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Una guerra sin fin. Un campo de batalla empapado en sangre. Una banda de hermanos. 1347. Para la banda de hermanos que forman los Perros, la guerra de los Cien Años no ha hecho más que empezar. Mientras asedian Calais, la guerra se ceba en los hombres con toda su brutalidad. Por si fuera poco, los poderosos parecen querer que esta guerra sea muy larga… Arrojados al torbellino de la batalla, los Perros tienen muchas preguntas. ¿Por qué luchan realmente? ¿Y por qué le importa tanto al rey esta pequeña ciudad?
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Seitenzahl: 592
Veröffentlichungsjahr: 2024
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V.1: septiembre de 2024
Título original: Wolves of Winter
© Dan Jones, 2023
© de la traducción, Auxiliadora Figueroa, 2024
© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2024
Todos los derechos reservados, incluido el derecho de reproducción total o parcial de la obra.
La traducción de Los Lobos de Invierno se ha publicado mediante acuerdo con Bloomsbury Publishing Plc.
Diseño de cubierta: Taller de los Libros
Imagen de cubierta: Shutterstock | Master1305 | Shift Drive | Gorodenkoff
Corrección: Luisa Stampa, Raquel Bahamonde
Publicado por Ático de los Libros
C/ Roger de Flor, n.º 49, escalera B, entresuelo, despacho 10
08013, Barcelona
www.aticodeloslibros.com
ISBN: 978-84-19703-56-9
THEMA: FV
Conversión a ebook: Taller de los Libros
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.
Portada
Newsletter
Página de créditos
Sobre este libro
Dedicatoria
Mapa
Prólogo
Primera parte
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Segunda parte
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Tercera parte
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Epílogo
Sobre el autor
1347. Para la banda de hermanos que forman los Perros, la guerra de los Cien Años no ha hecho más que empezar. Mientras asedian Calais, la guerra se ceba en los hombres con toda su brutalidad. Por si fuera poco, los poderosos parecen querer que esta guerra sea muy larga… Arrojados al torbellino de la batalla, los Perros tienen muchas preguntas. ¿Por qué luchan realmente? ¿Y por qué le importa tanto al rey esta pequeña ciudad?
«Personajes inolvidables y una historia con garra.»
Simon Sebag Montefiore
«Emocionante y atmosférico […]. Escenas de acción increíbles, con épica y momentos de comedia negra. Los lectores estarán deseando leer la próxima aventura de los Perros.»
Publishers Weekly
«Tan brillante, brutal y sangrienta como la primera entrega.»
The Daily Mail
«Con un control magistral de la narrativa, rica en detalles históricos y con un humor sutil.»
Kirkus Reviews
«Un viaje fabuloso y adictivo por los rincones más oscuros del mundo medieval. Me gustó tanto que no quería que terminase.»
Antonia Fraser, autora best seller del New York Times
«Encuentra indicios de luz en medio de la oscuridad de la guerra. Los Lobos de Invierno captura la humanidad en el corazón de la historia medieval.»
Michael Livingston, catedrático de Estudios Medievales
Para Ivy
Caía el crepúsculo cuando el Capitán se alejó de la muchedumbre cada vez menos numerosa del Pont au Change, se deslizó entre dos escaparates de madera y atravesó un callejón estrecho que conducía a la barrera en el extremo del puente.
Entonces, se apoyó en la baranda y miró más allá. París. A su izquierda, el último fulgor del sol poniente bañaba la Île de la Cité, en la que se erigía el palacio real, la Sainte-Chapelle y la catedral de Notre-Dame. A su derecha, el astro iluminaba la extensión de la propia ciudad: una vasta metrópolis en ebullición formada por miles de casas, tiendas e iglesias, todas apelotonadas dentro de las antiguas murallas defensivas.
Y, debajo, fluía el Sena. El río se apresuraba y arremolinaba allí donde sus aguas corrían a través de los estrechos arcos del puente. Una densa espuma marrón burbujeaba en la superficie. El Capitán percibió el hedor de las letrinas públicas, que desembocaban a poca distancia río arriba. Peste en una noche de verano. El hombre se tapó la nariz e inspiró a través de la manga. Después, contó respiraciones como si fueran padrenuestros y oyó las campanas vespertinas repicar por toda la ciudad.
—Así que está muerto.
Conocía la voz tan bien que ni siquiera se molestó en girarse, y cuando se quitó la manga de la cara, también reconoció el aliento. La carne se podría entre sus dientes amarillos.
—Eso parecía cuando lo dejé —contestó él—. No he conocido a ningún hombre al que se le hayan salido los sesos por las orejas de un pisotón y haya vivido para escuchar otra misa.
Mantuvo la vista clavada río abajo. Una semana atrás, en una noche y una ciudad diferentes, había presenciado cómo una horda apuñalaba y pisoteaba hasta la muerte a Jacob van Artevelde: un autócrata flamenco, alborotador político, amigo de reyes y embaucador desleal, conocido como «el Cervecero de Gante».
—¿Cómo escapaste tú?
Al fin, el Capitán se giró para alzar la vista hacia la persona que le estaba hablando. El hombre era una cabeza más alto que él. Una barba espesa y castaña, salpicada de canas por aquí y por allá, le cubría el rostro hasta casi rodearle los globos oculares. Le faltaba parte de una ceja y se había roto la nariz muchísimas veces. Por último, el largo bigote le colgaba por las comisuras, igual que el de una carpa.
—Escapar nunca es complicado —le contestó—. Eso si trabajas solo y no te quedas a admirar tu obra.
—Por supuesto. Ahora trabajas solo. —Y el hombre sonrió con ironía—. Nuestro rey no te dará las gracias por ello.
—Tampoco es que tuviese la intención de hacerlo —dijo el Capitán—. Artevelde era el último hombre que creía que el rey Eduardo podía meter a la fuerza a su hijo, el príncipe, en Gante como conde de Flandes. Eso ya se ha acabado. Ahora los italianos tomarán el control. Durante un tiempo.
—Así es.
Los dos se quedaron callados durante un instante, pero el Capitán rompió el silencio.
—¿Has venido tú a darme las gracias?
En ese momento, el hombre barbudo soltó una breve carcajada.
—No —le respondió—. He venido a pagarte.
Acto seguido, le entregó al Capitán una bolsa confeccionada con un excelente cuero de becerro y este valoró su peso en la mano. Al abrirla, unas monedas de oro brillaron a la luz mortecina. Nobles ingleses, acuñados hacía muy poco. Sostuvo uno entre los dedos. Tenía estampada la imagen de una galera en alta mar y, en el reverso, el nuevo y atrevido escudo de armas del rey Eduardo: los leones ingleses acuartelados con las flores de lis francesas. El corazón se le aceleró ante aquella visión, pero devolvió la moneda a la bolsa y mantuvo el gesto frío.
—Oro de guerra —comentó—. No es muy popular por aquí.
—¿Pretendes quedarte en París?
—Es posible.
—El oro es oro. Puedes quedártelo o volver mañana e intercambiarlo por algo que te guste más. —El grandullón le hizo un gesto con la cabeza hacia el pasaje que se encontraba tras ellos.
El puente se hallaba flanqueado por casas de cambio, ya cerradas por la noche.
—A los cambistas no les interesan las riñas de los reyes a no ser que afecten a su propio beneficio. Ninguno va a darte denarios ni peniques. Te entregarán besantes sarracenos si es lo que deseas. Por supuesto, te penalizarán con su tasa de cambio, pero…
El Capitán agitó ligeramente la bolsa de piel de becerro y terminó la frase por él:
—Así son las cosas. —Volvió a sacudir la bolsa para luego meterla en la escarcela de cuero que colgaba de su costado—. Dile a Pulteney…
Pero el hombre barbudo lo cortó.
—Sir John te envía sus felicitaciones. Desde luego, él te da las gracias, y a Dios, por este… fructífero acontecimiento.
—¿Cuenta con más trabajo para mí?
—De momento, no. Pero ya sabes cómo son las cosas. Estamos en guerra. Durante la guerra siempre hay trabajo. Y esta durará mucho tiempo. No te preocupes. Para cuando termine, serás el hombre rico que siempre has querido ser. —Hizo una pausa—. Daremos contigo cuando te necesitemos.
—Que así sea.
El Capitán no preguntó cómo lo encontrarían. Siempre lo hacían.
Luego, hizo ademán de marcharse, pero el barbudo posó con firmeza la mano en su hombro. Algo cambió en su mirada. Echó un vistazo detrás de él.
—No…
Entonces, el Capitán le dio un fuerte empujón al hombre de la barba en el pecho, que retrocedió dos pasos tambaleándose, pero recuperó el equilibrio y se las apañó para cerrarle el paso. A continuación, agarró la muñeca del Capitán y, con una destreza sorprendente, lo hizo girar y lo inmovilizó sujetándole un brazo tras la espalda. Después, le dio la vuelta de tal manera que quedó de nuevo frente al agua y le susurró al oído:
—No mires.
Luego, le tiró con fuerza del brazo y lo obligó a subir la mano hasta la nuca.
Al Capitán le ardía el hombro, los ojos le escocían y, en un intento de mantener el tono de voz, le dijo entre dientes:
—¿Qué pasa?
El barbudo se acercó más todavía.
—Nos han seguido. Dirígete a la isla. Alguien abrirá la puerta. ¿Lo has entendido?
Él asintió.
—¿Qué…? ¿Quién…?
—Hazlo y punto. —Y volvió a darle un tirón del brazo—. Ahora písame un pie.
Acto seguido, el Capitán levantó la bota derecha y la bajó detrás de él.
El hombre de la barba lanzó un alarido, soltó el brazo del Capitán y comenzó a saltar a la pata coja de manera teatral. Al mismo tiempo, lo giró bruscamente y lo empujó por el callejón.
—Vete —le susurró—. Y que Dios te acompañe.
En ese momento, el Capitán no se paró a discutir. Salió corriendo encorvado mientras se sujetaba el hombro dolorido para volver por el callejón hacia la vía principal del puente.
Y, cuando llegó, supo que algo no iba bien.
El Pont au Change se encontraba iluminado por la luz cálida de la luna creciente. No había ni un alma. Durante el atardecer era un hervidero de gente, pero ahora no se escuchaba nada.
El Capitán notó cómo la sangre le bombeaba en los oídos. Alargó la mano en busca de su escarcela y la bolsa. Seguía ahí. Luego, sacó un puñado de monedas y se las metió en los calzones.
A continuación, echó mano a la daga corta que llevaba en el cinto. Había desaparecido.
«Por supuesto».
Salió con cuidado del callejón y se pegó a una puerta. Luego, se cubrió con la capucha y miró con cautela hacia el complejo palaciego de la isla real. Los lujosos edificios se cernían ahora grises y gigantescos a la luz de la luna. Las entradas a la isla titilaban por el pálido resplandor naranja de las antorchas.
El Capitán se frotó el hombro e intentó que este recobrase algo de vida. Calculó que las puertas iluminadas por las antorchas debían encontrarse a unos cien pasos. No tardaría mucho en recorrer esa distancia. El hombre de la barba le había dicho que se abriría una de ellas.
«Aunque también me ha quitado el cuchillo».
En ese momento, soltó un improperio. El tiempo corría en su contra. Debía elegir. Y decidió confiar en su instinto.
A continuación, hundió la barbilla en el pecho, se ajustó aún más la capucha y volvió a partir en dirección a la ciudad, deslizándose a hurtadillas de puerta en puerta.
De inmediato, oyó el eco de pisadas. Eran muchas e iban hacia él. Avanzaban deprisa. Y le cortaban el paso.
Soltó otro vituperio y cambió de dirección, de nuevo hacia el palacio.
Las pisadas tras él se apresuraron.
No se atrevió a mirar atrás. Solo corrió lo más rápido que pudo. Sus pies aporreaban los tablones del puente; el repiqueteo de las suelas de sus botas rebotaba peligrosamente en los escaparates de las tiendas desiertas.
Tenía las palmas resbaladizas por el sudor, los pulmones le ardían, pero siguió corriendo. Y no apartó la mirada del palacio que se hallaba ante él. Las luces se acercaban a cada paso. Setenta pasos. Cincuenta. Cuarenta. Ya casi estaba.
Veinte.
Un guarda con armadura de placas, que vestía la librea real del rey Felipe, salió de la caseta del guardés que se encontraba junto a la entrada. Luego, bramó algo para avisar a un compañero. No sonó a orden de abrir ninguna puerta.
Entonces, el guarda desenvainó su espada y al Capitán no le quedó ninguna duda.
Le habían tendido una trampa.
Por el rabillo del ojo vio otro callejón que se abría entre los edificios cerrados del puente. Se lanzó hacia él y se agachó durante un instante, respirando sin hacer ruido por la nariz. Notaba como si el pecho le estuviese a punto de explotar.
Después, aguzó el oído para escuchar por encima del latido de su corazón. Ya no oía ningún paso. El hombre se adentró con cuidado en la calleja con la esperanza de que pasara por detrás de las tiendas. Con la esperanza de que condujese a algún sitio. Avanzó guiándose solo por el tacto y permitiendo que las ásperas paredes de madera le arañasen la espalda bajo la camisa. Aquel lugar estaba tan oscuro que el vacío danzaba en colores brillantes que sabía que no se encontraban ahí. Verde y rojo. Destellos de amarillo.
En ese instante, volvió a escuchar los pasos, que cruzaron la entrada a la calleja. Oyó al guarda de nuevo y, después, una breve conversación. Tras eso, las pisadas se retiraron y se volvieron más imperceptibles a medida que regresaban a la ciudad.
El Capitán hinchó los carrillos con alivio.
Y sintió la punta de una daga en la garganta.
El aliento pútrido le dijo quién la sostenía, y se quedó petrificado.
—Lo siento, amigo mío —le dijo la voz del hombre barbudo.
Acto seguido, levantó el pie en la oscuridad y estrelló el talón en el lateral de la rodilla derecha del Capitán.
Un dolor intenso le recorrió la pierna. Intentó no hacer ruido. Se mordió la lengua y la sangre le inundó la boca. En la oscuridad vio al Cervecero de Gante con la cabeza abierta como un melón, con los ojos saliéndosele increíblemente del cráneo igual que los orbes pegajosos de un conejo despellejado.
El Capitán se desplomó de costado, sobre la pierna rota. Dos pares de manos lo agarraron sin miramientos por debajo de las axilas. Una de ellas buscó dentro de la escarcela y sacó la bolsita de piel de becerro. La sangre le goteaba por la boca y comenzó a ver estrellas verdes danzantes.
Entre las tinieblas, escuchó otra voz. La de una mujer.
—Dépêchez-vous! —ordenó—. J’ai froid.
‘¡Rápido! Tengo frío’.
—El Capitán tosió y babeó más sangre. Notó cómo los brazos que lo sujetaban por debajo de los hombros lo levantaban de un tirón. Cada sacudida brusca le producía una descarga de dolor en la rodilla. Los brazos lo arrastraron quince pasos hacia atrás, hasta que notó cómo el pasamanos del lateral del puente se le hundía en la espalda.
Entonces sintió un rostro junto al suyo y olió una boca nueva. La de la mujer. Perfumada con buen vino. Esta le susurró al oído:
—C’est vrai. Le roi ne vous remercie pas.
‘Es cierto. El rey no os da las gracias’.
Y le besó la mejilla.
—Mais je vous remercie.
‘Pero yo sí’.
Un segundo después, había desaparecido. Aquellos brazos bruscos volvieron a levantarlo y lanzarlo hacia atrás de golpe, de manera que todo su busto sobresalía por encima del pasamanos. Se quedó colgando ahí un instante, la mitad del cuerpo en el puente, la otra mitad fuera.
Y las manos lo soltaron.
Durante un momento, sintió que no pesaba nada. Como si se tratase de un ángel en pleno vuelo. Como si fuese a elevarse muy por encima del puente. Sobre París. Sobre todo. Agitó los brazos con frenesí en un intento de agarrarse a algo. Nada. Lo único a lo que se aferraron sus dedos fue al viento gélido. Y, de pronto, dejó de sentirse ligero. El estómago se le revolvió. La vejiga manó hasta vaciarse.
Estaba cayendo, rápido, precipitándose al pestilente Sena.
Mientras daba volteretas en la oscuridad, vio el rastro de un único farol sobre él, bailando en círculos desenfrenados. Los rostros iluminados por las llamas se arremolinaban, se estiraban y se plegaban en uno solo. El fuego de la antorcha giraba una y otra vez entre ellos, cambiando de lugar con el resplandor helado de las primeras estrellas de la noche. Todas ellas parpadeaban como diminutas monedas pulidas.
El Capitán volvió a pensar en el Cervecero de Gante. Pensó en la vida que había escogido. En los hombres que había abandonado.
Mientras el agua corría hacia él, oyó a alguien gritar.
Y, cuando atravesó la superficie de golpe, se dio cuenta de que se trataba de él.
Se dejaron la piel examinando a todos los caídos y se pasaron todo el día en el campo de batalla […], [encontraron] los cadáveres de once príncipes, doscientos caballeros y tres mil plebeyos.
Crónicas de Jean Froissart
—Vamos a ponerlo de pie.
FitzTalbot, «Loveday», se levantó mientras se apretaba la lumbar dolorida y observó a Tebbe y a Thorp sujetar las extremidades del caballero y tirar de ellas. Luego, comenzó a aplaudir para animar a sus hombres.
—Vamos, chicos, podría ser alguien importante.
El guerrero yacía bocabajo, tan tremendamente pisoteado que estaba medio sepultado en la tierra. Muerto. Había sido un grandullón de pecho fornido, pero ahora se trataba de un desastre despatarrado y maltrecho, cuyo cuerpo machacado por pies y cascos se hallaba bien hundido en el lodo revuelto del campo. La coraza que llevaba en la espalda estaba aplastada y se había roto en algunas partes. La sobreveste que albergaba su escudo de armas, que en vida lo había identificado, estaba hecha jirones y ensangrentada hasta el punto de resultar irreconocible.
Los arqueros tiraron.
—Está atascado —se quejó Tebbe—. Lo mejor sería sacar a este cabrón cavando.
Thorp soltó un instante la pierna del caballero y propinó al fallecido una patada airada.
—Tebbe lleva razón. No vamos a conseguir moverlo —añadió. Hinchó los carrillos y continuó—: Vamos a cortarle el harapo ese y mandárselo a los hombres del rey para que ellos averigüen quién era. Así podremos seguir.
Loveday se quedó callado. Comprendía la frustración de sus hombres. Todos estaban doloridos, hambrientos, sucios, ensangrentados, sedientos y hechos polvo. Entonces le pasó a Thorp su bota, a lo que el arquero de cabello oscuro le gruñó un «gracias» y, después, le dio un buen sorbo. Tragó un par de veces, escupió medio buche del líquido turbio y arrugó el gesto.
—¿Agua?
—Sí —le contestó el cabecilla—. Es lo único que están repartiendo. La cerveza se ha acabado.
Thorp se encogió de hombros, resignado.
—Volveremos a Inglaterra más pronto que tarde. Y menos mal, joder. Allí hay cerveza para hartarse.
En ese momento, se cubrió los ojos ante el sol de finales de verano y miró furioso a su alrededor. Por todas partes había grupos de hombres que, exactamente igual que ellos, se encontraban seleccionando cadáveres y quitándoles cualquier cosa de valor antes de arrastrarlos con los pies por delante para enterrarlos en largos hoyos. Había miles. Todos caídos en la batalla que había tenido lugar dos días antes, junto al vasto, denso y oscuro bosque verde llamado Crécy. Los seis Perros de Essex habían luchado en mitad de aquella batalla. Ahora, organizaban y robaban a sus muertos.
Thorp se giró hacia el caballero y volvió a darle una patada, aunque esta fue con menos fuerza que la anterior. Entonces, Tebbe posó una mano en el hombro de su amigo.
—Vamos —le dijo—. Uno más. No tiene sentido rendirse. Podría llevar algo bueno encima.
Tebbe se echó la larga trenza canosa encima del hombro de un coletazo. Estaba tiesa por el sudor y la sangre seca. Volvió a agarrar el brazo derecho del caballero. Thorp suspiró y le sujetó la pierna del mismo lado. Luego, los dos hombres volvieron a tirar, con las rodillas dobladas, los talones hundidos en el terreno desigual y haciendo fuerza hasta que se les hincharon las venas de la frente.
El guerrero comenzó a ascender con un sonido de succión, pero el brazo izquierdo le salió disparado hacia atrás con torpeza, y cuando los arqueros ya lo tenían medio girado, Tebbe se escurrió y el caballero volvió a caer de boca.
Loveday notó unos pasos pesados y fatigados tras él y se volvió para contemplar la llegada del Escocés. El gigante de temperamento bronco era uno de sus amigos y camaradas más antiguos, aunque tanto en tamaño como en humor fuesen muy diferentes. Aquel día, pese al frío que portaba el aire, el Escocés iba desnudo de cintura para arriba, y lucía con orgullo su amplio torso condecorado con cardenales. En ese momento, sonrió al contemplar al caballero que se encontraba en el suelo y a los arqueros jadeando a su lado. Luego, se quitó unas cuantas costras de mugre de los repugnantes y grasientos mechones de la barba pelirroja.
—Por el taparrabos apestoso de Cristo —dijo—. Estáis trabajando muy duro, cabrones.
Y mientras el grandullón se acicalaba la barba, el cabecilla de los Perros se fijó en los dedos de su amigo, en los que crecía vello anaranjado y resultaban tan gruesos como los pulgares de la mayoría de los hombres. Cada uno de ellos albergaba varios anillos relucientes de oro o plata. El Escocés había estado barriendo el campo de batalla en busca de baratijas.
Entonces, el Escocés vio a Loveday observándolo y giró las manos para mostrarle su botín.
—Tenemos mucho que vender en el siguiente pueblo que visitemos —le comentó Loveday—. Dios sabe que necesitamos algo que llevarnos a casa.
—Eso haremos. Aquí tengo casi dos docenas. Seremos lo bastante ricos como para pasar todo el invierno en un lupanar. —Se rio entre dientes antes de volver su atención a Tebbe y Thorp, que seguían bregando con el caballero medio enterrado—. Apartaos, putos ingleses comidos por las pulgas —les ordenó.
Los arqueros retrocedieron un paso, exhaustos. El Escocés agarró al fallecido con una mano y tiró de él. En cuestión de segundos, le había dado la vuelta al cadáver y lo había dejado caer de espaldas.
—Fácil —dijo con una carcajada.
Tras él, Thorp lanzó las manos al cielo con exasperación.
—Por los cojones del Bautista, Escocés. Nosotros hemos hecho todo el trabajo duro y tú llegas tranquilamente y…
Pero se le fue apagando la voz a medida que bajaba la vista hasta el caballero.
El visor del yelmo del guerrero había desaparecido, y Loveday supuso que aquello le había supuesto la muerte. Le habían golpeado la cuenca del ojo izquierdo con algo pesado y lanzado con fuerza. Al caer, el cráneo se le había hundido y cedido hacia dentro. Alrededor de la herida, la carne se encontraba desgarrada y ennegrecida, y la parte de la frente que se hallaba sobre esta se había hinchado de sangre de forma grotesca.
Aun así, la mitad derecha del rostro resultaba inconfundible, y todos los Perros la reconocieron. Resultaba todavía más feo muerto que en vida, pero el ojo derecho de gorrino y los labios, fruncidos en un tenso mohín pretencioso, solo podían pertenecer a un hombre.
—Sir Robert le Straunge —anunció el Escocés con una risita—. El gordo hijo de puta muerto.
Luego, se arrodilló y meneó el guantelete metálico del caballero hasta quitárselo. Le desató el suave guante de cuero que llevaba debajo. En el tercer dedo, tieso, sir Robert portaba una fina alianza de oro en la que resplandecía un losange grabado con la cabeza de alguna bestia fantástica.
El Escocés le arrancó el anillo y se lo deslizó en la mano izquierda, donde descansó justo por debajo del nudillo de su meñique. Alzó la vista hacia los Perros.
—¿Qué? Ya no va a usarlo y, en todo caso, el cabrón nos debía a todos cuarenta días de paga.
Loveday suspiró. Llevaba razón. Todos cargaban con las cicatrices de siete duras semanas en el campo de batalla, de la marcha a través de la calurosa campiña francesa, de unirse a los asaltos del monarca contra ciudades y poblados, de arriesgar sus vidas y perder a amigos. Lo habían hecho por la misma razón por la que lo hacían todo: para que un hombre rico les pagase por sus servicios y pudiesen volver a sus vidas normales y corrientes con los bolsillos llenos de monedas. Ahora, aquel hombre rico, sir Robert le Straunge, quien los había reclutado para unirse al ejército del rey, yacía muerto a sus pies.
El líder de los Perros se rascó la barbilla.
—No hemos perdido tanto —comentó en un intento de sonar más alegre de lo que se sentía—. Sir Robert tenía predisposición contra nosotros. En cualquier caso, la obligación de pagarnos los cuarenta días ha quedado transferida a…
Thorp lo interrumpió para acabar la frase por él.
—¿Sir Godofredo de Harcourt?
Loveday asintió.
—Sí, a sir Godofredo.
Se hizo un silencio incómodo entre el grupo. Millstone había deambulado hasta allí para unirse a ellos y ahora también miraba los restos de sir Robert con indiferencia. Tras un momento, habló, y su voz, con su suave y enfatizada pronunciación de la erre propia de Kent, sonaba relajada.
—Sir Godofredo ha abandonado la causa del rey. Ha vuelto con Felipe. Vio a su hermano asesinado entre las filas francesas y se le rompió el alma. Hoy ya estoy harto de escuchar la misma historia.
Tebbe resopló con sorna.
—Quien traiciona una vez, traiciona cien. Jodió al rey francés y ahora ha jodido al inglés. Algún día obtendrá su recompensa.
—Que es más de lo que conseguiremos nosotros. —Thorp escupió en el suelo—. Por las uñas y los dientes de Cristo, la paga de toda la campaña se ha esfumado. Esos cabrones adinerados se han hecho más ricos secuestrándose unos a otros para pedir rescates. Y aquí estamos, sin sueldo y bregando con muertos por sus ropas.
Llevaba razón y Loveday lo sabía. Con sir Robert muerto y sir Godofredo desaparecido, los Perros albergaban pocas esperanzas de reclamar el sueldo que les debían por las semanas de lucha. Lo único que podrían llevarse a casa sería la pila mermada de monedas que habían ganado vendiendo su botín a un marinero llamado Gombert en la ciudad de Caen, además de lo que pudiesen quitarles a los caídos antes de que el ejército levantara el campamento para marchar hacia la costa.
El cabecilla observó el campo de batalla, lleno de flechas, escudos rotos y cadáveres desperdigados. Unos pájaros negros de pico afilado saltaban hambrientos por allí. A veinte pasos de donde se encontraban los Perros, una hembra de cuervo estaba hurgando en el globo ocular de un ballestero muerto.
En ese momento, sintió que el peso de la desilusión de sus hombres caía sobre él. Se aclaró la voz para dirigirse a ellos, pero Millstone habló en su lugar.
—No importa. Volvamos al trabajo. Ya estamos aquí. Deberíamos reunir todo lo que podamos, sin importar lo inútil que parezca, y cargarlo en el carro. Los comerciantes de bienes de saqueo no tardarán en llegar.
El Escocés refunfuñó:
—Bueno, y ¿dónde está el puto carro?
Millstone le señaló el camino, donde, durante la batalla, habían volcado de lado carros de madera de todos los estilos y tamaños para formar un muro que retuviese el asalto francés. La mayoría ya estaban derechos y las compañías inglesas los habían reclamado. Loveday atisbó a Romford, el miembro más joven de los Perros, posado sobre uno de ellos.
El chico parecía frágil y delgado. Se le marcaban los pómulos y tenía los ojos rodeados por unas manchas oscuras. Portaba la librea del príncipe de Gales, la que le habían dado durante su corta etapa como escudero del señor de dieciséis años, aunque la chaqueta verdiblanca estaba rasgada y andrajosa, cubierta de lodo y prácticamente irreconocible. El muchacho balanceaba las piernas de un lado a otro con las pupilas clavadas en el suelo, como si buscase algo. Le habían partido el labio superior y se le había formado una costra de sangre, pero los ligeros tirabuzones de su pelo resplandecían dorados al sol de la tarde. Al notar que los Perros estaban hablando de él, levantó la vista y los saludó con un gesto tímido.
Loveday le devolvió el saludo, y el Escocés negó con la cabeza.
—Este no está bien —advirtió.
El cabecilla le hizo caso omiso. En cambio, se giró hacia el caballero caído y preguntó:
—¿Deberíamos enterrar a sir Robert?
El Escocés lo miró como si se hubiera vuelto loco.
—¿Estás de puta coña? Déjaselo a los cuervos.
Para cuando se puso el sol, los Perros habían atestado su carro de cosas y los comerciantes de bienes de saqueo ya habían comenzado a llegar. Algunos no eran más que meros oportunistas: campesinos que vagaban por los caminos junto al bosque para regatear con los ingleses triunfantes. Otros eran artesanos de pueblos cercanos. Los aprendices de herreros pagaban los sacos de puntas de flechas y las herraduras con unas monedas de plata diminutas. Los peleteros discutían el precio de los caballos y los burros muertos, despellejaban sus cadáveres deprisa y se alejaban con paso fatigado y los pellejos empapados y sangrientos colgados de los hombros, como si se tratara de los actores de un belén viviente.
La mayoría de los comerciantes más emprendedores trabajaban en parejas o tríos, levantaban puestos improvisados, anunciaban sus intereses particulares a voces por el campo y enviaban a aprendices para incitar el negocio. Unos compraban monturas y bridas; otros, mazas y espadas. Se formaron filas alrededor de muchos puestos, sobre todo de aquellos en los que los comerciantes repartían tazas de vino gratis.
—Tienen acento —le comentó Romford a Loveday—. ¿De dónde son?
Millstone, que se encontraba en el lado opuesto del carro cargado, intervino para contestarle:
—Son flamencos. —Y arrugó la nariz.
—¿Qué pasa con los flamencos? —quiso saber el chico.
Pero el cantero solo soltó un gruñido.
—Mienten, engañan, estafan, son paganos y unos hijos de puta con la nabo sifilítico —le explicó Tebbe—. Y eso los agradables.
El muchacho pareció quedar satisfecho con la respuesta y, a continuación, se puso de pie y estiró las piernas.
—Flamencos —repitió como si fuese la primera vez que escuchaba aquella palabra. Luego añadió—: Voy a recoger leña para la hoguera de esta noche. —Y se escabulló en dirección a la linde del bosque.
Loveday lo observó marcharse. Pensó que la campaña había cambiado a Romford. El chico había visto cosas que resultaban imposibles de ignorar. El líder de los Perros, de tripa prominente y cabello ralo, sintió una punzada de culpa, como solía ocurrirle siempre que pensaba en el muchacho. Pero, igual que siempre, intentó librarse de ella mediante la razón.
«Ha venido porque ha querido. Igual que todos nosotros».
Tras la marcha de Romford, un joven flamenco no mucho mayor que él se acercó al carro de los Perros. Para entonces, el sol ya estaba muy bajo, el humo salado de la leña flotaban por el campo, y Loveday notó que se le erizaban los vellos del brazo. Por primera vez aquel verano, el aire resultaba fresco.
El chico se acercó a ellos sin miedo y les habló en inglés, aunque con un acento marcado.
—¿Vosotros qué vendéis? —les preguntó.
«¿Voe soh tros khe. Vendis?».
El cabecilla de los Perros echó un vistazo al batiburrillo del carro.
—Armaduras —le contestó—, sobre todo. Corazas, algunas de ellas en buenas condiciones. Dos o tres cotas de malla que se podrían reparar fácilmente. Varias ballestas todavía encordadas. Creo que genovesas. Una pica. Necesita un poco de…
Pero el chaval soltó una carcajada socarrona, y Loveday notó cómo el Escocés y los arqueros se ponían rígidos.
—¿Qué tiene tanta gracia? —le demandó el grandullón—. Por la madre del Señor inclinada sobre la zarza, nuestras cosas son tan buenas como las que te va a vender cualquier cabrón de aquí.
Entonces, el muchacho levantó las manos a modo de disculpa.
—Seguro que lo son, por Dios, pero no podemos pagaros por eso. Ya habéis escuchado la orden del rey.
Los miró a todos sin borrar la sonrisa, disfrutando del hecho de que él sabía algo que aquellos hombres no.
—¿No os habéis enterado? Vuestro rey ha dicho que se han conseguido suficientes armaduras. Ha prohibido que se vendan más. Cree que se las vamos a revender a los franceses. Que es lo que hacemos. —Y se rio—. Los hombres de vuestro monarca están quemándolas y fundiéndolas. Creo que podéis oler los fuegos.
Tebbe negó con la cabeza.
—Por los intestinos de Dios, no te creo. Tengo a la parienta en casa esperando a que vuelva con al menos unos puñeteros chelines. Dinos un precio ya o lárgate.
Loveday admiraba el espíritu del arquero, pero en ese momento los Perros ya olían el carbón ahumado y la fuerte esencia del metal derretido.
El chico estaba a punto de replicarle cuando de entre la penumbra del campo apareció un caballero alto, de mandíbula cuadrada, hombros descomunales y cabello largo y castaño. Portaba la librea de William de Bohun, conde de Northampton y condestable del ejército de Inglaterra. Al verlo, los modales arrogantes del muchacho se evaporaron. De hecho, comenzó a mirar de forma sospechosa a su alrededor, ponderando la posibilidad de salir huyendo.
Pero el hombre tomó la decisión por él. Con dos largas zancadas, llegó hasta las Perros y, con el mismo sencillo movimiento, alargó un brazo y agarró al joven flamenco por la nuca. El chico se retorció y aulló.
—Sir Denis —lo saludó Loveday a la vez que asentía en agradecimiento.
Sir Denis de Moreton-on-the-Weald le sonrió. Las líneas de expresión se le amontonaron en los rabillos de los ojos, aunque estos tenían algo firme e inquebrantable. Sacudió su larga melena, que curiosamente seguía limpia y brillante.
—Perros de Essex —contestó haciendo una media reverencia—. ¿Os está molestando este joven canalla?
Loveday forzó los hombros hacia atrás e intentó imitar la postura de espalda recta del caballero.
—No, sir Denis. Estaba… Teníamos la esperanza de conseguir un pequeño beneficio con el botín de la batalla.
El muchacho volvió a revolverse, pero el guerrero lo sacudió como si se tratase de un cachorrito. A continuación, le dedicó una sonrisa educada al cabecilla a modo de invitación para que continuara.
—Estábamos… Hemos tenido un infortunio —continuó, balbuceando—. Sir Robert… Sir Godofredo… Esperamos que antes de volver a Inglaterra…
El hombre asintió.
—Estamos destruyendo las armaduras, no vendiéndolas.
—¿Y qué pasa si nosotros las vendemos? —gruñó el Escocés.
—Creo que lo sabes.
Sir Denis soltó al chico, que se quedó frotándose la nuca airado, aunque no se atrevía a alejarse.
—Podéis llevar las piezas que habéis recogido a los herreros por la mañana —les informó el caballero—. El rey os pagará un penique por pieza. —Se quedó un momento callado—. Aunque yo no perdería el tiempo. Si queréis una paga de verdad, deberíais buscar a mi señor, Northampton. Creo que se acordará de vosotros. —Y volvió a soltar otra carcajada—. No todos vamos a volver a Inglaterra —concluyó, mientras les guiñaba un ojo—. Pero yo no os he dicho nada.
—¿Que no vamos…? —comenzó a protestar Thorp.
Pero, mientras lo hacía, Romford regresó arrastrando dos enormes ramas tras él y silbando flojito para sí.
—Leña —anunció, a modo de explicación.
Sir Denis le observó como si estuviese intentando ubicarlo.
—Te conozco —comentó con aire pensativo, pero no añadió nada más. En cambio, se volvió hacia Loveday—. Piénsalo —le recomendó—. Y tú —dijo mientras alargaba el índice y el pulgar y le daba un fuerte capirotazo al chaval flamenco en la oreja—. Lárgate.
Luego, entrelazó las manos como si estuviese rezando, señaló con ellas a los Perros y se fue con paso largo.
El chico flamenco fulminó con la mirada la espalda del caballero y, acto seguido, también echó a andar.
Pero el Escocés le gritó para que volviese.
—¡Eh, chico! ¿Compras anillos? —Y levantó la mano derecha para alardear de sus dedos cubiertos de sortijas.
El muchacho se giró. Entonces se metió la mano dentro de la camisa ancha de lino y sacó un trozo grueso de soga que llevaba atado al cuello. De este pendían al menos cuarenta anillos engarzados en ónice y cristales, piedras preciosas verdes y rubís. Luego, se lo quitó del cuello y empezó a darle vueltas alrededor del dedo índice, haciendo que los anillos chocaran entre sí.
—¿Sabes cuántos señores han muerto aquí? —gritó.
«Ló res jan mwer toh».
Cogió el collar, volvió a ponérselo por la cabeza y se lo metió debajo de la camisa.
—Hoy todo el mundo tiene un «a nee yo».
El Escocés dejó caer los hombros y no dijo ni una palabra más. Loveday le dio una palmadita en la espalda como para consolarlo, y todos los Perros pasearon la vista por el campo, lleno de cadáveres y posesiones abandonadas. Un humo denso proveniente de las fraguas reales soplaba a ráfagas y el atardecer estaba dando paso a la noche. El chico flamenco se alejó de ellos y les sacó la lengua mientras se marchaba. Antes de que hubiese recorrido más de veinte pasos, ya se había desvanecido entre las sombras.
Hemos vivido del campo con gran dificultad y nuestros hombres han sufrido muchos daños […]. Nos encontramos un apuro tan doloroso que la revitalización de nuestras provisiones debe verse satisfecha…
Carta a Inglaterra de un secretario real, septiembre de 1346
Romford ayudó a Millstone a preparar la hoguera para pasar la noche con la madera que había recogido del bosque, y los Perros se sentaron a su alrededor para contemplar el atardecer. Tomaron una cena exigua conformada por un pan arenoso hecho sin levadura y las ya conocidas gachas insípidas del Escocés. Estaban exhaustos. El grandullón y los arqueros, Tebbe y Thorp, siguieron quejándose de que los hombres del rey no les proporcionaran cerveza.
—Nos están torturando, joder —se lamentó el Escocés—. Después de todo lo que hemos hecho.
Loveday trató de calmarlos, pero no lo escucharon.
Así que, mientras el fuego crepitaba y las nubes y las estrellas iban a la deriva, los Perros refunfuñaban o charlaban sobre temas triviales: el frío de la noche, la posibilidad de lluvia o de sol del día siguiente, y a la hora a la que podrían levantar el campamento. De vez en cuando hablaban de sus hogares, de los que hasta el momento Romford no había escuchado mención alguna. Tebbe y Millstone conversaron sobre sus esposas y otras mujeres que los estaban esperando. El Escocés, de las tabernas que echaba de menos.
Ninguno mencionó sus hazañas en la batalla. La euforia de la contienda se les había pasado hacía mucho. Les costaba recordar lo que habían hecho. El muchacho intentó acordarse de lo que había visto y sentido, pero los pensamientos solo le llegaban a pedazos. Sabía que en algún momento había estado gateando entre pies y pezuñas. Otro en el que se había quedado sordo por algún arma que emitió un rugido tremendo y unas columnas de nubes de humo que olían a huevo podrido. Recordaba haber disparado una flecha entre el humo pestilente. Rememoraba el olor a pis y a estiércol de caballo. El arañazo del polvo y la arenilla en la nariz y la garganta, el labio partido por culpa de una bota extraviada y los ojos escociéndole a la vez que se encontraban con los de los muertos y los moribundos.
Pero no era capaz de unirlo todo en una historia que tuviese sentido. Tampoco podía conectar la emoción y el terror de aquel momento reciente con lo que sentía ahora, incluso a pesar de yacer en la tierra en la que todo aquello había tenido lugar. No tenía ni idea de si era normal. A diferencia del resto de Perros, era su primera vez en la guerra. ¿Acaso todas las campañas terminaban así? Hacía tiempo, cuando su padre y su hermano lo arrastraban por las tabernas de Londres, había oído a soldados hablar sobre la guerra como si se tratase de un juego heroico lleno de aventuras que acababa con la gloria o el impresionante misterio de la muerte. Pero su padre había fallecido en la horca. Su hermano se había esfumado y se hablaba de él como si también se encontrase bajo tierra. Y ahí estaba él, Romford, sentado con sus camaradas, robando a los muertos y hablando del tiempo.
Entonces, palpó dentro de su aljaba.
Cuando estaba en el bosque rebuscando leña, había encontrado algo interesante acurrucado en una montaña de corteza de roble podrida. Se trataba de un tipo de hongo (un carboncillo que se alzaba en tallos gruesos y marrones que portaban un sombrero plano y blanquecino del color de un hueso seco). Lo reconoció porque desprendía el mismo hedor que las tabernas de Londres de su niñez. Había escuchado que los hombres lo llamaban de distintas maneras. Algunos lo conocían como musgo de pantano, y otros como el moho del loco. Los impíos se referían a él como cuerpo de Cristo u hostia. Todos declaraban que difuminaba la frontera entre el sueño y la vela. Él nunca lo había probado, pero un amigo de su padre, de mirada esquiva, cuyo rostro y bigotes erizados le daban la apariencia de una rata del Támesis, le había dicho que revelaba dónde los ángeles y los santos caminaban entre nosotros.
Romford sopesó todo aquello. Hacía mucho tiempo desde la última vez que había saboreado algo del polvo que le adormecía la mente y solía robar de las boticas. No sabía cuándo podría volver a encontrar algo. Y aquella hostia había crecido tan copiosamente en la corteza de roble que le parecía una oportunidad demasiado buena como para dejarla pasar. Así que llenó el carcaj hasta la mitad. Se deslizó unos pedazos de la carne blanda en la boca y masticó. Casi no sabía a nada.
Para su decepción, tampoco hizo mucho efecto. El muchacho estaba acostumbrado a los polvos de los boticarios, que hacían efecto en cuestión de segundos, le dormían la boca y le relajaban el cerebro. La hostia no cumplía tal propósito. Romford creyó ver un cierto resplandor nuevo en las llamas de la hoguera mientras escuchaba a los Perros sorber sus gachas sentado, pero eso fue todo.
Durante un instante le preocupó haber cogido algo que no fuese hostia. Algo que le sentase fatal. Pero no sintió náuseas. Después de un rato, se ciñó la fina manta de lana alrededor de la espalda y los hombros, se tumbó cerca del fuego y se echó a dormir.
El chico se despertó en mitad de la noche al oír unas suaves voces alrededor de las ascuas de la hoguera. Intentó no moverse debajo de la manta para que nadie se enterase de que se había espabilado, y se limitó a permanecer tumbado y escuchar.
—Cuéntanos otra vez lo que viste.
Loveday hablaba en voz baja, como si temiese que alguien lo oyese.
Luego sintió al Escocés soltar una risa por la nariz.
—Por Cristo en el árbol, Loveday, ¿cuántas veces vas a hacerle hablar de lo mismo? Iba en busca de la pandilla de Hugh Hastings, llegó hasta algún antro de mala muerte de un puerto cerca de Flandes y vio…
—No fue exactamente así.
Esa era la suave voz de Millstone.
—Como cojones fuera, más o menos pasó así. Venga, Loveday. Ya lo has escuchado. A lo mejor vio al Capitán. Lo más probable es que se tratase de alguien que se parecía a él. No está seguro. Hasta donde sabemos, hace tres días ese cabrón desleal estaba muerto, con el demonio y recibiendo su merecido. No hay razón para pensar algo distinto.
—Era él —intervino el cantero sin alterarse—. Sé que era él.
El Escocés resopló de nuevo.
—¿Y qué si lo era? El tipo nos jodió a todos. ¿Por qué nos iba a importar siquiera si está vivo o muerto? —Y escupió—. Si vuelvo a verlo, va a desear haber pasado a mejor vida. Señor, ¿de verdad que no tenemos nada que beber, coño?
Tebbe se tiró un pedo durmiendo, gruñó aliviado, se giró y comenzó a roncar.
—Habrá bebida en cuanto nos movamos —le informó el cabecilla—. Mañana nos dirigiremos a la costa. Allí habrá barcos y marineros. Y, si hay marineros… —Pero se le apagó la voz y dejó la pregunta del Escocés sin respuesta—. Millstone. Por favor. Vuelve a contármelo, solo una vez más.
Con un suspiro de irritación, el barbudo pelirrojo se alejó de la conversación y se tumbó. Segundos después, él también estaba roncando.
El cantero exhaló.
—No fue exactamente como ha dicho. Pasó después de Saint-Lô y… todo lo que sucedió allí.
Romford tembló bajo la manta. Recordaba Saint-Lô demasiado bien. Millstone le había salvado la vida en una botica de allí al rescatarlo de Shaw, el monstruoso líder del equipo de Anglia Oriental que había atormentado a los Perros desde la primera parte de la marcha. Millstone le hizo añicos el cráneo con su martillo. Le desparramó los malignos sesos por el suelo. Romford le debía la vida al fuerte y callado cantero, aunque también sabía que toda la pandilla había sufrido por aquello. Él porque lo alejaron y lo enviaron al príncipe, que lo trató con amabilidad, luego con crueldad y le acabó rompiendo el corazón. Millstone porque se vio obligado a huir de la venganza de sir Robert. Y el Padre…
El Padre estaba muerto. Un obispo loco lo había tirado desde la cima de una torre. Pero ahora el chico veía en su mente al viejo cura agazapado en el suelo de la botica, igual que un simio encolerizado. La imagen resultaba tan vívida que lo conmocionó. Era como si de verdad el Padre volviese a estar allí. Con cara de loco y la sangre goteándole de los diente rotos y marrones. Lo miró a los ojos y gruñó, pero Romford sacudió la cabeza y este desapareció. Luego, siguió escuchando.
—Después de Saint-Lô… —estaba diciendo Loveday.
Millstone se aclaró la voz.
—Volví a la costa. Me mantuve alejado de los caminos y me dirigí al norte. Cuando llegaba a los pueblos, me ceñía a los puertos, porque ahí hay todo tipo de personas: franceses, italianos… y un montón de flamencos. La mayoría mercaderes y comerciantes buscando sacar tajada de la guerra. Se hablaba mucho de que otro ejército estaba por llegar. Uno de los nuestros. Desde el norte. Y de barcos que traían nuevas tropas. El problema era que nadie sabía dónde desembarcarían esas naves.
»Yo solo quería volver a casa, así que pregunté en los sitios de siempre para ver si había alguien que pudiese solucionar ese tipo de temas. La gente no dejaba de decir que todos los puertos ingleses permanecían cerrados salvo al tráfico militar, pero que existía un hombre que podía arreglármelo. Lo llamaban todo tipo de cosas. El Quemado. El Quebrado. El Tullido.
»Llegó a mis oídos que se encontraba en un pueblo llamado Calais. O que se hallaba en algún lugar de nombre Crotoy. O que se había marchado a Gante para vengarse de quien lo había quebrantado. Oí tantas cosas discordantes sobre él. Me parecía peligroso preguntar más de la cuenta, así que dejé de ir tras él y decidí buscar al otro ejército.
Loveday no decía nada y escuchaba con atención. En ese instante, Romford se removió en el suelo, intentando que pareciera que seguía dormido. Después, entreabrió el ojo derecho y vio el rostro del cabecilla de la banda iluminado por el pálido naranja de las ascuas de la hoguera. Volvió a cerrar los ojos con fuerza.
Millstone continuó:
—Estaba volviendo hasta aquí desde la costa cuando lo vi. Había un grupo de tres o cuatro mercaderes que habían parado para que sus caballos pastasen al lado del sendero. Tenían un par de carros con jaulas en la parte trasera, de esas en las que meten a los prisioneros cuando se los llevan para colgarlos. ¿Sabes a lo que me refiero?
—Sí.
—Bueno, no les hubiese hecho ni caso; pero, mientras estaban ahí parados, había un tullido a su lado. Parecía estar siguiéndolos, intentando conseguir algo de ellos. O descubrir cualquier cosa. Caminaba de esa forma tan rara. Como en los barcos, ¿sabes?
En ese instante, Romford comprendió a qué se refería el cantero. Aunque estaba tumbado en el suelo, sintió que volvía a encontrarse en la coca Saintmarie que los había llevado hasta la playa hacía semanas. Se sacudía de un lado a otro. Razón por la cual los hombres caminaban con las piernas agarrotadas. Le entraron ganas de vomitar, justo como cuando se encontraba en el mar.
El cantero continuó:
—En fin, yo me quedé cerca del seto para no correr riesgos con nadie. Me mantuve al lado contrario del camino. Pero lo vi. Tenía algo en la cara. Una mirada. ¿Sabes lo que solíamos decir sobre que el cabrón siempre fue guapo? ¿Sobre lo orgulloso que estaba de ello?
—Sí.
—Llevaba un sombrero calado, pero me miró directamente y lo supe. Eran sus ojos. Había envejecido, claro…
—Ya han pasado más de dos años.
—Sí, pero había envejecido mucho. Como si perteneciese a otra era. Estaba del todo gris… Aunque tenía la piel enrojecida y con ampollas. Y la pierna… No puedo asegurar nada, pero creo que no era suya. Estaba hecha con algún hueso de animal o madera. Seguro que ha pasado una mala racha. Pero sus ojos…
—¿Te reconoció?
—No creo. No lo sé.
Mientras Romford continuaba tumbado en la penumbra, el hombre que Millstone describía al cabecilla tomó forma en la oscuridad. Su rostro resultaba todavía más inquietante que el del Padre, aunque no lo hubiese visto nunca. El chico ahogó un grito y abrió los ojos. La cara se derritió en las ascuas moribundas de la hoguera.
Se incorporó.
Los dos hombres clavaron sus pupilas en él.
—¿Una pesadilla, muchacho? —le preguntó Millstone.
No sabía qué contestar, así que negó con la cabeza. Detrás de los dos Perros, vio que las estrellas todavía no habían desaparecido. Cada una ardía con una luz que no podía brillar más. Como si no fuesen estrellas, sino ángeles sosteniendo espadas en llamas que le apuntaban solo a él. E intentó taparlas con la mano.
—¿Te encuentras mal? —quiso saber Loveday.
—No… Quiero decir…, me he comido una cosa —respondió.
La voz se le estiró igual que la cuerda de un arco, se tensó y luego se aflojó. Le dio hipo y el corte del labio le escocía.
Desde alrededor de la hoguera, Thorp dijo entre dientes:
—Por los huesos de los santos, ¿es que no vais a cerrar el puto pico? Sois peores que la parienta en casa. Intento dormir.
—Descansa un poco —le aconsejó el cantero a Romford, y, luego, le comentó a Loveday—: Te lo digo. Eso es lo que vi. Sé que no es mucho, pero con eso me bastó. ¿Qué nos dijo cuando nos abandonó?
El cabecilla de los Perros respiró hondo y exhaló poco a poco.
—Dijo que no mirábamos la guerra desde el punto de vista correcto. Que se acercaba un nuevo mundo y que la forma que teníamos de hacer las cosas estaba llegando a su fin. Que había llegado el momento de buscar fortuna en lugares nuevos, poniendo nuestras propias condiciones. Se refería a sí mismo.
—Exacto —afirmó el cantero—. ¿Y qué más?
—Dijo que teníamos que cambiar o el mundo avanzaría y nos cambiaría él.
Millstone asintió.
—Bueno, él ha cambiado. ¿Nosotros también?
Romford se aferró al terreno a su alrededor al sentir que la Tierra se inclinaba. Que podía caerse de ella. Millstone notó que seguía despierto.
—Chico, vete a dormir —le ordenó—. No tienes que preocuparte por nada de esto. Solo estamos charlando sobre un viejo amigo.
—Un viejo amigo —repitió el muchacho a la vez que intentaba combinar su voz con el eco de la de su compañero—. Charlando sobre un viejo amigo.
Entonces miró tras él, y ahí estaba sentado el Padre.
—Frótame las encías, chico —le pidió mientras abría la boca.
Parte de la mandíbula se le descolgó y cayó. Rodó hacia la hoguera, como si las llamas hambrientas la hubiesen arrastrado hasta ellas. Tocó el fuego y ardió en un instante.
El Padre desapareció.
La voz de Millstone era más severa, resonaba por el campo y retumbaba igual que la extraña arma durante la batalla.
—Duérmete, chico, duérmete, chico, duérmete, chico —dijo.
De pronto aterrado, Romford chilló y se retorció bajo la manta, se cubrió la cabeza y se hizo un ovillo.
—Déjalo tranquilo —escuchó decir a Loveday.
El muchacho apretó los ojos todo lo fuerte que pudo y contuvo la respiración. Enseguida todo se había vuelto negro y silencioso. Y los sueños comenzaron a llegar. Sintió que estaba pegado a la espalda del príncipe dentro de una tienda cálida, donde un pájaro batía las alas en la lona de arriba. Vio al Padre y a Hormiga, vivos otra vez y riéndose por alguna broma antigua. Vio a la mujer que había conocido en una ciudad llamada Valognes, cuyos ojos pasaban a toda velocidad de un lado a otro mientras afilaba un cuchillo. Oyó el rugido de las armas humeantes.
Contempló a hombres ahorcados con los ojos salidos de las órbitas, y a hombres ricos en la mesa de un banquete llenándose la boca de comida y repartiendo pilas de monedas. Vio a su padre muriéndose en el patíbulo y a su hermano borracho en una cuneta de Southwark después de que le hubiesen pateado la barriga y pisoteado los dedos por culpa de otra deuda del juego sin saldar. Observó a una mujer y pensó que podría haber sido la madre que jamás conoció.
Y volvió a ver la cara del hombre llamado el Capitán, un tullido cuyo recuerdo tanto atormentaba a Loveday y Millstone. Todos parecían intentar hablarle, pero de sus bocas brotaba una lengua que él no comprendía. Una que todavía no había aprendido.
Intentar escuchar algo lo agotó. Y, cuando se despertó por la mañana, estaba tan cansado como antes de dormir, además de helado hasta los huesos. El suelo estaba congelado. Una ligera lluvia se precipitaba desde un cielo liso y gris.
Y el conde de Northampton se cernía sobre él.
El rey de Inglaterra deseó mantener el amor de los flamencos porque se pusieron de su lado […] y porque podían probar ser de gran valor.
Crónicas de Jean Froissart
—Por Cristo en un burro de tres patas. Qué hijos de puta, los santos deben haberos confundido con seis tarados que merecían la salvación.
El conde de Northampton estaba de buen humor. Dio una palmada con las manos desprovistas de guantes y se las calentó en la hoguera reavivada de los Perros. La llovizna que llevaba cayendo toda la mañana le dejaba gotitas en los hombros ribeteados con pelo de su capa. Loveday pretendía ir en su búsqueda, pero el impaciente noble dio con ellos primero.
—Dios ha encontrado apropiado salvarnos un día más, mi señor —dijo el cabecilla.
El fondo de la boca le sabía al humo del fuego. En ese momento, tosió y escupió una flema cenicienta.
—Sí, bueno, el reino de los cielos está lleno de putos misterios.
Y miró a sus guardaespaldas, sir Denis de Moreton-on-the-Weald y sir Adrian, una silueta esbelta y seria con la piel oscura y un cabello rapado con canas incipientes. Los dos caballeros se quedaron atrás haciendo como que no escuchaban a su señor.
—¿No es eso lo que nos dice la Biblia, chicos?
—Un predicador no lo hubiese dicho mejor, mi señor —le contestó sir Denis.
Northampton soltó un gruñido que no llegó a ser una carcajada. Luego, observó a los Perros y entornó los ojos.
—Antes erais más.
Loveday asintió con solemnidad. No solo habían perdido a Hormiga y al Padre. Habían comenzado la campaña con una pareja de arqueros galeses en su banda (unos hermanos llamados Darys y Lyntyn), pero los habían abandonado hacía ya muchas semanas: robaron varios buenos caballos a una pareja de cardenales y desaparecieron en el campo francés. El Perro tosió al dirigirse a Northampton.
—Sí, mi señor. Como recordaréis…
—FitzTalbot, no recuerdo la última vez que cagué bajo un techo, pero no soy un puto ciego. Puedo ver que habéis sufrido bajas. ¿Perdisteis hombres durante la batalla o antes?
—Antes, mi señor.
—Bien. —El conde se rascó el mentón, con la barba recién recortada. Se dio cuenta de la presencia de Romford, que se encontraba en el suelo y acababa de despertarse, y le dio un puntapié con la bota de cuero—. Levanta, chico.
El muchacho enseguida se puso en pie y parpadeó confuso. Después se escabulló del alcance del conde y se quedó junto a los otros Perros, con la manta andrajosa sobre los hombros para protegerse de la llovizna. Loveday hizo una mueca. El chaval se había pasado toda la noche balbuceando en algún extraño idioma de sus sueños.
Northampton lo dejó en paz.
—¿Tomasteis algún prisionero durante la batalla?
El cabecilla de la banda le dedicó una mirada inexpresiva.
—No, mi señor. Nosotros…
—No estaríais aquí si fuese así, ¿verdad? Os habríais ido por ahí para vendérselos a los putos chavales de los rescates. —Entonces, el conde se quedó un momento callado y consideró los asuntos—. Bueno, necesitamos engancharos a otra banda —dijo tras unos segundos—. No servís de nada siendo seis.
Loveday notó que se le formaba un nudo en el estómago.
—¿Otra banda? Mi señor, creíamos que volvíamos a casa…
—¿A casa? —De pronto soltó una risotada—. Sí, eso estaría bien, ¿no, FitzTalbot? A mí me gustaría volver a casa. Darle un beso a mi mujer, follarme a mi novia…, pero, por si no te habías dado cuenta, acabamos de conseguir la victoria más famosa contra los franceses desde que el gran sultán de los camelleros le bajó los calzones a san Luis y lo mandó huyendo de vuelta a su madre con disentería y ladillas.
Loveday no tenía la más remota idea de a qué se estaba refiriendo, pero el conde no se dio cuenta ni le importó. Este se pasó los pulgares por las espesas cejas canosas para quitarse el agua y la echó hacia atrás.
—Las buenas noticias, si es que tienes ganas de escucharlas, son que nos dirigimos a la costa. Supongo que eso es casi casa. Entiendo que estaremos lo bastante cerca de Inglaterra como para que puedas oír al vigilante nocturno del castillo de Dover meneándose el nardo si el viento es el adecuado.
»Y, si tenemos suerte de verdad, conseguiremos algunas provisiones frescas. Tendréis algo más que fango para comer y beber.
El conde volcó un bol de madera de los Perros que contenía los restos de la última cena. No cayó nada. Aquella porquería estaba pegada a las paredes.
—Pero, a no ser que os hayáis quedado sin pies o llevéis vuestros intestinos en una talega de cuero a todas partes, el rey os demanda cortésmente que permanezcáis por aquí.
»Quiere terminar lo que ha empezado, lo que significa tomar un puerto fortificado como es debido a lo largo de la costa y convertirlo en un pedacito de Inglaterra. Así que tenemos trabajo entre manos. —El hombre puso los brazos en jarras—. ¿Alguna pregunta?
—¿Por qué? —quiso saber Millstone.
Northampton frunció el ceño.
—Por qué, ¿qué?
La expresión del cantero permaneció inalterable.
—Hemos ganado. ¿Por qué estamos haciendo esto ahora?