9,99 €
UN CLÁSICO DE CULTO CENSURADO EN SU ÉPOCA SOBRE UN CIRUJANO ALEMÁN QUE INTENTA HUIR DE SU PASADO. «Impresionante: increíblemente buena, tensa, convincente y moralmente compleja». Ian Rankin «Una clase magistral sobre la interpretación de la banalidad del mal. Magnífica». The Paris Review «Esta extraordinaria novela me enganchó de principio a fin». Sarah Waters UNA VIBRANTE NOVELA DE SUSPENSE SOBRE LAS CONSECUENCIAS DE LA MALDAD. Londres, junio de 1965. Karl Braun acaba de mudarse al barrio de Pimlico, en el oeste de la capital inglesa. Sus nuevos vecinos están intrigados por este culto caballero alemán que trabaja como afinador de pianos. Muchos son compatriotas emigrados que suponen que él, como ellos, vino al Reino Unido para huir de Hitler durante la guerra. Sin embargo, mientras los periódicos se llenan de noticias sobre la caza de criminales de guerra nazis, él sufre terribles pesadillas y ve amenazas por todas partes, convencido de que sus secretos están a punto de ser descubiertos. Inspirado en la captura de Adolf Eichmann y censurado en su época, este clásico de culto posee la tensión de los thrillers de Hitchcock y constituye un apasionante estudio psicológico sobre un hombre culpable de crímenes atroces que intenta esconderse a la vista de todos.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 383
Título original inglés: The Glass Peals.
© del texto: Emeric Pressburger, 2015.
© de la traducción: Víctor Manuel García de Isusi, 2024.
© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2024.
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
rbalibros.com
Primera edición: junio de 2024.
REF.: OBDO347
ISBN:978-84-1132-797-8
EL TALLER DEL LLIBRE• REALIZACIÓN DE LA VERSIÓN DIGITAL
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito
del editor cualquier forma de reproducción, distribución,
comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida
a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro
(Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org)
si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra
(www.conlicencia.com; 917021970/932720447).
Todos los derechos reservados.
PARA LA SEÑORITA T. I.
El nombre de Emeric Pressburger va a estar unido para siempre al de Michael Powell. Juntos formaron una de las sociedades creativas más vitales de este país —a la altura de las de Gilbert y Sullivan, Morecambe y Wise o Fortnum y Mason— como sinónimo de la distinción británica. Bajo el paraguas de su propia productora, The Archers, Powell —el director— y Pressburger —el escritor— encarrilaron una racha desde finales de la década de 1930 a finales de la década siguiente que nadie ha podido igualar en la historia de nuestro cine: Vida y muerte del coronel Blimp (1943), A vida o muerte (1946), Narciso negro (1947) y Las zapatillas rojas (1948) son hitos notables tanto de esa era como de cualquier otra.
Powell, a sabiendas del lazo telepático que había entre ambos, trató su sociedad como un matrimonio. No obstante, al leer sus memorias —dos volúmenes titulados A Life in Movies—, podríamos llegar a pensar que no se trató de un matrimonio entre iguales, dado que a Pressburger, el más introspectivo y menos ostentoso de los dos, a veces lo confundían con el secundario ante el talento y la personalidad altivos de Powell. Esa confusión quedó subsanada en la biografía que Kevin Macdonald publicó en 1994 sobre Pressburger. Macdonald se había tomado como algo personal aclarar aquel asunto; al fin y al cabo, era nieto de Pressburger. Cuando el «matrimonio» se separó, a finales de la década de 1950, cada uno siguió por su camino con desigual suerte. En 1960, la extraordinaria El fotógrafo del pánico de Powell fue recibida con las peores críticas por parte, prácticamente, de todo el mundo. Pasarían años hasta que la crítica y el público reconocieran que era una tremenda obra de arte. Pressburger aceptó el mal consejo de dirigir la película Twice Upon a Time (1953), de la que poco se recuerda aparte del durísimo veredicto del productor Alexander Korda al ver el primer corte: «Muchachos, podría comerme una lata de recortes y cagar una película mejor».
De hecho, fue en otro tipo de forma artística donde Pressburger acabó encontrando su sitio. Su primera novela, Killing a Mouse on Sunday, se publicó en 1961 y recibió la aclamación instantánea. Enmarcada justo después de la Guerra Civil española, narra la historia de un republicano que vive en el exilio en Francia y que decide cruzar la frontera para volver a España, a pesar de lo peligroso que es para él... porque su madre se está muriendo. Aplaudida por la crítica y traducida a varios idiomas, se adaptó al cine en 1964 con el título Y llegó el día de la venganza, con Fred Zinnemann como director y Gregory Peck como protagonista. No solo no está mal para un debutante, sino que dejó el camino sembrado para su segunda novela, Las perlas de cristal, que publicó en 1966. No obstante, el destino de esta sería, como quien dice, justo el contrario de la primera. La novela desapareció poco después de que se hubiera publicado sin haber vendido siquiera la primera tirada —compuesta por cuatro mil ejemplares— y con una única crítica en el TLS y en la que se decía que era una porquería.
Puede que eso nos sorprenda hoy en día, si bien podría resultar comprensible que en aquella época la historia de un nazi a la fuga no resultase muy atractiva. Mientras que la Segunda Guerra Mundial como tema de conflicto «heroico» inundaba el cine británico y estadounidense, la literatura sobre el Holocausto carecía de perfil comercial a mediados de la década de 1960. Las perlas de cristal parecen un caso aparte hoy en día y su destacada valentía llama mucho la atención. La historia, situada en el verano de 1965, sigue a Karl Braun, un afinador de pianos bajito, delgado y discreto que se muda a una sórdida habitación en la carretera de Pimlico, en Londres. Los vecinos hablan del recién llegado, pero su aparente vulgaridad apenas atrae su curiosidad. Braun no es sino un solitario más en una ciudad vasta e impersonal: «Disfrutaba de un buen libro, de una buena obra de teatro, de un buen concierto y de una buena conversación. ¿Qué más podía pedirle una persona a la vida?». Una respuesta a esa pregunta podría ser «tener la conciencia tranquila», dado que esa persona no es «Karl Braun», sino el doctor Otto Reitmüller, un neurocirujano que dirigió horribles experimentos con los presos de los campos de concentración nazis y al que buscan ahora por toda Europa por crímenes de guerra.
Que el pavor que Braun tiene a que lo descubran se trate con tal empatía y ternura deja clara la imaginación moral de su creador. Pressburger, emigrante húngaro, pasó hambre como guionista autónomo en Berlín durante la década de 1930 y acabó enamorándose no solo de la ciudad, sino de la gente que lo acogió. Cuando los nazis llegaron al poder se vio obligado a huir —primero a París y después a Londres—, pero nunca olvidó su afecto por los alemanes «de a pie» con los que había convivido y no desaprovechó la oportunidad de expresar este afecto en Los invasores, una película propagandística de 1941 que coescribió con Rodney Ackland y que trataba de un grupo de seis fugitivos nazis en Canadá después de que su submarino se hundiera. Su representación de uno de los fugitivos, un hombre que era panadero hasta que empezó la guerra, subraya la tragedia de esas personas decentes a las que obligaron a unirse a la máquina bélica de Hitler —como cuando el amable anciano del pueblo en el que se esconden le pregunta: «¿Cómo pudiste mezclarte con esa panda de matones?»—. Más memorable es si cabe la escena de Vida y muerte del coronel Blimp, en la que el oficial alemán Theo Kretschmar-Schuldorff —interpretado por el brillante Anton Walbrook— describe dolorosamente la pérdida de sus dos hijos al unirse estos al Partido Nacionalsocialista, un dolor tan grande como el que le produce la muerte de su esposa.
En Las perlas de cristal, no obstante, Pressburger nos ofreció su estudio más inquietante sobre la corrupción espiritual. Karl Braun es una persona civilizada, un violinista dotado que disfruta de los conciertos que se celebran en el Festival Hall, que corteja a una joven llamada Helen y que llora la pérdida de su esposa y de su hijo veinte años atrás en un ataque aéreo de los aliados contra Hamburgo. Por aquel entonces era médico y un «fanático» que investigaba la capacidad del cerebro para almacenar memoria: «Hipnotizaba a las personas, les pedía que le contaran su vida con todo lujo de detalles y, después, las operaba. En cuanto los pacientes se recuperaban, les pedía que volvieran a contarle la historia, anotaba las discrepancias y volvía a operarlos para quitarles otro pequeño grupo de células. Y así ad infinitum. O, mejor dicho... ad finitum, porque el final no tardaba en llegar». Un crimen monstruoso y, aun así, Braun no se considera a sí mismo un monstruo; y, lo que es más —y por misterioso que resulte—, nosotros tampoco. Cuando más adelante lee un artículo de un periódico en el que lo describen como «vano, cruel, ambicioso y egocéntrico», se siente genuinamente ofendido y perplejo, pues se considera alguien a quien «le encantaba su trabajo, era un buen padre de familia, adoraba a su esposa y a su hija, era religioso, rezaba a Dios». ¿Cómo va a ser una persona así un asesino sádico?
Cuando se pone en contacto con otro nazi que le anima a que escape a Sudamérica y se una a la «Hermandad», el viejo miedo de Braun a que la red se esté cerrando revive. Pero ¿tiene ese miedo algo de real? El truco de Pressburger consiste en tener al lector haciendo suposiciones todo el rato. Braun/Reitmüller no deja de pensar en el reciente y notorio ejemplo de un criminal de guerra al que acaban de detener: «Los cazadores de Eichmann conocían la fecha de nacimiento de su esposa y observaron cómo llegaba con un ramo de flores a casa, prueba final de su identidad». Cada vez sospecha más de todo y está siempre alerta. Cree que lo siguen dos hombres. Se pregunta si Helen, el objeto de su deseo, está colaborando con la policía en su caza. Esta incertidumbre proporciona a las últimas escenas de la novela la tensión mórbida de una historia de suspense. Cuando Braun lleva a Helen a pasar un fin de semana a París, le cuenta sus primeras experiencias en el exilio: cómo escapó de Alemania, cómo llegó a París y sus esfuerzos por conseguir un permiso de residencia, que su cafetería preferida era la Brasserie Lorraine, le enseña el apartamento de la rue Quentin-Bauchart en el que daban fiestas y las pequeñas ostras de concha verde con las que él y sus amigos agasajaban a sus invitadas.
La particularidad de estos recuerdos es clave para la historia que ha inventado Braun, pero tiene unos ecos perturbadores —¡porque son recuerdos reales del propio Pressburger!—. Tal y como Kevin Macdonald ha señalado, resulta extraordinario que un escritor judío que perdió a su madre y a otros parientes cercanos en Auschwitz decidiera injertar su propia personalidad en la de un asesino. Pressburger no se perdonaba por lo que le había sucedido a su madre, por no habérsela llevado a Inglaterra cuando aún estaba a tiempo. Frente a recuerdos tan traumáticos, la mayoría de los escritores hubieran decidido ofrecer la narrativa desde el punto de vista de la víctima, pero Pressburger no era como la mayoría de los escritores. Por el contrario, él decidió concentrarse en el culpable que se escondía a la vista de todos, que es justo lo que proporciona a su novela esa potencia extraña, equívoca. En cierto momento incluso esperamos que Braun escape de sus perseguidores... al tiempo que ansiamos que lo atrapen y lo castiguen. Puede que el personaje le proporcionase a Pressburger una oportunidad de expiación, solo de una forma totalmente inesperada. Es un retrato conjurado a partir de la pena, no cabe duda, pero también es un frío reconocimiento de que los perpetradores del Holocausto no eran una aberración inhumana. Por el contrario, tal y como escribió Hannah Arendt sobre su principal responsable: «El problema con Eichmann era justo, que había muchos como él y que la mayoría no eran ni pervertidos ni sádicos, sino que eran, y siguen siendo, tremenda y terriblemente normales». Las perlas de cristal nos ofrece esa misma observación con una precisión artística y espeluznante.
La mañana del primer sábado de junio, una gran furgoneta aparcó en la carretera de Pimlico. El señor Mulholland, que tenía una papelería en la que también vendía periódicos y los repartía, se acercó a la puerta del establecimiento para ver a qué se debía aquel imprevisto eclipse de sol.
—¡Un piano! —le anunció a su esposa—. ¿Quién ha comprado un piano?
Ella siguió contando los periódicos en la parte de atrás de la tienda, prestando atención a lo que le acababa de decir su marido, pero sin responder a la pregunta. No obstante, cuando llegó al siguiente número redondo, se unió a su esposo para mirar la furgoneta. Teniendo en cuenta que solía estar bien informada de los asuntos concernientes al vecindario, en esta ocasión tuvo que admitir su derrota. Taciturnos, observaron a los intrusos.
El primero en bajar del vehículo fue el conductor de la furgoneta, un verdadero gigante. El hombre se alisó el delantal de paño verde en el que, al igual que en su gorra y en ambos laterales de la furgoneta, destacaban unas letras doradas que indicaban a quién pertenecían tanto el delantal como el vehículo y el hombre. En la gorra y en el delantal ponía «Pianos Londres». En los laterales de la furgoneta se proporcionaba más información: «Afinadores de Londres Oeste. Afinación, pulido y retirada de pianofortes».
Enseguida, un segundo hombre descendió de los asientos delanteros de la furgoneta, sin gorra, con una pajarita, con el pelo canoso, menudo de talla hasta el punto de quedar claro que no sería capaz de levantar ni medio piano. Sonrió a los Mulholland y los saludó con una inclinación de cabeza amistosa. Esto hizo que la pareja se diera media vuelta y se retirase a las profundidades de sus dominios, ricamente cubiertos con rollos de papel higiénico, papel encerado, blocs de notas y tarjetas de felicitación para toda ocasión excepto la que estaban viviendo en aquel instante.
Cuando un momento después Ken, el repartidor, entró y la señora Mulholland le preguntó si sabía a quién pertenecía el piano, el muchacho respondió:
—No es un piano, es el nuevo inquilino de la señora Felton.
Y el muchacho tenía razón. En vez de un piano, de la furgoneta bajaron varias maletas y un gran bulto enrollado. El caballero menudo le estrechó la mano a su amigo el gigante y se quedó mirando cómo se marchaba. Luego le echó otra ojeada al señor Mulholland, que había vuelto a acercarse a la puerta con la intención de salvaguardar a su clientela de aquel nuevo residente, pero que, en esta ocasión, acertó a esbozar una sonrisa, si bien tan oxidada como el acorde desafinado de un piano que no se tocaba desde hacía mucho tiempo.
—Ken —llamó el señor Mulholland lo bastante alto como para que el desconocido le oyera—, echa una mano al caballero.
El muchacho, educado y ansioso por agradar, salió a la carrera y, cuando volvió, diez minutos después, informó de que el nuevo inquilino de la señora Felton era un caballero extranjero que trabajaba en una fábrica de pianos y que el fardo enrollado era una de esas colchas continentales que él había llamado «edredón». De momento no necesitaba papel, pero leía mucho, así que quería un periódico matutino y dos periódicos dominicales, y resulta que se llamaba «señor K. Braun», escrito como en el continente. El señor Mulholland asintió varias veces, en una de ellas a su esposa, que incluyó de inmediato el nombre del señor Braun en el libro de envíos.
—¿Te ha dado algo? —le preguntó el señor Mulholland.
La pregunta ruborizó al joven.
—Media corona.
—Qué generoso —dijo el señor Mulholland al tiempo que asentía una vez más e intercambiaba una mirada con su esposa, que entendió lo que quería decirle como si se lo hubiera transmitido por telepatía: si en alguna ocasión el muchacho pedía un aumento, había que sacar a relucir el tema de las propinas generosas.
Dos plantas por encima de la papelería, el nuevo inquilino se encontraba, embobado, frente a la puerta abierta de su habitación. Había completado la primera etapa de su mudanza llevando sus pertenencias hasta el vestíbulo y estaba preparado para proceder con la segunda: mover el equipaje al interior de la habitación. Ahora bien, ¿era aquella su habitación?
Geográficamente lo parecía: la primera puerta a la derecha, junto al teléfono, la de la farola frente a la ventana. No obstante, ¿dónde estaba la mesa de caoba pulida que le había llamado la atención cuando la señora Felton le había enseñado la habitación? Y ¿qué había pasado con la butaca de terciopelo verde? Las desfachateces con las que habían reemplazado ambos muebles estaban cubiertas con dos descoloridas cretonas de flores y con manchas en la zona baja, mientras que la parte superior estaba oscurecida, claro legado del paso de innumerables inquilinos que no volverían jamás y que habían dejado tras de sí manchas de café y de gomina como cicatrices con las que recordarlos a ellos y sus mundos privados.
Una voz amistosa, coloreada con un fuerte acento alemán, lo saludó por detrás:
—¡Bienvenido, señor Braun! Permítame que comparta y apoye su desconcierto. Soy Leslie Strohmayer.
El nuevo inquilino se volvió y se encontró con un hombre grande en la puerta del cuarto de baño trabajándose su larga melena con unos dedos fuertes e inclementes y con una sonrisa de conspirador dibujada en sus gruesos labios. Vestía una bata acolchada demasiado corta para él, que en su día había sido de color azul. Los dedos del pie derecho habían escapado de su prisión —una mugrienta zapatilla de piel de cordero—. Siguió hablando animado:
—Se podría decir que aquí soy como un procónsul. Represento a la señora Samuel Felton en su ausencia. Mi trabajo consiste en estar aquí cuando se toman las lecturas de los suministros, en cobrar el alquiler y en recoger los peniques para las llamadas de teléfono. Además, soy el responsable del mobiliario. —Suspiró como contento—. No obstante, soy un corrupto... ¡y conspiro contra la Autoridad Suprema! —Avanzó encorvado por el pasillo limpiándose la gomina de las manos en la bata, satisfecho de haber conseguido apaciguar la mala sensación del recién llegado—. Disculpe.
Braun tuvo que hacerse a un lado para dejarle entrar en la habitación y se quedó mirando cómo el hombre se acercaba a la mesa oval que había sufrido tan desastrosa metamorfosis desde la última vez que la había visto. Con un espectacular tirón, el procónsul quitó el cobertor de lino, que estaba sujeto con unas potentes bandas elásticas. Luego cogió el desgastado retal de la butaca, la desnudó de manera similar y tiró ambos harapos encima del armario. Resoplaba por el esfuerzo mientras señalaba por la ventana.
—Ella vive allí, en el cuarto piso, justo encima de Bains, el boticario. Nos tiene vigilados con los binoculares de su exmarido. El hombre era sobrecargo en un gran transatlántico y le dejó una pequeña suma y los binoculares. —Se acercó a la ventana y bajó la persiana con gran pericia hasta la mitad—. En esta posición no puede ver nada, le doy mi palabra. Ahora bien, esto tiene un precio. —Enarcó su ceja izquierda, nuevamente con ese aire conspiratorio—. ¿Va a comprar usted el periódico matutino? —Esperó a que el señor Braun asintiera disfrutando de la cara de confusión de este—. ¿Y cuándo lo lee?
—Durante el desayuno.
—¡Espléndido! Déjeme usted el periódico cada mañana y, a cambio, yo me encargaré de su ventana, persiana incluida, ¡y daré buenos informes de su conducta! ¿Qué le parece?
—¡Trato hecho!
—¿Quiere que le ayude con las maletas?
—No, gracias.
—No le cobraré nada.
—No, de verdad, yo me encargo.
—Espero que no me malinterprete. —Y sonrió—. Hay que vivir. ¿Cuándo quiere usted el cuarto de baño?
—A las siete y media, si es posible.
—Estupendo. Kolm irá después de usted. ¿Va a utilizar la cocina?
—No mucho. ¿Por qué?
—¡Soy un cocinero de primera! Cada vez que quiera usted comer, solo tiene que pedírmelo. Siempre y cuando pueda quedarme las sobras.
—¿Cómo sabe usted que va a sobrar?
—¡Ha de confiar en el cocinero! —Y se rio con picardía—. Vivir y dejar vivir.
El nuevo inquilino, que acababa de tomar posesión de su habitación, quería poner fin a la conversación y que lo dejaran en paz. No obstante, la última oferta de Strohmayer le había llamado la atención.
—¿Por qué no me prepara los desayunos, señor Strohmayer? Quedándose con las sobras, claro está.
El rostro de aquel cocinero de primera se nubló:
—¿Y a qué hora desayuna?
—A las ocho en punto.
Strohmayer, apenado, negó con la cabeza.
—Jamás me levanto antes de las nueve y media.
Luego le puso otra de aquellas sonrisas arteras pero amistosas y se marchó.
Braun acabó de deshacer las maletas hacia mediodía. Cuando las tres estuvieron vacías, con sus cuatro trajes, su abrigo de color marrón oscuro, su bata beis y sus seis corbatas, todo bien colgado en el armario, desenrolló el voluminoso edredón, lo dobló y lo guardó en la maleta más grande y escondió esta debajo de la cama. Cada primavera, cuando llegaba la hora de retirar el edredón porque se acercaba el verano, se despedía de él como si fuera un buen amigo, un monstruo benevolente que se retirara a su caverna a hibernar. Y cada vez se decía a sí mismo que no es hibernar lo que se hace en verano, pero tampoco recordaba nunca la palabra adecuada, ni era capaz de encontrarla en el diccionario, y se olvidaba de ello hasta el otoño siguiente, cuando tenía que despertar a su compañero, a su amigo bestial. De tanto en tanto tenía que perturbar su sueño antes de tiempo, cuando, como ahora, decidía cambiar de dirección fuera de temporada. En estas ocasiones nunca olvidaba pedirle disculpas mentalmente y, luego, sonreía ante aquel sinsentido que atribuía a la senilidad, o incluso a su infantilismo, aborreciendo lo primero y deleitándose con lo segundo.
Escondida en las suaves dobleces del edredón guardaba una cajita de cartón. Cada vez que las cosas se torcían abría la maleta grande y metía la mano en el edredón para sentir el tacto de aquella cajita. No necesitaba sacarla de su escondite, su tacto era más que suficiente para satisfacerlo. Con solo saber que seguía allí, recuperaba la confianza. No obstante, en las ocasiones más desesperadas, no solo sacaba la cajita, sino que la abría. La caja contenía, envuelta en algodón, una dentadura con cuatro dientes falsos montados en un puente fino y similar al que siempre llevaba él. En esas ocasiones, podía incluso llegar a sacarlo para ver si las abrazaderas aún funcionaban. En cualquier caso, nunca se lo ponía.
Por debajo de la persiana a medio bajar alcanzaba a ver la ajetreada calle. Debido al brillo de sus chaquetas rojas bajo el sol, le llamaron la atención dos pensionistas de Chelsea que avanzaban envarados por entre la gente sin intercambiar una sola palabra, marchando sin música.
De pronto, sin explicación alguna, le vino la señora Taylor a la cabeza. Aunque en vano, intentó descubrir qué había provocado aquella asociación. La mujer, estrecha de pecho, con aquellas piernas anchas en comparación con el resto del cuerpo, lo obsesionaba. Cuando la conoció, hacía cosa de un mes, en la Inmobiliaria Thos Harrower & Co., le pareció que no tendría más de veintiocho años, con el gesto mostrando una indiferencia estudiada, con aquellos ojos oscuros mirando el reloj de la pared, ocultando su apatía calculada. Cuando él entró, a toda prisa, directo del trabajo para llegar antes de que cerraran, ella se volvió y empezó a rebuscar en el archivo con la esperanza de que fuera su colega rubia la que atendiera al nuevo cliente. Sin embargo, la rubia estaba concentrada en pasar una y otra vez su pluma recién cargada por un pedazo de cartón para inducir la salida de la tinta y la señora Taylor tuvo que dejar el archivo y volver a su mesa suspirando.
—¿Sí, dígame?
Las palabras de la mujer habían sonado en parte como una pregunta y en parte como una reprimenda por haber perturbado su paz. En cuanto el señor Braun le contó el motivo de su visita, pasó a inscribirlo entre su grupo de clientes. Para ello le preguntó el nombre, su dirección actual y qué cantidad podía permitirse pagar por una habitación; y, mientras lo hacía, sus finos dedos manchados de tinta se movían de un lado a otro del impreso. La mujer le proporcionó dos direcciones, pero Braun no llegó a llamar a ninguna de las dos. Aquella fue la noche en la que Hein apareció de la nada, lo que no solo le heló la sangre, sino que le obligó a retrasar la mudanza porque no sabía qué llamaría menos la atención, si quedarse o marcharse, dado que ya había dado aviso a la casera. No fue el encuentro inesperado con Hein lo que lo asustó, sino la facilidad con la que este lo había encontrado.
—¡Deja de preocuparte! —le había rogado Hein mientras viajaban en un vagón casi vacío del metro de Londres. No eran aún las seis de la mañana—. No te preocupes más, ¿o es que no recuerdas que mi trabajo consistía en encontrar a la gente? Me entrenaron para eso. Encontrar a las personas me resulta natural.
—¿Qué es lo que quieres?
—Dos cosas. Vuelvo a Argentina dentro de un mes y quiero que vengas conmigo. Mantenemos la vieja disciplina, los camaradas de siempre. No tenemos que estar preocupándonos por cada paso que damos, hablamos a menudo de los viejos tiempos, leemos los libros que nos gustan... Estarías encantado con nosotros. Teníamos un médico alemán, pero murió y necesitamos otro. Uno puede aprender a conducir un tractor, a arreglar una valla o a ordeñar a una vaca, pero no se puede aprender medicina; al menos, no a nuestra edad y en una granja apartada. Vamos a Zúrich y cogemos el dinero, que el dinero siempre viene bien. ¿Sigue allí? No lo has retirado, ¿verdad? ¿Por qué iba a pudrirse ese dinero en aquel banco suizo de Zúrich? En la granja nos será muy útil. Hemos tenido varios años malos y hemos decidido correr el riesgo de recuperar el dinero que tenemos guardado. Propuse tu nombre, votamos y te han aceptado por unanimidad. Pagas la cuota de entrada y serás la mar de feliz en la Hermandad hasta que mueras. ¿Qué me dices?
—Ya soy feliz aquí.
—¿Cómo vas a ser feliz aquí? ¡Te están buscando! ¡Estás en la lista! ¡En lo más alto de la lista! Afinando pianos... ¡Venga ya! ¡Un doctor tan famoso como tú!
Karl Braun había negado con la cabeza.
—No voy a ir. ¿Qué más querías?
Hein había estudiado el rostro de su amigo antes de responder.
—La verdad es que te necesito.
—¿Para qué?
—Me curaste en el 44, pero me dijiste que podía volver... y ha vuelto.
Karl volvió a negar con la cabeza.
—Tienes que ir a ver a otro. Cuando estés en Zúrich. Allí hay médicos excelentes.
Aquella respuesta había hecho que Hein se indignara.
—¿¡Cómo quieres que vaya a ver a un desconocido!? ¡Me trataste con hipnosis! ¡Imagina a un desconocido metiendo las narices en mi cerebro! ¡Vete tú a saber lo que llegaría a contarle!
—Pues yo no voy a hacerlo —había insistido Braun con la esperanza de que sonara más firme que la vez anterior—. No pienso arriesgarme. Me he obligado a olvidarme del dinero de Zúrich y no quiero que me lo recuerden. Llevo veinte años viviendo de acuerdo con unas reglas autoimpuestas. No ha sido fácil y no voy a cambiar ahora. Me he negado todo aquello que más disfrutaba. Tú mismo lo dijiste antes de que nos separáramos: «Cuanto más te guste hacer una cosa, más te costará dejarla de lado, pero más útil te resultará hacerlo para esconder tu identidad. Que eres un fumador empedernido —dijiste—, pues no vuelves a fumar en la vida. Que te gusta tocar el violín, pues a partir de ese momento no vuelves ni a coger uno. Que la medicina es lo que más te gusta en la vida, ¡pues ni siquiera vuelves a leer al respecto!». Y así lo he hecho y no pienso correr ningún riesgo ahora que solo faltan unas pocas semanas.
—¿De qué hablas? —le había preguntado Hein como si no tuviera ni idea de a qué se refería.
—Los veinte años vencen en mayo. El día 8, para ser exactos. La guerra terminó el 8 de mayo de 1945. Si le sumas veinte años, tienes el 8 de mayo de 1965. Para eso faltan, exactamente, doce semanas y dos días.
—Pero ¿es que no lees los periódicos? ¿No te has enterado de que posponen la fecha?
—No digas tonterías.
Había sido entonces cuando a Heinrich von Stampel le había dado el ataque. La cara se le enrojeció y daba la sensación de que hubiera perdido toda capacidad de movimiento voluntario. De inmediato, se sumió en un coma. Ningún médico habría podido ayudarle. Braun hizo lo poco que pudo y se bajó del metro en la siguiente estación. Resulta sorprendente cómo funciona el cerebro en las emergencias: sin que tenga lugar un proceso reconocible, capta la situación, selecciona las opciones más favorables y hace que actúes en consecuencia. Así, le ayudó a hacer lo poco que se podía hacer por Hein y lo llevó a abandonar el tren para subirse a otro. Unos minutos después, volvió a cambiar de tren. Se pegó a la ventana y vio pasar una estación tras otra. En Liverpool vio una multitud y dio por hecho a qué se debía. Se bajó del tren, cogió otro más, se acercó a la carretera de Edgware y, a partir de allí, fue caminando hasta la fábrica. Dos días después tuvo lugar una investigación —encontró una pequeña noticia en el periódico— y se determinó que el hombre había muerto por causas naturales. Lo enterraron en la zona argentina del cementerio que había en la carretera de Brompton y, junto con el cadáver, enterraron también el apuro de Karl Braun. Ahora el cuerpo de Hein lo cubrían tres metros de tierra y el tiempo iba echando a paladas un día tras otro sobre su recuerdo. Su nombre no volvió a salir en ningún otro periódico.
Si bien Hein se equivocaba al dar por hecho que podía convencer a su amigo para que abandonara la vida clandestina por la confortable compañía de la Hermandad, estaba en lo cierto en lo referente al parlamento de Alemania Occidental. A principios de marzo, los periódicos ingleses informaron de que la mayoría de los miembros del Bundestag habían votado a favor de ampliar la fecha límite de persecución de los crímenes de guerra nazis.
La noticia golpeó a Braun con una ferocidad cruel. La mayoría de las personas son capaces de soportar cualquier cosa siempre y cuando el calvario sea limitado; mientras se puedan contar los días, los años; mientras sepan que están avanzando hacia el final de sus tribulaciones. Solo si el sufrimiento que se les ha impuesto resulta ilimitado se rompen en pedazos.
Igual que en las primeras semanas después de su huida, Braun empezó a tener pesadillas. No obstante, si bien veinte años atrás eran sueños confusos, hebras enredadas —como si estuvieras esposado o sentado en una habitación y oyeses de repente una llave abrir la puerta, o como si te persiguieran hasta acorralarte en un callejón sin salida—, ahora las pesadillas eran imponentes y estaban bien estructuradas, como si hubieran madurado con el paso de los años en las cavidades más oscuras de su cerebro. Ahora siempre empezaban en un tribunal de justicia en el que él era el encausado y cada vez debía pasar por todo el largo y tedioso procedimiento. Lo tenían prisionero abajo, en una celda sin ventanas, mientras que arriba se reunía la Corte Suprema. Por fin lo guiaban al juzgado por unas escaleras de cemento y lo sentaban en el banquillo de los acusados. Por lo que parecía, estaban esperando a que llegara el presidente del tribunal, la figura más importante del procedimiento. Sin embargo, el prisionero se sentía la única persona indispensable del juicio, dado que hasta Su Señoría esperaba en su despacho a que le dijeran: «Señoría, el acusado ya está en el banquillo». Entonces, Su Señoría se ponía bien la peluca, sus dos ayudantes le alisaban la toga de armiño y cruzaba la puerta.
«¡Toda la sala en pie!», exclamaba el secretario y la gente de la galería se ponía de pie, los fotógrafos se ponían de pie, los periodistas, el jurado, los abogados, los guardias, todos se levantaban; excepto el acusado, que no había llegado a sentarse en ningún momento.
Los preliminares llevaban algo de tiempo. Nada se trataba con prisa para darle al juicio un aire de importancia. Primero, tomaban juramento a los abogados. Después, se abrían las alas de las enormes puertas talladas para que la gente de la calle pudiera entrar, y el público entraba y agachaba la cabeza al pasar por delante del estrado en el que estaba el prisionero —que más que un estrado parecía un catafalco—, y luego subía al estrado del juez y acababa saliendo por las cuatro puertas pequeñas que daban al pasillo, desde donde regresaba a la calle.
En su alegato inicial, el presidente del tribunal explicaba que, de acuerdo con los deseos del pueblo, el juicio estaría abierto a todos. El ritual de que los alemanes entraran en el tribunal simbolizaba el deseo del pueblo; es decir: que se juzgara de acuerdo con su propia conciencia y, así, se purificaran las actuaciones del pasado.
Ahora era el turno del fiscal del Estado que, después de leer la imputación, pedía a la Corte Suprema que prestara atención al mundo que había más allá de Alemania y que estaba deseoso de saber cómo iba a lidiar la nación germana con el problema de los crímenes de guerra y los criminales que los habían perpetrado:
«Tenemos una responsabilidad nacional a la que hacer frente —empezaba diciendo—. Una serie de ciudadanos nuestros han cometido crímenes horripilantes. A algunos los hemos atrapado y los hemos castigado. A otros no los hemos encontrado todavía y han escapado del castigo. ¿Por qué deberían beneficiarse esos criminales con recursos de su habilidad? Criminales que se dicen a sí mismos: “Sigue escondido un poco más, un par de meses más y nadie podrá tocarte”».
El abogado de la defensa se ponía presto de pie:
«¡Protesto, señoría! Esta es una corte alemana y, por lo tanto, no debería preocuparse por la manera en que los extranjeros juzgarían a quien está acusado en nuestro país. Han pasado veinte años desde que acabó la guerra. De acuerdo con el Estatuto de Limitación, veinte años es el plazo límite para juzgar un crimen. —Entonces hacía una pausa, igual que un actor experimentado, consciente de lo valioso que era saber hablar en el momento adecuado, y se rascaba la cabeza—. Lo que presenta otro problema primordial, señoría. ¿Acaso no es momento ya de dar con otra manera de definir la palabra “crimen”? ¿Qué es un “crimen”?
»¿Quién es un “criminal”? ¿Qué es el “deber”? Si la mayoría de las personas eligen un gobierno y un líder, este gobierno electo, este líder electo, serán las autoridades que definirán cuáles son los deberes de la ciudadanía. Hay que obedecer, o te convertirás en un enemigo del Estado y las consecuencias serán obvias. Ahora, asumamos que ese gobierno es derrotado unos años después, al fin y al cabo, todos lo son antes o después, y te dicen que no deberías haber obedecido, que lo que tú hacías no era “cumplir con tu deber”, sino que has cometido un crimen por el que te van a perseguir y que, como den contigo, te juzgarán como a un criminal. ¡Peor aún! A pesar de que exista una limitación legal para juzgar un crimen, ¡no hay limitación alguna para tu crimen! ¡Dios bendito! Si el acusado de esta sala es un criminal, todos lo somos. Deberíamos cerrar las salidas y hacer que la gente siguiera entrando. El secretario debería leer el nombre de todos nosotros. ¡Cien millones de nombres! Y, en ese caso, deberíamos extender el tiempo límite, aunque sea para que el secretario tenga tiempo de llamarnos a todos, a los cien millones de criminales de guerra».
Durante la conmoción resultante, Karl Braun oía una voz a lo lejos:
«¡Que liberen al prisionero!».
Y cada vez se despertaba, temblando y sudando, pero libre... si bien a la noche siguiente volvían a arrestarlo sus perseguidores imaginarios en una nueva pesadilla... de la que volvía a salir absuelto. Cada noche lo juzgaban y cada noche lo absolvían.
Igual de asiduamente que al principio, cuando se sentía desesperado, barajaba la posibilidad de suicidarse. Tenía los medios y, a su entender, también la fuerza de voluntad para ponerlos en práctica. No obstante, a medida que pasaban los días, las semanas, y no ocurría nada extraordinario, se convencía a sí mismo de que estaba a salvo. A finales de marzo leyó que el Bundestag de Bonn había decidido extender el tiempo límite durante el que se perseguirían los crímenes de guerra nazis hasta finales de 1969, otros cuatro años y medio. De nuevo podía contar los meses, los años; como antes.
Al final, el mero cansancio había podido con él y se lo había arrebatado de las garras a sus perseguidores nocturnos para lanzarlo al insondable y sano sueño profundo. Tanto abril como mayo los pasó intentando no llamar la atención en absoluto. Entonces, el último día de mayo volvió a Thos Harrower & Co., la inmobiliaria.
La mujer de los dedos manchados de tinta lo saludó como a un antiguo cliente y le dio la dirección de la señora Felton, en la carretera de Pimlico. Fue aquel día cuando descubrió su nombre. Su jefe, que tenía la puerta del despacho ligeramente abierta, la había llamado:
—¿Señora Taylor?
—¿Sí, señor Valentine?
—¿No se supone que ha de estar usted en Ebury Street a las cinco en punto?
—Sí, señor Valentine.
—Pues, si mi reloj no está equivocado, son las cuatro y cincuenta y ocho.
—Salgo de inmediato, señor Valentine.
La mujer se había levantado automáticamente y había sonreído a Braun como disculpándose, a sabiendas de que su jefe, un hombre pequeño, tímido como un ratón, la observaba. Luego, le entregó los datos de la señora Felton a Karl y se marchó.
Braun se preguntó si habría un señorTaylor.
Abajo, en la calle, se oyó la bocina de un automóvil, otra le respondió y, en cuestión de un instante, se armó un jaleo tremendo. Había vehículos tocando parachoques con parachoques hasta la carretera del puente de Chelsea. Aquel era uno de los detalles en los que era difícil pensar a la hora de alquilar una habitación. Braun adoraba los automóviles; aunque no en aquellas circunstancias, qué duda cabe, esperando frustrados en la calle, avanzando apenas unos centímetros cada vez. Le fascinaba conducir por las Autobahn, las autopistas alemanas. ¡Ay, Dios, los alemanes sí que sabían construir carreteras! En Inglaterra la gente estaba orgullosa hasta de las circunvalaciones más irrisorias y consideraba la solución elevada de Hammersmith un milagro de la ingeniería. Si Hitler hubiera conseguido invadir Inglaterra en los años cuarenta, los ingleses tendrían ahora carreteras como Dios manda. No obstante, en cuanto fue consciente de que jamás iba a conseguirlo, el Führer debería haber puesto fin a la guerra; para aquel entonces tenía el resto de Europa a sus pies. Su nombre habría entrado en la historia como el del mejor constructor de carreteras de todos los tiempos; mejor incluso que los romanos.
Aquel era un ejemplo de pensamiento lógico. Evolucionaba, paso a paso, del claxon de los automóviles al atasco, a la calle estrecha, a las anchas Autobahn y al hombre que las había construido. Siempre que se hiciera racionalmente, se podía trazar una progresión lógica del pensamiento. Cuando no era así, estaba claro que te hallabas inmerso en algo irracional, como el hecho de enamorarse. Por suerte, algunas personas habían desarrollado un termostato interno contra tal calentamiento de la sangre.
En un primer momento había querido preguntar a Strohmayer acerca de las tiendas de alrededor, pero, por miedo a que le hiciera otra proposición comercial, decidió no hacerlo. Encontró una lechería, en la que hizo un pedido diario de una pinta de leche, y luego compró una docena de huevos y una libra de beicon en lonchas. Todo era algo más barato que en Bayswater y calculó que, teniendo en cuenta que la habitación costaba quince chelines menos y que tendría en torno a un cinco por ciento de ahorro en comida, podría reducir sus gastos semanales en casi una libra. Cuando regresó a la casa, se topó de bruces con Strohmayer.
—¿Cuánto? —le preguntó señalando el bacón con un dedo acusador. Cuando se lo dijo, el hombretón movió la cabeza disgustado—. Yo lo consigo nueve chelines más barato. ¡Permítame! —Cogió el paquete de papel encerado, lo abrió y volvió a mover la cabeza de lado a lado—. Y el mío es de mejor calidad. Le propongo un trato, yo lo consigo un veinte por ciento más barato y usted me paga un diez por ciento en especie. —Al ver el desconcierto en la cara de su víctima, se explicó—: Si hay veinte lonchas, usted me da dos. ¿Y cuáles son sus aficiones? ¿Los deportes? ¿Boxeo? ¿Rugby? ¿Fútbol? ¿Tenis?
—Pues...
—¿Noches de estreno? ¿Conciertos?
—Las dos cosas.
—¡Espléndido! ¿Le importa ir con Kolm? A él le vuelven loco los conciertos.
—No lo conozco.
—Le va a caer bien. Trabaja con Bains, el boticario. Venga, que le enseño el territorio que le pertenece en el armario del hielo.
A Strohmayer le llevó muchos esfuerzos redistribuir el espacio que quedaba vacío con escrupulosa ecuanimidad. Cada uno de los tres inquilinos tenía una parcelita en cada sección: un pequeño hueco en la balda de arriba —que era la zona más fría y a la que Strohmayer llamaba «Círculo Ártico»—, otra pequeñísima parcela en las «latitudes templadas» y un pequeño sitio en el lugar menos frío, la estrecha franja que había en la propia puerta.
—Puedo conseguirle los mejores asientos para cualquier concierto. Pagará menos de un cuarto de lo que le costarían en la taquilla. Asientos de veinticinco chelines por seis. ¿Qué le parece?
—Me conformo con asientos de diez chelines.
—¡Tonterías! ¡Nada es demasiado bueno si se lo puede permitir uno!
—No, de verdad.
Otra sonrisa conspiratoria iluminó el rostro de Strohmayer.
—La verdad es que solo puedo conseguir los asientos más caros.
—Bueno, pues usted vaya informándome de para qué conciertos tiene entradas.
—¡Para cualquiera! Usted dígame cuál quiere ir a ver y yo le consigo entradas.
Strohmayer ayudó a Braun a almacenar sus provisiones.
—Y también puedo conseguirle jabón más barato. Y cuchillas de afeitar. Y pasta de dientes. El mismo acuerdo, se las consigo un veinte por ciento más baratas y usted me paga el diez por cien en especie. Una cuchilla de afeitar por cada diez.
—No pretenderá usted que compre diez tubos de pasta de dientes, ¿verdad?
—¡Por supuesto que no! Paga usted cuando llegue a los diez. Y no se preocupe, que soy yo quien lleva el registro. Aunque puede pagarme por adelantado si lo prefiere, a mí no me importa.
—Me lo pensaré.
Strohmayer se rio.
Poco después de la una en punto, Kolm llegó a casa. En cuanto se enteró de que el nuevo inquilino ya se había mudado, llamó a su puerta.
—Soy Jaroslav Kolm —se presentó—. Trabajo para el boticario que hay al otro lado de la calle. Si necesita usted artículos de baño, jabón, cuchillas de afeitar, enjuague bucal, pasta de dientes o lo que sea, puedo dejárselo un veinte por ciento más barato. —Vio que Braun sonreía y lo entendió al instante—. Veo que ya ha conocido a Strohmayer. Parte de su mercancía se la suministro yo. —El hombre, que era mayor, suspiró—. Ay... lo que debería hacer es ponerse a trabajar. Con esa habilidad que tiene para los negocios y usando parte de esa inventiva suya para esquivar el trabajo, viviría decentemente.
—¿Cómo es que consigue entradas para conciertos tan baratas?
—¿¡Baratas!? ¡Las obtiene gratis! Agencias de conciertos, promotores deportivos y productores teatrales se las envían gratis. Él y un tal Anthony... no recuerdo su apellido... han fundado una cosa a la que llaman Servicio de Prensa Internacional e Información Televisiva. No tienen oficina ni proporcionan servicio alguno, pero disponen de un papel de carta impresionante. Strohmayer lee acerca de los acontecimientos venideros en los periódicos... no en los que él compra, claro está... y escribe pidiendo entradas.
—Y los promotores, ¿no esperan obtener resultados? ¿Una reseñita en los periódicos?
—¿De un semanario de Palermo, Sicilia? ¿De un diario de provincias noruego? —respondió Kolm con sorna. Se quitó las gafas y las limpió con un pañuelo inmaculado que llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Aunque hablaba de las andanzas turbias de Strohmayer con tono crítico, no podía ocultar que sentía cierta admiración por el hombre. Los labios le temblaban ligeramente cuando equilibraba la censura con afecto sincero. Aspiró y resopló de forma brusca, señal inequívoca de su adoración limitada. Se recolocó los quevedos sobre la marquita que le había dejado en la nariz el puente que los conectaba y volvió a aspirar y resoplar con brusquedad—. Anthony, el otro miembro fundador, que trabaja de camarero en un antro de Chelsea llamado Bar Templo, ¡cómo no!, es de gran ayuda. De vez en cuando, Strohmayer invita a los relaciones públicas a tomar una copa y Anthony los recibe con gran reverencia. Ya sabe usted lo que pasa con los camareros, ¿verdad, señor Braun? El camarero de un bar del que sea usted asiduo sabe más de usted que su propia madre. Si un camarero lo saluda con un «¡Hola, señor Strohmayer!» y le pone «lo de siempre» sin que usted diga nada, lo convierte a usted en una persona relevante. Por si esto fuera poco, Anthony suelta frases como: «Ya me he enterado, señor, de que al Primer Lord no le gustó demasiado su “informe naval” en el Cape Town Times», a lo que Strohmayer responde mirando con aire pesimista el vaso y musita: «El Primer Lord no debe estar contento siempre, Anthony. No es bueno que lo esté», y Anthony le guiña el ojo al relaciones públicas. Tiene que ir usted una noche, señor Braun. Está a la altura de cualquiera de las representaciones del Old Vic.
Eran algo más de las dos cuando el hombre se levantó con intención de marcharse. Para ese momento ya habían establecido que les gustaban los mismos tipos de conciertos, que ambos jugaban al ajedrez y que a ambos les gustaba pasear. Cuando cruzabas el puente de Chelsea estabas a tiro de piedra del parque Battersea y, pasear por allí los atardeceres de verano, con el estruendo de los jardines de recreo en los oídos y el relumbrar del río más allá de los árboles, podía ser mágico.
Una vez solo, Braun se sentó en la butaca de terciopelo verde y contempló los meses que le quedaban por delante. La vida no era tan mala. No le disgustaba afinar y reparar pianos. Visitar la casa de otras personas y observar sus relaciones podía llegar a resultar bastante entretenido. Ganaba el dinero suficiente como para cubrir sus necesidades e incluso le daba para tener unos pocos ahorros en el banco. Disfrutaba de un buen libro, de una buena obra de teatro, de un buen concierto y de una buena conversación. ¿Qué más podía pedirle una persona a la vida?
En un edificio al otro lado de la calle, en una ventana que estaba casi enfrente de la suya, una muchacha de piel oscura entró en el cuarto de baño y empezó a cepillarse el pelo ante el espejo. La joven no tardó en concentrarse de tal manera que enseguida su rostro se relajó. Ahora parecía más mayor, sus rasgos resultaban sorprendentemente duros y destacadamente feos. Si él hubiera levantado la persiana, si ella se hubiera dado cuenta de que alguien la observaba, habría vuelto a ponerse a la defensiva y su cara habría cambiado en un abrir y cerrar de ojos para recuperar esa expresión estudiada con detalle que sa