Las manos de Orlac - Maurice Renard - E-Book

Las manos de Orlac E-Book

Maurice Renard

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Beschreibung

Durante su viaje de regreso a París, el mundialmente reconocido pianista Stéphen Orlac sufre un terrible accidente ferroviario en el que pierde su don más preciado: las dos manos. Será el controvertido doctor Cerral —héroe de los pioneros trasplantes en heridos de la Primera Guerra Mundial— el encargado de practicar una arriesgada cirugía en la que se le injertarán al virtuoso músico las manos de un hombre recién fallecido. Y si bien en un primer momento la operación se revela como todo un éxito, Orlac no tardará en verse dominado por unos extraños y terribles impulsos: esas manos que ahora ocupan el lugar de las suyas están manchadas de sangre, son las de un convicto ejecutado por asesinato... Rara vez el horror, la ciencia ficción y la novela policiaca se han aliado con tanta fuerza y originalidad como en la inquietante historia que plantea Las manos de Orlac, obra maestra de grand guignol donde resuenan poderosamente los ecos de Poe, Stevenson y H. G. Wells.

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Edición en formato digital: mayo de 2021

 

Título original: Les mains d'Orlac

En cubierta: fotografía de © Pattadis Walarput / iStock.com

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© Prólogo, traducción y notas de Mauro Armiño

© Ediciones Siruela, S. A., 2021

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-18708-85-5

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

Prólogo de Mauro Armiño

 

 

LAS MANOS DE ORLAC

 

Preámbulo

 

PRIMERA PARTELOS SIGNOS

 

I La catástrofe de Montgeron

II El as de la cirugía

III El señor Orlac padre, espiritista

IV El señor de Crochans, pintor de almas

V Cirugía

VI Fantasmas

VII El cuchillo y el piano

VIII La idea fija

IX La banda infrarroja

X Desclasado

XI El fantasma palpable

XII El buen complot

XIII Necromancia

 

SEGUNDA PARTELOS CRÍMENES

 

I El billete veneciano y el «malabarista insensible»

II Espectrófeles

III El Sâr Melchior

IV La noche del misterio

V El extraño asesinato de la calle de Assas

VI El misterio se confirma

VII Crimen sobre crimen

VIII Cointre manos a la obra

IX Tinieblas

X El aparecido

XI Confesión

XII En la Conciergerie

XIII La ratonera

Prólogo

Nacido en febrero de 1875 en Châlons-sur-Marne —capital del departamento del Marne, renombrada en 2015 como Châlons-en-Champagne—, Maurice Renard pertenecía a una acomodada familia de provincias cuyo padre, juez de esa población, fue nombrado para ese mismo cargo en Reims a poco del nacimiento del futuro novelista. Obligado por la tradición familiar a estudiar Derecho, será incluso pasante de abogado por breve tiempo en los tribunales de París, igual que otros escritores de su generación, forzados por la situación social paterna a emprender una profesión «digna». Entre otros, le ocurrió lo mismo a Marcel Proust: para respetar el estatus familiar, siguió la carrera de Derecho y llegó a trabajar en octubre de 1893 en el bufete del abogado Gustave Brunet durante quince días; el autor de A la busca del tiempo perdido no tardó en encontrar un puesto de bibliotecario, que, según pensaba, le dejaría tiempo libre para una anhelada carrera literaria que tardaría en realizarse.

En el caso de Renard, la epifanía de la literatura le había llegado durante su etapa de liceo, en la que descubre a Edgar Allan Poe; su imaginación, así despertada, le inculcó una afición a la lectura que, en ese inicio, se ceba en los cuentos de Hoffmann y las novelas y relatos de dos novelistas alsacianos, Erckmann y Chatrian, autores al alimón de numerosas novelas y relatos adscritos a varios géneros. Renard se inicia con ensayos poéticos que no lo llevaron a ninguna parte, como tampoco sus obras para el Teatro del Gran Guiñol de París. Hasta los treinta años no publicará su primer libro, Fantômes et fantoches [Fantasmas y fantoches] (1905), relatos de tipo fantástico que no permitían entrever cuál sería el derrotero más relevante de su carrera, ese género de lo «maravilloso-científico», según él mismo iba a definir. Pero el género fantástico, fantástico en exclusiva, sin el componente científico, de esos Fantasmas y fantoches marca una gran cantidad de relatos recogidos a lo largo de su vida en distintos títulos, y otros aparecidos en diversas revistas, algunos de los cuales figuran entre los mejores del género, con alguna obra maestra entre ellos, como «La cantante» (1913) —la protagonista resulta ser una sirena, tema recurrente en Renard («La cajera», «El extraño forzado»)—, perteneciente a un género que ya había iniciado en «El lapidario», de Fantasmas y fantoches.

Hasta el advenimiento de la Primera Guerra Mundial la vida de Maurice Renard apenas tiene altibajos: su fortuna, el éxito de su posición social y el prestigio que va ganando con su carrera literaria no se ven menguados; participa en la contienda como oficial de caballería, siendo distinguido por su valor; pero a su regreso de los campos de batalla Renard es un hombre distinto: a su abatimiento por lo que ha «conocido» en directo de la condición humana se unen problemas conyugales en su primer matrimonio con Stéphanie-Hortense Labatie, iniciado en 1903 y concluido en 1930 con un divorcio que mermará de forma notable su fortuna; Renard debe reducir su tren de vida y cerrar su salón, en el que había recibido a todo el París de la época, con escritores como Colette, Mac Orlan, Rosny aîné y Montherlant entre los invitados. Aun así, se permite una existencia por el momento acomodada que, tras su segundo matrimonio, decrece todavía más. Ya desde la década anterior se veía obligado a escribir para vivir, sobre todo relatos que se publicaban en la prensa, mientras se abrían paso sus novelas del nuevo género, algunas de ellas con cierto éxito de lectores; sobre todo Las manos de Orlac, la primera escrita tras la guerra y publicada en 1920, cuya atmósfera desesperanzada no tardó en ser aprovechada por la nueva modalidad del arte de aquellos inicios del siglo: el cine. En noviembre de 1939 fallecía de congestión pulmonar cuando su teoría de la novela «maravilloso-científica» apenas tenía otra cosa que algunos seguidores secundarios, y el propio Renard había renegado de su obra hacía más de una década, como se ve en su última narración larga, El señor de la luz, que no sería publicada hasta 1947.

Si su primera novela, Le docteur Lerne, sous-dieu (1908), logró cierto éxito de público con su propuesta de un género nuevo, apenas traspasó las fronteras francesas, pese a proponer, antes que la crítica americana, una teorización nueva que iba a invadir el siglo XX en todas sus variantes artísticas: la ciencia ficción. Lo mismo ocurrió con el resto de su narrativa, que no fue trasladada a lengua inglesa casi hasta el siglo XXI, con unas primeras traducciones de poco valor y, en el caso del Doctor Lerne, por ejemplo, con cortes de los pasajes eróticos que la novela contiene. Solo en las dos primeras décadas del presente siglo ha sido «descubierto» en esa lengua, como un elemento imprescindible para el conocimiento de la historia de la ciencia ficción, en la que Renard fue el primero en sumergirse siguiendo a H. G. Wells. En España el olvido (o el repudio) fue todavía mayor: el rechazo del género «maravilloso-científico» en bloque ha hecho necesario tener que esperar un siglo para que se haya publicado en 2007 en España una única novela de Maurice Renard, la primera de su serie «maravilloso-científica»: Eldoctor Lerne1.

 

 

Durante cuatro meses, de abril a agosto de 2019, la Bibliothèque Nationale de Francia mantuvo en sus instalaciones la exposición Le merveilleux-scientifique: Une sciencie-fiction à la française con un objetivo: recuperar la época de un género literario que pervivió aproximadamente durante los primeros treinta años del siglo XX en las letras francesas gracias al impulso de Maurice Renard, fundador y teórico del movimiento. En el periodo de 1900-1930 abundan en Francia hechos y movimientos artísticos, sociales e históricos: la belle époque vive sus últimos fuegos de esplendor mientras otros fuegos, estos sangrientos, van a encenderse con la Primera Guerra Mundial, que solo deja cenizas de desilusión en una Francia que, pese a todo, se mueve, desde el punto de vista literario, en direcciones múltiples; una de ellas, la búsqueda de lo desconocido, la magia del sueño, dará pie a varias facciones que rechazan o huyen de una realidad malsana que, poco antes, las novelas de Émile Zola habían desmenuzado. Entre ellas, figuran tanto lo «maravilloso-científico» como el surrealismo.

En ese momento de conclusión de un siglo e inicio de otro se acumulan avances científicos determinantes para la sociedad que van a despertar la imaginación de unos novelistas pronto relegados al olvido tras la irrupción potente, en torno a 1920, de la «ciencia ficción» de origen norteamericano que Renard había prefigurado: los trabajos de pioneros en el análisis de la radiactividad como Pierre (1859-1906) y Marie Curie (1867-1934), y sus descubrimientos de nuevos elementos como el radio; y el hallazgo, por parte de Wilhelm Röntgen (1845-1923), de los rayos X en 1895 a partir de la técnica de los tubos de William Crookes (1832-1919). A estos «inventos» deben sumarse las observaciones de Marte, y los intentos de comunicarse con ese planeta, o de la Luna, de un astrónomo como Camille Flammarion (1842-1925), quien, además de una novela de anticipación (1893) que adelanta el fin del mundo, describe, convencido de la existencia de una civilización marciana, un viaje estelar en una novela, Urania (1889). Por otra parte, cabe mencionar las aplicaciones a la medicina de la teoría de la anafilaxia del fisiólogo Charles Richet (1850-1935), que no dudó en adentrarse por un terreno que denominó «metapsíquica» (la posterior parapsicología), en hacer algunos pinitos como autor dramático y en participar en el diseño y la construcción de uno de los primeros aeroplanos; por no hablar de los trabajos sobre anatomía patológica y sobre la histeria del neurólogo Jean-Martin Charcot (1825-1893); o de la investigación de la personalidad que tanto la psicología como la filosofía realizaban2: Théodule Ribot (1839-1916) titulaba un ensayo, muy influyente durante ese periodo, La filosofía de Schopenhauer: Las enfermedades de la personalidad (1885). Según este ensayo, en el ser humano existen unas fuerzas oscuras de introspección que permiten a determinados protagonistas del relato fantástico de fin de siglo percibir el mundo de una manera personal exclusiva; Maupassant ya lo había demostrado: la conciencia crea monstruos del alma, por más que el autor de los mejores relatos del género imaginario solo percibiera sus tramas como hechos reales, porque, a diferencia de sus contemporáneos, para el autor de ElHorla lo imaginario nace de la realidad. En ese relato se cumplen los requisitos de lo «maravilloso-científico», antes de que el género sea definido, por mezclar espiritismo y ciencia.

Había un antecedente popular de amalgama de ciencia y ficción: Jules Verne (1828-1905) había tenido a principios de la década de 1870 la idea de «escribir la ciencia», proponiendo a su editor Jules Hetzel la historia de un monstruo gigantesco (de hecho, en vez de un monstruo terminará tratándose del submarino Nautilus dirigido por el capitán Nemo) que merodea alrededor de las costas norteamericanas; el proyecto de Veinte mil leguas de viaje submarino sería aceptado de inmediato por el editor, que lo anima de esta forma: «Ha llegado la hora de que la ciencia ocupe su puesto en el campo de la literatura». A la hora de escribir esa novela, en la mente de Verne están, desde luego, los relatos marítimos de Edgar Allan Poe (La narración de Arthur Gordon Pym, 1838); y al concebir sus siguientes aventuras no tiene, sin embargo, otros antecedentes que los avances científicos de la navegación aérea (De la Tierra a la Luna y Alrededor de la Luna), de la arqueología y la prehistoria (Viaje al centro de la Tierra) y de la transformación de la forma de viajar gracias a los ferrocarriles, los globos y los barcos de vapor (La vuelta al mundo en 80 días). Pese a ello, incluso respetándolo, el nuevo movimiento de Renard no tarda en dejarlo de lado. Ese intento verniano, que no hace otra cosa que respaldar la ficción mediante avances científicos, le parece algo demasiado popular, instructivo en exceso, quizá una enseñanza extraescolar que no tiene nada que ver con las nuevas propuestas, porque falsea los dos apoyos en que se basa: su carácter científico es demasiado didáctico, y su valor literario, más bien pobre, por lo que no tardan en remitirlo a los rincones de la «paraliteratura» y de la «paraciencia», deslegitimando así los dos polos de la ecuación, el científico y el literario.

Ciencia de un lado y literatura del otro no parecen casar. La primera encaja mal con los principios estéticos, y la segunda se ve sometida a unos niveles bajos, exigidos por el imprescindible afán de didactismo. Y el autor de los Viajes extraordinarios no tarda en ser calificado de tejedor de aventuras inverosímiles sin psicología ni estilo, pese a ser reconocido como el creador, el antepasado, de la «novela científica». Las obras de laboratorio de Verne, al tanto de todos los descubrimientos que se producían en su época para tejer sobre ellos una trama aventurera, tenían poco que ver con «el buen gusto», con la búsqueda de lo «bello», y terminaron siendo calificadas por los críticos ortodoxos de «cuentos de hadas con pretensiones pseudocientíficas». El título de «novelista científico» no tarda en cargarse de un tufo despectivo que viene a rematar Émile Zola con una condena tajante, sin conmiseración alguna, de la «popularidad» de la obra verniana: «Si los Viajes extraordinarios se venden bien, los alfabetos y los misales también se venden en cifras muy considerables. [...] No tienen ninguna importancia en el movimiento literario contemporáneo». Pese a ese estatuto despectivo de «novelista científico», Verne tuvo y sigue teniendo seguidores muy afortunados, incluso tras rebasar la barrera del siglo XX, como, por citar solo a dos periodistas reconvertidos en narradores de extrema popularidad, Pierre Pelot (1945), con más de 160 novelas y numerosos relatos, o Bernard Werber (1961), autor de ciclos o series sobre animales (hormigas, gatos, mariposas), que no rehúye adentrarse por una tercera humanidad para teorizar sobre el futuro y no ha dejado de invadir otros campos como el teatro. Unos seguidores que siempre han quedado adscritos al género «popular», con todo lo que el calificativo tiene de periferia de lo realmente importante, esto es, la literatura y la ciencia.

Antes de que el éxito acompañe a la ciencia ficción de origen estadounidense, Maurice Renard ya había publicado en 1909, en la revista filosófica Le Spectateur, el artículo titulado «De la novela maravilloso-científica y de su acción sobre la inteligencia del progreso»3. En la propia Francia, Jules Verne había intentado soldar aventuras imposibles justificadas por inventos salidos de la imaginación en El castillo de los Cárpatos o en la novela póstuma El secreto de Wilhelm Storitz4, cuyo protagonista ha heredado de su padre una fórmula que, mediante la electricidad y los rayos X, propicia el don de la invisibilidad: una novia desaparece de la iglesia cuando va a casarse, y solo será visible una vez muerta. Quizá sea esta la única novela de Verne que posee ciertos lazos que pueden relacionarla, aunque sea de forma tangencial, con el género propuesto por Maurice Renard.

Bastantes décadas antes, los avances científicos habían sembrado la duda sobre la supervivencia de los géneros apoyados en lo sobrenatural, hasta el punto de impulsar a Guy de Maupassant (1850-1893) a decretar la muerte de lo fantástico, pese a ser él mismo su autor de mayor rango, en una crónica de 1883 en la que homenajea a su amigo, el novelista ruso Turguéniev, que acaba de morir: «Dentro de veinte años el miedo a lo irreal no existirá, ni siquiera entre la gente de los campos. Parece como si la creación hubiera tomado otro aspecto, otra figura, otra significación que antaño. De ahí, desde luego, va a resultar el fin de la literatura fantástica». Ese desencanto ante el avance de la ciencia suponía la desaparición progresiva de lo sobrenatural, y por lo tanto la muerte de la imaginación literaria. Los augurios que convertían la ciencia, el desarrollo científico y el progreso en verdugos de la fantasía y del delirio destruían el miedo, motor de lo fantástico en esa segunda mitad del siglo XIX; pero Maupassant dejaba una brecha abierta: «Cada día [los filósofos, los sabios] estrechan más sus líneas, amplían las fronteras de la ciencia, y esa frontera de la ciencia es el límite de los dos campos. Más acá, lo conocido que ayer era lo desconocido; más allá, lo desconocido que será lo conocido mañana. Ese resto de bosque es el único espacio dejado a los poetas, a los soñadores. Pues siempre hemos tenido una invencible necesidad de sueño; nuestra vieja raza, acostumbrada a no comprender, a no buscar, a no saber, hecha de los misterios circunstantes, se niega a la simple y neta verdad»5. No percibió el autor de El Horla la deriva que iba a desarrollar la fantasía en el siglo XX, aprovechando precisamente el término denostado en su ecuación, la ciencia, que permite a la fantasía avanzar por otros caminos (entre otros movimientos daría lugar a uno que inundará no solo la literatura, sino sobre todo otro arte: el cine).

 

 

Antes de que la literatura norteamericana definiese la ciencia ficción, Maurice Renard ya había aprovechado la expresión «maravilloso-científico» —con un guion que sutura la vieja fabulación con lo sobrenatural racionalizado— para «crear» el nuevo género del que sería patrón indiscutible, con numerosos escritores de tono menor siguiendo sus huellas. La nueva novela «nos muestra nuestro pequeño tren de vida perturbado por los cataclismos más naturales y, sin embargo, más inopinados [...], rompe nuestros hábitos y nos transporta a otros puntos de vista, fuera de nosotros mismos». Los términos «maravilloso-científico» o «maravilloso-fantástico» ya se habían utilizado ocasionalmente, adscritos a tramas como las propuestas por H. G. Wells (1866-1946) y J.-H. Rosny aîné (1856-1940), cuya novela Los Xipéhuz parte del encuentro en la prehistoria de seres humanos con una raza de inteligencia no orgánica; pero también existían otras narraciones basadas en hechos científicos y seudocientíficos, como podía ser el caso de la novela La rueda fulgurante (1908), de Jean de La Hire (1878-1956): una rueda aspira las casas y rapta y transporta a unas criaturas terrestres en una aeronave hasta Mercurio y Venus; no será la única aportación de La Hire, que en la novela folletón Le mystère des XV crea un personaje, el Nictálope, «el hombre que veía de noche»,protagonista de toda una serie continuada después de la guerra; Nictálope está dotado de un corazón artificial casi inmortal y cuenta con poderes excepcionales, como la visión nocturna6.

Renard va a dar una vuelta de tuerca al significado de lo maravilloso-científico simple, y a fijar las aspiraciones y objetivos de un género literario que se quiere nuevo. Así, el citado artículo «De la novela maravilloso-científica y de su acción sobre la inteligencia del progreso»7 inició una serie de un total de tres que, publicados en revistas, iban a precisar y redefinir en el tiempo la idea que había surgido antes de él de manera difusa. El segundo artículo, «Lo maravilloso-científico y La force mystérieuse de J.-H. Rosny aîné», aparecería cinco años más tarde8; y, catorce después, «La novela de hipótesis»9, donde se muestra tan decepcionado que parece que abandona el proyecto, hasta el punto de que, a partir de 1928, puede decirse que sus novelas ya no se corresponden con los presupuestos del género. Un artículo inmediatamente anterior a este último, «Depuis Sinbad»10, ya mostraba a un Renard irritado y decepcionado por la parálisis sufrida por la difusión de sus ideas, que rechazaba el término «maravilloso-científico» para sustituirlo por el de «paracientífico», así como por la expresión «cuento de estructura culta».

A lo largo de esos casi veinte años, el proyecto renardiano evoluciona, varía, confundiendo y difuminando incluso el sentido de «lo maravilloso-científico» que se había propuesto fijar. Desde el principio, su propósito es renovar la literatura de lo fantástico mediante un esquema que define así: «La novela es una ficción que tiene por base un sofisma; por objeto, llevar al lector a una contemplación del universo más próxima a la verdad; por medio, la aplicación de métodos científicos al estudio comprensivo de lo desconocido y de lo incierto». Su objetivo no es tanto «distraer mientras se hace su lectura como [...] engendrar el sueño después de que se la ha leído», pues el lector, consciente de que «la maravilla no existe», se deja arrastrar por las emociones que la trama suscita. Programa ambicioso, complejo y paradójico, con esa desconcertante amalgama de ciencia y ficción, de sofisma y verdad, para llegar al objetivo de cultivar en el lector «la inteligencia del progreso» y darle armas intelectuales que le permitan afrontar los descubrimientos futuros; por eso sus argumentos se inclinan más por las hipótesis inciertas y fantásticas sobre fenómenos no explicados por la ciencia que por los hallazgos ciertos. Es la imaginación la que se lanza a la creación de un futuro por descubrir. «La novela maravilloso-científica [...] nos releva, en una claridad nueva y sobrecogedora, la inestabilidad de las contingencias, la amenaza inminente de lo posible [...]. Sentimos que nos esperan sorpresas idénticas [...] y que esos acontecimientos producirán en los hombres perturbaciones análogas a las que producen en las poblaciones de la novela las maravillas curiosas o siniestras que en ella se inventan». Al fin y al cabo, la pretensión de Renard consiste en «hacer conocer al hombre lo que es».

Renard señala además el modelo a seguir: El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde (1886), de Robert Louis Stevenson, aunque sobre todo, y en primer lugar, figure como adalid del nuevo género Edgar Allan Poe; a su lado están H. G. Wells y Rosny aîné, fundadores para la crítica del concepto maravilloso-científico, así como otros «menores», como, entre otros, una figura mayor de lo fantástico, Villiers de l’Isle-Adam (1838-1889), fijándose en su novela La Eva futura, en la que Thomas Edison fabrica un androide (para ser exactos, una ginoide —términos [«androide» y «ginoide»] que aparecen en ese momento por primera vez en la literatura—11), y no en sus cuentos crueles, que, más que del horror a lo Maupassant, derivan de una atmósfera extraña: para Villiers las realidades subyacen bajo las búsquedas de un ideal absoluto que en ocasiones («Vera») supone el paso a la otra orilla: el sueño se hace más vivo y real que la muerte12.

Había textos más antiguos —dejando a un lado desde Luciano de Samósata a Voltaire, pasando por la utopía descrita por Cyrano de Bergerac en su Viaje a la Luna, o las sátiras de Jonathan Swift— que podrían considerarse antecedentes inmediatos de lo «maravilloso-científico», término que aparece en el título del ensayo del fisiólogo y profeta del braidismo (hipnotismo) Joseph-Pierre Durand de Gros (1826- 1900) de 1894 Lo maravilloso científico, aunque su operación es la contraria: trata de explicar los fenómenos maravillosos mediante su análisis científico. Entre esos antecedentes, cabe mencionar a Félix Bodin (1795-1837), que había dejado en La novela del futuro (1834) un catálogo de los inventos aprovechables para la humanidad más recientes y una definición, la primera, de la «literatura futurista»; o a Émile Souvestre (1806-1854), autor de la primera distopía en francés, El mundo tal como será, cuya trama se desarrolla en el año 3000 para denunciar los presumibles efectos negativos sobre el comportamiento humano y la alienación del individuo por el progreso. Otro autor, Charles Defontenay (1819-1856), se aventura, una década antes que Jules Verne, en un viaje estelar que le permite descubrir un sistema solar en la constelación de Psi Casiopea, con planetas habitados por seres, los «starianos», que poseen características que coinciden con las de los terrícolas (mitologías, códigos morales y religiosos, conquista de otros planetas, etc.); Defontenay presenta instrumentos nuevos, como el antigravitador, que permite a las naves huir de la atracción gravitatoria, y hace una crítica de esos mundos extraterrestres tan terrestres para echar una ojeada satírica sobre la civilización terrestre en Star ou Ψde Cassiopée13 (1854).

 

A estos «antecedentes» Renard opone otros de los que quiere distanciarse, sobre todo de Jules Verne, pese a calificarlo de «maestro del vértigo» y pese a admitir su influencia sobre su generación y la precedente; pero «se ha contentado con saber y enseñar. Su obra es una admirable serie de lecciones familiares, escritas en la alegría de divertir instruyendo»14. El aprovechamiento verniano de la ciencia para sus Viajes extraordinarios ha rebajado el nivel de lo maravilloso a una explicación didáctica apropiada para jóvenes, lo ha convertido en algo popular que Renard rechaza. No obstante, los calificativos «juvenil» y «popular» no tardan en volverse contra la obra «maravilloso-científica» de nuestro autor, a quien los críticos más severos sitúan en la categoría de lo popular y del entretenimiento que él mismo le reprochaba a Verne, a quien se opone de manera categórica por considerarlo el autor que podía distorsionar su idea de lo maravilloso-científico.

No se trata, según Renard, de aplicar los nuevos hallazgos a viajes, ficciones, personas, objetos, etc., sino, a partir de una ley científica de reciente descubrimiento, ya sea de origen físico, químico, psíquico o biológico, de ficcionar unas secuelas imaginarias más bien imposibles que posibles. Y a esos presupuestos se atendrá durante un buen trecho de su carrera como narrador, de manera especial en las dos primeras décadas del siglo XX.

 

 

La publicación de ese primer manifiesto al frente de su novela Le péril bleu (El peligro azul, 1912) dio notoriedad a la propuesta, de inmediato recogida por una crítica dividida entre la aceptación y la negación de lo «maravilloso-científico», con un puñado de seguidores dispuestos a cursar sobre el nuevo género sus narraciones; estas obras, de Charles Derennes, Albert Dubeux, Georges de La Fouchardière, etc., apenas han sobrevivido al paso del tiempo, salvo quizá las de Gustave Le Rouge (1867-1938) y Gaston Leroux (1868-1927). Así, El misterioso doctor Cornelius (1912-1913) de Gustave Le Rouge se entrega a experimentos de «carnoplastia», antecedente de las operaciones de remodelación de los cuerpos tan en boga en la sociedad occidental desde mediados del siglo XX y que prestan a un sujeto la apariencia de otro. Por su parte, en La muñeca sangrienta y su continuación, La máquina de asesinar (1923), de Gaston Leroux, el protagonista es un autómata que carece de alma. En El prisionero del planeta Marte (1909), Gustave Le Rouge concentra en su héroe la energía física de miles de faquires, energía que consigue enviarlo a ese planeta, donde descubre una civilización superior a la terrestre. Ni siquiera la incursión en el género, que no es la única suya, del popular creador de Arsène Lupin, Maurice Leblanc, Los tres ojos, escapa a ese embrión de una fantasía que va más allá de los hechos científicos demostrados: su protagonista ha descubierto un sistema que le permite proyectar como en una película escenas del pasado que ha vivido.

Además de los viajes extraterrestres, interplanetarios y en el tiempo —siguiendo La máquina del tiempo (1895) de Wells— que crean ciudades futuristas y descubren nuevas civilizaciones y razas —como la aracnoide de El peligro azul de Renard—, cataclismos, colisiones astrales y perturbaciones cósmicas causan una crisis de locura en la mayor parte de la humanidad en La fuerza misteriosa (1913) deRosny aîné—, provocan diluvios, el fin del mundo, guerras microbianas, invasiones de insectos; una de las constantes de las tramas narrativas a que dio lugar lo «maravilloso-científico» será la alteración de los principios biológicos o químicos, con toda una retahíla de posibilidades imaginativas derivadas: desde la invisibilidad —Wells había abierto la vía con El hombre invisible (1897) utilizando la refracción de la luz para conseguirlo— a la levitación, la telepatía, el espiritismo, el gigantismo, los robots, los superhombres, las formas de vida microbianas, los cuerpos que crecen de manera desmesurada y otros articulados con piezas de diversos individuos. Esta adaptación de Frankenstein no necesitaba de imaginación después de la Primera Guerra Mundial: muchos de los soldados que habían regresado de las trincheras vivos estaban mutilados, amputados, necesitados de injertos o de remiendo de sus miembros, tema que, con un punto de partida ajeno a la contienda, preside Las manos de Orlac. Hay en esa narrativa hombres con dos cabezas, guillotinados que reviven, cráneos humanos que funcionan con uno de gorila, aparatos para leer la mente y controlarla, ondas hercianas utilizadas en cohetes, metempsícosis y reencarnaciones gracias a faquires y sabios, robos de cerebros, alquimias capaces de anticipar el futuro trasladándose al siglo XXI con sus guerras y apocalipsis. Toda una literatura de bajo nivel cuya difusión se vio favorecida por su publicación en periódicos y revistas populares acompañadas muchas veces de ilustraciones que rompían con las pautas del realismo, literatura que llegó a traspasar algunas fronteras.

No obstante, si ya al final de la Segunda Guerra Mundial el género de lo «maravilloso-científico» no hacía más que rizar el rizo con unos temas repetidos hasta la saciedad, la década siguiente supuso su desaparición, aunque no total; pero, como género, se encaminaba hacia la aniquilación porque hasta su «creador», Renard, parece dejarlo de lado y preferir escribir temas de otro cariz donde la fantasía se aplica a resolver temas más policiales que maravillosos. Por otro lado, la ciencia ficción de procedencia norteamericana, pisando sobre las huellas de lo «maravilloso-científico», y la herencia anglosajona habían renovado y ampliado su temática. Que a principios del siglo XXI Francia haya reeditado las novelas maravilloso-científicas y ciertos autores nuevos hayan seguido los presupuestos de Renard —dilatados, reconstruidos, influidos por la ciencia ficción norteamericana—, y que en lengua inglesa se hayan traducido de forma depurada sus novelas, no significa la resurrección del género; la citada exposición de la Bibliothèque Nationale de 1917 no hacía otra cosa que avalorar los numerosos estudios críticos aparecidos desde la década de 1970, enterrar con todos los honores la categoría que Renard le había dado y justificar la pervivencia marginal de lo maravilloso-científico en obras de autores como René Barjavel (1911-1985) — Destrucción, El viajero imprudente—, Pierre Boulle (1912-1994) —El planeta de los simios— o incluso Michel Houellebecq (1956) —Las partículas elementales—.

 

 

Afianzada en las influencias de Poe, de Wells, de Rosny aîné, y dejando a un lado sus inicios poéticos de juventud y la gran ambición que para él había sido el teatro, Renard se estrena con un volumen de relatos, Fantasmas y fantoches, donde se dan cita tramas medievales al lado de investigaciones policiacas, cuentos fantásticos («El lapidario») y una tentativa por superar la realidad mediante el regreso al pasado por parte de un aficionado a la paleontología («Las vacaciones del señor Dupont»). Renard ha captado el método que Poe ha sistematizado para suscitar horror durante la lectura. A partir de El doctor Lerne (1909), Renard va a alternar la publicación de novelas con la de libros de relatos. Esta primera novela, El doctor Lerne15, contiene una dedicatoria a H. G. Wells:

 

He concebido esta obra en un orden de ideas querido por usted; se dirige al filósofo enamorado de la verdad bajo la ficción maravillosa y del buen orden entre la fingida cohorte de las peripecias. Esta primera muestra de lo maravilloso-científico, con un cuerpo humano encarnado en un objeto sin alma, no tuvo muchos lectores, pero fue bien acogida por la crítica, que admiró la fantasía inverosímil de un cirujano loco que, a partir de datos verosímiles, trata de sustituir a Dios en su tarea creadora mediante la imaginación; Lerne realiza operaciones de trasplante —la agricultura había descubierto con éxito las posibilidades de los injertos vegetales, mientras que las tentativas de esa misma operación sobre animales habían concluido en fracasos—, como luego haría el doctor Cerral en Las manos de Orlac, aunque en este último título las implicaciones de esa operación desborden los obstáculos físicos y creen una obsesión angustiosa en el protagonista. En El doctor Lerne las posibilidades de la operación quirúrgica son distintas: hay trasplantes del cerebro humano en el de un toro o en el de un perro, o incluso en un objeto inanimado, como un automóvil. Estaba ya anunciado en su artículo «De lo maravilloso-científico»: «El futuro puede demostrar que el elemento supuesto vicioso no lo era en absoluto, y que nuestro maravilloso-científico era pura y simplemente ciencia».

 

Tanto el trasplante operado en Las manos de Orlac como muchas otras de las «inverosímiles» hazañas de la ciencia se han visto hechas realidad un siglo después: los trasplantes de corazón y de distintos miembros del cuerpo humano son realizaciones que se cumplen a diario mediante esas cirugías con las que a principios del siglo XX soñaban los novelistas. El progreso debía materializarse de alguna manera, y ese género narrativo inventó varias cirugías que en cierto modo han sido puestas en práctica con resultados satisfactorios; algunas han conseguido una realización perfecta que ha ido más allá de los sueños de la ciencia ficción. Se trataba, según Renard, de «lanzar la ciencia en pleno a lo desconocido y no en imaginar que por fin ha realizado tal o cual proeza en vía real de ejecución». La imposibilidad de obtener resultados en esas primeras décadas del siglo XX no podía impedir el trabajo de la imaginación, a la que no importa esa imposibilidad; es más, la busca; pretende una realidad ilusoria, que el desenlace de las novelas termina por confesar imposible y es además causa de varias de las muertes del protagonista: en «El superhombre», por ejemplo, el futuro genio muere nada más nacer.

Su segunda narración larga, El peligro azul (1912), incluye, como se ha dicho, el artículo ya citado «De lo maravilloso científico», dando visibilidad ante la crítica al género que Renard promovía y que no había tenido más lectores que los de una revista especializada en filosofía. En esta novela utiliza de forma decidida la imaginación viajando por mundos extraterrestres —temática que ya había quedado reflejada en su libro de relatos El viaje inmóvil, aparecido ese mismo año de 1909—. Pero no se trata de aventuras simples: Elpeligro azul16,que pertenece tanto al género policiaco como al de ciencia ficción y al de terror, novela la angustia y la ansiedad creadas por un orden cosmológico que en sí mismo puede derivar de una lógica: los habitantes de una esfera hueca situada a 50 kilómetros de altitud sobre la Tierra raptan terrícolas para aparcarlos en un zoo, analizarlos y viviseccionarlos; la fantasía transgrede los límites de la ciencia porque esos savants que habitan la esfera son arañas capaces de formar seres colectivos que, ensamblándose, rompen los límites científicos, pero resultan verosímiles a partir de los presupuestos del novelista. Un narrador que había querido ser científico, el autor de una novela célebre, La guerra de los botones, Louis Pergaud (1882-1915), la calificaba de «jardín científico y macabro de las mil y una noches, es también algo que mantiene despierto sin cesar el espíritu, que estimula, que hace pensar y abre horizontes, unos horizontes maravillosos». Ese año de 1921aparece una larga novela corta, El hombre trucado, influida en el punto de partida por El extraordinario caso de los ojos de Davidson de H. G. Wells, y por Otro mundo,de Rosny aîné, ambas publicadas en 1895; pero Renard toma una dirección distinta en el desenlace que aplica a un soldado que se ha quedado ciego en la guerra; capturado y enviado al doctor Prosope, oftalmólogo alemán dedicado a la experimentación, este le implanta unos ojos electroscópicos que trascienden las posibilidades de la visión y le permiten «ver» entidades invisibles como olores, sonidos, campos magnéticos, radiaciones, etc., pero que terminarán convirtiéndose en maldición y condena.

Le singe(El mono, 1925), escrita al alimón con el poeta y dramaturgo Albert-Jean (1892-1975), utiliza la ciencia para crear una trama de misterio: la policía tiene que resolver el hallazgo, en distintos puntos de París, de varios cadáveres, todos de una misma persona; la explicación recurre a la electrolisis, porque el protagonista, Richard Cirugue, que sigue vivo, los ha creado a partir de sí mismo a fin de encontrar inversores para sus experimentos. Aunque termina muriendo, se clona en su hermano, cuya mujer codicia.

No tarda Renard en volver plenamente a lo maravilloso-científico: Un hombre en los microbios (1928) narra una visita a lo microscópico, al reino extraterrestre de Ourrh, cuya civilización y costumbres le sirven para volver una mirada satírica sobre la estructura de las sociedades humanas; el encogimiento continuo de Fléchambeau contrasta con el tamaño normal de los objetos y personas del nuevo reino, en una especie de guiño al Gulliver del segundo viaje, que lo lleva al país de los gigantes; el «liliputiense» protagonista terminará recuperando su estatura normal y suscitando en Pons, su amigo científico y filósofo, la reflexión moral «¡Muñecos! Somos pequeños muñecos de miga de pan que un autor filósofo hace bailar en un plato. De un soplo puede enviarnos a perdernos en los polvos de la nada», justo en el momento en que una ráfaga tempestuosa se lleva al protagonista para confirmar al filósofo que él mismo no es nada.

La situación financiera de Renard le forzó en los últimos años a escribir novelas destinadas al gran público, en las que mezcla géneros, con predominio de la temática policiaca. Vuelve, sin embargo, a sus temas predilectos con El señor de la luz (1933), que repite, aunque en tono más difuminado, esa combinación de géneros de El mono (una investigación policial con toques de horror y justificación científica para la trama): el protagonista investiga la muerte de un antepasado de un siglo anterior que vivió la Revolución de Julio de 1830. Utiliza para ello una placa de vidrio parecido a la mica, que refleja acontecimientos remotos del pasado, porque posee «luminidad», nombre para la cualidad de retardar la luz.

 

 

La abundante producción de esas dos últimas décadas de la vida de Renard se acoge al marchamo de la novela corta, del relato, del cuento. En las seis colecciones que publicó en vida, más otra póstuma, no olvida los temas científicos y, a partir de ellos, da rienda suelta a la imaginación, pero con la intención de producir en el lector ansiedad o terror. Es en estos textos donde Renard da muestras de una imaginación heredera de Maupassant y de Poe al combinar lo sobrenatural con lo maravilloso, lo horrible con la magia, el terror con la investigación policial; tales características de amalgama ya apuntaban en el primer volumen de relatos Fantasmas y fantoches, e insistían en el segundo, Elviaje inmóvil, donde figura alguna obra maestra del onirismo como «La cita», donde se trasluce el Poe de «La verdad sobre el caso del señor Valdemar». Sin necesidad de incluir el vampirismo, este relato recuerda también «Vera», de Villiers de l’Isle-Adam: la mujer seducida mediante hipnosis, una vez muerta, cada vez más podrida, acude una vez por semana, como hacía en vida, a la cita con su seductor, que ahora lucha por escapar de ella. En el relato que da título al conjunto, «El viaje inmóvil», el navío Aérofixe —una especie de satélite artificial— alcanza los 1.250 km por hora en el aire sin moverse, ya que es arrastrado por las gravedades de la Tierra y del Sol; ha conseguido elevarse gracias a la invención de dos giroscopios que le permiten situarse entre el astro y la Tierra y aprovecharse de sus distintas velocidades. En El señor d’Outremort y otras historias singulares (1913), el largo relato que presta su título al conjunto tiene por base un hecho científico: la telemecánica («la ciencia de gobernar las máquinas a distancia, sin hilo y por la sola mediación de las ondas llamadas “hercianas”»). Renard no olvida rendir homenaje a descubrimientos o a hipótesis de impronta futurista en La invitación al miedo (1926), El carnaval del misterio (1929), El que no ha matado (1932) y Cuentos de las «Mil y una mañanas»17. El tema de la invisibilidad, con El hombre invisible de H. G. Wells como referencia, aparece muy pronto en su obra. Así, en el citado «El singular destino de Bouvancourt», el protagonista acaba muriendo después de conseguir entrar en un espejo; más tarde volverá a tratar este tema en dos relatos: «El hombre de cuerpo sutil» y«El hombre que quería ser invisible». En el primero de ellos repite protagonista: Bouvancourt es ahora capaz de crear una máquina que vuelve «sutiles» los cuerpos. El sabio que ha hecho «el descubrimiento», un sistema de visiotelefonía, lo destruye cuando gracias a él descubre que su prometida le es infiel. En el segundo, un suceso accidental vuelve ciego al viejo Patpington, a quien no importaba perder la vista a cambio de dar con la invisibilidad; su entorno le hace creer que ha conseguido lo que buscaba. Renard vuelve también en algunos relatos a mundos perdidos en el pasado prehistórico, tema ya utilizado en Fantasmas y fantoches. Por ejemplo, en «Las vacaciones del señor Dupont», donde unos huevos de dinosaurio descubiertos por un paleontólogo terminan por eclosionar; en «La niebla del 26 de octubre» son un geólogo y un botánico los que terminan, en el Cenozoico (la era terciaria), en medio de una civilización de monos alados. Otros relatos de lo maravilloso pueden ser «La muerte y la concha»(instrumento que permite a un músico oír el canto de las sirenas) y «Presencia», cuya textura recuerda a Maupassant, que presenta un protagonista que busca en lo cotidiano «todo lo que podía parecerse a una manifestación de fuerzas inexplicadas» y siente una presencia malévola que parece vigilarlo; todo lo cual provoca en él una «aprensión voluptuosa», un placer aguijoneado por el miedo. Se amalgaman así, y no solo en ese relato, el horror y el placer: «No creo —declara el personaje de «La noche sobrenatural»— que pueda imaginarse nada tan magnífico ni nada más horrible».

Quizá sea el apartado de relatos fantásticos lo más perdurable de la obra de Renard. Escritos desde la admiración que Poe suscitaba en Renard, bien merecerían ser recogidos en antologías dobles: una a partir de los temas «maravilloso-científicos», y otra de cuentos de tema gótico y de misterio, tanto por su indudable maestría como por la habilidad del autor para ir descubriéndole al lector las causas de la angustia que la lectura produce. Aparecen en ellos seres fantasmagóricos, navíos fantasmas en alta mar, fotografías en las que perviven los espectros o son capaces de revelar el futuro («La llamada del misterio»), enviados del diablo, alucinaciones, escenas medievales, criaturas submarinas, etc.18. En esta última clase de relatos Renard era heredero no solo de Poe, sino también de las novelas policiacas de deducción que tanto proliferaron en la época: desde Conan Doyle a Maurice Leblanc, con sus respectivos Sherlock Holmes y Arsène Lupin. Algunos ya se han citado: «Lapidario», «Mistificación», «La bruma del 26 de octubre», «La cantante», etc. A ellos pueden añadirse otros como «El tiburón», «El profesor Krantz», que aborda el secreto de la inmortalidad, «El caso del espejo», «La imagen en el fondo de los ojos», «El castillo asediado», «La gloria del Comacchio», «La mariposa de la muerte»19. En muchos de estos y otros relatos, lo maravilloso se materializa en éxito o en fracaso, se muestra en ocasiones como objeto de burla de las almas cándidas capaces de creer en ello, de ingenuos extasiados ante la posibilidad de algo irreal por la emoción que produce.

 

 

Las manos de Orlac, que pertenece al género propio de Renard, juega con la posibilidad de distintas hipótesis para resolver la persecución que el protagonista y su esposa Rosine sienten de parte de un grupo de malhechores y de su propia imaginación; hipótesis a las que el lector es llevado, pero que van difuminándose una tras otra hasta concentrarse en un malhechor auténtico que se aprovecha del terror a que somete a su víctima. El novelista aprovecha la ciencia del momento y juega, para el apellido del doctor Cerral, con el de un célebre cirujano, Alexis Carrel (1873-1944), cuyos experimentos sobre trasplantes biológicos habían merecido el Premio Nobel de 1912. El lector se deja llevar por las hipótesis que la narración le plantea, por esos cebos que el autor propone, y comparte con los personajes su pesadilla. Las manos de Orlac gozó de amplia notoriedad, no solo por sus propios méritos, sino también por la difusión que el cine hizo de ella casi desde el momento de su publicación: ha sido llevada a la pantalla en varias ocasiones, dos en vida del propio Renard; la primera, en 1920, en alemán, de la mano de un experto del cine de terror y ciencia ficción, Robert Wiene, director de El gabinete del doctor Caligari; la segunda en 1935, con Peter Lorre como protagonista; en 1961, una doble película, en francés e inglés, sería dirigida por Edmond T. Gréville, con un reparto de excelentes actores como Mel Ferrer, Christopher Lee y Lucile Saint-Simon. Al año siguiente, una nueva adaptación norteamericana, Hands of a stranger, no citaba a Renard, pero su trama coincidía en muchos puntos con Orlac20.

 

MAURO ARMIÑO

 

 

 

 

 

 

1El doctor Lerne, imitador de Dios, traducción de Rebeca Le Rumeur, editorial Valdemar, 2007. La editorial argentina La Bestia Equilátera publicó en 2011 El señor de la luz, traducción de César Aira.

2 Uno de los relatos de Renard, «El singular destino de Bouvancourt» (L’Invitation à la peur, 1926), inserta en el texto hallazgos como los de Röntgen, Crookes, Jesse Ramsden, Leyde, Ruhmkorff, etc.

3 Sigo el texto «Du roman merveilleux-scientifique et de son action sur l’intelligence du progrès», en Maurice Renard, Romans et contes fantastiques, Robert Laffont, 1990.

4 Escrita en torno a 1897, apareció en el folletón de Le Journal desde el 15 de junio hasta el 13 de julio de 1910, arreglada por su hijo Michel Verne, que, a petición del editor Jules Hetzel, reforzó el romanticismo de la trama, trasladada además del siglo XIX al XIII. El manuscrito original de Verne no apareció hasta 1895. La influencia que sobre la trama ejerce El hombre invisible (1897) de H. G. Wells ha hecho que alguna edición española haya utilizado para El secreto de Wilhelm Storitz el mismo título de Wells: El hombre invisible.

5«Adieu mystères», Le Gaulois, 8 de noviembre de 1881.

6Su colaboracionismo con los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial, por el que fue condenado a degradación nacional, no le impidió seguir escribiendo narraciones, sobre todo de trama policiaca; con su treintena de novelas protagonizadas por él, el superhéroe Nictálope fue una de las figuras más conocidas de la época, aunque sin llegar a la popularidad de Arsène Lupin, Rocambole o Fantomas.

7 En Le Spectateur, octubre de 1909; poco más tarde aparece como prólogo a su novela Le péril bleu (1912), dándole así carta de naturaleza entre la crítica.

8 En La Vie, junio de 1914.

9 En ABC, 1928.

10Cinco páginas escritas a petición de Jean Ray para la revista belga L’Ami du Livre(15 de junio de 1823).

11 A estos nuevos términos puede añadirse el de «robot»,que aparece en la obra de teatro RUR (Robots Universales Rossum), del checo Karel Cˇapek, estrenada en 1920 y llevada enseguida a escenarios de Londres y Nueva York, lo cual permitió que ese término se introdujera en todas las lenguas.

12Villiers de l’Isle-Adam, Cuentos crueles (completos), ed. M. Armiño, Valdemar, Madrid, 2017.

13Título completo: Estrella Ψ de Casiopea:Historia maravillosa de uno de los mundos del espacio, naturaleza singular, costumbres, viajes, literatura stariana, poemas y comedias traducidos del stariano.

14 «¿Qué debemos a Jules Verne?», respuesta a una encuesta de L’Intransigeant, 6 de enero de 1928.

15 En 1983, un film para la televisión francesa la adaptaba bajo el título de El extraño castillo del doctor Lerne.

16 También fue adaptada por la cadena de televisión Antenne 2 en 1975.

17 Recogidos de las revistas en que habían sido publicados por Francis Lacassin y Jean Tulard; figuran en Maurice Renard, Romans et contes fantastiques, o. cit.

18 «Una grandísima parte de las novelas cortas de Maurice Renard han sido recicladas sin cesar por autores de ficción especulativa desde principios del siglo XX. Algunas se han convertido en películas o en episodios para series de televisión americanas, como La cuarta dimensión, Historias del otro mundo o también Los cuentos de la cripta, en La ciencia-ficción fantástica de Maurice Renard de Arthur B. Evans, de quien puede verse también su antología Vintage visions: Essays on early science fiction (2014).

19 Con este título publicó Stéphane Bourgoin una antología de sus mejores relatos, tanto de ciencia ficción como fantásticos (Nouvelles Éditions Oswald, 1985).

20 Varios de los elementos de Orlac aparecen en thrillers de bajo presupuesto norteamericanos a lo largo del siglo; entre ellos, La bestia con cinco dedos, también con Peter Lorre (1946).

LAS MANOS DE ORLAC

 

A Alfred Gamet

Preámbulo

El título de esta historia despertaría, sin duda, más de un recuerdo en el espíritu del lector si el nombro propio que se ve figurar en ella no fuera más que un nombre supuesto.

A poco que fuera verdadero, recordaría a la vez a un artista cuya fama conoció el brillo fugitivo de las estrellas fugaces, y cierto caso criminal sobre el que los periódicos guardaron el silencio más extraño después de haberlo consignado tímida y misteriosamente.

Como un submarino que navega sumergido, con solo el periscopio emergiendo, la aventura no ha mostrado en la superficie del siglo más que un pequeñísimo y ridículo punto de ella misma.

Como tengo la fortuna de conocerla punto por punto, sorprendido por su carácter al mismo tiempo extravagante y real, y encantado por esa doble naturaleza —sin saber demasiado si conviene preferir en ella la inverosimilitud o la verdad, lo fantástico o su explicación—, he cedido al deseo de contarla al detalle, aunque el oficio de narrador no sea el mío.

Si pudiera pasar al lector mi tarjeta de visita, sabría, en efecto, que me llamo Gaston Breteuil y que ejerzo en París la profesión de periodista judicial.

Gracias al mayor de los azares, el torbellino de estos acontecimientos me atrapó en su trayecto y, en menos de tres minutos, me encontré, transportado de la indiferencia a la estupefacción, ante el cadáver más extraordinario que un mortal sea admitido nunca a contemplar.

Ya hacía mucho tiempo que se desarrollaba esta historia singular cuando fui llamado a jugar, entre sus personajes, el papel borroso de figurante atento; y es de la señora Orlac de quien tengo el relato del inicio. Conviene que la circunstancia sea anotada, porque permitirá comprender por qué la señora Orlac invade, en cierto modo, los primeros capítulos, y cómo es que todo parece reflejado en el espejo de su alma, de su espíritu y de su corazón.

Si yo fuera un narrador, lo habría evitado; y sin duda también habría iniciado la historia por la mitad, si no por el epílogo, como hacen nuestros novelistas más expertos, a fin de dar desde el principio el gran golpe. Pero me ha desagradado romper el inaudito crescendo de terror y de curiosidad que hace de Lasmanos de Orlac una progresión bastante extraña.

Además, el principio ya no es tan banal.

PRIMERA PARTELOS SIGNOS

ILa catástrofe de Montgeron

Por lo que se refiere a la señora Orlac, la historia comienza el 16 de diciembre, a las 23:10 h.

Fue en ese momento cuando el empleado con gorra blanca cruzó la estación de la PLM21.

Tras surgir de un despacho, se dirigía hacia las Salidas corriendo y gritando:

—¡Impidan partir al 49!

Entonces los presentimientos de la señora Orlac se convirtieron en angustia. Y al mismo tiempo supo que el malestar que había estado sufriendo todo el día era eso: presentimientos.

Porque lo propio de los presentimientos es no desvelar su verdadera identidad sino después de haber desaparecido y cuando los hechos han venido a confirmar a la criatura que tenía buenas razones para estar triste, inquieta y nerviosa. Buenas razones futuras.

Hasta entonces, Rosine Orlac no había sospechado que fuera sombría por anticipación. Aquella vaga melancolía, aquel pequeño terror latente que habían hecho presa en ella desde por la mañana no eran en su caso inéditos. Mujer en grado superlativo, rubia y parisina, a veces le pasaba que veía oscurecerse todo, como si una nube hubiera ocultado de forma pasajera el sol. No sabía por qué. No trataba de saberlo. «Todo el mundo es así». Al día siguiente, al despertarse, la nube había pasado, y la vida parecía de nuevo totalmente soleada...

¡Pero esta vez no era lo mismo! ¡Oh, no! Se convenció de repente. Sobre todo, porque la alegría de reunirse con Stéphen debería haber expulsado de aquel día cualquier mariposa negra...

¿Stéphen?

Stéphen. Su marido muy amado. Stéphen Orlac, el célebre pianista virtuoso, simplemente.