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Lucio Falerio ha muerto y todo el Imperio llora por el fallecimiento de su mejor senador. Pero no hay tiempo para el duelo: su hijo, Marcelo, tendrá que seguir con el legado que ha heredado para evitar la corrupción de la República, y cumplir con la palabra que dio su padre a los esclavos sicilianos. Con las intrigas políticas a su espalda y la amenaza de los Celtas ante él, Marcelo se adentrará en un camino complicado y sangriento. Mientras, Aquila seguirá inmerso en una búsqueda de identidad que lo llevará hasta los límites del Imperio. Los dioses de la guerra es el final de una trilogía trepidante que nos traslada a los últimos días de Roma.
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Seitenzahl: 520
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David Donachie
La República 3
Saga
Los dioses de la guerra
Translated by Carlos Valdés
Original title: The God of War
Original language: English
Copyright: SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728594865
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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A Allison Lyddon, la encantadora pareja de mi hijo, que algún día será, si consigue quebrar la resistencia de él, mi nuera.
Al día siguiente de haber matado a los cuatro griegos, Áquila Terencio dejó el pueblo de montaña de Beneventum bajando de las altas colinas de la Italia central hasta llegar a la llanura costera y a una verdadera carretera romana que lo llevaría hacia el norte. Obligado por la pobreza a caminar y a cazar su comida, tuvo mucho tiempo para reflexionar sobre los últimos acontecimientos de su vida: la experiencia de Sicilia, a donde llegó como un niño y de donde salió como un hombre; su participación en la reciente revuelta de esclavos: el dilema de un romano en lucha contra los suyos; la forma en que su viejo amigo y mentor había sido sacrificado por los hombres en los que él se había tomado su sangrienta revancha la noche anterior. Estos habían traicionado la revuelta que encabezaban y abandonaron su ejército de esclavos a la venganza romana, y los esclavos maltratados, hombres, mujeres y niños, fueron devueltos en manada al agotador trabajo en las granjas de las que habían salido. Era duro verlos como lo que habían sido hacía poco, un poderoso ejército tan grande como para hacer temblar a Roma.
El cuarteto de griegos traidores, antaño esclavos, había estado solazándose en su lujosa villa de lo alto de la colina, bajo protección de los guardias locales, ahora con esclavos propios que los atendían. La larga escalera que él había construido para entrar y salir de la villa se había hecho pedazos; las tiras de corteza empleadas para atar los travesaños al largo poste central se habían convertido en yesca; los listones de madera que había tallado de ramas de árboles, en leña para mantenerlo caliente el resto de la noche. Nadie le había visto entrar ni salir y había matado, rápido y en absoluto silencio, a tres de los renegados; primero al cabecilla, cortándole la lengua, pues esa había sido el arma que había elegido para inspirar y, después, traicionar. De los otros, dos eran unos don nadies, perritos falderos de su jefe, pero el cuarto, llamado Penteo, merecía un trato especial.
Había estado presente en la muerte de Gadoric, el guerrero celta al que Áquila veía como padre putativo, que había muerto como habría deseado, cargando contra sus enemigos romanos en un combate que no podía ganar: el camino al paraíso para alguien de su religión. Fue una triple venganza; Penteo también había asesinado a Didio Flaco, el ex centurión que había llevado a Áquila por primera vez a Sicilia, y a Foebe, la chica con la que había tenido una relación, que se había consumido entre las llamas del caserío de Flaco.
Penteo murió muy despacio y con la lujosa ropa que llevaba al ser arrastrado fuera de la cama embutida en la boca. El cuchillo del chico se había cebado sin descanso en su cuerpo, regodeándose en aquellos ojos llenos de dolor. Al final, Áquila le había rebanado manos y pies mientras aún vivía, haciéndole a Penteo lo que él le había hecho a Flaco. Se deshizo del cuerpo roto como había hecho con los otros, llevándolos hasta las altas terrazas y arrojándolos al barranco y a las rápidas aguas del río que corría abajo. Antes de eso, y empleando la sangre brillante y roja de aquellos, había dibujado en cada una de las paredes la imagen que lo distinguía, igual a la del talismán de oro que llevaba al cuello, la silueta de un águila al vuelo.
A veces, al mismo tiempo que caminaba, se preguntaba si tenía algún futuro, pero al tomar aquel objeto en la mano, se sentía invadido por una extraña sensación. Le habían dicho que aquello era su destino, pero, ¿serían ciertas las predicciones? Ahora sólo tenía un lugar al que ir y quizá la respuesta que buscaba se encontrara allí, en el centro de su mundo: la ciudad de Roma.
Le resultó imposible pasar de largo por el único lugar al que una vez había llamado hogar; allí no quedaba nada en pie, pero era el lugar donde antes había estado la cabaña de sus padres adoptivos. La familiaridad quedaba atenuada por la extraña sensación de que todo parecía más pequeño que en sus recuerdos; el arroyo en el que había aprendido a nadar, que desembocaba en el río Liris, los árboles de los bosques cercanos, incluso la distancia entre la choza y la bulliciosa Vía Apia, a media legua. Sólo las montañas del este parecían las mismas; se alzaban a distintas alturas, cubiertas de densos bosques, y la más alta de todas era aquel volcán extinto de extraña silueta con la cima en forma de copa votiva.
Allí parado, Áquila casi podía oír la voz de Fúlmina reprendiendo con frecuencia a su marido Clodio. Fue ella quien hizo las profecías de grandeza, con una fe que él nunca había podido compartir; ¿cómo iba a poder cumplir él, hijo de unos simples campesinos, lo que ella había predicho? No había sabido la verdad hasta el día que ella murió; le habían llevado allí siendo un recién nacido que había sido abandonado, el día del festival de la diosa Lupercalia, en los bosques cercanos para que muriera.
Clodio, que de vez en cuando se emborrachaba y siempre estaba en la afilada punta de la lengua de su mujer, estaba durmiendo la borrachera. Lo despertó el llanto del bebé hambriento y él se lo llevó a casa, a su mujer, pues sabía que así atenuaría su enfado. En su tobillo estaba el amuleto que ahora llevaba colgado al cuello, un recordatorio de que al menos uno de sus verdaderos padres quería que viviese. De haberlo vendido, podrían haber vivido con cierto desahogo y Clodio habría evitado tener que servir, y al final morir, en las legiones; pero también le recordaba que ellos nunca hablaron del poder que sintió Fúlmina ni de los sueños que habían surgido con sólo tocar el amuleto.
Al deambular por la región surgieron otros recuerdos, como el del día que conoció a Gadoric, un esclavo que se hacía pasar por pastor corto de entendederas; o el perro Minca, muerto ya hacía tiempo, grande y fiero para el extraño, pero manso como un cordero para su amigo. La choza del pastor aún estaba en pie, ocupada ahora por otro, justo al borde del campo donde el celta le había enseñado a luchar con una espada de madera, a disparar flechas sin punta y, más que nada, a usar la lanza que todavía llevaba, que Gadoric había robado a los guardias de su amo, Casio Barbino, aquel senador obeso.
La tierra por la que caminaba pertenecía a Casio Barbino; Sosia, la muchacha esclava con la que había disfrutado un tierno romance de infancia, había pertenecido a Barbino. Didio Flaco, el ex centurión que se lo había llevado a Sicilia, trabajaba para Barbino. Áquila había vivido con Flaco y su guardia de rufianes en las granjas que el gordo senador tenía en Sicilia y por eso había presenciado, sin quererlo, el cruel trato que recibían los esclavos en nombre del beneficio. Aquel hombre había cobrado gran importancia en su vida y allí estaba él ahora, en los bosques donde se encontraba la cisterna que alimentaba fuentes y baños de la villa de Barbino, al borde de las lágrimas al contemplar la vida sin todas las personas que poblaban sus recuerdos.
Sintió la tentación de visitar la granja de Dabo, donde fue a vivir tras la muerte de Fúlmina, pero no era un lugar de grato recuerdo. Había odiado a Dabo por la manera en que había engañado al alegre y corto Clodio para que lo sustituyera cuando lo convocaron para un segundo periodo en las legiones y que así él pudiera quedarse en casa y enriquecerse. ¿Viviría aún aquel viejo cabrón de Dabo o estaría su granja en manos de sus hijos, Anio y Rufurio, aquellos chicos con los que solía pelearse todo el rato?
Al reconocerlo, los viejos vecinos le contaron, sin un asomo de pena, que Piscio había muerto: Anio Dabo, su hijo mayor y matón de nacimiento, era dueño de la granja, ahora una finca de ganado, mientras que Rufurio, que al menos había intentado ser simpático con el huérfano Áquila, no tenía nada y ya no andaba por los alrededores. Le contaron también que había una herencia esperándole en Aprilium, donación de un general llamado Aulo Cornelio Macedónico, que había muerto comandando una cohorte de la Décima Legión en el paso de Thralaxas, en Illyricum, una ayuda económica para los familiares de sus legionarios caídos, uno de los cuales era Clodio.
Tras demostrar su identidad con los sacerdotes del templo, y como ya no quedaba nada para él en el lugar en que había crecido, volvió a la Vía Apia y siguió su camino hacia el norte.
En la Colina Palatina, Marcelo Falerio regresaba a una casa que, sin su padre, parecía vacía. Desde que tenía memoria, el espacioso atrio había estado lleno de solicitantes en busca de los favores del político más poderoso de Roma, el líder de los optimates: ahora tenía un aire deprimente. Los esclavos de la familia, que normalmente se ocupaban de atender a los solicitantes, ahora estaban ociosos en sus aposentos por el luto, y no cabía duda de que alguno estaría rezando a sus dioses para que en el testamento de su difunto amo se le concediese la libertad. Resultaba exasperante que hubiera muerto en la cumbre de su carrera, tras haber sofocado una revuelta de esclavos en Sicilia sin combatirla con legiones, como era la norma, sino mediante la pura astucia.
Además de eso, en lugar de llenar las cunetas de las carreteras de rebeldes crucificados, los había devuelto al trabajo en las granjas de las que habían escapado, ahorrando así una fortuna a sus amos, sus compañeros en el Senado, y asegurando también la nueva cosecha a la ciudad. De haber regresado con vida, habría sido vitoreado como un general victorioso por haber derrotado a un-enemigo, el hambre, al que Roma temía más que a ningún otro. En vez de esto, había muerto en un charco de sangre que parecía manar de todos los orificios de su cuerpo, mientras su hijo, entre lágrimas, sujetaba una mano que poco a poco rendía sus fuerzas.
El estudio en el que trabajaba tenía el mismo ambiente desnudo, y Marcelo se sentó en la silla curul preguntándose cuál sería su siguiente paso. La presencia de su padre en su vida, así como en las vidas de muchos otros, había sido tan autoritaria, que la ausencia de su aura era casi palpable. Cualquiera que contase para algo en Roma asistiría a las ceremonias que señalaban su fallecimiento, aunque pocos lo harían movidos por amor hacia él. Es más, algunos de los que decían estar afligidos se presentarían sin duda para asegurarse de que su muerte no era una artimaña para pillarlos desprevenidos: Lucio Falerio Nerva había sido el azote de aquellos que, gozando de una buena posición, habían caído por debajo de lo que él consideraba las normas de comportamiento de la clase patricia. Había sido más temido que amado, y el único principio por el que se había guiado habían sido las necesidades de la República a la que tan desinteresadamente servía; de hecho, había dedicado toda su vida a Roma y a la protección de sus lejanas fronteras. El joven podía oír ahora el eco de voz que le reprendía.
—¡Roma primero y siempre, Marcelo! Júrame que siempre pondrás a Roma por delante de todo.
—Sí, padre —dijo él en voz alta, esperando que el espíritu paterno lo oyese.
Levantó el trozo de papiro en el que había dibujado una imagen de los muros de aquella villa de Beneventum que habían recibido como regalo los cuatro cabecillas de la revuelta de esclavos sicilianos, hombres a los que Lucio había corrompido y sobornado para que traicionaran a su gente ante la perspectiva de una vida de lujo y comodidad. No habían tenido tiempo de disfrutar del engaño: alguien se había vengado y los había matado del modo más sanguinario, y había dejado en las paredes de cada habitación aquel perfil, el dibujo de un águila al vuelo, sólo que el color rojo del original había sido de sangre, no de tinta.
¿Por qué la mera visión de aquella imagen había aterrorizado a su padre? Al verlo, había pedido su litera en un evidente ataque de pánico e hizo un esfuerzo por volver a Roma, quizá en busca de la intercesión de Júpiter Máximo. Había sido en vano: Lucio Falerio, senador superior de Roma, murió como un cualquiera en la Vía Apia, a varias leguas de la ciudad a la que reverenciaba, ignorado, al igual que su hijo bañado en lágrimas, por quienes pasaban por allí, por los ciudadanos para quienes había trabajado tanto y tan duramente.
Dejaba un legado poderoso. No era una gran riqueza; Lucio había dedicado demasiado tiempo al cuidado de Roma y su Imperio como para amasar una fortuna, aunque el muchacho quedaba en una situación cómoda y tenía la perspectiva de un matrimonio que le aportaría una sólida dote. La verdadera herencia era política; como hijo de un hombre tan influyente —con una lista de protegidos demasiado larga como para contarlos—, podía esperar heredar algo de su autoridad. No toda, pues era demasiado joven para eso, pero la suficiente como para dejar su huella en el mundo. Y este era el momento de averiguar cuál era su poder.
Antes de que partieran en aquel fatídico viaje a Sicilia, Lucio había guardado en arcas bajo llave muchos de sus rollos más confidenciales, para que fueran depositados en la bodega. En aquellos recipientes de madera estaba todo lo que necesitaba Marcelo para asumir su posición en el mundo. Bajó con una lámpara por los escalones de piedra desgastada en lugar de subir los cofres al estudio de su padre. Aquello hizo que se detuviera: tuvo que recordarse que ahora el estudio era suyo; él era el cabeza de familia. Había pasado un momento incómodo en el foro, adonde había acudido a anunciar su pérdida, cuando Apio Claudio, el hombre más rico de Roma, le había recordado las obligaciones que tenía con su hija.
Aquello, más que nada, sirvió para que Marcelo se diese cuenta de que ahora era dueño de su propio destino. También subrayaba su potencial; Apio Claudio aún consideraba deseable aquel compromiso. Pero, dado que sus preferencias estaban en otra parte, ¿lo consideraba él de la misma manera? Desde que vistió su toga de adulto se había sentido atraído por Valeria Trebonia, pero toda la familia de los Trebonios estaba fuera de Roma, por lo que aún no había resuelto aquel asunto. Una vez había sugerido a su padre que debería casarse con Valeria, sólo para que su idea fuese puesta en ridículo. Para un Falerio, que podía seguir el rastro del nombre de su familia hasta antes de los reyes Tarquinios, los Trebonios eran unos arribistas que acababan de ascender hacía muy poco y eran indignos de merecer tal unión.
Pero eso era algo para pensar más tarde; ahora era el momento de examinar su herencia. Después de todo un reloj de arena, se sentó entre rollos preguntándose cómo había vivido todos esos años con su padre sin llegar a conocerlo de verdad. Cada rollo le hacía sentir vergüenza; contenían datos personales, ninguno de ellos favorecedor, de toda las personas a las que Lucio había llamado amigos y protegidos. Detalles sobre escándalos financieros y sexuales, qué esposa se había entregado a unas relaciones adúlteras, con los nombres de los hombres implicados, a menudo más de uno, senadores y caballeros que habían robado con descaro al erario público, que habían acaparado productos escasos o que se habían dedicado a una rapacidad denunciable mientras gobernaban las provincias del Imperio.
En uno había un poema y, marcados en una esquina, aparecían los nombres de Sibila y Aulo, que debía de referirse a un oráculo y a Aulo Cornelio, amigo de infancia de su padre, mientras que el resto tenía montones de notas garabateadas. No sacó ningún sentido de su lectura.
Uno someterá a un poderoso enemigo,
el otro luchará para salvar el prestigio de Roma.
Ninguno alcanzará su objetivo.
Mirad hacia arriba si os atrevéis, aunque lo que teméis no puede [volar.
Ambos os enfrentaréis a ello antes de morir.
Había un sorprendente número de rollos relacionados con la familia de los Cornelios que Marcelo desplegó a su pesar. No podía creer que, guardados bajo llave, contuvieran elogios del amigo de toda la vida de su padre. Para él, Aulo Cornelio había sido la misma encarnación de la virtud romana, un general victorioso no una sino dos veces; un soldado entre soldados reverenciado por los hombres a los que comandaba; alto, apuesto, de noble frente, fue la personificación del imperium romano. Unido a su padre por un juramento de sangre hecho en su juventud, Aulo y Lucio habían sido como hermanos, hasta que sucedió algo que arruinó su mutua amistad. Marcelo entendió ahora cómo y cuándo se había fracturado aquel profundo compañerismo.
No podía ser sólo el hecho de que Aulo no hubiese asistido al nacimiento de Marcelo —que, por cierto, era un grave incumplimiento de sus obligaciones, pero, ¿tan grave como para amenazar la amistad de toda una vida?—. Al leer, la razón de aquella ausencia le sobresaltó. Durante una campaña militar en Hispania para luchar contra un caudillo rebelde llamado Breno, la segunda esposa de Aulo, veinte años más joven que él, había sido capturada por los celtíberos. Tras dos estaciones de dura lucha, la habían recuperado y cuando la descubrieron, se encontraron con que estaba encinta. Aulo no había asistido a su nacimiento porque estaba pendiente del nacimiento del bastardo de su mujer, hecho que había desenterrado un espía nubio, un esclavo que Lucio había colocado en casa de su viejo amigo.
Había bastantes indicios para pensar que el niño había sido abandonado, cosa perfectamente natural, si bien otros maridos patricios habrían matado a sus propias esposas antes que arriesgarse a caer en la deshonra. Más interesante era la información que había facilitado el esclavo, que indicaba que la dama Claudia se atormentaba por la localización de aquel niño abandonado y que, de hecho, lo andaba buscando como si tuviese la esperanza de encontrarlo con vida, un extraño comportamiento cuando cualquier persona sensata habría hecho lo que hubiera podido para dejar atrás un acontecimiento tan deshonroso.
Marcelo apenas conocía a Claudia Cornelia y al principio se preguntó cómo era que su infamia, aquellas pruebas de su falta, encajaba en aquellas arcas. Entonces cayó en la cuenta; habría sido un arma para utilizar contra Aulo, e incluso aunque Claudia sólo fuera la madrastra de Quinto Cornelio, aquello serviría como instrumento para avergonzar al hijo mayor de la familia de los Cornelios, un hombre al que Lucio estaba preparando para que alcanzase una posición de poder, y al que había designado para que mantuviera las cosas en orden hasta que Marcelo pudiese hacerse cargo. Cualquier alejamiento de su obligación haría que el rollo saliese a la luz, lo que arruinaría el nombre de la familia en un mundo en el que se consideraba que nada era más importante.
Su padre le había dicho que lo que encontraría no sería de su agrado y, como siempre, Lucio había acertado, pero, ¿qué tenía que hacer? Podía llamar a aquellas personas para que fueran a verlo, de una en una, y entregarles los rollos que les pertenecían, pero entonces sabrían que los había leído. Sería sólo cuestión de tiempo que la ciudad se llenara de cotilleos, lo que dañaría la reputación de su padre y, por asociación, la suya. Lo mejor sería quemar todo el lote, idea que le parecía larga y penosa, pues sabía que hacerlo con prisas sería un error. Era evidente que algunos de los crímenes allí consignados merecían castigo. Y si no podía quemarlos todos, ¿cuáles debería conservar?
Marcelo volvió a colocar cuidadosamente los rollos en su sitio. El último fajo que tuvo en la mano se refería al gobernador de Illyricum, Vegecio Flámino, que acababa de regresar, con una lista de pruebas que Aulo Cornelio, a la cabeza de una comisión senatorial, había reunido contra él durante la reciente rebelión. Había incluso una narración real de la campaña: el número de muertos, no todos ellos combatientes enemigos, que impugnaban el triunfo de Flámino; su rapacidad venal como gobernador y, al final, un informe de un centurión retirado, llamado Didio Flaco, que relataba cómo había abandonado Vegecio, aun sabiendo que estaban aislados, a Aulo y a los hombres que este comandaba para dejarlos morir en el paso de Thralaxas. Había material suficiente no sólo para imputar a aquel hombre, sino para verlo linchado y arrojado desde la Roca Tarpeya.
Guardó el último rollo y volvió a cerrar el cofre de madera antes de regresar al estudio, para encontrar allí al administrador de su padre, que esperaba con los últimos informes llegados de las fronteras y le preguntó qué debería hacer con ellos ahora que Lucio había muerto. Esa correspondencia no era para sus jóvenes ojos; en realidad, se trataba de comunicados consulares que llegaban a su padre porque era tan poderoso como para ascender o derribar a aquellos que los habían escrito. A pesar de todo, Marcelo les echó un vistazo; la mitad de ellos daban noticias de que había más problemas en la frontera que Roma compartía con el Imperio de Partia.
Había un poco de cada provincia y potencial punto de conflicto, y Marcelo sabía que en los estantes que llenaban las paredes del estudio se acumulaban años de correspondencia relacionada con todo asunto de importancia para el Imperio. Las luchas fratricidas en África, los sobornos necesarios para mantener a raya a varias tribus al norte de la Galia Cisalpina y un informe positivo de Illyricum, hace muy poco sede de una revuelta. Se detuvo al llegar a un despacho del cónsul sénior en Hispania, Servio Cepio. Después de leerlo, Marcelo decidió que le disgustaba su contenido. Como el cofre de la bodega, contenía pruebas de que su padre no sólo había aprobado, sino también animado el asesinato. Daba igual que fuera un bárbaro llamado Breno el que había sido señalado para morir. Para él, Roma debía combatir a semejantes personas, no intentar engatusar a celtas renegados para que las asesinaran.
Había otro rollo acerca del tal Breno en los cofres de abajo, viejos informes de Aulo Cornelio, el hombre que lo había combatido en primer lugar, así como del hijo pequeño de Aulo, Tito, escritos muchos años después. Describían a un hombre de gran estatura y cabello dorado, un chamán druídico de las nebulosas tierras del norte, sencillo en su vestimenta, pero de personalidad dominante. Había una sola cosa que realmente lo distinguía, un adorno que llevaba en el cuello, de oro, con forma de águila al vuelo. Por un momento la mente de Marcelo voló a aquella imagen que tanto había aterrorizado a su padre, que había servido para él como una especie de heraldo de la muerte. La idea de que estuviesen conectadas era demasiado extravagante: el dueño de aquella baratija estaba en Hispania, mientras que su padre estaba entonces cerca de Neápolis. De Breno decían que era un poderoso chamán, no que tuviese poder a tanta distancia.
Le dijo a un esclavo que enviara esos rollos al foro y, ya solo, pensó en visitar el altar de la familia para decir unas oraciones por el alma de su padre, lo que le recordó que tenía que encargar una máscara mortuoria para colocarla con todas las de sus otros antepasados. Pero se sentía solo; quería estar a gusto, así que antes de ir a rezar, Marcelo fue a visitar el cuarto del mejor regalo que le había hecho nunca su padre, la esclava Sosia, que se parecía tanto a Valeria Trebonia que podrían ser gemelas.
Y a diferencia de Valeria, Sosia era de su propiedad, por lo que podía hacer con ella lo que quisiera.
El regreso de Cholón Pyliades Fue para Claudia Cornelia un recordatorio inmediato de las limitaciones que le imponía su situación de viuda de un noble patricio. Como liberto griego, antiguo esclavo personal de su difunto marido, Aulo Cornelio Macedónico, podía viajar tan libremente como quisiera; ella no podía hacerlo. Claudia había echado de menos su compañía mientras él estaba en Neápolis y Sicilia, así que hizo todo lo que pudo para darle una cálida bienvenida, ocultando cualquier sentimiento de rencor. Pero aun así, no evitó ocasionales comentarios mordaces, especialmente cuando supo de sus intenciones de asistir a los ritos funerales por Lucio Falerio Nerva.
—Nunca hubiera pensado que, de entre todo el mundo, tú asistirías a semejante acontecimiento.
El griego sonrió, pues sabía que no había mala intención en aquellas palabras.
—Creo que tu difunto marido debió de entender a Lucio Falerio mejor que tú o que yo. Después de todo, lo tenía en alta estima, a pesar del hecho de que no estaban de acuerdo en tantísimas cosas. Quizá los lazos de aquella amistad de infancia fueran más fuertes de lo que pensamos.
Claudia respondió con fingida seriedad, pues el desagrado que sentía por Lucio era bien conocido.
—Tienes razón, Cholón. Aulo habría asistido al funeral de ese viejo carcamal, pese al tratamiento que recibió del muy cerdo. Perdonaba con mucha facilidad.
—Entonces, ¿me concedes tu absolución?
Pero Claudia aún no había terminado de cebarse con él.
—En otra época habrías asistido sólo para asegurarte de que ese viejo buitre estaba muerto de verdad.
—Es cierto, pero me encontré con él en Neápolis y descubrí que era un hombre interesante, y lo irónico es que cuando llegué a conocerlo, me di cuenta de que sus ideas eran más griegas que romanas.
Cholón no le dijo que Lucio lo había empleado como intermediario: había sido él quien trasladó las condiciones de los romanos a los cabecillas de la revuelta de esclavos y los había persuadido para que las aceptaran. Justo ahora le divertía la sorprendida reacción de su anfitriona.
—Lucio Falerio se consideraba a sí mismo el romano perfecto. ¡No le habría gustado oírte decir eso!
—Quizá no con estas palabras, pero la idea le habría complacido. Era mucho menos estirado de lo que parecía y descubrí que estaba extraordinariamente al margen de la salmodia que normalmente sufrís por parte de los senadores romanos. Creo que Lucio entendía su mundo y sabía qué quería preservar. Puede que fuera mezquino con los medios que empleaba, por necesidad, para conseguir sus fines, pero era inteligente. Desde luego lo que hizo en Sicilia fue de una sutileza positivamente alejandrina. ¡En absoluto romana!
—¿Qué hubiera hecho un romano? —preguntó Claudia.
—Habría pasado por la espada a toda la isla o habría llenado las cunetas de crucifixiones, y después se habría vanagloriado como un pavo real, henchido de virtud a causa de sus actos.
—Dudo mucho de que mi difunto marido hubiera hecho eso.
De repente el griego parecía serio, en parte porque ella había aludido a la naturaleza de su difunto amo, pero más bien por el aspecto melancólico del rostro de Claudia. Para Cholón nunca había existido nadie como Aulo Cornelio, conquistador de Macedonia, el hombre que había humillado a los herederos de Alejandro el Grande, aunque nunca había perdido aquella cualidad de la modestia, algo que lo caracterizaba. Su esclavo griego no lo había amado por su destreza militar, sino por su naturaleza intrínseca. Sentado allí con Claudia, recordó cómo lo había herido ella y cómo él había soportado aquello año tras año, con un estoicismo que hacía de Aulo algo más que un dechado de virtudes. Él conocía la razón y tuvo que recobrar la compostura; cavilar demasiado sobre la vida y la muerte de su difunto amo solía provocarle abundantes lágrimas.
—No, mi dama, él los habría liberado a todos y después habría retado al Senado para que lo degradara.
Quedaron en silencio durante un rato, cada uno con sus recuerdos del hombre que siempre había sido independiente, sin ser distante, pero que había rechazado prestar su apoyo a ninguna facción, si bien estaba preparado siempre que lo llamaban cuando Roma lo necesitaba. Fue Cholón quien habló al fin.
—Estoy a punto de cometer una escandalosa infracción de los buenos modales.
—¿Tú?
Él pasó por alto la ironía, puesto que siempre andaba acusando a los romanos de ser unos bárbaros.
—No siempre es educado aludir a la situación personal de los amigos, a su carencia de placeres, al vacío de sus vidas.
Claudia quiso decirle que el poder de cambiar eso sólo lo tenía él, él, que había ayudado a su esposo, pero se había prometido no volver a hacerle la única pregunta que le importaba, la única que envenenaba sus sueños —dónde habían abandonado Cholón y Aulo a su hijo recién nacido la noche del festival de Lupercalia—, así que se mordió la lengua.
—Me pregunto por qué no te casas otra vez —Los ojos de Claudia se abrieron sorprendidos mientras él seguía hablando—. Ya está, ya lo he dicho. Llevo preguntándomelo un tiempo y ahora por fin ya lo he soltado.
—Estoy indignada.
—Por favor, perdóname, mi dama.
Claudia volvió a reír.
—¿Qué hay que perdonar? Me alegra saber que te preocupas tanto por mi bienestar.
—¿De verdad?
Ella sonrió al griego de una manera que hizo que fuera del todo creíble.
—De verdad.
—Es que pasas demasiado tiempo sola y, si me permites decirlo, demasiado tiempo en Roma. Hay lugares maravillosos en la costa de los alrededores de Neápolis...
Su voz se fue apagando; algo había dicho que había borrado la sonrisa del rostro de ella, aunque, fuera lo que fuese, no la había entristecido ni enfadado. No, fuera lo que fuese, la había puesto pensativa.
No podía comprender el tamaño total de Roma ni la cantidad de gente, rica y pobre, que atestaba sus bulliciosas vías públicas. Allí estaba él, en la capital del Imperio, dispuesto a admitir que el lugar le asustaba más que la idea de enfrentarse a una horda de elefantes armados con catapultas; nunca había visto una, así que lo dejó en una horda de elefantes.
Aquellas gentes de la ciudad eran rudas, y respondían a las educadas preguntas de Áquila bien encogiendo los hombros, bien con desprecio mal disimulado, ansiosas por poder volver a sus quehaceres y sin tiempo para dar indicaciones a quien, por su acento, era un patán pueblerino y, por su aspecto, ni siquiera era un auténtico romano. Áquila vio más de lo que debería de la ciudad, vio que Roma estaba llena de templos, algunos consagrados a dioses de los que ni siquiera había oído hablar, mientras que toda la riqueza del lugar era tan increíble como su tamaño. Una multitud de carros luchaba por ganar su derecho de paso con quienes caminaban, y todos eran apartados por el paso ocasional de alguna litera, pues los bruscos sirvientes de algún individuo rico exigían que les abrieran camino.
El mercado estaba repleto de productos de todo tipo, al tiempo que, detrás de los puestos, abundaban las tiendecillas. Vendían objetos de plata y oro, de cuero y madera, y estatuas de hombres cuyos ceños parecían todos nobles. Áquila, con su altura, su llamativo cabello rojizo y dorado, que ahora le llegaba por debajo de los hombros, además de su peto maltratado y manchado de sudor, permanecía al margen de la embrutecida muchedumbre. Le lanzaron más de una mirada de sospecha, miradas que tendían a demorarse en el valioso amuleto que llevaba al cuello, y el contacto visual se rompía en cuanto él se giraba para encararse con aquellos mirones. Desconfiaban de un hombre que llevaba una lanza, además usada, por lo que parecía, con una espada al costado y un arco y un carcaj lleno de flechas colgados a la espalda.
Por fin encontró la panadería, sólo gracias a que, una vez que se dio cuenta de que lo ignoraban, dejó de hacer las preguntas con educación. La gente de la ciudad parecía más servicial si te abalanzabas sobre ellos con gesto amenazante y echabas mano a la espada del cinto si daban muestras de intentar pasar de largo. Le dieron indicaciones de la dirección de la calle, pero fue el olor lo que lo guio hasta el establecimiento que buscaba, un olorcillo de pan recién hecho que, quién sabe cómo, se las arreglaba para sobreponerse al olor a mugre y humanidad aglomerada. La tienda, con un pequeño grupo de gente a su puerta, era una oscura caverna en los bajos de una casa de vecinos que se alzaba en una calle llamada Vía Tiburtina.
Áquila levantó la vista hacia la estrecha franja de luz entre los dos edificios a ambos lados de la calle, que parecían inclinarse uno hacia el otro en toda su altura. Había ropa puesta a secar en cada balcón, las mujeres se chillaban de un lado a otro de la calle, levantando la voz para así poder oírse por encima del bullicio que subía desde la calle, mientras los niños desnudos jugaban en las puertas de entrada, cuyos muros estaban cubiertos de dibujos y mensajes, unos groseros, otros quejosos. Pedigüeños, ciegos o mutilados, se sentaban apoyándose en los muros, con las rodillas dobladas para evitar el alcantarillado abierto que corría en medio de la calle.
—¿Es esta la panadería de Demetrio Terencio? —preguntó por encima de las cabezas de los que esperaban para ser atendidos.
Había dos mujeres detrás de una mesa, una de mediana edad, encorvada, con el rostro estropeado por el dolor; la otra era mucho más joven. Las dos estaban cubiertas de harina y los cabellos se les pegaban a la cara por culpa del sudor. La mujer encorvada, que parecía no tener dientes, no le hizo caso; fue la más joven la que contestó. La más vieja habló con aspereza y la chica joven volvió a ponerse a servir a los clientes.
—Quisiera hablar con Demetrio.
—Ahí al fondo, si es que puedes soportar el calor.
Áquila no fue bienvenido, y no porque el dueño estuviera trabajando. Ya había terminado su trabajo del día y se ocupaba de reponer todo el sudor que había perdido bebiendo grandes cantidades de vino bien aguado, del cual no ofreció nada a su inesperado visitante. Demetrio era el hijo mayor de sus padres adoptivos y hacía mucho que se había marchado de casa cuando lo encontraron a él; no era más que un nombre y una profesión, aunque era alguien que lo conectaba con su pasado.
—¡Aquí no te puedes quedar!
Demetrio estaba gordo, por lo que daba la sensación de que consumía más pan que el que vendía. Su enorme barriga rebosaba por encima de un grueso cinturón de cuero y su gorda cara redonda, aún de un rojo brillante por los hornos, parecía enfadada. Áquila no podía echarle en cara su desconfianza. Después de todo, tan sólo había oído hablar de aquel joven que ahora estaba frente a él de boca de los escasos viandantes que llegaban de los alrededores de Aprilium. Nunca lo había visto ni tampoco su mujer. Sabían que lo habían encontrado en los bosques, lo que era una vía poco convincente de reclamar parentesco.
—No recuerdo habértelo pedido —replicó el joven—, pero soy nuevo en Roma. Si pudieras ayudarme a encontrar alojamiento, puedo pagarte.
—¿Con qué?
—Tengo dinero.
Su gordo hermano adoptivo se inclinó hacia delante, apoyando una mano gordinflona y la mitad de su estómago sobre su enorme muslo.
—¿Cuánto dinero?
—El suficiente —contestó Áquila con frialdad.
Demetrio dejó que sus ojos se posaran sin disimulo sobre el águila dorada, que pareció reafirmarlo.
—Si puedes pagar, yo te alojaré y te inscribiré en la lista de votantes, siempre que no te importe compartir espacio con Fabio.
—¿Quién es Fabio?
Demetrio rio, sin humor, pero con esfuerzo suficiente como para que su barriga se bamboleara.
—Pues, supongo que es algo así como tu sobrino, aunque apuesto a que es mayor que tú. ¿Cómo te llevabas con mi padre?
Áquila dudó. No quería contarle al gordo de Demetrio que amaba a Clodio como cualquier chico habría amado a alguien al que creía su papá, así que evitó todo rastro de emoción en su voz.
—Que yo recuerde me llevaba muy bien con Clodio. Se fue de casa en mi cuarto verano.
Demetrio se puso en pie con esfuerzo, con su gorda y roja cara coronada por una lúgubre sonrisa.
—Entonces te llevarás bien con Fabio. Es el cabrón más vago y borracho que he tenido la desgracia de conocer. No he sacado ningún placer de ser su padre.
Fabio fue una conmoción, se parecía tanto a su abuelo que resultaba extraño; mientras él y su nuevo compañero de habitación hablaban, Áquila tuvo que esforzarse para recordar que aquel no era Clodio y que el parecido era algo más que sólo físico. Su risa era la misma y la manera que tenía de fruncir el ceño cuando su madre le regañaba por volver a casa oliendo a vino era el vivo retrato del aspecto que tenía Clodio cuando Fúlmina le reprendía por la misma ofensa. Era una compañía cordial y divertida, y cuando había bebido bastante, nada le gustaba más, decía, que sentarse con los pies metidos en el Tíber y cantar.
—Tu abuelo solía ir a los bosques. Fue por eso por lo que me encontró.
—¿Él me habría gustado?
—A mí me gustaba. Lo quería, pero se fue a las legiones cuando yo era pequeño.
La historia de cómo había sustituido Clodio a Piscio Dabo ya no aparecía en su relato y nadie supo si el abuelo de Fabio se había alistado porque Dabo lo había emborrachado o simplemente porque quería dejar de ser un jornalero sin tierra. Se suponía que sería un año o dos, pero había aguantado diez y terminó con la muerte de Clodio en Thralaxas.
—Qué putada lo de ser abandonado —dijo Fabio—. Pero, mira, te dejaron con esa cosa que llevas al cuello, así que uno de tus padres quería que regresaras.
—La vendería por saber quiénes son.
—Estás tonto. ¿A quién le importan los padres?
—Eso es fácil decirlo cuando tienes a los tuyos.
—Puedes quedártelos, pero ten cuidado, ese viejo cabrón gordo de mi padre te sacará hasta la última moneda que tengas —Fabio acompañó sus palabras con un gran trago de su jarra, mientras Áquila se preguntaba si su «sobrino» no estaría siendo un sinvergüenza, puesto que llevaba varias horas sentado en aquella taberna gastando alegremente el dinero de Áquila—. Y no dejes por ahí ese amuleto que llevas al cuello, o ese miserable hijo de puta te lo robará.
—Tu padre también habla bien de ti —dijo Áquila.
Aquello levantó un profundo gruñido y Fabio dijo por centésima vez:
—Y resulta que tú eres mi tío.
Resultaba difícil; Fabio era diez años mayor que Áquila y parecía que fueran veinte. El más joven, aún en sus veintipocas primaveras, había pasado toda su vida al aire libre, comía cuando estaba hambriento y bebía cuando estaba sediento. A Fabio le gustaban las tabernas llenas de humo y oscuras, tanto de día como de noche. Era de complexión fofa y sus ojos estaban legañosos, y aunque no tanto como su padre, tenía tendencia a engordar.
—Tengo que encontrar algún tipo de trabajo.
—¡Trabajo! —escupió Fabio, y después echó un vistazo por la taberna, llena de gente que compartía sus gustos y su aspecto—. Eso es sólo para idiotas.
—¿Tú no trabajas?
—De vez en cuando aquí y allí, en los almacenes del Tíber, pero hay otras formas de sacarse unos mendrugos —Fabio echó la cabeza hacia atrás y rio—. Incluso para el hijo de un panadero.
Áquila descubrió enseguida como conseguía Fabio aquellos «mendrugos». No había malas intenciones en sus robos: eran insignificantes, oportunistas y no causaban daño alguno, y dependían de una vista rápida y de unos reflejos aún más veloces. Recorrer una calle junto a su «sobrino» era toda una experiencia. Los ojos de Fabio buscaban algo sin descanso, cualquier cosa que birlar como si fuera una especie de juego en el que su ingenio se enfrentaba al resto del mundo. Cogía cosas que no tenían uso ni valor para él, sólo para reírse después de ello en la taberna, mientras vendía lo robado si podía conseguir el precio de un trago.
Su «sobrino» se había comprometido a mostrarle Roma, subiendo y bajando por las siete colinas, y señalándole todos los lugares de interés: la colina Capitolina, el foro y el templo de Jano. Estaban en la colina Palatina, entre las grandes casas de los muy ricos, cuando Fabio descubrió unos zapatos rojos, secándose al sol tras una reciente limpieza, en la repisa de la ventana de un primer piso.
—Ayúdame a subir, rápido.
Áquila le obedeció sin pensar, y soportó su peso sin esfuerzo mientras Fabio se estiraba hacia arriba y agarraba los zapatos. Tiró uno dentro de la habitación, pero descendió triunfante con el otro.
—Aquí está —dijo mientras lo levantaba—. Una victoria para los paletos que van con el culo al aire.
—¿Un zapato?
Fabio lo agitaba con alegría.
—Un zapato de senador, un trofeo, Áquila. Esos cabrones suelen ponérnoslos en el cuello para aplastarnos.
Un grito detrás de ellos alertó a Fabio del peligro y se volvió para ver a un sirviente que se descolgaba por la ventana con el otro zapato en la mano y daba alaridos para que se detuvieran.
—Es hora de seguir con la visita, «tío» —dijo Fabio guiñando un ojo.
Se escabulló por un callejón y Áquila le siguió, y sus pies levantaban eco en los muros mientras se alejaban a la carrera y salían a otra calle que corría en paralelo. Fabio cruzó esa calle y se metió en un segundo callejón, por cuya empinada pendiente bajaron hasta aparecer en el mercado cercano al foro. Fabio dejó de correr y comenzó a caminar a paso normal, abriéndose camino entre los puestos, mientras sus ojos y sus manos repasaban todo el lugar. Para cuando alcanzaron la otra punta, ya podía ofrecerle a Áquila frutas, verduras y un atizador de hierro.
—Ideal para una noche fría, ¿eh, «tío»?
Áquila rio; estaban en mitad del verano, la época más calurosa del año.
—Puede que seas el único cliente que ha tenido en todo el día.
Fabio abrió mucho los ojos en señal de auténtica preocupación.
—Tienes razón. Y puede que ese pobre capullo se esté muriendo de hambre —Fabio dio la vuelta y desanduvo sus propios pasos. Devolvió al desconcertado vendedor su atizador, además de toda la fruta y verdura que había hurtado en los otros puestos.
—Come bien, hermano —dijo con exageración, mientras le daba unas palmaditas en la espalda a aquel ferretero—. Enseguida llegará el invierno y podrás descansar tranquilo. Si alguna vez necesito unos hierros para mi hogar, serás el primero al que acuda, y te recomendaré a mis amigos.
Salían andando del mercado —el perplejo comerciante quedó atrás, rascándose la cabeza—, cuando Fabio volvió a hablar.
—Una cosa, «tío». Si no te molesta que te lo diga, deberías hacer que te esquilasen esas greñas. Ya es bastante malo que me saques más de una cabeza y estés aún creciendo, pero tu pelo, con ese color y tan largo como lo llevas, hace que llames demasiado la atención.
Servio Cepio tuvo el buen talante de admitir que él no era un soldado, lo que no le granjeó más que gratitud de aquellos jóvenes oficiales que había heredado al asumir el mando en Hispania. Más de un cónsul de servicio, recién llegado de Roma, compartía aquel defecto, pero no lo veía; con sólo doce meses de servicio, estaban impacientes por poner a sus tropas en acción y los elegidos por aquellos mismos cónsules eran los cuestores y los legados, puesto que eran oficiales veteranos, y era extraño que alguien buscara poner freno a sus ambiciones. En el pasado, había sido inevitable que esto supusiera el sacrificio de bastantes vidas —romanas, de auxiliares y de nativos reclutados a la fuerza— por el simple propósito de la reputación senatorial. Pequeño de complexión y de rasgos astutos, Servio era lo que parecía, un intrigante nato, un hombre que había trepado hasta destacar gracias a su servil adhesión a la causa de los privilegios senatoriales, como exponía Lucio Falerio Nerva.
Fuese guerrero o no, sus cohortes estarían obligadas a luchar en más de una escaramuza, pues la frontera nunca estaba realmente en paz, aunque él hacía todo lo que podía por mantener el conflicto dentro de unos límites. Esta sensible aproximación no tenía nada que ver con la modestia. Servio Cepio ansiaba el éxito militar con tanto apasionamiento como cualquiera de sus iguales. Era aquello a lo que se enfrentaba, sumado a lo que tenía a su disposición, lo que inducía su precaución; eso y las instrucciones de Lucio Falerio que había traído consigo.
Su mentor se había equivocado al juzgar al principal caudillo celtíbero. Desde luego que Lucio veía a Breno como una plaga, pero una que podría ser contenida como lo había sido durante la primera campaña comandada por Aulo Cornelio. Dejemos que se esconda en el interior con sus fantasías sobre la destrucción de Roma y que se ponga a la cabeza de alguna gran confederación celta. Aquello podría haber sucedido antes, pero Lucio Falerio insistía en que Roma era ya demasiado grande para ocuparse de semejante nadería, aparte de la naturaleza fragmentaria de la bestia que Breno intentaba reunir. Dos celtas nunca se ponían de acuerdo sobre nada; puede que hubiera millones, pero Roma era homogénea y ellos tendían a la dispersión.
Pero ahora, ante la presencia física de Breno, parecía más peligroso de lo que aparentaba en el estudio de Lucio. Derrotado muchos años antes por Aulo Cornelio, se había retirado a lamerse las heridas, pero había regresado para vengarse tras tomar el poder en la tribu de los duncanes y hacerse con el fuerte de Numancia, en las colinas. Su usurpación había sido sangrienta; tras casarse con Cara, la hija favorita del viejo caudillo, Breno, que antes había sido un druida obligado al celibato, rompió su voto. Pero también rompió mediante amenazas, espada y asesinatos secretos la resistencia de cualquiera que se interpusiera en su camino. Después había atacado a las tribus vecinas, recuperando las tierras que estas habían robado, con el paso de los años, a un caudillo anciano y más interesado en el vino y la fornicación que en la defensa de su patrimonio.
Su siguiente victoria fue convertir una fortaleza natural favorecida por el terreno —altos despeñaderos, declives naturales, una fértil meseta y constante suministro de agua—, un lugar en el que se había dejado que las murallas construidas llegasen casi a la ruina, en el bastión más sobrecogedor de toda la península Ibérica. Numancia proporcionaba seguridad en una tierra conflictiva, por lo que la gente de paso se había asentado allí en multitud, transformando aquel fuerte sobre la colina en una bulliciosa ciudad; no sólo se había convertido en un lugar que defender, sino también en una base desde la que atacar Roma. Año tras año, Breno se iba haciendo más fuerte, con más hombres con los que llevar a cabo su intentona y menos vecinos con capacidad para hacer frente a sus deseos. Cuando los caudillos lo intentaban, Breno sobornaba a sus guerreros más jóvenes, insistiendo en su visión, animándolos para que atacaran las provincias costeras de Roma, con el objeto de mantener la frontera en llamas.
A Servio, su propia naturaleza taimada le permitía ver nítidamente las tentaciones que el hombre ofrecía con una clara intención, y la conclusión más evidente era que la paciencia, como política, podría demostrarse impracticable. Breno era listó, un hombre que ponía ante los codiciosos ojos de los romanos la zanahoria de la oportunidad, la tentadora perspectiva de una victoria lo bastante grande como para que el ganador consiguiese un triunfo que igualara cualquiera de los anteriores. Numancia, su fortaleza sobre la colina, podía ser casi impenetrable, pero había otras menos formidables y, por tanto, más tentadoras —Pallentia, en medio del camino a Numancia entre la llanura costera y el profundo interior, era una de ellas. Breno dejaba que se supiera que un ataque a esta fortaleza le haría salir a defenderla, creando así la perspectiva de que, en campo abierto, podría ser derrotado por la superior disciplina romana. Había un error obvio en este sueño de gloria: podría ser Breno quien ganara, lo que dejaría toda Hispania a su merced. ¿Qué haría entonces?
Servio Cepio, que no estaba preparado para arriesgarse a una derrota, a una posible muerte y, como poco, a la deshonra segura, había hecho suya la idea de Lucio de que, si otros métodos fallaban, habría que asesinar a Breno y lo preferible era que lo hiciera alguien que no pudiera hacerse cargo de su sucesión. Esto conduciría a la ruptura de la confederación de tribus que Breno ya dominaba y, a su vez, haría que estas volvieran a guerrear unas con otras en vez de hacerlo contra Roma, lo que traería la paz a la frontera. Que se pelearan lo que quisieran por sus montañas y valles.
Una de las bazas vitales para un buen intrigante es la capacidad de escuchar, pues solo al hacerlo puede encontrar la debilidad de su oponente. Servio escuchó a los centuriones que habían estado destinados en Hispania durante años, e hizo igual con aquellos celtas que buscaban protección y paz con Roma. El gobernador era paciente con aquellos caudillos protegidos y conseguía sacar perlas de información de entre la fanfarronería endémica de aquellos celtas, pero sobre todo cortejaba a los griegos, quienes, puesto que eran comerciantes, por necesidad habían de tener una visión más amplia. Los dos que ahora estaban sentados con él tenían mucho que contar.
Como raza, los romanos tenían un agudo e inmediato sentido de su propia historia; para ellos, Aníbal, el general cartaginés que había aniquilado dos ejércitos romanos y arrasado toda Italia, no era un recuerdo del pasado, sino de ayer. El saqueo de Roma a manos de tribus celtas, bajo las órdenes de otro Breno, unos doscientos años antes de la invasión de Aníbal, parecía haber ocurrido la semana anterior. Aquellos comerciantes griegos lo sabían, y obtenían cierto placer al asegurar que la amenaza que representaba Breno parecía real.
Tras sus palabras cargadas de fatalidad, Servio Cepio notó las insinuaciones de avaricia que buscaba. Necesitaba el conocimiento de aquellos hombres que recorrían con regularidad el camino entre Emphorae y Numancia, hombres que podían proporcionarle una imagen de la vida en la fortaleza; que podían describir al detalle los hábitos y las esperanzas de aquellos que destacaban, quizá los guerreros que en el presente estaban a la sombra de Breno. Pero no hablarían a cambio de nada, y él era reacio a ofrecer abiertamente un soborno, porque con oro de por medio ellos le contarían lo que él quisiera oír. Necesitaba tentarlos para que hablaran y si fuera posible, hacerlo sin pagarles ni un as de cobre.
—Ningún romano puede acercarse a Numancia con la esperanza de conservar su cabeza —dijo—, pero deseamos poner fin a esta agitación constante, así que debo encontrar una manera de aproximarme a Breno. Si puedo entablar un diálogo, quién sabe qué podría surgir de ahí.
—La paz —replicó sentencioso uno de los griegos—, y de las bendiciones que conlleva llegaría la prosperidad.
Servio lo miró a los ojos.
—Quienes consigan algo podrían exigir su propia recompensa.
—Como bien dice, excelencia, no será un romano y tampoco, me temo, se podría encargar la tarea a un celta.
—Breno sospecha de los de su propia raza —dijo el segundo comerciante griego—. Un hombre con semejante poder tiene que sospechar de todo el mundo.
—Naturalmente.
Ante tal reconocimiento, los dos comerciantes se animaron; Breno los había tratado bien y tenían buenas razones para creer que volverían a ser bienvenidos en Numancia, y así lo dijeron. Sin rubor, propusieron servir de enviados, sin olvidarse de añadir que carecían de los fondos para hacer un viaje, con motivo de esa misión, por sí solos.
—Un enviado mío no podría viajar de ninguna manera que hiciera quedar mal a la República —dijo Servio con franqueza, mientras su corazón entraba en calor por el brillo de la avaricia que esto produjo—. Aun así me pregunto si es dinero bien gastado. Todo lo que me habéis contado me hace dudar de si daría la bienvenida a mis intentos de acercamiento. —El resultado de este cubo de agua fría y realidad casi levantó una carcajada por el dramatismo con el que aquellas dos caras se alargaron; les había permitido vislumbrar una riqueza considerable y, después, la había retirado con elegancia—. Esto es lo que me preocupa: que sin que sea culpa de nadie, se usen las palabras que matarán cualquier esperanza de diálogo antes de que este empiece.
—Cierto es que esto requiere destreza, excelencia.
—También requiere conocimiento. Puede que en Numancia haya otros, gente a la que os podáis acercar en un principio, que tenga la clave de su manera de pensar. Gente cercana a Breno que quizá podría convencerlo de que escuchase.
Hablaron ilusionados, sin darse cuenta de que mientras buscaban impresionar a aquel cónsul romano, se habían alejado de su verdadero propósito. En cualquier situación en la que existe poder, bien lo sabía Servio, siempre habría alguien que quisiera usurparlo y la primera acción de esta persona sería hablar con otros, aludiendo a los pequeños puntos en que aquellos estaban en desacuerdo con su líder. Cuando se despidió de ellos, ya tenía los nombres de al menos diez guerreros, unos, miembros del cuerpo de guardia personal de Breno, otros, primos de su mujer, que encajaban en aquella categoría. Uno de ellos podía estar preparado para traicionarlo a cambio de la oportunidad de incrementar sus posibilidades de gobernar a los duncanes.
Poco dado a jugárselo todo a una misma carta, Servio leía con avidez, absorbiendo la masa de información ya reunida, que iba desde los viejos informes de Aulo a los más recientes de Tito Cornelio. Sabía más de Breno que cualquier otro romano, por lo que, de ser un mero nombre, aquel hombre empezaba a tomar la forma apropiada. Vertebraba todo aquello su idea obsesiva sobre la destrucción del Imperio Romano, para reemplazarlo, no cabía duda, por uno celta con él a la cabeza, y físicamente parecía tener la estatura para conseguir lo que ambicionaba.
Al parecer, Breno había envejecido bien estos últimos diecisiete años. Sacaba más de una cabeza a sus compañeros celtas; su cabello, que llevaba largo, era ahora plateado, con algunos matices de oro en las puntas. Pese a todo su poder y prestigio, vestía con sencillez; los ornatos exteriores correspondientes a su elevado estatus no significaban nada para él, aunque ningún informe dejaba de mencionar su único adorno, un talismán de oro que llevaba al cuello con la figura de un águila al vuelo. Muchos se dirigían a él como si ya fuera un rey y existían bastantes razones que potenciaban tal consideración, de las que el tamaño de su familia no era la menos importante. Demasiado poderoso como para que lo limitaran las convenciones, había tomado varias concubinas, si bien aún reconocía a Cara como su esposa. Dada su propia potencia, y la de sus mujeres, su familia más cercana había aumentado hasta el punto de que contaba con veintiséis miembros en su familia. A un observador externo le habría parecido que Breno ya no podía esperar nada más, pero a cualquiera que estuviese lo bastante cerca de él enseguida le parecía un hombre profundamente frustrado. Con el tiempo y el éxito, el peso de su frustración había crecido, en lugar de disminuir, hasta el punto de que el simple nombre de «Roma» era suficiente, en apariencia, para sumirlo en una ira creciente.
¿Así que era un poderoso caudillo que preocupaba a sus vecinos y que estaba a la cabeza de un enorme y variado grupo familiar? Se hacía más poderoso cada año, por lo que podía volverse incontrolable, una amenaza para la República, tan peligroso como sugerían sus ideas. En el presente, Servio no tenía ni la fuerza para atacarlo ni la intención de hacerlo, y puesto que tenía instrucciones claras sobre el procedimiento adecuado que debía seguir, nada le tentaba para dirigirse a Roma señalando los peligros y exigiendo legiones de refuerzo. Nada cambió al llegar la noticia de la muerte de Lucio Falerio; había que hacer un intento de neutralizar a aquel enemigo bárbaro.
La información que sacó de los comerciantes griegos le proporcionaba una buena oportunidad, un celta llamado Luekon que había insinuado cierta envidia hacia Breno, por parte de quienes estaban a su alrededor, y con la ambición necesaria. Pariente lejano de Cara, Luekon podía moverse con libertad dentro de la órbita que dominaba Breno, pero primero se requerirían sus servicios para que actuara como mensajero, porque había una segunda posibilidad. El primer encargo de Luekon sería contactar con Masugori, el cabecilla más cercano a Breno. Este gobernaba a los bregones y era una gran promesa, pues había firmado un verdadero tratado de paz con Aulo Cornelio Macedónico y lo había respetado todos aquellos años, sin alinearse con Breno ni tomar las armas contra Roma. Sin embargo, debía de ser vulnerable al constante aumento de poder de su vecino; ¿se daba cuenta Masugori de que llegaría un momento en que la incapacidad para enfrentarse a Breno podía significar su aniquilación? Quizá se le pudiera convencer de que actuara desinteresadamente.
Lo que no sabía Servio era que Breno había convocado una reunión tribal, algo que hacía a menudo con la intención de intimidar a los otros caudillos. Ninguno de los jefes faltaría a su convocatoria por temor a ofenderle, y eso condujo a Masugori a Numancia con la esperanza de que las circunstancias necesarias para lo que tenía que fomentar fuesen las más propicias.
—¡Aníbal nunca hubiera podido invadir Italia sin los celtas! Digo verdad en esto, por el alma del gran dios Dagda.
Masugori asintió como si escuchara aquellas palabras por primera vez, aunque era la centésima, pero sabía que no debía interrumpir. Viathros, jefe supremo de los lusitanos, la numerosa tribu de la costa oeste, estaba demasiado borracho como para escuchar, y menos aún para responder —no es que necesitara estar sobrio, pues Masugori había oído aquel discurso una docena de veces. Breno, que también había bebido en abundancia, dio una palmada en la mesa que hizo que platos y jarras saltaran mientras él se dirigía a los hombres allí reunidos, todos ellos jefes. Como siempre, ahora el tema era cómo derrotar a los romanos.
—Se decían a sí mismos cartagineses. ¿Sabéis cuántos de aquellos hombres eran en realidad de África?
Una palabra debió de penetrar el estupor de Viathros.
—Los elefantes eran de África.
Si su intención había sido hacer un chiste, tendría que haber sabido que Breno nunca había tenido demasiado sentido del humor y su ilimitada autoridad en nada había servido para mejorarlo.
—Eso es todo. Toda su caballería era celta y también la mayoría de sus soldados de a pie. Nunca se habría acercado a los Alpes si las tribus de orillas del Mar de en Medio se hubieran opuesto, ni habría atravesado las montañas si los boyos no lo hubieran guiado.
Masugori optó por hacer una pequeña travesura, pues conocía bien los puntos flacos de la personalidad de Breno.
—Los volcas tectósages se pusieron del lado de los romanos, ¿no es así?