Las memorias de Sherlock Holmes - Arthur Conan Doyle - E-Book

Las memorias de Sherlock Holmes E-Book

Arthur Conan Doyle

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Los temas de estas doce nuevas aventuras, recopiladas bajo el título de La memorias de Sherlock Holmes en 1894 son variados: "La Gloria Scott", "El jorobado" y "El paciente interno" tratan de dilucidar crímenes ocurridos en el pasado; El tratado naval es una historia de espionaje; Los hacendados de Reigate y El intérprete griego nos hablan de la avaricia; o El oficinista del corredor de bolsa, que trata de un timo cometido por motivos inconfesables. Conan Doyle, autor de muchas otras grandes obras, veía eclipsada el resto de su labor literaria por su gran detective, así que tomó una decisión absolutamente radical: Sherlock Holmes iba a morir, y de este modo, podría concentrarse en el tipo de libros que de verdad prefería escribir. Sería en el último de los relatos de estas Memorias titulado El problema final, donde tomaría esta decisión de la que pronto tendría que arrepentirse.

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Seitenzahl: 469

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Akal / Básica de Bolsillo / 325

Arthur Conan Doyle

Las memorias de Sherlock Holmes

Traducción: Lucía Márquez de la Plata

Los temas de estas doce nuevas aventuras, recopiladas bajo el título de La memorias de Sherlock Holmes en 1894 son variados: «La Gloria Scott», «El jorobado» y «El paciente interno» tratan de dilucidar crímenes ocurridos en el pasado; «El tratado naval» es una historia de espionaje; «Los hacendados de Reigate» y «El intérprete griego» nos hablan de la avaricia; o «El oficinista del corredor de bolsa», que trata de un timo cometido por motivos inconfesables. Conan Doyle, autor de muchas otras grandes obras, veía eclipsada el resto de su labor literaria por su gran detective, así que tomó una decisión absolutamente radical: deshacerse de Sherlock Holmes para, de este modo, poder concentrarse en el tipo de libros que de verdad prefería escribir. Sería en uno de los relatos de estas Memorias, titulado «El problema final», donde tomaría esta decisión de la que pronto tendría que arrepentirse.

Diseño de portada

Sergio Ramírez

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Título original

The Memoirs of Sherlock Holmes

© Ediciones Akal, S. A., 2016

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4474-1

Estrella de Plata

Watson, me temo que no me queda más remedio que ir –dijo Holmes una mañana mientras nos sentábamos a desayunar.

—¡Ir! ¿Adónde?

—A Dartmoor, a King’s Pyland.

No me sorprendió. En realidad, me extrañaba que todavía no se hubiese visto envuelto en este extraordinario caso, que era el único tema de conversación a lo largo y ancho de Inglaterra. Mi compañero había vagado por la habitación durante todo el día, con la barbilla sobre el pecho y el ceño fruncido, cargando una y otra vez su pipa con un tabaco negro muy fuerte, completamente sordo a mis preguntas y comentarios. Nuestro vendedor de periódicos nos había enviado las ediciones más recientes de todos los diarios, los cuales Holmes arrojó a una esquina tras echarles una ojeada. Pero, a pesar de su silencio, yo sabía perfectamente cuál era el objeto de sus cavilaciones. Sólo había un problema que preocupara al público y que desafiara su capacidad de análisis, y ese era la singular desaparición del caballo favorito para la Copa Wessex y el trágico asesinato de su entrenador. Por tanto, cuando anunció repentinamente su intención de salir hacia la escena del drama, sólo respondió a lo que yo deseaba y esperaba.

—Me encantaría acompañarle, si no le resulto una molestia –dije.

—Mi querido Watson, me haría un gran favor si viniese. Y creo que no perdería su tiempo, puesto que hay detalles en este caso que prometen convertirlo en algo único. Creo que tenemos el tiempo justo para coger nuestro tren en Paddington, durante el viaje le daré más detalles sobre el asunto. Me haría un gran favor si trajera sus magníficos prismáticos de campo.

Y así es como, una hora más tarde, me encontré en el rincón de un vagón de primera clase volando hacia Exeter, mientras Sherlock Holmes, con su rostro anguloso y ávido enmarcado en su gorra de orejeras, se zambullía rápidamente en el montón de periódicos nuevos que había adquirido en Pad­dington. Habíamos dejado Reading muy atrás cuando tiró el último bajo el asiento y me ofreció su pitillera.

—Llevamos un buen ritmo –dijo mirando por la ventana y echando un vistazo a su reloj–. Nuestra velocidad en este momento es de cincuenta y tres millas y media por hora.

—No me he fijado en los postes que marcan los cuartos de milla –dije.

—Ni yo. Pero los postes de telégrafos de esta ruta están separados por sesenta yardas, por tanto el cálculo es sencillo. Supongo que habrá leído ya algo sobre el asesinato de John Straker y la desaparición de Estrella de Plata.

—He visto lo que dicen el Telegraph y el Chronicle.

—Es uno de esos casos en los que el investigador debe esforzarse más en cribar los detalles que en buscar nuevas pistas. Se trata de una tragedia tan fuera de lo común, tan absoluta y de tal importancia personal para tanta gente, que nos encontramos sumidos en una nebulosa de suposiciones, conjeturas e hipótesis. La dificultad radica en separar la estructura básica de los hechos, los hechos absolutos e indiscutibles, de los elementos decorativos de teóricos y reporteros. Sólo entonces, cuando nos hayamos situado sobre esta sólida base, será el momento de averiguar qué consecuencias se pueden extraer y cuáles son los detalles clave sobre los que gira todo el misterio. El martes por la noche recibí sendos telegramas del coronel Ross, propietario del caballo, y del inspector Gregory, que investiga el caso, solicitando mi cooperación.

—¡El martes por la noche! –exclamé–. Y hoy es jueves por la mañana. ¿Por qué no fue usted ayer?

—Pues porque cometí una torpeza, mi querido Watson, lo cual es, me temo, algo que ocurre con mucha más frecuencia de lo que cualquier lector que sólo me conozca por sus crónicas podría imaginar. El hecho es que no me podía creer que el caballo más famoso de Inglaterra pudiera permanecer oculto, especialmente en un área tan poco poblada como es el norte de Dartmoor. Ayer estuve esperando que en cualquier momento se encontrara el caballo y que su secuestrador fuese el autor del asesinato de John Straker. Sin embargo, al amanecer otro día y descubrir que aparte del arresto del joven Fitzroy Simpson no se había hecho nada más, me di cuenta de que era el momento en que debía entrar en acción. Aun así, creo que, de algún modo, no desperdicié del todo el día de ayer.

—Entonces, ¿ya tiene una teoría?

—Al menos tengo una idea muy clara de los hechos esenciales del caso. Se los enumeraré, puesto que nada esclarece mejor un caso que exponérselo a otra persona, y no puedo esperar su colaboración si no le muestro desde qué situación partimos.

Me recliné sobre los cojines chupando mi cigarro, mientras Holmes, inclinándose hacia adelante, con su largo y delgado dedo índice marcando los detalles sobre la palma de su mano izquierda, me hizo un esbozo de los hechos que nos habían embarcado en este viaje.

—Estrella de Plata –dijo–, lleva la sangre de Isonomy y su historial de triunfos es tan brillante como el de su famoso antepasado. Ahora tiene cinco años de edad y ha conseguido, uno tras otro, todos los premios de carreras para el coronel Ross, su afortunado propietario. Hasta el momento de la catástrofe, era el favorito para la Copa Wessex, las apuestas eran de tres contra uno. Sin embargo, siempre ha sido el favorito de los aficionados a las carreras y nunca les ha decepcionado, por eso, a pesar de dicho ratio de apuestas, siempre se han obtenido beneficios apostado a su favor grandes sumas de dinero. Es, por tanto, obvio, que mucha gente está muy interesada en que Estrella de Plata no comparezca el próximo martes cuando se dé la señal de salida.

»Desde luego, este hecho era tenido muy en cuenta en King’s Pyland, donde se encuentra el establo de entrenamiento del coronel. Se tomaron toda clase de precauciones para proteger al favorito. El entrenador, John Straker, es un jockey retirado que había corrido con los colores del coronel Ross antes de que su peso le impidiera subirse a la báscula. Estuvo cinco años sirviendo al coronel como jockey y siete como entrenador, y siempre se ha mostrado como un trabajador dedicado y honesto. Dirigía a tres muchachos, puesto que se trata de un establo pequeño que alberga solamente cuatro caballos. Todas las noches, uno de los mozos montaba guardia en el establo mientras los demás dormían en el altillo. Los tres tienen una reputación excelente. John Straker, que estaba casado, vivía en una pequeña casita a doscientas yardas de los establos. No tiene hijos, pero sí una sirvienta, y estaba confortablemente retirado. Los alrededores son muy solitarios, pero a una media milla al norte hay un grupo de casitas que fueron construidas por un contratista de Tavistock para alojar a inválidos y enfermos que deseaban disfrutar del aire puro de Dartmoor. Tavistock se halla a dos millas al oeste, mientras que al otro lado del páramo, a unas dos millas de distancia, se encuentra el establo de entrenamiento de Capleton, que pertenece a lord Backwater y está dirigido por Silas Brown. Por lo demás, el páramo está totalmente deshabitado en todas direcciones, sólo lo frecuentan algunos gitanos vagabundos. Esa era la situación general la noche del pasado lunes, cuando aconteció la desgracia.

»Aquella noche se ejercitó y abrevó a los caballos, como de costumbre, y los establos se cerraron con llave a las nueve de la noche. Dos de los mozos fueron hasta la casa del entrenador, donde cenaron en la cocina, mientras el tercero, Ned Hunter, permaneció de guardia. Pocos minutos después de las nueve, la sirvienta, Edith Baxter, le acercó la cena a los establos, que consistía en un plato de cordero al curry. No llevaba nada de beber, ya que había agua corriente en los establos y las normas dictaban que el mozo de guardia no podía tomar otra cosa. La sirvienta llevaba una linterna consigo, puesto que estaba muy oscuro y el sendero atravesaba el campo abierto.

»Edith Baxter se encontraba a treinta yardas de los establos cuando un hombre surgió de la oscuridad y le pidió que parase. Cuando el hombre entró en el círculo de luz amarilla que arrojaba la linterna, la sirvienta pudo comprobar que se trataba de una persona de aspecto distinguido que vestía un traje de tweed gris y una gorra de paño. Llevaba polainas y portaba un pesado bastón rematado con una empuñadura de bola. Sin embargo, lo que más la impresionó fue la palidez de su rostro y el nerviosismo con el que gesticulaba. Sobre su edad, pensó que era más probable que superase la treintena, y no que no la alcanzase.

»“¿Podría decirme dónde me encuentro?”, preguntó. “Casi me había resignado a dormir en el páramo cuando vi la luz de su linterna.”

»“Se encuentra cerca de los establos de King’s Pyland”, respondió.

»“¡Oh!, ¿de verdad? ¡Qué golpe de suerte!”, exclamó. “Tengo entendido que un mozo del establo duerme allí solo todas las noches. Quizá le lleva usted la cena. Estoy seguro de que no será tan orgullosa como para despreciar una cantidad de dinero que le permitiría comprarse un vestido nuevo, ¿verdad?” Extrajo un trozo de papel blanco y doblado del bolsillo de su chaleco. “Procure que el mozo reciba esto esta noche y usted tendrá el vestido más bonito que el dinero pueda comprar.”

»La mujer se asustó al ver la ansiedad con la que se comportaba, y se alejó a toda prisa hasta que llegó a la ventana por la que tenía la costumbre de entregar las comidas. Ya estaba abierta y Hunter se encontraba sentado a la mesita que había dentro. Ella había empezado a contarle lo que había pasado cuando el extraño apareció de nuevo.

»“Buenas noches”, dijo mirando por la ventana. “Quería hablar con usted.” La muchacha habría jurado que, mientras pronunciaba estas palabras, de su mano cerrada asomaba la esquina de su paquetito de papel.

»“¿Qué le trae por aquí?”, preguntó el mozo.

»“Se trata de negocios, negocios que pueden dejarle un buen pellizco en su bolsillo. Presentan ustedes dos caballos en la Copa Wessex: Estrella de Plata y Bayard. Dígame la verdad y no tendrá nada que perder. ¿Es cierto que, a igualdad de peso, Bayard podría darle al otro cien yardas de ventaja en las mil doscientas y que el establo ha apostado a su favor?”

»“¿Así que es usted uno de esos malditos informadores?”, gritó el mozo. “Le enseñaré cómo les tratamos en King’s Pyland.” Se levantó de un salto y atravesó el establo a toda velocidad para soltar al perro. La muchacha huyó hacia la casa, pero mientras se alejaba miró hacia atrás y vio que el extraño se inclinaba sobre la ventana. Sin embargo, un momento después, cuando Hunter salió corriendo con el perro, había desaparecido, y aunque el mozo recorrió todos los edificios, no logró encontrar ni rastro del individuo.

—¡Un momento! –dije–. ¿Dejó el mozo la puerta del establo cerrada cuando salió corriendo con el perro?

—¡Excelente, Watson, excelente! –murmuró mi compañero–. Ese detalle me pareció de tanta importancia que ayer envié un telegrama especial a Dartmoor para aclarar el asunto. El muchacho cerró la puerta antes de irse. Puedo añadir que la ventana no tiene la anchura suficiente como para que un hombre pase por ella.

»Hunter esperó a que los otros mozos de cuadra volvieran, y entonces envió un mensaje al entrenador contándole lo que había ocurrido. Straker se sobresaltó al escuchar el incidente, aunque parece que no se dio cuenta de su verdadero significado. Sin embargo, le dejó ligeramente intranquilo, y la señora Straker se despertó a la una de la madrugada para descubrir que su marido se estaba vistiendo. Como respuesta a las preguntas de su mujer, le contestó que no podía dormir debido a la ansiedad que le producían el estado de los caballos y que tenía la intención de ir hasta los establos para comprobar que to­do andaba bien. Ella le rogó que se quedara en casa, puesto que podía oír la lluvia golpeteando las ventanas, pero, a pesar de sus súplicas, Straker se puso su enorme impermeable Mackintosh y salió de la casa.

»La señora Straker se despertó a las siete de la mañana para encontrarse con que su marido no había regresado aún. Se vistió rápidamente, llamó a la sirvienta y salió hacia los establos. La puerta se encontraba abierta; en el interior se hallaba Hunter hecho un ovillo en una silla, sumido en un estado de absoluto estupor, el compartimento del favorito estaba vacío y no había señales del entrenador.

»Los dos muchachos que dormían en el altillo de paja encima del cuarto de los arreos fueron despertados rápidamente. No habían oído nada en toda la noche, puesto que tenían el sueño muy pesado. Obviamente Hunter estaba bajo los efectos de algún poderoso estupefaciente; como no se logró que dijera nada con sentido, se dejó que durmiera hasta que se le pasasen los efectos, mientras los dos muchachos y las dos mujeres corrían a buscar a los que faltaban. Todavía guardaban la esperanza de que el entrenador, por algún motivo, hubiera sacado al caballo a hacer algún ejercicio de primera hora, pero, al subir por la pequeña colina cercana a la casa, desde la cual se podían ver todos los páramos vecinos, no sólo no pudieron ver señales del favorito por ninguna parte, sino que atisbaron algo que les advirtió que estaban en presencia de una tragedia.

»A un cuarto de milla de los establos, el impermeable de John Straker aleteaba enganchado en una mata de aliagas. Justo detrás, el páramo formaba una depresión en forma de cuenco, en cuyo fondo encontraron el cadáver del desafortunado entrenador. Le habían destrozado la cabeza de un golpe salvaje propinado con algún instrumento pesado. Además, presentaba una herida en el muslo, cuyo corte largo y limpio evidentemente se había infligido con un instrumento muy afilado. Sin embargo, se veía con claridad que Straker se había defendido vigorosamente contra sus asaltantes, puesto que llevaba en la mano derecha un pequeño cuchillo que estaba manchado de sangre hasta la empuñadura, mientras en la mano izquierda aferraba una corbata de seda roja y negra que, según la sirvienta, era la que llevaba el extraño que había visitado los establos la noche anterior. Cuando Hunter volvió en sí, también coincidió en identificar al propietario de la corbata. Igualmente estaba seguro de que el extraño, mientras permanecía en la ventana, había vertido alguna droga en su cordero, dejando así los establos sin vigilante. En cuanto al caballo desaparecido, se hallaron abundantes pruebas de su presencia durante la pelea en el fondo de la fatídica depresión. Pero no se había vuelto a ver al caballo desde la mañana; y, aunque se había ofrecido una importante recompensa y los gitanos de Dartmoor estaban sobre aviso, no se había sabido nada de él. Finalmente, un análisis ha demostrado que los restos de la cena dejados por el mozo del establo contenían una considerable cantidad de opio en polvo, mientras que los habitantes de la casa, que habían cenado el mismo guiso aquella noche, no sufrieron ninguno de los efectos.

»Esos son los principales hechos del caso, despojados de toda clase de suposiciones y expuestos lisa y llanamente. Ahora le explicaré la actuación de la policía en el asunto.

»El inspector Gregory, a quien se le ha encargado el caso, es un oficial extremadamente competente. Si estuviera dotado de imaginación, llegaría a lo más alto en su profesión. A su llegada, lo primero que hizo fue buscar y arrestar al hombre sobre el que recaían, naturalmente, las sospechas. No fue difícil encontrarle, puesto que era muy conocido en los alrededores. Parece ser que se llamaba Fitzroy Simpson. Se trataba de un hombre de una excelente familia y magnífica educación, que había derrochado una fortuna en las carreras y que ahora se ganaba la vida como un discreto y elegante corredor de apuestas en los clubes deportivos de Londres. Un examen de su cuaderno de apuestas mostró que se habían registrado apuestas de cinco mil libras contra el favorito. Al ser arrestado, confesó que había ido a Dartmoor con la esperanza de conseguir alguna información acerca de los caballos de King’s Pyland, y también acerca de Desborough, el segundo favorito, que se encontraba al cuidado de Silas Brown, de los establos Capleton. No intentó negar que la noche anterior había actuado tal como se ha descrito, declaró que no tenía ningún propósito siniestro y que simplemente quería obtener información de primera mano. Cuando se le enseñó la corbata se puso muy pálido y fue totalmente incapaz de explicar por qué había aparecido en la mano del hombre asesinado. Sus ropas húmedas revelaban que había permanecido a la intemperie cuando se desató la tormenta la noche anterior, y su bastón, un Penang lawyer lastrado con plomo, bien podría haber sido el arma que, tras repetidos golpes, hubiera infligido las terribles heridas que acabaron con la vida del entrenador. Por otro lado, el detenido no mostraba herida alguna, cuando el estado del cuchillo de Straker mostraba que al menos uno de los asaltantes debía llevar encima la señal del arma. Ahí tiene el caso expuesto brevemente, Watson, y le estaré sumamente agradecido si me proporciona alguna luz.

Había escuchado con el mayor interés la explicación que Holmes, con la claridad que le era característica, me había expuesto. Aunque la mayoría de los hechos me resultaba familiar, no había apreciado suficientemente su relativa importancia ni la conexión que existía entre ellos.

—¿No sería posible –sugerí– que la herida que sufrió Straker hubiera sido causada por su propio cuchillo durante las convulsiones que siguen a una lesión cerebral?

—Es más que posible, es probable –dijo Holmes–. En ese caso, desaparecería uno de los más importantes detalles que juegan a favor del acusado.

—A pesar de todo –dije–, incluso ahora no llego a entender cuál puede ser la teoría que maneja la policía.

—Me temo que cualquier hipótesis que presentemos se mostrará sujeta a las más serias objeciones –contestó mi compañero–. Imagino que la policía piensa que este Fitzroy Simpson, tras drogar al mozo y habiendo obtenido de alguna manera una copia de la llave de los establos, abrió la puerta de las cuadras y se llevó el caballo, con la aparente intención de secuestrarlo. Falta la brida del animal, así que Simpson debió colocársela. Entonces, dejando la puerta abierta tras él, se internó en el páramo con el caballo hasta que se encontró con el entrenador o fue alcanzado por él. Como era natural, siguió una disputa. Simpson le rompió los sesos con su pesado bastón, sin ser herido por el pequeño cuchillo que Straker empleó para defenderse, y, posteriormente, el ladrón llevó al caballo a algún escondrijo secreto, o quizá se encabritó durante la pelea y ahora vaga por los páramos. Así es como ve el caso la policía y, por improbable que parezca, las demás explicaciones resultan más inverosímiles aún. Sin embargo, en cuanto me encuentre en el lugar de los hechos, pondré a prueba dicha teoría; hasta entonces no veo cómo podemos avanzar desde donde estamos.

Caía la tarde cuando llegamos a la pequeña ciudad de Tavistock, la cual se halla, como el tachón de un escudo, en medio del enorme círculo de Dartmoor. Dos caballeros nos esperaban en la estación; uno era un hombre alto y rubio, con cabello leonino y barba y con unos penetrantes ojos azul claro; el otro era una persona pequeña y despierta, muy pulcra y activa, vestida con una levita y polainas, patillas pequeñas y recortadas y un monóculo. Este último era el coronel Ross, el conocido sportsman, y el otro era el inspector Gregory, quien se estaba haciendo rápidamente un nombre en el servicio de detectives británico.

—Me alegro de que haya venido, señor Holmes –dijo el coronel–. Aquí el inspector ha hecho todo lo imaginable, pero no voy a dejar piedra sin mover para vengar al pobre Straker y recuperar mi caballo.

—¿Se ha producido algún nuevo descubrimiento? –preguntó Holmes.

—Lamento decir que hemos progresado muy poco –dijo el inspector–. Afuera nos espera un coche abierto, y, como sin duda querrá ver el lugar antes de que se ponga el sol, podremos hablar de ello por el camino.

Un momento después estábamos todos sentados en un confortable landó traqueteando por la vieja y pintoresca ciudad de Devonshire. El inspector Gregory se sabía el caso de memoria y derramó sobre nosotros un chorro de observaciones, mientras Holmes interrumpía de vez en cuando con una pregunta o una exclamación. El coronel Ross se arrellanó en su asiento con los brazos cruzados y el sombrero echado sobre los ojos, mientras yo escuchaba con interés el diálogo mantenido entre los dos detectives. Gregory formulaba su teoría, que coincidía casi exactamente con lo que Holmes había anticipado en el tren.

—La red se está cerrando sobre Fitzroy Simpson –dijo–, y yo mismo creo que es nuestro hombre. Aun así, reconozco que las pruebas son puramente circunstanciales y que cualquier nuevo descubrimiento puede echar todo por tierra.

—¿Qué me dice del cuchillo de Straker?

—Hemos llegado a la conclusión de que se hirió él mismo al caer.

—Mi amigo el doctor Watson me sugirió lo mismo durante el viaje. Si realmente es así, eso perjudicaría la situación del señor Simpson.

—Sin duda. No llevaba cuchillo ni señal de haber sido herido. Las pruebas contra él son muy concluyentes. Tenía un gran interés en que desapareciera el favorito. Se sospecha que envenenó al mozo de los establos; sin duda estuvo a la intemperie durante la tormenta, estaba armado con un pesado bastón y se encontró su corbata en manos del fallecido. Creo que tenemos suficiente para llevarle ante un tribunal.

Holmes meneó la cabeza.

—Un abogado defensor astuto lo haría pedazos. ¿Para qué se llevó el caballo? Si quería herirlo, ¿por qué no hacerlo allí mismo? ¿Se le ha encontrado un duplicado de la llave? ¿Quién le vendió el opio en polvo? Y, por encima de todo, si la zona le era desconocida, ¿dónde podía esconder un caballo y, sobre todo, un caballo tan conocido como ese? ¿Qué explicación le ha dado acerca del papel que quería que la sirvienta le entregase al mozo?

—Dice que era un billete de diez libras. Se le encontró uno en el billetero. Pero sus otras objeciones no son tan irrefutables como parecen. No es un desconocido en la zona. Se ha alojado dos veces en Tavistock el pasado verano. Probablemente trajo el opio desde Londres. La llave, una vez utilizada, podría haber sido arrojada a algún sitio. El caballo puede encontrarse en el fondo de uno de los pozos o de las viejas minas del páramo.

—¿Qué dice acerca de la corbata?

—Confiesa que es suya y declara haberla perdido. Pero ha aparecido un nuevo elemento en el caso, el cual puede apoyar la teoría de que se llevó el caballo del establo.

Holmes aguzó los oídos.

—Hemos encontrado rastros que demuestran que un grupo de gitanos acampó el lunes por la noche a una milla del lugar donde aconteció el crimen. El martes ya habían desaparecido. Ahora bien, suponiendo que había cierto entendimiento entre Simpson y estos gitanos, ¿no podría ser que fuese alcanzado cuando llevaba el caballo a los gitanos y que ahora lo tengan ellos?

—Desde luego entra dentro de lo posible.

—Se está peinando el páramo en busca de esos gitanos. Asimismo, he ordenado examinar cada establo y cobertizo de Tavistock en un radio de diez millas.

—Según tengo entendido, hay otro establo de entrenamiento bastante cerca de aquí.

—Sí, y se trata de un factor que no podemos desestimar en absoluto. Puesto que Desborough, su caballo, va segundo en las apuestas, tenían interés en la desaparición del favorito. Se sabe que Silas Brown, su entrenador, había realizado cuantiosas apuestas en la próxima carrera, y no era precisamente amigo del pobre Straker. Sin embargo, hemos examinado los establos y no existe ninguna conexión con el asunto.

—¿Y no hay ninguna conexión entre este hombre, Simpson y los intereses de los establos Capleton?

—Nada en absoluto.

Holmes se reclinó en su asiento y la conversación terminó. Pocos minutos después, nuestro cochero se detuvo al lado de una bonita casa de campo de ladrillo rojo con aleros voladizos que había junto a la carretera. A cierta distancia, detrás de un prado, se distinguía un edificio anexo de techo gris. En todas las demás direcciones se veían las suaves ondulaciones del páramo extendiéndose hasta el horizonte, teñidas de bronce por los helechos que se marchitaban, sin más interrupción que los campanarios de Tavistock y un grupo de casas hacia el oeste, que señalaban la situación de los establos Capleton. Todos saltamos del coche, a excepción de Holmes, que siguió recostado con los ojos fijos en el cielo, completamente absorto en sus propios pensamientos. Sólo cuando le toqué el brazo se irguió con un violento respingo y salió del carruaje.

—Discúlpeme –dijo volviéndose hacia el coronel Ross, que le había mirado con cierta sorpresa–. Estaba soñando despierto. Tenía un brillo en los ojos y una agitación contenida en sus gestos que me convenció, acostumbrado como estaba a su manera de ser y a su comportamiento, de que andaba sobre alguna pista, aunque no podía imaginarme dónde la había encontrado.

—Quizá preferiría ir directamente a la escena del crimen, señor Holmes.

—Creo que preferiría quedarme aquí un rato y abordar un par de detalles. Supongo que se trajo aquí a Straker.

—Sí, su cadáver está en el piso de arriba. Mañana se inicia la investigación judicial.

—Llevaba varios años a su servicio, ¿no es cierto, coronel Ross?

—Siempre le he encontrado un empleado excelente.

—Imagino que habrá hecho un inventario de lo que llevaba en el bolsillo en el momento de su muerte, ¿verdad inspector?

—Sus cosas están en la sala de estar, si desea verlas.

—Me encantaría. –Entramos en fila en la habitación delantera y nos sentamos alrededor de la mesa, mientras el inspector abría con una llave una pequeña caja metálica cuadrada, colocando ante nosotros un pequeño montón de objetos. Había una caja de cerillas de cera, un cabo de vela de dos pulgadas, una pipa A. D. P. de madera de brezo, una tabaquera de piel de foca con media onza de tabaco Cavendish de hebra larga, un reloj de plata con cadena de oro, cinco soberanos de oro, una cajita de lapiceros de aluminio, algunos papeles y un cuchillo de mango de marfil con una hoja finísima y recta con la marca Weiss & Co., Londres.

—Este es un cuchillo muy curioso –dijo Holmes cogiéndolo y examinándolo minuciosamente–. Supongo, viendo estas manchas de sangre, que se trata del arma que se encontró en manos del fallecido. Watson, seguramente este cuchillo se emplea en su profesión.

—Es un cuchillo para operar cataratas –dije.

—Eso pensaba. Una hoja extraordinariamente fina para un trabajo extraordinariamente delicado. Resulta raro que lo llevara encima cuando se embarcó en una expedición a la intemperie, especialmente porque no podía guardarlo cerrado en el bolsillo.

—La punta estaba protegida con un disco de corcho que encontramos junto a su cuerpo –dijo el inspector–. Su esposa nos ha contado que el cuchillo llevaba algunos días en el tocador y que lo cogió cuando salía de la habitación. Como arma era bastante mala, pero quizá fue lo mejor a lo que pudo echar mano en aquel momento.

—Es muy posible. ¿Y qué hay de estos papeles?

—Tres de ellos son cuentas de proveedores de heno, con recibos. Uno de ellos es una carta con instrucciones del coronel Ross. El otro es una factura de una modista por treinta y siete libras y quince chelines firmada por madame Lesurier de Bond Street a nombre de William Derbyshire. La señora Straker nos ha dicho que Derbyshire era un amigo de su esposo y que, de vez en cuando, sus cartas se enviaban aquí.

—Madame Derbyshire tenía gustos algo caros –comentó Holmes mirando la factura–. Veintidós guineas es bastante por un solo vestido. Sin embargo, parece que no queda nada más que ver aquí, así que podemos ir ya a la escena del crimen.

Mientras salíamos de la sala de estar, una mujer que había estado esperando en el pasillo dio un paso adelante y puso su mano sobre la manga del inspector. Tenía el rostro macilento y delgado y ojeroso, marcado por la reciente tragedia.

—¿Los han cogido? ¿Los han encontrado? –jadeó.

—No, señora Straker, pero aquí el señor Holmes ha venido desde Londres para ayudarnos y haremos todo lo posible.

—¿No nos conocimos en Plymouth hace poco, en una recepción al aire libre, señora Straker? –dijo Holmes.

—No señor, está equivocado.

—Vaya por Dios, pues lo hubiera jurado. Llevaba usted un vestido de seda gris, con un ribete de plumas de avestruz.

—Nunca tuve un vestido como ese, señor –respondió la dama.

—Ah, entonces, asunto aclarado –dijo Holmes, y con una disculpa siguió al inspector al exterior. Tras una pequeña caminata por el páramo llegamos a la depresión donde se había encontrado el cadáver. Las aliagas donde se había enganchado el impermeable se hallaban justo al borde del mismo.

—Según tengo entendido, aquella noche no había viento –dijo Holmes.

—No, pero llovía a cántaros.

—En ese caso, el impermeable no fue arrastrado a las aliagas, sino que se abandonó allí.

—Sí, estaba extendido sobre el arbusto.

—Ha despertado usted mi interés. Veo que el suelo está lleno de huellas. Sin duda habrá pasado mucha gente por aquí desde el lunes por la noche.

—Se ha colocado una estera a un lado y todos hemos examinado el lugar desde allí.

—Excelente.

—En esta bolsa traigo una de las botas que llevaba Straker, uno de los zapatos de Fitzroy Simpson y una herradura de Estrella de Plata.

—¡Mi querido inspector, se supera usted! –Holmes cogió la bolsa, descendiendo a la hondonada, y colocó la estera en el centro. Entonces, tumbándose boca abajo y apoyando la barbilla en las manos, realizó un cuidadoso estudio del barro pisoteado que estaba frente a él–. ¡Anda! –dijo de repente–. ¿Qué es esto?

Era una cerilla de cera a medio quemar, tan cubierta de barro que, a primera vista, parecía una astilla de madera.

—No sé cómo se nos pudo pasar por alto –dijo el inspector con una expresión de fastidio.

—Enterrada en el barro resultaba invisible. Sólo pude encontrarla porque la estaba buscando.

—¿Qué? ¿Esperaba encontrarla?

—Me pareció que no era improbable.

Cogió las botas de la bolsa y comparó las marcas de las suelas con las huellas del barro. Entonces trepó hasta el borde de la hondonada y anduvo a gatas entre los helechos y los matorrales.

—Me temo que no hay más pistas –dijo el inspector–. He examinado el terreno muy cuidadosamente en cien yardas a la redonda.

—¿De veras? –dijo Holmes levantándose–. No habría tenido la impertinencia de hacerlo de nuevo si me lo hubiera dicho. Pero me gustaría dar un paseo por los páramos antes de que anochezca, para orientarme mejor mañana, y creo que me llevaré esta herradura para que me dé suerte.

El coronel Ross, que había dado muestras de impaciencia ante el trabajo tranquilo y sistemático de mi compañero, miró su reloj.

—Me gustaría que volviese conmigo, inspector –dijo–. Quisiera consultarle acerca de varios detalles, especialmente sobre si deberíamos retirar el nombre de nuestro caballo del listado de inscripciones de la Copa, mirando por el interés del público.

—Desde luego que no –exclamó Holmes muy resuelto–. Yo dejaría el nombre inscrito.

El coronel hizo una reverencia.

—Me alegro de que exprese su opinión, señor –dijo–. Nos encontrará en casa del pobre Straker cuando acabe su paseo, así podremos ir juntos a Tavistock.

Se marchó con el inspector, mientras Holmes y yo caminamos lentamente por el páramo. El sol comenzaba a ponerse tras el establo de Capleton y la amplia llanura en pendiente que se extendía frente a nosotros se teñía de color dorado, que se transformaba en un intenso tono marrón rojizo donde los helechos marchitos y los zarzales atrapaban la luz del atardecer.

—Es por aquí, Watson –dijo al fin–. Debemos apartar por un momento la cuestión de quién mató a John Straker y limitarnos a descubrir qué ocurrió con el caballo. Ahora, suponiendo que se escapó durante o después de la tragedia, ¿adónde podría haber ido? El caballo es un animal gregario. Abandonado a sus instintos, hubiera vuelto a King’s Pyland o se habría dirigido a Capleton. ¿Por qué razón iba a estar corriendo sin control por el páramo? Seguramente, a estas alturas alguien ya le habría visto. ¿Y por qué iban a secuestrarlo los gitanos? Esa gente siempre desaparece cuando hay algún asunto feo, ya que no desea ser molestada por la policía. Ni por asomo se les ocurriría vender un caballo como ese. Correrían un gran riesgo llevándoselo y no ganarían nada. Eso es evidente.

—Entonces, ¿dónde está?

—Ya he dicho que seguramente debería haber ido a King’s Pyland o a Capleton. No está en King’s Pyland, por lo tanto se encuentra en Capleton. Tomemos esto como hipótesis de trabajo y veamos adónde nos lleva. Como me indicó el inspector, el suelo en esta parte del páramo es muy seco y duro. Pero forma pendiente en dirección a Capleton y, como puede comprobar desde aquí, a lo lejos se extiende una hondonada alargada, la cual debía estar muy húmeda el lunes por la noche. Si nuestra suposición es correcta, entonces el caballo debería haberla cruzado y ahí es donde debemos buscar su rastro.

Habíamos ido caminando a buen paso mientras hablábamos, así que en pocos minutos llegamos a la hondonada en cuestión. A petición de Holmes, caminé por la derecha de la depresión y él fue por la izquierda; no había dado ni cincuenta pasos cuando le oí lanzar un grito y vi que me llamaba con la mano. Se distinguía perfectamente el rastro de un caballo en la blanda tierra que tenía delante, y la herradura que tenía en el bolsillo se ajustaba perfectamente a las huellas.

—Compruebe el poder de la imaginación –dijo Holmes–. Es la única cualidad de la que Gregory carece. Imaginamos lo que podría haber ocurrido, actuamos siguiendo esa suposición y resultó que estábamos en lo cierto. Prosigamos.

Cruzamos el fondo cenagoso y atravesamos un cuarto de milla de hierba seca y dura. De nuevo el suelo descendió en pendiente y de nuevo encontramos el rastro. Entonces lo perdimos durante un cuarto de milla, sólo para volver a encontrarlo muy cerca de Capleton. Fue Holmes quien las vio primero, y se quedó mirándolas con una expresión de triunfo en el rostro. Se veían las huellas de un hombre junto a las del caballo.

—Hasta aquí el caballo venía solo –exclamé.

—Cierto. Antes venía solo. Vaya, ¿qué es esto?

El rastro doble giró bruscamente y tomó la dirección de King’s Pyland. Holmes silbó y ambos lo seguimos. Los ojos de Hol­mes no se apartaban de las huellas, pero levanté la vista a un lado y, para mi sorpresa, vi las mismas huellas volviendo en dirección opuesta.

—Apúntese un tanto, Watson –dijo Holmes cuando se lo indiqué–. Nos ha ahorrado una larga caminata que nos habría traído otra vez sobre nuestros propios pasos. Sigamos el rastro de vuelta.

No tuvimos que ir muy lejos. Acababa en el pavimento de asfalto que llevaba a la puerta principal de los establos Capleton. Al acercarnos, un mozo de cuadra salió corriendo por la puerta.

—No queremos merodeadores por aquí –dijo.

—Sólo quería hacer una pregunta –dijo Holmes con el índice y el pulgar metidos en el bolsillo de su chaleco–. ¿Si mañana quisiera ver a su patrón, el señor Silas Brown, a las cinco de la mañana sería demasiado temprano?

—Válgame Dios, señor, si alguien está despierto a esa hora será él, puesto que es siempre el primero en levantarse, Pero ahí lo tiene, señor, él podrá darle en persona la respuesta. No, señor, de ninguna manera, me jugaría mi empleo si me viera coger su dinero. Más tarde, si lo desea.

En el momento en que Sherlock Holmes se metía de nuevo en el bolsillo la media corona, un hombre entrado en años, de expresión fiera, salió a grandes zancadas de la puerta agitando un látigo de caza.

—¿Qué pasa aquí, Dawson? –gritó–. ¡No quiero chismorreos! ¡Ocúpate de tus asuntos! Y ustedes, ¿qué demonios buscan aquí?

—Hablar diez minutos con usted, mi buen señor –dijo Holmes empleando su tono de voz más melifluo.

—No tengo tiempo para hablar con todos los azotacalles. No queremos extraños aquí. Lárguese o soltaré a los perros.

Holmes se inclinó hacia delante y susurró algo en el oído del entrenador. Dio un violento respingo y se sonrojó hasta la sien.

—¡Es mentira! –gritó–. ¡Una vil mentira!

—¡Muy bien! ¿Quiere que lo discutamos aquí en público o lo hablamos en su salón?

—Oh, entre si quiere.

Holmes sonrió.

—No le tendré esperando más que unos minutos, Watson –dijo–. Ahora, señor Brown, estoy a su disposición.

Pasaron unos veinte minutos y los tonos rojizos se habían vuelto grises antes de que Holmes y el entrenador reaparecieran. Nunca había visto un cambio de actitud como el que se había producido en Silas Brown en tan poco tiempo. Su rostro estaba pálido como la ceniza, gotas de sudor brillaban en su entrecejo y sus manos temblaban hasta tal punto que el látigo se agitaba como una rama en el viento. Su actitud chulesca y vocinglera también había desaparecido y se encogía junto a mi compañero como un perro haría con su amo.

—Se cumplirán sus instrucciones. Lo haremos todo según nos ha dicho –dijo.

—No se debe cometer ningún error –dijo Holmes mirando a su alrededor. El otro parpadeó al encontrarse con la amenazante mirada de mi compañero.

—Oh, no se cometerá ningún error. Lo supervisaré yo mismo. ¿Lo cambio primero o no?

Holmes lo pensó un momento y entonces rompió a reír.

—No, no lo haga –dijo–, le escribiré sobre ello. Sin trucos o...

—¡Oh, puede fiarse de mí, puede fiarse de mí!

—Debe cuidarlo hasta ese mismo día como si fuera suyo.

—Puede dejarlo en mis manos.

—Sí, creo que puedo. Bien, mañana tendrá noticias mías. Holmes dio media vuelta sin hacer caso a la temblorosa mano que el otro le tendía y nos encaminamos a King’s Pyland.

—Rara vez me he topado con una mezcla tan perfecta de matón, cobarde y chivato como el maestro Silas Brown –comentó Holmes mientras caminábamos a grandes zancadas.

—Entonces, ¿tiene el caballo?

—Intentó escabullirse con fanfarronadas, pero le describí con tanta exactitud lo que hizo aquella mañana que estaba convencido de que le vi. Por supuesto, habrá usted observado que la puntera de las huellas en el barro era de una peculiar forma cuadrada, y sus botas correspondían exactamente con esas huellas. De todas maneras, está claro que un empleado no se hubiese arriesgado a hacer algo semejante. Le describí cómo, de acuerdo con su costumbre de levantarse el primero, vio un caballo que no era de su cuadra vagando por el páramo; cómo salió a su encuentro, y su sorpresa cuando se dio cuenta, gracias a la marca blanca en la frente que da su nombre al favorito, de que la casualidad había puesto en sus manos al único caballo capaz de derrotar al suyo, por el que había apostado tanto dinero. Entonces le puntualicé que su primera intención había sido devolverlo a King’s Pyland y que, inspirado por el demonio, se le había ocurrido esconderlo hasta que terminara la carrera y lo trajo de vuelta para ocultarlo en Capleton. Cuando le conté todos los detalles, cedió y sólo pensó en cómo salvar su pellejo.

—Pero ¿no habían sido registrados sus establos?

—Oh, un viejo suplantador de caballos conoce muchos trucos.

—Pero ¿no tiene miedo de dejar el caballo en su poder, puesto que tiene todo el interés en que sufra algún daño?

—Mi querido amigo, cuidará de él como si fuese la niña de sus ojos. Sabe que su única esperanza de ser perdonado es que lo entregue sano y salvo.

—En cualquier caso, el coronel Ross no me pareció un hombre inclinado a mostrarse compasivo.

—La decisión no está en manos del coronel Ross. Yo sigo mis propios métodos y cuento lo que me parece, mucho o poco. Esa es la ventaja de ser independiente. No sé si se habrá fijado, Watson, pero la actitud del coronel hacia mí ha sido un poco despectiva. Me apetece divertirme un poco a su costa. No le diga nada sobre el caballo.

—Desde luego que no, no sin su permiso.

—Y, por supuesto, este es un asunto menor, comparado con la cuestión de quién asesinó a John Straker.

—¿Se dedicará ahora a resolver ese problema?

—Al contrario, volvemos a Londres en el último tren.

Sus palabras me dejaron estupefacto. Me resultaba incomprensible. Sólo llevábamos unas pocas horas en Devon­shire y se disponía a abandonar una investigación que había comenzado de una manera tan brillante. No pude sacarle una palabra más hasta que llegamos a la casa del entrenador. El coronel y el inspector nos esperaban en el salón.

—Mi amigo y yo volvemos a la ciudad en el expreso de medianoche –dijo Holmes–. Hemos podido respirar durante un rato el encanto del magnífico aire de Dartmoor.

El inspector abrió los ojos y el labio del coronel se curvó en una mueca de desprecio.

—¿Así que pierde la esperanza de arrestar al asesino del pobre Straker?

Holmes se encogió de hombros.

—Ciertamente hay serios obstáculos en la investigación –dijo–. Sin embargo, albergo grandes esperanzas de que su caballo tome la salida el martes y le ruego que tenga a su jockey preparado. ¿Puedo pedirle una fotografía del señor John Straker?

El inspector cogió una de un sobre y se la entregó.

—Mi querido Gregory, se anticipa usted a todas mis necesidades. Si no les importa esperarme aquí un momento, tengo una pregunta que hacerle a la sirvienta.

—No me queda más remedio que confesar que me ha defraudado su asesor londinense –dijo rotundamente el coronel cuando mi amigo salió de la habitación–. No veo que hayamos avanzado nada desde que vino.

—Al menos le ha asegurado que su caballo participará en la carrera –comenté.

—Sí, tengo su seguridad –dijo el coronel encogiéndose de hombros–. Preferiría tener el caballo.

Estaba a punto de replicar en defensa de mi amigo cuando entró de nuevo en la habitación.

—Ahora, caballeros –dijo–, estoy listo para marchar a Tavistock.

Al entrar en el carruaje, uno de los mozos mantuvo abierta la portezuela. De repente, pareció que a Holmes se le había ocurrido una idea, puesto que se inclinó hacia delante y le dio un golpecito al mozo en la manga.

—Veo que tienen algunas ovejas en el prado –dijo–. ¿Quién las atiende?

—Yo señor.

—¿Ha notado que algo ande mal con ellas en los últimos tiempos?

—Bueno, señor, no es nada del otro mundo, pero tres de ellas se han quedado cojas, señor.

Me fijé en que Holmes estaba extraordinariamente complacido, puesto que reía por lo bajo y se frotaba las manos.

—¡Una apuesta arriesgada, Watson, una apuesta muy arriesgada! –dijo pellizcándome el brazo–. Gregory, déjeme aconsejarle que preste atención a esta curiosa epidemia que se ha desatado entre las ovejas. ¡Adelante, cochero!

El coronel Ross lucía una expresión que mostraba la pobre opinión que se había formado de las habilidades de mi amigo, pero en el rostro del inspector vi que se había despertado vivamente su interés.

—¿Opina que es importante? –preguntó.

—Excepcionalmente importante.

—¿Hay algo más sobre lo que desea llamar mi atención?

—Sí, el curioso incidente del perro a medianoche.

—El perro no hizo nada a medianoche.

—Eso es precisamente lo curioso del incidente –señaló Sherlock Holmes.

Cuatro días después, Holmes y yo nos encontramos de nuevo viajando en tren, rumbo a Winchester, para asistir a la Copa Wessex. Nos habíamos citado con el coronel Ross, quien nos esperaba fuera de la estación, y fuimos en su drag al campo donde se celebraban las carreras, fuera de la ciudad. Su expresión era seria y sus modales extremadamente fríos.

—No he sabido nada de mi caballo –dijo.

—Supongo que lo reconocería si lo viese –dijo Holmes.

El coronel estaba muy enfadado.

—He frecuentado las carreras más de veinte años y nunca me han preguntado nada parecido –dijo–. Hasta un niño reconocería a Estrella de Plata, con su frente blanca y su pata delantera exterior jaspeada.

—¿Cómo van las apuestas?

—Bien, eso es lo raro. Ayer estaban quince a uno, pero el premio ha ido disminuyendo cada vez más, hasta que, ahora, apenas se paga tres a uno.

—¡Hum! –dijo Holmes–. ¡Alguien sabe algo, eso está claro!

Cuando nuestro coche se detuvo en el espacio cerrado cerca de la tribuna principal, miré el programa para comprobar las inscripciones:

Trofeo Wessex 50 soberanos cada uno h. ft[1], con 1.000 soberanos más para caballos de cuatro y cinco años. Segundo premio, 300 libras. Tercer premio, 200 libras. Nueva pista (una milla y cien yardas).

1. El Negro, propiedad del señor Heath Newton (gorra roja, chaqueta canela).

2. Pugilista, propiedad del coronel Wardlaw (gorra rosa, chaqueta azul y negra).

3. Desborough, propiedad de lord Backwater (gorra y mangas amarillas).

4. Estrella de Plata, propiedad del coronel Ross (gorra negra y chaqueta roja).

5. Iris, propiedad del duque de Balmoral (amarillo con franjas negras).

6. Rasper, propiedad de lord Singleford (gorra púrpura, mangas negras).

—Retiramos a nuestro otro caballo y pusimos todas nuestras esperanzas en su palabra –dijo el coronel–. Pero ¿qué es eso? ¿Estrella de Plata es el favorito?

—¡Cinco a cuatro contra Estrella de Plata! –rugía el recinto de apuestas–. ¡Cinco a cuatro contra Estrella de Plata! ¡Quince a cinco contra Desborough! ¡Cinco a cuatro por los demás!

—Ya han levantado los números –dijo–. Están los seis allí.

—¡Los seis están allí! Entonces mi caballo va a correr –profirió el coronel con gran agitación–. Pero no lo veo, mis colores no han pasado aún.

—Sólo han pasado cinco. Será ese que viene ahí.

Nada más decir esto, un fuerte caballo bayo salió del recinto de pesaje y pasó ante nosotros al trote llevando en su lomo los conocidos colores negro y rojo del coronel.

—Ese no es mi caballo –exclamó el propietario–. Ese animal no tiene ni un pelo blanco en todo el cuerpo. ¿Qué ha hecho usted, señor Holmes?

—Bien, bien, veamos qué tal lo hace –dijo imperturbable mi amigo. Durante unos pocos minutos miró por mis prismáticos–. ¡Excelente! ¡Una magnífica salida! –gritó de repente–. ¡Aquí vienen, doblando la curva!

Desde nuestro coche teníamos una vista excepcional de los caballos avanzando por la recta. Los seis caballos estaban tan juntos que cabían debajo de una alfombra, pero, a la mitad de la recta, el amarillo del establo de Capleton asomó, tomando la delantera. Sin embargo, antes de que llegaran a nuestra altura, Desborough ya había echado el resto, y el caballo del coronel, que venía lanzado desde atrás, cruzó el poste de meta con seis cuerpos por delante de su rival, llegando en tercera posición, muy rezagado, Iris, el caballo del duque de Balmoral.

—De cualquier manera, he ganado la carrera –jadeó el coronel, pasándose la mano por los ojos–. Confieso que no le veo al asunto ni pies ni cabeza. ¿No cree que ya es hora de desvelar el misterio, señor Holmes?

—Por supuesto, coronel. Lo sabrá todo. Vamos todos juntos a echarle un vistazo al caballo. Aquí está –continuó mientras nos abríamos paso hacia el recinto de pesaje, donde sólo se admitía a los propietarios y a sus amigos–. Únicamente tienen que lavarle el rostro y la pierna con vino espirituoso y descubrirá que es el Estrella de Plata de siempre.

—¡Me deja usted sin habla!

—Lo encontré en manos de un farsante, y me tomé la libertad de hacerle correr tal como me lo habían enviado.

—Mi querido señor, ha hecho usted maravillas. El caballo parece sano y en forma. No ha corrido mejor en su vida. Le debo mil disculpas por haber dudado de su capacidad. Me ha prestado un gran servicio recuperando mi caballo. Y me haría un servicio aún mayor si pudiera echarle el guante al asesino de John Straker.

—Ya lo he hecho –dijo Holmes tranquilamente.

El coronel y yo le miramos atónitos.

—¡Le ha atrapado! Entonces, ¿dónde está?

—Está aquí.

—¡Aquí! ¿Dónde?

—Está acompañándome en este momento.

El coronel enrojeció de ira.

—Reconozco que he contraído un compromiso con usted, pero lo que acaba de decir es una broma muy desagradable o un insulto.

Sherlock Holmes rió.

—Coronel, le aseguro que no he relacionado de ningún modo su nombre con el crimen –dijo–. El auténtico asesino está justo detrás de usted. Dio un paso adelante y posó su mano sobre el brillante cuello del purasangre.

—¡El caballo! –exclamamos el coronel y yo al unísono.

—Sí, el caballo. Y quizá pueda reducir su culpabilidad el hecho de que lo hizo en defensa propia, y que John Straker era un hombre que no merecía su confianza. Pero ya suena la campana y, como espero ganar un pellizco en la próxima carrera, les daré una explicación más extensa en un momento más adecuado.

Aquella noche volvíamos a Londres en un vagón Pullman que se había dispuesto para nosotros, y creo que el viaje resultó muy corto tanto para el coronel como para mí, puesto que lo pasamos escuchando el relato de mi compañero sobre los sucesos que habían tenido lugar en los establos de entrenamiento de Dartmoor aquel domingo por la noche y cómo los había logrado aclarar.

—Confieso –dijo–, que las teorías que me había formado leyendo los periódicos resultaron totalmente equivocadas. A pesar de ello, había algunos indicios en los artículos periodísticos, si no hubiesen estado sobrecargados de detalles que ocultaban su verdadera importancia. Fui a Devonshire con la convicción de que Fitzroy Simpson era el verdadero culpable, aunque, por supuesto, vi que las pruebas contra él no eran, en absoluto, definitivas. Fue mientras estaba en el coche, al llegar a la casa del entrenador, cuando me di cuenta de la inmensa importancia del cordero al curry. Recordarán que yo estaba distraído y que me quedé sentado en el coche después de que todos ustedes se hubiesen apeado ya. En ese instante estaba asombrado de que hubiese pasado por alto una pista tan evidente.

—Confieso –dijo el coronel– que incluso ahora no entiendo qué utilidad puede tener.

—Se trataba del primer eslabón en mi razonamiento. El opio en polvo no es, en absoluto, una sustancia insípida. El sabor no es desagradable, pero es perceptible. De haberlo mezclado con cualquier plato ordinario, la persona que lo hubiese comido lo habría detectado sin duda alguna, y probablemente dejara de comer. El curry era exactamente la forma de disimular ese sabor. De ninguna manera Fitzroy Simpson pudo haber conseguido que se sirviera curry a la familia del entrenador aquella noche, y sería una enorme coincidencia que este hombre hubiese ido con el opio en polvo la misma noche en que se servía un plato que podía disimular su sabor. Eso resulta inconcebible. Por tanto, Simpson queda eliminado del caso y nuestra atención se centra en Straker y su esposa, los únicos que podrían haber escogido cordero al curry como la cena de aquella noche. Se añadió el opio después de que se apartara un plato para llevárselo al mozo de los establos, puesto que los demás cenaron lo mismo y no sufrieron ningún efecto. Entonces, ¿quién de ellos tenía acceso a aquel plato, sin que le viese la sirvienta?

»Antes de esclarecer esa cuestión, ya había comprendido el significado del silencio del perro, puesto que una deducción correcta lleva a otras. A causa del incidente Simpson, me había enterado de que había un perro en los establos y, aunque alguien había entrado y se había llevado un caballo, no había ladrado lo suficiente como para despertar a los dos muchachos que dormían en el altillo. Evidentemente, el visitante nocturno era alguien a quien el perro conocía bien.

»Ya estaba convencido, o casi convencido, de que John Straker había bajado a los establos en mitad de la noche y había sacado a Estrella de Plata. ¿Con qué propósito? Con uno muy turbio, evidentemente, si no, ¿por qué drogaría a su propio mozo? Pero todavía no sabía la razón. Anteriormente se han dado casos de entrenadores que se han asegurado grandes sumas de dinero apostando en contra de sus propios caballos mediante agentes y luego evitando que ganaran cometiendo fraude. A veces mediante un jockey tramposo. A veces con medios más seguros y sutiles. ¿Cuál se empleó aquí? Esperaba que el contenido de sus bolsillos me ayudara a llegar a una conclusión.

»Y así fue. No pueden haber olvidado el curioso cuchillo que se encontró en la mano del hombre, un cuchillo que nadie en su sano juicio hubiese escogido como arma. Se trataba, como nos dijo el doctor Watson, de una clase de cuchillo que se emplea en las más delicadas operaciones de cirugía. Y aquella noche iba a ser empleado en una operación muy delicada. Coronel Ross, debe saber, gracias a su amplio conocimiento del mundo de las carreras, que es posible realizar un ligero corte en los tendones de las ancas del caballo, y de hacerlo a nivel subcutáneo sin dejar ningún rastro. Un caballo que hubiera recibido dicho corte, acabaría con una ligera cojera, lo cual se achacaría a una lesión por exceso de ejercicio o un ataque leve de reumatismo, pero nunca al juego sucio.

—¡Miserable sinvergüenza! –exclamó el coronel.

—Aquí tenemos la explicación de por qué John Straker quería llevarse el caballo al páramo. Ciertamente, un animal de su temple habría despertado a cualquiera de su sueño más profundo cuando sintiese el pinchazo del cuchillo. Era absolutamente necesario hacerlo al aire libre.

—¡He estado ciego! –exclamó el coronel–. Por eso necesitaba la vela y por eso encendió la cerilla.

—Sin duda alguna. Pero, al examinar sus pertenencias, tuve la suerte de descubrir no sólo cómo se cometió el crimen, sino incluso el móvil. Como hombre de mundo, coronel, sabe que no hay nadie que lleve consigo las facturas de otro hombre en el bolsillo. La mayoría de nosotros ya tiene suficiente con pagar las suyas. En ese momento llegué a la conclusión de que Straker llevaba una doble vida y que mantenía una segunda casa. La índole de la factura mostraba que había una mujer de por medio, y además una de gustos caros. Aunque usted es generoso con su servidumbre, resulta difícil imaginar que uno de ellos se pueda permitir un vestido de calle de veinte guineas para su mujer. Pregunté a la señora Straker sobre el vestido sin que ella se diera cuenta y, convencido de que ella no sabía nada, anoté las señas de la modista, sabiendo que si la visitaba con la fotografía de Straker podría desembarazarme del mítico Derbyshire.

»A partir de ahí, todo fue de lo más sencillo. Straker había conducido al caballo a una hondonada donde su vela sería invisible. Simpson, al huir, había dejado caer su corbata y Straker la había cogido, quizá con la idea de que podría emplearla para atar la pata del caballo. Una vez en la hondonada, se había colocado detrás del caballo y encendido una cerilla, pero la criatura, asustada por el resplandor repentino y sabiendo instintivamente que algo malo se le quería hacer, soltó una coz y la herradura de acero golpeó a Straker en plena frente. A pesar de la lluvia, se había quitado el impermeable con el objeto de que no le estorbara en su delicada tarea, y así, cuando se cayó, el cuchillo le hizo un corte en el muslo. ¿Me he explicado con claridad?

—¡Increíble! –exclamó el coronel–. ¡Increíble! Parece que hubiera estado usted allí.

—Mi última apuesta, debo confesar, fue muy arriesgada. Me sorprendía que un hombre tan astuto como Straker fuera a realizar su operación de tendones sin un poco de práctica previa. Pero ¿con qué podía practicar? Me fijé en las ovejas e hice una pregunta, que, para mi sorpresa, me demostró que mi suposición era correcta.

—Lo ha dejado todo perfectamente claro, señor Holmes.

—Cuando volví a Londres visité a la modista, que reconoció a Straker como uno de sus mejores clientes, llamado Derbyshire, que tenía una esposa despampanante y muy aficionada a los vestidos caros. No me cabe ninguna duda de que esta mujer lo arrastró a endeudarse hasta las cejas, lo que le condujo a urdir este miserable plan.

—Lo ha explicado todo menos una cosa –exclamó el coronel–. ¿Dónde estaba el caballo?