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Las cartas que los padres nunca recibieron ni recibirán son cartas excepcionales porque son las únicas escritas para no ser enviadas a sus destinatarios, ni leídas por ellos. Son cartas en las que personas que han necesitado una psicoterapia explican a sus padres por qué la han necesitado. Cómo se fraguó todo en su grupo original, la familia que ellos fundaron. Qué déficits y carencias experimentaron, y las consecuencias que esto tuvo en su desarrollo. Explican cómo han logrado entender lo que pasó, que no fueron víctimas de verdugos, sino de otras víctimas. Que han comprendido que los padres hicieron lo que pudieron, y que si no pudieron hacer más o mejor, fue por falta de salud psicológica, por sufrimientos indebidos e injustos que ellos experimentaron en las primeras etapas de su vida: carencias que determinaron las que ellos habían de transmitir inevitablemente a sus hijos. Estas cartas no pueden ni deben ser leídas por los padres, porque lo vivirían como una acusación que sería tremendamente injusta, ya que son inocentes de los daños sufridos por el hijo en su crecimiento, de sus déficits y carencias. Su lectura no podría ser asimilada, y podría causar un quebranto importante en su salud tanto psíquica (depresión grave) como física. Pero leídas a su representante simbólico, el terapeuta, tienen un enorme valor y significado, reparador y restaurador de un equilibrio interno que había sido gravemente dañado.
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Colección Con vivencias
40. Las cartas que los padres nunca recibieron
Primera edición en papel: junio de 2014
Primera edición: marzo de 2018
© Ramon Andreu Anglada
© De esta edición:
Ediciones OCTAEDRO, S.L.
Bailén, 5, pral. - 08010 Barcelona
Tel.: 93 246 40 02
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ISBN (papel): 978-84-9921-577-8
ISBN (epub): 978-84-17219-49-9
Diseño de la cubierta: Tomàs Capdevila
Realización, producción y digitalización: Editorial Octaedro
A Julio Ezequiel Andreu Lopez, mi padre.
A María Anglada Raurell, mi madre.
Mi carta nunca escrita tiene párrafos de todas las que aparecen aquí. ¡Cuánto siento que nunca, nadie, me enseñara a escribirla!
Necesito y deseo expresar desde aquí mi profunda gratitud a todos los que, con su ayuda y colaboración, han hecho posible este libro, y a todos los que me han prestado su ayuda para la divulgación del mensaje que contiene. Tengo con ellos una deuda de gratitud: una de estas deudas que, además de ser eterna, le enriquecen a uno como persona. Para que mi agradecimiento no sea anónimo, deseo expresarlo personalmente a:
Rosa, mi esposa, por su aliento y apoyo incondicional, y su importante aportación crítica.
Eduard, mi hijo, que fue el primero en regalarme un libro con las hojas en blanco para que las llenara, y la estilográfica para escribirlas.
Gerard, mi hijo, por sus cariñosos apremios que tanto me estimularon.
Amparo, mi hermana, por su expectación ilusionada e ilusionante.
Olinta, mi hada informática, que me guía por el bosque del «eucaliptordenador».
Carles Singla.
Montserrat Milian.
Alfredo Abián, ex vicedirector de La Vanguardia, de Barcelona.
Nuria Heras, secretaria de dirección de La Vanguardia.
Ellos han sido ayuda decisiva en la divulgación del mensaje.
Juan León, director de Ediciones Octaedro.
Magalí Sirera, responsable de edición, de Ediciones Octaedro.
Ellos han hecho posible la materialización del mensaje en forma de libro que pudiera llegar al lector, realizando un trabajo primoroso que merece la calificación cum laude, como la de la más brillante tesis doctoral.
Y a mis pacientes, que pagaron por enseñarme.
Rosa Vergés1
Este libro, como una botella lanzada al mar, a merced de la corriente, llega a un inesperado destino: el lector. Contiene un mensaje del doctor Ramón Andreu claro, conciso y contundente: «La paz con la madre es la madre de todas las paces. La paz con el padre es el padre de todas las paces. Sin esta doble paz, no es posible la paz consigo mismo, ni con nada, ni con nadie.»
La publicación de estas cartas, que los padres nunca recibieron, ha sido posible gracias al coraje de los que las escribieron, sometiéndose a un tratamiento para mejorar su bienestar mental, y que logra la sabiduría de su terapeuta. Son cartas que, como se menciona en el libro, «pueden ser útiles como liberación del dolor y sus consecuencias». Una liberación «que no significa olvidar, algo imposible, sino llegar a poder recordar sin sufrimiento». Fueron escritas, tal vez demasiado tarde para enderezar errores, puesto que en la mayoría de los casos los padres a quien van dirigidas, aunque no para ser leídas, han muerto. Demuestran, en cambio, haber sido muy oportunas para las personas que han sufrido, a causa de lo que «se vivió mal y no pudo aceptarse mientras ocurría». Representan un extracto del gran aprendizaje sobre la mente humana que ha adquirido el doctor Andreu a lo largo de su dilatada trayectoria profesional. Expresan situaciones, adversas emocionalmente, pero reversibles terapéuticamente: «Hace falta coraje moral para someterse a un tratamiento. Y voluntad autocrítica para poder mejorar como persona» –escribe.
Tienen un valor que trasciende al propio paciente, pues, mediante ellas, a su vez, el doctor Andreu analiza la sociedad, alertándola de los peligros de la falta de salud mental. El lector puede encontrar la clave de algunos enigmas en su propio comportamiento. Resultan un buen ejercicio de búsqueda en la memoria para que se haga la luz y se ilumine aquel pasado recóndito que marcó las relaciones de cada hijo con su «grupo original», como denomina el Dr. Andreu, al núcleo familiar. Con un estilo conciso y directo, plantea el libro como si nos permitiera asistir a sus sesiones. Puede ayudarnos a todos a revisar nuestra propia posición frente a nuestro grupo original. Y original es la estructura del libro, que destila la magnífica y generosa humanidad del experto terapeuta. Mediante imágenes, que van desde el ámbito cinematográfico, su pasión, hasta el cancionero popular, ilustra, el difícil e íntimo trayecto hacia atrás para restablecer el contacto emocional, el eslabón perdido con el mundo. Una de esas citas expresa magníficamente el contenido del libro: «Hay que nadar a contracorriente, como las truchas en el río, para llegar hasta los orígenes.»
Aunque sean difíciles, los casos que disecciona, con la inestimable colaboración de los propios pacientes, la lectura del libro deja la esperanzadora sensación de que los resuelve. Y lo hace como lo podría hacer Agatha Christie, investigando minuciosamente el camino a la inversa, que ha conducido, a cada uno de sus pacientes, a sus problemas mentales. En ese camino, va acumulando pistas para ayudar a pensar, a conocer lo que se busca, para comprender cuál es el origen de los males y superar disfunciones hipnóticas o de sufrimiento. Utiliza metáforas bien comprensibles: «Tras una sesión de hipnosis uno es capaz de beber agua porque cree tener sed, cuando en realidad cumple con una orden subliminal recibida bajo el efecto del ensueño.»
En su búsqueda para resolver enigmas mentales, ofrece un amplio abanico de experiencias traumáticas. Nos enseña a «aprender a substituir el juzgar por el comprender». Manifiesta con contundencia «que es imposible entender lo que se encuentra sin saber qué se busca».
Con inteligencia, hace un recorrido vital, a través de cada uno de los casos, algunos de ellos de sufrimiento extremo, de complejidad terapéutica. Titula cada caso con acierto, y nombra con pseudónimos, muy reveladores, a sus distintos pacientes.
A Miriam, la hija maltratada, le cuesta aceptar lo que es «demasiado bonito para mí». El caso de Belinda, que nunca se ve como «tiene que ser», lo titula como El drama del espejo. David, el joven cascarrabias, expresa muy bien cómo le beneficia la terapia del deshielo para recuperar el calor del afecto. Armandine, nombre que cita a George Sand, descubre que «lo mío se tiene que solucionar pensando». Con buen sentido del humor, el doctor clarifica que «un clavo no saca otro clavo sino que hace una agujero más grande». Con Ricardo, el caso Sísifo, que alude a la tragedia griega, descubrimos que no hace falta ser el número uno: «Hay que sentirse como todo el mundo, sin estar ni por encima, ni por debajo de nadie.» En su carta, define a su padre como «un libro sin páginas». A Juan, el niño al que nunca vieron, hombre de éxito, pero infeliz, su percepción alterada de la realidad le hizo sentirse invisible. La terapia le ha ayudado a pasar de «la represión a la contención». Sara, la niña que no podía jugar con muñecas, ha comprendido a través de las cartas que fue «víctima de víctimas y no de verdugos» y, aun sin olvidar el dolor, el saber perdonar le ha devuelto la paz. Puede recordar sin sufrir. Ángela, la niña nacida para ser mujer y educada para ser Ángel, se libera con las cartas de la drogadicción al sufrimiento, causada por la enfermedad de su hermano; y supera su intolerancia al bienestar. Eduardo, el chico sospechoso, comprendió escribiendo, que su madre, «en lugar de electrificar, dar luz y calor, electrocutaba» y acaba por decirle: «Me gustaría no quererte más, sino querernos mejor de lo que nos queremos.» A la protagonista del siguiente caso, la niña que al crecer dejó de hablar y dejó de reír, el doctor la bautiza como Aurora, porque con sus cartas ha vivido un nuevo amanecer en su vida. Pepe, el hombre tranquilo escribe a su padre: «Te echo de menos, pero no desde que nos dejaste, sino desde siempre.» Eusebio, el caso del defensa central, que nunca jugó en el campo en la posición que quería su padre, en su carta le dice: «No eres mi entrenador» y «La vida no es sufrir, sino vivir». Con la terapia ha encontrado la salida del laberinto. Lidia, la mujer que no podía conducir, ha aprendido a manejar su vida.
Todas las cartas tienen en común el saber desvelar las consecuencias anímicas de los tres demasiados que interesan al doctor Andreu: «Demasiado pronto, demasiado fuerte, demasiado tiempo». Pero no será tarde, según él, para deshacer los nudos que oprimen la mente a causa de la insana relación con el grupo original en el primer tercio de la vida, siempre que se acometa un «reset».
Este libro demuestra la eficacia de «la familia de acogida» que representa una terapia: «Los padres tienen un plazo fijo para influir en la formación del carácter de los hijos, educarles, infundirles valores, transmitirles un modelo de actuación ante la vida. Este plazo caduca o finaliza en la posadolescencia inmediata, es decir, antes de los veinte años. Fuera de ese plazo es imposible proporcionarles adquisiciones nuevas. Y también reparar los daños por errores que hayan podido cometer con ellos. Pero sus representantes simbólicos, los terapeutas tenemos un plazo más amplio, prácticamente indefinido.»
En su anterior obra El GPS secreto de nuestra mente, el Doctor Andreu supo describir la constelación familiar que, mediante satélites, orienta nuestras relaciones con la familia, el dinero, el tiempo y la autoestima.
Y ahora, con Las cartas que los padres nunca recibieron, nos invita a escribir nuestras propias cartas, a reconocer, si es el caso, que necesitamos ayuda. En alguno de los casos que analiza descubrimos que la decisión de acometer una terapia viene tras la lectura del primer libro. Y eso, a buen seguro, va a repetirse tras la profunda, reveladora y al mismo tiempo amena, lectura de este volumen.
Es importante la aportación de un gran terapeuta, como es el doctor Ramón Andreu, para concienciar a una sociedad del grado de su salud mental, identificando comportamientos tóxicos, y señalando a su vez las pautas de un comportamiento sano, para mejorar las relaciones, en la búsqueda del bienestar, de la felicidad, la tranquilidad, la paz y la libertad.
Quisiera despedir este escrito a modo de carta:
«Querido Ramon Andreu, te agradezco profundamente la confianza que has depositado en mí, al permitirme participar en este proyecto tan sumamente saludable, del que tanto he aprendido. Gracias también por concederme, además, el don de tu amistad. Por favor, sigue escribiendo.»
1.Rosa Verges Coma es directora y realizadora cinematográfica. Licenciada en Historia del Arte por las Universidades de la Sorbona (París) y Barcelona, su primera película, Boom-Boom, obtuvo el Premio Goya a la mejor Opera Prima, el Premio San Jordi y los Fotogramas de Plata. Es profesora asociada de las universidades Ramon Llull, Menéndez Pelayo y Pompeu Fabra. Delegada de la Fundació de l’Escola de Cinema i Audiovisulas de Catalunya y vicepresidenta de la Academia de las Ciencias y las Artes Cinematográficas de España de 1994 a 1998, fue miembro del Consell Nacional de la Cultura i de les Arts de la Generalitat de Catalunya.
Me refiero, claro está, a cómo empezaron a gestarse estas cartas únicas y excepcionales, diferentes a todas las demás cartas. Porque todas las cartas, como mensajes que en realidad son, ya sean escritas en papel, electrónicas, o en forma de SMS, se escriben para ser leídas: tienen uno o varios destinatarios.
Pero las que el lector va a poder leer en estas páginas, no. Aunque tienen destinatario, a veces uno, a veces dos, están escritas precisamente para no ser leídas. Para no llegar nunca a su destinatario. Para no ser nunca enviadas ni cursadas. Unas veces, su destinatario o destinatarios han muerto. Pero la mayor parte de las veces, aún viven. Es más: el autor o autora de la carta, aún vive con ellos.
Como el lector habrá advertido por el título del libro, los destinatarios son los padres. Unas veces por separado; otras, como en el caso de Lidia, conjuntamente, como pareja parental.
Pero, ¿por qué uno va a necesitar escribir una carta a alguien con quien está viviendo bajo el mismo techo, o bien convive habitualmente aunque viva en otro domicilio, y con quien habla a diario, o casi a diario (si no viven juntos), y además, con la expresa intención y finalidad de no enviársela y de que no la lea?
Pues porque uno, o una, puede tener la necesidad vital de decirles determinadas cosas a los destinatarios, que ya sabemos quiénes son. Y la satisfacción de esta necesidad puede ser irrenunciable, e imprescindible, para conseguir la salud mental o psicológica que le falta al sujeto en el momento de la consulta con el psiquiatra o con el psicólogo.
Ahora bien, también es vitalmente necesario e imprescindible que el mensaje no llegue de viva voz ni por escrito a sus destinatarios. ¿Por qué? Porque nunca han estado, ni están, en condiciones de comprender su contenido, encajarlo, asimilarlo, elaborarlo, ni digerirlo. A veces, comprenderlo, sí. Pero asimilarlo, nunca. Cuando la carta ha sido escrita, para ellos ya es demasiado tarde. En cambio, para el sujeto es justo el momento oportuno para poder introducir ciertos cambios en su vida, que sin la elaboración de esta carta, nunca podrían realizar.
En las páginas siguientes iremos desgranando todo esto, explicándolo y desarrollándolo con detalle. Lo ilustraremos con casos clínicos reales, historias humanas cuyos protagonistas han autorizado expresamente la publicación del fragmento de su historia referida a este tema.
Haremos especial énfasis en las consecuencias trágicas que puede tener el empecinarse en hacer conocedor del mensaje al destinatario, como le sucedió a Belinda en «el caso de la hija justiciera».
Solo hay una manera de satisfacer al mismo tiempo las dos necesidades vitales e imprescindibles, es decir, la de decirles a ellos ciertas cosas, y la de que no se enteren, y es escribirles la carta, pero hacerla llegar al destinatario adecuado: su representante simbólico, el terapeuta.
Es imprescindible que el protagonista (el autor de la carta) acepte desde el principio que nunca podrá alcanzar el nivel de comunicación con los padres que desearía, porque no poseen el grado de salud psicológica que ello requiere. También esto lo explicaremos ampliamente.
Al ser el terapeuta (por definición) su representante simbólico, el protagonista tiene que aceptar que este nivel de comunicación con ellos solo podrá establecerlo indirectamente a través de él, lo cual no quiere decir que el nivel de comunicación con los padres no pueda cambiar. Lo que ocurre es que, por más que cambie, nunca podrá ser el que nos gustaría que fuera. Ni mucho menos el que tendría que haber sido.
Al llegar a este punto, el lector se preguntará qué cosas han motivado que se escribiera esa carta. Vamos a tratar de explicarlo. Primero, en general. Luego, en la segunda parte, en particular, a través de los casos que iremos describiendo y que ilustrarán, de modo práctico, estas explicaciones que ahora parecerán teóricas al lector.
La necesidad de escribir esta carta ha surgido a lo largo de un tratamiento psicoterápico. Así pues, empecemos por ahí.
¿Por qué consulta uno con el psiquiatra o con el psicólogo?
Porque no se siente bien. Esto quiere decir que la persona no se siente bien consigo misma: puede tener angustia, ansiedad, sentimiento de insatisfacción, complejo de fracaso, desorientación, confusión, falta de proyecto de futuro, o tener alterado el estado de ánimo en forma de depresión, ya sea de forma permanente, o alternando con fases de una rara excitación eufórica sin motivo aparente. También puede tener miedos que, para diferenciarlos de los miedos normales, los llamamos fobias y se caracterizan por tres cosas: son de causa aparentemente desconocida (en realidad el motivo es inconsciente para el sujeto), incontrolables por la voluntad, y originan una conducta determinada que suele ser de evitación o huida de aquello que provoca el miedo. O bien puede tener obsesiones, que provocan un grado elevado de sufrimiento y, a veces, comportamientos que reciben el nombre de «rituales». Asimismo puede tener síntomas o molestias físicas tales como: palpitaciones, dolores torácicos en el área del corazón, cefalalgias que pueden llegar al grado de jaqueca, dolores abdominales y alteraciones del ritmo intestinal (como ocurre en las diarreas del colon irritable), y que no son más que la repercusión en el cuerpo de las tensiones psíquicas emocionales internas que padece la persona.
La lista de posibles motivos de consulta podría ser mucho más larga, pero la resumiremos enumerando los más frecuentes en la práctica.
Ahora bien, esto no es lo único que lleva a la persona a la consulta. Además, suele haber problemas en la relación con los demás: familia, pareja, amistades, medio laboral, dificultades de sociabilización. Unas veces, la persona los expone espontáneamente. Otras, van surgiendo a lo largo del tratamiento.
Con gran frecuencia, la persona suele tener problemas en su relación con el dinero, y también con el tiempo.
Aunque a veces los síntomas físicos o los anímicos, por su intensidad y por el sufrimiento que producen, requieren medicación, esta siempre constituirá un tratamiento sintomático, no causal, de lo que le pasa al sujeto. Es como cuando en una gripe tomamos antigripales.
El tratamiento causal será la psicoterapia. Siempre y cuando esta se enfoque a la averiguación de las causas que provocan la desestabilización del sujeto. Hay dos tipos de psicoterapia causal: la psicoanalítica y la constructivista.
La psicoanalítica o psicodinámica tiene tres variantes técnicas: la clásica del diván, que suele requerir tres o más sesiones semanales. Cada vez se aplica menos; el vis-a-vis, sentado, que suele realizarse a razón de una sesión semanal, a veces, dos; y el análisis a través del grupo, utilizando el grupo como instrumento de análisis. Suele realizarse una sesión semanal de dos a dos horas y media de duración.
Últimamente ha surgido una derivación auténticamente innovadora, que podría tildarse de revolucionaria: el abordaje de lo emocional y de los conflictos inconscientes a través del cuerpo: el morfoanálisis. Es revolucionaria dentro del psicoanálisis porque, siendo este un método verbal, el morfoanálisis, en cambio, no lo es: pretende hacer eclosionar los contenidos emocionales conscientes e inconscientes, por estímulo físico directo sobre el cuerpo del paciente. De modo similar a como lo hacen los fisioterapeutas, el morfoanalista estimula por contacto físico directo determinadas zonas del cuerpo del paciente, haciéndole realizar determinados ejercicios físicos, unas veces activamente y otras pasivamente. No es que esta terapia sea muda, el paciente verbaliza con su terapeuta los contenidos emocionales que van emergiendo. Las sesiones se realizan en ropa de gimnasio, o ropa interior, sobre colchoneta. El morfoanalista es un psicólogo con un grado de formación psicoanalítica.
Otras psicoterapias, como la cognitivoconductual, gestáltica, humanista, etc., no abordan el nivel inconsciente del sujeto.
La terapia constructivista es verbal, se realiza con la variante técnica del vis-a-vis, y suele realizarse a razón de una sesión semanal, y a veces, dos. En sus orígenes, el constructivismo bebió en las fuentes del psicoanálisis.
Así pues, la necesidad de escribir las referidas cartas, surgió de un proceso psicoterápico en curso. Este, a su vez, surgió como indicación terapéutica a raíz de las primeras consultas con el psiquiatra o el psicólogo. Y la primera consulta se realizó, porque la persona experimentaba un cierto tipo de malestar y de síntomas, que hemos descrito antes.
Ahora bien: ¿cómo ha llegado la persona a esta situación? ¿Cuáles son las causas? ¿Qué es lo que ha ocurrido?
Vamos a tratar de explicarlo.
Las cosas han ocurrido, y los acontecimientos se han desarrollado, en un escenario determinado: el grupo original familiar. De cómo se desarrollen los acontecimientos, es decir, de cómo se vayan configurando las relaciones entre ellos y nosotros, va a depender que nuestro crecimiento sea suficiente y el grado de salud psicológica (o mental) el adecuado o que, por el contrario, nuestro crecimiento no comporte un desarrollo en grado suficiente y nuestra salud psicológica no tenga el nivel óptimo necesario. En este último caso surge de forma gradual, lenta, y progresiva el malestar que acabará llevándonos a la primera consulta, y que antes hemos descrito.
Como esto es de la mayor importancia, vamos a describirlo con detalle en la Parte segunda, a continuación.
En otro texto (El GPS secreto de nuestra mente. Octaedro, 2013) he descrito cómo nuestro inconsciente es un verdadero GPS, y además emisor-receptor. También él recibe respuesta, a las señales que emite, de una constelación de «satélites» que no es otra que la constelación familiar. Y cómo, según cuáles sean las «señales» que llegan a nuestro GPS interno, este podrá trazar una hoja de ruta hacia la salud o la enfermedad; hacia la felicidad o la infelicidad.
Para el lector que no haya tenido ocasión de conocer el texto anterior resumimos, a continuación, lo referente a este tema. Es de una importancia capital, porque cuando las «señales» recibidas no han sido suficientes, o no han sido las adecuadas, y sobre todo cuando han sido tóxicas (describiremos las dos más importantes: la «señal D» y la «señal H»), es cuando se instaura el malestar creciente que acaba por llevarnos a la primera consulta. Y cuando, fruto de los déficits de comunicación que presidieron aquella etapa del desarrollo, surge la necesidad de escribir aquellas cartas.
Entendemos por tal la forma de relacionarnos con las personas que constituyen este grupo, y que viene determinada e impuesta por la forma en que ellos se han relacionado entre sí y con nosotros. De este modo, el niño aprende a relacionarse con su entorno de una manera determinada: la aprendida en el seno de su grupo original en la primera etapa de su vida, la que se extiende desde el nacimiento hasta la post-adolescencia.
La trascendencia de este aprendizaje es decisiva para nuestra vida. En las etapas posteriores, nos relacionaremos con el mundo externo, es decir, con todas las demás personas y con todos lo demás grupos humanos (laboral, profesional, de vecindad, social en general y, sobre todo, con el grupo familiar que fundemos), exactamente de la misma forma en la que lo hicimos con los componentes de nuestro grupo original.
Así pues, si las cosas han ido lo suficientemente bien en nuestra primera etapa dentro del grupo original, los aprendizajes habrán sido correctos y nuestra forma de relacionarnos con el mundo será la adecuada. Pero si no ha sido así, los aprendizajes habrán sido defectuosos y causarán defectos de funcionamiento en nuestro modus operandi. Es decir, tendremos problemas y conflictos en la relación con nosotros mismos y con los demás.
En resumen: el grupo original es un auténtico molde con el cual el sujeto va a «fabricar» las piezas, que son las relaciones con los demás. Si el molde es defectuoso, las piezas también lo serán. Cuanto más graves sean los defectos o fallos del molde, más lo serán los de las piezas que de él van a salir.
Si en el seno del grupo original las cosas van aceptablemente bien, es decir, si no ha habido más frustraciones que las imprescindibles para educar, y no ha habido déficits substanciales, la persona crece y se desarrolla en paz y armonía. Pero si ha habido frustraciones excesivas o indebidas, y déficits en los suministros básicos (en las «señales» que nuestro GPS interior debe recibir), la persona no puede crecer en paz y armonía, sino en un estado de perpetua zozobra caracterizado por la crispación y la hostilidad interior: no estará en paz consigo misma, porque no podrá estarlo con sus padres.
Y es que un axioma fundamental del funcionamiento mental, que cuarenta años de práctica clínica me han permitido formular, es el siguiente:
La paz con la madre, es la madre de todas las paces. La paz con el padre, es el padre de todas las paces. Sin esta doble paz, no hay paz posible consigo mismo, ni con nada, ni con nadie. La felicidad es entonces imposible. Quizás, éxitos parciales, si el sentimiento de culpa (a veces inconsciente) lo permite. Pero nada más. La vida de pareja, fracasará.
Ahora vamos a explicar cómo funciona, o mejor, cómo debe funcionar el grupo original.
La interacción entre los componentes del grupo original, la relación que establecen entre sí, es un complicado juego (o fuego) cruzado, de instintos y pasiones. Para que la necesidad dictada por el instinto alcance la categoría de Deseo, y la pasión evolucione a Amor, este interactuar entre sí no puede ser anárquico o caprichoso, sino que debe regirse por unas reglas básicas y un principio fundamental. Solo así podrá cumplir su misión el grupo original: enseñarnos a saber desear y a saber amar, que es tanto como enseñar a vivir.
Las reglas básicas son tres: comunicar; respetar; compartir.
El principio fundamental es el principio de autoridad parental.
La autoridad es una de las formas esenciales del poder. Consiste en la facultad o capacidad de regular y dirigir el funcionamiento de una colectividad, a través de un sistema de derechos y deberes que se le transmiten e inculcan, y que tiene que aceptar. La relación entre colectividad (o grupo) y autoridad, es la subordinación.
Ahora bien, la subordinación no debe confundirse con la esclavitud, la humillación, ni el sometimiento. Ni debe consistir en la anulación de la persona. Debe basarse en el respeto mutuo.
Hay otras dos formas de poder, que no deben confundirse con la autoridad: la manipulación-influencia-control (en el sentido de inducir a otros a adoptar una conducta que interese al manipulador), y la coacción pura y dura.
Max Weber distingue tres tipos de autoridad: la tradicional, la legal-racional y la carismática. La primera consiste en la creencia en un poder conferido por el tiempo y la tradición a determinados individuos o instituciones (por ejemplo, la monarquía); la segunda se basa en la creencia en un sistema general de principios de los que se desprende un sistema jurídico de relaciones (por ejemplo, el estado constitucional); la tercera se basa en la creencia en los poderes excepcionales que posee la persona que detenta la autoridad, a la que se conceptúa como sobrehumana, se le suponga o no un origen divino. Es la forma más nefasta de autoridad, porque esta sí exige la anulación del pensamiento de las personas y la imposición de un pensamiento único. Ejemplos: las sectas, las dictaduras con el llamado «culto a la personalidad» (del líder, claro).
Según cuál sea su naturaleza, pueden distinguirse varios tipos de autoridad: política, religiosa, económica, civil, militar. Pero aquí nos interesa tan solo una: la parental, que es la base sobre la que se sustenta la familia, y sin la cual, la familia no es posible: no podría funcionar como tal.
En su obra Tótem y tabú (escrita para el público general), Freud explica cómo la horda primitiva de homínidos se transforma en grupo organizado. La horda era un grupúsculo de individuos anárquico y caótico que solo podía coordinarse en la estrategia de acoso y derribo de la presa. Una vez conseguido esto, se había acabado la coordinación: estallaba la lucha a muerte entre ellos, para ver quién conseguía el mejor trozo, o entre dos o más machos que codiciaran la misma hembra, o entre dos o más hembras que codiciaran el mismo macho. De esta forma, el grupúsculo se estaba construyendo y destruyendo incesantemente.
Pero esto cambia radicalmente cuando surge el tótem (la autoridad), que hace respetar un tabú. El tabú que hay que respetar será la prohibición de atentar contra la integridad física, y sobre todo sexual, de los miembros del grupo, la del personaje totémico o autoridad, y la prohibición de las relaciones sexuales, aunque fueran voluntarias, entre los miembros del grupo. Es decir, lo que se denomina incesto. La transgresión del tabú conllevaba la muerte.
Es entonces cuando el grupúsculo caótico de «todos contra todos» se transforma en grupo organizado, dirigido y cohesionado por una autoridad superior, cuyo lema es «todos contra los demás». Como los demás están demasiado ocupados en matarse entre ellos, el grupo organizado se impone fácilmente: los somete como esclavos, se apodera de las tierras fértiles, controla ríos y valles, y las montañas que dominan los valles.
Pronto cunde el ejemplo y se van formando cada vez más grupos organizados. Luchan por el poder y la dominación del entorno, del que depende su supervivencia. A alguien se le ocurre un día que dos grupos juntos tendrán más poder que uno y nace la tribu, y después el poblado.
El primer grupo organizado, cuya autoridad disponía omnímodamente de la vida y la muerte de sus componentes, evolucionó a lo que llamamos «clan». Y este, a su vez, a lo que llamamos «familia».
Pero, ni la familia ni la sociedad existirían si no existiera una autoridad y el respeto a unos tabúes o a unas prohibiciones determinadas (no matarás, no robarás, etc.).
Freud cuestionaba en su obra algo que era un misterio no desvelado aún (y tampoco lo ha sido después de su muerte en 1939): cómo surgió el primer tótem o autoridad que impuso los tabúes o prohibiciones básicas. De la horda al grupo organizado hay un salto, un intermedio que nos es desconocido: el famoso «eslabón perdido».
Así pues, sin autoridad no habría ni familia, ni sociedad civilizada. Vamos a describir ahora la forma específica de autoridad que es la base fundamental de la familia: la autoridad parental, es decir, la de los padres.
Defino la autoridad parental como una fórmula-coctel de poder.
En efecto, está compuesta por todo lo que hemos descrito hasta aquí: es tradicional, legal-relacional, carismática; incluso tiene algo de influencia-control, y a veces es coactiva. Tiene algo de todas, pero no puede ser ninguna de ellas. El quid de la cuestión está, como siempre, en el ser humano, en la dosis adecuada de los componentes.
Es tradicional por lo que tiene de poder conferido por el tiempo y la tradición, que hacen de él una institución. Es legal-racional porque se basa en la creencia en un sistema general de principios, de los que se desprende no solo un sistema jurídico de relaciones y normas sino, además, un sistema de valores. Es carismática porque los padres han de tener «carisma», que es la capacidad de ser líderes de su grupo, el familiar; deben conducirlo e inspirarlo basándose en la fuerza de su personalidad, y nunca en la coacción ni en el incentivo de bienes materiales. Ha de ejercer una influencia (benefactora, naturalmente) y un control sobre los hijos, entendido como orden necesario para el crecimiento y el progreso. Y ha de poseer una capacidad de coacción, puesto que en determinados momentos del crecimiento, los hijos no pueden comprender la conveniencia de ciertas normas, y sobre todo de ciertos límites, en razón del insuficiente desarrollo de su aparato mental, y en esta circunstancia, no hay más remedio que imponerlos.