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Sir Arthur Ignatius Conan Doyle (Edimburgo, Reino Unido, 22 de mayo de 1859 - Crowborough, 7 de julio de 1930) fue un médico y escritor escocés, creador del célebre detective de ficción Sherlock Holmes. Fue un autor prolífico cuya obra incluye relatos de ciencia ficción, novela histórica, teatro y poesía.
Las aventuras de Sherlock Holmes es una serie de relatos de Sir Arthur Conan Doyle que comprenden las aventuras del famoso detective Sherlock Holmes y su amigo, el Dr. Watson.
Los relatos de esta serie son:
Escándalo en Bohemia.
La Liga de los Pelirrojos.
Un caso de identidad.
El misterio del valle Boscombe.
Las cinco semillas de naranja.
El hombre del labio torcido.
El carbunclo azul.
La banda de lunares.
El dedo pulgar del ingeniero.
El aristócrata solterón.
La diadema de berilos.
El misterio de Copper Beeches.
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Veröffentlichungsjahr: 2017
Arthur Conan Doyle
Las aventuras de Sherlock Holmes
Índice
1. Escándalo en Bohemia
2. La Liga de los Pelirrojos
3. Un caso de identidad
4. El misterio de Boscombe Valley
5. Las cinco semillas de naranja
6. El hombre del labio retorcido
7. El carbunclo azul
8. La banda de lunares
9. El dedo pulgar del ingeniero
10. El aristócrata solterón
11. La corona de berilos
12. El misterio de Copper Beeches
Para Sherlock Holmes, ella es siempre la mujer. Rara vez le oí mencionarla de otro modo. A sus ojos, ella eclipsa y domina a todo su sexo. Y no es que sintiera por Irene Adler nada parecido al amor. Todas las emociones, y en especial ésa, resultaban abominables para su inteligencia fría y precisa pero admirablemente equilibrada. Siempre lo he tenido por la máquina de observar y razonar más perfecta que ha conocido el mundo; pero como amante no habría sabido qué hacer. Jamás hablaba de las pasiones más tiernas, si no era con desprecio y sarcasmo. Eran cosas admirables para el observador, excelentes para levantar el velo que cubre los motivos y los actos de la gente. Pero para un razonador experto, admitir tales intrusiones en su delicado y bien ajustado temperamento equivalía a introducir un factor de distracción capaz de sembrar de dudas todos los resultados de su mente. Para un carácter como el suyo, una emoción fuerte resultaba tan perturbadora como la presencia de arena en un instrumento de precisión o la rotura de una de sus potentes lupas. Y sin embargo, existió para él una mujer, y esta mujer fue la difunta Irene Adler, de dudoso y cuestionable recuerdo.
Últimamente, yo había visto poco a Holmes. Mi matrimonio nos había apartado al uno del otro. Mi completa felicidad y los intereses hogareños que se despiertan en el hombre que por primera vez pone casa propia bastaban para absorber toda mi atención; mientras tanto, Holmes, que odiaba cualquier forma de vida social con toda la fuerza de su alma bohemia, permaneció en nuestros aposentos de Baker Street, sepultado entre sus viejos libros y alternando una semana de cocaína con otra de ambición, entre la modorra de la droga y la fiera energía de su intensa personalidad. Como siempre, le seguía atrayendo el estudio del crimen, y dedicaba sus inmensas facultades y extraordinarios poderes de observación a seguir pistas y aclarar misterios que la policía había abandonado por imposibles. De vez en cuando, me llegaba alguna vaga noticia de sus andanzas: su viaje a Odesa para intervenir en el caso del asesinato de Trepoff, el esclarecimiento de la extraña tragedia de los hermanos Atkinson en Trincomalee y, por último, la misión que tan discreta y eficazmente había llevado a cabo para la familia real de Holanda. Sin embargo, aparte de estas señales de actividad, que yo me limitaba a compartir con todos los lectores de la prensa diaria, apenas sabía nada de mi antiguo amigo y compañero.
Una noche ––la del 20 de marzo de 1888–– volvía yo de visitar a un paciente (pues de nuevo estaba ejerciendo la medicina), cuando el camino me llevó por Baker Street. Al pasar frente a la puerta que tan bien recordaba, y que siempre estará asociada en mi mente con mi noviazgo y con los siniestros incidentes del Estudio en escarlata, se apoderó de mí un fuerte deseo de volver a ver a Holmes y saber en qué empleaba sus extraordinarios poderes. Sus habitaciones estaban completamente iluminadas, y al mirar hacia arriba vi pasar dos veces su figura alta y delgada, una oscura silueta en los visillos. Daba rápidas zancadas por la habitación, con aire ansioso, la cabeza hundida sobre el pecho y las manos juntas en la espalda. A mí, que conocía perfectamente sus hábitos y sus humores, su actitud y comportamiento me contaron toda una historia. Estaba trabajando otra vez. Había salido de los sueños inducidos por la droga y seguía de cerca el rastro de algún nuevo problema. Tiré de la campanilla y me condujeron a la habitación que, en parte, había sido mía.
No estuvo muy efusivo; rara vez lo estaba, pero creo que se alegró de verme. Sin apenas pronunciar palabra, pero con una mirada cariñosa, me indicó una butaca, me arrojó su caja de cigarros, y señaló una botella de licor y un sifón que había en la esquina. Luego se plantó delante del fuego y me miró de aquella manera suya tan ensimismada.
––El matrimonio le sienta bien ––comentó––. Yo diría, Watson, que ha engordado usted siete libras y media desde la última vez que le vi.
––Siete ––respondí.
––La verdad, yo diría que algo más. Sólo un poquito más, me parece a mí, Watson. Y veo que está ejerciendo de nuevo. No me dijo que se proponía volver a su profesión. ––Entonces, ¿cómo lo sabe?
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