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"Las hazañas del brigadier Gerard" es la primera colección de relatos que Arthur Conan Doyle dedicó a las peripecias de este singular, valeroso y fanfarrón oficial de húsares de las tropas napoleónicas y que fueron publicados por primera vez en
The Strand Magazine entre 1894 y 1895. La segunda colección llamada "Las aventuras del brigadier Gerard" recoge los relatos publicados desde entonces hasta 1903.
Conan Doyle escribió las andanzas de su brigadier en los años que duró la muerte de Sherlock Holmes, su criatura más famosa, y puso en ellas lo mejor de su gran talento narrativo y un sentido del humor que las hace inolvidables.
El brigadier Gerard tiene —lo dice el propio Napoleón cuando le concede la Legión de Honor— la cabeza muy dura, pero el corazón más valiente de todo el ejército francés. La unión de tales atributos mentales y de una intrepidez a prueba de carga de cosacos da origen a singulares peripecias en las qué el humor se une de forma sumamente original a la emoción aventurera.
Los relatos protagonizados por Gerard son verdaderamente ejemplares cuentos de aventuras de ambientación histórica: precisos, elegantes, ingeniosos y con ritmo, y tienen todas las virtudes de un clásico. Doyle utilizó, como documentación de trabajo, memorias de combatientes que realmente intervinieron en las contiendas del período napoleónico.
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Veröffentlichungsjahr: 2023
LAS HAZAÑAS DEL BRIGADIER GERARD
1. De cómo el brigadier llegó al castillo de los horrores
2. De cómo el brigadier desembarazó al Emperador de los «hermanos de Ajaccio»
3. De cómo el brigadier tuvo en sus manos al Rey
4. De cómo el Rey tuvo en sus manos al brigadier
5. De cómo se enfrentó el brigadier con el mariscal Milflores
6. De cómo el brigadier jugó una partida cuya puesta era un reino
7. De cómo ganó el brigadier su medalla
8. De cómo el brigadier fue tentado por el demonio
Notas
The Exploits of Brigadier Gerard
Publicado por George Newnes Ltd.; Longmans, Green & Co. y D. Appleton & Co., 1896
— How the Brigadier Won His Medal - The Medal of Brigadier Gerard
Publicado en The Strand Magazine en diciembre de 1894
— How the Brigadier Held the King
Publicado en The Strand Magazine en abril de 1895
— How the King Held the Brigadier
Publicado en The Strand Magazine en mayo de 1895
— How the Brigadier Slew the Brothers of Ajaccio
Publicado en The Strand Magazine en junio de 1895
— How the Brigadier Came to the Castle of Gloom
Publicado en The Strand Magazine en julio de 1895
— How the Brigadier Took the Field Against the Marshal Millefleurs
Publicado en The Strand Magazine en agosto de 1895
— How the Brigadier Was Tempted by the Devil
Publicado en The Strand Magazine en septiembre de 1895
— How the Brigadier Played for a Kingdom
Publicado en The Strand Magazine en diciembre de 1895
Publicado en castellano con el título de Sable en mano en La Novela Ilustrada, año III, n.º 321, circa 1910
[1]Hacéis bien, amigos míos, en tratarme con respeto, pues al honrarme a mí os honráis vosotros mismos y a la Francia entera.
No es quien os habla un viejo militar de bigotes grises, que come su tortilla y bebe su vaso de vino; es una página de la historia, de la historia más gloriosa de nuestro país, que no ha sido igualada por ningún otro.
Soy uno de los últimos de aquellos hombres admirables que antes de dejar de ser muchachos fueron militares veteranos; de aquellos que aprendieron antes a hacer uso de la espada que de la navaja de afeitar, y que durante más de cien batallas no permitieron ni una sola vez que el enemigo viese el color de sus mochilas.
Más de veinte años pasamos enseñando a Europa a pelear, y aun cuando aprendió la lección, fue siempre el termómetro y jamás la bayoneta el que producía algún efecto en el más grande de los grandes ejércitos.
En Berlín, en Nápoles, en Viena, en Lisboa, en Moscú, en todas partes hemos acuartelado nuestros caballos.
Sí, amigos míos, lo repito: hacéis bien en mandar a vuestros hijos a saludarme, pues mis oídos han escuchado las dianas francesas y mis ojos han visto el orgulloso estandarte francés en sitios donde jamás ha llegado a escucharse ni a verse.
Siempre recuerdo con placer aquellos gloriosos tiempos, y después de comer, al echar la siesta en mi butaca, veo desfilar por delante de mí las inmensas filas de guerreros: los cazadores con sus chaquetas verdes, los elegantes coraceros, los lanceros de Poniatowsky, los dragones con sus capotes blancos y los galantes granaderos.
Después oigo el redoblar de los tambores y entre nubes de humo y polvo veo la línea de los bonetes altos, la fila de rostros arrugados por la intemperie y el movimiento de las largas plumas rojas, entremezclado todo con el brillo del acero, y por último, allá a lo lejos, rodeado de Ney, Lefèvre y otros valientes bien conocidos, distingo a nuestro hombrecito, pálido y severo, con sus penetrantes ojillos grises.
Éste es el final de mi sueño. Entonces salto de la butaca lanzando una exclamación de alegría, y madame Titaux vuelve a reírse del viejo militar que vive entre las sombras del pasado.
Al terminar las guerras era yo todo un jefe de brigada, con grandes esperanzas de llegar a ser general de división; pero mis principales aventuras no las corrí precisamente cuando conquisté los laureles, sino en los primeros años de mi carrera, y a ellos me refiero generalmente cuando quiero hablar de los trabajos y de las glorias de la vida militar.
Como fácilmente comprenderéis, cuando un oficial tiene a su mando un gran número de hombres y caballos, lleva la cabeza llena de reclutas y refuerzos, de forraje, cuarteles, veterinarios y otras cosas por el estilo; así es que, aun cuando no se halle frente al enemigo, vive siempre muy preocupado; pero cuando sólo se ha llegado a teniente o a capitán, puede disfrutar de la vida sin preocuparse de nada ni pensar en otra cosa que en divertirse y en enamorar a las muchachas. En esa época de mi vida fue cuando más me divertí yo y cuando corrí la mayor parte de las aventuras que os cuento.
Esta noche voy a referiros cómo visité el castillo de las tinieblas, y también os hablaré de la extraña comisión del teniente Duroc y de la horrible tragedia del hombre que durante algún tiempo fue conocido por el nombre de Juan Carabín, y más adelante por el de barón de Straubenthal.
En el mes de Febrero de 1807, inmediatamente después de la toma de Dantzig, el comandante Legendre y yo fuimos encargados de llevar desde Prusia al Este de Polonia cuatrocientos caballos de refuerzo. Con la crudeza del invierno, y principalmente en la batalla de Eylau, habíamos perdido tantos caballos que nuestro brillante regimiento de húsares estaba amenazado de tener que convertirse en batallón de infantería. Sabíamos, pues, que para evitar esto era grande la ansiedad con que se nos esperaba en las filas, y sin embargo no avanzábamos muy de prisa porque había muchísima nieve, los caminos eran detestables y teníamos sólo veinte hombres convalecientes para ayudarnos. Además, cuando se cambia diariamente de pienso, y a veces no se encuentra nada, es imposible sacar a los animales del paso regular.
Ya sé que en los libros de cuentos la caballería pasa siempre en la más desenfrenada carrera; pero por mi parte, después de haber visto más de doce campañas, me daría por muy satisfecho con que mi brigada, durante una marcha, pudiera andar siempre al paso ligero y trotar en presencia del enemigo. Hay que tener en cuenta que al decir esto hablo de los húsares, y que con doble motivo pudiera decirlo de los coraceros y de los dragones. [2]
Siempre fui muy amigo de los animales, y el tener a mis órdenes cuatrocientos caballos de diversas edades, colores y caracteres, me llenaba de satisfacción. La mayor parte eran de Pomerania, pero los había también de Normandía y de Alsacia.
Nos entretenía mucho el observar que se diferenciaban en el carácter, tanto como los habitantes de los respectivos países de que procedían. Observamos también lo que después he tenido ocasión de comprobar muchas veces, que la índole del caballo se conoce por su color. El esbelto bayo es siempre caprichoso y nervioso, sufrido y valiente el castaño, dócil el roano y el negro terco y poco manejable. Estas observaciones no tienen nada que ver con mi historia; ¿pero cómo queréis que la prosiga un oficial de caballería cuando halla al paso cuatrocientos caballos? Ya lo veis, tengo costumbre de hablar de lo que me interesa y espero interesaros también.
Cruzamos el Vístula frente a Meserwerden y en la misma mañana en que llegamos a Resenberg el comandante se presentó en mi cuarto, en la casa de postas, llevando en la mano un papel.
—Tiene usted que marcharse —dijo con mal reprimido enojo.
No me daba gran pena separarme de él, porque, si me es permitido decirlo, no era digno de tener a sus órdenes un teniente como yo; pero tuve que disimular mi alegría, y silenciosamente saludé, esperando que continuara.
—Acabo de recibir una orden del general Lasalle —añadió—. Debe usted salir inmediatamente para Rossel, y presentarse en cuanto llegue, en el cuartel general.
Ninguna noticia podía haberme complacido más.
Mis oficiales superiores tenían formada muy buena opinión de mí, aunque preciso es decir que ninguno llegó a hacerme justicia. Comprendí que aquella orden tan repentina significaba que mi regimiento entraba de nuevo en campaña, y que Lasalle reconocía que mi escuadrón estaría muy incompleto sin mi presencia. Es verdad que era un poco inoportuno el momento, porque el posadero tenía una hija preciosa, una polaca de cutis blanco como la nieve y de negro y abundante pelo, pero me llamaba el deber y era preciso abandonarlo todo. De suerte que bajé al patio, mandé que me prepararan mi magnífico Rataplán y poco después me puse en camino.
Era aquélla, por cierto, bien mala estación para atravesar el país más frío y más pobre de toda Europa; pero el día, aunque crudísimo, estaba muy hermoso. No se veía ni una sola nube en el cielo, cuyo color azul contrastaba con la blancura de la nieve, que brillaba bajo los fríos rayos del sol. Tan glacial era el aire que, al respirar, el aliento parecía quedarse helado, mientras que de las narices de Rataplán salían dos elegantes plumajes de vapor y de ambos lados del bocado caían grandes carámbanos. Para que entrara en calor le hice trotar un rato. Yo no sentía el frío. Iba tan preocupado que ni siquiera pensaba en él.
Hacia el Sur, lo mismo que hacia el Norte no se veía sino grandes llanuras cubiertas de nieve, y por toda vegetación algún grupo de pinos negros o de claros álamos. De vez en cuando daba con algún caserío; pero sólo tres meses hacía que había pasado por allí un gran ejército [3], y ya sabéis lo que esto significa para cualquier país.
Cierto que los polacos eran amigos; pero de entre cien mil hombres sólo los guardias tenían donde resguardarse, los demás tenían que vivir como mejor podían. Así que no me sorprendió nada el no ver salir humo de las chimeneas de las desoladas casas ni señales de ninguna clase de ganado. El ejército de Napoleón dejaba siempre huellas, y se decía que hasta las ratas morían de inanición por donde el Emperador pasaba con sus hombres.
Hacia el medio día llegué a la aldea de Saalfeldt, pero pude avanzar muy poco a poco, porque como tenía que marchar por el camino real que conducía a Osteroide, donde pasaba el emperador el invierno, así como también el cuartel general de las siete divisiones de infantería, lo encontré todo cuajado de carros y de coches. Entre las arcas, vagones y correos y la larga fila que sin cesar aumentaba de reclutas y rezagados, me pareció que nunca iba a llegar a incorporarme a mi regimiento; así que fue grande mi satisfacción cuando hallé un sendero que, por entre extensas filas de pinos, conducía también hacia el Norte. En el cruce había una taberna, y en el momento de llegar yo una sección de húsares de Conflans montaba a caballo. A la entrada de la taberna vi al oficial, un joven alto, delgado y pálido, que más bien parecía un estudiante de cura recién salido del seminario que el jefe de los hombres que tenía a sus órdenes.
—Buenos días —me dijo cortésmente al ver que detenía el caballo.
—Muy buenos —contesté; y para presentarme con toda formalidad, añadí—: soy Esteban Gerard, teniente de húsares del décimo regimiento.
En la cara que puso comprendí que había oído hablar de mí. Todo el mundo conocía mi nombre desde cierto lance que tuve con los seis maestros de esgrima. Pero mi amabilidad le inspiró confianza.
—Yo soy Duroc —contestó—, segundo teniente del 3.º.
—¿Recién venido? —pregunté.
—La semana última.
Me lo había figurado, juzgando por su color tan pálido y el ver cómo permitía a sus hombres haraganear en la silla; pero no hacía mucho que yo mismo había aprendido lo que ocurre cuando, siendo casi un chiquillo, tiene uno que dar órdenes a soldados veteranos. Me acuerdo que en los primeros días de mi llegada al ejército me ruborizaba al mandar a quienes habían asistido a más combates que años tenía yo. Entonces me hubiera parecido más natural el decir: «Con su permiso nos pondremos en fila», o «Si a ustedes les parece bien empezaremos a galopar». Así que no por aquello formé mala opinión del muchacho; mas para ayudarle un poco lancé a los soldados una mirada que comprendieron al momento, y se pusieron más derechos que un poste del telégrafo.
—¿Sigue usted este camino del Norte? —pregunté.
—Tengo orden de patrullar entre este punto y el pueblo llamado Arsendorf —me contestó.
—Pues entonces, si usted quiere, iremos juntos hasta allí. Creo que el camino más largo resultará por fin el más corto.
Así fue, pues el sendero que seguíamos, desviándose de la carretera, atravesaba un gran campo abierto que fue cedido a los cosacos y merodeadores, y estaba tan desolado y triste como animado y llano el camino real. Duroc y yo abríamos la marcha, seguidos de sus seis hombres de caballería. Era un buen muchacho aquel Duroc, aunque tenía la cabeza bien repleta de las tonterías que enseñan en Saint-Cyr [4]. Estaba más enterado de la historia de Alejandro Magno y de las campañas de Pompeyo que del manejo del forraje o del arreglo de las herraduras de su caballo. Sin embargo, repito que era un buen muchacho, sin malicia ni doblez ninguna. Me agradó mucho oírle hablar de su madre y de su hermana María, que vivían en Amiens.
Después de un rato de marcha entramos en la aldea de Hayenan, y al pasar por la casa de postas Duroc se detuvo para hablar con el dueño.
—¿Puede usted decirme —preguntó— si vive por aquí el barón de Straubenthal?
El hombre respondió negativamente y proseguimos nuestro camino.
Aquello no me llamó la atención; pero cuando al entrar en la próxima aldea repitió Duroc la pregunta con el mismo resultado, no pude menos de interrogar quién era el tal barón.
—Es un hombre —contestó el muchacho sonrojándose ligeramente— a quien tengo que confiar una comisión de suma importancia.
No me satisfizo por completo la respuesta; pero comprendí que sería una imprudencia el insistir, y me callé.
Mi compañero continuaba haciendo la misma pregunta a todas cuantas personas encontrábamos en el camino, y yo, por mi parte, como debe hacer todo buen oficial de caballería, procuraba enterarme del terreno que pisábamos, fijándome hasta en los menores detalles. A cada paso nos alejábamos más y más del cuartel general, cuyas avanzadas denunciaban hacia el Sur grandes penachos de humo. Al Norte, entre nosotros y el campamento ruso, nada se divisaba; digo mal: en dos ocasiones me pareció haber visto brillar, allá en un extremo del horizonte, las lanzas de los cosacos.
El sol empezaba ya a ocultarse cuando, al descender por una colina, nos encontramos con una aldeíta a la derecha y a la izquierda con un gran castillo que se destacaba de entre los bosques de pinos.
A un aldeano de mala facha que se acercaba a nosotros guiando un carro le preguntó Duroc:
—¿Qué aldea es ésta?
—Arsendorf —respondió el hombre bárbaro dialecto alemán.
—Entonces hemos llegado al término de mi viaje —dijo Duroc. Y añadió dirigiéndose nuevamente al aldeano—. ¿Podrá usted manifestarme si vive por aquí el barón de Straubenthal?
—Es el dueño del Castillo de los Horrores —contestó el hombre señalando las negras torrecillas que sobresalían en el lejano bosque.
Al oír esto Duroc lanzó una exclamación muy parecida a la que pudiera lanzar un cazador al ver levantarse la caza a dos pasos de él. Creí que había perdido la razón. Sus ojos despedían chispas; tenía la cara más lívida que un difunto, y fue tan feroz la mirada que lanzó sobre el aldeano, que éste se apartó lleno de miedo. Me parece estarle viendo ahora inclinado sobre el caballo y dirigiendo sus ojos de fuego hacia el negro castillo.
—¿Por qué se llama el Castillo de los Horrores? —pregunté.
—Es el nombre que le dan por aquí —contestó el aldeano— con motivo de los horribles sucesos que han ocurrido en él. Hace catorce años que lo habita el hombre más bribón, el más malvado de toda la Polonia.
—¿Es algún noble polaco?
—No —fue la respuesta—. En nuestra tierra no se crían seres tan asquerosos.
—Es francés, ¿verdad? —exclamó Duroc.
—Dicen que vino de Francia.
—¿Tiene acaso el pelo rojo?
—Casi como un tomate.
—Sí, sí, justo; él es —exclamó mi compañero visiblemente excitado—. La mano de la Providencia me ha guiado a este sitio. ¡Y luego dirán que no hay justicia en el mundo! Vamos, Gerard, necesito alojar a mis hombres antes de atender a este asunto particular.
Metimos espuelas a los caballos y cinco minutos después llegábamos a la posada, donde debían quedar los hombres aquella noche.
El asunto particular de Duroc no tenía, por supuesto, nada que ver conmigo, y sin embargo, me había chocado muchísimo la excitación de aquel muchacho.
Todavía me quedaba mucho que andar hasta Rossel y resolví proseguir mi camino, con la esperanza de encontrar más adelante algún caserío donde pudiéramos pasar la noche Rataplán y yo. Con esta idea, y después de apurar un buen vaso de vino, volví a montar; pero apenas Rataplán había dado el primer paso, cuando Duroc salió apresuradamente y me detuvo.
— Monsieur Gerard —exclamó—, ruego a usted no me abandone de esta manera.
—¿Pero qué es lo que le pasa? ¿Puedo yo ayudar a usted en algo?
—Sí, señor, mucho. He oído hablar muchísimo de usted, y a nadie mejor quisiera tener a mi lado esta noche.
—¿Olvida usted que voy a incorporarme a mi regimiento?
—Es imposible que llegue usted a Rossel esta noche —repuso Duroc—. Mañana podrá usted ir directamente desde aquí. Al quedarse conmigo esta noche me hará usted un favor grandísimo. Ruégole me ayude en un asunto en que va envuelto mi honor y el de mi familia. Sin embargo, debo advertirle que probablemente correremos algún peligro.
No pudo haberme dicho nada más de mi gusto.
Salté del caballo, y llamando a un criado lo entregué, mandándole que lo llevara la cuadra.
—Vamos adentro —dije—, y explíqueme usted qué es lo que quiere de mí.
Me condujo al comedor de la posada y cerró cuidadosamente la puerta para que nadie nos interrumpiese. Sin saber por qué, aquel joven me inspiraba profunda simpatía. Su uniforme de color gris plateado le sentaba admirablemente. Al comenzar su historia, la luz del quinqué, reflejando la seriedad de rostro, le hacía aparecer más viejo que lo era. Sin decir que se portaba tan bien como yo me porté a su edad, confieso que había bastante semejanza entre los dos, y que esto despertaba en mí el más vivo interés.
—En pocas palabras —empezó diciendo—, lo explicaré todo. Si no se lo he contado a usted antes ha sido porque me duele el hablar de este asunto, pero no puedo pedir su ayuda sin decir para qué le necesito.
»Fue mi padre el conocido y reputado banquero Cristóbal Duroc, que murió a manos del populacho durante la revolución de Septiembre. Ya sabe usted cómo se apoderó el pueblo de las cárceles, cómo nombró tres falsos jueces para sentenciar a los desgraciados aristócratas y cómo éstos, al salir a la calle después de aquella horrible farsa, fueron vilmente asesinados. Mi padre fue un bienhechor de los pobres y hubo muchos que pidieron por él. En aquellos días estaba enfermo con fiebre y le llevaron medio muerto, tendido sobre una manta, a presencia de los jueces. Dos de los tres que habían de juzgarle se pusieron de su parte. El tercero, un joven jacobino [5] que por su corpulencia y sus instintos brutales llegó a ser uno de los ídolos del populacho, le sacó arrastrando de la manta con sus propias manos, le pisoteó repetidas veces con sus enormes y pesadas botas y después le echó a la calle, donde fue despedazado en circunstancias imposibles de describir. Comprenderá usted que, aun teniendo en cuenta las injustas leyes de aquella época, la horrorosa muerte de mi padre fue un asesinato, puesto que dos de los tres jueces querían absolverle.
»Restablecido el orden, mi hermano mayor comenzó a practicar diligencias para averiguar el paradero de aquel hombre, aquella fiera mejor dicho. Yo era entonces muy niño, pero se hablaba del suceso en mi presencia y me enteré de todo. Supimos que se llamaba Carabín, que era uno de los guardias de Santerre y que tenía fama de ser un duelista de primera. Nos dijeron también que una señora extranjera, la baronesa de Straubenthal, fue arrastrada a su presencia, pero que pudo obtener la libertad prometiendo ser suya, con todos sus bienes y propiedades. Se casó con ella, tomó su título y su dinero y huyó de Francia al caer Robespierre. Después no pudimos nunca saber qué fue de él.
»Creerá usted quizás que, conociendo su nombre y su título, sería fácil encontrarle; pero no hay que olvidar que la revolución nos dejó sin dinero, y sin dinero en tales casos poco puede hacerse. Vino el imperio y entonces aumentaron las dificultades, porque el emperador dispuso que con el 18 Brumario quedaban liquidadas todas las cuentas, y que aquel día quedaba echado un velo sobre lo pasado, pero nosotros no podíamos olvidar las atrocidades cometidas con nuestro padre.
»Mi hermano mayor ingresó en aquel tiempo en el ejército y anduvo por todo el Sur de Europa indagando el paradero del barón de Straubenthal. En el mes de Octubre del año último fue herido en Jena [6], y murió sin haber podido vengar a nuestro pobre padre. Yo voy a ser más afortunado, pues he tenido la suerte de hallar al barón en una de las primeras aldeas que visito, y para colmo de mi fortuna me veo acompañado por un bravo militar cuyo nombre va asociado a multitud de hechos heroicos, tan generosos como atrevidos.
Con sumo interés había escuchado la historia de Duroc, pero no comprendía qué quería de mí.
—¿En qué puedo serle útil? —pregunté.
—Acompañándome en mi visita.
—¿Al castillo?
—Sí.
—¿Cuándo?
—Esta misma noche.
—¿Pero qué piensa usted hacer?
—Lo sabrá cuando llegue allá. Le suplico que no me niegue el favor.
Nunca rehusé yo ninguna aventura, y además simpatizaba mucho con el joven. Bien está que perdonemos a los enemigos, pero es natural que les demos a ellos algo que perdonar. Pensando así y tendiéndole la mano con el mayor afecto, le dije:
—Mañana a primera hora tengo que salir para Rossel, pero esta noche estoy a su disposición.
Dejamos bien alojados a los soldados, y como el castillo no distaba de la posada una legua, no quisimos molestar a los caballos. Para decir la verdad, no me hace mucha gracia ver a pie a ningún soldado de caballería. Jinete en su caballo le encuentro airoso y elegante, pero me parece torpe y desgarbado cuando tiene que recoger el sable con una mano y volver los pies hacia adentro para no tropezar con las espuelas. Sin embargo, Duroc y yo teníamos la edad en que todo sienta bien, y estoy seguro de que a ninguna mujer le hubiera disgustado el tipo de ninguno de los dos húsares, uno de azul y otro de gris, que salieron aquella noche de la posada de Arsendorf.
Tomamos el sendero que conducía al castillo por entre un espeso bosquecillo de pinos, y era la niebla tan densa y obscura que apenas veíamos el camino. Sólo se distinguía a veces, por encima de nuestras cabezas, algún trocito de cielo cubierto de estrellas.
Después de andar un buen rato nos encontramos frente al gran Castillo de los Horrores. Era un edificio enorme y feísimo, con torrecillas negras en las cuatro esquinas y una gran torre en el centro, que servía como de centinela avanzado. La enorme puerta, tachonada de clavos de hierro, no tenía ni aldaba ni campanilla, por lo cual tuvimos que hacer uso de los puños de nuestros sables para llamar.
En toda la inmensa fachada sólo se veía en una ventanita una luz misteriosa; ruido no se oía ninguno. Jamás he visto casa de aspecto más sombrío ni más triste. Algo terrible me parecía notar en el silencio y la obscuridad que tan perfectamente se avenían con el siniestro nombre del castillo.
Por fin salió un hombre alto y delgado, con una barba que le cubría los dos lados de la cara. En la mano derecha llevaba un farol y en la izquierda una gruesa cadena, de la que tenía amarrado un enorme perro de presa. Sin duda su primera intención fue amenazarnos con las furias del animal, pero al ver nuestros uniformes cambió de parecer, aunque nos contempló con bien mala cara.
—El barón de Straubenthal no recibe visitas a estas horas —dijo hablando en excelente francés.
—Puede usted manifestar al barón —repuso mi compañero—, que he recorrido ochocientas leguas sólo por verle, y que no me iré de aquí hasta que haya hablado con él.
No pude menos de admirar el tono de su voz. No hubiera podido hablar mejor yo mismo.
El hombre, acariciándose la barba nos miró de reojo durante unos instantes, pensando sin duda lo que había de decir.
—Hablando con franqueza, señores —exclamó al fin—, a estas horas el barón toma sus copitas de vino, y estoy seguro de que no le haría mucha gracia la visita. Más valiera que volvieran ustedes mañana.
Mientras así se expresaba abrió de par en par la puerta, y entonces pudimos ver que detrás de él tenía tres hombres casi de su misma catadura. Uno de ellos llevaba amarrado otro enorme perro de presa.
—Basta de charla —exclamó Duroc amoscándose, apartando al hombre y entrando resueltamente—. Es con su amo y no con usted con quien necesito hablar.
Tan grande es la influencia que ejerce uno que sabe lo que quiere sobre otros que no lo saben, que al verle avanzar con decisión los cuatro se retiraron para dejarle sitio.
—Guíeme usted a la estancia donde el barón se halle —dijo Duroc encarándose con uno de ellos como si fuera un criado.
El hombre se encogió de hombros y contestó en polaco. El que nos abrió la puerta parecía ser el único que hablaba francés.
—Bien, sea como ustedes quieren —dijo este último—. Verán al señor barón, pero quizás antes de terminar la visita pensarán que hubiera sido preferible seguir mi consejo.
Sin replicar palabra le seguimos por un pasillo de piedra, cuyo suelo se hallaba cubierto de pieles. En las paredes había en abundancia cabezas de animales salvajes, pero revelando todo suciedad y pobreza.
Al llegar al extremo del pasillo abrió una puerta y seguimos adelante, hasta que nos hallamos en una habitación pequeña y desamueblada, con el mismo aire de suciedad y miseria. Los tapices estaban tan viejos y deteriorados, que por varios sitios dejaban ver la tosca pared de piedra. En el testero opuesto había otra puerta muy parecida a aquélla por donde habíamos entrado, pero cubierta con una cortina negra. En el centro se hallaba una mesa, sobre la que se veían restos de comida y buen número de botellas vacías. Sentado a la mesa y con una copa en la mano vimos a un hombre corpulento, con larga cabellera y barba no menos larga y enmarañada, ambas de color anaranjado. En mis numerosas aventuras he tenido ocasión de ver muchas caras perversas, pero tan repugnante y llena de maldad como aquélla no la vi nunca. Los ojillos hundidos, las mejillas blancas y barbudas, y los labios gruesos, sobre todo el inferior, formaban un conjunto horrible. Meneando la cabeza nos contempló durante un rato con la mirada vaga y torpe de un hombre ebrio, aunque no lo estaba por completo, pues comprendí que había reconocido nuestras uniformes.
—¡Hola, valientes! —exclamó—. ¿Qué noticias traéis de París? ¿Conque vais a liberar a Polonia? Y mientras tanto sois esclavos vosotros mismos, esclavos de un hombrecillo aristocrático, con su gabán gris y su sombrero de puntas. Dicen también que ya no habrá ciudadanos [7], nada más que madame y monsieur. ¡Cáspita! Cuántas cabezas tienen que caer al serrín todavía. No tardarán…
Duroc avanzó silencioso y fue a colocarse junto al barón.
—¡Juan Carabín! —dijo con voz de trueno.
El barón se estremeció. La nube de la embriaguez parecía desaparecer de sus ojos.
—¡Juan Carabín! —volvió a decir Duroc.
El hombre se incorporó rápidamente, y apoyando las manos en los brazos de la butaca preguntó mirándole con fijeza:
—Joven, ¿por qué repite usted ese nombre?
—Juan Carabín, hace muchos años que ando buscándole.
—Aunque fuera cierto que en algún tiempo me llamaran así, ¿qué puede importarle a usted, puesto que sería entonces una criatura?
—Me llamo Duroc.
—¿Duroc, hijo de…?
—Sí, hijo del hombre a quien asesinó usted cobarde y villanamente.
El barón trató de reírse, pero comprendí que temblaba.
—Joven, olvidemos lo pasado —dijo—. Aquéllos eran días de lucha, de guerra a muerte. Son cosas que no tienen remedio. Su padre pertenecía a los girondinos [8] y cayó. Yo pertenecía a los jacobinos. La mayor parte de mis compañeros cayeron también. ¡Qué quiere usted! Cosas de la vida. Olvidémoslo todo. Usted y yo llegaremos todavía a ser buenos amigos.
Y tendió una mano velluda y fea.
—¡Basta! —vociferó el joven—. Si yo le atravesara a usted con mi sable, dejándolo clavado en la butaca, haría lo que debía hacer. Es una deshonra cruzar mi sable con el suyo. Sin embargo, es usted francés y ha peleado bajo la misma bandera que yo peleo. Levántese, pues, y defiéndase.
—¡Quiá! —balbuceó el barón—, ésas son cosas de jóvenes, y yo…
Duroc no tuvo calma para oír más, y con la mano derecha le descargó una tremenda bofetada.
—¡Esta bofetada le costará a usted la vida! —exclamó el barón.
—Vaya, ya nos vamos entendiendo —repuso Duroc.
—¡Mi sable! —gritó el barón—. Prometo no hacerle esperar. Poco tiempo necesito para arreglarle a usted las cuentas.
Y salió de la habitación precipitadamente.
Como dije antes, en frente de donde estábamos había una puerta cubierta con una cortina. Apenas había desaparecido el barón salió por aquella puerta una mujer joven y hermosa, la cual, acercándose silenciosamente a nosotros, le dijo a Duroc con voz apenas perceptible:
—Lo he visto todo. Se ha portado usted admirablemente.
En seguida cogió la mano de mi amigo y se la besó repetidas veces.
—Pero, señora —exclamó Duroc—, ¿por qué me besa usted la mano?
—Porque es la mano que ha castigado su inmunda boca, esa boca que pronuncia tan horribles blasfemias. Porque es la mano que vengará a mi querida madre. Soy su hijastra. Mi pobre madre murió de los disgustos que ese hombre la dio. Le odio y le temo. ¡Ah! Oigo sus pasos, ya vuelve. ¡Ánimo, joven, mucho ánimo!
Y desapareció tan súbitamente como había venido.
Un momento después entró el barón con un sable desenvainado en la mano y seguido del hombre de la barba negra que nos había abierto la puerta.
—Este señor, que es mi secretario, me servirá de padrino —dijo—. Pero necesitamos más espacio que el que hay aquí. Hagan ustedes el favor de pasar a este otro departamento.
Como era imposible de todo punto batirse en una habitación donde apenas cabíamos todos le seguimos por el pasillo, en cuyo extremo brillaba una luz a través de una puerta entreabierta.
—Aquí tenemos lo que nos hace falta —dijo el secretario entrando en un departamento grande y completamente desamueblado.
Apoyadas en las paredes había una larga hilera de barricas y cajas de madera de varias formas y tamaños. En un ángulo, colocado sobre un anaquel, un enorme quinqué alumbraba la estancia. El pavimento reunía buenas condiciones para el objeto.
Duroc entró con el sable desenvainado. El barón, retirándose un poco y haciendo una ligera inclinación de cabeza, me invitó a seguir a mi compañero. Apenas traspuse la entrada se cerró la pesada puerta y la llave crujió en la cerradura. Habíamos caído en la ratonera.
Al principio nos parecía mentira; no hubiéramos podido nunca sospechar aquella villanía, aquella canallada; pero al darnos cuenta de lo necios que habíamos sido al fiarnos por un momento de aquel hombre, de aquel miserable, nos pusimos furiosos. Furiosos contra el polaco y contra nosotros mismos por nuestra estupidez.
Lo primero que hicimos fue lanzarnos contra la puerta vociferando y pataleando con todas nuestras fuerzas. El ruido que metimos debió de resonar en todo el castillo, pero fue inútil. La única respuesta que obtuvieron nuestros gritos fue el eco que vibraba en el techo encima de nosotros. Era una puerta muy pesada, una de esas puertas que se encuentran en los castillos de la Edad Media, y todos nuestros esfuerzos no producían efecto alguno. Cuando uno ha servido algunos años aprende a conformarse con lo que no tiene remedio. Yo fui, pues, el primero en recobrar la calma, y persuadí a Duroc a que me ayudase a registrar la habitación que para nosotros se había convertido en cárcel.
Sólo tenía una ventanita muy alta, sin cristal y tan estrecha que era materialmente imposible sacar por ella la cabeza. Duroc se encaramó sobre un tonel para mirar si se veía algo.
—¿Qué ve usted? —le pregunté.
—Una larga avenida cubierta de nieve —contestó—, y algunos grupos de pinos; nada más.
En seguida lanzó una exclamación, y yo de un salto me puse a su lado. Vi un hombre, jinete en un magnífico caballo gris, que galopando a más no poder atravesaba la avenida en dirección contraria a la que habíamos traído nosotros, y que después de un momento se ocultó a nuestra vista por entre las negras sombras del bosque.
—¿Qué significará eso? —preguntó Duroc.
—Nada bueno para nosotros —respondí—. Probablemente habrá enviado el polaco algún criado en busca de algunos amigos para ahorcarnos o cosa parecida. Lo que debemos hacer es buscar el medio de salir de la ratonera antes de que llegue el gato.
Lo único que teníamos de bueno era la luz. El quinqué estaba casi lleno de aceite y nos duraría hasta la mañana. A obscuras, nuestra situación hubiera sido más difícil.
No sabiendo qué hacer nos pusimos a examinar las barricas y las cajas colocadas a lo largo de las paredes. En algunos sitios había sólo una fila, pero en otros, sobre todo en un ángulo, estaban amontonadas hasta tocar casi en el techo. Indudablemente nos habían encerrado en la despensa del castillo, pues las cajas contenían quesos, frutas secas y legumbres de varias clases, y en las barricas había vino. Una tenía puesta la llave, y como yo había comido muy poco aquel día, parecióme que no me sentaría mal un vasito de clarete. Me lo escancié, y cortando un buen pedazo de queso me puse a cenar tranquilamente. Duroc no quiso tomar nada. Estaba desesperado y no hacía más que dar vueltas de un lado a otro, profiriendo maldiciones contra el polaco y diciendo de vez en cuando:
—Todavía me las ha de pagar. ¡Juro que no escapará de mis manos!
No estaba mal aquello: pero mientras comía mi queso y bebía mi vino se me ocurrió que el joven Duroc pensaba demasiado en sus cosas y harto poco en el compromiso en que a mí me había metido. Después de todo, hacía catorce años que había muerto su padre y aquello ya no tenía remedio. Pero he aquí a Esteban Gerard, el oficial más galante y más audaz del ejército, en inminente peligro de perder la vida en los comienzos de su brillante carrera. ¡Quién sabía los honores y las glorias que llegaría a conquistar si saliera de allí! Y no pude menos de pensar en la tontería que había cometido al mezclarme en un asunto en que nada tenían que ver ni Francia ni el emperador. Bastante era el tener que luchar con un millón de rusos, sin meterme en cosas ajenas.