Los placeres perdidos y lo que queda del paraíso - Marco Tulio Aguilera Garramuño - E-Book

Los placeres perdidos y lo que queda del paraíso E-Book

Marco Tulio Aguilera Garramuño

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Beschreibung

Sobre esta obra el escritor Edmundo Valadés escribió: "Novela de sátira delirante, desenfrenada y poética, Los placeres perdidos se propone bajarle los calzones a una sociedad conservadora e hipócrita y a la ciudad que la cobija, Cali, una de las ciudades más eróticas y gozonas del mundo. La ciudad de Cali que nos presenta el autor semeja una Sodoma y Gomorra en la cual Adolfo Montaño-Vivas, una especie de ángel extraviado en la tierra y un hombre del renacimiento que domina todas las artes, personaje central de la historia, se enfrenta a unos cuantos imbéciles que están convencidos de ser los justos bíblicos a quienes corresponde la potestad de oprimir y eliminar a la gran masa de los criminales, los pervertidos y los violentos, o sea los diferentes. Quizás esta obra podría incluirse en la tradición picaresca, de una picaresca trascendental, al lado de Rabelais, que sirve para plantear las preguntas esenciales ante lo extraño de la vida". Adolfo Montaño-Vivas es sin duda uno de los personajes más atractivos de la literatura contemporánea, un espíritu tan transparente y particular como el famoso Ignatius Reilly de La conjura de los necios. La ciudad de Cali en esta obra aparece en todo su esplendor, pero aquí no con las limitaciones culturales maniqueas que plantea Andrés Caicedo, sino con una riqueza de matices que convierten al territorio en un sitio de pusiones universales. La Universidad del Valle, las calles violentas, la salsa, el paisaje, la multiplicidad de tipos humanos presentados en esta obra convierten la lectura en un auténtico carnaval en el que están presentes las mejores manifestaciones del espíritu humano.

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LOS PLACERES PERDIDOS

Y

LO QUE QUEDA DEL PARAÍSO

 

 

Universidad del Valle

Programa Editorial

Título: Los placeres perdidos y Lo que queda del paraíso

Autor: Marco Tulio Aguilera Garramuño

ISBN:

ISBN-PDF:

DOI:

Colección:

Primera edición

© Universidad del Valle

© Marco Tulio Aguilera Garramuño

Diseño y diagramación: Hugo H. Ordóñez Nievas

_______

Este libro

El contenido

Diseño epub:Hipertexto – Netizen Digital Solutions

Un Aristóteles no fue sino los escombros de Adán, y Atenas, los rudimentos del Paraíso.

Robert South

PRIMERA PARTE

I.

PRESENTACIÓN DEL FRENÁPTERO Y DE SU EQUIPO DE CAZADOR METAFÍSICO. SUEÑOS DE UN NOVELISTA QUE QUIERE COMPRAR PIANO. EL ESPINOSO ASUNTO DE LAS SEDUCCIONES

Si alguna vez ha habido en Cali, ciudad que se prestigia de albergar especímenes humanos en los que el esplendor es costumbre y espectáculo, un mancebo digno de ser amado por todos, todas, siempre sin tacha, sin pausa, sin reposo, ese ser magnífico es Adolfo Montañovivas. Su cuerpo de adolescente tierno, flexible y firme a la vez, iluminado por una piel de bronce bajo el sol, es campo propicio para la hierba rubia de su vello que lanza destellos a la menor provocación.

Cuando Adolfo, Dolfin, Dolfo, parpadea y sonríe, caen todas las murallas. Imposible inventar contra él suspicacias, hallar segundas intenciones, reñirle. Sus razones y sin razones son tan irrefutables como la alternancia del día y la noche. Improbable descubrir en él una mirada de odio, un gesto de asco, cualquier ademán digno de lástima, indiferencia o menosprecio. Hacia Adolfo solo se puede sentir admiración, que al poco tiempo de frecuentarlo se transforma en amor. Amor sin atenuantes y sin adjetivos, puro y sin mácula, si es que tal sentimiento existe. Que algunos o algunas quieran tergiversarlo, es asunto muy diferente.

Adolfo porta en la espalda un maletín de tela basta y trajinada que quizá en tiempo no muy remoto fuera azul. Sus tías, las adoratrices, son implacables en lo que se refiere a la limpieza de cuanto forma parte del atuendo del frenáptero. Aunque el sobrino amado no vive en casa de ellas, aunque prefiera disipar las horas jugando con los hijos de Pura y escoja dormir en el lecho que le tiene tendido su propia madre allá en las alturas del barrio San Fernando, ellas, las adoratrices, mantienen vivo el fuego del hogar, impecables las sábanas, bruñidos los vidrios del magno ventanal que da a un jardín de monjas, platos y cubiertos dispuestos sobre la mesa, para que Adolfo llegue en cualquier momento, acelerado y volátil como siempre, y monte la utilería de los únicos días felices del año. Las adoratrices no piden más. La espera también es parte de la dicha. Noventa de cada cien visitas vendrá por ropa limpia, la bendición y el beso en la frente nada más. Luego, adiós. Adolfo les concede el don de su presencia, sin largueza y sin avaricia.

Y no es que gasten las adoratrices demasiado en las celebraciones. Un vinillo de frutas basta para los brindis. Y hasta dura para dos visitas si lo tapan bien y lo guardan en el refrigerador. A cambio de tanto beneficio ellas solo tienen que lavarle con unción papal los tenis, los pantalones vaqueros y las camisetas blancas, sin olvidar el maletín de tela, que dejan impecable por el derecho y el revés, con todo y su cordón blanco, y si Dolfo se los permitiera le lavarían el propio cuerpo con el que sueñan sin malicia y que bañaron desde niño sin poder hasta hoy olvidar. Tal vez por eso se quedaron solteronas. Ningún infante, aunque salieran de las propias entrañas de Nina y Vero, podría alcanzar un trono en sus corazones.

Las tías conocen y respetan las cosas de Adolfo. Saben que Adolfo transporta en su maletín no solo cuanto halla en sus travesías alucinadas por Cali, Pance y los lugares circunvecinos, cosas que le parecen dignas de atención o estudio, sino una serie de objetos accidentales que fácilmente podrían dar cuenta de su vida, de su rumbo:

—Un cornetín de lata “para dar lata”,

—un rapidógrafo, lapicero fino de arquitecto, de tinta verde imperial, su anzuelo para fijar los destellos de un mundo que se escapa sin remedio,

—una flauta dulce que nadie como él sabe tañer cuando está enamorado, feliz situación de la que Adolfo es habitante perpetuo,

—una campanilla de sacristán “para desorientar al enemigo”,

—un frasco de mermelada azul (“Uno nunca sabe cuándo un frasco de mermelada azul puede ser decisivo”) que lo mismo le sirve para engatusar a las hormigas, paliar el sabor a los venenos a los cuales es adicto, o arrojar a manera de bomba molotov,

—varios cuadernos en los que están escritas las seis o siete novelas que, desde que tiene memoria de las vocales, ha venido elaborando, en caracteres góticos y con viñetas medievales, y que le han granjeado fama de genio, lo que, naturalmente, lo tiene sin cuidado,

—partituras de su propia invención, generalmente inconclusas como sus novelas y definitivamente imposibles de interpretar (coros de veinte millones de sopranos, acompañamientos de ecos intermontanos, clarinetes y trompetas de ángeles auténticos),

—un banquito con fondo de lona y armazón metálica plegable, que extrae del maletín en situaciones difíciles y que se llama el Banco de las reflexiones.

Y, sin embargo, Adolfo tiene sueños modestos y a corto plazo. Uno de ellos es poseer un piano que a la vez sea doméstico como un perro de aguas, de gran calidad y negro retinto brillante, a semejanza de un corcel árabe, es decir, que sea origen de la música y reflejo del entorno. Con él cumplirá su viejo proyecto de ponerle música al mundo. Sabe que no podrá portarlo en su maletín, pero confía en su ingenio. Cuatro ruedas y una bicicleta de ejes bien aceitados bastan, dice.

Si Adolfo escribe, no lo hace pensando en la posteridad (“la posteridad: que otros se coman el postre que uno prepara con tanto trabajo”) ni en la trascendencia, sino en un fin más inmediato y divertido: ganar un enorme concurso de novela y con el importe pagar la cuota inicial del Steinway que está echando raíces en la sala de la mansión de madame Renard. Una vez propietario del lujoso mueble, aguzar la industria y buscar la asesoría de un bicicletero maestro. Como el piano es de cola y le arrastra, Adolfo dice que se la cortará. Ya munido con todo el aparato, frotará sus muslos con ungüentos caloríficos, hará ejercicios de estiramiento, montará en el vehículo y comenzará su carrera de aedo de piano portátil. Inicialmente piensa instalarse en el corazón de Cali, la plaza de Caicedo y Cuero para, por una parte, cumplir con su divina misión de llevar el arte al pueblo, por otra, recaudar lo necesario con el objetivo de satisfacer las demandas financieras de madame Renard.

También quiere, si se dan las condiciones económicas necesarias, importar un peregrino instrumento musical llamado cromorno, que yace desde el siglo XVIII en una tienda de anticuarios en Rotterdam.

Adolfo por lo pronto se ha planteado algunos problemas que su singular vehículo causaría a su propia persona y al tránsito automotor. ¿Necesitaría el pianomóvil placa de circulación, documentos de identidad, luces direccionales? ¿Alcanzaría la velocidad requerida en las vías rápidas? ¿Afectarían los baches la afinación? ¿Quién recaudaría las contribuciones si el intérprete se ocupara fundamentalmente de fruncir el ceño del teclado? Tal vez fuera indispensable agregar al equipo un mecánico de cabecera, un tesorero confiable, un secretario, un explorador, un geógrafo, un ciclista suplente para los casos frecuentes, sin duda, de giras artísticas. Los muslos de Adolfo son firmes, bien proporcionados, eficientes, pero no incansables.

El mayor problema que le ocasiona a Adolfo la armonía catastrófica entre su alma hermosa y su cuerpo perfecto es el de las seducciones. Hombres, mujeres y bestias caen abatidos fulminantemente por su encanto y sienten la necesidad angustiosa de hincar el diente real o figuradamente en su carne de ave celestial. Donde quiera que esté Adolfo nunca falta algún inoportuno que lo mire con ojos usureros. Los recursos para llegar hasta Adolfo han sido tan diversos como los matices del verde en la selva amazónica al amanecer.

Memorable y bochornoso, por público, fue el abordaje del profesor Paz, poeta él y algo deschavetado. “Fue hace algunos años en el San Luis Gonzaga” —dice Adolfo—. “Emprendió un discurso sobre Proust con esa elegante y soñadora retórica que lo mantenía en la cuerda floja que separa lo ridículo de lo sublime. Contó esta historia:

—Un día antes de casarse Marcel Proust estaba asomado a la ventana de su casa en Balbec. Una melancolía inexplicable le aplastaba el alma. El otoño, bello y fugaz, había alcanzado su máximo esplendor.

El profesor Paz aspiró aire por la nariz, elevó las cejas y frunció el ceño, en lo que quiso ser un suspiro de alta gravedad.

—La alegría de su próximo matrimonio había comenzado a ensombrecerse —continuó el profesor Paz—. La idea de que estaba a punto de prometer su persona, tan ávida de mundo, a una sola mujer…

En ese momento la voz del profesor se detuvo trémula. Los estudiantes fingían un delirio lacrimógeno. El profesor, inmune a la burla, agitó las alas de sus pestañas rizadas con cucharilla e hizo descender su mirada desde el empíreo hasta posarla en la humanidad de Adolfo.

Adolfo se hallaba sentado en la fila de atrás, el pupitre en ángulo de 45 grados y el alma cabalgando en vilo de la fantasía: soñaba que con el tiempo, gran esfuerzo y unas noches de vela, el frenáptero podría a llegar a ser asmático, novelista de la gracia caleña e invitado perpetuo de alguna madame Vedurin.

—Estando en semejante situación —agregó el profesor Paz— Proust vio pasar por el sendero, bajo los álamos, como una visión, a un adolescente.

Nuevo suspiro despiadado del profesor Paz. Y al pronunciar la palabra “adolescente” los ojos del profesor se abatieron sobre los de Adolfo como garras de águila en cuellos de gorriones mientras se paseaba la punta de la lengua rosadita y obscena por el bigotillo trasparente. Adolfo se puso rojo como un semáforo en rojo entre los murmurillos y carcajadas contenidas de sus compañeros. El profesor Paz agitó velozmente la cabeza, como el famoso perro de aguas, pero que ahora se sacude el exceso de humedad intentando, supongo, continua Adolfo, desprenderse del bochorno: era pública su afición a los culitos rosaditos, rosaditos, pero nunca se había descarado a tal extremo; gracias a las leyes gravitacionales, la inercia o rotación cefalea, arrió las velas de la retórica y concluyó humildemente, con los puños cerrados bajo su barbilla débil, de hombre de poco carácter según Gall, y los ojos bajos, como quien termina su monólogo y espera el aplauso. Solo faltó que hubiera caído de hinojos, “con lo difícil que es en la actualidad conseguir tales hierbas” (y aquí Adolfo derrapa su historia hacia las virtudes calmantes del agua de hinojos, hierbecilla prácticamente desaparecida de la faz de la tierra por culpa de ciertos depredadores sobre quienes es mejor no hablar para que el frenáptero termine con el asunto de la declaración de Paz).

—Y el gran Proust — la voz de Paz era casi inaudible— sintió que había una relación profunda, tal vez una armonía misteriosa, cósmica, entre el paisaje otoñal, el dolor de saber que pronto iba a perder su libertad y la gentil coquetería del paso del muchacho.

Pero el mal ya estaba hecho, concluye Adolfo. “No puede volver a gozar de las clases del profesor Paz sin tener presente su mirada de ave carnívora y sin temer el alboroto de mis compañeros”.

Hay que aclarar que, en este caso, como en la mayoría de los demás que puedan clasificarse bajo el rubro de seducciones o declaratorias de amor, Adolfo no sintió temor por sí mismo ni odio al postulante, sino únicamente pena por las consecuencias que la sociedad haría pagar al osado y especialmente por los remordimientos, quemaduras del alma y desastres íntimos que su incapacidad de corresponder a tantos novicios, ocasionaría. “Yo haría de mi cuerpo y todos sus accesorios, espíritu y orificios incluidos, una fuente en la que todos abrevaran, si supiera que eso los haría felices. Pero sé que sucedería exactamente lo contrario”.

Adolfo, cuando habla de negocios que conciernen al comercio de su cuerpo y todo lo que contiene con el mundo y sus habitantes, mira al cielo desde donde se siente protegido por su Padre. Hay quienes afirman que el frenáptero es el último de los que tienen comunicación directa con los de allá arriba. Un extemporáneo habitante del Paraíso.

Como todo frenáptero que se respete, Adolfo hace filosofía. Pero su filosofía es asistemática, caprichosa, poética y depende generalmente del objeto que se halle entre sus manos, la persona que se interponga entre él y un paisaje, o el mismo paisaje que siempre tiene para él algo digno para ser corregido. La filosofía de Adolfo no se puede escribir en libros ni estudiar en universidades. Para comprenderla hay que seguir al frenáptero por las calles, estar dispuesto y preparado para ocho o más horas de ascenso interrumpido rumbo a las cimas de Los Farallones, hay que degustar sus gestos y estar pendientes de sus instantes de iluminación o descubrimiento. Todo lo anterior forma parte del equipo indispensable, más a ello hay que agregar una gran dosis de paciencia, noches de vela a granel y, sobre todo, una piel de rinoceronte que ayude a soportar las palizas que pueden llover de cualquier parte en el momento más impensable.

“Acostarse con la hermana de uno es como cometer el pecado original” dice. Luego se retracta. “No, no puede ser tan original si muchos lo han hecho”. Y concluye: “Pero debe ser sabroso, ¿no es cierto?”

Adolfo dice que tiene un paisaje que siempre lo acompaña y en él vive innumerables aventuras. También afirma tener amigos invisibles de los que nunca se separa. Por eso, cuando cuenta un hecho acaecido en el famoso paisaje, lo que hace con gran deleite, invariablemente lo relata en plural. “Cuando vimos al toro en medio de la isla, nos dirigimos hacia él. La noble bestia tornó la cabeza para rascarse el lomo con el hocico y adoptó una actitud cubista. Yo grité, “mira la Guernica” y Pedro El Ermitaño asintió. De modo que a partir de entonces fue Guernica nuestro punto de referencia en el paisaje”.

Adolfo tiene también varias amigas entre las mil veces citadas señoras que rigen la ciudad. Ellas lo necesitan aparentemente porque en la conversación del frenáptero aparecen personajes exóticos, sugerentes y olvidados como J. Ladrón de Cegama, Clermont de Auvernia, Abd-Allatif y ciudades que ya no existen en las guías de turismo convencionales, verbigracia Ratisbona, Barricorrimorena y Fuenteclara del Ebro. A ellas (las señoras, a fuerzas de cursos intensivos, mujeres cultas, pero con caries culturales insuperables) les asombra la capacidad de embutir tantas palabras raras, lugares desconocidos y personajes presuntamente célebres en una sola frase y, además, con una gracia tan sin afeites. Adolfo sabe que las hace rabiar de gusto con sus peroratas y no ignora que tras los ojos de admiración mística hay bestezuelas golosas que más vale no convocar. Por eso elude las horas del acoso y es asiduo de las propicias y cuando escucha el tintineo de la vajilla de plata en el comedor, se prepara para recibir con indiferencia mal disimulada la pregunta que ha estado esperando desde que franqueó el umbral:

—¿Quieres la magdalena mojada en té?

Eso basta para que se ponga a temblar. Ellas saben que solo el Magnificat podrá calmarlo. “En esos momentos —dice— siento ganas de caer muerto de la emoción, de abrir los brazos y que me nazca una flor en el corazón”.

Adolfo le lanzó un directo a la mandíbula de su madre y la noqueó. No quiere decir a nadie por qué. Como autocastigo se encerró en su habitación y de allí no ha querido salir en dos días. Parece que su propósito era convertirse en un monstruo insecto. Ni las tías adoratrices ni Pura ni los sobrinos amados Loreta y Tato, han logrado que abra la puerta.

Durmió mucho, tuvo bellos sueños, y cuando despertó halló que la mano agresora estaba arrugada. Era un trapo viejo prendido de su muñeca. Inmediatamente se sentó en el Banquito de las Reflexiones, se ocupó enjundiosamente de pensar el caso, y concluyó que para curar a la agresora debía ponerla a tomar agua. Llenó el lavamanos y metió la mano. Allí la dejó hasta que quedó satisfecha, rebosante, “como una manzana de naturaleza viva entroncada en mi muñeca”, dijo.

Preguntando sobre el asunto del golpe meses más tarde, Adolfo respondió con toda indiferencia: “Lo hice porque se lo merecía”.

En ocasiones el rapidógrafo de tinta verde imperial se niega a escribir sobre los cuadernos pautados y se empeña en manchar caprichosamente la camiseta blanca de Adolfo. Los viajes al paisaje y las aventuras que allí tiene con sus amigos reales o imaginarios dan motivo, muchas veces, para bajar las colinas rodando ya sea en alas del pasto gigante humedecido por el rocío o en brazos de un sendero de barro bermejo tejido por generaciones de bestias de carga. Cuando regresa a la ciudad, es decir, a lo que llama el antipaisaje, Adolfo porta varias noches de lucidez interrumpida, un hambre de ogro inhumano y suciedad en toda la expresión y profundidad de su cuerpo. Solo se salvan del desastre el blanco de una sonrisa llena de felicidad y el cristalino de sus ojos. Entonces, en esos grandes regresos, es cuando la ciencia lavadora de las adoratrices logra retornar al mundo un Adolfo renovado, parpadeante de asombro, que después de dormir 48 horas seguidas abrazado a sí mismo y a sus sueños, puede recopilar fuerzas para volver a la casa de su madre.

Ni las tías amantes ni Adolfo revelarán el destino del frenáptero durante los días y noches que se eclipsó de su órbita convencional.

Desgraciadamente el orden de las cosas no obedece a los caprichos de Adolfo. Los hombres no reconocen su originalidad sin par. Generalmente los jueces no están dispuestos a descifrar doscientas páginas de literatura alada que hay que paladear palabra por palabra, que hay que tratar de entender superando el asombro creciente, los límites de lo imposible por bello y recursivo, creando una nueva lógica que, a pesar de su radical diferencia de todas las conocidas, se instala con naturalidad como la única verdadera, verosímil y definitiva. Y menos comprenderán los jueces, si los escritos del frenáptero están fijados sobre el papel con esa tinta verde pálida y de caracteres arcaicos, aunque quizá las viñetas si les llamen la atención.

Además, ellos siempre piden original y tres copias.

Posiblemente algún juez curioso, para descansar del aburrimiento que le ocasionan las novelas de amores desaventurados, hombres muy braguetones o rocanroleros perniciosos, haya leído con dificultad y regocijo esas historias en las que los personajes metiéndose un dedo a una ventanilla de la nariz sueltan a quemarropa una sentencia irrefutable, espléndida, que dejaría a cualquiera pasmado y con el lápiz de subrayar la realidad tembloroso entre las manos. Tal vez el mismo lector judicioso haya hecho una marca al lado de la página o doblado una esquina en ella para rememorar ante sus pares, a manera de caso exótico esos paisajes que se antojan únicos y que se rasgan como papel de utilería teatral y que luego son recompuestos minuciosamente con cinta trasparente, no sin antes dejar el atisbo de otro miraje aún más impensable, imagen sin duda rebajada de un infinito esplendor que yace muy a transpaisaje. Acaso el mismo juez, extremando su benevolencia y abusando de su ocio, se haya reído de las bandadas de ángeles de mala calidad que pasan por el cielo y se deshojan de sus alas al menor golpe de viento. Incluso es probable que el hipotético juez comente con sus compañeros la excentricidad rabiosa del texto de Adolfo. Pero las cosas no pasaran de ahí. El hecho es que Adolfo no ha ganado ningún concurso de novela y que el íngrimo piano de madame Renard sigue aferrado con sus cuatro platas al piso de la sala de su casa de sustos, sin que las ruedas y el aparato biciclal lo pongan a cantar para el pueblo.

En cierta ocasión estuvo considerando la posibilidad de hacerse ministro del Señor. A ello lo impulsaba la fácil confianza con que trata a su Padre. También, no hay que ocultarlo, la creencia de que en el acto de ordenación le sería entregado para su custodia, cuidado y goce un gigantesco órgano de largos tubos brillantes en el que podría interpretar a su antojo todo lo de Juan Sebastián. Cuando supo que aquello era posible, considerando el paso de los años y la suma de méritos que alcanzará, pero no necesario, puesto que en Colombia acaso sumarán apenas diez los órganos monumentales en funcionamiento, Adolfo se arrepintió. Pero sus mañas le quedaron. Ahora, como castigo al Señor, que le pone las cosas difíciles, el frenáptero habla a su padre omnipotente en cualquier circunstancia y le impone la solución de los problemas más cotidianos. Le dice “papi” con aires de primogénito y a menudo enlaza los dedos en actitud patriarcal como si estuviera acunando una gran barriga, y hace girar rápidamente sus dedos pulgares mientras tiembla su imaginaria papada doble.

Quizás también de los tiempos en que quiso ser obispo le quede el voto de castidad que han amenazado tantos y tantas con tan desdichada suerte.

Otro problema que afronta el frenáptero a cada instante de su vida es no haberse acostumbrado por completo a las leyes de la física, a los comportamientos usuales de los seres móviles y a los hábitos sedentarios de las plantas. Para él la realidad es infinitamente bella, recursiva y siempre lo sorprende. Que los cuerpos caigan hacia abajo y que ello tenga relación con los majestuosos saltos de agua, con las cagarrutas sorpresivas de las golondrinas o los derrumbes en los Andes, sigue siendo motivo de maravilla y alborozo. Para Adolfo un perro que se muerde la cola no es un perro que se muerde la cola, sino una trampa puesta en medio del camino para que nos detengamos a contemplar una imagen viva del infinito. Y un árbol abrumado por el asfalto, el smog y los enamorados, no es tal, sin una encarnación perfecta de la vida: bajo él está el reino de la muerte, en las ramas se encuentran las hojas y en cada hoja está escrita la existencia de un habitante de la ciudad o, por lo menos, del barrio; el suave viento que mueve las ramas configura los sentimientos leves y amables; los vendavales cifran pasiones intensas, crímenes, catástrofes. La suma de todos los árboles, con sus troncos, ramas, hojas y raíces, forma el tejido secreto de la historia de la ciudad con su presente, pasado y futuro. Una vez que se conoce lo anterior, es perfectamente explicable la afición desmedida de Adolfo por bosques, alamedas y jardines, también sus súbitas ausencias de lo que ha llamado el antipasaje. “La realidad es, dice, una obra de arte que está ahí, esperando el ojo iluminado, el parpadeo al instante, aguardando el corte violento del tiempo y el espacio. La realidad es modesta: no lleva firma de artista alguno, no se envanece de sus colores, formas y astucias. Está ahí, simplemente”. Adolfo aprecia también las inmodestas obras de arte que sí llevan firma. Le cuesta mucho trabajo leer la media docena de libros que considera fundamentales. Por eso lleva cinco años leyendo En busca del tiempo perdido y no puede pasar del primer volumen. Una de las razones de ello es que en cada página encuentra rincones de pasmo, frases afortunadas, maridaje de sustantivos con adjetivos que le parecen exquisitos y que exigen largos períodos de paladeo, degustación, uso y archivamiento. El frenáptero da cuenta de otro obstáculo que se opone a una lectura fluida: “Estoy leyendo una frase y de pronto escuchó el tic-tac del reloj que reafirma intermitentemente la presencia de los objetos y de un fantasma que se llama tiempo”. Adolfo medita mordiéndose la falange primera del dedo gordo de su mano derecha. El codo de la rodilla doblada, el pie girando sobre el tobillo, el ceño fruncido en fiero y bello pensamiento. “Se trata, dice, de una lucha entre las obras de arte con firma y la obra de arte sin firma. Y yo estoy en medio de los fieros espadazos, los golpes de lanzas aguzadas, el vuelo de las esferas de hierros armadas con pinchos terribles, el polvo, el sudor y las bárbaras maldiciones. Estoy en medio, solo y sin armadura. Cómo no vivir apabullado por semejante choque de mundos”. Lo que es un padecimiento, pero también puede ser un goce perpetuo. Le basta ir de una habitación a otra para descubrir que ha pasado de un Vermeer a un Georges de La Tour. La luz de una vela de cinco pesos le proporciona un Rembrandt, la penumbra de un desván y dos otros cachivaches de modista, un Goya, el choque del sol contra los cuerpos en la playa de La Bocana, un Matisse. Adolfo se ríe de quienes desgastan cinco mil dólares para visitar museos. Caminar al lado de él enseña más sobre la belleza del mundo que una vida entera de viajes y estudios.

“He aquí una nueva imagen de la eternidad: una vaca lamiendo una roca de sal del tamaño de la Tierra; cuando le reste solamente un fragmento tan pequeño como una semilla de trigo, dice Adolfo, habrá transcurrido la primera fracción del primer instante de la eternidad”. Hay quien sospecha que este argumento no es suyo, pero en sus labios suena original. Adolfo sentado en el Banquillo de las Reflexiones alcanza vertiginosas alturas.

* * *

II.

MANUAL PRÁCTICO DEL SUICIDA DOMÉSTICO. LA ORGANIZACIÓN CALABAZA NO. ADOLFO CONTRA CONSTANCITA FERNÁNDEZ DE LA HOZ Y LA TELEVISIÓN

Cuando ve anunciado algún concierto en el Teatro Municipal Adolfo se pone furibundo. ¡Qué es esto! ¡El arte enlatado como las sardinas! Si Adolfo dispusiera de su pianociclo con certeza haría un contra-concierto en plena calle. No sin antes, claro está, pedir la cooperación del maestro de los insultadores, Roberto conde de Flandes, y quizás, de unos cuantos efectos terroríficos de parte de Zorobabel, quien a su paso allana montañas y las transforma en valles. Sin embargo, Adolfo nunca dejará de asistir a las presentaciones de los grandes músicos que llegan a la provincia. Y no se le ve en el gallinero del Municipal, particularmente proletario, deplorable y averiado, desde donde se ven las coronillas de los artistas en escorzo, como desde un globo aerostático. No. El frenáptero siempre están en platea, primera fila, entre golas, encajes, buena bisutería y hasta pieles de damas tropicales y llamativas. Nadie puede decir que compró el boleto: uno de los principios a los cuales se aferra el frenáptero es que el dinero carece de valor real, razón por la cual se niega a contaminar su persona con semejante bazofia. Si él ha de conseguir algo, no lo logrará a cambio de papeles, de monedas, sino gracias a su ingenio, a su lengua, a su encanto.

Y sucede que alguien le impide entrar al teatro porque sus ropas no son adecuadas o porque ya están vendidas las localidades y ocupados los sitios, las consecuencias serán desastrosas, según el decir de las señoras cultas. Dolfo improvisa una tribuna, introduce una mano en el maletín ecuménico, extrae su ya célebre cornetín de la lata, hace sonar una desacompasada diana (pues así como es virtuoso de la flauta dulce, el pito o las ocarinas indígenas, el piano y otros diez instrumentos y hace fluir de ellos sonidos solo concebibles en una armonía superior y divina, también es un intérprete incomparable de la estridencia, la cacofonía y la náusia, variación aun más perniciosa que la náusea, dice) y en medio de las cultas y bien vestidas damas y de los ceñudos y carraspeantes caballeros, suelta una arenga cuyo tema principal es la indiscreta vulgaridad, la flaca soberbia y la risible utilería de quienes confunden una sonata con un soneto y un soneto con una herramienta de fontanería.

El frenáptero tiene diversos métodos para entrar al templo de la música en Cali. Entre otros, lucir máscaras horripilantes y obscenas —la de Condonazo es una de ellas—, hablar del próximo cataclismo, de los ladrones del paisaje o los enlatadores del arte, emprenderla a patadas contra los porteros, o en su defecto, mirarlos con ojos de coneja extranjera y prometerles una cita a la salida.

Y cuando logra entrar sortea los varios umbrales interiores hasta llegar a “su sitio” y si halla a una jovencita besable usurpando el asiento, se le posa en el regazo con una gran gentileza y le dice palabras de ternura, y si es mujer gorda, le dice mamá y le echa los brazos al cuello, y si es señor de fuerte mandíbula y velludo pecho, lo increpa con graves y concertadas razones, lo pone en vergüenza, hasta lo enamora si es preciso para que ahueque el ala, lo que generalmente hace ante el regocijo y el murmullo de la sociedad. ¡Quién iba a creer semejante idilio entre un doctor que usa tres apellidos y cuatro nombres y que posee dos Mercedes y una casa de campo en Silvia!

Por eso Asocultura, un grupo de señoras distinguidas por su amor a las lustres sinfónicas y a las fanfarrias literarias y a los embadurnamientos plásticos, le tiene terror al frenáptero. Por eso le hacen la corte y encarecidamente y de rodillas y con ojos de promesas le suplican que no asista a sus magnas funciones. Que por favor, no les lleve al tremebundo Zorobabel —a quien nunca han visto aunque sí escuchado en los labios vicarios de Adolfo—, que se abstenga de hacer sonar su cornetín de lata y de pronunciar insultos tan desobligantes e incomprensibles. O que, si lo prefiere, haga uso de los boletos de cortesía, con la condición de mantener en secreto el asunto y de silenciar el escándalo.

—¡Componendas a mí, señoras culiflojas y mondengueras! —les grita en plena calle cada vez que las ve—. ¡Conciliabulos conmigo, frenólitas rampantes, cebolluñas, bigardas, enteridas! —lo que las pone en ridículo y en huida, en cuarentena en sus casas y en fulminantes ataques de negra bilis. Adolfo les ha estropeado sucesos memorables, les ha organizado manifestaciones de dos o más engendros (con Roberto Pinzón y Zorobabel basta, pero en ocasiones arrastra a Pedro el Ermitaño, a Zengui, príncipe de Mosul y Marindin con todo su sequito y a hordas enteras de personajes desconcertantes, incoherentes, y no siempre visibles) y ha causado la alarma y deserción de diletantes y otros que de todos modos no se divertían mucho escuchando música aburridora.

El caso es que las finanzas de las señoras cultas no marchan bien y gran parte de la culpa la tiene el frenáptero. Qué hacer. Ninguna diplomacia funciona ante su lógica y caprichosa.

A veces en lugar de citar a Proust o a Joyce, escoge como guías y profetas a Mahoma, a Heráclito el oscuro, a Dick Tracy o Mandrake. En broma o en serio —quién sabe— afirma que la gran literatura del siglo es la que se halla en las tiras cómicas. Mañanas hay en que amanece imaginando que sobre su cabeza flotan globitos y filacterias con diálogos estereotipados, frases violentas, amenazas perentorias que se siente obligado a utilizar en cuanto le es posible. “¿Cuál es el plan?”, pregunta bajando el ala de un sombrero estilo Capote para ocultar su humanidad a los vagabundos o a los viejos adictos a las palomas que podrían ser espías frenólitos de Costa de Marfil. “Si me descubren estoy perdido”, seguramente piensa. Y a sus tías de quienes no puede tener sospecha alguna de vinculaciones con científicos perversos que quieran apoderarse del mundo, lo que les pregunta es, simplemente: “¿Cuál es el plan?” Algunos de sus relatos y dos o tres novelas de su propio caletre llevan epígrafes de Narda, Superman o el pillo Mil caras. “No te salgas con la tuya, villano”, sirve de introducción a su apreciable poema sinfónico La rueda coja de la vida. “Es de los nuestros”, prologa su inaudito Exabrupto para pianomóvil y orquesta de pájaros amazónicos.

Viene planeando desde hace tanto tiempo suicidarse que se atreve a afirmar que su primer intento fue el prenatal. La historia completa de ese primer acercamiento a la muerte es bastante larga y tiene variaciones a veces diametralmente opuestas. Lo que sí se puede saber es que en el vientre de su madre halló dos impedimentos graves para el logro de sus propósitos: la ausencia total de instrumentos aptos para ser usados para el menester, y el hecho de que tenía los miembros poco desarrollados e inmersos en un líquido entorpecedor y aletargante. Y a quienes dudan de su memoria prenatal, Adolfo puede convencerlos con el relato extenso y detallado de sus vidas pasadas como cristiano en las catacumbas de Roma, monje nestoriano, cuidador de camellos en Ocdah o fabricante de las primeras armaduras en Marruecos.

El argumento que usa para justificar su deseo de acabar “el asuntito este de la existencia” es que ya ha vivido tanto y tantas veces, y abusado con tal frecuencia no solo de los grandes placeres que le ofrecieron las mil civilizaciones que han existido a lo largo de la humanidad sobre la Tierra, sino de las torturas y dolores más aberrantes, que ya desea cortar el círculo aparentemente eterno del azar e intervenir, aunque sea en forma inoportuna, en su destino, para entrar en lo que él llama el traspaisaje. “Alguien está interesado en que yo siga dando vueltas en el tiovivo en las encarnaciones”, dice. “Pero yo le voy a echar a perder su jueguito”.

En su actual existencia dos dudas lo mantienen de este lado. Una, que no sabe si al otro lado hay pianos. Otra, que no está seguro si sus conocimientos de armonía, sus habilidades interpretativas y sus composiciones para pianomóvil le serán transferidas. También le preocupa el hecho de no haber terminado de dar forma correcta a su carta de despedida. En el último momento, antes de darse un martillazo en el cerebro (o más certeramente, en el sitio tonsurado de su cabeza, cruce exacto de dos líneas trazadas dificultosamente con la ayuda de espejos, escuadras y reglas, en busca del occipucio, donde según Adolfo don Renato Descartes localizó la silla Turca, refugio del alma); antes de enterrarse un cuchillo matamarranos que ha fijado en la pared de su cuarto a la altura del corazón y contra el cual correrá un sprint final de ocho metros; antes de lanzarse desde la azotea del Banco de Colombia pidiéndole previamente al vendedor de chicles que se mueva tantito, para salir volando con cintas arcoirisadas de quince metros de longitud en cada uno de los brazos y un displicente cigarrillo en los labios; antes de emprender el camino que no tiene regreso y contra el cual mi Dios mismo puede levantar el brazo y decir stop, Adolfo recuerda que se le olvidó aclarar la suerte que ha de correr su flauta dulce. (¿Se la dejará a su sobrina Lorena, que a sus cinco años de edad es una virtuosa del lenguaje y puede ser una discípula aventajada Pan?¿Se la va a heredar al pobre de Tato que tantas dificultades tiene con el lenguaje y quizás halle un consuelo y un desahogo en la articulación musical?); Adolfo se preocupaba por el destino del Krummhörn, el bizarro instrumento de música gótica en forma de bastón, que pidió por correo a Rotterdam; piensa que el epígrafe de la carta de despedida total (“no pongas flores sobre mi tumba pues soy alérgico”) es insuficiente, adocenado, poco memorable; supone que madame Renard se sentirá ofendida si no pasa a despedirse personalmente y hasta con el beso en los labios marchitos que Adolfo le ha anunciado para algún día lejano ni cercano sino posible; también recuerda que no ha cumplido con unos cuantos propósitos: promover justas de poetas a pulmón abierto a nivel municipal, departamental y nacional con la aprobación multitudinaria o rechazo de parte del público congregado en plazas de toros, estadios de fútbol o formaciones naturales que propicien las reuniones de barrios, sectores o ciudades enteras; difundir texto y música de una canción que cantaran todos los habitantes del país y si es posible del mundo, en la cual estará contenida la clave de la felicidad absoluta interminable… y otros planes inconclusos que en los instantes previos al golpe final se le vienen a la mente y le atan las manos.

Una vez que desiste de su empeño suicida extrae su rapidógrafo color verde imperial, su cuaderno de proyectos, y anota una nueva forma de “cancelar el yo”. El corpus de las diversas formas de cancelar el yo por lo pronto yace en lo más profundo de su maletín bajo el título Manual práctico del suicida doméstico.

Hay quienes afirman que lo que el frenáptero necesita es una escenografía ideal y un público adecuado. Dicen que si algún día decide suicidarse será frente a una gran multitud que lo aclamará como héroe y coronará su cabeza reventada con hojas de olivo. Adolfo excluye del evento, sin duda memorable, escenas turbulentas, secreciones pestíferas y efusiones desagradables. Afirma que cuando su cabeza se abra en dos, no saldrán sesos blancuzcos, sino un letrerito que rezará The End.

La muerte, sin duda, es el enigma de la vida que más lo intriga. Si, por ejemplo, en medio de un cóctel de pintor famoso, conversando con artistas, señora distinguida o chica greñuda, de pronto se detiene a reflexionar —lo que hace sacando su banquito portátil y colocándolo en medio de cualquier parte— se pregunta: ¿Será esto la muerte? Si descubre la voluptuosidad de bañarse vestido o de desnudarse en medio de una fiesta conmemorativa del Club Colombia, si estrena la emoción de morirse de mentiras en el autobús atestado de gente o de cantar viejas romanzas bajo el balcón de una infanta desconocida en una casa antigua que quizá carezca de habitantes o que solo esté habitada por una bruja mala lanzadora de aguas sucias a los trovadores, se pregunta: ¿Será esto la muerte? Hay ocasiones en que inclusive las tercas cucarachas, los perros viandantes o las botellas de cerveza abandonadas se le parecen a la muerte.

Adolfo sueña fundar grandes y paradójicas organizaciones. Generalmente fracasa, pero ello no le preocupa en lo más mínimo. Gracias a la ayuda de Luisa Fernanda, otra de sus tías —llamada “la disidente”, porque ella sí ha leído más de un libro de principio a fin e incluso ha tenido la habilidad del pergeñar algunos poemas— el frenáptero logró que Constancita Fernández de la Hoz, funcionaria de Asocultura, le permitiera usar el local de la biblioteca municipal para dictar una conferencia. A cambio de ello el futuro conferencista solo debió bañarse en breve y sugerente pantaloneta en la piscina en forma de riñón en medio de un jardín boscoso oculto del vulgo por una barda de varios metros de altura en el barrio de los cristales.

Constancita, bikini Chanel de color celeste casi transparente, color que se adensa en la parte fundamental, tendida con languidez de beduina en un sillón extendible, un vaso de Buchanan’s hasta el borde en su mano derecha de dedos densamente anillados, el sol dorándole la frugal pechuga y la insultante papada, un tirante del portabustos (“porabultos, acota Adolfo”) caído en forma cómplice y trapera en el antebrazo, la servidumbre toda en vacaciones forzosas y sorpresivas, el marido en sus funciones de lord chancellor, música ambiental. En fin, contaría el frenáptero: queso añejo para el ratón tierno.

¿Qué hacer? Adolfo miró el cielo, juntó las manos, cerró los ojos, añoró su banquillo de las reflexiones sin el cual las soluciones a los enigmas del mundo se hacían más lentas y despiadosas. Al fin dio con la respuesta”. Ahora verás, ma petite”.

El plan era en extremo sencillo. Se trataba de poner en práctica “la contradialéctica del deseo”. A peores pitones me he enfrentado y sigo incólume, se dijo.

—¿Puedo quitarme la pantaloneta? —preguntó Adolfo—. Es que ¿sabes? Me aprieta las partes pudendas.

Luego, libre de todo estorbo, se sentó humildemente a los pies de la dama (“pues seguía siendo dama a pesar de todos los que la gozaron; es decir, los cientos en Cali que tenían más de diez millones in cash —antes de su afortunado matrimonio con uno que tenía diez veces diez millones”).

“Espléndida mujer, por cierto”, se dijo Dolfo y nos dijo que se dijo, “espléndida mujer que le debemos a los cirujanos plásticos y a las inyecciones de genes que le proporcionaron sus propios progenitores”.

Constancita Fernández de la Hoz sufrió un sobresalto cuando Adolfo se deshizo del bañador, pero no tuvo aliento para reprimirlo.

Especialmente porque el mancebo se deshabillaba con tal naturalidad, mientras les exponía sus teorías:

—No te imaginas, Constancita, el estorbo que representa andar con este antiestético adminículo de carne sobrante y con este par de vejigas informes entre las piernas. Siempre, desde pequeño, envidié a las mujeres porque se liberan de los líquidos ambarinos sobrantes cómodamente sentadas. Además, querida, en contra de quienes piensan que los hombres son reflexivos y las mujeres intuitivas, yo me atrevo afirmar lo contrario. Cada vez que una mujer se sienta gentilmente en el baño, nace una gran idea, estoy seguro. El problema es que a las puertas de los baños se apostan los maridos dispuestos a robarles las ideas. Consideremos ahora la gran diferencia que hay entre tu piel tan suave y disfrutable, bajo la cual hay músculos mullidos que parecen llenos del espíritu de la alta nube, y mi piel, erizada de vellos, que oculta músculos rígidos, protuberantes, desagradables, todos movidos por un vil sistema de correas y poleas carente de toda poesía.

Y a estas pláticas Adolfo agregó comprobaciones táctiles que debieron ocasionar desastres íntimos en Constancita, quien de pronto, dice Adolfo, perdió la compostura y lo comenzó a corretear en torno la piscina. Después de cinco vueltas la directora de la biblioteca de la ciudad cayó —tuvo el acierto de desfallecer— sobre el pasto, sofocada.

El frenáptero tuvo que echársela al hombro, llevarla a una cama y ponerle una inyección de buscapina compuesta.

—No sé poner inyecciones, pero para casos de emergencia soy un flechador certero. Conozco la teoría básica: absorber el líquido, extraer el aire de la jeringa, hacer un par de fintas con el alcohol y enterrar velozmente, tras un par de palmadas, la aguja en el cuadrill medio de cualquiera de las dos nalgas. Después, empujar el émbolo suavemente y con estilo hasta agotar el líquido. Colocar el algodón final sobre el sitio allanado y sacar la aguja.

Constancita se quedó durmiendo, cojeó durante casi una semana y cumplió con su promesa de prestar el local de la biblioteca para la conferencia. Que fue sobre la música gótica del siglo XII, el poder de las armonías secretas (“El conocimiento de ciertas combinaciones de sonidos por parte de algunos gobernantes es el origen de la pervivencia de los grandes imperios”) y la revelación de que Adolfo había descubierto, en una tonada de pocos compases, la fórmula del siglo —“porque cada siglo tiene su fórmula como le tienen los compuestos de la naturaleza, los seres orgánicos, la más vilipendiada espiroqueta”—. La breve pieza musical se llamaba Calabaza no.

La concurrencia al evento no fue grande pero sí selecta —Gandulín, quien afirma que su madre le ganaría a discutir a Duns Escoto, a Erasmo de Rotterdam club, incluso a Borges; Brambila, poeta erótica con fama de mata-matones; la tía Luisa Fernanda y su hija Marianela, gran adicta al frenáptero; el profesor Paz, emperrado en su terca pasión contra natura; algunos líderes universitarios, entre ellos Polibio de Megalópolis y la Vietnamita; una reportera semi calva y distinguida de sociales del diario Occidente—. Todos ellos escucharon repartiéndose equitativamente el respeto, la atención, las sonrisillas, la ironía y el éxtasis.

El peregrino mensaje del conferencista no podía menos que sorprender: cada asistente debería aprender la letra de Calabaza no con su respectiva música y comprometerse a escribirla en las paredes, cantarla en los buses, publicarla en diarios y revistas, volantes y cartas, deslizarla mimeografiada bajo puertas, de modo que el mundo entero participara de la magna obra: cantar, interpretar y divulgar Calabaza no.

El resultado sería la felicidad colectiva, la ausencia de agresividad, el amor universal, porque Calabaza no era, ni más ni menos, la clave del siglo.

“Yo seré aclamado como el Copérnico del siglo XX”, concluyó Adolfo, “y con el premio Nobel compraré mi piano y me retiraré a las más profundas selvas a meditar sobre las claves de los próximos siglos”.

Adolfo detesta, aborrece, abomina, insulta a la televisión; incluso destruye los aparatos disponibles cuando le es posible hacerlo sin consecuencias carcelarias; lo hace porque, dice, resume, comprime y simplifica cuánto hay de estúpido en la vida. Su hermano y su madre son aficionados acérrimos a ella. Comen, estudian, hacen las labores de la casa, duermen, con el aparato a todo volumen.

La única defensa que le queda al frenáptero es poner su tocadiscos a todo lo que da. Juan Sebastián al órgano o Beethoven, con sus sinfonías escandalosas, particularmente la 1812, que incluye estampidos de cañones reales, forman unas murallas sonoras que aíslan a Adolfo del mundo.

Pero su artero hermano también eleva el volumen de la TV.

Dolfo grita y da golpes con su cabeza contra la puerta. ¡Piedad de mí, gentecilla basta!, gime.

El enemigo replica con un remedo insultante. Con el culo hace trompeta.

Adolfo extrae de su maletín mágico su cornetín de lata, lo acopla con el amplificador y da rienda suelta a su arte cacofónico.

El vecindario protesta. Varios defensores de la guerrera paz nocturna se apersonan ante la puerta. El hermano vil le echa la culpa a Adolfo. El frenáptero sin salir de su cueva, proclama con voz estentórea su derecho de escándalo.

Alguien con nudillos más autoritarios minutos más tarde toca a la puerta. Es un policía. No hay quien se haga responsable. La madre está en el cine, invitada por las tías Nina y Vero, película edificante, cosas de esas.

La diplomacia (“la hipocresía”) del hermano intonso salva la situación. El tocadiscos y la TV serán usados racionalmente respetando el derecho ajeno a la paz nocturna. Media hora más tarde Adolfo, incapaz de resistir la mezcla de Mozart con los parlamentos de un vaquero pretencioso, se atreve a elevar nadita su volumen. El hermano, fino, espera un rato y en el momento de los comerciales, hace lo mismo.

A medianoche el policía coincide en la puerta con la madre de Adolfo. Se inician los cuchicheos. Los de la autoridad no ceden. El vecindario está en pie de guerra. Qué bochorno. Adolfo aparece con su cabellera alborotada, los ojos furibundos, su flauta dulce bajo el brazo y confiesa que es culpable. Tiende las muñecas para que sean esposadas. Llévenme detenido, caballeros, no soporto tanta felicidad doméstica, dice.

A los quince años de edad, con la aureola del cabello en torno a su cabeza prócer, escribió, montó y actuó una adaptación de Arthur Gordon Pym. Él solo, en el Teatro San Luis, con la ayuda de sogas y sábanas, sillas y mesas, apoyándose en su memoria prodigiosa, improvisó un velero, fingió tormentas con olas pavorosas y fue seis y siete marinos a la vez y emitió un larguísimo y bien hilvanado parlamento de cinco horas. Cuando terminó, exhausto, abandonado de su público, satisfecho, bañado en trasudores últimos y en glorias intransferibles, se desmayó y durmió plácidamente hasta el atardecer del día siguiente.

A los doce compuso una gavota que escribió al viejo estilo, en papel pautado minuciosamente a mano al que sometió a un veloz proceso de oxidación con el propósito de hacer pasar el manuscrito por antigüedad. Lo presentó en un congreso de especialistas organizado por Asocultura. Afirmó que era una obra temprana de Mozart, traída en circunstancias extrañas por Sebastián de Belalcázar, el conquistador, en su primer arribo a tierras del Valle del Cauca. Y le creyeron los imbéciles.

Aprendió a leer a los cuatro años —según relata en su autobiografía, obra que no ha dado a la publicidad y de la que se conocen, sin embargo, fragmentos, merced a las infidencias de su biógrafo Garra— y, carente de censura, le fue posible leer la biblioteca entera de madame Renard, para lo que tuvo que aprender francés, asunto que le llevó tres meses, lo que hizo con la ayuda de la ínclita y sin embargo heteróclita madame, que de expropietaria de una casa de amores clandestinos pasó a profesora de francés y, de ello, a la dignidad de socia de número del Club Colombia y dama noble jubilada.

De la primera profesión, la burdelaria —afirma Adolfo— a madame Renard le quedó el piano, un Bösendorfer imperial, el más grande de los pianos, con más teclas que el Steinway, el preferido por Wagner y Mahler, bien conservado, en el que todavía puede tocar con tres dedos canciones de cabaret post Segunda Guerra Mundial. También le quedó la colección completa de sus libros eróticos.

¡La naturaleza no tiene ni puntos ni comas ni capítulos ni nada que se le parezca!, dice.

Adolfo estudia —estudiaba— música en la Universidad del Valle. En la vieja, la del barrio San Fercho. Su profesora de piano es la bruja que visita sus noches. La que le retuerce los dedos y le dice: “Tú nunca vas a llegar a tocar el Concierto para la mano izquierda de Ravel. Olvídate, Adolfito, tienes dedos de solterona rica”. Adolfo se mira las manos y halla hermosas, fuertes, diestras las dos. No se parecen en nada a las de madame Renard o las de sus tías adoratrices.

Como Adolfo no sabe lo que es el amor vive enamorado a cada rato.

El primer y único mandamiento de su Ley de la Felicidad es amarse a sí mismo sobre todas las cosas y amar a todas las cosas por sobre sí mismo. Una de sus más altas aspiraciones es verse actuar, mirarse. Durante algún tiempo convenció a Gandulín, denodado admirador y aspirante a frenáptero, de que caminara al frente suyo sosteniendo un espejo de cuerpo entero. Cuando hubo terminado con la dotación de espejos de la casa de su madre, de las adoratrices, de la tía Pura, de madame Renard y de algunas de sus señoras cultas y enamoradas, acudió a la vidriería más importante de Cali e intentó concertar un negocio en el que a cambio de publicidad le serían entregados cuatro espejos de un metro veinte por sesenta. Sus argumentos no persuadieron al pálido gerente que insistía en ofrecerle habanos y tragos avaros de Grand Marnier a cambio de olvidar el asunto. “Si yo pudiera, mocito, ese trato se cerraba”, le dijo. “Pero yo no soy más que un empleado subalterno y este emporio de cristales me pertenece menos que el tesoro de los Incas”.

Quizás el pálido gerente no hablara de forma tan sentenciosa ni con ecos tan andaluces, pero es que cuando Adolfo cuenta sus aventuras hasta los personajes más mezquinos terminan hablando como monjes, asaltantes de caminos de los bosques de Bolonia o pescadores del Mar Muerto.

El resultado final de la entrevista de seis horas fue que se terminó la botella de Grand Marnier, el gerente le prometió a Adolfo amistad eterna y se atrevió a invitar al frenáptero a su departamento para, según él, mostrarle ciertas fotos artísticas y hacerle unas revelaciones que a nadie se había arriesgado a hacer.

Tengo que consultarlo con el banco de las reflexiones, fue lo que le respondió Adolfo. Y luego, contando la historia a Gandulín —a quien siempre asombran y divierten las andanzas del frenáptero, las cuales trata de repetir con desastrosa fortuna— dijo que el pálido gerente había corrido con suerte: si Roberto conde de Flandes o Zorobabel lo hubieran acompañado a la entrevista, el susodicho habría salido de su tendenciosa invitación más insultado que una hetaira romana en manos de la baja plebe o tan vapuleado como una mujer adultera en el Antiguo Testamento.

Porque sus intenciones eran claras: esos ojos vidriosos, la saliva escurriendo por las comisuras de los labios, cierto humito fétido que expulsaba por las fosas nasales y orejales, no auguraban nada bueno, dijo Adolfo.

Lo cierto es que el frenáptero salió de la oficina con un espejo biselado, oval y ligeramente distorsionante, que se hallaba en el baño.

Gandulín, habiendo cumplido con alegría las seis horas de espera a las puertas de la vidriería (“No hay como las largas antesalas para alimentar la cultura personal: en aquella ocasión leí trescientas páginas de La guerra y la paz”), se acomodó con gusto a colocar el espejo ceñido a su espalda y caminar otras seis horas por las calles de la ciudad sirviendo de reflejo a su héroe y guía.

Terminados todos los espejos disponibles, agotado Gandulín por su profesión de espejo de los caminos, el frenáptero dio por concluido el que llamó episodio de los espejos.

* * *

III.

DONDE ADOLFO SE ENFRENTA A LAS SEÑORAS GORDAS EN LOS ELEVADORES Y A UN MONSTRUO PREPOTENTE LLAMADO DESEO, SE VISTE DE PROFETA, HABLA SOBRE MONGOLIA, LOS SAÚDES Y LA EDAD DE ORO DEL VALLE DE CAUCA, Y DONDE, FINALMENTE, CONOCE LOS DELEITES DE CATITA Y DA NUEVOS APORTES AL MANUAL DEL SUICIDA DOMÉSTICO

El deseo encarnado en diversas bestias perseguía a Adolfo día y noche. Un mundo de seres dispares, conocidos y desconocidos, bestiales y ambiguos, pretendían tomar posesión de su cuerpo.

El deseo se convirtió en un fantasma que descubría sonriendo tras cada rostro, en todas partes, a todas horas.

“El deseo deforma los rostros de las personas, hace aflorar la parte monstruosa de los seres humanos”.

Naturalmente Adolfo se refiere a ese deseo gratuito y sorpresivo, a esa forma de la desesperación que se prende como un engendro de brea a los traseros y a las braguetas y que no abandona a sus víctimas por más esfuerzos que hagan.

“Un día me encerré en un cuarto y respiré aliviado. Por fin he hallado un sitio donde no hay deseos insatisfechos”, me dije. Entonces sentí que un perro se me trepaba en la pierna y comenzaba a cumplir con la danza frenética de la eyaculación.

Adolfo, las señoras y los elevadores tienen largas y tórridas historias dignas de ser contadas. La primera señora que Adolfo llevó a un elevador era una dama gordota, llena de arrugas colgantes con unos ojos amarillos e insolentes. La mujer lo había estado mirando mientras fingía esperar a alguien en la planta baja del edificio de la Cámara de Comercio.

“Ora veredes, barraganzuela”, dijo haber pensado el frenáptero.

Tomó a la dama de la mano —“que parecía compuesta por cien bolsitas de té mal cosidas”— y la llevó hacia el ascensor. En cuanto se cerró la puerta, la mujer dijo estar gratamente sorprendida por la audacia del joven.

Cuando se volvió a abrir la puerta en el piso diez, a la mujer le tremolaban los senos espantosamente y por los cauces y vertientes de las arrugas adiposas le bajaba un mar de sudor y maquillaje.

“Si uno les dice piropos a las viejas secas como espartos, estas reverdecen”.

—¿Qué le hiciste? —le preguntaron sus amigos.

—La sometí al imperio del deseo y al desierto de la insatisfacción.

Desde entonces uno de los deportes favoritos del frenáptero es encerrarse con monstruos de lascivia en elevadores y darles lecciones inolvidables.

La segunda mujer que acompañó a Adolfo a un viaje en elevador fue una sindicalista francesa que expresaba su emoción con un ji ji conejil.

—Fue un caso difícil, pero pude resolverlo a costa de unos cuantos moretones.

Adolfo entró en una de sus noches desorientadas a un bailadero llamado 13-14. Se sentó en una esquina con las piernas muy juntas y las manos sobre las rodillas. A él se acercó un hombre que tenía la nariz como un mascarón de proa, “una nariz digna de ser esculpida por Fidias”. Le pidió el frenáptero el favor de que bailara con él una pieza. “Disculpe, milord, no sé bailar música bárbara”, respondió. “El tipo se enojó sin razón: yo hubiera bailado con él si me hubiera ofrecido compartir una jota o una contradanza”.

“Para saber a ciencia cierta si una persona es hermosa o detestable, es necesario someterla a un largo tratamiento de besos y caricias”.

Lorena y Tato son dos niños preciosos que tienen un defecto enorme, casi imperdonable: viven en un barrio muy distante rumbo a Palmira y es prácticamente imposible visitarlos sin gastar todo un día. Pero a cambio de ello poseen una virtud no muy escasa, pero sí recia, apasionada, sin piedad ni medida: aman con locura a Adolfo.

La niña, Lorena, cuenta con seis años de espléndida salud y belleza, con un vocabulario amplísimo que incluye expresiones en inglés, francés, pastuso, costeño, cachaco y sabe ser coqueta de la forma más subyugante que se pueda imaginar.

Lorena y Adolfo caminan hombro con hombro, tomados de la mano, la nena subida en una barda y el frenáptero por la acera. Al llegar a un obstáculo insalvable Lorena eleva los ojos al cielo, lanza un suspiro profundo y cae desmadejada en los brazos de su tío Olfo quien sabe que su obligación consiste en besarla durísimo, en la boca, como lo hacen el tipo y la tipa en la televisión al final de las películas taradas. Beso que debe durar hasta contar 3 veces 3, mientras el pequeño Tato, con su cara de duendecillo malhumorado allá abajo se siente exiliado del amor.

Al final del tiempo señalado la chiquilla separa los labios, aspira el aire soñadora, y con expresión de villana satisfecha exclama: ¡Te lo dije: ya soy mujer!

Y por su parte Tato, que tiene formidables problemas con el lenguaje, protesta en una alharaca incoherente que solo tendrá solución si su tío Fo lo surte con la misma receta: idéntica caminata, idéntica caída, idéntico beso, y la misma exclamación: ¡Te lo dije: ya soy mujer!

Y su hermana Lorena, actriz consumada que conoce todos los trucos del oficio de ser mujer, se tira de los cabellos, se revienta de risa, finge desgarrarse las vestiduras: “¡Qué tonto, pero qué tonto eres hermanito, qué irredento tontuelo: lo que tú tienes que decir es: ¡te lo dije: ya soy faisán!”

Y es que la nena ha descubierto que para conseguir el dominio más pleno del mundo y una situación de privilegio sin rivales, es indispensable evitar que su hermano aprenda a hablar. Y por ello siempre lo está enredando, le cambia las palabras, le enseña a conjugar mal los verbos, le confunde los colores, convierte sustantivos en adverbios, con el resultado de que el pobre de Tato habla un lenguaje más semejante al húngaro o al inuit esquimal que al español.