Las invocaciones - Krystal Sutherland - E-Book

Las invocaciones E-Book

Krystal Sutherland

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Beschreibung

Zara Jones ha perdido a su hermana, pero en lugar de aceptarlo y seguir adelante, decide hacer lo necesario para sacarla de la tumba, incluso negociar con lo más oculto. Jude Wolf es la hija de un multimillonario, pero está maldita. Después de que un trato con un demonio saliera terriblemente mal, su alma y su cuerpo comenzaron a necrosarse poco a poco. Emer Byrne es una bruja huérfana con un pasado oscuro y un poder letal, pero podría ser la solución a los problemas de Zara y Jude. Aunque Emer lleva una vida difícil, regala su don más preciado, sus invocaciones, a mujeres en situaciones desesperadas dispuestas a sacrificar una parte de su alma a cambio de poder. Zara y Jude están decididas, pero primero tendrán que encontrar a Emer y pagar el precio por recuperar lo que más quieren. «Un espectáculo emocionante y exquisitamente grotesco de mujeres jóvenes que asumen el mando de su situación». Kirkus Reviews «Un cuento de hadas moderno magníficamente retorcido que brilla por su magia y misterio, Las invocaciones es emocionante, irresistible e inolvidable». Karen M. McManus, autora de Alguien está mintiendo «Oscura, enrevesada y magníficamente escrita... Los lectores se sentirán seducidos por este variopinto equipo de aspirantes a brujas.» School Library Journal «Un espectáculo emocionante y exquisitamente grotesco de mujeres jóvenes que asumen el mando de su situación». Kirkus Reviews

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Seitenzahl: 540

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Para todas las chicas enojadas

PRÓLOGO

Una chica camina sola de regreso a casa por la noche.

Es la víspera de Todos los Santos en Londres, y la calle que se extiende frente a ella está vacía, silenciosa, salvo por el suave golpe de sus botas en el concreto y el susurro de las hojas otoñales arrancadas por el viento. Las brumosas luces de las lámparas de sodio se esfuerzan por desplazar la oscuridad.

La chica viste de bruja. Piel verde como de caricatura, sombrero puntiagudo, una verruga falsa en la nariz. Viene del salón de baile Electric donde, en un concierto de Halloween con sus compañeras de casa, vio al chico que le gusta besando a una chica disfrazada de ángel sexy. Eso hizo que se arrepintiera de inmediato de su disfraz y quisiera regresar a casa.

Ahora se cuela por el hueco entre dos edificios, más allá del pub que está junto al canal, al que suele ir con sus amigos en verano. Una chica está sentada al otro lado de una ventana decorada con calcomanías de murciélagos, con la cara manchada de sangre. Una pareja con overoles a juego color rosa intenso termina su relación sentada en una banca.

La chica da unos pasos hacia el puente que cruza el canal y baja al camino de sirga del otro lado.

Es ahí, en el puente, donde se detiene. El canal debajo de ella es una delgada serpiente de aguas poco profundas. En un día claro, se puede ver el detritus cubierto de algas que se acumula en el fondo: las bicicletas, los carritos de supermercado, los neumáticos. Esta noche el canal luce negro e impenetrable. Si no se conoce su profundidad, se podría pensar que es insondable.

Del otro lado, los bares y restaurantes del mercado de Camden siguen repletos de gente celebrando Halloween. Hombres y mujeres disfrazados se agrupan alrededor del rojo resplandor de los calefactores exteriores, riendo y bebiendo vino caliente en tazas humeantes.

Más adelante, el puente peatonal desciende hasta el camino de sirga que serpentea junto al canal Regent, por debajo del nivel de la calle.

La chica se cierne al borde de la oscuridad, sopesando sus opciones.

Ella suele evitar el canal tras la puesta de sol. No está iluminado. Es el tipo de lugar que le han dicho toda la vida que evite por el simple hecho de ser una chica… pero esa noche tiene frío y está ebria y triste y hambrienta de las sobras de pad thai que sabe que la esperan en su refrigerador. El camino junto al agua es la ruta más corta y rápida para volver a casa.

Sin embargo, algo le dice que no continúe. Tal vez sea el recuerdo de lo que le ocurrió otra noche como aquella. El extraño que la esperaba en la oscuridad, todas esas reiteradas advertencias que la iban invadiendo, manifestándose en carne y músculo, y aliento.

Entonces, la chica recuerda las palabras grabadas en su muñeca y pasa la yema del dedo por las frías letras metálicas hundidas en su piel. Palabras que tardó un año en encontrar. Palabras que significan que ya no necesita temer a la noche ni a nadie que pueda acecharla.

Cruza el puente. Se sumerge en la oscuridad.

La primera parte del paseo está bien. El camino es estrecho y empedrado. El canal está bordeado a ambos lados por almacenes convertidos en lujosos edificios de departamentos. La luz que proviene de sus ventanas se refleja en la mansa superficie del agua, creando un inquietante mundo especular justo debajo del real. Las casas flotantes se asientan cómodamente en el borde del canal; el olor a humo de leña flota en el aire a su alrededor. Un perro enorme, muy gordo, está echado frente a una de ellas y la observa al pasar. Los sonidos de la juerga se disuelven a lo lejos, pero todavía hay vida allí. Todavía hay gente que la oiría si gritara.

Cruza por debajo de un puente. Está plagado de pintas e iluminado por una potente luz azul, para ahuyentar a los adictos. La combinación hace que el lugar parezca peligroso. Ella avanza rápidamente hacia la sombra que la espera.

El siguiente tramo es peor. Ya no hay casas flotantes. Ya no hay departamentos de lujo. No hay nadie que pudiera acudir en su auxilio. La vegetación florece a la vera del camino, enredaderas y zarzas que no pierden su follaje cuando la noche se convierte en escarcha. Ella se mueve más cerca del agua, recelosa de los atacantes ocultos entre las enredaderas.

La chica cruza por debajo de un segundo puente iluminado de azul, y luego de un tercero, que percibe rancio a causa del hedor a orina. Ella llega a la base de la escalera que sobresale de la oscuridad hacia la calle iluminada.

Una chica vuelve a casa sola, pero no está sola.

Ella lo siente antes de verlo. No hay sonido, movimiento ni olor. Sólo alguna respuesta primordial que queda en la sangre de una época anterior a que los humanos caminaran en la Tierra. Siente un repentino pinchazo de horror en sus entrañas. Un desplazamiento de energía que la hace volver la mirada por encima del hombro y detener sus pasos.

Sus ojos encuentran de inmediato la figura, inmóvil en el sendero. Es un trozo de sombra, nada más. Sin rostro, desarmado, nada le indica que pudiera hacerle daño. Es sólo un hombre.

Pero ella es una chica. Y está sola. De noche. Y eso es suficiente para establecer la amenaza.

La chica agacha la cabeza y sube los escalones de dos en dos, pero intenta hacerlo despreocupadamente, como hacen las mujeres cuando a pesar del miedo tratan de no parecer groseras. Se obliga a no correr. No hay necesidad de medidas desesperadas. Todavía no. Es sólo un hombre en el camino de sirga por la noche. No hace falta correr, sería descortés.

Y algunas veces.

Bueno.

Algunas veces, si huyes, el monstruo te persigue; esto lo aprendió por las malas.

Así que sube, mesurada, escalón tras escalón, arriba, más arriba, hacia la luz. La escalera conduce a la avenida Gloucester, la lleva a sólo una calle de su departamento. Espera bajo un farol a ver si el hombre la sigue, pero él no lo hace. Ella respira aliviada y se dirige a casa. Es una noche negra, sin luna. El tipo de noche que atrae a los demonios fuera de su mundo liminal hacia el nuestro, hambrientos de las almas de los vivos. Londres está llena a rebosar de magia, oscura y peligrosa, si sabes dónde buscar… y la chica sabe, ahora, dónde buscar.

Un perro ladra.

Ella levanta la vista y ahoga un grito con la mano.

De alguna manera, la figura del canal está de pie en la acera, justo delante de ella. Ahora está más cerca de lo que estaba la primera vez.

La chica se detiene de nuevo. Mira atenta. El corazón golpea dentro de su pecho. Respira entrecortadamente mientras intenta comprender lo que acaba de ocurrir. ¿Cómo pudo seguirla? ¿Cómo pudo alcanzarla? ¿Cómo pudo moverse tan rápido? Es imposible. Imposible.

Entonces, recuerda las palabras en su muñeca.

Ya no hay por qué temer.

Una sombra se cierne a su derecha, la sombra pesada y húmeda que proyectan los árboles en el bosque. La chica avanza hacia ella, se adentra en ella, deja que la devore y…

Emerge por la calle contigua. Un poco sin aliento. Casi agotada. Mira a su alrededor. Está sola otra vez. Se deslizó de sombra en sombra, por donde la figura no podía seguirla.

Con una leve sonrisa en el rostro, se dirige de nuevo a su departamento, a pocos edificios de distancia. El precio que pagó por su poder —un precio de oro, de sangre y espíritu— valió la pena para sentirse segura.

La chica sube los cinco escalones hasta la puerta azul de su casa y la abre. Cuando entra y se da la vuelta para cerrar tras de sí, se encuentra de nuevo con la figura, ahora al pie de la escalera. Está erguida e inmóvil, y cerca. Muy cerca de ella.

Es imposible. Los hombres no pueden usar magia. Eso es lo que le han dicho. Eso es lo que le han prometido. Los hombres no pueden escribir hechizos. Los hombres no pueden grabar invocaciones en su piel. Los hombres no pueden atar sus almas a demonios a cambio de poder.

A los hombres les está vedada la magia.

Y, sin embargo. Aquí está él. Otra vez.

Se quedan quietos, mirándose fijamente. Aunque… ¿él está mirando? Ella no puede verle la cara, no distingue sus ojos, su nariz, su cabello. Él es un espacio vacío, un agujero negro del que no escapa ninguna luz.

La chica cierra la puerta de golpe y retrocede. No se molesta en subir las escaleras que conducen a su recámara en la tercera planta. Se lanza hacia un rincón sombrío del pasillo, cae bajo otra sombra dentro de la cocina y busca a tientas en el fregadero uno de los cuchillos sucios que sus compañeras dejan remojándose eternamente.

La hoja tiembla como un junco de agua en su mano blanca mientras vigila la puerta de su casa y espera. Espera un golpe contra la madera, un giro de la perilla, un momento de película de terror digno de un grito.

No llega.

No llega.

No llega.

Y entonces, cuando piensa que tal vez está a salvo, que quizá no era más que un bromista de Halloween en busca de diversión, un par de fuertes manos se cierran en torno a su garganta.

UNO

Emer Byrne está sentada en un rincón apartado del comedor del Colegio Brasenose, encorvada sobre un plato rebosante de comida. Los estudiantes entran y salen de la sala de paneles de madera, con sus bandejas bien dispuestas con huevos, pan tostado y té, sin reparar en la extraña que se encuentra entre ellos. Miran sus teléfonos con ojos somnolientos. Escuchan sus AirPods. Subrayan sus libros de texto mientras comen. Los estudiantes de Oxford suelen estar más alerta durante la comida y la cena, desconfían más de las caras que no reconocen, por eso Emer sólo desayuna en los pasillos de la universidad. Nadie la molesta. Nadie intenta entablar conversación. A nadie le importa que tome un segundo muffin para comer en el camino.

Afuera, libera el candado de su bicicleta robada de donde la dejó encadenada, en la cerca de la Cámara Radcliffe. Emer ha oído a turistas que pasaban por allí hacer comentarios extrañados por el nombre “No parece una cámara”, pero a ella eso nunca la ha desconcertado. La palabra cámara comparte sus raíces griegas y latinas, y significa bóveda. Para una chica que domina el latín y otra docena de lenguas antiguas, aquello tiene mucho sentido.

Mientras avanza con su bicicleta por la plaza, se pone a prueba. Detrás de la Cámara hay otro edificio extravagante: una muralla palaciega, más allá de la cual se alzan torretas con forma de puntas de lanza. El All Souls College. A su izquierda, un edificio que parece más un fuerte, también de piedra pálida y rematado con torretas. La Biblioteca Bodleian. A su derecha, una aguja ornamentada. La Iglesia Universitaria de Santa María la Virgen. Se espera que los estudiantes de Oxford conozcan los nombres de estos edificios, por lo que Emer también los ha aprendido.

Era un lugar confuso cuando llegó por primera vez, dos veranos atrás, frenética y temerosa de que ya la estuvieran persiguiendo. Ella esperaba que la universidad fuera un gran campus, no una cofradía de salas y edificios —colegios mayores— repartidos por toda la ciudad, cada uno con su propia historia y encanto. Algunos son muy antiguos: Balliol se fundó en el siglo XIII. Otros son mucho más recientes, como Linacre, fundado en 1962, que es adonde Emer se dirige en bicicleta esa mañana.

El aire frío se siente como agujas en su piel mientras ella monta en bicicleta. El otoño ha llegado. Las cunetas están cargadas de hojas del color del panal de miel y los edificios de arenisca están bañados por la luz blanquecina del sol.

El Colegio Linacre tiene un gimnasio en el sótano. Emer escanea una tarjeta de identificación que no le pertenece y se dirige a los vestidores para cambiarse. Allí, saca su equipo de entrenamiento de la mochila. Una sudadera con capucha y unos shorts azul marino de la marca Oxford, ambos robados de una tienda local. La ropa apesta a humedad a causa del sudor del entrenamiento de anoche, y de los entrenamientos anteriores a ése.

Emer corre, vigorosa y veloz, durante cuarenta y cinco minutos, hasta que la cabeza le da vueltas cuando se baja de la cinta. Siente los músculos pesados, en el buen sentido. Le gusta sentir su carne cuando camina. Todo ese músculo, justo debajo de la piel, cubriendo sus huesos. Eso es poder.

Después de correr, vuelve a los vestidores, entra en la ducha completamente vestida y frota su ropa con jabón hasta que hace espuma. Después, se coloca bajo el chorro de agua para quitarse el sudor y la suciedad de los últimos días y el ligero olor a azufre que desprende su piel. Se quita la ropa empapada y la lava bien, lava también la ropa interior, los tres pares, luego la exprime y la cuelga en los ganchos donde a veces la gente coloca las chamarras u olvida accidentalmente las toallas. Una vez terminada la limpieza, se pone debajo de la regadera y sube la temperatura del agua hasta que su piel blanca se torna rosada. Es un lujo estúpido. Incluso ahora, tantos años después de que Nessa la encontrara medio salvaje en el bosque, tener acceso a una regadera de agua corriente y cálida le produce, en partes iguales, deseos de reír y de llorar.

Se seca con la toalla de otra persona y contempla su figura desnuda en el empañado espejo de cuerpo entero, admira las gruesas cuerdas musculares de sus brazos y piernas, su torso definido, tonificado, donde antes sólo veía el suave plano de su vientre. Le faltan dos dedos del pie izquierdo, tiene una herida sin cicatrizar de cinco centímetros en el antebrazo izquierdo y un sarpullido de un rojo intenso debajo de la clavícula, donde el pendiente de plomo se apoya en su piel.

Las mujeres de Linacre dejan por ahí desodorante, champú y acondicionador, base de maquillaje, labial y máscara de pestañas. Emer echa mano de lo que necesita y luego vuelve a ponerse la ropa que llevaba. Un abrigo de lana marrón, un suéter negro de cuello alto, una falda también de lana, medias oscuras y botas negras. La misma ropa que Nessa metió en la mochila de Emer dos años atrás, mientras la empujaba hacia la puerta y le decía: “Corre, corre, que después de esto vendrán por ti”.

Al mediodía, Emer acude a su primera y única “clase” del día. Matemáticas. Ella no entiende de matemáticas más allá de lo que aprendió de su madre, y su madre murió cuando ella tenía siete años. Sumar, restar y multiplicar son conceptos que tienen sentido para ella, pero le cuesta ponerlos en práctica sin contar con los dedos de las manos. Nessa a veces intentaba enseñarle, pero la propia improvisada maestra nunca había ido a la escuela, sólo había aprendido lo que se consideraba útil que supieran las mujeres Byrne: cuándo plantar semillas en primavera, cómo convertir las plantas en tinturas, cómo hablar las lenguas de los muertos.

Emer preferiría asistir a una clase de idiomas, cuanto más antigua mejor, pero ésas se imparten en salones pequeños, para grupos reducidos… y no sirven comida. En la clase de matemáticas sirven bánh mì, una opción con cerdo a un costado del salón, y una alternativa vegetariana en el lado opuesto. El cartel sobre la comida pide civilidad: POR FAVOR, TOMA SÓLO UNO. Emer toma dos de los sándwiches de cerdo, sale del auditorio, vuelve por otra puerta y toma dos de los sándwiches vegetarianos.

La clase está tan llena que tiene que sentarse a un lado del salón, sobre el piso alfombrado. Hay una joven oradora invitada que habla de una beca que ganó para estudiar en una universidad de élite en Estados Unidos. Emer se pregunta cómo será la comida allí. Entonces, empieza la clase. El profesor escribe todo tipo de símbolos extraños en el pizarrón, como todas las semanas. Emer entiende los jeroglíficos egipcios, pero no aquellos garabatos. Escucha, observa y come lentamente sus cuatro sándwiches. Cuando pasan la hoja de asistencia, la mira y finge buscar una pluma antes de pasarla sin escribir su nombre. Nadie se da cuenta. Ha aprendido a ser igual que un fantasma.

La clase se extiende hasta media tarde. Cuando termina, Emer vuelve a la Cámara y se dirige a la Biblioteca Bodleian, donde se sienta ante una mesa de madera oscura entre estantes también de madera oscura.

La biblioteca es la razón por la que ella está allí. Es por eso que decidió esconderse en Oxford en lugar de en cualquier otro lugar la noche en que huyó de Cork, hace dos años.

Ahí, Emer lee. El sol se cuela largo y dorado por las ventanas. El aire huele a piel curtida y papel viejo. Es el lugar favorito de Emer. Es allí donde encuentra los libros que dejan para ella: a sus pies, en la silla de al lado. Nunca tiene que ir a buscarlos, tan sólo aparecen, como por arte de magia. Libros sobre protolenguas. Libros sobre sigilos y runas. Libros sobre sumerio, hatti, elamita y hurrita. Libros sobre Lineal A y jeroglíficos cretenses, sobre silabarios y logogramas y escritura restringida. Emer los lee todos, de cabo a rabo, y no escatima en la escritura de notas. Mientras trabaja, juguetea con el colgante que lleva al cuello y retuerce entre sus dedos el rollo de plomo, tan fino como la seda. Un gesto inconsciente para asegurarse de que todavía está ahí.

En las páginas finales de un libro sobre protolenguas, Emer se desabrocha el collar y despliega el pergamino para revisar su trabajo. En el plomo están grabadas las peores palabras que Emer ha encontrado en todas las lenguas muertas que alguna vez tuvieron un sistema de escritura.

Cada palabra para sangre.

Cada palabra para odio.

Cada palabra para venganza.

Ese día añade una palabra nueva, un pequeño rayón en el borde con un punzón, y luego levanta la vista para observar a las otras personas de la sala, con las cabezas hundidas en libros y laptops en silenciosa contemplación. Todos están tan limpios. Todos se sientan tan erguidos, tan seguros de pertenecer a aquel lugar. Emer los analiza detenidamente e intenta emularlos. Las líneas de sus columnas vertebrales. La forma en que entrecierran los ojos cuando resuelven los problemas en su pantalla, frustrados pero confiados en su capacidad para imponerse al final. Las mujeres tienen la cara resplandeciente, prolijas colas de caballo y poco maquillaje. Los hombres llevan el cabello recién cortado y zapatos relucientes. Los humanos son máquinas de reconocimiento de patrones, y Emer debe esforzarse por encajar. Para no levantar sospechas.

Cuando un hombre se dirige al baño, Emer se levanta, se vuelve a poner el colgante y pasa por delante del lugar donde estaba trabajando. Él dejó la cartera en la mochila abierta. A Emer todavía le sorprende la confianza con la que los estudiantes de Oxford dejan sus pertenencias sin vigilancia. Con qué libertad confían los unos en los otros. Emer finge que deja caer algo junto a la mochila y se agacha. No toma toda la cartera. Sólo las cosas que le servirán para moverse por la ciudad. Su identificación de estudiante. Su dinero.

Por la tarde, Emer se come el muffin que guardó del desayuno, luego vuelve al gimnasio y levanta pesas durante otra hora. Nadie cuestiona su presencia en la pequeña sala destinada únicamente a los alumnos de Linacre. ¿Por qué lo harían? La ropa deportiva de Emer todavía se está secando, así que se pone una sudadera con capucha de Medicina Oxford que alguien dejó guardada en un casillero. A veces, los hombres se quedan mirándola al pasar, y ella piensa que puede ser porque es bonita, llamativa incluso, con su cabello rojo y sus ojos castaños, pero eso no ayuda cuando estás intentando pasar desapercibida, no ser recordada.

“¿Qué aspecto tenía la chica?”, Emer imagina a la policía preguntándole a su vecina en Cork. “¿La chica que mató a su marido?”.

Después de las sesiones de levantamiento de pesas, Emer se dirige a la cocina común de Linacre y se prepara un café, lo bebe y se prepara otro. Los cajones allí están llenos de bolsitas de té y paquetes de salsa marrón y cápsulas de café y galletas en envolturas individuales. Tanta comida. Piensa en las noches que pasó en los bosques alrededor de Lough Leane cuando era niña, con frío, hambrienta y salvaje, cuando ha habido cajones como éstos en Oxford todo el tiempo. Toma cuatro galletas y las mete en la mochila. Luego toma cuatro más, dos para guardar en cada bolsillo de su abrigo.

Ya es de noche. El cielo está despejado y los hastiales de la universidad lucen sombríos y góticos en la penumbra. Emer monta en bicicleta, se dirige a Franco Manca y se queda afuera, esperando a que se libere una mesa de estudiantes. No pasa mucho tiempo. Tres chicas se levantan y salen, charlando y riendo. Todavía queda media pizza en la mesa, un plato de ensalada y una cerveza que apenas tocaron. Emer entra en el restaurante, se sienta donde estaban las chicas y se come todo lo que dejaron. Se toma su tiempo. Saborea la pizza. Bebe la cerveza lentamente. Cuando termina, se marcha. Nadie la detiene, porque la cuenta ya fue pagada.

Afuera, la ciudad está oscura, se siente el frío de noviembre, el otoño tardío se ha instalado pesadamente sobre las calles, adormeciéndolas en un silencio temprano. Las farolas son amarillas y parecen de gas. A Emer le recuerdan a las velas que su madre encendía por toda la casa cuando era pequeña.

Es por la noche cuando observa a los hombres. Durante el día aparta su mirada de la de ellos, les sonríe tímidamente cuando es necesario, encoge su musculosa figura para parecer más ligera, más pequeña, más débil. Ahora echa los hombros hacia atrás para mostrar toda su corpulencia, siente el peso y la seguridad de los músculos que ha cultivado. Bajo su ropa de abrigo parece frágil, pero es fuerte, y eso, según ha aprendido, la hace peligrosa.

Emer sigue a los hombres en bicicleta. Ellos no saben lo que se siente ser perseguidos. Cuando caminan solos por las calles oscuras, los hombres no piensan en dedos cerrándose alrededor de sus gargantas o en el sonido que harán sus cráneos al golpear el pavimento.

No se preocupan por extraños que allanen sus casas y masacren a toda su familia.

A Emer le gusta encontrarlos donde están sentados o de pie o caminando, cómodos, sin miedo. Porque no hay necesidad de temer si eres hombre. La oscuridad te pertenece. Es tu espacio.

Emer frena su bicicleta en el paseo Christ Church Meadow, frente a un pequeño puente de piedra. El puente Folly. Es su lugar favorito de toda la ciudad, aparte de la biblioteca. El río Támesis está rodeado de una mezcla de árboles incompatibles: eucaliptos descoloridos, árboles de hoja perenne color esmeralda y robles increíblemente brillantes en tonos otoñales de caramelo rojo y helado de naranja. Son casi las nueve de la noche y en el lugar sólo se encuentra otra persona. Un hombre de cabello claro sentado en una banca, mirando el arroyo mientras come una hamburguesa. Emer se sienta a su lado, demasiado cerca de él, y lo mira fijamente a la espera.

Los hombres piensan que ella parece una presa.

No saben que es un cebo.

—¿Puedo ayudarte? —pregunta el hombre. No hay miedo en su voz ni en sus ojos—. ¿Estás bien?

Emer sigue mirando fijamente.

—¿Andy? —pregunta ella. Han pasado dos años desde que salió de Irlanda, pero su acento sigue muy presente.

Pruébame, piensa Emer. Intenta hacerme daño.

Veamos qué sucede.

Veamos qué puedo hacer.

—No. Me llamo John —el hombre parece confundido. Preocupado. No añade nada más. Emer se levanta, retrocede y lo deja tranquilo.

Sigue rondando en su bicicleta durante tres horas más, hasta que el frío le entumece los dedos y la ciudad está en calma y no hay más hombres a los que acechar.

A medianoche vuelve a Brasenose, donde se comió el muffin esa mañana. Es martes por la noche y hay una fiesta en la sala común, con comida y alcohol. Emer se mezcla entre la multitud y toma ambas cosas. Nadie repara en Emer. Pertenece a este lugar. Un chico intenta hablar con ella, le pregunta su nombre, pero hay demasiada luz, y Emer vuelve a tener los hombros encorvados. El chico espera que ella responda, pero Emer no lo hace, y él se marcha pronto, mirándola cual bicho raro.

Qué torpe. Coquetear es parte de su camuflaje, su disfraz. No puede ser la chica rara. No puede ser la chica en la que la gente piensa si alguien viene a hacer preguntas.

Hay baños al final del pasillo. Emer se sienta en la tapa de un escusado y come bocadillos de curry y bebe otro sorbo de cerveza y espera a que termine la fiesta, lo que ocurre a la una de la madrugada, porque hay restricciones de ruido. Los estudiantes deben descansar bien si quieren gobernar el mundo algún día.

Emer se lava la cara en el baño y bebe cinco puñados de agua del grifo. Bajo la luz fluorescente, su piel luce cetrina, biliosa. Tiene medias lunas azules bajo los ojos. Se dice que debe comer más brócoli y bebe otros cinco puñados de agua.

Una vez que las luces están apagadas y todo el mundo se ha ido, Emer saca su llavero, que pesa mucho porque ahora carga docenas de piezas robadas, y abre la sala común. El interior está hecho un desastre, repleto de migajas, con los muebles desordenados, pero es un lugar cálido y a resguardo, y eso es suficiente. Más que suficiente.

Antes de acostarse a dormir, saca el cuchillo de su mochila y desliza la hoja por su antebrazo izquierdo, reabre la herida parcialmente cicatrizada que se hizo anoche, y la noche anterior, y la noche anterior, y varios cientos de noches antes de aquel día. La sangre burbujea en la superficie de su piel y comienza a gotear por su brazo. Emer lanza gotas a las paredes y recita las palabras que su madre le enseñó de niña al recorrer el perímetro una, dos, tres veces.

Luego, se recuesta en un sofá, con el abrigo de lana puesto en caso de que deba huir, y se consuela con el sonido de los demonios lamiéndole la sangre mientras cae en un sueño superficial.

DOS

Son las 8 de la mañana cuando Jude Wolf despierta, completamente vestida, jadeando, en la bañera.

El agua en la que está sumergida es fría y negra como la tinta. La habitación —su recámara— está destrozada, hay cristales rotos por todas partes y las alfombras persas que cubren el suelo de madera están encharcadas.

Jude toma aliento unas cuantas veces más e intenta recordar lo que pasó. El dolor había empezado hacia el atardecer. Al principio, era una sensación apagada en la pierna, como un presagio de la tormenta que se avecinaba. Empezó a beber poco después del anochecer, cuando el dolor se volvió cegador, brillante, y ya no pudo controlar el deseo de arañar la herida en su carne, de intentar excavar la fuente de la agonía con sus propias uñas. Fue entonces cuando se dio un baño y sumergió su carne putrefacta en el agua caliente para buscar algo de alivio… no lo encontró.

Jude se desmayó poco después con el hechizo mágico más aburrido del mundo: la capacidad de rendirse a la inconsciencia.

—Miserables bastardos —dice Jude mientras levanta su cuerpo empapado de la bañera.

Jude sigue vestida, como ayer, como todos los días, con un fino traje sastre negro, de ésos que su padre odia tanto porque prefiere que ella use un vestido. También prefiere que lleve el cabello negro largo, a pesar de que hace años que usa un corte bob a la altura de las orejas.

“Hace que parezcas lesbiana”, le dijo él una vez. Lawrence Wolf no se daba cuenta, de forma bastante espectacular, de que ésa era precisamente la cuestión.

El lodo espeso de la bañera se aclara y vuelve a convertirse en agua en cuanto Jude ya no está sumergida. Se agacha y toca la superficie con la punta de un dedo. De inmediato, un globo negro se forma en el agua. Empieza a crecer, a enturbiarse y a hervir como una bomba de baño satánica hasta que Jude retira el dedo, y el agua se aclara una vez más.

Ella dirige un gesto obsceno hacia la bañera y se aferra a la tela húmeda que cubre su muslo derecho cuando siente un repentino aguijonazo de dolor en la pierna. Todavía no ha terminado. Las réplicas retorcerán su carne por varios días. Vuelve a echarse en la cama e intenta respirar para tolerar el dolor.

Cuando consigue volver a moverse, se levanta y se quita la ropa húmeda con cuidado, como si retirara el parche de una herida, y luego cojea hasta el espejo de marco dorado que está al otro lado de la habitación. Tiene una espantosa lesión en el muslo, hinchada y gangrenada. La piel, desde la rodilla hasta la ingle, tiene un aspecto muy parecido al de un tronco de madera devorado por el fuego. Está seca y dura al tacto, atravesada por fisuras profundas hasta los huesos que dejan escapar pus y azufre. En la herida hay algo escrito, letras metálicas fundidas en su carne, pero la piel está tan deforme que las letras ya no forman palabras. No es una herida normal. Es vieja y no sana, y en ocasiones, en habitaciones muy silenciosas, Jude puede oír cómo le susurra.

En ese momento le susurra. Ella empieza a sudar y presiona con la palma de la mano esa cosa repulsiva, gritando de dolor, pero al menos sus gritos ahogan las voces.

Es un lenguaje que se supone que ella no debería poder oír.

El lenguaje de los demonios.

El cuerpo humano tiene una reacción visceral. Momentos después, Jude está vomitando, tanto por el lenguaje demoniaco como por el apabullante dolor tras haber tocado la lesión. El dolor recorre su cuerpo en oleadas, bañándola una y otra vez, irradiándose desde la cáscara que alguna vez fue su muslo.

—Entiendo, entiendo, no te metas con lo oculto —jadea Jude mientras se hunde en el suelo lleno de escombros.

Algunos minutos más transcurren. Se queda quieta y examina su mano. Tocarse la herida por un momento le dejó una roncha roja en la palma. Utiliza el dorso de esa mano para limpiar un hilo de saliva que cuelga de sus labios y se levanta para contemplar los daños de su cuerpo en el espejo.

Dios mío, me van a dejar seca, piensa al contemplar a la criatura alienígena de ojos grandes que la mira fijamente. Alguna vez, Jude Wolf fue tan atractiva como el diablo y vestía incluso más elegante. Alta y con extremidades de bailarina, como su madre, la difunta reina de belleza Judita Nováková, ella sabía que era toda una bomba sexual. Muchas chicas —y algunos chicos confundidos— querían quitarse los calzones con sólo verla. Ahora su cuerpo se ha vuelto tan débil, tan delgado. Un corte en la línea del cabello le ha hecho correr la sangre por un lado de su cara, seca y agrietada como un mosaico oxidado. Tiene una costra de azufre amarillo en la lengua y varios dientes tambaleantes en la parte posterior de la boca, donde el hueso ha empezado a reblandecerse.

Jude sabía que la magia tenía un precio —siempre tenía que haber un precio—, pero no esperaba que fuera tan… espantoso.

Suena el teléfono de Jude. Ella responde.

—Hey, Jude… —canta Elijah.

Jude no puede evitar sonreír, por muy molesta que sea esa maldita canción.

—Nunca perdonaré a Paul McCartney por haber escrito eso.

—¿Sabes? Estaba pensando el otro día en la primera vez que nos embriagamos. ¿Lo recuerdas? ¿En aquella boda en la que pedí que la banda tocara “Hey Jude” y tú les gritaste hasta que pararon?

Eran jóvenes. Jude tenía once años, Elijah trece. Los dos se habían quedado sin supervisión en la boda de uno de los socios de su padre. Corrían alrededor de las mesas mientras los adultos bailaban, y bebían de cada vaso de alcohol que encontraban, sin darse cuenta de que se estaban emborrachando hasta que fue demasiado tarde.

—Lo recuerdo —dice Jude—. Vomité sobre la novia. Eso fue tan rudo.

—Fue entonces cuando supe que eras mi hermana favorita.

—¿Te tomó once años decidir que yo era mejor que los Jinetes?

—Eras una niña excepcionalmente molesta.

—Eso no es verdad. Era un ángel.

Jude oye voces apagadas de fondo y se pregunta dónde está su hermano, con quién pasa el tiempo ahora que ella no está.

—Sí, gracias —le dice Elijah a alguien más, y enseguida vuelve al teléfono—: Tengo que irme, Jubicho. Sólo quería comprobar que todavía estás viva.

—Lo estoy —contesta Jude, pero Eli ya se fue—. De acuerdo —se dice a sí misma—. Nosotros jugamos hasta el final, Wolf —la criatura del espejo no parece muy convencida, pero ¿qué otra opción le queda que hacer sufrir a sus demonios?

Jude se levanta, se pone un esmoquin de seda y unos zapatos Oxford que no son par, y se dirige a comprobar los daños en el resto de la casa.

Vive sola en una imprenta del siglo XIX en Hoxton, que fue remodelada para servir como casa. Hay alfombras persas en el suelo, flamingos disecados en el vestíbulo, un cine en casa de seis plazas con cortinas rojas y sillas de terciopelo púrpura, tres recámaras (cada una con su propia bañera de cobre con patas), dos terrazas y una habitación en la que toda la pared orientada al sur son ventanas Crittall que ofrecen la lejana vista de la ciudad. Los libreros están repletos de tomos encuadernados en piel. En la cocina hay una estufa AGA de seis hornillas.

Es una cárcel de oro.

La casa le fue regalada —o, más bien, impuesta— hace dos años, poco después de que cumplió quince años, junto con un estipendio mensual que le permite vivir sola en ese lugar. El acuerdo tenía algunas condiciones: Jude no debía volver a ponerse en contacto con su familia. Jude no debía hablar con la prensa. Jude no debía ser fotografiada en ninguna otra situación comprometedora. Jude no debía volver a la escuela. Jude debía arreglar su vida y dejar de enlodar y avergonzar el apellido Wolf.

El resto del lugar está en el mismo estado que su recámara. Los vasos yacen destrozados en el piso. Los pocos muebles que tiene están volcados. Hay agujeros en las paredes; algunas ventanas están embarradas de una oscura sustancia de olor pútrido, ¿pus de su herida? La primera vez que eso ocurrió, Jude pensó que había entrado para robar mientras se encontraba desmayada. Sólo después de que instaló cámaras de vigilancia y revisó los videos del episodio siguiente, se dio cuenta de que se lo había hecho ella misma. O, más bien, un demonio invisible y enfurecido había arrastrado su cuerpo inconsciente de un lado a otro, golpeándola contra las cosas.

Hay una batalla en el interior de Jude. Una batalla literal por su alma. Dos demonios la quieren viva para poder succionar su espíritu. Uno más la quiere muerta para poder liberarse de ella para siempre. Ella tiene que vivir con los tres luchando por la supremacía.

En la cocina, el refrigerador está abierto y hay botellas de salsa rotas en el piso pero, misericordiosamente, la cafetera se ha salvado.

Jude prepara dos expresos, como cada mañana.

—Uno para ti, otro para mí —le dice a la fotografía de piso a techo de su madre, mientras se desliza hasta el suelo con las piernas cruzadas y empuja uno de los cafés hacia ella.

Judita la mira con ojos brillantes e inteligentes —los mismos ojos de Jude— y ella se pregunta qué habrá sido del alma de su madre. Sabe muy bien que los demonios son reales y que el diablo también lo es. Del resto, no está segura. ¿Qué les ocurre a las personas después de morir?

Después de beber su café, Jude empieza el día: abre su laptop y comprueba el desordenado Google Doc de los investigadores privados a los que les está pagando —ahora hay trece— y luego le llama a cada uno de ellos, uno tras otro, para escuchar sus informes. La mayoría no contestan porque no creen que Jude pueda encontrar lo que está buscando. Aceptan su dinero, claro, pero ¿harán realmente el trabajo? Es poco probable.

Por lo general, esto frustra a Jude, pero hoy la enfurece.

Tres de los trece acaban respondiéndole. Saul, el único investigador privado que contesta sistemáticamente a sus llamadas, la pone al día con tono aburrido: ha estado llamando a líneas de ayuda psíquica y ha acumulado una factura de seiscientos libras que quiere que Jude pague antes de que le entregue la información. Jude resiste el impulso de decirle idiota y le explica, por tercera vez, que no está buscando a una psíquica, maldita sea. Marta es más útil (al menos esta vez, porque tiene tendencia a mantenerse en silencio durante meses): tiene una pista sobre una joven poeta slam que vio actuar en uno de los locales que ha estado vigilando. Es una posibilidad remota, pero ¿qué no lo es en la situación de Jude? El último contacto que responde es Harry, que ni siquiera es un detective privado, sino que es semicompetencia para la vigilancia de campo. Hay rumores de buenas maldiciones procedentes de Oxford en este momento, y Harry está estudiando literatura inglesa allí. Jude lo contrató para investigar a sus compañeras de clase.

—¿Así que ninguna está especialmente interesada en el latín? —le pregunta Jude.

—Es Oxford. Todo el mundo finge saber leer y escribir latín. Tienes que ser más específica.

De nuevo, Jude le lanza el discurso, con más información y menos paciencia que la primera vez: está buscando a una escritora, probablemente una poeta. Como mínimo, dominará el latín, pero probablemente también otras lenguas clásicas y antiguas. Lo que no le dijo antes: es probable que —¿cómo decirlo con delicadeza?— tenga un ligero olor a azufre. Jude se resiste a ser más específica que eso, porque en cuanto empiezas a utilizar palabras como maldición y bruja, la gente se ríe de inmediato o cuelga. O —y éste es el error que cometió con Saul— empiezan a enviarle a cada psíquica de mala muerte que encuentran y esperan que ella pague por el simple placer de hacerlo.

—¿Azufre? —pregunta Harry.

—Sí, Harry. Azufre. Lo que pregunto es si conoces a alguna poeta en ciernes que apeste a huevos podridos.

—No lo sé, perdí el sentido del olfato cuando tuve Covid. ¿Por qué ella olería a azufre?

Jude se pellizca el puente de la nariz y decide: al carajo.

—Una bruja, Harry. Estoy buscando a una bruja. Hace dos años, me uní accidentalmente a un demonio furioso en contra de su voluntad. Ahora, ese demonio y yo estamos unidos hasta que yo muera, y está bastante molesto porque se está muriendo de hambre. Los demonios esperan un pago por sus servicios en forma de un alma humana que puedan devorar, pero en lugar de darse un festín conmigo, mi alma se ha vuelto necrótica, y voy a ser total y absolutamente miserable el resto de mi corta y maldecida vida… a menos que pueda encontrar una bruja con mucho talento que me ayude.

Harry cuelga. Jude lanza el teléfono al otro lado de la habitación.

—IMBÉCIL —grita lo más fuerte que puede y luego patea cosas con la pierna izquierda hasta que se queda sin aliento.

Después, recorre los foros de Reddit en busca de determinados términos —hechicera de palabras, voces mysticae, posesión demoniaca— con la esperanza de encontrar otro diamante en bruto, pero no encuentra nada.

A media mañana, comienza la ardua tarea de limpiar y reparar la casa. Es una batalla interminable contra la fuerza corrosiva de la maldición. La magia oscura se ha instalado en su carne y sus huesos, pero también se ha filtrado fuera de ella y ha envenenado las paredes y los pisos. Cuando se mudó, el lugar estaba impoluto, pero ahora, igual que ella, se ha deteriorado. Allí siempre hace frío, por mucho que suba la calefacción. Las paredes se hunden hacia dentro como si los huesos del lugar ya no pudieran soportar su propio peso. La pintura burbujea y se descarapela bajo sus dedos. Ha tenido que cambiar varias veces la instalación eléctrica, porque los cables se funden y trozan detrás de las paredes. Hay goteras por todas partes, tantas que Jude ha renunciado a repararlas: cubetas de agua salpican todas las habitaciones, recolectando las gotas. Las luces se apagan y se encienden solas. El viento gime a través de las grietas de las ventanas.

Que la casa se esté disolviendo a su alrededor ni siquiera es lo peor.

Estar embrujada es estar maldecida. Por las noches, cosas moribundas vienen a ella. Las arañas salen de sus agujeros y se retuercen en nudos espasmódicos mientras Jude duerme. Insectos voladores caen del aire a su paso. Las plantas se tornan amarillas con su sola presencia, sus hojas se fruncen como si fueran de cuero.

Hoy hay pájaros muertos en cada una de las terrazas, sus plumas se desprenden en cúmulos. Jude las toma con las manos desnudas y siente la capa de polvo que las recubre. Cuando ella viva en el departamento de su padre en la torre, las palomas solían golpear las ventanas todo el tiempo, dejando pequeños ángeles de nieve en el cristal.

Jude barre y aspira toda la casa, amontonando los cristales rotos y los insectos muertos para recogerlos más fácilmente. Enyesa las nuevas grietas de las paredes, extiende lechada entre los azulejos agrietados del baño. Cuando se mudó a ese lugar, a los quince años, sus manos de dedos largos eran suaves. Ahora son ásperas y callosas. Es lo único que le gusta de esa versión de su vida.

Mientras trabaja, Jude piensa en sí misma como una Sísifo moderna, condenada a rodar eternamente una roca cuesta arriba. Mañana habrá más goteras que requerirán más cubetas. Habrá más animales muertos filtrándose por las paredes.

Antes, Jude era prácticamente una princesa, la hija mimada de un hombre muy rico. Ahora, es una lluvia radioactiva andante en forma de chica.

Es la primera hora de la tarde cuando llega un correo electrónico de Saul.

Hay una mujer con marcas extrañas en su brazo trabajando en Harrow. Encuéntrala aquí en dos horas.

La siguiente línea es una dirección. Luego:

Creo que te encontré una bruja.

Jude sonríe y toma sus llaves.

TRES

Zara Jones traza un círculo preciso alrededor de la palabra maldición y luego levanta la mirada, quizá por milésima vez, para asegurarse de que nadie la está observando. El libro que está leyendo, robado de una tienda la semana pasada, se encuentra camuflado dentro de su libro de Ciencias, que es lo que finge que está estudiando. La mayor parte son tonterías de la Nueva Era sobre cristales curativos y el poder de las velas de cera de abeja, pero el capítulo sobre maldiciones y demonios capta su atención. Por eso robó el libro.

Amarre, encierra la palabra en un círculo, y vuelve a levantar la mirada. Pero ¿amarre a qué?

Es miércoles por la tarde. A estas horas, el pasillo de la oficina del director está casi desierta: los alumnos se marcharon hace tiempo, los profesores están cansados y listos para volver a casa. Una pareja de adolescentes pasa con los brazos enlazados, pero aparte de ellos, Zara está sola. Ajusta sus lentes de montura metálica sobre su nariz. Son para leer y sólo tienen un ligero aumento, pero el filtro de luz azul evita que le duela la cabeza cuando ha estado mirando una pantalla de computadora durante horas, lo que ocurre casi todos los días de su vida.

Es difícil saber hasta qué punto el libro que tiene en sus manos es correcto y hasta qué punto son conjeturas del autor. Durante el último año, Zara ha podido hacerse una vaga idea de cómo funcionan las maldiciones o, al menos, de cómo cree ella que podrían operar, si es que son reales, para empezar. La idea de los amarres es algo que descubrió hace poco, pero ahora que los conoce, no puede quitarse el concepto de la cabeza. Amarres. ¿Un amarre entre una persona y un demonio, tal vez?

El teléfono de Zara zumba en su bolsillo.

Otra más, dice el mensaje. Han pasado seis semanas desde la última. Zara casi empezaba a creer que se había acabado.

Un segundo mensaje sigue al primero: 500 libras para verla esta vez.

Zara echa la cabeza hacia atrás y exhala exasperada. La primera costó doscientas libras. La segunda, trescientas cincuenta. Una cantidad absurda de dinero. Una cantidad de dinero casi imposible de reunir.

Zara piensa en cuánto dinero tiene en su habitación, guardado en un sobre. Puede que haya cincuenta o sesenta libras, no está segura.

Veré lo que puedo hacer, responde, aunque sabe que no podrá reunir tanto dinero. ¿Dónde y cuándo?

Primrose Hill. Enseguida, recibe la dirección. Nos vemos ahí a las 9 de la noche, en punto.

¿Reunir quinientas libras en unas cuantas horas? Bien podrían ser cinco mil. O cincuenta mil.

—¿Zara? —Zara levanta la mirada. Un hombre, el asistente de la directora, la está mirando—. La directora Gardner está lista para recibirte.

Zara mete su libro de Ciencias y su tomo de wicca en la mochila y lo sigue. Al otro lado de la puerta encuentra a Gardner, expectante. La mujer es negra y elegante como el infierno, considerada un icono de la moda por sus alumnas. Rara vez la ven sin su característico labial rojo y algún tipo de resplandor neón en el cuerpo: saco rosa neón, aretes verde neón, zapatos de tacón de aguja azul neón. Algunas alumnas de último curso están tratando de convencerla de que se convierta en influencer de moda en TikTok.

Hay tres libros sobre el escritorio frente a Gardner, todos de cara a Zara: Magia y brujería en la Antigua Roma, de Harriet Owens; Breve historia de la mujer y la magia, de Anna Alexander; y Magia negra y ritos prohibidos: necromancia para la bruja moderna, de Elizabeth T. Lee.

—Oh, diablos —exclama Zara.

—Efectivamente —responde Gardner—. Tome asiento.

Zara obedece.

—En verdad, señorita… —Gardner se detiene a echarle un vistazo al atuendo de Zara—. ¿Qué lleva puesto? Ya se lo había dicho, no tiene que vestir de esa manera.

Zara mira su ropa. El Colegio Camden para Señoritas no exige que sus alumnas lleven uniforme, una política que Zara desprecia. La tía Prudence se revolvería en su tumba al pensar en lo que llevan algunas de las compañeras de clase de Zara. Jeans rotos y sudaderas con capucha… ¡en un templo de aprendizaje!

Hoy, como casi todos los días, Zara lleva un jumper plisado sobre un suéter oscuro de cuello alto, todo ello bajo un elegante saco de tartán, en tonos marrones. Mocasines de piel y gruesos calcetines de lana completan su atuendo. Se recoge el cabello —rubio, espeso y en un corte bob hasta los hombros— con una cinta. Es una especie de armadura. Un mensaje en clave al mundo: Zara Jones es una joven seria y culta, destinada a los salones sagrados de algún lugar como Oxford o Cambridge. Lo que ella espera que el mundo no vea es que el saco es una herencia de su tía fallecida y por eso es dos tallas más grande de lo que debería, y que los mocasines de piel son de segunda mano y tienen agujeros en las suelas, así que, cuando llueve, sus calcetines terminan empapados.

Zara se aclara la garganta.

—Como ya hemos hablado anteriormente, la política de uniformes de esta institución me parece muy deficiente. Estoy dando ejemplo a mis compañeras sobre cómo vestir para triunfar.

—Parece como si estuviera disfrazada de Sylvia Plath.

—Gracias.

Gardner parece querer decir: Eso no era un cumplido, pero se contiene. En cambio, hace un gesto hacia los libros.

—Para una enervante seguidora de reglas que no existen, esto es sorpresivo de alguna manera. ¿Le importaría explicarlo?

Zara se endereza en su silla y alisa los pliegues de su falda. ¿Cómo salir de ésta?

—Bueno, son fuentes de investigación para un trabajo de historia —intenta explicar.

—Me importa menos el contenido y más el hecho de que la hayan sorprendido robándolos. Un oficial de policía los dejó aquí hoy y me pidió que le diera una severa advertencia.

El policía había amenazado con ir a la escuela de Zara, pero ella pensó que se trataba tan sólo de eso: una amenaza.

No era la primera vez que la sorprendían robando, no era la primera vez que la obligaban a sentarse en la trastienda mientras un empleado llamaba a la policía. Zara se mostraba obediente cuando la atrapaban, sobre todo porque se sentía fatal cada vez que eso ocurría. No se emocionaba al hacerlo, no era un gesto de rebelión, a diferencia de algunas de sus compañeras, que se embolsaban labiales de Boots o aretes de Primark sólo por diversión. Cada vez que lo hacía, ella tenía las manos sudorosas, temblorosas. Siempre sentía un pozo de ácido en el estómago. Zara no poseía el espíritu de una ladrona. Robaba porque necesitaba cosas y no tenía dinero para comprarlas.

El día anterior había ido a una librería de segunda mano de Bloomsbury. En el Waterstones más cercano había libros de influencers de brujerías de Instagram y gruesos volúmenes sobre rituales paganos y druidas neolíticos, pero nada que le pareciera relevante para su proyecto. Así que fue a la librería, donde el suelo, las paredes y el techo eran de madera oscura y las cubiertas de los libros eran de piel curtida y estaban guarecidas detrás un mostrador de vidrio. Era el tipo de lugar en el que Zara se sentía como en casa, entre las páginas almendradas y los viejos tomos.

Zara ni siquiera había sabido que la habían descubierto hasta que el oficial le dio un golpecito en el hombro a varias cuadras de la tienda. Zara suspiró, asintió con la cabeza y le entregó los tres libros que había pasado los últimos veinte minutos deslizando —con destreza, había creído ella, aunque estaba claro que se había equivocado— en su mochila.

—Señorita Jones —continúa Gardner—. Esto es sumamente grave y muy decepcionante.

—Sí, yo también estaba bastante decepcionada conmigo por haber permitido que me atraparan.

—Zara.

Zara se mira las manos, ahuecadas en su regazo. La forma en que la gente dice su nombre ahora está llena de tristeza. Nadie dice ¡Zara! con una sonrisa en la cara. Nadie dice Zara cuando están furiosos con ella. Siempre se dice con peso, con surcos de preocupación grabados en la frente de quien lo dice. Siempre se dice como una disculpa.

—La última vez que la vi en esta oficina…

—Preferiría no hablar de eso.

—No. Por supuesto que no. Lo que estoy tratando de decir es que la última vez que entró aquí, era nuestra mejor estudiante. Usted era excepcional. Ahora sus profesores están preocupados. Sus calificaciones…

Gardner sigue hablando, y Zara se deja llevar por sus pensamientos, como hace siempre que alguien intenta lanzarle un discurso motivacional. Le han dedicado muchos durante el último año. “Mantén la cabeza en alto”. “Las cosas mejorarán”. “No siempre dolerá tanto”. Pero sigue doliendo, y nunca mejora. Cada día es como el primero. La herida no se cura… y Zara no quiere que sane. No lo permitirá. La crudeza del dolor es lo que la hace seguir adelante.

A decir verdad, sólo sigue asistiendo a la escuela porque eso le da acceso a la biblioteca. Zara es la primera en llegar por la mañana y la última en marcharse. Pasa la mayor parte del tiempo entre anaqueles, leyendo sobre maldiciones, demonios y amarres en las computadoras de la escuela o en los libros que roba. De vez en cuando va a clase y los profesores dicen su nombre de esa forma tan triste y pesada —oh, Zara— y ella se sienta en su lugar e intenta concentrarse, pero a menudo acaba por reír. Ríe de todas las tonterías que antes se tomaba tan en serio y que ahora no significan nada. ¿De qué sirven ahora los ensayos de la clase de Lengua? ¿De qué le sirve hablar francés ahora? ¿De qué le sirven las buenas calificaciones ahora que su mundo ha sido trastocado por completo?

—¿Qué opina? —pregunta Gardner.

Zara no tiene ni idea de lo que la directora ha estado diciendo o a qué se refiere.

—Sí —responde—. Creo que suena bien.

—¿Va todo bien en casa? Sé que está con su tío ahora y…

A Zara se le inflaman las fosas nasales.

—Todo va bien. De maravilla. He estado distraída con un gran proyecto en el que he estado trabajando, eso es todo.

—No sabía que nuestro plan de estudios cubría temas de magia oscura y necromancia.

Ojalá fuera así, piensa Zara. Entonces podría saber lo que estoy haciendo. Se obliga a sonreír.

—¿Me disculpa? Debería volver a mis deberes.

Gardner la despide con una inclinación de cabeza. Y entonces, cuando ella está en la puerta, añade:

—Señorita Jones. Zara —el peso. La preocupación. Zara se detiene. Gardner toma aire—. Fue terrible, lo que le pasó… Fue desgarrador, inimaginable. Nadie se sorprendería si usted dejara que eso arruinara su vida… pero le estoy pidiendo que no lo haga. Sólo tiene diecisiete años. Le queda mucha vida por delante. Ahora, si hay algo que yo pueda hacer para ayudar…

—Necesito quinientas libras, ahora mismo, sin preguntas.

Gardner parpadea varias veces. Se hace un largo silencio.

—Eso es mucho dinero —dice la directora finalmente—. Sería muy inapropiado que yo…

—Todo el mundo me dice siempre: “Si necesitas algo, sólo pídelo”. Así que lo estoy pidiendo. Necesito quinientas libras. Así es como podría usted ayudarme.

Zara no cree que Gardner lo haga, pero al momento busca en su bolso y saca un puñado de monedas y algunos billetes.

—Tengo —cuenta— cuarenta y siete libras. Ah, espere —busca en el bolsillo de su abrigo (de un letal tartán neón)—. Aquí hay cinco más —dice, mostrando otro billete—. Cincuenta y dos. ¿Será suficiente?

—Si la respuesta en un examen de matemáticas fuera quinientos y en su lugar escribiera cincuenta y dos, ¿sería suficiente?

Gardner se echa hacia atrás en su silla con los labios fruncidos, fría como el infierno.

Zara sabe que ha ido demasiado lejos.

—Lo siento. Me disculpo, eso fue muy grosero. Gracias. Se lo agradezco. Estoy intentando… Lo estoy intentando. Se lo prometo.

—¿Ah, sí? Porque a mí no me lo parece.

—Sí. A mi manera. Estoy intentando… —Zara se detiene, porque no hay manera de explicar lo que está tratando de hacer sin sonar como si estuviera desquiciada—. Voy a arreglar todo.

Gardner frunce el ceño. Parece preocupada.

—Es muy propio de la personalidad tipo A pensar que pueden arreglarlo todo —toma una pluma, escribe algo en un papel y lo desliza por el escritorio—. Mi número de teléfono personal. En cualquier momento del día o de la noche en que necesite que alguien esté a su lado, llámeme, ¿de acuerdo? Tiene que saber que hay gente en su vida a la que le importa que tenga éxito.

Zara toma el papel y lo mete en el bolsillo de su abrigo, aunque sabe perfectamente que jamás recurrirá a él.

—Necesito conservar esos libros.

—Para su proyecto.

—Para mi proyecto.

—El policía los trajo porque estaba muy preocupado por su contenido. Quería que hablara con usted sobre lo perjudiciales que pueden ser los temas demoniacos para las jovencitas —Gardner apila los libros y los desliza por su escritorio, junto con el dinero—. La escuela puede pagarlos y añadirlos a la biblioteca cuando termine con ellos. No quiero volver a verla por aquí, y no quiero más visitas de la policía. ¿Entendido?

Zara asiente y sale de la oficina de la directora Gardner con cincuenta y dos libras y tres libros más que cuando entró. No ha sido una mala tarde, en definitiva.

Camina deprisa a casa. Es miércoles, primero de noviembre, el día después de Halloween, y todavía hay decoraciones por todas partes. Las fachadas de las tiendas están pintadas con calabazas de ojos huecos y árboles de ramas torcidas. Las casas exhiben telarañas falsas en sus arbustos y cintas de PELIGRO cruzadas sobre sus puertas. El tiempo parece haber cambiado de la noche a la mañana: el final del calor otoñal da paso a cielos encrespados y rachas de viento, con una capa de hojas amarillo nicotina que lo cubre todo.

Zara vive no muy lejos de su escuela, en un departamento de una sola recámara que comparte con su tío, en una antigua finca municipal de Camden. El tío Kyle compró la casa hace quince años y en ese entonces se creía muy listo, tenía veintiún años y ya incursionaba en el mercado inmobiliario. Sin embargo, su carrera como líder de un grupo de música emo no consiguió cobrar impulso —algo muy raro, en realidad—, y desde entonces Kyle Jones sólo ha podido abonar los intereses de su hipoteca mes con mes.

Zara mira hacia la ventana del departamento de Kyle. Las cortinas están corridas y la habitación detrás parece estar a oscuras. Llama al teléfono fijo. (¿Quién tiene todavía teléfono fijo?). Cuando nadie responde, ella supone que será seguro entrar. No es hasta que mete las llaves en la cerradura, gira la perilla de la puerta y oye el chasquido electrónico de una ametralladora que se da cuenta de que Kyle está en casa y que ya es demasiado tarde para echarse atrás. Kyle está sentado en el sofá con las luces apagadas, enterrado en el nido de mantas en el que duerme todas las noches, jugando Call of Duty. El lugar apesta a marihuana, como de costumbre. Kyle sigue en pijama, como de costumbre.

—¿Dónde has estado? —pregunta él sin apartar la vista del televisor.

—En la escuela —responde Zara alegremente mientras se desliza más allá de sus dominios, hacia su habitación. La única recámara—. Ya sabes, esa institución de educación a la que voy todos los días.

—Sí, tienes toda la maldita razón.

Zara cierra la puerta y espera. A veces, cuando está muy enfadado con ella, con el juego o con el estado de su vida, suelta el control de la consola e irrumpe como un ciclón. Antes de venir a vivir con Kyle el año pasado, Zara nunca supo por qué se decía “irrumpir como un ciclón”, pero ahora cree que lo entiende. Kyle no lo hace en ese momento y Zara suelta el aliento. Le gustaría que su recámara estuviera en la planta baja para poder entrar y salir sin tener que verlo. Es algo con lo que fantasea a menudo. Hace un año, soñaba despierta con ser la mujer más joven en ganar el Premio Nobel de Física (Marie Curie tenía treinta y seis años, un récord difícil de batir, sin duda, pero que Zara estaba segura de poder superar). Ahora esto es lo que se ha convertido en su fantasía: tener una habitación un poco más cerca del suelo.

Zara camina hasta su cama y saca la maleta que guarda debajo. Está perfectamente organizada y contiene cosas que quiere mantener ocultas de Kyle: su diario de investigación, el viejo tablero de ajedrez de Prudence, una bolsa de plástico que selló al vacío con la ropa favorita de Savannah, un frasco del perfume de Savannah y todo lo que ha ido recopilando durante el último año. Lo que cree que necesitará para su proyecto. Hay velas y paquetes de sal y cristales (de cuando pensaba que podrían funcionar; ahora sabe que no).