un lado a otro por el suelo, el vaso volcado en el estante— fuese el paraíso que buscaba, pero aún estaba sobrio cuando había intentado describir con palabras el camino hasta él.
Las arenas cantarinas.
Insólito, pero también fascinante, en cierto modo.
Arenas cantarinas. ¿Existirían en algún lugar real esas arenas cantarinas? La idea le resultaba vagamente familiar. Arenas cantarinas. Chillaban bajo tus pies al caminar. ¿O era el viento o algo por el estilo? El antebrazo de un hombre con una chaqueta de tweed a cuadros apareció en su campo visual y cogió un panecillo del plato.
—Parece que te las apañas muy bien —dijo Tommy, agarrando una silla y sentándose. Abrió un panecillo por la mitad y lo untó con mantequilla—. Hoy en día estos bollos no tienen sustancia. Cuando éramos niños les hincabas el diente, tirabas y nunca sabías qué iba a ceder antes, tus dientes o un trozo de panecillo. Pero si ganaban tus dientes merecía la pena. El sabor de la harina y la levadura te llenaba la boca durante un par de minutos. Ahora no saben a nada y podrías doblarlos por la mitad y metértelos enteros en la boca sin correr el menor riesgo de atragantarte.
Grant lo miró afectuosamente en silencio. No había mayor intimidad, pensó, que la que une a dos hombres que han compartido dormitorio en la escuela primaria. También lo habían compartido en secundaria, pero eran sus días de primaria los que recordaba siempre que volvía a ver a Tommy. Quizá porque en lo esencial ese rostro sonrosado y moreno de ingenuos ojos azules seguía siendo el mismo que entonces salía del cuello de su chaqueta de uniforme granate mal abrochada. Tommy siempre se abotonaba la chaqueta con elegante descuido.
Era muy propio de Tommy no malgastar tiempo ni energía con las inevitables preguntas sobre su viaje y su salud. Y también de Laura, por supuesto. Lo recibirían sin más. Como si ya llevara un tiempo con ellos. Como si nunca se hubiera marchado en realidad y esta aún fuera su anterior visita. Era un ambiente extraordinariamente sosegado en el que volver a dejarse caer.
—¿Cómo está Laura?
—Mejor que nunca. Engordando un poco. Al menos, eso dice ella. Aunque a mí no me lo parece. Nunca me han gustado las mujeres flacas.
Hubo un tiempo, cuando los dos rondaban los veinte años, en que Grant había pensado en casarse con su prima Laura; y también ella, estaba seguro. Sin embargo, antes de que ninguno de los dos llegara a decir nada, la magia había desaparecido y habían vuelto a ser simplemente amigos. La magia había formado parte de la embriaguez de un largo verano en las Highlands. Mañanas en las colinas que olían a agujas de pino e interminables crepúsculos impregnados por un dulce aroma a trébol. Para Grant, su prima Laura siempre había formado parte de la felicidad de las vacaciones de verano. Se habían quemado al sol remando y pescando juntos por primera vez, y juntos habían atravesado el Lairig a pie y subido a la cima del Braeriach. Pero no había sido hasta aquel verano al final de su adolescencia cuando toda esa felicidad se había materializado en la persona de Laura Grant. Todavía se emocionaba ligeramente al recordarlo. Poseía la liviana perfección, la iridiscencia, de una burbuja. Y puesto que nunca habían dicho una palabra al respecto, la burbuja ya nunca se rompería. Seguía flotando ligera, perfecta y brillante donde la habían dejado. Los dos habían seguido sus propios caminos en compañía de otras personas. De hecho, Laura había saltado de unas a otras con la alegre indiferencia de una niña jugando a la rayuela. Y entonces él la había invitado a aquel baile de antiguos alumnos de su escuela donde había conocido a Tommy Rankin. Y eso había sido todo.
—¿Por qué hay tanto alboroto en la estación? —preguntó Tommy—. Hay una ambulancia y no sé cuántas cosas más.
—Un hombre murió en el tren. Supongo que será por eso.
—Oh —respondió Tommy, quitándole importancia—. Bueno, esta vez no será tu funeral —añadió con alegría.
—No. No será el mío, gracias a Dios.
—Te echarán de menos en el Embankment.
—Lo dudo.
—Dios, me vendría de maravilla un té bien fuerte —dijo Tommy, moviendo desdeñosamente de un lado a otro el plato de los panecillos con el dedo índice—. Y otro par de estos lamentables bollos —y mirando a Grant con sus serios ojos de niño, agregó—: Seguro que te echan de menos en Scotland Yard. Al fin y al cabo, son uno menos, ¿no?
Grant estuvo a punto de echarse a reír por primera vez en meses. Tommy se lamentaba por los de la comisaría, no porque ya no pudieran contar con su ingenio sino simplemente porque les faltaba un inspector. La actitud de su amigo había sido casi idéntica a la reacción de su jefe.
—¡Baja por enfermedad! —había dicho Bryce, observando el saludable aspecto físico de Grant con sus diminutos ojos de elefante antes de volver a mirarlo a la cara disgustado—. ¡Vaya! Así que a esto ha llegado el cuerpo. En mi juventud aguantábamos al pie del cañón hasta caer rendidos. Y seguíamos tomando notas hasta que llegaba la ambulancia a recogerte del suelo.
No había sido fácil explicarle a Bryce lo que le había dicho el médico, y Bryce tampoco lo había ayudado lo más mínimo. Bryce nunca había tenido un ápice de sensibilidad en todo su cuerpo. No era más que fuerza física impulsada por un astuto aunque limitado cerebro. No había mostrado comprensión ni simpatía mientras escuchaba en silencio a su subordinado. De hecho, Grant había detectado una sutil sugerencia, quizá una mínima insinuación, de que estaba fingiendo. De que la insólita crisis nerviosa (que por otra parte parecía no dejar rastro alguno en su saludable aspecto físico) podía estar relacionada con el inicio de la temporada de pesca primaveral en los ríos del norte de Escocia y ya había dejado preparadas sus moscas y aparejos antes de presentarse en la consulta de la calle Wimpole.
—¿Qué harán para llenar el hueco? —preguntó Tommy.
—Probablemente ascender al sargento Williams. De todos modos, ya llevaban demasiado tiempo posponiéndolo.
Contárselo al fiel Williams no había sido más fácil. Cuando un subordinado te ha admirado abiertamente como a un héroe durante años no es agradable presentarse ante él como una lamentable criatura víctima de sus propios nervios y presa de demonios invisibles. Tampoco Williams había tenido jamás un ápice de sensibilidad al uso en todo su cuerpo. Era un hombre que aceptaba las cosas tal como venían de forma sosegada y sin hacer preguntas. No había resultado sencillo decírselo a Williams y ver cómo su admiración se convertía en preocupación… y acto seguido en… ¿lástima?
—Pásame la mermelada, ¿quieres? —dijo Tommy.
La naturalidad con la que Tommy había aceptado la situación le resultó aún más tranquilizadora mientras conducían hacia las colinas. Los dos habían aceptado su llegada sin más, con indiferente benevolencia. Era una mañana silenciosa y gris. Un escenario pulcro y austero. Muros grises y bien cuidados rodeaban los campos desnudos y sencillos cercados delimitaban las limpias cunetas. Nada había empezado a crecer todavía en aquella campiña dormida aunque expectante. Solo un sauce aquí y allá, junto a alguna acequia, ponía una nota de vida y verdor en el sombrío paisaje.
Todo iba a ir bien. Esto era lo que necesitaba. Este vasto silencio, este espacio, esta serenidad. Había olvidado la bondad de aquel lugar, lo agradable que era. Las colinas cercanas eran suaves y redondeadas, verdes y acogedoras. Tras ellas había otras, teñidas de azul en la distancia. Y al fondo se alzaba la larga muralla de las Highlands, blanca y remota bajo el cielo apacible.
—Parece que el río lleva muy poca agua —dijo Grant cuando se aproximaban al valle del Turlie.
Y de repente sintió que lo invadía el pánico.
Siempre sucedía así. Un instante era un ser humano sano, libre, dueño de sí mismo, y al siguiente una criatura indefensa presa de la sinrazón. Apretó las manos para impedirse abrir la puerta del coche e intentó escuchar lo que estaba diciendo Tommy. Hacía mucho que no llovía. No habían tenido una gota de lluvia en varias semanas. Podía pensar en la falta de lluvia. La escasez de agua era importante. Arruinaba la pesca. Había viajado hasta Clune para pescar. Si no había lluvia no habría peces, pues no tendrían agua. ¡Oh, Dios, ayúdame a no pedirle a Tommy que pare! No había agua. Piensa inteligentemente en la pesca. Si no había llovido nada en semanas, pronto tendría que hacerlo, ¿verdad? ¿Por qué puedes decirle a un amigo que detenga el coche porque te has mareado y sin embargo no puedes hacerlo para poder librarte de la dolorosa opresión que te produce estar encerrado en un lugar tan pequeño? Mira el río. Míralo. Recuerda cosas sobre él. Fue justo ahí donde pescaste la mejor pieza el año pasado. Y allí resbaló Pat cuando estaba a punto de sentarse en una roca y se quedó enganchado por la culera de los pantalones.
—Los mejores peces que hayas visto en tu vida —estaba diciendo Tommy.
Los avellanos que crecían junto al río teñían de un claro tono malva el verdor grisáceo del páramo. Pronto, con la llegada del verano, el sonido de sus hojas mecidas por la brisa añadiría un instrumento más a la clamorosa música del río. Pero por el momento se alzaban en silencio bordeando la orilla.
Mientras observaba el estado del caudal, Tommy reparó también en las ramitas desnudas de los avellanos, aunque siendo padre, nada lo indujo a pensar en las tardes de verano.
—Pat ha descubierto que es un zahorí —dijo.
Eso era mejor. Piensa en Pat. Habla de Pat.
—La casa está llena de ramitas de todas las formas y tamaños.
—¿Ha descubierto algo más?
Si era capaz de concentrarse en Pat, todo iría bien.
—Hasta el momento ha encontrado oro bajo la chimenea del salón, un cuerpo debajo del excusado o como lo llaméis en el baño de la planta baja y dos pozos.
—¿Dónde están los pozos?
Ya no debía faltar mucho para llegar. Ocho kilómetros hasta el principio del valle y Clune.
—Uno debajo del comedor y otro bajo el pasillo de la cocina.
—Supongo que no habréis excavado en el salón.
La ventanilla estaba completamente bajada. No había de qué preocuparse. Realmente no estaba en un espacio cerrado.
—No, no lo hemos hecho. Y está muy enfadado con nosotros. Dijo que yo nunca me había reencarnado.
—¿Reencarnado?
—Sí. Es su nueva palabra favorita. Solo un escalón por debajo de canalla, según parece.
—¿De dónde la ha sacado?
Aguantaría hasta llegar a aquellos abedules. Entonces le pediría a Tommy que se detuviera.
—No lo sé. De una teósofa que habló en el Real Instituto de la Mujer el otoño pasado, creo.
¿Por qué le importaba que Tommy lo supiera? No había nada vergonzoso en ello. Si fuera un sifilítico paralizado aceptaría la ayuda y la simpatía de su amigo. ¿Por qué no quería que Tommy supiera que estaba sudando de terror a causa de algo que ni siquiera existía? Quizá pudiera engañarlo. ¿Lograría salir del paso pidiéndole sencillamente que se detuviera para contemplar las vistas?
Ya se veía el bosquecillo de abedules. Al menos había aguantado hasta allí.
Llegaría hasta donde la carretera alcanzaba el recodo del río y pondría la excusa de querer mirar el nivel del agua. Era mucho más creíble que lo de contemplar las vistas, y Tommy observaría con entusiasmo el río, pero con pasivo fastidio otro paisaje.
Unos cincuenta segundos más. Uno, dos, tres, cuatro…
Ahora.
—Este invierno perdimos dos ovejas en ese pozo —dijo Tommy al dejar atrás la curva.
Demasiado tarde.
¿Qué otro pretexto podía poner? Ya estaban muy cerca de Clune para cualquier excusa fácil.
Ni siquiera podía encender un cigarrillo por si le temblaban demasiado las manos.
Quizá si hacía algo por muy trivial que pudiera parecer…
Sacó los periódicos que reposaban en el asiento a su lado y empezó a colocarlos afanosamente sin orden ni concierto. Se dio cuenta de que el Signal no estaba entre ellos. Había decidido conservarlo por aquellos versos, pero debió de dejarlo olvidado en el comedor del hotel. En fin, no tenía importancia. Le había servido para distraerse durante el desayuno. Y su propietario ya no iba a necesitarlo. Había alcanzado su paraíso, su olvido… si era eso lo que buscaba. Ya no disfrutaría del dudoso privilegio de unas manos que tiemblan sin motivo aparente. Ni tendría que enfrentarse a demonios invisibles. Tampoco volvería a contemplar las primeras luces de la mañana, la tierra acogedora, la belleza del horizonte de las montañas del norte de Escocia recortadas contra el cielo.
Por primera vez se le ocurrió elucubrar sobre los motivos que habían llevado a aquel joven hasta allí.
No parecía muy probable que nadie reservara un compartimento de primera clase solo para encerrarse a beber hasta la inconsciencia. Sin duda se dirigía a alguna parte. Y tendría alguna intención. Un propósito.
¿Por qué habría decidido ir al norte en aquella lúgubre estación tan poco proclive al turismo? ¿Para pescar? ¿Para escalar? Tal como lo recordaba, el compartimento le había parecido vacío, aunque quizá sus maletas estaban bajo la cama. O en el vagón de equipaje. Además de deportes, ¿qué se podía hacer allí?
¿Algún asunto oficial?
No. Con esa cara no.
¿Un actor? ¿Un artista? Eso parecía más probable.
¿Un marinero que iba a unirse a su tripulación? ¿En alguna base naval más allá de Inverness? No era inverosímil. Aquel rostro no parecería fuera de lugar en el puente de un barco. Un barco pequeño. Muy rápido. Y tan peligroso con el mar en calma como en una tempestad.
¿Qué más había? ¿Qué llevaría a las Highlands en pleno mes de marzo a un joven moreno con indómitas cejas y demasiado aficionado al alcohol? ¿O quizá la actual escasez de whisky lo había empujado a embarcarse en algún negocio ilícito?
No era una idea descabellada. ¿Sería fácil? No tanto como en Irlanda, donde había manga ancha para la ilegalidad. Pero una vez conseguido el whisky sería mucho mejor. Casi deseó haberle dado la idea a aquel joven. Quizá habría podido sentarse a cenar en su mesa la noche anterior y ver cómo se le iluminaba la mirada solo de pensar en un modo tan exquisito de saltarse la ley. Deseó haber podido hablar con él usando cualquier excusa, intercambiar ideas, averiguar cómo era. Si alguien hubiera hablado con él la noche pasada, quizá esa mañana aún seguiría entre los vivos, en este benévolo mundo con todos sus dones y promesas, en lugar de…
—Y lo enganché en el pozo, justo debajo de la pasarela —contó Tommy, finalizando alguna anécdota.
Grant se miró las manos y vio que no temblaban.
El joven muerto que no había podido salvarse lo había salvado a él.
Al levantar la mirada vio a lo lejos la casa blanca de Clune, a solas en mitad del verdor de la colina, con la única compañía de un pequeño bosquecillo de abetos que la protegía de los elementos en aquel desnudo paisaje. Una pluma de humo azulado salía de la chimenea perdiéndose en el aire tranquilo. Era la quintaesencia de la paz.
Cuando ascendían por el camino de tierra después de abandonar la carretera, Laura salió por la puerta principal y se detuvo a esperarlos. Los saludó y al bajar el brazo se recogió detrás de la oreja un mechón de pelo que caía sobre su frente. Era un gesto que a Grant le resultaba familiar e hizo que se sintiera mejor al instante. Cuando era niña solía esperarlo en la misma postura en el pequeño andén de Badenoch. Saludándolo de la misma forma antes de recogerse un mechón de pelo. El mismo mechón de pelo.
—Maldita sea —dijo Tommy—. Olvidé llevar sus cartas a la oficina de correos. No digas nada a menos que ella lo mencione.
Laura lo besó en las dos mejillas y lo miró de arriba abajo antes de hablar.
—Tengo un delicioso pajarito esperando para tu almuerzo, pero por tu aspecto diría que te sentarán mejor antes algunas horas de sueño. Así que ve arriba y duerme y olvídate de comer hasta que despiertes. Tenemos semanas para cotillear, así que no hay prisa por empezar ahora mismo.
Solo Laura habría sido capaz de adaptar con tal perfección su papel de anfitriona a las necesidades de un invitado, pensó Grant. Ninguna sutil alusión al banquete perfectamente elaborado, ningún velado chantaje. Tampoco le ofreció la innecesaria taza de té de rigor ni le recomendó darse un baño de agua caliente. Ni siquiera le exigió la charla de bienvenida, el inevitable y cortés comadreo. Sin vacilar un momento y sin hacer preguntas le proporcionó lo único que necesitaba. Una almohada.
Pensó si sería a causa de su lamentable aspecto o sencillamente por lo bien que lo conocía. Se le pasó por la cabeza que no le importaría que Laura supiera qué le ocurría. Era extraño que hubiera decidido ocultarle sus debilidades a Tommy y que no tuviera reparos en que lo averiguara Laura. Cuando debería haber sido al revés.
—Esta vez te he puesto en la otra habitación —dijo ella a la cabeza escaleras arriba— porque la del oeste la hemos arreglado y aún apesta un poco.
Era verdad que había ganado algo de peso, se dijo, pero sus tobillos seguían siendo tan bonitos como siempre. Y entonces, con el innato desapego que nunca lo abandonaba del todo, se dio cuenta de que su desinterés por ocultarle sus infantiles ataques de pánico era la prueba de que ni en lo más profundo de su ser seguía enamorado de ella. La necesidad masculina de mirar a los ojos de la amada no formaba parte de su relación con Laura.
—La gente no se cansa de decir que los dormitorios orientados al este siempre disfrutan del sol de la mañana —comentó ella, deteniéndose en mitad de la habitación del este de la casa y mirando a su alrededor como si nunca la hubiera visto—. Como si eso fuera necesariamente bueno. Yo creo que es mucho mejor tener vistas a un paisaje soleado. Algo que no se puede hacer con el sol en los ojos —introdujo los pulgares en la cinturilla del vestido y aflojó el cinturón que empezaba a estarle demasiado ajustado—. Pero la habitación del oeste estará habitable dentro de uno o dos días, así que podrás instalarte en ella si quieres. ¿Qué tal se encuentra mi querido sargento Williams?
—Tan fresco como una lechuga —respondió Grant.
De repente vio a Williams, vigoroso y tímido a la vez, sentado a la mesa del salón de té del Westmorland. Se dirigía a la salida después de mantener una entrevista con el gerente y se había encontrado con Laura y Grant tomando el té, que insistieron en que los acompañara. Había tenido un gran éxito con Laura.
—¿Sabes? Cada vez que hay un lío en este país pienso en el sargento Williams y al instante tengo la certeza de que todo acabará bien.
—Supongo que yo no te resulto tan tranquilizador —replicó Grant, mientras abría las maletas.
—No de forma consciente. No de ese modo, en cualquier caso. Tú solo me tranquilizarías en el caso de que las cosas no fueran a acabar bien —y con esa críptica afirmación se dispuso a salir—. Baja solo cuando te apetezca. O ya puestos, no bajes. Solo llámame cuando despiertes.
Sus pasos se alejaron por el pasillo y el silencio se fue imponiendo a su espalda.
Él empezó a quitarse la ropa y sin molestarse en cerrar las cortinas se dejó caer sobre la cama. No obstante, enseguida pensó: «Sería mejor cerrarlas o la luz me despertará antes de tiempo». Abrió los ojos con reticencia para medir su intensidad y descubrió que no entraba luz por la ventana. Sin embargo, aún se podía ver el exterior. Levantó la cabeza de la almohada para comprobar el porqué del extraño fenómeno y se dio cuenta de que el crepúsculo era inminente.