Los mil y un fantasmas - Alejandro Dumas - E-Book

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Alejandro Dumas

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Beschreibung

Poco se conoce la faceta del relato corto fantástico y de terror del escritor clásico romántico Alejandro Dumas, autor de novelas como "Los tres Mosqueteros" o "El conde de Montecristo".

Viajero incansable, Dumas recorre Europa, Próximo Oriente y el Norte de África recogiendo tradiciones, leyendas y fábulas. En 1849 comenzó en la revista francesa Le Constitutionel un serial que incluía quince relatos de Dumas bajo el título de "Los mil y un fantasmas", en clara alusión a "Las Mil y una noches". En este serial cada historia da pie a la siguiente, y los comensales de una cena tras una partida de caza, al igual que Sherezade, se suceden en su emocionante narración de sucesos vividos por cada uno de ellos.

 

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Veröffentlichungsjahr: 2025

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Alejandro Dumas

Los mil y un fantasmas

Tabla de contenidos

LOS MIL Y UN FANTASMAS

UN DÍA EN FONTENAY-AUX-ROSES

A M***

I. La calle de Diana, en Fontenay-aux-Roses

II. El callejón des Sergents

III. El Interrogatorio

IV. La casa de Scarron

V. El bofetón de Carlota Corday

VI. Ángela

VII. Alberto

VIII. El gato, el alguacil y el esqueleto

IX. Los sepulcros de San Dionisio

X. El Panadero

XI. El brazalete de pelo

XII. Los montes Cárpatos

XIII. El castillo de Brankovan

XIV. Los dos hermanos

XV. El monasterio de Hango

UNA COMIDA EN CASA DE ROSSINI

I

II. El juramento

III. Los dos estudiantes de Bolonia

IV. Los bandidos

LA MUJER DEL COLLAR DE TERCIOPELO

I. El Arsenal

II. La familia de Hoffmann

III. Un enamorado y un loco

IV. Maese Gottlieb Muir

V. Antonia

VI. El juramento

VII. Una de las puertas de París en 1793

VIII. De cómo los Museos y Bibliotecas estaban cerradas, pero de cómo la Plaza de la Revolución estaba abierta

IX. El juicio de Paris

X. Arsenia

XI. La segunda representación del juicio de Paris

XII. El bodegón

XIII. el retrato

XIV. El tentador

XV. El número 113

XVI. El medallón

XVII. En una casa de la calle de San Honorato

XVIII. Conclusión

LOS MIL Y UN FANTASMAS

Alejandro Dumas

UN DÍA EN FONTENAY-AUX-ROSES

A M***

Con frecuencia me habéis dicho —en aquellas placenteras veladas que van siendo raras, donde cada cual charla a su placer dando forma a los ensueños del corazón, entregado a los caprichos del ingenio o desperdiciando el tesoro de los propios recuerdos—, a menudo me habéis dicho que después de Scheherezada y Nodier, era yo el más entretenido narrador de cuentos que habíais oído.

En esto me escribís hoy diciéndome que mientras aguardáis de mí una larga novela por de contado, una de aquellas interminables novelas como escribo yo, y en las cuales hago entrar a todo, un siglo, quisierais que os enviase algunos cuentos, dos, cuatro o seis volúmenes, lo más, pobres flores de mi jardín que vais a lanzar al viento en medio de las preocupaciones políticas, entre el proceso de Bourges, por ejemplo, y las elecciones de mes de mayo.

Pero ¡ay amigo mío!, la época es triste y he de advertiros que mis cuentos no serán alegres. Me permitiréis tan sólo que cansado de lo que veo pasar todos los días en el mundo real, vaya a buscar mis cuentos al mundo imaginario. ¡Ah!, por desgracia, temo que las inteligencias algo superiores, algo poéticas, algo soñadoras, se hallen a estas horas donde se halla la mía; es decir, en busca del ideal, el único refugio que nos deja Dios contra la realidad.

Ahí me tenéis ahora mismo rodeado de cincuenta volúmenes abiertos con ocasión de una historia de la Regencia que acabó de concluir, y que os suplico, si acaso de ella habláis, que invitéis a las madres a no dejar leer a sus hijas. Ahí me tenéis, repito, y mientras estoy escribiendo, se fijan mis ojos en una página de las memorias del marqués de Argenson, donde, debajo de estas palabras: De la conversación en otro tiempo y de la conversación en el día, leo estas otras:

«Estoy persuadido que en la época en que el palacio de Rambouillet daba el tono a las personas de mundo, había quien sabía escuchar bien y razonar mejor. Se cultivaba entonces el gusto y el ingenio. He logrado alcanzar modelos de ese género de conversación entre los ancianos de la corte, con quienes he tenido relaciones. Propiedad en las palabras, energía, finura, nada les faltaba; usaban algunas antítesis, epítetos que aumentaban el sentido; profundidad sin pedantería, jovialidad sin malicia». Precisamente hace cien años que escribía las anteriores líneas el marqués de Argenson. Poco más o menos tenía en la época que las escribió, la edad que tenemos nosotros, y como él, mi querido amigo, podemos decir:

—Hemos conocido a ancianos que eran lo que no somos nosotros, esto es, hombres de mundo.

Nosotros los hemos visto, pero no los verán nuestros hijos. A esto se debe, aun cuando no valgamos gran cosa, que valgamos a lo menos más de lo que valdrán nuestros hijos.

Verdad es que cada día damos un paso hacia la libertad, la igualdad, la fraternidad, tres grandes palabras, que la revolución del 93, la otra, la viuda con título, arrojó en medio de la sociedad moderna, como hubiera podido hacerlo con un tigre, un león o un oso vestidos con pieles de carnero palabras vacías, desgraciadamente, y que se leían a través de la humareda de julio sobre nuestros monumentos públicos acribillados a balazos.

No quiere decir eso que sea yo un retrógrado. Yo… yo ando como los demás, yo… yo soy el movimiento. Líbreme Dios de predicar la inmovilidad. La inmovilidad es la muerte. Pero ando como aquellos hombres de que habla Dante, cuyos pies van hacia adelante, es verdad, pero cuya cabeza está vuelta hacia atrás.

Y lo que de eso antes que todo, lo primero que echo de menos, lo que mi retrógrada mirada busca en lo pasado, es la sociedad que se va, que se evapora, que desaparece como uno de los fantasmas de que voy a contaros la historia.

Aquella sociedad que ponía en práctica la vida elegante, la vida amable y cortesana; la vida en fin que merecía la pena de ser vivida (perdonadme el barbarismo, porque como no soy de la Academia bien puedo arriesgarlo) aquella sociedad ¿murió o la matamos nosotros? A propósito; recuerdo muy bien que cuando niño me llevaba mi padre a casa de Mme. de Montesson, una gran señora, esto es, una mujer del otro siglo. Se había casado, hacía cerca de sesenta años, con el duque de Orleáns, abuelo del rey Luis Felipe; tenía noventa; habitaba en un suntuoso y rico palacio de la Chaussée d’Antin y le pasaba Napoleón una renta de cien mil escudos.

—¿Sabéis a qué título figuraba inscrita esa renta en el libro rojo del sucesor de Luis XVI? —No.

—Pues bien, Mme. de Montesson recibía del emperador una renta de cien mil escudos por haber conservado en su salón las tradiciones de la buena sociedad del tiempo de Luis XIV y Luis XV.

Precisamente la mitad de lo que da hoy la Asamblea a su sobrino, para que haga olvidar a Francia lo que quería hacerle recordar su tío.

Vos no creeréis una cosa, mi querido amigo, y es que esas dos palabras que acabo de tener la imprudencia de pronunciar «la Asamblea», me vuelven directamente a las memorias del marqués de Argenson.

—¿Cómo es eso?

—Vais a verlo.

«Nos lamentamos, dice nuestro marqués, de que actualmente no hay conversación en Francia. Conozco perfectamente la razón de ello. Todo está en que la paciencia de escuchar disminuye cada día en nuestros contemporáneos. Escuchamos mal, o por mejor decir, no escuchamos. Así lo he notado en la mejor sociedad que frecuento».

Ahora bien, mi querido amigo, ¿cuál es la mejor sociedad que en nuestros días se puede frecuentar? Será ciertamente la que ocho millones de electores han juzgado digna de representar los intereses, las opiniones, el genio de la Francia, en una palabra: la Asamblea.

Pues bien, entrad en la Asamblea el día y a la hora que más os plazca. Podéis apostar ciento contra uno que encontraréis en la tribuna un hombre que habla y en los bancos quinientas o seiscientas personas, no que le escuchan, sino que le interrumpen.

Tan cierto es lo que digo como que existe un artículo en la constitución de 1848 que prohíbe las interrupciones.

Con eso, figuraos el número de bofetones y puñetazos dados en la Asamblea de un año acá, tiempo que lleva de estar reunida: ¿son innumerables?

Siempre en nombre, por supuesto, de la libertad, de la igualdad, de la fraternidad.

¿Verdad, que echo de menos muchas cosas, mi buen amigo, con no haber llegado a la mitad de mi vida? Pues la que más echo de menos entre todas las que se han ido o que se van, es la que más lloraba el marqués de Argenson hace cien años la cortesía.

—Juzgad, pues.

Si se hubiese dicho al marqués de Argenson por ejemplo, en la época que escribía estas palabras: «he aquí a lo que en Francia hemos llegado: cae el telón: desaparece todo espectáculo; y sólo suenan en torno silbidos. Bien pronto no tendremos ni galanos narradores en sociedad, ni artes, ni pinturas, ni palacios. Pero sí envidiosos de todo y en todas partes», si se le hubiese dicho que llegaríamos —yo a lo menos—, a envidiar aquella época, ¡cuánto se hubiera asombrado, el buen marqués de Argenson!, ¿verdad? Y sino, dígaseme: ¿qué hago yo? Vivo con los muertos bastante, con los desterrados un poco. Procuro hacer revivir las sociedades extinguidas, los hombres desaparecidos los que olías a ámbar en lugar de oler a tabaco; los que se dirigían estocadas en lugar de darse puñetazos.

Y he aquí, amigo mío, por qué cuando yo hablo os admiráis de oír una lengua que no habla nadie más; he ahí por qué me decís que soy un divertido narrador de historias; y por qué a mi voz, eco del pasado, atienden aún los presentes que escuchan tan poco y tan mal.

Al cabo y al fin, como los venecianos del siglo XVIII a los cuales prohibían las leyes suntuarias llevar otra cosa que lienzo y burriel, estamos deseosos de ver ondular la seda y el terciopelo y los hermosos brocados de oro en los que el trono cortaba los trajes de nuestros padres:

Os remito, pues, según deseábais, los dos primeros volúmenes de mis MIL Y UN FANTASMAS, que contienen una simple introducción titulada: Un día en Fontenay-aux-Roses.

Siempre vuestro

ALEJANDRO DUMAS

I. La calle de Diana, en Fontenay-aux-Roses

El día 1.º de Septiembre de 1831 fui invitado por uno de mis antiguos amigos a una partida de caza en Fontenay-aux-Roses.

En aquella época era yo un cazador que me preciaba de tener pocos rivales y acepté, por consiguiente, la invitación de mi buen amigo.

Jamás había estado en Fontenay-aux-Roses; nadie conoce los alrededores de París menos que yo, porque generalmente paso los muros para hacer quinientas o seiscientas leguas.

A las seis de la tarde me ponía en camino para Fontenay, asomado como siempre a la portezuela; pasé la barrera del Infierno, dejé a mi izquierda la calle de la Tombe-Issoire y tomé el camino de Orleáns.

Todos saben que Issoire es el nombre de un famoso bandido que, en tiempo de Juliano, echaba mano a los viajeros que se dirigían a Lutecia. Fue colgado a lo que creo, y enterrado en el sitio que hoy lleva su nombre, a muy poca distancia de la entrada de las catacumbas.

Raro es el aspecto que ofrece la llanura a la entrada de Montrouge. En medio de las praderas artificiales, de los campos de zanahorias y acirates de remolachas, se elevan unos como fuertes cuadrados, de piedra blanca, dominados por una rueda dentada semejante a un esqueleto de fuegos artificiales extinguidos. Esta rueda tiene en su circunferencia travesaños de madera sobre los que un hombre apoya alternativamente ya el uno ya el otro pie. Este trabajo de ardilla que da al trabajador un gran movimiento aparente, sin que mude de sitio en realidad, tiene por objeto enroscar alrededor de un cabo una cuerda, que, desde el fondo de la cantera, extrae a la superficie una piedra cortada que sube lentamente a saludar al día.

Una ganzúa conduce esta piedra hasta el borde del orificio donde unos carritos de rueda la esperan para transportarla al sitio que le está destinado. Después vuelve a bajar la cuerda a las profundidades en busca de otro fardo, y descansa un momento el moderno Ixión, al cual anuncia bien pronto un grito que otra piedra aguarda la labor que debe hacerla abandonar la cantera natal, y empieza la misma obra para volver a empezar enseguida, para proseguir siempre.

Llegada la noche, el hombre ha hecho diez leguas sin moverse del mismo sitio; si subiera realmente un escalón cada vez que apoya el pie en la rueda al cabo de veinte y tres años habría llegado a la luna.

A la caída de la tarde sobre todo —es decir, a la hora en que atravesaba yo la llanura que separa Montrouge el grande del pequeño— el paisaje, gracias a ese indefinido número de movibles ruedas que se destacan vigorosamente sobre el purpúreo horizonte, ofrece un aspecto fantástico.

Sobre las siete se paran todas y se acabó la tarea.

Esos morrillos que forman grandes piedras largas de cincuenta a setenta pies, altas de seis o siete, son el futuro París que se arranca de la tierra. Las canteras de donde sale esa piedra van engrandeciéndose todos los días; son la continuación de las catacumbas de donde ha salido el viejo París; los arrabales de la villa subterránea que van incesantemente ganando terreno y extendiéndose por la circunferencia. Criando se anda por la llanura de Montrouge, se anda sobre abismos. De cuando en cuando se encuentra un desmoronamiento, un valle en miniatura, una arruga de la tierra. Es una cantera subterránea mal sostenida, cuyo techo de yeso, se ha destruido. Abrese una hendidura por la cual penetra el agua en la caverna; el agua ha ido arrastrando la tierra; de ello ha dimanado el movimiento del terreno: esto se llama un hundimiento.

Quien ignora estas particularidades, quien ignora que aquella hermosa capa de tierra verde que os invita, no reposa sobre nada, se expone fácilmente, poniendo el pie sobre una de las grietas, a desaparecer como se desaparece en Montorver entre dos paredes de hielo.

La población que habita esas galerías subterráneas tiene, lo propio que su existencia, su carácter y su fisonomía aparte. Como vive en la oscuridad, participa algo de los instintos de los animales nocturnos, es decir, que es silenciosa y feroz. A menudo se oye hablar de un accidente; —se ha roto una cuerda, ha muerto despachurrado algún obrero—. En la superficie de a tierra se cree que es una desgracia; treinta pies más abajo se sabe que es un crimen.

El aspecto de los canteros es siniestro en general. De día sus ojos parpadean, al aire libre, su voz es sorda. Llevan los cabellos cortados que les llegan hasta las cejas; una barba que sólo los domingos por la mañana traba conocimiento con la navaja del barbero; un chaleco que deja ver unas mangas de tela ordinaria y parda; un delantal de cuero blanqueado por el contacto de la piedra; un pantalón de tela azul. De los hombros cuelga doblada la chaqueta, y sobre esta chaqueta descansa el mango del azadón que está royendo la piedra toda la semana.

En cuanto ocurre algún motín, por extraordinario caso dejan ellos de figurar en él. Cuando dicen en la barrera del Infierno: «ahí vienen los canteros de Montrouge», los habitantes de las calles vecinas sacuden la cabeza y cierran sus puertas.

He ahí lo que yo miraba, lo que yo vi durante esa hora de crepúsculo que en el mes de septiembre separa el día de la noche; luego, como anocheciera, me recosté en el coche; ninguno de mis compañeros había visto lo que acababa yo de ver; de seguro. Así sucede en todas las cosas: muchos miran y pocos ven.

Serían las ocho y medía cuando llegamos a Fontenay; nos aguardaba una excelente cena; enseguida, después de la cena, un paseo por el jardín.

Sorrento es un bosque de naranjos; Fontenay es un ramillete de rosas. Cada casa tiene su rosal que sube a lo alto de la pared con el tallo metido en un estuche de planchas; llegado a cierta altura, el rosal se abre en gigantesco abanico; el aire que pasa es embalsamado, y cuando en lugar de aire hace viento, llueven hojas de rosas sobre las frentes de los transeúntes.

A ser de día, hubiéramos gozado desde la extremidad del jardín de basto panorama. Las luces solas sembradas en el espacio, indicaban las villas de Sceaux, de Bagneux, de Chatillón y de Montrouge; en el fondo se extendía una gran línea pardusca de donde salía un sordo rumor parecido al hálito de Leviathán: era la respiración de París.

Viéronse obligados a hacernos acostar a la fuerza, como se hace con los niños. ¡Con qué placer hubiéramos aguardado el día bajo aquel hermoso cielo bordado de estrellas, acariciadas nuestras frentes por aquella perfumada brisa!

A las cinco de la madrugada, fuimos a nuestra partida de caza, guiados por el hijo de nuestro huésped que nos prometía montes y maravillas y que, fuerza es confesarlo, continuó ensalzándonos la fecundidad montañosa de su comarca con una persistencia digna de mejor suerte.

A medio día habíamos visto un conejo y cuatro perdices. El conejo fue errado por mi compañero de la derecha; mi compañero de la izquierda erró una perdiz, y de las otras tres perdices, dos fueron muertas por mí.

A mediodía, en Brassoire, donde cazaba los otros años, hubiera ya enviado a la quinta tres o cuatro liebres y quince o veinte perdices.

Yo soy aficionado a la caza, pero detesto el paseo, sobre todo el paseo a través de los campos. Así pues, bajo el pretexto de ir a explorar un campo de alfalfa situado a mi izquierda (seguro estaba de que nada encontraría en él), rompí la línea y me separé.

Pero lo que había en aquel campo y que yo había ya notado en el deseo de retirada que se apoderara de mí hacía ya más de dos horas, era un camino hondo que ocultándome a las miradas de los demás cazadores, debía conducirme directamente por el camino de Sceaux a Fontenay-aux-Roses.

No me engañaba por cierto. Al dar la una en el reloj de la parroquia, llegaba a las primeras casas de la villa.

Seguía una pared que me parecía servir de muro a una hermosa propiedad, cuando al llegar al sitio en que la calle de Diana desemboca en la calle Mayor, vi venir hacia mí, del lado de la iglesia, un hombre de tan extraño aspecto, que me paré e instintivamente monté los dos gatillos de mi escopeta, dominado como estaba por el sentimiento de la conservación personal.

Sin embargo, pálido, erizado los cabellos, con los ojos fuera de sus órbitas, en desorden los vestidos, y ensangrentadas las manos, aquel hombre pasó junto a mí sin verme siquiera. En su mirada había algo de vertiginoso y delirante. Su carrera tenía el impulso invencible de un cuerpo que bajara una montaña demasiado rápida, y sin embargo, su respiración jadeante indicaba más espanto que fatiga.

Al llegar al crucero de las dos calles, dejó ese personaje la Calle Mayor para internarse en la calle de Diana, a la cual daba la puerta de la propiedad de la que por espacio de siete a ocho minutos seguía yo el muro. Esta puerta en que se fijaron en el mismo instante mis ojos, estaba pintada de verde y numerada con un 2, La mano del hombre extendiose hacia la campanilla mucho antes de poderla tocar; en cuanto la cogió, la agitó violentamente, y, casi al mismo tiempo, dando instantáneamente una vuelta, se encontró sentado en uno de los dos guardarruedas que adornaban la puerta. Al encontrarle allí, permaneció inmóvil, caídos los brazos e inclinada sobre el pecho la cabeza.

Volví yo hacia atrás porque comprendía que aquel hombre debía ser el actor principal de un drama terrible y desconocido.

Detrás de él y a los dos lados de la calle, algunas personas en las cuales produjeran sin duda el mismo efecto que en mí, habían salido de sus casas y le miraban con asombro parecido al mío.

Al sonido de la campanilla que había resonado violentamente, se abrió una puerta pequeña junto a la grande, y salió una mujer de cuarenta a cuarenta y cinco años.

—¡Ah!, ¡sois vos, Santiago!, dijo la mujer; ¿qué hacéis ahí?

—¿Está en casa el señor alcalde?, preguntó él con voz sorda.

—Sí.

—Pues bien, tía Antonia, id a decirle que acabo de asesinar a mi mujer y que vengo a que me prendan.

La tía Antonia lanzó un grito al cual respondieron dos o tres exclamaciones arrancadas por el terror a las personas que se hallaban bastante cerca para oír aquella terrible confesión.

Yo mismo di un paso hacia atrás y encontré el tronco de un tilo, en el cual me apoyé.

Todos los que pudieron oír aquellas pocas palabras habían quedado inmóviles.

El asesino, por su parte, había caído del guardarruedas al suelo, como si, después de haber pronunciado las fatales palabras, le hubiesen abandonado las fuerzas.

La tía Antonia había desaparecido entre tanto dejando entreabierta la puertecita. Sin duda alguna había ido a cumplir el encargo de Santiago.

A los cinco minutos apareció en el umbral de la puerta la persona a quien se había ido a buscar.

Dos personas más le seguían.

Me parece ver aún el aspecto de la calle.

Santiago se había dejado caer al suelo, como ya he dicho El alcalde de Fontenay, en busca del cual había ido la tía Antonia, se hallaba en pie junto a él, dominándole con toda la altura de su talla, que no era poca. En la abertura de la puerta aparecían las otras dos personas de que luego, hablaremos más detenidamente. Yo estaba apoyado en el tronco de un tilo plantado en la calle Mayor, pero desde donde podía abarcar con la mirada toda la calle de Diana. A mi izquierda había un grupo compuesto de un hombre, de una mujer y de un niño; lloraba el niño para que le tomara en brazos su madre. Detrás de este grupo, un panadero se asomaba por una ventana de un cuarto bajo, hablando con el mozo que estaba en la calle y preguntándole si era en efecto Santiago el cantero quien acababa de pasar corriendo; aparecía por fin en el umbral de su tienda un maestro herrero, negro por delante, pero iluminada la espalda por el reflejo de la fragua, cuyo fuelle no dejaba reposar ni un instante el aprendiz. Esto, en la calle mayor.

La calle de Diana —aparté del grupo principal que hemos descrito— estaba desierta. Sólo se veían a lo lejos dos gendarmes que venían de dar una vuelta por la llanura para exigir sus patentes a los que llevaban armas, y que, sin sospechar la tarea que les aguardaba, iban acercándose a nosotros marchando tranquilamente al paso.

Daba la una y cuarto.

II. El callejón des Sergents

A la postrera vibración del timbre se mezcló el sonido de la primera palabra del alcalde.

—Santiago, dijo; Antonia está loca. Acaba de decirme de tu parte que tu mujer ha sido asesinada y que eres tú el asesino.

—Es la pura verdad, señor alcalde, respondió Santiago. Hay que prenderme y juzgarme pronto.

Y diciendo estas palabras procuró levantarse apoyando su codo en lo alto del guardarruedas; pero, después de un esfuerzo, cayó como si tuviera rotas las piernas.

—¡Pero estás loco! —dijo el alcalde.

—Mirad mis manos, respondió.

Y levantó dos manos sucias de sangre que con los dedos crispados parecían garras.

En efecto, la izquierda estaba roja hasta más arriba del puño; la derecha hasta el codo.

Además en la mano derecha un hilo de sangre fresca corría a lo largo del pulgar; un mordisco que sin duda dio al asesino la víctima en la convulsión de su agonía.

En esto, habíanse acercado los dos gendarmes haciendo alto a diez pasos del protagonista de esta escena y mirando desde lo alto de sus caballos.

El alcalde les hizo una seña, y bajaron soltando las bridas de sus caballos a un pilluelo cubierto con una gorra de cuartel. Después de lo cual se acercaron a Santiago y lo levantaron cada uno por un brazo.

El infeliz se dejó levantar sin resistencia alguna y con la debilidad y abandono de un ensimismado.

Casi al mismo instante llegaron el comisario de policía y el médico, advertidos de lo que pasaba.

—¡Ah! ¡Llegad, señor Roberto! ¡Venid, señor Coussin! —dijo el alcalde.

El señor Robert era el médico, el señor Coussin el comisario de policía.

—Venid, iba a llamaros.

—Veamos; ¿qué hay de nuevo? —preguntó el médico con él aire más jovial del mundo.

—Un asesinato, según me han dicho. —Santiago no respondió.

—Decidme, Santiago, continuó el doctor, ¿es verdad que habéis asesinado a vuestra mujer?

Santiago no contestó tampoco.

Así lo ha dicho ahora mismo, contestó el alcalde; pero presumo que delira…

—Santiago, dijo el comisario de policía, responded. ¿Es cierto que habéis asesinado a vuestra mujer?

El mismo silencio.

—Con todo, vamos a verlo, dijo el doctor Robert. ¿No vive en el callejón Des Sergents?

—Sí, respondieron los dos gendarmes.

—Pues bien, señor Ledrú —dijo el doctor dirigiéndose al alcalde—, vamos al callejón Des Sergents.

—Yo no, yo no voy, exclamó Santiago desprendiéndose de las manos de los gendarmes con un movimiento tan violento, que a haber querido fugarse, hubiérase ciertamente hallado a cien pasos antes que pensara nadie en perseguirle.

—Pero ¿por qué no quieres ir? —preguntó el alcalde.

—¿Qué necesidad tengo de ir cuando lo confieso todo, cuando os digo que la he asesinado, asesinado con el mandoble que tomé el año pasado del museo de artillería? Prendedme, prendedme; yo nada tengo que hacer allí.

El doctor y el señor Ledrú se miraron.

—Amigo mío, —dijo el comisario de policía, que, como el mismo señor Ledrú, creía aún que Santiago estaba bajo la influencia de un momentáneo delirio—; amigo, mío, es urgente y de suma necesidad el careo; y debéis servir de guía a la justicia.

—¿Y para qué necesita la justicia que yo la guíe? —dijo Santiago: encontraréis el cuerpo en la bodega, y junto al cuerpo, en un saco de yeso, la cabeza; quiero irme a la cárcel—. Conviene que vayáis con nosotros, dijo el comisario.

—¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío! —exclamó Santiago víctima del más profundo terror. ¡Oh! ¡Dios, Dios mío!, si yo lo hubiese sabido…

—¡Y qué hubieras hecho, vamos a ver! —preguntó el comisario de policía.

—Me hubiera suicidado.

El señor Ledrú meneó la cabeza y dirigiéndose con la mirada al comisario de policía, pareció decirle:

—Algo hay aquí.

—Amigo mío, replicó enseguida dirigiéndose al asesino, veamos, explícame eso a mi.

—¡Oh!, a vos todo lo que queráis, señor Ledrú, pedid, interrogad.

—¿Cómo puede ser, puesto que has tenido valor de cometer el crimen, que no tengas ahora el de encontrarte en frente de la víctima?, ¿ha sucedido algo que tú no nos dices?

—¡Oh!, si, algo terrible.

—Y bien, vamos a ver, cuenta.

—¡Oh!, no; diríais que no es cierto, diríais que estoy loco.

—¡No importa!, ¿qué ha pasado?, dímelo.

—Voy a decíroslo, pero sólo a vos.

Y se acercó al señor Ledrú. Quisieron detenerle los dos gendarmes, pero hízoles el alcalde una seña y dejaron en libertad al prisionero.

Por lo demás, le era imposible escapar. La mitad de la población de Fontenay-aux-Roses llenaba la calle Mayor y la de Diana.

Santiago, como he dicho, se acercó al oído del señor Ledrú.

—¿Creéis, señor Ledrú? —preguntó Santiago a media voz—, ¿creéis que pueda hablar una cabeza separada del cuerpo?

El señor Ledrú soltó una exclamación parecida a un grito, y palideció visiblemente.

—¿Lo creéis?, decid, repitió Santiago. El señor Ledrú hizo un esfuerzo.

—Si, dijo, lo creo.

—¡Pues bien!… ¡pues bien!… ¡ha hablado!

—¿Quién?

—La cabeza… la cabeza de Juana.

—¡Qué estás diciendo!

—Digo que tenía los ojos abiertos… digo que ha movido los labios… digo que me ha mirado… digo en fin que al mirarme me ha llamado: ¡Miserable!

Y al pronunciar estas palabras, que él pensaba decir solamente al señor Ledrú y que sin embargo pudo oír todo el mundo, Santiago estaba horrible.

—¡Válganme todos los santos! —exclamó el doctor riendo—; ¡la cabeza ha hablado!, ¡una cabeza cortada ha hablado!… ¡Ya no quiero saber más!…

Santiago se volvió.

—¡Cuando yo os lo digo! —exclamó.

—Pues bien, mayor motivo para que nos traslademos al sitio donde se ha cometido el crimen. Gendarmes, llevad al prisionero.

Santiago se echó a gritar; se resistía.

—¡No, no!, exclamó; ¡primero me harán pedazos, pero no iré, no iré!

—Venid, amigo mío —dijo el señor Ledrú. Si es cierto que habéis cometido el crimen terrible de que os acusáis, eso será ya una expiación. Por lo demás, añadió hablándole en voz baja, la resistencia es inútil; si no queréis ir de grado os llevarán a la fuerza.

—Pues bien, entonces, dijo Santiago, vamos; pero prometedme una cosa, señor Ledrú.

—¿Cuál?

—Que no me abandonaréis durante todo el tiempo que permanezcamos en la bodega.

—Os lo prometo.

—¿Me permitiréis que os tenga de la mano?

—Sí.

—Pues entonces, vamos.

Y sacando de su bolsillo un pañuelo de yerbas, enjugó su frente cubierta de sudor.

Dirigiéronse hacia el callejón Des Sergents.

El comisario de policía y el doctor iban los primeros, y luego Santiago y los dos gendarmes.

Detrás de ellos iban el señor Ledrú y los dos sujetos que habían aparecido en el umbral de su puerta al mismo tiempo que él.

Y detrás como un torrente mugidor y bullicioso, se rebullía toda la población con la cual iba yo mezclado.

Al cabo, poco más o menos, de un minuto de marcha, llegamos al callejón Des Sergents. Era éste una callejuela sin salida a izquierda de la calle Mayor y que bajaba hasta una gran puerta destrozada que se abría en dos hojas y en una de cuyas hojas estaba cortada una puertecita.

Esta puertecita no tenía más que un gozne.

Todo al primer aspecto, parecía estar en calma en aquella casa; un rosal florecía en la puerta, y junto al rosal sobre un banco de piedra, un enorme gato rojo se calentaba apaciblemente al sol.

Viendo toda aquella gente, oyendo todo aquel ruido, cogióle miedo al gato, fugose y desapareció por la claraboya de una bodega.

Al llegar a la puerta, detúvose Santiago.

Los gendarmes quisieron hacerle entrar a la fuerza.

—Señor Ledrú, —dijo el cantero volviéndose—, señor Ledrú, me habíais prometido no abandonarme.

—¡Aquí estoy! —contestó el alcalde.

—¡Vuestro brazo, vuestro brazo!

El señor Ledrú se acercó, hizo seña a los dos gendarmes de soltar al prisionero, y le dio el brazo.

—Respondo de él, dijo el alcalde.

Era evidente que en aquel instante el señor Ledrú era más bien que el alcalde de la población persiguiendo el crimen, un filósofo explorando los dominios de lo desconocido.

Sólo que su guía en tan extraña exploración era un asesino.

El doctor y el comisario de policía entraron los primeros; luego el señor Ledrú y Santiago; después los dos gendarmes, por fin algunos predilectos, en el número de los cuales me encontré yo, gracias a mis relaciones con los señores gendarmes, para los cuales no era un extraño; les había encontrado en la llanura, y mostrado el permiso de llevar armas.

La puerta fue cerrada para el resto de la población, que se quedó fuera gruñendo.

Nada indicaba allí el acontecimiento terrible que había tenido lugar: todo estaba en su sitio; la cama de sarga en la alcoba; a la cabecera el crucifijo de madera negra; sobre la chimenea un niño Jesús de cera, tendido sobre flores entre dos candeleros a lo Luis XVI, en otro tiempo plateados; en la pared cuatro cromos puestos en marcos de madera negra y representando las cuatro partes del mundo.

Estaba la mesa puesta, un puchero en la lumbre, y junto un reloj una hucha.

—Pues señor —dijo el médico con cierta jovialidad—, hasta ahora nada veo de particular.

—Pasad la puerta de la derecha —murmuró Santiago con voz sorda.

Siguiose la indicación del reo y nos encontramos en una especie de bodega en uno de cuyos ángulos se abría una trampa; en su abertura temblaba el reflejo de una luz que venía de abajo.

—¡Allí, allí!, murmuró Santiago agarrándose al brazo del señor Ledrú de una mano y mostrando con la otra la abertura de la bodega.

—¡Ah!, ¡ah! —dijo en voz baja el doctor al comisario de policía, con la horrible sonrisa de las personas a las que nada impresiona porque en nada creen—; parece que la señora Jacquemin ha seguido el precepto de maese Adam…

Y tarareó…

Si he de morir, que me entierren

que me entierren… en la cueva.

—¡Silencio! —interrumpió Santiago lívido el rostro, erizados los cabellos; e inundada de sudor la frente—; no cantéis aquí. Conmovido por la expresión de aquella voz, se calló el doctor. Pero casi enseguida bajando las primeras gradas de la escalera.

—¿Qué es esto? —preguntó.

Y recogió del suelo una espada de ancha hoja.

Era el mandoble que, según dijo Santiago, había tomado el 29 de julio de 1830 del museo de artillería; la hoja estaba teñida de sangre.

El comisario de policía la tomó de las manos del doctor.

—¿Reconocéis esta espada?, dijo al prisionero.

—Sí, respondió Santiago: ¡bajad, bajad y acabemos! Entraron en la bodega por el orden que indicamos.

El doctor y el comisario de policía los primeros, después el señor Ledrú y Santiago, enseguida los dos sujetos que se hallaban en casa del alcalde y detrás los gendarmes, y por fin los privilegiados, entre los cuales ya he dicho que me encontraba.

Al llegar al séptimo peldaño abarqué de una sola ojeada el terrible espectáculo que voy a describir.

El primer objeto que atraía las miradas era un cadáver decapitado y tendido cerca de un tonel que chorreaba vino con el grifo medio abierto.

El cadáver estaba torcido a medias, como si las convulsiones de la agonía hubieran alcanzado sólo al tronco sin extenderse a las piernas.

Tenía el vestido arremangado hasta la liga.

Conocíase que la víctima había sido herida en el momento en que, de rodillas junto al tonel, empezaba a llenar una botella que se le deslizó de las manos y que yacía junto a ella.

La extremidad superior del cuerpo nadaba en un mar de sangre.

De pie sobre un saco de yeso arrimado a la pared, como un busto sobre una columna, se percibía, o mejor decir, se adivinaba una cabeza, ahogada entre sus cabellos; un surco de sangre enrojecía el saco desde lo alto hasta la mitad.

El doctor y el comisario habían ya dado vuelta en torno el cadáver, y se encontraban situados enfrente de la escalera. Hacia el centro de la bodega se hallaban los dos amigos del señor Ledrú y algunos curiosos que se habían apresurado a penetrar hasta allí.

Al pie de la escalera estaba Santiago que no pudieron arrancar del último peldaño.

Detrás de Santiago, los dos gendarmes.

Detrás de los dos gendarmes, cinco o seis personas, se agrupaban conmigo en la escalera.

Todo ese lúgubre interior estaba iluminado por la pálida y trémula luz de una vela, colocada sobre el mismo tonel de donde corría el vino y frente el cual yacía el cadáver de la mujer de Santiago.

—Una mesa, una silla —dijo el comisario de policía, y empecemos.

III. El Interrogatorio

Trajéronle al comisario de policía los dos muebles pedidos; aseguró la mesa, sentose a ella, pidió la vela que le llevó el doctor, saltando por encima del cadáver, sacó de su bolsillo un tintero, plumas y papel y comenzó el proceso.

Mientras él escribía la cabecera, el doctor hizo un movimiento de curiosidad hacia la cabeza colocada sobre el saco, pero le detuvo el comisario.

—No toquéis nada, le dijo, lo primero es el orden.

—Es justo —dijo el doctor.

Y volviose a su sitio.

Hubo unos instantes de silencio, durante los cuales sólo se oía la pluma del comisario de policía rechinando sobre el áspero papel de oficio; iban sucediéndose las garrapateadas líneas con la rapidez propia del que escribe una fórmula habitual. Al cabo de algunas líneas levantó la cabeza y miró a su alrededor.

—¿Quiénes nos servirán de testigos?, preguntó el comisario dirigiéndose al alcalde.

—Por de pronto, dijo el señor Ledrú indicando a sus dos amigos en pie que formaban grupo con el comisario de policía sentado; por de pronto esos dos señores.

—Bueno.

El alcalde se volvió hacia mí.

—Luego el señor, si es que no le desagrada ver figurar su nombre en un proceso.

—De ninguna manera, señor mío, le respondí.

—Entonces que baje ese caballero, dijo el comisario de policía.

Experimenté alguna repugnancia en acercarme al cadáver. Desde el lugar en donde me hallaba, aunque no dejaba de percibir ciertos detalles, me parecían menos repugnantes, como velados por la penumbra que poetizaba su horror.

—¿Es acaso indispensable?, pregunté.

—¿Qué?

—¿Que baje?

—No; quedaos ahí si gustáis.

Hice con la cabeza una seña que quería decir «quisiera no moverme de aquí».

El comisario de policía se volvió hacia el amigo de Ledrú que tenía más cerca.

—Vuestros nombres, apellidos, edad, cualidad, profesión y domicilio, preguntó con la indiferencia de un hombre acostumbrado a esa clase de preguntas.

—Juan Luis Alliette, contestó el preguntado, llamado Etteilla por anagrama, literato, habitante en la calle de la Ancienne Comedie, n.º 20.

—Habéis olvidado decir vuestra edad, dijo el comisario de policía.

—¿Debo decir la edad que tengo o la edad que se me atribuye?

—La vuestra, hombre: ¡como si se pudieran tener dos!

—Distingo, señor comisario, porque hay ciertas personas como por ejemplo Cagliostro, el conde de San Germán, el Judío errante…

—¿Queréis acaso decirme que sois vos Cagliostro, el conde de San Germán o el Judío errante?, dijo el comisario frunciendo las cejas a la idea que se burlaban de él.

No, pero…

—Setenta y cinco años —interrumpió el señor Ledrú—; anotad setenta y cinco años, señor Coussin.

—Sea, dijo el comisario de policía.

Y puso setenta y cinco años.

—¿Y vos, caballero? —prosiguió dirigiéndose al otro amigo del señor Ledrú.

Y repitió exactamente las mismas preguntas que hizo al primero.

—Pedro José Moulle, de edad sesenta y un años, eclesiástico, agregado a la iglesia de San Suplicio, vivo en la calle de Servandoni, n.º 11, respondió con voz dulce la persona que había sido interrogada.

—¿Y vos, caballero? —prosiguió el comisario dirigiéndose a mí.

—Alejandro Dumas, autor dramático, de veintisiete años de edad; domiciliado en París en la calle de la Universidad, n.º 21.

El señor Ledrú se volvió hacia mí y me hizo un cordial saludo al cual contesté, lo mejor que pude, y en la propia forma.

—¡Bueno! —dijo el comisario de policía, mirad si es eso, señores, y si tenéis que hacer alguna observación.

Y en aquel tono gangoso y monótono de los funcionarios públicos, leyó:

«Hoy primero de septiembre de 1831, a las dos de la tarde, habiendo sido advertido por el rumor público que había tenido lugar en el pueblo de Fontenay-aux-Roses un crimen de asesinato cometido en la persona de María Juana Ducondray por el llamado Santiago Jacquemin, su marido, y que el asesino se había presentado en la casa habitación de Juan Pedro Ledrú, alcalde del Indicado pueblo de Fontenay-aux-Roses, con objeto de declararse, por su propia voluntad, el autor de semejante crimen, nos hemos apresurado a dirigirnos en persona al domicilio del susodicho Juan Pedro Ledrú, donde hemos llegado en compañía de Sebastián Robert, doctor en medicina, habitante en la citada población de Fontenay-aux-Roses, y hemos encontrado allí en manos de los gendarmes al llamado Santiago Jacquemin quien ha repetido delante de nosotros que era el autor del crimen; después de lo cual le hemos intimado que nos siguiera a la casa donde había sido cometido el crimen. Al principio se ha negado, pero habiendo luego cedido a las Instancias del señor alcalde, nos hemos encaminado al callejón llamado Des Sergents, donde está situada la casa habitada por el Santiago Jacquemin. Llegados a esta casa y cerrada tras de nosotros la puerta para Impedir que la invadiera el pueblo, hemos entrado en una primera habitación donde nada indicaba que se hubiese cometido ningún crimen; después, por indicación del mismo Jacquemin, hemos pasado del primer aposento al segundo, en uno de cuyos ángulos una trampa abierta comunicaba con una escalera. Habiéndonos dicho que esta escalera conducía a una bodega donde debíamos encontrar el cuerpo de la víctima, hemos bajado por ella y encontrado en los primeros escalones una espada de puño en forma de cruz, de ancha hoja, y cortante, que el Jacquemin nos ha confesado haberla tomado del museo de artillería cuando la revolución de julio y haberle servido para perpetrar el crimen. En el suelo de la bodega hemos hallado el cuerpo de la mujer de Jacquemin vuelto de espaldas y nadando en un mar de sangre, con la cabeza separada del tronco; —la cabeza había sido colocada derecha sobre un saco de yeso arrimado a la pared: y habiendo el llamado Jacquemin reconocido que el cadáver y la cabeza eran en efecto los de su mujer, ratificándose en presencia del señor Juan Pedro Ledrú, alcalde de la villa de Fontenay-aux-Roses; del señor Sebastián Robert, doctor en medicina, habitante en el citado Fontenay-aux-Roses; del señor Juan Luis Alliette, conocido por Etteilla, literato, de edad setenta y cinco años, habitante en París, calle de la Antigua comedia, n.º 20; del señor Pedro José Moulle, de edad sesenta y un años, eclesiástico, agregado a la iglesia de San Suplicio, habitante en París, calle de Servandoni, n.º 11; y del señor Alejandro Dumas, autor dramático, de edad veintisiete años, habitante en París, calle de la Universidad, n.º 21, hemos procedido de la manera siguiente al interrogatorio del acusado».

—¿Es esto, señores? —preguntó el comisario de policía volviéndose hacia nosotros con evidente satisfacción.

—Perfectamente —respondimos a coro.

—Pues bien, interroguemos al reo.

Y volviéndose entonces hacia el preso, que durante la lectura había respirado fuertemente y como un hombre oprimido.

—Acusado, vuestro nombre, apellido, edad, domicilio y profesión.

—¿Durará eso mucho todavía? —preguntó el preso como un hombre postrado.

—Responded; vuestro nombre y apellido.

—Pedro Santiago Jacquemin.

—¿Edad?

—Cuarenta años.

—¿Domicilio?

—Ya lo sabéis, puesto que en él estamos.

—No importa; la ley quiere que contestéis a esta pregunta.

—Callejón Des Sergents.

—¿Profesión? Cantero.

—¿Confesáis ser el autor del crimen?

—Sí.

—Decidnos la causa que os lo ha hecho cometer y las circunstancias en que ha sido cometido.

—La causa que me lo ha hecho cometer… es inútil, dijo Santiago; es un secreto que quedará entre la que está allí, y yo.

—Sin embargo, no hay efecto sin causa.

—¡La causa! Ya os he dicho que no la sabréis. En cuanto a las circunstancias, como decís, ¿deseáis saberlas?

—Sí.

—Pues bien, voy a decíroslas. A los que trabajamos bajo tierra, es decir, en la oscuridad, nos sugiere el demonio de la melancolía tan negras ideas.

—¡Hola!, ¡hola! —interrumpió el comisario de policía, ¿confesáis, pues, la premeditación?

—¿Pues no os he dicho que lo confesaba todo?

—Si; sí, por cierto, adelante.

—Pues bien, iba diciendo que la mala idea que había herido mi imaginación, era la de matar a Juana. Eso me turbó el cerebro por espacio de un mes, el corazón se rebelaba contra la cabeza…, en fin, una palabra que me dijo un camarada me decidió.

—¿Qué palabra?

—¡Oh! Esto pertenece ya a las cosas que no os incumben. Esta mañana yo dije a Juana: hoy no iré a trabajar; quiero divertirme como si fuera fiesta e iré a jugar a los bolos con los compañeros. Procura que a la una esté pronta la comida.

—Pero…

—¡Bueno, bueno!, no quiero observaciones. La comida a la una, ya lo sabes. Bien está, dijo Juana.

Y salió para ir a arreglarlo todo.

Entre tanto, en lugar de ir a jugar a los bolos, tomé yo la espada que ahora tenéis, no sin haberla afilado en una piedra. Bajé a la bodega y me oculté tras de los toneles, diciéndome:

—Lila ha de bajar aquí a sacar vino; entonces veremos.

—No sé cuánto tiempo he pasado acurrucado allí, tras de la leñera de la derecha, no lo sé… sólo sé que tenía calentura; mi corazón latía con violencia… y todo lo veía de color de sangre en la oscuridad.

Además no dejaba de resonar ni un momento en mis oídos la palabra que me dijo ayer el camarada…

—Pero ¿qué palabra es esa? —insistió el comisario.

—No me lo preguntéis, porque ya os he dicho que no la sabríais nunca. Por fin he oído el roce de un vestido, unos pasos que se acercaban, he visto brillar una luz… luego la parte inferior de su cuerpo que bajaba, luego la parte superior, en fin… la cabeza… ¡Oh, sí, se veía bien la cabeza!… Juana llevaba una vela en la mano.

¡Ah!, me dije, ¡bueno!… y he repetido en voz baja la palabra que me dijo el camarada.

En esto se ha ido acercando. Hubiera dicho que casi que temía algo; tenía miedo, miraba hacia todos lados, pero yo estaba oculto y ni respiraba siquiera.

Entonces se ha puesto de rodillas delante del tonel, ha acercado la botella y dado vuelta al grifo.

Entonces me he levantado.

—Ya os he dicho que ella estaba de rodillas. —El ruido del vino que caía en la botella le impedía oír el ruido que podía yo hacer. Por lo demás, yo no hacía ninguno. Ella estaba de rodillas como una culpable, como una condenada. Yo he levantado la espada y… ¡hum!… ni sé siquiera si Juana ha arrojado un grito… —la cabeza ha rodado.

En aquel momento yo no quería morir, quería sólo ponerme en salvo. Contaba abrir una huesa en la misma bodega y enterrarla. Salté sobre la cabeza que rodaba, mientras el cuerpo se agitaba convulsionado. Tenía un saco de yeso dispuesto para cubrir la sangre.

—He cogido la cabeza, o por mejor decir, la cabeza me ha cogido a mí, ¡mirad!

Y mostró su mano derecha, cuyo dedo pulgar estaba destrozado por una mordedura.

—¿Cómo qué os ha cogido la cabeza? —exclamó el doctor; ¿qué diablos estáis diciendo?

—Digo que me ha mordido de firme como veis, y que no quería dejarme. La coloqué sobre el saco de yeso, la apoyé contra la pared con mi mano izquierda, y procuré arrancarla la derecha; pero al cabo de un instante los dientes se han abierto por sí solos. Yo he retirado mi mano… entonces, no digo que no fuese delirio, locura, pero me ha parecido que la cabeza estaba viva; y los ojos enteramente abiertos. Los veía bien, puesto que la vela estaba sobre el tonel, y luego…, luego los labios se movían y al moverse… han dicho… si, han dicho… —¡Miserable!, ¡era inocente!

No sé el efecto que semejante declaración hacía a los demás; pero, por lo que a mí toca, el sudor bañaba mi frente.

—¡Vamos!, ¡eso ya es demasiado! ¡Que los ojos os han mirado! ¡Que los labios os han hablado!

—Oíd, señor doctor; como vos sois médico, no creéis nada; es muy natural: pero yo, yo os digo que esa cabeza que allí veis, ¡allí!… ¿lo entendéis?, os digo que esa cabeza me ha mordido, os digo que esa cabeza me ha dicho: ¡Miserable!, ¡era inocente! ¡Y la prueba de que me lo ha dicho, la prueba está en que quería huir después de cometido el asesinato, y que en lugar de huir he corrido directamente a casa del señor alcalde para denunciarme a mí mismo…! ¿No es cierto, señor alcalde? ¿No es cierto?, responded.

—Santiago —respondió el señor Ledrú con acento bondadoso—. Sí, es cierto.

—Examinad la cabeza, doctor —dijo el comisario de policía.

—¡Cuando yo esté fuera, señor Robert, cuando yo esté fuera! —exclamó Jacquemin.

—¡Imbécil! ¿Todavía temes que te hable?, dijo el doctor tomando la luz y dirigiéndose al saco de yeso.

—Señor Ledrú, en nombre de Dios, dijo Santiago con el acento de la desesperación, decidles que me dejen ir… ¡os lo ruego!, ¡os lo suplico!

—Señores, dijo el alcalde haciendo un gesto que detuvo al doctor, puesto que nada más debéis preguntar a ese infeliz, permitidme que le haga conducir a la cárcel. Cuando la ley ordenó el careo, tuvo en cuenta sin duda que el acusado tendría fuerzas para soportar la prueba.

—¿Pero, y el interrogatorio? —dijo el comisario.

—Está casi concluido.

—Pero ha de firmar el reo.

—¡Firmará en la cárcel!, exclamó Jacquemin, firmaré en la cárcel todo lo que queráis.

—Bien está —dijo el comisario.

—¡Gendarmes, llevaos a ese hombre! —dijo el señor Ledrú.

—¡Ah!, ¡gracias, señor Ledrú, gracias! —dijo Jacquemin con la expresión del mayor y más profundo reconocimiento.

Y cogiendo él mismo a los dos gendarmes por los brazos, los arrastró hacia lo alto de la escalera con fuerza sobrehumana. Salió el infeliz, y el drama con él.

No quedaban en la bodega más que dos cosas repugnantes a la vista; un cadáver sin cabeza y una cabeza sin cuerpo. Me incliné a mi vez hacia el señor Ledrú.

—Señor mío, le dije, ¿me será permitido retirarme, quedando siempre a vuestras órdenes para cuando gustéis que firme el proceso verbal?

—Sí, señor, pero con una condición.

—¿Cuál?

—Que iréis a mi casa a firmar el proceso.

—Con el mayor gusto, caballero. ¿Y cuándo?

—Dentro de una hora poco más o menos, y de paso os enseñaré mi casa. Ha pertenecido a Scarron, y os interesará. Saludé y subí a mi vez la escalera.

—Al llegar a la última grada di una postrer mirada a la bodega.

El doctor Robert, con la vela en la mano, separaba los cabellos de la cabeza: era la de una mujer hermosa todavía, a lo que se podía juzgar, porque los ojos estaban cerrados y contraídos, y lívidos los labios.

—¡Ese imbécil de Santiago! —murmuraba el doctor; ¡sostener que una cabeza cortada puede hablar!… a menos que no lo haya ido a inventar para hacer creer que está loco; no estaría mal pensado. Sería una circunstancia atenuante.

IV. La casa de Scarron

Una hora después, estaba en casa del señor Ledrú.

La casualidad hizo que le encontrara en el patio.

—¡Ah!, dijo al reparar en mí; aquí estáis; tanto mejor; mucho me place hablar un poco con vos antes de presentaros a nuestros convidados, porque coméis con nosotros, ¿no es verdad?

—Me dispensaréis…

—No admito excusas siendo jueves; tanto peor para vos; el jueves es mi día; todo lo que el jueves entra en mi casa me pertenece en plena propiedad. Después de comer, os dejaremos libre. Sin el acontecimiento de hace poco, me hubierais encontrado ya sentado a la mesa, como siempre, a las dos en punto. Hoy, por extraordinario, comeremos a las tres y media o a las cuatro. Tengo, pues, tiempo suficiente no sólo para presentaros a mis convidados, sino para informaros. —¿Informarme?

—Si, son personajes que, como los del Barbero de Sevilla, y de Fígaro, necesitan ir precedidos de cierta explicación acerca de su traje y carácter. Pero comencemos por la casa.

—¿Si no me engaño, me habéis dicho que había pertenecido a Scarron?

—Sí, aquí fue donde la futura esposa del rey Luis XIV, aguardando la época de distraer y deleitar al hombre incapaz de divertirse, cuidaba al pobre paralítico, su primer marido. Veréis su aposento.

—¿El de Mad. de Maintenon?

—No, el de Mad. Scarron; no confundamos: el de Mad. de Maintenon está en Versalles o en Saint-Cyr.

—Seguidme.

Subimos una ancha escalera y nos encontramos en un corredor que daba a un patio.

—Mirad, me dijo el señor Ledrú, eso os toca a vos, señor poeta; pertenece al phebus más puro que se hablaba en 1650.

—¡Ah!, ¡ah!, el mapa de la Ternura.

—Ida y Vuelta, trazado por Scarron y anotado por mano de su mujer; nada menos que eso.

En efecto, dos mapas ocupaban los intermedios de las ventanas.

Estaban trazados a pluma sobre un gran pliego de papel pegado a un cartón.

—¿Veis?, continuó el señor Ledrú, esa gran serpiente azul es el río de la Ternura, aquí están las aldeas de Pesares, Billetes Amorosos, Misterio. Mirad la posada del Deseo, el valle de las Delicias, el puente de los Suspiros, el bosque de los Celos enteramente poblado de monstruos como el de Armida. En fin, en medio del lago, donde está la fuente del río, tenéis el palacio de Perfecta Dicha: es el término del viaje, el fin del camino.

—¡Diablo!, ¿qué veo allí, un volcán?

—Trastorna a veces el país. Es el volcán de las Pasiones.

—Me parece que no está en el mapa de la señorita Scudery.

—Es una invención de la señora Scarron. La primera.

—¿Tiene otras?

—La otra es la Vuelta. Ya lo veis, el río desborda, engruesado por las lágrimas de los que siguen sus orillas. Aquí, las aldeas del Fastidio, el mesón de los Pesares, la isla del Arrepentimiento. Todo es ingenioso hasta lo sumo.

—¿Tendríais la bondad de dejármelo copiar?

—Mucho gusto. Y ahora, ¿queréis ver el cuento de la señora de Scarron?

—Ya lo creo.

—Vamos, pues.

El señor Ledrú abrió una puerta, y me hizo pasar delante.

—Hoy es el mío, pero exceptuando los libros de que está Lleno, se halla exactamente como en tiempo de su ilustre propietaria; la misma alcoba, la misma cama, los mismos muebles.

—¿Y el gabinete de Scarron?

—El gabinete de Scarron está al otro extremo del corredor, pero os veréis privado de visitarle; no se entra en él, es la habitación secreta, el gabinete de Barba Azul.

—¡Diablo!

—Como os lo digo. Aunque alcalde, tengo yo también mis misterios; pero venid, voy a enseñaron otra cosa.

El señor Ledrú echó a andar delante de mí; bajamos la escalera y llegamos al salón.

Como todo lo restante de la casa, tenía el salón un carácter particular. Estaban cubiertas sus paredes de un papel cuyo color primitivo hubiera sido difícil determinar; a lo largo de la pared había una doble línea de sillones y otra de sillas a la antigua usanza; de cuando en cuando, mesas de juego y veladores; después, en el centro, como Leviathán entre los peces del océano, un gigantesco bufete extendiéndose desde la pared donde apoyaba una de sus extremidades hasta una tercera parte del salón, bufete cubierto de libros, cuadernos y periódicos, en medio de los cuales dominaba como un rey El Constitucional, lectura predilecta del señor Ledrú.

El salón estaba vacío; los convidados se paseaban por el jardín que a través de las ventanas se descubría en toda su extensión.

El señor Ledrú se fue directamente a su bufete y abrió un inmenso cajón en el cual había multitud de cajitas…

—Mirad, me dijo, he aquí para vos, el gran aficionado a la historia, algo más curioso todavía que el mapa de la Ternura esta colección de reliquias… no de santos, sino de reyes.

En efecto, cada cajita encerraba un hueso, cabellos o pelos de la barba.

Había una rótula de Carlos IX, el pulgar de Francisco I, un fragmento del cráneo de Luis XIV, una costilla de Enrique II, una vértebra de Luis XV, pelos de la barba de Enrique IV, y cabellos de Luis XIII.

Cada rey había proporcionado una muestra, y con todos aquellos huesos se hubiera podido recomponer un esqueleto que habría representado perfectamente, el de la monarquía francesa, a quien desde hace mucho tiempo faltan los huesos principales.

Había además un diente de Abelardo y otro de Eloísa, dos blancos incisivos, que, en la época en que estaban cubiertos por trémulos y ardientes labios, se habían quizá encontrado reunidos en un beso.

¿De dónde provenía aquel osario?

El señor Ledrú había presidido la exhumación de los reyes en San Dionisio, y tomó de cada tumba lo que mejor le pareció. El señor Ledrú me concedió algunos instantes para satisfacer mi curiosidad; cuando juzgó que estaba ya satisfecha:

—Vamos, me dijo, ahora que ya nos hemos ocupado bastante de los muertos, pasemos a los vivos.

Y me condujo junto a una de las ventanas que, según he dicho, dominaban el jardín en toda su extensión.

—¡Qué hermoso jardín!

—Jardín de cura párroco con su arboleda de tilos, su colección de dalias y rosales, parras y albaricoques. Ya lo veréis todo; pero hablemos ahora, no del jardín, sino de los que en él se pasean.

—¡A propósito! Decidme primero quién es ese señor Alliette, llamado por anagrama Etteilla que preguntaba si querían saber su edad verdadera o solamente la que se le atribuía.

—Precisamente, me dijo el señor Ledrú, contaba empezar por él. ¿Habéis leído Hoffmann?

—¿Por qué?

—Porque es un personaje de Hoffmann. Ha pasado toda su vida en aplicar los naipes y los números a la adivinación del porvenir; todo lo que posee pasa a la lotería, en la cual empezó por ganar un terno, pero sin que la suerte le haya protegido más. Ha conocido a Cagliostro y al conde de San Germán, y, pretende ser de su familia y poseer como ellos el secreto del elixir de larga vida. Su edad real, si se la preguntáis, es de doscientos setenta y cinco años; primeramente ha vivido cien años sin estar enfermo, del reinado de Enrique II al de Luis XIV; después, gracias a su secreto, y muriendo para el vulgo, ha cumplido otras tres revoluciones de cincuenta años cada una. En el día empieza la cuarta, y no tiene por consiguiente, más que veinte y cinco años. Los doscientos cincuenta primeros años no los cuenta más que para memoria. Vivirá así, y lo dice públicamente y en alta voz, hasta el juicio final. En el siglo XV hubieran quemado a Alliette y habrían hecho mal; hoy le compadecen, y hacen mal también; Alliette es el hombre más feliz de la tierra; no habla más que de naipes, sortilegios, ciencias egipcias de Thot, misterios isíacos. Publica sobre estas materias tomitos que nadie lee, y que un librero, tan loco como él, imprime bajo el pseudónimo, o por mejor decir, bajo el anagrama de Etteilla. Lleva siempre el sombrero lleno de folletos… Y sino, miradle, ahí le tenéis con el sombrero debajo del brazo, tanto es el miedo a que no le roben sus preciosos libros. Mirad el hombre, mirad el rostro, mirad el traje, y ved cómo la naturaleza es siempre armónica, y cuán exactamente sienta el sombrero a la cabeza, el hombre al traje, el frac al molde, como decís vosotros los novelistas.

En efecto, era verdad. Examiné a Alliette; iba vestido con un traje grasiento, sucio y manchado; su sombrero de bordes relucientes, como cuero barnizado, se prolongaba desmesuradamente por la parte superior; llevaba unos pantalones de ratina negra, medias negras, o por mejor decir, rojas, y zapatos de punta redonda como los de los reyes en cuya época pretendía haber nacido.

En cuanto al físico, era un hombre pequeño y regordete, rechoncho, diré mejor, fisonomía de esfinge, boca ancha privada de dientes; algunos cabellos escasos, largos y amarillentos ceñían como una aureola su frente.

—Está hablando con el abate Moulle, dije yo al señor Ledrú, el que os acompañaba también en nuestra expedición de esta mañana, expedición de la cual hablaremos luego, ¿no es verdad?

—¿Y por qué hemos de hablar?

—Porque… ¡qué sé yo!, pero se me ha figurado que creíais en la posibilidad de que hubiese hablado aquella cabeza.

—Sois fisonomista. Pues bien, si creo. Sí, hablaremos más tarde de ello, y si os placen historias de ese género, os respondo que encontraréis aquí quien os las cuente curiosas. Pero pasemos al abate Moulle.

—Debe ser, le interrumpí, un hombre de amabilidad suma; me ha llamado agradablemente la atención la dulzura de su voz, cuando ha contestado al interrogatorio del comisario de policía.

—También lo habéis adivinado. Moulle es amigo mío hace cuarenta años y tiene sesenta. Ya le veis, es tan pulcro y limpio en el vestir como Alliette descuidado y sucio; es un hombre de mundo y de sociedad, introducido entre la aristocracia del barrio de Saint-Germain; él casa a los hijos o hijas de los pares de Francia, y estos casamientos le proporcionan la ocasión de echar su discursillo que las partes contrayentes hacen imprimir y conservan preciosamente en los archivos de la familia. En poco estuvo que no fuera obispo de Clermont. ¿Sabéis por qué no lo ha sido? Porque fue en otro tiempo amigo de Cazzotte y como el mismo Cazzotte cree en la existencia de los espíritus superiores e inferiores, de los buenos y malos genios: como Alliette hace colección de libros. Encontraréis en su gabinete todo lo que se ha escrito sobre visiones y apariciones, sobre espectros, genios y aparecidos, aun cuando rara vez, y aun está entre buenos amigos, habla de tales materias que no son por cierto muy ortodoxas. En una palabra, es un hombre convencido, pero discreto, que atribuye todo lo que de extraordinario le sucede en este mundo, al poder del infierno o a la intervención de los celestes espíritus. Miradle; ahora está escuchando en silencio lo que le dice Alliette y parece mirar algún objeto que su interlocutor no ve, contestándole sólo de cuando en cuando por un movimiento de labios o una señal de cabeza. A veces, durante la conversación, se sumerge de pronto en profundo ensueño, se estremece, tiembla, vuelve la cabeza, viene por la estancia. En tales casos hay que dejarle hacer, porque sería quizá peligroso despertarle, y digo despertarle, porque le creo en semejantes momentos bajo el poder del sonambulismo. Por lo demás no tarda luego en despertarse por sí solo, tan tranquilo y sereno, como si tal cosa.

—¡Oh!, ¡oh!, mirad, dije de pronto al señor Ledrú; apostaría que acaba de evocar algún espíritu de que me hablabais hace un instante.

Y mostré con el dedo a mi huésped un verdadero espectro ambulante que iba a reunirse con los dos personajes citados, pisando con precaución la yerba y las flores, sobre las que parecía andar sin doblegarlas.

—Ése, me dijo, es también un amigo; el caballero Lenoir, fundador del museo de los Agustinos.

—El mismo. No puede consolarse de la dispersión de su Museo, por el cual en 93 y 94 corrió diez veces el riesgo de ser asesinado. La Restauración con su inteligencia ordinaria le hizo cerrar con orden de volver los monumentos a los edificios a que pertenecían y a las familias que tuvieran derecho a reclamarlos. Por desgracia la mayor parte de los monumentos estaban destruidos, extintas la mayor parte de las familias, de modo que los más curiosos fragmentos de nuestra antigua escultura, y por consiguiente de nuestra historia, se han dispersado y perdido. Así desaparece poco a poco todo lo de nuestra antigua Francia; no quedaban más que esos fragmentos y bien pronto nada quedará de ellos. Y los destruyen los mismos que debieran mostrar mayor interés en conservarlos.