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La muerte, el viernes 13 de octubre de 1307, de un grupo de caballeros templarios a la que seguiría el ajusticiamiento de Jacques de Molay, el Gran Maestre; la historia del médico Mateo Barthas, que utilizaba a pobres peregrinos para sus macabros experimentos científicos, y los famosos crímenes de Paulino Giacomoni, que asoló por los años 1846-48 la isla de Córcega, son las magistrales estampas que nos trae un Dumas colorista y popular.
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Veröffentlichungsjahr: 2016
Continuando por la calle de Rivoli en París, antes de llegar a los bulevares, se halla un enorme edificio situado en la esquina formada por la unión de esta calle con la de la Cor-derie. Se trata del palacio de los caballeros templarios, en el que habitaba el jefe o Gran Maestre de aquella célebre orden que, desde la cima de su riqueza y poderío, estaba destinado a legar a la historia inolvidables recuerdos para la posteridad, con el ejemplo que su precipitada ruina ofreció acerca de la inesta-bilidad de la grandeza humana.
La génesis de la milicia del Temple se fecha en la época en que Godofredo de Bouillon fue a plantar el estandarte de la cruz sobre los muros de Jerusalén. Sus nueve fundado-res, al frente de los cuales figuraban Hugo de Payens y Geofredo de Saint-Omer, después de conquistar la Ciudad Santa, pronunciaron el solemne juramento de defenderla de los ataques de los turcos, y defender a los numerosos peregrinos que entrasen a visitarla.
Aparte de los tres votos religiosos ante el patriarca de Jerusalén, incorporaron otro en virtud del cual se obligaron a combatir contra los infieles. La cruz de esta orden militar era de tela roja, como la de los cruzados franceses, y su estandarte, denominado Baucens o Baucan, estaba partido en negro y blanco.
El afán de estos misericordiosos caballeros atrajo a un buen número de imitadores, y al observar el rey Balduino II que otros muchos soldados cristianos ingresaban en la nueva orden, le entregó para su sede, en el año 1118, un edificio aledaño al Temple. De aquí la denominación con que fueron conocidos en lo sucesivo: frailes de la milicia del Temple, caballeros del Temple y templarios. El concilio de Troyes, en 1128, tras admitir la nueva orden, formuló sus estatutos, disponiendo que el hábito o el uniforme de los caballeros se compusiera de una capa blanca con una cruz roja en el hombro. Más tarde, la comunidad se extendió prontamente por los diversos países de la cristiandad, y con el tiempo obtuvo sedes en Francia, Inglaterra, Alema-nia, España, Portugal, Suecia, Dinamarca, Polonia, Cerdeña, Sicilia, Chipre, Constanti-nopla y otros lugares.
No obstante, París fue la sede principal de los templarios. El primer indicio conocido de su presencia en aquella ciudad es la memoria de un capítulo de la orden celebrado allí en el año 1147, en el cual se presentaron ciento treinta caballeros. Es posible que a partir de ese momento los templarios se congregasen en un edificio conocido más tarde con la de-signación de Viejo Temple, que tenían próxi-mo a la plaza de San Gervasio, y una torre perteneciente al mismo que limitaba en el siglo anterior con el coro de la iglesia de Saint-Jean-en-Greve. con todo, los nuevos religiosos se asentaron en la Villa Nueva del Temple, como era conocida, antes del año 1182.
La orden de la milicia del Temple mantuvo durante largos años su honor y notoriedad con constantes hazañas heroicas. El gran deber que se habían encomendado y que constituía el propósito principal de su institución, a saber, la defensa de los santos lugares contra los paganos, al menos pudieron desem-peñarlo con un valor y una devoción ejempla-res. Durante la dilatada e inestable contienda entre la cruz y la media luna, que ocupa la historia de los siglos XII y XIII, contempla-mos a los templarios mezclados con los más valerosos donde quiera que se esconda el peligro; y en Jerusalén, en Chipre, en Tole-maida, allí donde bullía el centro del conflicto, vertían su generosa sangre, bien en la bre-cha, bien en el campo de batalla. «Sencilla-mente vestidos y cubiertos de polvo -dice el elocuente san Bernardo en una de aquellas arengas con que tan intensamente fomentó la segunda cruzada-, presentan un semblante quemado por los rayos del sol, y sus miradas son arrogantes y severas: al aproximarse el momento de la lucha, envuelven de fe su ánima y de hierro su cuerpo; sus armas son sus únicas galas, y las emplean con valentía en los mayores peligros, sin temer el número ni la fuerza de los infieles: tienen puesta toda su fe en el Dios de los ejércitos, y al batallar por su causa buscan una victoria segura, o una santa y digna muerte. ¡Oh, bienaventu-rada forma de vivir, gracias a la cual se espera sin miedo la muerte, anhelándola con ale-gría y aceptándola con la certeza de la salvación eterna!»
Continuó animándoles este auténtico espí-
ritu castrense mientras constituyeron una comunidad, y a pesar del poder y los bienes que obtuvieron, nunca olvidaron que eran soldados de la fe, ni trataron de desligarse de los servicios y riesgos a que por su condición estaban destinados.