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Presencias que dejaron huella en la historia. Las mamás de las niñas bien (o las niñas bien con algunos años y un par de sexenios encima) son las reinas de Polanco: damas de excelente cuna, corona y cetro de diseñador, magníficas anfitrionas y un cuerpo esculpido a fuerza de pilates y dietas; señoras cool que frecuentan las tiendas, los restoranes, los cafés y los salones de belleza de esta exclusiva colonia de la Ciudad de México sin que la cruda realidad nacional las perturbe. Con su característica visión crítica, su peculiar ironía y una precisión casi entomológica, Guadalupe Loaeza traza el perfil de un sector social que ningún otro autor ha logrado describir mejor que ella.
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Para Diego, Federico y Lolita
¿Existen todavía las reinas de Polanco? Hace veinte años, las llamadas reinitas, eran unas señoras muy ricas, muy viajadas, muy sofisticadas, muy consumistas que hacían sus compras en una de las zonas más exclusivas de la ciudad de México. Proveerse en el mercado de Polanco sigue siendo hoy en día un must para estas señoras tan privilegiadas. Entonces estas reinas se ocupaban mucho de su hogar, eran excelentes anfitrionas y vigilaban personalmente cada detalle de las recepciones o cenas que tenían que ofrecer, y sus invitados siempre eran lo más representativo de la alta sociedad mexicana. Confiaban plenamente en sus marchantes, que les surtían todos los ingredientes, muchos de ellos muy exóticos, para unos menús que siempre tenían que ser muy originales (nunca daban sus recetas ni a sus mejores amigas), pero, sobre todo, sorpresivos. Por ejemplo, en una de estas cenas bien podían servir un soufflé de chicharrón, rociado por una salsa de huitlacoche o una sopa de morillas en croûte, receta del famosísimo chef francés Paul Boucuse. De allí que, al comprar los víveres, no se fijaran ni en precios ni en cantidades, sólo en calidad. “Van a venir a cenar mis suegros. Mi suegra es muy fijada y criticona, así es que deme cuatro kilos de cerezas, dos de kiwis, seis papayitas miniatura de las hawaianas y tres kilos de frambuesas. ¿Ya le llegaron los ejotes finos que le encargué por teléfono? ¿No le han llegado? No, no quiero los mexicanos. Ésos son horribles, gruesotes y no saben a nada…”, decían, en tanto los marchantes entregaban a su cocinera uniformada toda de blanco las bolsas repletas de fruta. Igualmente detrás de esta patrona se encontraba su chofer para llevar a la cajuela de su coche último modelo los bultos más pesados. “Sí, reinita. Lo que usted diga, reina. Estamos para servirla. Sus deseos son órdenes. ¿Cuándo le he quedado mal?”, preguntaban los marchantes de toda la vida, que conocían desde que eran unas jovencitas. Al verla tan bien vestida, con su bolsota de piel de cocodrilo, su mascada de seda, perfectamente bien maquillada y super perfumada, el marchante la atendía con toda clase de consideraciones, amabilidades y halagos y estaba siempre dispuesto a satisfacer sus gustos tan excéntricos. Los comerciantes sabían que sin ellas ese centro no sería tan animado, tan elegante y, mucho menos, tan próspero. Si hace veinte años éste era el caso, esta clientela rica y gastadora ha hecho que la zona de Polanco sea hoy por hoy, como dicen ellas, Manhattan. Es decir, un lugar en donde se concentran las mejores boutiques de ropa, los mejores joyeros, las mejores peleterías, los mejores restaurantes, los mejores hoteles de cinco estrellas, platerías, librerías, tintorerías, bancos, salas de cine de arte, cafés para las tertulias, laboratorios, clínicas de belleza, gimnasios, en fin, todo aquello que hace la vida más agradable. Porque, a través de los últimos veinte años, las reinas se han vuelto más ricas, más viajadas, más sofisticadas, más prácticas y sobre todo más independientes económica, intelectual y moralmente. Las más informadas incluso ahora hablan de temas políticos con su marchante, a quien le dan cierto crédito en sus juicios. “Fíjate que don José sí tiene su buen feeling. Yo por eso siempre le pregunto qué opina sobre política. Además, según él, es compadre del que era marchante de Martita en Zamora. Dice que sabe de la familia Sahagún desde hace años…” Sin embargo, prácticamente todas conservan una consigna que llevan como tatuada en lo más profundo de su alma: “Thank God, todavía hay clases…”.
Por eso, veinte años después, estas reinitas siguen reinando supremas. Hasta podríamos decir que ahora se han convertido en emperatrices, porque su reinado, o sea la zona comercial de Polanco, en las últimas dos décadas es un verdadero imperio de sus gustos. Las calles de Polanco, otrora residenciales, ya casi todas son comerciales. Para gran alegría de estas señoras la avenida Masaryk se ha convertido en el Rodeo Drive mexicano. “Hasta me siento en Los Angeles”, dicen muy ufanas. Estas soberanas ahora pueden comprar localmente las marcas de ropa que antes tenían que adquirir forzosamente en el extranjero. Las boutiques de los grandes nombres como Chanel, Hermès, Ferragamo, Armani tienen las puertas abiertas para recibirlas no sólo como compradoras sino como amigas, ya que las directoras y las vendedoras niñas bien de estas elegantes boutiques son sus primas, sobrinas o amistades de toda la vida. ¡Con qué confianza entran en estos establecimientos! “¿Ya te llegó la colección primavera-verano? ¿De casualidad no te llegó un blazer blanco con botones dorados? Es que me invitaron a un crucero a las Bahamas…y ya ves que los sacos te esconden muy bien las caderitas un poco pasaditas de peso…”
No obstante el paso del tiempo, las reinas o emperatrices no han cambiado. Al contrario, se han vuelto mejores consumistas, más conocedoras de lo bueno y mucho más exigentes. No hay duda que con la globalización han aprendido no nada más respecto a su shopping sino en relación al arte culinario. Esto ha obligado a que los marchantes en el mercado se pongan aún más listos para conseguir toda clase de hierbas finas que antes sólo se encontraban en Europa. Ya tienen en su haber, endivias, arúgula, dill, estragón, échalottes, y una que otra especie japonesa a precios elevadísimos. “¿Qué crees José? El otro día le pregunté, a escondidas, a la cocinera de mi amiga Sofía su receta de endivias al horno. Me quedó de-li-cio-sa. Mucho mejor que las que sirve la señora Sofía. Ay, pero, por favor, no se lo vaya a decir porque me mata…” Los proveedores se esfuerzan por tener toda clase de verduras frescas (entre más chiquitas, mejor) ya que muchas de sus clientas son ahora vegetarianas. “Mire, reina, qué lechugas francesas más frescas le guardé, así como le gustan a la güerita. Oiga, por cierto, le ha funcionado muy bien su dieta, ¿eh? Nunca la había visto tan delgada…” Las nuevas reinas, influenciadas por los primeros asomos de la democracia, ya no ustedean a su marchante. Ahora le hablan de tú, pero en un tono más cálido y menos autoritario que con el que solían dirigirse a ellos sus madres.
Cuando llegan en sus flamantes coches, estas consumistas majestuosas, vestidas con su jogging suit en colores pasteles, ya no se tienen que preocupar por estacionarlos ni dejarlos en doble fila. El valet service se ocupa de hacerlo. Esto les facilita mucho la vida, pues siempre están de prisa. “Híjole, no tengo más que cinco minutos. Rápido, rápido, dame tres kilos de champiñones parisinos, tres lechugas francesas y seis alcachofas. Es que sigo a dieta…” Actualmente ya no tienen tiempo ni de platicar con el marchante, ni de elegir la verdura, y a veces hasta ni de pagar. “Luego te mando un cheque con el chofer. ¿No te importa?”, pregunta a la vez que suben en su Mini Cooper bicolor. Rápido, rápido, tienen que correr a su trabajo o a una comida, o al salón, o por los niños, o a una conferencia hasta el sur o a una de esas reuniones que organiza Marie-Thérèse Arango en el Club de Industriales. “Ya me voy, ya me voy, porque hoy va a venir a hablarnos Germán Dehesa. Y esa plática sí que no me la quiero perder…” Tienen tantas ocupaciones estas reinas posmodernas que se han convertido en wonderwomen. Todo, todo lo quieren hacer y bien. Hacen maromas. Las que estudian un doctorado se la pasan corriendo de su casa a la Ibero. Las divorciadas que trabajan por necesidad, corren entre comidas con clientes y citas importantísimas, sin olvidar de ir a las reuniones del colegio de sus hijos. Y las que están como becadas por la vida, se ocupan de su casa o de su depto, cuya decoración es minimalista, lo cual facilita su manejo y su administración. Corre y corre, van a uno de los salones de belleza que abundan en la zona. Algunos, como el de Gérard Tardif o el de Noël, ya son verdaderas instituciones. Verdaderas catedrales o verdaderos ágoras donde se sienten como peces en el agua. Llegan corriendo, siempre con un libro en su bolsota Prada, junto con su revista Hola! y su botella de agua Evian. Las más modernas y ejecutivas llevan su lap-top marca Apple. Éstas son las que más hablan por teléfono desde su celular. Las clientas más asiduas y fieles a su salón tienen una relación muy amistosa ya sea con la que las peina o con la que les pinta el pelo. De ahí que se dirijan a ellas con una gran familiaridad. “Ay, Feli, linda, ahora sí ya me urgen mis luces. Me odio con estas raíces tan oscuras que ya parecen azotadores. Mira qué feas se me ven…”, dicen, al mismo tiempo que se dividen el pelo para mostrar el crecimiento de su pelo natural de tono muy oscuro. “Te lo juro que no me soporto de morena. Además, me lo quiero cortar un poquito para que me quede como el de Letizia Ortiz. ¿Te fijaste que guapísima se veía el día de su boda? Me encanta cómo lo lleva, así de lacio y de natural. Hoy Feli, hoy sí tengo un poquito más de tiempo, así es que me voy a decolorar mis vellitos de los brazos, también me voy a depilar el bigote, las piernas y me voy a hacer el tratamiento de los pies.”
Hemos de decir que muchas de estas reinas, reinitas y reinotas, al cabo de unos años, han adquirido más conciencia social con todos los problemas que han surgido en el país. Gracias a que las revistas a las que están abonadas ya abarcan artículos de noticias nacionales e internacionales y presentan entrevistas y perfiles de personas que trabajan en el gobierno y que ellas conocen, como Magdalena Carral, comisionada del Instituto Nacional de Migración, Santiago Creel y su hermana Lolita, que solía trabajar en Conaculta; sienten que están más al corriente del acontecer nacional. Ahora ya saben cómo se llama el chofer y asistente del jefe de Gobierno del D.F., Nico; saben cómo se llama su delegado; saben quiénes son los posibles candidatos a la presidencia para el 2006; y hasta saben acerca de las muertas de Juárez. No obstante, se siguen haciendo bolas con lo que pasó realmente con lo del Fobaproa y lo del Pemexgate. Las más liberadas, cuando van a comer con sus amigas a cualquier restaurante de moda de Polanco, en realidad van de fishing, es decir a lucirse y a ver a quién conocen. Basta con ir a cualquier restaurante de moda de Polanco y observar con atención el comportamiento de estas reinas para percatarse de sus “intenciones”. No obstante que ya pertenecen a lo que se conoce como la “golden age” (entre cuarenta y ocho y cincuenta y ocho años), se visten, hablan, piensan y actúan como si tuvieran treinta:
Nos encontramos en el interior del restaurant Au Pied de Cochon (hotel Presidente Intercontinental). A pesar de que no está completamente lleno (es más concurrido por las noches), se oye mucho ruido y se siente un buen ambiente. Hay varias meses ocupadas por señores de negocios y políticos. Otras, por parejas. Y en las demás vemos grupitos de señoras.
Nuestra mirada se concentra en una donde se encuentran cuatro amigas más o menos de la misma generación. Si sumáramos sus edades el total sería doscientos trece años. Las cuatro son güeras oxigenadas, las cuatro están estiradas, las cuatro se operaron el busto, las cuatro llevan Wonderbra, las cuatro son delgadísimas, las cuatro tienen varios jackets en su dentadura, las cuatro están super bien vestidas, las cuatro están a dieta, las cuatro beben como aperitivo Herradura Reposado y las cuatro quieren vibrar, seducir y vivir intensamente. Dos de ellas son divorciadas y el otro par están casadas hace años, por lo tanto, sumidas en el más absoluto tedio.
Cuando una de ellas se levanta para ir al baño, al pasar por las otras mesas lo hace como si estuviera recorriendo una pasarela. Mete el estómago, saca el busto, se moja los labios, camina despacito y quiere absolutamente atraer las miradas de los hombres. De vez en cuando saluda “coquetamente” con la mano a uno que otro conocido.
Después de haber llamado a su casa con su teléfono celular desde el interior del compartimento del baño: “¿Tengo recados? ¿Le dijiste que llegaría después de las seis? Perfecto. Gracias”, y de haberse lavado las manos con sus uñas super manicuradas, de su bolsa Louis Vuitton saca su bolsita de maquillaje. Busca el corrector y con una esponjita se lo coloca abajo de los ojos, en las arrugas de la frente y las de la boca. Una vez que se ocultó las ojeras y líneas de expresión, se pone chapas, se pinta la boca, se pone un poquito más de “máscara”, polvo transparente, se peina, se acomoda sus hombreritas, se perfuma, sonríe frente al espejo y guarda todas sus cosas. Al salir, vuelve a meter el estómago (mismo que volverá a sacar cuando se encuentre sentada con la servilleta sobre las piernas), levanta y saca el busto y, muy despacito, como si anduviera de puntitas se encamina hacia su mesa. En esos momentos, a las otras tres les entra un poco de inseguridad. Temen que brille su nariz, que se les haya retirado todo el lipstick, corrido la pintura de los ojos y que ya no estén tan bien peinadas. Sin embargo, siguen comiendo como si nada.
Las cuatro se sienten di-vi-nas y muy, muy bien conservadas. De pronto, una de las que están casadas ve entrar al restaurante a un amigo de hace años. “¡Hola! ¡Qué milagro!”, exclama con una sonrisa de oreja a oreja. Se reconocen. Se besan. Se ríen y se lo presenta a sus otras tres amigas. Las tres sacan el busto y los labios, estiran la mano y, mirándolo fijamente a los ojos, dicen con una sonrisita: “Mucho gusto”. En seguida, comentan algo acerca del calor que está haciendo, hablan de los video-escándalos, se ríen. Los viejos amigos se intercambian sus respectivos números telefónicos. “Estás igualito.” “Y tú…como el vino francés, entre más pasa el tiempo, estás más guapa.” Se despiden. Y de inmediato surge la pregunta de rigor por parte de las tres que no lo conocían. “¿Quién es, eh?” Su amiga les explica, les cuenta. Está excitada. Acalorada: “Creo que está divorciado. Es abogado y tiene su propio despacho. Es muy bohemio. Le encantan las antigüedades. Pero dicen que es de lo más mujeriego, porque en el fondo es gay”. “No me sorprende…”, opina la más viejona y amargada de las cuatro.
El tiempo sigue pasando y ellas continúan hablando de sus cosas. “¿Quién creen que se hizo lo de los hilos de oro?” “¿Quién creen que tiene un amante de planta?” “¿Quién creen que ya se divorció?” “¿Quién creen que se volvió a casar?” “¿Quién creen que se inyectó el busto?” “¿A quién creen que vi viejísima como de ciento ocho años y gordísima?” “¿Quién creen que es alcohólica?” “¿Quién creen que está tomando Prozac?” “¿Quién creen que le está poniendo el cuerno a su marido?” “¿Quién creen que también tenía negocios con Carlos Ahumada?” “¿Quién creen que es íntimo amigo del Niño Verde?” “¿Quién creen que se ha hecho íntima de Martita?” “¿Quién creen que toma Viagra?” “¿Quién creen que está en la clínica San Rafael porque estaba casi a punto de suicidarse?” “¿Quién creen que lava dinero?” “¿A quién creen que quisieron secuestrar?”
Y mientras siguen adivinando los protagonistas de todos esos dramas humanos, de pronto se presenta el Capi y, con mucha cortesía, les anuncia: “Que el señor de esa mesa les manda esta botella de vino blanco”. Las cuatro se miran entre ellas. Meten el estómago. Se ponen derechitas. Sacan el busto y sus ojos se dirigen hacia la mesa del “señor”. “Ay, qué pena…”, dice una de las casadas. “Pena robar. Pena matar. Pero ¿pena aceptar una botella de tan buen vino? ¡Para nada! Eso no te debe de dar pena, chiquita”, comenta una de las dos divorciadas. Las cuatro se ríen y finalmente aceptan. Les sirven sus copas. Las cuatro las alzan y al mismo tiempo le dan las gracias con una sonrisa al caballero que mandó el vino. Él también, de pura casualidad, está acompañado con tres amigos. Desde su mesa, les sonríe y comenta algo a los demás. Los cuatro se ríen.
Son las seis de la tarde. Afuera hay un sol espléndido. Poco a poco el restaurante se ha ido vaciando. En la mesa de las cuatro amigas ahora aparecen cuatro parejas. De repente, uno de ellos, con toda discreción, llama desde su celular y muy quedito le dice a su secretaria: “Cancéleme por favor la cita de las siete. Dígales que se prolongó demasiado la comida de negocios…Que yo les llamo sin falta mañana”. Las cuatro se ven felices, encantadas. Todavía más rejuvenecidas. A las cuatro les brillan los ojos y sienten que tienen todo el tiempo del mundo…Olvidan que son abuelas, olvidan que tienen problemas en su casa, olvidan que uno de sus hijos es adicto a las drogas; las casadas olvidan la indiferencia del marido; las divorciadas olvidan sus soledades que padecen especialmente los fines de semana, pero, sobre todo, las cuatro olvidan lo ridículo que resulta estar allí de fishing, como si se tratara de cuatro jovencitas casaderas.
No hay duda que estas viejas reinas se niegan absolutamente a envejecer. Curiosamente, por un lado están y son, efectivamente, más libres que hace veinte años, pero es una libertad que tiene un precio; un precio que tiene que ver con muchos miedos, entre ellos, el dejar de ser una digna reina de Polanco y tener que ceder su trono a las nuevas reinitas…
Polanco cambia en función de las demandas, necesidades y exigencias de las reinas que no varían sus costumbres consumistas. Al contrario, ahora tienen más que comprar. Muchas de ellas están en su segundo matrimonio y hay que gustarle al nuevo marido. “Tengo que comprarles a los hijos de Hugo, a los míos y a los nuestros”, decía su majestad, Diana del Río, asidua compradora.
“Pasaran más de mil años, muchos más”, como dice la canción. Mientras exista un Polanco, habrá reinas, y mientras ellas existan siempre habrá muchos Polancos.
Estas “reinitas”, conocidas desde hace muchos años como las reinas de Polanco, son las que han contribuido a darle la personalidad y el sabor tan particulares que tiene su centro comercial. Ellas son las que verdaderamente reinan entre los marchantes y demás comerciantes. Sin ellas, este centro no sería tan animado, tan sofisticado y, mucho menos, tan próspero. Allí, en medio de ese mercado alegre y sui generis, sus deseos se vuelven órdenes: “Lo que usted diga, reina”, les dice con ojo brillante el famoso don Luis, dueño de la frutería La Esperanza. “Para mañana quiero que me traiga cuatro kilos de morillas. No me importa si están carísimas porque tengo una cena super importante”, le ordena su majestad “la patrona”, abriendo y cerrando sus hermosos ojos color aceituna. Al otro día regresa la clienta por sus hongos, sabiendo que los encontrará bien listos y pesaditos en su bolsa de plástico, porque en el mercado de Polanco estas reinas son las que mandan.
Pero ¿cómo son estas reinas? En primer lugar son muy ricas. Algunas son hasta millonarias en dólares. Por lo general son muy viajadas y saben comer bien. Son excelentes anfitrionas y, muchas de ellas, cocinan platillos con ingredientes que nada más pueden comprarse en el mercado de Polanco. Sus gustos son, por lo tanto, exclusivos y algunas veces un poco excéntricos. No sería extraño que una de estas reinas quisiera conseguir, a como de lugar, huitlacoche en pleno mes de diciembre para preparar unas excelentes crepas para la cena de navidad. “Es que no es época, reinita”, le explica amabilísimamente su marchante de toda la vida. “Pues a ver cómo le hace porque no se me ocurre otra cosa para la cena”, dice atareadísima con las manos llenas de bolsas de fruta y verduras. Su marchante le dice que sí, y esa misma tarde recorre todos los mercados de México, hasta encontrar el hongo que más se parece al huitlacoche. Al otro día la pequeña reina va a buscar lo prometido y, cuando se da cuenta que no es el verdadero huitlacoche, dice en tono contundente: “¡Ay marchante, se debería de comprar un congelador americano para darle mejor servicio a sus clientas. Así podrá tener frutas y verduras fuera de la estación”.
Pero los marchantes de Polanco ya están acostumbrados a sus reinas, así las quieren, incluso a aquellas que desde su coche Corsar azul metálico, les gritan: “¿A cómo está el kilo de cerezas? ¿A cómo? ¿A cinco mil pesos? Bueno, póngame rapidito un kilo y medio, pero sin olvidar su pilón, ¿eh?”, siguen gritando a pesar de que atrás hay una fila de coches desesperados a los cuales no les importa, seguramente, a cómo está el kilo de cerezas importadas directamente de Estados Unidos. Las más consideradas dejan su coche estacionado en doble fila. Y corriendito, van a comprar las tortillas blancas como hostias de doña Francisca, a 80 pesos la docena. Intentan pagar con un billete de cinco mil, y como la marchanta no tiene cambio, se enojan y le dicen: “¿Pero cómo es posible que no tenga cambio?, ¿qué no ve que tengo mi coche en doble fila y se lo va a llevar la grúa?”. Pero como se trata de una reina, la tortillera nada más le dice: “Está bien, güerita, mañana me lo pasa, córrale que no deja pasar a los demás”.
Pero no todas estas reinas son así de inconscientes. Habría, por ejemplo, que preguntarle a don Pablo, el carnicero de La Estrella de Polanco, qué opina de ellas. Seguramente diría que son muy buenas gentes, que cuando van a hacer su pedido, le dan su buena propina. Que muchas de ellas le platican de sus problemas y de los últimos chismes políticos. Hasta de sus viajes le cuentan, además de que nunca olvidan mandarle una tarjeta postal de la Tour Eiffel. “Don Pablito, ahora voy a llevar dos buenos kilos de filetes muy limpiecitos (5 mil pesos kilo), porque van a venir mis nietos a comer. Mire, voy a enseñarle sus fotos”, dicen estas clientas majestuosas y magníficas de don Pablo.
Así como el viejo programa de televisión Reina por un Día hacía felices a las ganadoras, así el mercado de Polanco hace sentir felices a estas señoras, cuando muchas de ellas han dejado de ser las reinas de sus hogares porque ya su rey ni las mira. Cuando pasan recién salidas del salón, muy peinaditas con sus “luces” más brillantes que de costumbre, su marchante les dice: “¿Y ahora qué se va a llevar, muñequita?”, y de pronto tienen ganas de llevarse casi todo el puesto. Por eso las vemos ir y venir tan felices con sus faldas floreadas y sus sandalias blancas, mientras regatean de puesto en puesto el kilo de pera mantequilla que está a 1,500 pesos o el brócoli que cada día sube más. Por eso les gusta ir al mercado de Polanco, donde hace años les hablan quedito, en un tono entre respetuoso y cachondo. ¿Qué harían estas reinas sin sus súbditos admiradores? ¿Y qué harían los marchantes sin estas reinas? El mercado de Polanco se moriría de pena, pero sobre todo de pobreza.
¿Quién se llevó su tranquilidad, su prestigio de zona residencial? ¿Quién la desmaquilló para pintarrajearla con letreros de todos colores y sabores? Ahora, colonia de zonas comerciales, boutiques, oficinas burocráticas, taquerías, supermercados, clínicas unisex, cineclubes, hoteles, creperías y vulcanizadoras. Antes, no hace mucho tiempo, colonia de filósofos, poetas y escritores. Horacio y Homero nos llevaban de la mano hasta el parque de Los Venados bajo un cielo recién salido de la lavandería.