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En 1857, Charles Dickens y Wilkie Collins se pusieron a escribir una historia a cuatro manos. El resultado fue esta divertida novela protagonizada por dos profesionales del ocio, dos amigos cuya holgazanería constituye un paradójico acto de rebeldía en una Inglaterra victoriana que ensalzaba la diligencia y la productividad como virtudes rectoras. Como el Bartleby de Herman Melville, el dúo cómico formado por Thomas Idle y Francis Goodchild preferiría no hacer nada, o al menos nada que comporte un esfuerzo demasiado oneroso. Aun así, hilarantes aunque modestas aventuras les salen al paso en sus viajes por los pueblos de Inglaterra. La ascensión de una montaña, un día en las carreras de caballos, un partido de críquet, un trayecto en ferrocarril o la visita a un balneario; hasta la actividad más anodina puede propiciar el encuentro con personajes pintorescos y situaciones disparatadas que acabarán por reafirmar a Thomas Idle en su resolución de «no volver a ser activo nunca más, bajo ningún pretexto y por todo el tiempo que le quedara de vida». Esta deliciosa novela de espíritu cervantino da rienda suelta, a través de digresiones e historias intercaladas, a lo mejor de cada autor: el realismo lírico y la sátira social de Dickens, el misterio y el suspense que con tanto éxito cultivó Collins.
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Portada
Los perezosos
Los perezosos
charles dickens y wilkie collins
Traducción de Jordi Gubern
Título original: The Lazy Tour of Two Idle Apprentices(1857)
© de la traducción: Jordi Gubern, 1988, revisada por Gatopardo
© de esta edición: Gatopardo ediciones, S.L.U., 2019
Rambla de Catalunya, 131, 1º-1ª
08008 Barcelona (España)
www.gatopardoediciones.es
Primera edición: febrero 2019
Diseño de la colección y de la cubierta: Rosa Lladó
Imagen de la cubierta: Dos caballeros en Londres (1907),
cedida por Bill Nelson
eISBN: 978-84-17109-43-1
Impreso en España
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Índice
Portada
Presentación
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Autores:
Charles Dickens
Wilkie Collins
Otros títulos publicados en Gatopardo
Capítulo 1
En el ya otoñal mes de septiembre de 1857, época en que se inician estos acontecimientos, dos aprendices holgazanes, exhaustos por el largo y caluroso verano y por el largo y caluroso trabajo que el verano les había deparado, desertaron de sus obligaciones. Ambos estaban al servicio de una dama de altos méritos (llamada Literatura), cuyo amplio crédito y sólida reputación, sin embargo, y ello debe reconocerse, no gozan en la City londinense de la elevada estima que en justicia les correspondería. El hecho es más notable todavía si se tiene en cuenta que en aquel distrito nada hay en contra de la citada dama, sino más bien lo contrario, pues su familia ha prestado eminentes servicios a muchos vecinos de Londres hoy famosos. Bastaría con mencionar a sir William Walworth, lord mayor durante el reinado de Ricardo II, en la época de la insurrección de Wat Tyler, y a sir Richard Whittington,1 distinguido caballero y magistrado que contrajo una deuda indudable con la familia de la dama por el regalo de su célebre gato. Existen incluso poderosas razones para suponer que el personal de Highgate hizo sonar con sus propias manos las campanas por él.
Los descarriados jóvenes que de aquel modo eludieron sus deberes hacia la señora cuyos múltiples favores habían recibido, actuaban movidos por la vil idea de emprender un viaje realmente ocioso a cualquier parte. No tenían intención de dirigirse a ningún sitio en particular; no querían ver nada, no querían conocer nada, no querían aprender nada, no querían hacer nada. Lo único que querían era permanecer ociosos.
Tomaron los nombres de Thomas Idle y Francis Goodchild inspirados en las viñetas de Hogarth; pero no existía entre ellos ni un ápice de diferencia moral, y ambos eran holgazanes en grado sumo.
Lo que, sin embargo, sí había entre Francis y Thomas era la siguiente diferencia de carácter: Goodchild era laboriosamente perezoso, y habría afrontado toda clase de penas y fatigas para demostrarse a sí mismo supropia holgazanería; en definitiva, no tenía otra idea mejor de la ociosidad sino la de que era una laboriosidad inútil. Thomas Idle, por su parte, era un holgazán al más puro estilo irlandés o napolitano; un holgazán pasivo, un holgazán innato, un holgazán consecuente, que practicaba lo que habría predicado de no haber sido demasiado holgazán para predicar; un completo y perfecto crisólito de holgazanería.
Los dos aprendices holgazanes se encontraron, a las pocas horas de su escapada, caminando por el norte de Inglaterra. Es decir, Thomas estaba tendido en un prado, viendo pasar los trenes por un distante viaducto, lo cual respondía a su idea de lo que significaba caminar hacia el norte; mientras que Francis había caminado apresuradamente una milla en dirección sur, que era su idea de caminar hacia el norte. Entre una cosa y otra se les fue el día y los hitos previstos quedaron sin conquistar.
—Tom —dijo Goodchild—, el sol está muy bajo. ¡Levántate! ¡Sigamos!
—¡Ni hablar! —replicó Thomas Idle—. No he terminado todavía con mi «Annie Laurie».
Y procedió a cantar la ociosa pero popular balada así titulada, según la cual, por la amable doncella de tal nombre, uno se dejaría morir.
—¡Menudo estúpido era ese sujeto! —exclamó Goodchild, con el amargo énfasis del desdén.
—¿Qué sujeto? —preguntó Thomas Idle.
—El sujeto de tu canción. ¡Dejarse morir! ¡Qué bien quedaría ante la muchacha si hiciera eso! ¡Un pobre llorón! ¿Por qué no salir a golpearle la cabeza a alguien?
—¿A quién? —inquirió Thomas Idle.
—A cualquiera. ¡Cualquiera sería mejor que nadie! Si yo cayese en un estado mental así por causa de una muchacha, ¿crees tú que me dejaría morir? No, señor —prosiguió Goodchild, expresando su menosprecio al estilo escocés—: saldría por ahí y golpearía a alguien. ¿Tú no?
—Yo no querría saber nada de ella —bostezó Thomas Idle—. ¿Por qué buscarse tantas complicaciones?
—Enamorarse no es buscarse complicaciones, Tom —dijo Goodchild sacudiendo la cabeza.
—Ya es suficiente molestia salir del lío una vez que te has metido en él —replicó Tom—, de modo que lo que yo hago es mantenerme siempre fuera. Y sería mejor para ti que hicieras lo mismo.
El señor Goodchild, que siempre está enamorado de alguien, y con no poca frecuencia de varias mujeres a la vez, se abstuvo de contestar. Exhaló un suspiro del tipo que la clase baja llama «golpe de fuelle», y a continuación, poniendo en pie al señor Idle (que estaba muy lejos de la pesadumbre que el suspiro de su amigo había expresado), le instigó a seguir camino hacia el norte.
Ambos habían despachado por tren su equipaje personal: sólo se quedaron con una mochila cada uno. Idle se dedicaba ahora a lamentarse constantemente de no haber tomado ellos mismos el tren, cuyo recorrido seguía en las intrincadas páginas de la Guía Bradshaw, comprobando dónde estaría ahora, y dónde más adelante, y dónde después, y preguntando qué sentido tenía caminar cuando se podía viajar a una velocidad como aquélla. ¿Se trataba de ver el paisaje? Si ése era el propósito, bastaba con mirar por las ventanillas del vagón. Había mucho más que ver desde allí que desde aquí. Por otra parte, ¿quién quería ver el paisaje? Nadie. Y además, ¿quién caminaba de verdad? Nadie. Los tipos que presumían de caminar nunca llegaban a hacerlo. Regresaban y decían que sí, que habían caminado, pero no era cierto. Entonces, ¿por qué tenía que caminar él? No daría un paso más. Lo juraba por el último mojón que habían alcanzado.
Este mojón era el quinto desde que salieron de Londres: no habían llegado más allá en su viaje al norte. Por lo tanto, cediendo ante la poderosa cadena de argumentos, Goodchild propuso regresar a la metrópoli y hacer una excursión hasta la estación terminal de Euston Square. Thomas asintió con entusiasmo, y en consecuencia su viaje al norte se efectuó en el expreso de la mañana siguiente, con las mochilas en el furgón de equipajes.
El expreso era como todos, como es y debe ser cada expreso. Se adentraba en la cultivada campiña, dejando en el aire un olor como el de los días de gran colada y una agresiva expulsión de vapor, a la manera de una tetera gigante. Siendo la mayor potencia de la naturaleza y el arte combinados, se deslizaba sin embargo por peligrosas alturas a la vista de la gente que lo contemplaba desde campos y caminos, tan ligero e irreal como un juguete en miniatura. Ahora, la máquina lanzaba chillidos histéricos de tal intensidad que parecía deseable que los hombres a cuyo cargo estaba le cogiesen los pies, le palmeasen las manos para retenerla; luego se adentraba en los túneles con una energía tenaz y reservada, tan desconcertante que el tren parecía precipitarse en leguas y leguas de tinieblas. Aquí, el expreso engullía estación tras estación sin detenerse; allá, se abalanzaba sobre las estaciones como una descarga de artillería y se llevaba por delante a cuatro campesinos cargados de verduras y a tres comerciantes con sus maletas, y volvía a abrir fuego, ¡bang, bang, bang! Separadas por largos intervalos, había incómodas cantinas, más incómodas si cabe por el menosprecio de la Bella hacia la Bestia, o sea, el público (al cual, sin embargo, nunca amansaba y enternecía, como la Bella hacía en el cuento con la otra Bestia), lugares donde los estómagos dolientes eran llenados con una solicitud displicente que no ocasionaba más que indigestiones. Aquí, de nuevo, había estaciones donde nada se movía, excepto una campana, y maravillosas navajas de madera colocadas en lo alto de grandes postes que afeitaban el aire. En los campos, los caballos, las ovejas y las vacas estaban perfectamente habituados al retumbante meteoro y no se inmutaban a su paso; más allá, retozaban todos juntos y los seguía una piara de cerdos. Aquel paisaje pastoral se oscurecía, se tiznaba de carbón, se cubría de humo, se hacía infernal, mejoraba, empeoraba, volvía a mejorar, adquiría un carácter lúgubre, luego un carácter romántico; había un bosque, un río, una cadena de colinas, un desfiladero, una laguna, una ciudad con una catedral, una plaza fuerte, un páramo. Ahora eran miserables viviendas negras, un canal negro, las mórbidas torres negras de unas chimeneas; ahora, un cuidado jardín, donde las flores eran brillantes y lozanas; después, una desolación de horrendos altares llameantes; más allá, los húmedos prados con sus recintos feriales; más allá todavía, los sucios descampados de las afueras de una ciudad inactiva, con el espacio vacío donde estuvo emplazado un circo la semana anterior. La temperatura cambiaba, el dialecto cambiaba, la gente cambiaba, las caras se hacían más angulosas, los modales empeoraban, las miradas eran más duras y desconfiadas; y todo ello sucedía tan deprisa que en el mismo intervalo un atildado guardia londinense no habría tenido tiempo de arrugar el cuello de su uniforme, entregar la mitad de los despachos contenidos en su reluciente valija, o leer el periódico.
¡Carlisle! Idle y Goodchild habían llegado a Carlisle. Parecía un lugar amable y placenteramente ocioso. El mes anterior se habían celebrado allí ciertas fiestas públicas, y algo más iba a ocurrir antes de Navidad; y mientras tanto se pronunciaría una conferencia sobre la India para quienes estuvieran interesados, que no era precisamente el caso de Idle y Goodchild. Asimismo, para quienes gustasen de ellos,podían adquirirse anodinos periódicos y no menos anodinos libros. Para quienes desearan depositar algo en las alcancías de las misiones, allí estaban las alcancías. Para quienes quisieran algo del reverendo Podgers (grabados a treinta chelines), el reverendo Podgers estaba a su disposición. No menos generoso y prolífico, y asimismo miembro de la parroquia, pero fraternalmente opuesto con uñas y dientes al reverendo Podgers, estaba el señor Codgers. Y había ediciones de guías de diversas clases para conocer las antigüedades de la vecindad, además del Distrito de los Lagos; y numerosos bustos masculinos y femeninos, moral y físicamente imposibles, para que las damas jóvenes los copiaran a fin de ejercitarse en el arte del dibujo; y además una gran estampa del señor Spurgeon, recio como si fuera de carne yhueso, por no decir un tanto gordo. Los obreros jóvenes de Carlisle circulaban por las calzadas con las manos en los bolsillos, en formaciones de cuatro o seis hombres; al parecer (con gran satisfacción del señor Idle) no tenían otra cosa que hacer. Las muchachas de Carlisle, obreras o en vías de serlo, a partir de los doce años paseaban por las calles al fresco de la tarde y bromeaban con los citados obreros jóvenes. A veces eran éstos quienes bromeaban con ellas, como era el caso de un grupo que se reunía en torno a un acordeonista, del que se destacó un obrero para situarse detrás de una chica, por quien parecía sentir cierta ternura, y anunciarle que estaba allí y con ganas de divertirse, cosa que hizo (calzaba zuecos) dándole un puntapié.
Las mañanas de mercado, Carlisle se animaba de manera asombrosa y se convertía, para los dos aprendices holgazanes, en una población no tan acogedora, demasiado atareada. Junto al río se situaban los tratantes de ganado vacuno, ovino y porcino; los Rob Roys 2 de rostro enjuto y cabello greñudo ocultaban sus atuendos propios de las Tierras Bajas cubriéndose con las grandes capas escocesas de lana llamadas plaids,y deambulaban de acá para allá entre los animales, perfumando el aire con vapores de whisky. Al final de la calle principal se encontraba el mercado de cereales, donde se regateaba bulliciosamente junto a los sacos abiertos. Asimismo, el mercado tenía su emplazamiento en la calle, con ramos de brezo aún colmados de florespurpúreas y admirables canastos de retama, frescos y primitivos; donde mujeres elegían zuecos y gorras en los puestos al aire libre y junto a las paradas que vendían Biblias. El «Dispensario del doctor Mantle para la cura de todas las enfermedades humanas y consejo gratuito» y el «Laboratorio de ciencias médicas, químicas y botánicas», también del doctor Mantle, eran dos instituciones sanitarias instaladas sobre un par de caballetes y una tabla protegidos por un toldo. Y con el renombrado frenólogo londinense presto a que los clientes de ambos sexos le favoreciesen con su presencia (a seis peniques la visita), a fin de, tras examinarles la cabeza, hacerles revelaciones que «les capacitarían, tanto a ellos como a ellas, para conocerse a sí mismos». A través de todas aquellas transacciones y satisfacciones se abría paso a codazos el sargento de la Recluta, atento y vigilante, amenazadora figura de la guerra proyectada sobre la maraña humana. Con idéntico propósito, en las paredes podían leerse indicaciones de que a los Oxford Blues no les disgustaría recibir a unos cuantos hombres jóvenes, activos y de buena planta; y que si bien la norma de aquel distinguido cuerpo era una estatura de seis pies por lo menos, «los mozos en proceso de crecimiento que alcanzaran los cinco pies once pulgadas» no debían en absoluto desesperar de ser admitidos.
Respirando un aire matinal mucho más placentero que el que respiró el ya enterrado soberano de Dinamarca, los señores Idle y Goodchild partieron de Carlisle a las ocho de una mañana, en dirección a la villa de Hesket, en Newmarket, a unas catorce millas de distancia. Goodchild, que ya empezaba a dudar de si sería o no perezoso, cosa que le ocurre siempre que no tiene nada que hacer, había leído algo relacionado con cierta colina o montaña negra del viejo Cumberland, llamada Carrock o Carrock Fell; y había llegado a la conclusión de que ascender hasta ella sería el triunfo culminante de la holgazanería. Thomas Idle, sin dejar de hacer hincapié en las penalidades ineludibles de semejante hazaña, expresó las más serias dudas con respecto a la conveniencia e incluso la sensatez de tal empresa; pero Goodchild se mantuvo en sus trece, y, en consecuencia, hacia allí partieron.
Cuesta arriba y cuesta abajo, torciendo a la derecha y torciendo a la izquierda, fueron guiados los dos aprendices de un modo agradable y pintoresco por la vieja mole de la Skiddaw (que se había jactado de sus méritos bastante más de lo que éstos justificaban, cosa muy corriente en el Distrito de los Lagos). Viviendas campesinas bien construidas, cálidas, protegidas de las inclemencias del tiempo y agradablemente encaladas punteaban de vez en cuando la ruta. De las casas salían a curiosear niños de aspecto aseado que llevaban en brazos a otros niños tan aseados y casi tan grandes como ellos. Los campos aún estaban sin recolectar y habían sido copiosamente bañados por las lluvias; la hierba aún estaba por segar. Junto a las granjas se veían huertos bien cultivados, con abundancia de productos que le habían sido arrancados al duro suelo. Rincones solitarios y silvestres; pero la gente puede nacer, y casarse, y recibir sepultura en tales lugares, y puede vivir y amar, y ser amada, allí como en cualquier otra parte, ¡gracias a Dios! (observación del señor Goodchild). Finalmente, el pueblo. Casas negras, de piedra basta y toscas ventanas; algunas con escalera exterior, como las casas suizas; y un arroyo pedregoso que se enroscaba en la colina y desaparecía en ángulo, como si fuera una calle. Todos los niños escapaban a la carrera. Las mujeres interrumpían sus tareas de lavado para mirar por las puertas o por los ventanucos. Tales fueron las cosas que vieron los señores Idle y Goodchild, hasta que su trayecto terminó ante la casa del zapatero local. La vieja Carrock se alzaba oscureciéndolo todo con su hosca apariencia. Y empezaba a llover.
El zapatero del pueblo declinó cualquier posible relación con la Carrock. Ningún visitante subía a la Carrock. No había visitantes. Todo el mundo se marchaba. Pero estaba el hostelero. El hostelero tenía a dos hombres trabajando en los campos y podía avisar a uno de ellos para que les condujese a la Carrock en calidad de guía. Los señores Idle y Goodchild lo aprobaron con entusiasmo y entraron en casa del hostelero a beber whisky y comer un poco de pastel.
El hostelero no era lo bastante holgazán (no lo era en absoluto, grave defecto), pero sí el hombre típico del norte, o de hombre en general. Tenía el rostro sonrosado, los ojos brillantes, un cuerpo bien trabado, unas manos inmensas, una voz alegre y franca y una mirada directa, nítida y generosa. También tenía un salón en el piso alto que bien valía la visita a las colinas de Cumberland. (Ésta era la opinión del señor Francis Goodchild, de la que el señor Thomas Idle discrepaba.)
El techo de este salón estaba tan cruzado y recruzado por vigas de desigual longitud, que irradiaban de un rincón, como una estrella de mar rota. La habitación había sido amueblada sólida y confortablemente en caoba y cuero de caballo. Disponía de un cómodo rincón junto a la chimenea y de un par de ventanas con hermosas cortinas que se abrían al silvestre paisaje de la parte trasera de la casa. Pero lo que más destacaba era un inesperado gusto por los pequeños ornamentos y las fruslerías, que abundaban por doquier. No eran muy variadas, pues en su mayoría consistían en muñecas de cera con los miembros más o menos mutilados y que, apoyadas sobre una sola pierna, reclamaban el afecto paternal protegidas bajo pequeñas campanas de cristal. Allí estaba, sin embargo, el tío Tom, en barro cocido, recibiendo enseñanzas teológicas de la señorita Eva, quien se hallaba a su lado, de perfil, en una conminatoria actitud de desmesurado propagandismo. En la pared había grabados del muchacho campesino del señor Hunt, antes y después de comerse su pastel, separados por un cuadro de tema naval vivamente coloreado, cuyo barco tenía todas las banderas (y más) desplegadas y avanzaba por un mar de diseño tan regular como el cuello de una dama. Un benevolente y anciano caballero del siglo pasado, con peluca empolvada, montaba guardia, en óleo y barniz, junto a un desconcertante objeto colocado sobre una mesa: en apariencia, algo a medias entre un asiento de cochero y un estuche para guardar cuchillos, pero que, abierto, resultaba ser un instrumento musical de cuerdas tintineantes, exactamente como el arpa de David embalada para ir de viaje. Todo en aquella habitación se convertía en baratija. La tetera de cobre, bruñida hasta el punto de máximo esplendor, ostentaba su sitio exclusivo sobre un pedestal a la mayor distancia posible de la chimenea y un rótulo que decía: «Con vuestro permiso, no una tetera, sino una joya». La mantequera de Staffordshire, con su tapa, se encontraba sobre una mesita redonda, de madera labrada, junto a una ventana, y se ofrecía a las dos butacas accidentalmente colocadas allí como una invitación a la plática educada, una deliciosa fruslería de porcelana que brindaba un tema de conversación a las visitas cuando éstas malgastaban frívolamente los momentos de charla, mariposeando de aquí para allá en aquel viejo y rústico pueblo de las colinas de Cumberland. Un escabel no fue capaz de quedarse en el suelo, sino que había ido a parar al sofá y allí exhibía su forma de perro de aguas, con relieves de lana blanca y de color de hígado crudo, hecho un ovillo para descansar. Sin embargo, a pesar de sus relucientes ojos de vidrio, el perro era ciertamente la pieza menos exitosa de la colección: completamente aplastado, sugería con desconsuelo la equivocación, al sentarse, de algún corpulento miembro de la familia.
La habitación también estaba repleta de libros; libros sobre la mesa, libros en la repisa de la chimenea, libros en una prensa abierta, en un rincón. Allí estaba Fielding, y allí estaba Smollett, y allí estaban Steele y Addison, en volúmenes dispersos; y había relatos sobre los hombres que se hacen a la mar en noches borrascosas; y había una verdadera selección de buenos libros, tanto para días de lluvia como para días soleados. Y era realmente agradable encontrar aquellas muestras de un gusto que, sin dejar de ser hogareño, iba más allá de la extraordinaria limpieza y el pulcro orden reinantes en la casa; y qué fantástico resultaba imaginar la maravilla que aquella habitación debía de ser para los niños nacidos en el lúgubre pueblo, qué gran impresión se llevarían de ella los que partiesen para vagar por el ancho mundo, y cómo, en puntos distantes del planeta, algunos viajeros ya ancianos morirían acariciando la creencia de que la mejor estancia que el ser humano conoció se hallaba en la Hostería de Hesket Newmarket, en el antiguo, extraordinario Cumberland. Y cultivar estas ensoñaciones en compañía del selecto pastel y el genial whisky de aquella hostería resultaba una ocupación tan ociosa y hechizante, que el señor Idle y el señor Goodchild en ningún momento se preguntaron qué habría ocurrido para que no se volviese a hablar de los hombres que estaban en los campos, cómo era que el fornido hostelero los sustituyó sin explicación, de qué modo su carruaje acudió a la puerta a esperarles, y por qué vías, sin el menor arreglo, se había organizado todo para ascender por las paredes de la vieja Carrock y alcanzar la cumbre.
Por lo tanto, sin mediar palabra, los dos aprendices holgazanes se entregaron, resignados, a la lluvia, que era fina, suave, cerrada, soñolienta y penetrante; montaron en el ligero carruaje del hostelero y partieron traqueteando a través del pueblo hacia el pie de la Carrock. La excursión, al principio, nada tuvo de particular. La carretera de Cumberland subía y bajaba como otras tantas; los perros de Cumberland salían de detrás de las casetas y ladraban como otros tantos, y la gente de Cumberland se quedaba mirando, perpleja, el carruaje a su paso, igual que el resto de los perros de la misma raza que iban en él. Aproximarse al pie de la montaña fue igual que aproximarse a los pies de la mayoría de las montañas del mundo. Los cultivos cesaron gradualmente, los árboles se hicieron cada vez más escasos, el camino fue tornándose más escabroso, y las laderas de la montaña parecían más y más altas y más y más difíciles de escalar. Dejaron el carruaje en una granja solitaria. El hostelero tomó prestado un paraguas grande y, asumiendo por un instante el carácter del más jovial y aventurero de los guías, lideró la marcha hacia la ascensión. El señor Goodchild miraba la cumbre de la montaña con inquietud, y, presintiendo que ahora iba a ser muy perezoso, todo su ser resplandecía de manera visible debido a su alegría interior y a la humedad que había en el ambiente. Sólo en su seno, el señor Thomas Idle conservaba el desaliento. Lo mantuvo en secreto; pero, cuando empezó la ascensión, habría dado una muy generosa suma por encontrarse ya de regreso en la hostería. Las paredes de la Carrock aparecían tremendamente escarpadas, y su cumbre estaba oculta por la niebla. Llovía cada vez más. Las rodillas del señor Idle (siempre débiles en las excursiones a pie) temblaban y se agitaban por efecto del miedo y la humedad. El agua penetraba ya a través del sobretodo del joven hasta la chaqueta de caza novísima por la cual había pagado a regañadientes la elevada suma de dos guineas antes de abandonar la ciudad; no llevaba consigo ningún refrigerio estimulante, salvo un paquetito de pegajosas nueces de jengibre; no tenía a nadie que le ofreciera el brazo, nadie que le empujase amablemente por la espalda, nadie que tirase gentilmente de él desde más arriba, nadie a quien hablar que experimentase de veras las dificultades del ascenso, la humedad de la lluvia, la densidad de la niebla y la indecible locura de trepar sin propósito por cualquier lugar empinado de los que se encuentran en todo el mundo, cuando hay tanta abundancia de lugares llanos y accesibles por los cuales pasear. ¿Para eso Thomas había dejado Londres? Londres, donde hay hermosos paseos de corto recorrido en jardines públicos adecuadamente nivelados, con bancos a una conveniente distancia unos de otros para el reposo de los fatigados viajeros; Londres, ¡donde la rústica piedra ha sido tallada por la mano del hombre para formar los adoquines de las calzadas e inteligentemente alisada para poder utilizarlas como losas en los pavimentos! ¡No! No era la laboriosa ascensión por las paredes de la Carrock el motivo por el que Idle hubo abandonado su ciudad natal y viajado hasta Cumberland. Nunca había estado tan horriblemente persuadido decometer un gravísimo error de juicio como en el momento en que se encontró plantado bajo la lluvia al pie de la escarpada montaña y comprendió que la responsabilidad de llegar realmente a la cumbre recaía sobre sus débiles hombros.
El honesto hostelero iba a la cabeza, Goodchild le seguía rebosante de alegría y el afligido Idle caminaba a la cola. De vez en cuando, los dos primeros miembros de la expedición intercambiaban sus puestos en el orden de marcha, pero la retaguardia nunca alteraba su posición. Montaña arriba o montaña abajo, metidos en el agua o fuera de ella, sobre rocas, atravesando ciénagas, bordeando brezales, el señor Thomas Idle siempre era el último, y en cada ocasión era el hombre a quien había que atender yesperar. En sus inicios, la ascensión fue