Límites de la democracia - Stephan Lessenich - E-Book

Límites de la democracia E-Book

Stephan Lessenich

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Beschreibung

La democracia es un concepto de alto valor reconocido universalmente, tal vez uno de los más importantes de la modernidad occidental. Sin embargo, la democracia realmente existente es también un sistema de demarcación, exclusión social y delimitación ecológica. Siempre ha dejado algunos intereses individuales fuera de su alcance. Así, a la vez que exige mayor participación en el proceso de la toma de decisiones, excluye a colectivos enteros que luego reclaman más participación. Esta «dialéctica de la democracia» causa conflictos constantes e inherentes a ella. De ahí que sea necesario hacer participar al demos de forma equitativa no solo en el proceso político, sino también en los procesos económico y social. Y el neoliberalismo es el principal interesado en impedir que esto suceda. En el contexto de esta idea, Stephan Lessenich ofrece perspectivas para una democracia solidaria, inclusiva y sostenible. Esta obra supone una continuación de lo planteado por el autor en La sociedad de la externalización.

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Stephan Lessenich

Límites de la democracia

La participación como un problema de distribución

Traducción de Miguel Alberti

Herder

Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Cultura y Deporte

Título original: Grenzen der Demokratie. Teilhabe als Verteilungsproblem

Traducción: Miguel Alberti

Diseño de la cubierta: Toni Cabré

Edición digital: José Toribio Barba

© 2019, Philipp Reclam Jun. Verlag GmbH, Ditzingen

©2022, Herder Editorial, S.L., Barcelona

ISBN EPUB: 978-84-254-4782-2

1.ª edición digital, 2022

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com)

Herder

www.herdereditorial.com

ÍNDICE

1. ¿POSDEMOCRACIA?

2. ABRIR Y CERRAR

3. ARRIBA CONTRA ABAJO

4. HINZ CONTRA KUNZ

5. ADENTRO CONTRA AFUERA

6. TODOS CONTRA UNA

7. EL MIEDO A LA DEMOCRACIA

8. ¡SOLIDARIDAD!

BIBLIOGRAFÍA

AGRADECIMIENTOS

1. ¿POSDEMOCRACIA?

La democracia… ¿Quién podría no estar a favor de ella? «Democracia» es un concepto de gran valor apreciado en todas partes, posiblemente el concepto de gran valor de la Modernidad occidental por antonomasia. Las sociedades modernas son sociedades democráticas: esta equiparación de apariencia sencilla es un elemento fundamental del modo en que la Modernidad se percibe a sí misma. Fue solo gracias a una democratización progresiva de la sociedad que a otros valores básicos, como el de libertad o el de igualdad, les fue posible, en general, realizarse. Solo por su intermediación las sociedades «modernas» pudieron volverse modernas realmente (en el sentido de estar constituidas históricamente en línea con su época).

Integración a pesar de la diferencia; unidad en la diversidad; autodeterminación en la vida en comunidad: todas estas ideas directrices aparentemente contradictorias de la socialización moderna están ligadas a la «invención» y a la existencia de instituciones y de procedimientos democráticos. La célebre frase de Winston Churchill acerca de la democracia como la menos mala de las variantes conocidas de regímenes políticos1 da, con su sobria agudeza alejada de todo énfasis idealizador, en la tecla: es la democracia la que torna siquiera posible el hecho, de otro modo altamente improbable, de que la sociedad esté en condiciones de controlar la complejidad social.

El hecho de que, a pesar de todas las repetidas críticas que se le hacen a su funcionalidad, la democracia siga teniendo, en el plano de la norma moral, una posición tan buena como antes, se evidencia, entre otras cosas, en el hecho de que casi nadie desea ser tenido por no democrático o por antidemocrático. No es casual que incluso autócratas reconocidos reclamen para sí mismos y para sus intenciones que se les otorgue su sello de calidad. La «democracia dirigida», hoy defendida por la Rusia del «demócrata puro» Putin pero practicada ya a finales de la década de 1950 por el entonces presidente de Indonesia Sukarno, solo es uno de los numerosos intentos de gobernantes de todas partes del mundo por ajustar los principios democráticos a las costumbres nacionales o bien a las presuntas particularidades del respectivo «carácter popular» (es decir, ablandarlos). E incluso el general Augusto Pinochet, que derribó con un golpe de Estado la democracia popular de Salvador Allende en el Chile de 1973, activamente ayudado por uno de los países padres de la democracia, y que cargó sobre su conciencia, desde entonces, miles de vidas humanas, insistía en presentar a su forma de gobierno, cuasi-democráticamente, como una «dictablanda», o sea, como una dictadura política suave que, en realidad, propiciaría la preservación o incluso el restablecimiento de los derechos civiles.

De allí que, si con el correr del tiempo empezó a parecer que la democracia está en peligro también aquí, en este país, si en la actualidad se habla por doquier de una crisis, o incluso del declive y el desmoronamiento de la democracia liberal, entonces corresponde que suenen, efectivamente, las campanas de alarma social —puesto que esto afecta al núcleo, al corazón mismo de la Modernidad.

DESENCANTO POLÍTICO

Ahora bien: también es un hecho que no empezaron recién ayer a ser tematizadas públicamente manifestaciones ocasionales de agotamiento de la menos mala de las formas de gobierno. Muy por el contrario, el debate en torno al «desencanto político» en la ciudadanía acompaña el acontecer de la política ya desde hace mucho. En la República Federal de Alemania el concepto caracterizó a la opinión pública ya a finales de la década de 1980 —por ende, aun antes del comienzo de las decepciones de la reunificación—. En 1992 la Academia del idioma alemán la nombró «palabra del año» y apenas dos años después fue incorporada al diccionario Duden.

Posicionado conceptualmente en un espacio asociativo común con sentimientos de frustración, de disgusto y de insatisfacción, es un hecho que el diagnóstico de desencanto también hace referencia a la proximidad con estados de ánimo similares pero más agresivos, como la amargura, el rencor y la ira. Y, sin embargo, la referencia al disgusto de la gente respecto de «la política» por parte de las ciencias políticas de alguna manera permaneció en general en la superficie de los fenómenos: a partir del desencanto político de base a menudo se generó en el discurso político incluso el desencanto de los políticos, personalizable, para el cual cualquiera podía encontrar sin dificultad un ejemplo atinado. O bien se transformó en el topos del desencanto de los partidos, que sugería (apelando a estereotipos capaces de conseguir aceptación generalizada en torno a la vida comunitaria local y el «trabajo duro») una aparente proximidad con la vida, al cual se reaccionó con un gesto condescendiente de encogimiento de hombros en última instancia intrascendente.

Así, pues, el distanciamiento del acontecer político, que ya en aquel entonces era claramente popular, no fue relacionado, por mucho tiempo, con una aproximación de amplios sectores de la población a brotes populistas. Más bien se lo veía como una comprobación de la apatía propia de la prosperidad de una población ocupada en otros asuntos como la planificación familiar y el consumo. O bien se lo atribuía a la siempre renovable «generación joven», para la cual los vínculos democráticos vigentes se habrían vuelto sencillamente obvios y por ello, a diferencia de lo que ocurría todavía con sus padres, en el plano político tan solo dejaba que pasara lo que tuviera que pasar. En cambio, no fue formulada, en general, la variante de interpretación que parece menos inocente, a saber: que detrás de la progresiva despolitización que en las jornadas electorales es llorada con lágrimas de cocodrilo por la noche, ante las cámaras encendidas, después de cada nuevo retroceso de la participación electoral (y que acto seguido es dejada nuevamente en el olvido), se podía haber estado ocultando una crítica al sistema que, por el momento, seguía siendo pasiva.

Esto en la actualidad es completamente distinto: hoy la preocupación pública por la democracia es más profunda. En ocasiones, incluso, todo se juega en ella. No pocas veces se hacen paralelismos históricos con la década de 1920 y la zozobra de la República de Weimar —en tanto «democracia sin demócratas»—. El ascenso de la Nueva Derecha en Alemania y Europa; la proliferación de democracias autoritarias en las sociedades postsocialistas y la política gubernamental populista de derecha en Austria e Italia; la entrada en la escena pública de los «indignados», denominados así por sí mismos o por otros; las innovadoras erupciones de desprecio y de odio en las «redes sociales»; la maquinaria de agitación transmedial que en última instancia solo gira en falso; el carácter irreconciliable del trato en el debate político; y, por último, la dinámica de suspensión de la comunicación entre opiniones al parecer incompatibles que penetró hasta el interior del ámbito privado: todo ello, también (y, tal vez, especialmente), a quien en el mejor de los casos conoce de oídas las épocas turbulentas de la política, le recuerda, con inquietud, a «antes».

«POSDEMOCRACIA»

En cierto modo, el politólogo y sociólogo británico Colin Crouch escribió, prácticamente, el libro en el que se basó la película que se está proyectando ante los ojos espirituales de quienes temen por la democracia de posguerra. Con Post-Democracy, aparecido por primera vez en 2004 y también en traducción alemana cuatro años después,2 Crouch ha tocado, de manera absolutamente evidente, la fibra sensible de la época —y ha forjado un concepto que no solo ha provocado una oleada de bibliografía académica sino que también se volvió moneda corriente en el debate político mediático—. Hoy, en donde sea que se encuentren reunidas, en nombre de la preocupación por la democracia, dos o tres personas, la «posdemocracia» de Crouch estará a la orden del día.

Crouch califica a la democracia realmente existente en nuestros días, en última instancia, de caduca, dado que detrás de la fachada de un orden democrático en funcionamiento —con todo lo que ello implica: división de poderes, cambios de gobierno, reserva de ley— se efectúa, en los hechos, un lento socavamiento y una lenta depreciación de los procesos de formación de opinión política y de toma de decisiones. La razón fundamental para que ello suceda sería el predominio cada vez más desenfrenado de los intereses económicos, que se manifiesta por lo menos de dos maneras: por un lado, como un complejo de industria mediática que solo sirve para la producción de atención superficial; por el otro lado, en forma de una multitud de grupos de presión económicos que operan a puerta cerrada entre los bastidores de la política. Las «auténticas» decisiones —esta es la esencia del argumento— no son tomadas por los representantes electos democráticamente por la ciudadanía sino por poderosos representantes de intereses particulares con acceso inmediato a funcionarios y administradores, consejeros y entidades reguladoras. Este estado de cosas se le oculta al público por medio de un espectáculo político en el que apenas se sigue tratando de algo sustancial y en cambio se trata mayormente de lo «humano, demasiado humano»: de puestos lucrativos y de posts hechos para aumentar la visibilidad en lugar de tratarse de posicionamientos con contenido; se trata del combate por la mayor atención en lugar de tratarse de las mejores soluciones. En una palabra: no se trata de política, sino de politainment.

Más allá de la veracidad de este análisis —y de la capacidad del concepto de ajustarse a interpretaciones críticas-progresistas tanto como a las antidemocráticas-conspirativas— lo que aquí interesa más que cualquier otra cosa es frente a qué horizonte contrario la imagen de Crouch de los vínculos posdemocráticos despliega su amenazador efecto sombrío. Porque construye, como lo otro del presente posdemocrático, un pasado todavía no demasiado lejano en el que tal vez no todo era mejor, pero en todo caso todavía estaba en orden el mundo de la democracia. Crouch mismo condensa su relato del ascenso y la caída de la democracia en las sociedades industrializadas occidentales en la forma de una parábola: mientras que dichas sociedades intentaron durante siglos alcanzar un grado cada vez mayor de democracia, la década de 1970 representó un punto de inflexión histórico a partir del cual la calidad democrática de la comunidad de Europa occidental y de Norteamérica estuvo permanentemente en declive.

Como imagen contraria a la de la posdemocracia aparece, entonces, la mirada retrospectiva hacia una pasada «edad de oro» en la que —según se dice— habría estado asegurada, de manera duradera, una participación democrática amplia, incluso una que habría tendido a alcanzar a la sociedad en su conjunto. Era la época de los partidos populares y de la democracia de grandes grupos; una época en la que no solo la participación electoral era alta y los votos se concentraban sobre todo en representantes políticos de los medios sociales del «centro», el burgués y el asalariado —la Democracia Cristiana y la Socialdemocracia, tories y labour— sino que además el capital y el trabajo estaban organizados (y de una manera altamente centralizada, si hacía falta) e intervenían, en tanto intereses organizados de ese modo, en los procesos democráticos de negociación —de hecho, no solo internamente, es decir, en lo referido a la configuración, planteada en términos de cooperación social, de las condiciones de producción y de trabajo, sino también, yendo mucho más allá, en el triángulo amoroso con las autoridades estatales, las cuales emprendían importantes proyectos políticos consultando y, en lo posible, acordando con los grupos de interés sociales correspondientes (o sea, en la coordinación «corporativa» con sindicatos y organizaciones patronales).

De acuerdo a todo lo que se conoce, esta narrativa sobre el breve verano de la democracia (descrita aquí estilizándola apenas un poco) es cuestionable en cuanto a su grado de realidad. No se trata de que haya sido completamente inventada —de ninguna manera—, pero, en su exageración de la concurrencia y la participación efectivas del «núcleo productivo» de la sociedad industrial de posguerra en las posiciones de mando y en las ventajas de la democracia corporativa, oculta, por lo menos, partes esenciales de la realidad social de esta sociedad: en las mistificaciones retrospectivas de los «buenos viejos tiempos», la existencia democrática en las sombras de las mujeres, los migrantes y los no asalariados solo aparece (si de hecho aparece) en una posición muy marginal. Incluso estudios impresionantes que documentan el desnivel socioestructural que existe en cuanto a la participación electoral estructural entre el sector socialmente privilegiado y el postergado sugieren a menudo que la exclusión fáctica de los estratos más pobres de la participación política recién se introdujo junto con la marcha triunfal del «neoliberalismo».3

Pero, sobre todo, también la extraña idealización del corporativismo, que —según una impresión empírica no examinada de manera sistemática— se encuentra a montones en la bibliografía producida por los cientistas sociales de mayor edad, de sexo masculino y cercanos a la socialdemocracia, tiene consecuencias respecto de lo que atañe a la pregunta por los deseables procesos de repolitización y democratización. A la luz del presente opresivo, pues, un futuro mejor aparece en cierto modo como una prolongación del pasado. La recuperación de la constelación capitalista industrial del keynesianismo nacional se vuelve el fondo de rescate político democrático, ya que la «democracia imaginada luego de la posdemocracia se asemeja en muchos aspectos a la democracia corporativa perdida en la década de 1980».4

LA DIALÉCTICA DE LA DEMOCRACIA

Frente a una pintura en blanco y negro de una historia de la democracia como esta hace falta atreverse analíticamente a una mayor ambigüedad. El presente libro persigue precisamente este objetivo: frente a una melancolía de la democracia cada vez más difundida, en cuya débil luz la época de posguerra euroatlántica brilla como el punto más elevado del sentimiento democrático, aquí se ha de argumentar que la democracia es un arma de doble filo —y que siempre lo fue—. Pues las comunidades políticas constituidas democráticamente, por norma general, establecen los límites del espacio social del derecho. El movimiento histórico-social en dirección hacia «más democracia» lleva adentro, al mismo tiempo, una reacción, un movimiento en sentido contrario, de limitación y restricción de la participación democrática. A este estado de cosas es a lo que llamo la «dialéctica de la democracia». Mientras que la parábola de Crouch supone una tendencia general, en primer lugar de aumento y luego de disminución de la democracia, examinando el asunto con más precisión parece más realista una representación de la evolución democrática en forma de espiral: el grado de derecho democrático va aumentando progresivamente —y, sin embargo, en su camino hacia arriba, aparentemente colectivo, la democracia sigue dejando atrás incluso colectivos enteros.

Más que cualquier otra, la historiografía moderna de la democracia es un relato de los vencedores. Por lo general, no le resultan dignos de mención los marginados de la democracia, los que quedaron en la estacada del derecho. La reconstrucción habitual del camino de Alemania hacia Occidente puede servir de ejemplo de ello: la caravana partió del Imperio autoritario y sin embargo también protodemocrático, pasando por la primera democracia en suelo alemán (la cual vivió, desde un comienzo, bajo una mala estrella), detenida brevemente por los matones del régimen nazi y acompañada durante algún tiempo por el Estado inconstitucional de la dictadura de la SED,5 pasando por la República de Bonn, purificada por la guerra y limitada a nivel de la política europea, hasta la República de Berlín reunificada, segura de sí, en la que la democracia alemana finalmente despierta. Si tan solo no hubieran quedado aún en el Este algunas personas ancladas en el pasado, nostálgicas de la RDA… Si tan solo este punto álgido de la historia de la democracia no hubiera coincidido, desgraciadamente, con los inicios de la marcha triunfal del neoliberalismo… Y si tan solo los damnificados por el nuevo radicalismo de mercado no hubieran resultado ser, visiblemente, populistas de derecha retrógrados, defraudados por la democracia realmente existente.

Se podría ver así el asunto. Concedido: son solo unos pocos los que lo ven de un modo tan unilateral y simplista. Sin embargo, narrar la historia moderna de la democracia como la historia de un río largo y agitado que desde aproximadamente la década de 1970 parece estar en una amplia curva volviendo a apuntar en la dirección contraria, eso sí es absolutamente —y en el sentido más auténtico de la palabra— mainstream. El contrarrelato que se presentará aquí dirige su mirada, por el contrario, hacia aquellos que no fueron recogidos por esta larga corriente ya antes de su pretendido giro, aquellos que en los rápidos de la evolución democrática fueron arrojados a la orilla y allí fueron quedando atrás. Los que fueron dejados atrás en el progreso democrático: son ellos, si se quisiera seguir apelando a un imaginario tan cargado de emotividad, los héroes y las heroínas de este contrarrelato.

Con él se apunta a algo más que a la «ambivalencia de la Modernidad» tematizada con frecuencia (y con razón, sin duda) en la sociología histórica; a algo más que solamente a su ambigüedad; a algo más que a la coexistencia de lo moderno y lo premoderno, o la simultaneidad de la libertad y la coacción. Se trata, más bien, del trabazón interior entre lo que es opuesto, del carácter igualmente originario de lo contradictorio: de la conexión estructural entre la ampliación y la limitación de la democracia, de la interacción dinámica entre procesos de derecho y procesos de no-derecho o incluso procesos de privación de derechos. Con más precisión, se trata de libertad y coacción, de derecho y privación de derechos, de la participación y la exclusión como cuestiones sociales sobre la distribución: se trata de que en la historia de la democracia moderna las libertades de uno fueron, permanentemente, las coacciones padecidas por el otro. O, por ponerlo en una fórmula breve: la historia de la democratización es una historia de participación por medio de la exclusión. Y ello, por cierto, ocurre hasta el día de hoy.

Un contrarrelato sobre la democratización como un proceso dialéctico, que corrija las explicaciones corrientes que da la sociedad sobre sí misma o que al menos contraste con ellas, aspira a examinar el carácter contradictorio inherente a la democracia desde un primer momento en adelante —y con ello también aspira a destacar la conflictividad estructural y para nada casual de la evolución democrática—. Con el enfoque escogido aquí, el lado oscuro de las rich democracies se torna visible y pasan a ocupar el centro de la escena los parientes pobres de las sociedades democráticas ricas de Occidente. Se torna así evidente que la «democracia» es más que solo una forma de gobierno.

La democracia, con todos sus presupuestos e implicancias sociales, es una forma de sociedad, un modo de vida social —tal como lo supo advertir Alexis de Tocqueville, el gran clásico de la comprensión sociológica de la democracia, respecto de la norteamericana (mejor dicho, la de Estados Unidos) en la década de 1830—.6