Los europeos - Henry James - E-Book

Los europeos E-Book

Henry James

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Beschreibung

Los europeos (título original en inglés: The Europeans) es una novela corta del autor norteamericano Henry James (1843-1916) publicada en 1878. Básicamente se trata de una comedia que contrasta los comportamientos y actitudes de dos visitantes europeos con los de sus parientes norteamericanos en Nueva Inglaterra. La historia comienza en Boston, Nueva Inglaterra, a mediados del siglo diecinueve, y describe la experiencia de dos hermanos europeos, protagonistas de la obra (Felix Young y su hermana mayor Eugenia Münster) que viajan desde el Viejo al Nuevo Mundo. Eugenia se habría casado en Alemania en matrimonio morganático con el príncipe Adolf of Silberstadt-Schreckenstein, el hermano menor del príncipe reinante, quien se vería actualmente apremiado por su familia para anular su matrimonio por razones políticas. Debido a esto, Eugenia y Felix habrían decidido viajar a América y encontrarse con sus parientes lejanos, de modo de poder ganar fortuna con una que otra unión familiar conveniente.

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Henry James

Los europeos

Henry James

LOS EUROPEOS

editado por Carola Tognetti
Greenbooks editore
ISBN 978-88-3295-077-9
Edición Digital
Mayo 2017
ISBN: 978-88-3295-077-9
Este libro se ha creado con StreetLib Write (http://write.streetlib.com).

Indice

LOS EUROPEOS

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Notas

LOS EUROPEOS

Henry James

Uno

Visto desde las ventanas de un hotel de apariencia austera, un cementerio pequeño en el corazón de una ciudad agitada e indiferente no es nunca motivo de regocijo; y el espectáculo no mejora cuando las lápidas musgosas y el arbolado fúnebre reciben el refresco ineficaz de una nevada insignificante que no llega a cuajar. Si, además, mientras la llovizna helada espesa el aire, el calendario señala que la bendita estación primaveral comenzó hace ya seis semanas, la escena reúne, sin duda, todos los elementos para causar el abatimiento más profundo. Un 12 de mayo, hace ya más de treinta años, todo esto lo sentía intensamente una señora asomada a una de las ventanas del mejor hotel del Boston antiguo. Había pasado allí media hora, aunque intermitentemente, porque de cuando en cuando se daba la vuelta y recorría la habitación con andares inquietos. En la chimenea, un fuego al rojo vivo emitía una débil llama azul y, frente al fuego, junto a la mesa, se sentaba un hombre joven ocupado en manejar el lápiz. Sostenía unas cuantas hojas de papel, cortadas en pequeñas porciones cuadrangulares y, al parecer, estaba dibujando figuras extrañas. Trabajaba con rapidez y concentración. A veces echaba hacia atrás la cabeza y colocaba el dibujo lo más lejos posible; al mismo tiempo tarareaba y silbaba suavemente en un tono que resultaba muy alegre. La señora lo rozaba al pasar por detrás: su falda, con muchos adornos, resultaba muy voluminosa. Nunca miraba a los dibujos; sólo se volvía para contemplarse en un espejo colocado sobre un tocador al otro de la habitación. Entonces se detenía un momento y se daba un toque a la cintura con las dos manos, o levantaba los brazos -de curvas suaves y atractivas- hacia el pelo, con un movimiento mitad caricia y mitad corrección. Un observador atento podría haber advertido que, durante esos momentos de fugaz observación, su rostro abandonaba el aire melancólico, pero, tan pronto como se acercaba de nuevo a la ventana, volvía a proclamar que se estaba aburriendo mucho. Y, a decir verdad, sus ojos encontraban pocas cosas placenteras. El aguanieve batía los cristales de las ventanas y, abajo, hasta las lápidas del cementerio parecían mantenerse en posición oblicua para que no les cayera de lleno. Un alta verja de hierro las separaba de la calle, y al otro lado un grupo de bostonianos se afanaban entre la nieve semilíquida. Muchos miraban a derecha e izquierda: parecían esperar algo. De cuando en cuando un extraño vehículo se aproximaba al lugar donde se encontraban; un vehículo que la señora de la ventana, muy al corriente de las invenciones humanas, no había visto nunca: un ómnibus enorme, de poca altura, pintado de colores vivos y adornado al parecer con campanillas tintineantes, que se deslizaba sobre una especie de muescas en el pavimento, arrastrado -con gran acompañamiento de crujidos, saltos y chirridos- por una pareja de caballos sorprendentemente pequeños. Cuando llegaba a un determinado sitio, la gente que esperaba frente al cementerio -en su mayoría mujeres, con bolsos y paquetes- se abalanzaba en compacta unidad -un movimiento que recordaba las luchas de los náufragos por conseguir un puesto en los botes salvavidas- y desaparecían en el amplio interior del ómnibus. Entonces el bote salvavidas -o el coche salvavidas, como la señora de la ventana lo designaba vagamente- continuaba su camino, dando saltos y haciendo tintinear sus campanillas, sobre las invisibles ruedas, mientras el timonel (el hombre que llevaba el volante) guiaba su curso, desde la proa, de manera bastante incongruente. Este fenómeno se repetía cada tres minutos y el grupo de agitadas mujeres con capas, bolsas y paquetes se renovaba constantemente sin aparente esfuerzo. Al otro lado del cementerio había un grupo de casitas de ladrillo rojo que mostraban su parte trasera, doméstica y hogareña; frente al hotel, la alta aguja de madera de la torre de una iglesia, pintada de blanco, se erguía en el aire enturbiado por los copos de nieve. La señora de la ventana la contempló durante algún tiempo; por razones personales le parecía la cosa más fea que había visto nunca. La encontraba molesta y despreciable. Había llegado a producirle un sentimiento de irritación que no se correspondía con ningún estímulo puramente sensorial. Nunca se había preocupado tanto por los chapiteles de las iglesias.

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