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Considerado uno de los máximos exponentes de la historia económica del siglo XX, y el pensador por excelencia de la "sociedad de mercado", Polanyi es sin duda una referencia imprescindible hoy en día en las ciencias sociales. Los textos recopilados en esta antología proporcionan una visión general del pensamiento de Polanyi y sus aportaciones esenciales en el campo de la antropología económica, el estudio comparativo de los sistemas económicos, y los sistemas políticos e ideológicos que lucharon durante el siglo XX (socialismo, comunismo, fascismo y nazismo). Estos ensayos, que parecían relegados a las polvorientas bibliotecas universitarias, siguen siendo tan fundamentales como lo fueron en su momento. Los límites del mercado se puede leer como una advertencia para nuestra época neoliberal, donde la lógica de la economía de mercado ha llegado a dominar todas las esferas de la actividad humana, y también como una guía profética para aquellos que aspiran a comprender las causas y los desafíos del presente: la distorsión democrática generada por una economía de mercado desrregulada, las consecuencias del capitalismo sobre el medio ambiente, la tendencia a la mercantilización de todo, y el papel de las autoridades públicas en el rescate del sistema económico.
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INTRODUCCIÓN
Karl Polanyi. Más allá de la
mentalidad de mercado
CÉSAR RENDUELES
Karl Polanyi (1886-1964) dedicó su vida a tratar de comprender un periodo extremadamente turbulento de la historia moderna: el final del largo siglo XIX y el principio del corto siglo XX. Una época en la que estallaron las tensiones estructurales acumuladas a lo largo del periodo de formación del capitalismo, dando lugar a una inmensa crisis económica, social, bélica y política. Entre 1914 y 1945 una sucesión de seísmos sociales estuvieron a punto de llevarse por delante todo Occidente que, a su vez, ya se había ocupado de arrasar el resto del mundo mediante una fulminante razia imperialista. La Gran Depresión, dos guerras mundiales, el nazismo, el estalinismo… La morfología social característica del siglo XX, de la que aún somos herederos, surgió como resultado de esos conflictos desgarradores y como respuesta a ellos.
A lo largo de la centuria anterior, escritores como Dostoyevski, Leopardi, Nietzsche o Baudelaire diagnosticaron desde el campo literario, filosófico y artístico la existencia de una fuente de contradicciones consustancial a la modernidad. Lo atribuyeron a la ciencia, al éxodo rural, al racionalismo, al estilo de vida burgués o a la muerte de Dios. A principios del siglo XX, en cambio, era ya evidente que la raíz de esos conflictos tenía que ver con la economía o, más exactamente, con la somatización social del intercambio mercantil generalizado. Como escribía Marshall Berman, la modernidad es esa extraña época en la que dirigimos nuestra mirada al mercado no sólo para solventar asuntos comerciales, sino también para hallar respuesta a cuestiones metafísicas relacionadas con qué consideramos honorable, valioso o incluso real.[1]
En la época clásica de la sociología, un conjunto de autores cercanos a los Kathedersozialisten alemanes, trataron de mostrar que en el proceso de mercantilización capitalista estaba en juego una transformación antropológica profunda, una subversión de regularidades históricas milenarias de consecuencias impredecibles. Polanyi es heredero directo de todos ellos: de Weber, Bücher, Simmel, Sombart y, muy especialmente, Tönnies. Sin embargo, consiguió metabolizar esa amalgama de reflexiones procedentes de la historia, la sociología, la filosofía y la antropología, a menudo marcadas por un tono muy especulativo, y convertirlas en un conjunto de tesis metodológica y políticamente poderosas capaces de interpelar al capitalismo de casino contemporáneo.
Polanyi no cuestionó tanto la legitimidad o la justicia del liberalismo económico cuanto su posibilidad misma. Desde su punto de vista, el ideal del mercado autorregulado generalizado es un proyecto utópico y autodestructivo, materialmente incompatible con ninguna de las variedades de la vida social de los seres humanos. El mercado libre nunca ha existido ni puede existir. El desarrollo de una mercantilización generalizada siempre ha requerido de agresivas intervenciones del Estado que palíen sus fallos generalizados y quiebren la renuencia de la gente a dejarse arrastrar por el huracán económico.
La especulación financiera, la crisis medioambiental, la precarización, la desigualdad extrema… el capitalismo contemporáneo parece una pesadilla polanyiana. Hoy sólo unos pocos fanáticos encastillados en sus facultades de economía siguen creyendo que el propio mercado proporcionará una solución a los problemas que él mismo ha creado. La opción que se nos plantea realmente, nos dice Polanyi, no es entre libre mercado o intervención colectiva. Sólo podemos elegir entre los distintos tipos de mediaciones políticas que necesariamente surgirán para limitar los efectos carcinógenos del capitalismo. La cuestión es si esas actuaciones públicas estarán dirigidas a blindar los privilegios de las élites, si serán reaccionarias y autoritarias, o bien abrirán una oportunidad de desarrollo de los procesos de democratización, ilustración y emancipación.
Solemos imaginar que la globalización es un proceso eminentemente posmoderno, relacionado con Internet, el multiculturalismo y el consumo de masas. Es una perspectiva muy miope. En realidad, la mundialización supone un retorno a la normalidad del capitalismo, que desde su origen fue muy expansivo e hizo saltar por los aires la soberanía política nacional. Si durante unas pocas décadas del siglo pasado esta tendencia se suavizó no fue a causa de alguna clase de inercia burocrática o de la pereza de unos cuantos suecos adictos a las subvenciones. Fue el resultado de un programa político que pretendía limitar los riesgos sistémicos del mercado libre. Por eso cuando, tras la implosión del bloque soviético, los científicos sociales buscaron herramientas teóricas heterodoxas para comprender el nuevo alud económico desregulacionista, se toparon con la obra de Polanyi, antes aún que con la de Keynes o Marx.
Hasta los años noventa la recepción de la obra de Polanyi fue guadianesca, casi marginal. Sus escritos principales con frecuencia se encontraban descatalogados y escaseaban los análisis académicos rigurosos. Desde hace un par de décadas, la situación ha cambiado drásticamente. En todo el mundo se están recuperando las obras canónicas de Polanyi y se ha publicado una ingente cantidad de bibliografía secundaria. Más importante todavía, se están reeditando la práctica totalidad de los artículos, hasta ahora de muy difícil acceso, que Polanyi publicó a lo largo de su vida, así como numeroso material inédito que se encontraba archivado en el Karl Polanyi Institute of Political Economy de Montreal. Este volumen forma parte de este renovado esfuerzo colectivo.[2]
Una vida entre dos guerras
Karl Polanyi vivió en primera persona las contradicciones que desgarraron la cultura centroeuropea de entreguerras. La Viena de finales del siglo XIX y principios del XX fue la cuna de las más refinadas expresiones intelectuales —allí coincidieron, entre otros, Freud, Schönberg, Wittgenstein, Klimt o Loos—, pero también el laboratorio del antisemitismo nazi. Fue el vivero intelectual donde se diseñó una vía democrática al socialismo, pero también la cuna del think tank liberal más influyente de la historia. En esa ciudad, fascinante e infame al mismo tiempo, nació Karl Polanyi en 1886, en el seno de una familia relativamente acomodada que se trasladó a Hungría cuando él tenía apenas cuatro años.
Polanyi se involucró en actividades políticas desde muy joven. En la Universidad de Budapest fue uno de los fundadores del Círculo Galilei, una organización progresista dedicada a actividades culturales y educativas cuyos objetivos declarados eran «concienciar en contra del clericalismo y la corrupción, en contra de los privilegiados y la burocracia». El Círculo se convirtió en una organización cultural importante por la que pasaron pensadores como Lukács, Mannheim o Sombart, que tendrían una influencia duradera en la orientación intelectual de Polanyi. Tras graduarse en filosofía y derecho, en 1914 fue elegido secretario general del Partido Radical húngaro. Resultó herido en la Primera Guerra Mundial, lo que le impidió participar en la Revolución de los Crisantemos, que en 1918 proclamó la independencia de Hungría. Un año después, tras la formación de la república soviética húngara de Béla Kun, volvió a su Viena natal. En 1924 empezó a trabajar como redactor jefe de asuntos internacionales del semanario Der Oesterreichische Volkswirt, entonces la publicación financiera de referencia en Centroeuropa. El periodo vienés fue muy importante en la formación de Polanyi: estudió economía en profundidad, recibió la influencia de los llamados austromarxistas, cercanos a Otto Bauer, y mantuvo un largo e intenso debate con los liberales austriacos acerca de la posibilidad de una economía planificada.
La llegada de Hitler al poder en 1933 obligó a Polanyi a emigrar a Inglaterra, donde tuvo ocasión de continuar su relación con las organizaciones socialistas cristianas de inspiración fabiana. En Londres ayudó a fundar el Christian Left Auxiliary Movement, junto a John MacMurray y Richard Tawney. En 1935 coeditó con el propio MacMurray, Joseph Needham y otros autores Christianity and the Social Revolution. Gracias a la mediación de Tawney, en 1936 empezó a trabajar para la Workers’ Educational Association (WEA), una institución dependiente de las universidades de Oxford y Londres dedicada a la educación para adultos. Durante algunos años, Polanyi dio clases nocturnas en las bibliotecas públicas de pequeñas ciudades de provincias y conoció de primera mano la vida de la clase obrera inglesa.
En la WEA Polanyi impartió dos cursos, el primero sobre relaciones internacionales contemporáneas, una materia con la que estaba familiarizado gracias a su trabajo periodístico, y el segundo sobre historia económica de Inglaterra que, en cambio, era un terreno novedoso para él. Los materiales que utilizó para preparar estas últimas lecciones fueron la base de La gran transformación, que comenzó a escribir en 1940, gracias a una beca Rockefeller que le permitió viajar a Estados Unidos y trabajar en ese proyecto durante los tres años que pasó como investigador visitante en Bennington College, en Vermont. En 1947, a los 61 años, obtuvo su primer y único cargo académico universitario, una plaza de profesor visitante en la Universidad de Columbia. Allí inició un proyecto de investigación de largo recorrido en colaboración con un grupo de antropólogos e historiadores heterodoxos cuyos resultados se plasmaron en 1957 en la obra colectiva Comercio y mercado en los imperios antiguos. Tras su muerte, en 1964, se publicó El sustento del hombre, editado por sus discípulos a partir de manuscritos incompletos, y un volumen colectivo titulado Dahomey y el comercio de esclavos.
La gran transformación
La obra más importante de Polanyi es La gran transformación, que se publicó poco antes de que concluyera la Segunda Guerra Mundial. Fue el único ensayo que editó en vida y constituye su herencia teórica más duradera. En ella intentó comprender tanto las causas profundas de la crisis económica y los enfrentamientos políticos como las respuestas a ellas. Es decir, no sólo el derrumbe del ideal del mercado libre generalizado, sino la aparición de distintas alternativas políticas, como el fascismo, el socialismo autoritario o las reorganizaciones del capitalismo europeas y norteamericanas.
La gran transformación es una historia social del desmoronamiento de los pilares ideológicos del liberalismo. El fundamento normativo de la doctrina liberal es la tesis de que la extensión de la lógica mercantil a distintos ámbitos de la vida social permite a las sociedades complejas eludir conflictos políticos que, de otro modo, resultarían desgarradores. El mercado proporciona una herramienta de coordinación espontánea que descarga a las sociedades de masas de la obligación de alcanzar consensos acerca de sus ideales de vida buena. Si la educación se mercantiliza, por ejemplo, no hace falta llegar a un acuerdo acerca del modelo educativo idóneo, cada cual elegirá el que prefiera y pueda pagar. Esa era una expectativa prometedora para las élites europeas de los siglos XVIII y XIX, que aún conservaban fresco el recuerdo de los grandes enfrentamientos políticos y religiosos de los inicios de la modernidad y observaban con pánico los nuevos conflictos de clase que borboteaban en las sentinas capitalistas.
El resultado ha sido una sociedad excepcional en la historia de la humanidad, que ha confiado a la competencia mercantil la organización de ámbitos de la vida común —muy especialmente el trabajo, la tierra y el dinero— que hasta entonces habían estado regulados por normativas conservadoras que garantizaran su estabilidad. En La gran transformación Polanyi analiza históricamente el modo en que este modelo social se impuso a través de un proceso convulso y muy violento para las clases populares. En muy poco tiempo, vieron como saltaban por los aires sus condiciones materiales de subsistencia, que hasta entonces entreveraban su vida familiar y cultural. En cambio, desde el punto de vista de las minorías europeas acaudaladas, el siglo XIX fue un periodo inusitadamente próspero y tranquilo, apenas alterado por enfrentamientos y conflictos menores. Pero a principios del siglo XX esa paz secular se transformó en la mayor crisis de origen social que ha conocido la humanidad: una depresión económica mundial sin precedentes, conflictos políticos entre los estados nacionales, guerras atroces, crecientes enfrentamientos de clase... Por todo el mundo surgieron reacciones o «contramovimientos» a esta situación. Algunas inhumanas y moralmente repugnantes, como el nazismo. Otras, desde el punto de vista de Polanyi, esperanzadoras, como el socialismo democrático.
Para Polanyi, estas alternativas constituyen tentativas de retorno a una normalidad histórica en la que el mercado sólo puede desempeñar un papel subordinado. Creía que las características sociales de la especie humana eran incompatibles con ciertas formas extremas de institucionalización de la economía, como el mercado libre generalizado. No todas las materializaciones de ese frenazo a la locomotora capitalista tienen por qué ser reaccionarias. El objetivo político de Polanyi era precisamente buscar un cóctel que combinara cierto conservadurismo antropológico con los ideales ilustrados de autonomía individual y emancipación política y la complejidad social y cultural características de la modernidad.
Este programa general no siempre resulta claro en La gran transformación. La razón es que se trata de una obra muy innovadora también desde el punto de vista metodológico, que propone un profundo giro histórico para las ciencias sociales e incluso la filosofía. Aborda cuestiones éticas y de teoría política sofisticadas a través de una argumentación de alta graduación empírica y bajo perfil especulativo. El objetivo de Polanyi es reconstruir el proceso histórico a través del cual la mercantilización ha llegado a establecer la agenda de nuestros desafíos políticos y morales más urgentes.
Los textos de este volumen constituyen un desarrollo importante de ese núcleo argumentativo. Los textos anteriores a La gran transformación abordan los desafíos del libre mercado, la ética individualista y el autoritarismo en términos más abstractos y, sobre todo, más politizados. Mientras que los posteriores amplían el campo de las investigaciones históricas más allá de la modernidad y Occidente, buscando un mayor nivel de generalidad.
De Viena a Londres
En Hungría Polanyi comenzó a interesarse por una versión del socialismo fabiano cercano a las posiciones de Eduard Bernstein. Defendía una versión gradualista y no violenta de la transformación socialista, que aprovecharía las tendencias hacia la colectivización ya latentes en las sociedades de mercado. Aunque siempre permaneció afín al socialcristianismo, se fue distanciando de esas expectativas tan optimistas a medida que se hizo consciente de la tensión entre la ética individualista moderna y los compromisos comunitarios que requiere el programa emancipatorio. En cambio, descubrió un yacimiento de posibilidades políticas en una comprensión heterodoxa de la ética cristiana, muy próxima a Tolstói.[3] Cuando, en 1919, Polanyi regresa a Viena encuentra ocasión de dotar a este giro moral de un marco teórico sofisticado: relee El capital de Marx, profundiza en la obra de Schumpeter, sigue de cerca las aportaciones de la escuela económica neoclásica austriaca... Es en este contexto en el que participa en el famoso debate sobre el cálculo económico en el socialismo.
Durante la Primera Guerra Mundial los gobiernos europeos habían intervenido muy activamente en la economía, y a menudo esa planificación obtuvo buenos resultados. Distintos autores socialistas, como Otto Neurath, observaron que eso parecía demostrar que la búsqueda individual de beneficios no era la única base para organizar de manera eficaz una economía compleja.[4] El economista liberal Ludwig von Mises respondió en 1920 desarrollando una célebre argumentación acerca de la insustituibilidad de la competencia mercantil.[5] Para Mises, el mecanismo de formación de precios es indispensable pues proporciona la información que necesitan los agentes económicos para emplear sus recursos de forma eficaz. El juego de la oferta y la demanda va microajustando sus elecciones para que se aproximen paulatinamente a la eficiencia. Ninguna agencia central puede gestionar la inmensa cantidad de información que fluye en esa interacción espontánea.
Polanyi intervino en el debate a partir de 1922 y el tema le ocupó hasta final de esa década.[6] Para empezar, Polanyi subraya que los neoclásicos tienden a olvidar que en las relaciones de mercado también hay información crucial que se pierde: aquella relacionada con los efectos sociales de los intercambios económicos. Como escribe en «Nuevas consideraciones sobre nuestra teoría y nuestra práctica», el mercado nos priva de una «visión de conjunto» sobre la economía como un todo. Esta opacidad social tiene consecuencias políticas y éticas. Dado que somos incapaces de hacernos cargo de los efectos agregados de nuestras acciones individuales en el mercado, vivimos la injusticia generalizada como si fuera un fenómeno ajeno a nuestra conducta.[7] A su vez, una economía planificada adolece, para Polanyi, de dos limitaciones importantes. La primera es el autoritarismo. Los procesos de institucionalización —económica o de cualquier otro tipo— conllevan un riesgo de concentración del poder y gestión arbitraria de los recursos colectivos. Es un riesgo que puede ser evitado, o al menos paliado, mediante el compromiso con la democratización.
El segundo problema, más importante, tiene que ver con la falta de precisión de una economía planificada. Polanyi concede a los neoclásicos que la centralización es incompatible con el nivel de complejidad típico de una economía industrializada. Para abordar esta dificultad, propuso un modelo muy cercano al del «socialismo gremial» que desarrollaron autores británicos como G. D. H. Cole o R. H. Tawney y a las propuestas de «democracia funcional» de Otto Bauer o Max Adler.[8] La organización económica socialista debería estar mediada por instituciones cooperativas de productores y consumidores —similares a los niveles anidados de organización política— que acordarían las condiciones de producción y distribución de los bienes y servicios demandados. Los bienes tendrían un precio, de manera que la oferta podría responder a la demanda revelada a través de las preferencias de los compradores. Pero esa sería sólo una parte de la información que tomarían en consideración las instituciones encargadas de organizar la producción, junto con otros factores, como los costes sociales para trabajadores y consumidores, el impacto medioambiental... No todas las mercancías tendrían las mismas condiciones de distribución. Mientras algunos bienes esenciales para la subsistencia estarían centralizados, otros productos podrían ser distribuidos a través de modelos semimercantiles, con algunas limitaciones técnicas para evitar la acumulación de riqueza.
Polanyi pretendía diseñar un mecanismo institucional para que los procesos económicos se integren en un conjunto más amplio de relaciones políticas y sociales de codependencia. La democratización de la economía es posible una vez que la ganancia privada deja de ser su motor y, por tanto, la producción y el intercambio no enfrentan a clases con intereses materiales contrapuestos. Todos somos simultáneamente trabajadores y consumidores con, en todo caso, distintas preferencias y visiones del mundo que podemos negociar para alcanzar consensos y compromisos, como hacemos en la arena política.
La aportación de Polanyi al debate sobre el cálculo económico es importante porque le permitió empezar a elaborar una versión aplicada de una preocupación ética con un largo recorrido en la tradición socialista: el problema de integrar los ideales de libertad individual propios de una sociedad ilustrada en un entorno comunitario denso y solidario. Durantes los años treinta Polanyi insiste en la centralidad de las cuestiones morales en el programa emancipatorio. Como explica en su evaluación de la propuesta de Rudolf Steiner de un «estado trifuncional»: «Una sociedad que está unida por sus valores no tiene necesidad de estar unida artificialmente por sus instituciones: está lista para el estado trifuncional. Más que cualquier otra forma de sociedad, una sociedad funcional debe, para realizar su unidad, apoyarse sobre las convicciones últimas de sus miembros concernientes al sentido de la vida humana en sociedad. Para ser más precisos, debe reposar sobre una unidad subyacente de orden religioso».[9]
En efecto, cuando Polanyi se trasladó a Inglaterra y entró en contacto personalmente con los fabianos se reavivó su interés por la posibilidad de aprovechar la potencia ética del cristianismo para afrontar los desafíos políticos del capitalismo. Para Polanyi, el cristianismo —entendido más como una tradición cultural que como una religión— constituyó históricamente un progreso moral, en la medida en que supuso la difusión de una ética individual universalista. Además, su herencia moral constituye una herramienta importante para superar la concepción de la libertad mercantil —una libertad negativa, entendida como ausencia de coerción— y plantearla como una capacidad humana que sólo puede darse modulada a través de compromisos y obligaciones sociales. Sin embargo, según Polanyi, esas potencialidades del cristianismo están limitadas por la incapacidad sistemática de esta religión para reconocer las condiciones materiales y políticas en las que ese programa ético puede implementarse.
No se trata de una cuestión exclusivamente filosófica. Tiene importantes connotaciones prácticas. Frente al marxismo más economicista, Polanyi subraya que las tensiones a las que se enfrenta la sociedad de principios del siglo XX no son un epifenómeno de los ciclos financieros o la crisis de sobreproducción. Se trata del resultado final del desacompasamiento entre el desarrollo económico capitalista y la democratización política, un foco de contradicciones que ha marcado la modernidad desde sus inicios. La revolución política y la revolución industrial nunca llegaron a integrarse y retroalimentarse: sencillamente la segunda se tragó a la primera. Los avances políticos de una sociedad cada vez más igualitaria y libre se ven socavados por una esfera económica expansiva que violenta sistemáticamente la soberanía popular. La política democrática moderna, como le pasa a la moral cristiana, carece de las condiciones sociales que necesita para ser eficaz. Las opciones a las que se enfrenta la sociedad de mercado, por tanto, son una debilitación de la democracia, en forma de fascismo, o una politización de la economía, en forma de socialismo. Desde principios de los años treinta —en textos como «Economía y democracia» (1932), «El mecanismo de la crisis económica mundial» (1933) o «La esencia del fascismo» (1935)—, Polanyi va profundizando en el análisis de esta relación perversa entre mercantilización y autoritarismo.
Una teoría económica no etnocéntrica
En Estados Unidos, Polanyi se propuso desarrollar un marco teórico general y no etnocéntrico para la argumentación de fondo que articulaba La gran transformación. Aspiraba a demostrar que las características económicas de la modernidad capitalista son incompatibles con algunos rasgos duraderos de la organización social humana. Hay una congruencia profunda entre este proyecto y la antropología filosófica que elabora en esos años Hannah Arendt o, algo más tarde, Agnes Heller. Lo característico de la teoría de Polanyi es que, fiel a su giro metodológico, tiene un carácter eminentemente histórico y no especulativo. El campo disciplinar en el que se moverá, por tanto, es el de la antropología histórica.
En la Universidad de Columbia, Polanyi puso en marcha un programa de investigación muy ambicioso junto con un grupo de antropólogos, sociólogos e historiadores de la antigüedad: entre otros, Terence Hopkins, A. L. Oppenhein, George Dalton o Moses Finley. Sus resultados, muy provocadores en el contexto de la antropología norteamericana de los años cincuenta, supusieron el inicio de la polémica entre sustantivistas y formalistas. Sería un error entender ese debate como un episodio académico menor de la antropología económica. Los planteamientos sustantivistas del círculo de Polanyi constituyen un desafío a las posiciones hegemónicas en ciencias sociales.
Al fin y al cabo, los antropólogos formalistas aspiraban a incorporar a su disciplina algunos principios marginalistas importantes. En general, plantearon que en cualquier contexto histórico los hechos relacionados con la producción y el intercambio debían explicarse con el instrumental económico estándar. En cada cultura variaban las condiciones materiales, las relaciones sociales y las escalas de valor, pero las operaciones subjetivas que realizaban los agentes económicos eran formalmente idénticas. La crítica de Polanyi a esta escuela es interesante porque por el camino demuele los presupuestos que subyacen tanto a la totalidad de la economía ortodoxa como a buena parte de las ciencias sociales y humanidades contemporáneas, desde la teoría de la acción racional a la filosofía práctica y la ética analíticas, pasando por escuelas muy influyentes en psicología, ciencia política o sociología. No pocas políticas públicas se deciden desde el supuesto de que la conducta característica y apropiada de los ciudadanos de las democracias occidentales es la de un egoísta racional maximizador.
En «La economía como actividad institucionalizada» Polanyi explica que en ciencias sociales se usa habitualmente la palabra «economía» para describir dos asuntos completamente distintos que es imprescindible distinguir. Es una idea que Polanyi toma, curiosamente, de las reflexiones tardías de Carl Menger, el fundador de la escuela austriaca de economía.[10] El primer significado de economía, su sentido sustantivo, hace referencia a la interacción humana con el entorno material y social cuyo resultado es la provisión de los bienes y servicios necesarios para la subsistencia, no importa si mediada por la elección racional, la oferta y la demanda, la tradición o la reflexión moral. La segunda, el sentido formal, hace referencia a la estructura lógica de la relación entre medios y fines y no está presente necesariamente en todas las estrategias de subsistencia. La economía ortodoxa se centra exclusivamente en los procesos que responden a esta clase de cálculos formales y eso ha invisibilizado una enorme cantidad de relaciones materialmente esenciales de las sociedades industrializadas, como el trabajo reproductivo o de cuidados.
A partir de la distinción entre los dos sentidos de economía, Polanyi critica el uso que la ortodoxia neoclásica hace de la noción de escasez como axioma central del comportamiento económico y, por extensión, como un fenómeno universal que atraviesa toda la vida psíquica del ser humano. Para Polanyi sólo tiene sentido hablar de escasez cuando una situación de carencia nos obliga a elegir entre distintos usos alternativos de un bien. Pero es un modelo que no sólo no permite describir la totalidad de nuestras relaciones sociales, sino que ni siquiera se puede aplicar a las dinámicas económicas allí donde están reguladas por compromisos amplios que garantizan la subsistencia de la comunidad. Y, por supuesto, es un supuesto que se tambalea en sociedades industrializadas capaces de crear una abundancia material sin precedentes, de ahí la provocadora conexión entre la teoría económica aristotélica y la intervención contemporánea de John Galbraith que plantea en «Aristóteles sobre la sociedad de la abundancia».
La hipótesis básica de Polanyi es que, en la mayor parte de sociedades, las relaciones económicas están integradas o «empotradas» en normas sociales o instituciones no económicas, según la formulación clásica que aparece en textos como «Nuestra obsoleta mentalidad de mercado» y El sustento del hombre. La economía es lo que ocurre mientras se mantienen relaciones familiares o de afinidad, se realizan ritos religiosos o, en general, se siguen costumbres inveteradas. La prevalencia de una economía de mercado claramente diferenciada de otro tipo de relaciones sociales y culturales es un exotismo moderno y occidental que de ningún modo puede tomarse como pauta histórica o antropológica. La posición de Polanyi tiene un precedente lejano en Karl Bücher, que postuló la existencia de una cierta aversión al intercambio en las comunidades primitivas, y un parentesco cercano con la distinción entre Gemeinschaft y Gesellschaft de Tönnies, un autor que Polanyi leyó con provecho. Pero, sobre todo, está profundamente infiltrada por los descubrimientos empíricos de Richard Thurnwald, Bronislaw Malinowski, Marcel Mauss y otros autores de la época heroica de la antropología.
Precisamente, Polanyi toma de Malinowski la idea de que las relaciones económicas tienden a institucionalizarse de modo coherente y estable a través de tres mecanismos básicos de integración: por un lado, el intercambio mercantil; por otro, la reciprocidad y la redistribución, características de los procesos económicos sin ánimo de lucro (en ocasiones, Polanyi añade un cuarto: el householding, la unidad doméstica autosuficiente). La redistribución —por ejemplo, un sistema fiscal— es un proceso centrípeto que requiere de alguna clase de autoridad burocrática que lo administre. La reciprocidad consiste en un conjunto de movimientos simétricos y sólo se da cuando existen relaciones comunitarias estrechas. Es muy característica del intercambio ceremonial de regalos en las celebraciones —como en nuestra Navidad—, pero de ningún modo se limita a ese contexto. Por último, el intercambio es un proceso competitivo poliédrico que se produce en el mercado.
Polanyi y sus colaboradores analizaron sociedades histórica y geográficamente muy remotas —básicamente, Mesopotamia, la Grecia antigua, África Occidental e India— tratando de desentrañar el papel que desempeñaban en ellas los mecanismos de integración.[11] Concluyeron que en todas ellas el comercio, el mercado y el dinero tenían características comunes y muy alejadas de sus versiones modernas. El comercio era a menudo una realidad administrada —como se observa en los llamados «puertos de comercio»— carente de mecanismos de mercado, pues los precios se negociaban mediante acuerdos que no implicaban necesariamente el uso de dinero. El mercado ha existido desde tiempos inmemoriales, pero Polanyi establece una diferencia crucial entre el sistema mercantil moderno —donde el mercado coordina la práctica totalidad de las actividades económicas— y el papel periférico que desempeña el mercado en la mayor parte de comunidades. En las sociedades tradicionales el mercado es un espacio marginal —del que estaba excluido el trabajo, la tierra y el dinero— que afecta poco a la producción y que no cumplía un papel determinante en la polarización de riquezas. Por lo que toca al dinero, Polanyi considera que en las sociedades tradicionales no es un medio de intercambio generalizado sino que desempeña diferentes funciones específicas y heterogéneas, como unidad de medida, medio de pago o mecanismo de acumulación. De este modo, el dinero que se usa para ciertas operaciones, por ejemplo, pagar dotes, puede no servir para otros fines, como adquirir alimentos.
Los desafíos de la tecnología
La exactitud histórica del análisis de Polanyi y sus colaboradores ha sido objeto de discusión en los últimos cincuenta años.[12] Los nuevos datos disponibles han obligado a revisar muchas de sus interpretaciones y han arreciado las críticas a sus conclusiones. Es cierto que, en general, Polanyi tiende a hacer un relato un tanto sesgado que carga las tintas en las diferencias entre la modernidad y el pasado y difumina las continuidades. Pero a pesar de este impresionismo conceptual, las tesis de Polanyi son fundamentalmente coherentes con las teorías institucionalistas sofisticadas contemporáneas, como el modelo de los recursos comunes de Elinor Ostrom. Su obra ha resistido el escrutinio, en ocasiones muy agresivo, de los historiadores y antropólogos posteriores. De hecho, muchas de esas críticas están dirigidas a un Polanyi completamente caricaturesco, una especie de economista romántico en busca de un pasado dorado de concordia productiva. En realidad, Polanyi no sólo no negó la existencia de comercio y mercado en el pasado sino que ponderó el papel que han desempeñado en la historia de la civilización. Sencillamente, descubrió que en la mayor parte de las sociedades las interacciones económicas competitivas estaban estrictamente reguladas y limitadas a ciertos espacios sociales.
Lo que plantea Polanyi es que todas las sociedades tienen que negociar, según sus distintas condiciones históricas, algún compromiso entre los mecanismos de integración de la economía. Ningún mecanismo general de coordinación puede suplir esa labor deliberativa de forma automática y aséptica. Para Polanyi la aspiración formalista a que el mercado libre produzca una asignación óptima de recursos es empíricamente falsa. La refutación de Polanyi es muy eficaz porque no se basa en la demostración matemática sino en el comportamiento de las personas en su contexto histórico real. El correlato político de este descubrimiento es que la democratización de la economía en las sociedades complejas no tiene por qué implicar la renuncia a toda clase de interacción mercantil en beneficio de la planificación exhaustiva. El comercio puede ser contenido y regulado institucionalmente para aprovechar sus potencialidades positivas.
En los últimos años de su vida, Polanyi se interesó por las transformaciones del capitalismo avanzado de la posguerra: el desarrollo tecnológico, la globalización, la carrera armamentística, el consumismo y, sobre todo, la libertad en una sociedad de masas. Se trata de la faceta menos conocida de su obra, que sólo recientemente está saliendo a la luz. Sin embargo, son temas que le preocuparon hasta el punto de que en 1957 llegó a firmar un contrato editorial para escribir un libro con Abraham Rotstein titulado Freedom and Technology, pensado como una continuación de La gran transformación. La obra nunca se llegó a publicar, pero Polanyi esbozó algunos de sus argumentos en textos como «La libertad en una sociedad compleja» o «La máquina y el descubrimiento de la sociedad».
Polanyi se hace eco de una crítica relativamente frecuente en el contexto de la posguerra, cercana a la Escuela de Frankfurt. Los medios de comunicación y el desarrollo tecnológico generan una inercia consumista que nos llevan a aceptar procesos sociales destructivos y menoscabos de la autonomía personal (lo que Polanyi llama en «Libertad y técnica» el «clasemedianismo»). Pero el planteamiento de Polanyi es original y tiene virtualidades importantes en nuestro tiempo. Su punto de partida es una sugerente analogía entre el proyecto utópico del mercado libre y la sociedad tecnológica. «El mercado autorregulado ha sido la primera esfera de la sociedad que ha llevado las marcas características de la maquina, que son la eficacia, el automatismo y la capacidad de automatización», escribe en «La libertad en una sociedad compleja». Las revoluciones tecnológicas extienden las ilusiones liberales de autorregulación extrapolítica —la posibilidad de un orden social autogenerado sin procesos de deliberación política ni consensos morales— más allá del ámbito puramente económico hasta alcanzar todo el cuerpo social. Desde cierto punto de vista, el nacimiento mismo de eso que llamamos «sociedad» está vinculado al desarrollo tecnológico: «La técnica no sólo ha constituido el principio motor de la emergencia de la sociedad, sino que también ha representado igualmente la parte más característica de su anatomía».[13]
La revolución industrial sacó a la luz y creó una estructura de interdependencias impersonales radicalmente distinta de los vínculos comunitarios tradicionales. En La gran transformación Polanyi plantea que la difusión del mercado libre condujo, paradójicamente, a niveles de poder gubernamental centralizado sin precedentes en la historia. Del mismo modo, la codependencia abstracta y anónima típica de las sociedades industrializadas genera una propensión a la sumisión. Los desafíos materiales de la sociedad de masas —el aprovisionamiento de agua, electricidad, calefacción, vivienda, transporte, gestión de residuos…— incitan a someterse a gestores con una capacidad de intervención desproporcionada. Como señala en «La máquina y el descubrimiento de la sociedad»: «La sustancia orgánica de la sociedad adquirió una fuerte rigidez al hacer depender la vida de decenas de millones de individuos de máquinas estratégicas. El miedo llenó los espíritus y una propensión a someterse a un poder ilimitado nació con la ayuda de gigantescas rotativas que escupían la información para aumentar la presión». El resultado del desarrollo tecnológico es así una grave pérdida de libertad y una fuente potencial de autoritarismo. Según Polanyi, la única manera de revertir este proceso es, al igual que en el caso de la economía, quebrar las aspiraciones de automatismo y espontaneidad social mediante la intervención institucional y la reflexión moral. Si la técnica vuelve precaria la existencia misma de la sociedad, la deliberación política la restaura.
[1]M. Berman, Aventuras marxistas, Madrid, Siglo XXI, 2002, p. 107.
[2]A día de hoy no existe una edición crítica y completa de las obras de Polanyi, que siguen dispersas y parcialmente inéditas. No obstante, en los últimos años se han publicado en distintos idiomas varias recopilaciones amplias que reúnen escritos poco conocidos o nunca publicados. Entre las antologías más interesantes está K. Polanyi, Cronik der grossen Transformation, edición de M. Cangiani y C. Thomasberger, Marburg, Metropolis, 2002; M. Cangiani y J. Macourant (eds.), Essais de Karl Polanyi, París, Seuil, 2008 y K. Polanyi, Textos escogidos, Buenos Aires, Clacso, 2012. Por lo que toca a la recepción académica, aunque se han hecho enormes progresos en la fijación e interpretación de los textos polanyianos, no abundan las monografías que recojan los aspectos fundamentales del pensamiento de Polanyi de forma accesible y sistemática. Tal vez la única excepción sea Gareth Dale, Karl Polanyi. The Limits of the Market, Cambridge, Polity, 2010. Es un trabajo irremplazable al que he recurrido abundantemente en esta introducción. Dale se hace cargo tanto de los aspectos científicos del trabajo de Polanyi como de su dimensión política repasando sus fuentes intelectuales, su contexto histórico y la recepción de su obra hasta nuestros días. En castellano, la introducción más amplia al pensamiento de Polanyi es J. Maucourant, Descubrir a Polanyi,Barcelona, Bellaterra, 2006.
[3] G. Dale, «Karl Polanyi in Budapest: On his Political and Intellectual Formation», European Journal of Sociology, abril de 2009, vol. 50, nº 1.
[4] O. Neurath, «Economics in Kind, Calculation in Kind and Their Relations to War Economics» [1919], en Economic Writings, Dordrecht, Springer, 2005.
[5] L. von Mises, «Economic Calculation in the Socialist Commonwealth», en F. Hayek (ed.), Collectivist Economic Planning, Londres, Routledge, 1935.
[6] Los textos fundamentales son «Sozialistische Rechnungslegung» (1922), «Die funktionelle Theorie der Gesellschaft und das Problem der sozialistischen Rechnungslegung» (1924) (ambos recogidos en la edición francesa de los Essais de Karl Polanyi, de M. Cangiani y J. Maucourant) y «Nuevas consideraciones sobre nuestra teoría y nuestra práctica» (1925) (incluido en este volumen, pp. 25-34).
[7] Es un tema que le ocupó durante el resto de su vida. En «Comunidad y sociedad», un texto de 1937, escribe: «El mercado funciona como una línea invisible que aísla a cada individuo, como productor o como consumidor, en su actividad diaria. Todo el mundo produce para el mercado y se aprovisiona en el mercado. Los individuos no pueden salir del mercado, sea cuál sea su deseo de ayudar al prójimo. Toda tentativa de ofrecer ayuda se ve inmediatamente frustrada por el mecanismo del mercado. (…) En un sistema así no está permitido ser bueno a los seres humanos, sea cuál sea su deseo de serlo» (incluido en este volumen, pp. 107-114). Un planteamiento similar aparece en «El cristianismo y la vida económica» [1937] (incluido en este volumen, pp. 95-105).
[8] G. D. H. Cole, Self-Government in Industry, Londres, Bell and Sons, 1917 y Guild Socialism Restated, Londres, Transaction, 1980 (1920); R. H. Tawney, La sociedad adquisitiva, Madrid, Alianza Editorial, 1973 (1920); M. Adler, Democracia política y democracia social, México, Roca, 1975 (1926).
[9] K. Polanyi, «¿Qué Estado trifuncional», 1934 (en este volumen, pp. 59-64).
[10] C. Menger, Principios de economía política, Madrid, Unión Editorial, 1997. Menger estableció esta distinción en la segunda edición de los Principios,que se publicó en 1923, dos años después de su muerte. Fue inmediatamente rechazada por sus seguidores y Friedrich Hayek, su albacea intelectual, se negó a incluirla en su edición de las Obras completas de Menger en alemán, aduciendo que se trataba de material fragmentario y desordenado. Karl Polanyi, que leyó la segunda edición de los Principios en 1923, fue el primer intérprete en señalar el escándalo de esta recepción sesgada (Cf. K. Polanyi, «Carl Menger’s Two Meanings of ‘Economic’», en G. Dalton (ed.), Studies in Economic Anthropology, Washington, American Anthropological Association, 1971).
[11] Véase, en este volumen «El feudalismo primitivo y el feudalismo del declive»; «Análisis comparativo de las instituciones económicas de la antigüedad: Atenas, Micenas y Alalakh»; «Intercambio sin mercado en tiempos de Hammurabi»; «Aristóteles descubre la economía»; «La redistribución: la esfera del Estado en el Dahomey del siglo XVIII»; «Los puertos comerciales en las sociedades antiguas» y «El “surtido” y la “onza comercial” en la trata de esclavos en África occidental».
[12] Dos buenas evaluaciones de conjunto se encuentran en Alain Caillé y Jean-Louis Laville, «Actualité de Karl Polanyi», en Essais de Karl Polanyi (ed. cit.), y G. Dale, Karl Polanyi, ed. cit., cap. 4.
[13] K. Polanyi, «La máquina y el descubrimiento de la sociedad», en este volumen, ver pp. 375-378.
Nuevas consideraciones
sobre nuestra teoría
y nuestra práctica[14]
Más de un socialista se habrá preguntado si es posible llegar a una visión de conjunto de la economía como un todo. Para mayor concisión hablaremos de «La cuestión de la visión de conjunto», para referirnos a esta interrogración sobre la posibilidad, los medios y los límites de la visión de conjunto en economía. Ésta constituye, sin duda, un importante ámbito de la teoría socialista. Uno de los fines del socialismo es edificar, en lugar de la economía capitalista, fundamentalmente opaca y movida por leyes ciegas, una economía consciente, accesible en sus principios para ser entendida globalmente. El socialismo cientifico nació, entre otras razones, de la percepción de que progresar hacia la comprensión global de la economía era una tendencia observable dentro del capitalismo y no un deseo piadoso. Sabemos bien que la concentración y la centralización técnico-económicas en el seno del capitalismo, unificando la economía entera, hacen que el proceso económico sea cada vez más susceptible de ser representado globalmente bajo alguno de sus rasgos principales. Esto no significa, por supuesto, que este problema se vaya a resolver independientemente de nuestra intervención, de alguna forma «por sí mismo». Es más bien a la creación de una visión de conjunto consciente de la economía a la que se aplica por excelencia la fórmula según la cual la comprensión activa de un proceso del que somos parte está incluida en el proceso. Por esto practicar la teoría socialista no significa, por lo que toca al problema de la visión de conjunto, querer construir una teoría de la economía socialista futura para encajarla en una historia vacía y abstracta, sino interpretar el presente concreto con un espíritu socialista y modificarlo en un sentido socialista. Es, por tanto, también cierto de todo punto, que es razonable y justificado que la teoría socialista aborde la cuestión de la visión de conjunto en la medida en que puede llegar a resultados utilizables en la práctica del movimiento obrero. Esto es lo que debemos mantener en mente toda vez que vamos a abordar los, desgraciadamente muy abstractos, problemas que suscita la cuestión de la visión de conjunto de la economía.
Aparentemente, por tanto, la cuestión parece sencilla: ¿Cómo hacerse una imagen de conjunto de la economía? A lo cual la respuesta suele ser la siguiente: utilizando una estadística exhaustiva, y si eso no fuera suficiente, «organizando la economía de un modo centralizado, y volviéndola transparente».
La sencillez aparente de esta solución a la que llamaremos «la economía dirigida», se atasca si la sometemos a un examen más atento. A través de esta visión de conjunto, hablamos de la economía como si fuera un objeto natural, una suerte de paisaje que pudiéramos abarcar, sin problema, con la mirada, como se sobrevuela una región en avión. Pero la economía no es un objeto natural, es un proceso a la vez natural y social. Por miedo a quedarse atascada en una concepción fetichista de la economía política clásica, la cual ve en las «mercancías» la riqueza de una sociedad, la concepción de la economía dirigida cae sobradamente en la actitud extrema y grosera de un naturalismo extremo según el cual la economía no se compone más que de objetos tangibles, máquinas, materias primas, etc. Así, cuando el socialista habla de la vista en conjunto de la economía, entiende por esto (o al menos debería entender) una visión de los elementos últimos del proceso, a la vez natural y social que constituye la economía. La economía se compone de los tres elementos siguientes: 1) las necesidades humanas, 2) el sufrimiento de los hombres en el trabajo, 3) los medios de producción, es decir, los recursos naturales, las máquinas y otros útiles, las reservas de alimentos o de recursos naturales y, finalmente, el medio de producción más importante, la mano de obra. Satisfacer estas necesidades gracias a estos medios de producción, minimizando el sufrimiento humano en el trabajo es la tarea del dirigente económico. El objeto de la vista de conjunto de la economía no es, en realidad, la «economía en general» concebida de alguna manera como un objeto natural que se pueda considerar a vista de pájaro; se trata al contrario de los elementos constitutivos de la economía, es decir, las necesidades, el sufrimiento en el trabajo y los medios de producción. De estos tres tipos de elementos, la fórmula de la economía dirigida sólo se ha interesado, por el momento, por los objetos materiales y los medios de producción (la mano de obra). ¿Es capaz también de hacerse cargo de los otros dos (el sufrimiento en el trabajo y las necesidades)? He ahí la pregunta que debemos hacernos.
Esta interrogación nos lleva directamente a un nuevo aspecto del problema de la visión de conjunto. Es evidente que dependiendo del objeto, el tipo mismo de visión de conjunto está destinada a variar. De hecho, una cosa es tener en cuenta los objetos materiales del mundo exterior (medios de producción, mano de obra, minas, fábricas, superficies cultivadas, etc.) y otra los estados del alma humana (necesidades, sufrimiento en el trabajo), es decir, los procesos psíquicos interiores. Los medios de producción son objetos visibles y tangibles del mundo exterior; los podemos nombrar, entender y medir. Las necesidades, el sufrimiento en el trabajo, sólo los podemos concebir de una forma: poniéndonos mentalmente en lugar del otro, comprobando, sintiendo la necesidad, el sufrimiento en el trabajo, entrando en profundidad en el sufrimiento en el trabajo y en las necesidades. Esta cuestión de la visión de conjunto interior es, por tanto, fundamentalmente diferente del otro tipo de visión de conjunto relativa a los objetos materiales. De los tres elementos de la economía, sólo los medios de producción son, de forma segura, accesibles a una visión de conjunto exterior mientras que los otros dos (necesidades y sufrimiento en el trabajo) apuntan a un modelo muy diferente al que acabamos de llamar «visión de conjunto interior». La respuesta a nuestra pregunta precedente (¿puede la resolución de la cuestión de la visión de conjunto de la economía dirigida incluir también las necesidades y el sufrimiento en el trabajo?) depende, por tanto, de lo siguiente: ¿Es capaz la economía dirigida de realizar una vista de conjunto no sólo exterior, sino también interior de los elementos de la economía?
Vamos, de entrada, a examinar desde más cerca cómo abordan esta dificultad los gestores de la economía dirigida que, como hemos dicho, consideran de entrada la visión de conjunto de los medios materiales de producción. No comprendiendo por «economía» nada más que el desarrollo técnico-material de la producción, su representación de la economía se limita, en general sin que sea notado, a la producción, con las necesidades y el sufrimiento en el trabajo situándose en un segundo plano. En el caso de las necesidades,por ejemplo, se hace, simplemente, como si éstas fueran conocidas. Seguidamente, por precaución, se utiliza el consumo como sustituto de las necesidades reales, que en la práctica se dejan de lado, y se sustituyen las necesidades presentes por el consumo efectivo en un periodo pasado. Pero, como sabemos, consumo y necesidades son dos cosas totalmente diferentes, como conocen bien aquellos a los que el consumo no les satisface las necesidades. El consumo efectivo anterior no coincidiría con las necesidades más que si, en primer lugar, el consumo anterior coincidiera con las necesidades anteriores y si, en segundo lugar, las necesidades no hubieran experimentado ningún cambio. Pero, para poder hacer una constelación así, habría que conocer primero las necesidades. Si no las conocemos, no queda efectivamente más solución que imponer por la fuerza la coincidencia entre necesidades y consumo, o mejor dicho, que ponerlas sobre el papel, suponiendo que están captadas administrativamente, reguladas y fijadas, y por tanto, sean conocidas necesidades en realidad desconocidas. Esta solución en realidad no lo es porque para captar, regular y fijar correctamente hasta qué punto los diferentes tipos de necesidades deben ser satisfechos, hay que, antes de nada, conocerlos. Lo mismo sucede con el sufrimiento en el trabajo, el esfuerzo en trabajo que acompaña a la prestación laboral. El sufrimiento en el trabajo no puede ser medido ni por la prestación efectiva de trabajo, ni por la remuneración en el trabajo, como los gestores de la economía dirigida asumen frecuentemente. Al contrario, hace falta medir la adecuación del trabajo que hay que proveer, y también del salario que le corresponde, en relación con el esfuerzo y el sufrimiento en el trabajo. Para hacer esto, habría que conocer este sufrimiento y este esfuerzo. El conocimiento de las horas de trabajo efectuadas, del producto obtenido o del salario pagado no proveen información acerca del esfuerzo verdaderamente realizado. Por tanto, el gestor de la economía dirigida utiliza una sustitución puramente ilusoria para obtener una visión de conjunto tanto de las necesidades como del sufrimiento en el trabajo.
Pero, para volver a nuestra cuestión, la posibilidad para el gestor de la economía dirigida de obtener una visión de conjunto interior de la economía depende de los medios de que disponga. Vamos a considerar rápidamente los medios y los límites de esta estimación.
Uno de estos medios es la estadística. La estadística es efectivamente un medio general para llegar a a una visión exacta de los fenómenos de masa, siempre y cuando se trate de fenómenos pasados y nombrables. Pero éste no es un medio que haga milagros, porque sus resultados no se refieren más que a hechos nombrables y, por tanto, exteriores, como los seres humanos, los bienes o las superficies cultivadas, los datos relativos al consumo, etc. Siempre en su estado pasado y nunca en su estado presente. Los fenómenos presentes, interiores, cualitativos, se le escapan necesariamente. Ahí reside el límite de su capacidad para establecer una visión de conjunto. La estadística es, entonces, el medio clásico de la visión exterior de la economía.
El gestor de la economía dirigida dispone de un segundo medio a su disposición, de utilidad igualmente general, pero de mucho más alcance, la puesta en marcha de una organización. Todos sabemos que una vez que una determinada industria, un ejército, o un subsector se organizan, éste gana considerablemente en visibilidad. La organización actúa, en efecto, de dos formas diferentes, por una parte proporciona vistas de conjunto a la dirección, más limitadas pero directas, de los escalones inferiores. En este caso, proporciona vistas de conjunto a la dirección, más limitadas, pero directas de los escalafones inferiores. La voluntad que se forma así, que no debe ser formulada más que de forma general, se complementa y concreta por los escalafones inferiores a partir de su ejecución. Tal organización actúa así como un órgano de vigilancia y de conocimiento, por una parte por lo que tiene de realización de la visión de conjunto y, por otra, por lo que tiene de reemplazo de la visión de conjunto. Por importante que sea este hecho, y a buen seguro lo es, para la resolución del problema de la visión de conjunto, está claro que la capacidad de los humanos organizados de un modo completamente exterior dentro de la economía (ya que son los seres humanos los que se organizan, nunca la economía) para obtener una visión de conjunto es necesariamente limitada.
Por desgracia, nos falta todavía una teoría de la organización que permita mostrar con facilidad que la capacidad de una organización para producir una visión de conjunto está limitada, en primer lugar, por los propios principios de la organización. Esto debe ser comprendido de la siguiente forma: una organización de hombres construida únicamente sobre los principios del poder, por ejemplo, un ejército de esclavos, no ofrecerá ninguna visibilidad global de la dirección, y la dirección deberá obtener por otros medios, que no sean la propia organización, esta vista de conjunto necesaria para el mando, si no quiere que la máquina humana que tiene subordinada actúe ciegamente y al azar. Otras organizaciones construidas exclusivamente sobre los principios del derecho (el principio de la obligación jurídica), por ejemplo, un cuerpo de funcionarios, están también limitadas en su capacidad para obtener una visión de conjunto. Por importantes que sean sus resultados en algunos campos como los de la producción, en otros campos fallan estrepitosamente. El aparato burocrático más acabado no puede proveer el tipo de visión de conjunto que nosotros buscamos, la de las necesidades y los esfuerzos en el trabajo de los humanos en el seno de una organización. Tendríamos así un esquema a grandes rasgos de los limites de la visión de conjunto que puede proporcionar una economía dirigida tal y como la entendemos habitualmente.
El fracaso del modo de pensar propio de la economía dirigida es particularmente flagrante en cuanto se trata de captar la realidad concreta de los elementos de futuro de los que es portador el movimiento obrero. Los gestores de la economía dirigida se olvidan completamente de la capacidad de producir una visión de conjunto que ya existe en el presente en los sindicatos, las asociaciones sectoriales, las cooperativas y las comunas socialistas. Todas estas estructuras, sin embargo, como vamos a mostrar, son órganos de la visión de conjunto interna de la economía extraordinariamente importantes, también para el desarrollo del socialismo. Nos apoyaremos sobre el ejemplo del partido político para mostrar cómo se elabora tal visión de conjunto y pasaremos, después, a ver cómo se elabora esta visión en el seno de los sindicatos, las cooperativas, las federaciones industriales y los municipios.
Consideremos un partido obrero organizado democráticamente durante una crisis política aguda, es decir, en el momento de su máxima actividad. La visión de conjunto que tiene la dirección del partido del ambiente, de la determinación, de la potencia y de la capacidad de acción de los electores organizados en este partido es perfecta. Todas las corrientes y subcorrientes en el seno de la masa según su orientación e intensidad le son conocidas en cada momento, y reacciona ante ellas con la precisión de un aparato de experimentación física. En tal tipo de partido, la vista de conjunto interna (Innere Übersich) de las tendencias en materia de sentimientos y de voluntad de amplios sectores del electorado es casi total. Pero, junto a esta visión de conjunto de la dirección, existe una «visión de conjunto de los miembros». Cada miembro de una organización partisana, viva y democrática siente con precisión si la potencia y la fuerza de acción del movimiento en su conjunto están en una fase favorable o desfavorable, y la claridad de esta visión de conjunto depende casi por entero del carácter democrático del partido. Esta visión de conjunto viva obtenida en el marco del partido sirve naturalmente para preservar, tan integralmente como sea posible, los intereses políticos del elector. También sirve para poner al servicio de todos, por intermedio de la dirección, la fuerza, la determinación y el espíritu de sacrificio del individuo.
El caso de las organizaciones económicas del movimiento obrero es exactamente el mismo.
Consideremos, por ejemplo, un sindicato organizado democráticamente en la víspera de un conflicto decisivo con el sindicato patronal; en ese momento tanto la dirección como los miembros del sindicato aprehenden las corrientes y subcorrientes que operan en el sindicato y evalúan con precisión los medios y los fines en relación con las fuerzas disponibles. Pero, junto a esta visión global consciente de las condiciones de lucha, existe, de una manera en la que en muchas ocasiones no nos damos cuenta, una visión de conjunto en el interior del sindicato orientada diferentemente cuya significación ya no está ligada al capitalismo y que no se puede desplegar plenamente más que dentro del socialismo. Antes de que, en el caso que nos interesa, nos declaremos «preparados para el combate», hay que, antes de nada, reconocer, calibrar y evaluar, todas las tentativas recíprocas de los miembros, las unas en relación con las otras. Hay que equilibrar las evaluaciones recíprocas del trabajo de los miembros del sindicato. Hay que combinar en una relación equitativa los factores extremadamente numerosos que actúan sobre el nivel de los salarios (edad, número de hijos, formación, peligrosidad del trabajo, responsabilidad, etc.). Si no fuera así, el sindicato podría romperse en plena lucha. Esta exigencia resulta tan evidente que, normalmente, ni siquiera se hace explícita. Pertenece a la vida normal del sindicato y se impone cuasi-automáticamente. El hecho de que se imponga sin problema prueba que en el seno del sindicato, sin que nos demos cuenta, reina desde el punto de vista de los miembros, una visión de conjunto tan perfecta como viva, de las evaluaciones recíprocas del trabajo. El sindicato es, por lo tanto, un órgano de la visión interna que los miembros tienen del mundo del trabajo, porque suscita, tanto entre los dirigentes como entre los miembros una visión de conjunto de todas las formas de sufrimiento en el trabajo. No es solamente, como lo hemos remarcado muchas veces, un órgano de la visión de conjunto exterior de la fuerza de trabajo en tanto medio de producción, sino también un medio de visión global interna de este elemento completamente diferente de la economía como es el sufrimiento en el trabajo. Lo que, dentro del marco capitalista, el mercado de trabajo sólo puede conseguir, de manera mecánica y exterior, mediante la determinación del precio de la fuerza de trabajo se consigue aquí de una manera orgánica y de una forma completamente diferente a través de la visión global, a la vez interna y directa (eso sí, todavía dentro del marco de los límites del salario capitalista).
También tiene mucho que enseñar el caso de las federaciones industriales. Lo que se consigue en un sindicato, en el nivel de profesión o de rama, se realiza, para una industria, por medio de la federación industrial. Una industria une a trabajadores manuales e intelectuales, trabajadores de fábricas y de oficinas de diferentes ramas. Cada una de estas ramas cumple una función dentro del organismo que es la industria en cuestión. La federación industrial no puede luchar contra el patrón más que si existe en el seno de esta federación una visión clara acerca del rol de las ramas en el conjunto de la industria. Este rol no se puede decidir mediante el voto en el seno de la federación: aquí la democracia formal, en el sentido de la dominación de la mayoría, no se aplica. Pero en toda federación sana existe una especie de visión global interna de la relación recíproca entre las fuerzas de cada una de las ramas según su papel, es decir, según la importancia de su función en el marco de la empresa y de la industria. Esta vista de conjunto interna es algo más que un sentimiento confuso, es el auténtico fundamento de la organización de la federación. La visión global interna del rol funcional de cada una de las ramas, es decir, el peso de la función de cada una de las ramas en el marco de la empresa y de la industria es, por tanto, con toda evidencia, uno de los elementos más cargados de consecuencias para el futuro en la construcción del movimiento obrero actual, ya que constituye una de las condiciones fundamentales para la autogestión industrial.
El mismo argumento sirve para el caso de una cooperativa de consumidores próspera y organizada democráticamente. Mantener un contacto tan cotidiano como directo, con las mujeres de los obreros, estar siempre en relación permanente con los habitantes de la ciudad, que además tienen la posibilidad, en tanto que electores, de influir mediante sus críticas en la dirección de la cooperativa, la convierte en un órgano de visión de conjunto interna de sus miembros. Ésta se convierte en un órgano de la visión de conjunto interior de las necesidades de sus miembros, visión que puede ser tan profunda y compleja como la que tiene un cabeza de familia de sus seres cercanos.
Encontramos, de otra forma, la misma función de visión global en un municipio socialista. Los habitantes de un barrio, sometidos a las mismas necesidades colectivas, con una dirección que pertenece al mismo medio ambiente, transmiten a la dirección una visión de conjunto interna completa de sus necesidades en tanto miembros de ese ayuntamiento.
Hemos llegado así a un resultado en el que las formas existentes del movimiento obrero tienen una gran importancia para el problema de la visión global, porque todas estas formas poseen en común que encontramos en ellas, sin mediación, un elemento esencial de la economía en vías de organización.
Pero estas organizaciones del movimiento obrero tienen otro punto en común. No son estructuras concebidas artificialmente, impuestas desde arriba y edificadas por una economía dirigida: son fundamentalmente el resultado de la actividad autónoma de los trabajadores, de su autoorganización en pleno desarrollo. Es a este desarrollo a partir de su interior al que debemos atribuir su capacidad de obtener una visión de conjunto. El principio que subyace a estas organizaciones del movimiento obrero no es, en lo esencial, ni el principio de poder, ni el de coacción, ni el de autoridad, ni tampoco el principio jurídico abstracto o el principio burocrático (aunque tanto el uno como el otro sean necesarios); es más bien, en primer lugar, el principio de cooperación en el sentido más amplio de la palabra, el principio de la asociación entre iguales, es decir, un verdadero proceso de autoorganización. Este proceso, y éste es nuestro resultado principal, supone precisamente un medio de visión interna global de este ámbito de la vida del que surge la motivación, por tanto, la razón, de la autoorganización. Quien se asocia a otros semejantes en el seno de una cooperativa de consumo crea también un órgano de visión de conjunto interna sobre la intensidad y la orientación de las necesidades de todos sus miembros. Quien, en el marco de un sector o de una profesión, se asocia a sus colegas en un sindicato