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Los libros de historia dicen que la Guerra Civil española concluyó en 1939. Pero, tras el último parte de guerra, muchos combatientes, cargos públicos y simpatizantes del legítimo gobierno republicano se vieron obligados a huir de la represión franquista y esconderse como "topos". A finales de los años sesenta, tras el decreto de amnistía concedido por el dictador, los topos salieron, como hongos después de la lluvia, del agujero donde habían vivido escondidos, todavía con el temor a las represalias. En ocho años de investigación, los autores de Los Topos siguieron pistas, recibieron portazos, amenazas de muerte, etc. Todo para conseguir los estremecedores testimonios de quienes fueron perseguidos por un enemigo invisible que los enterró en vida. Sus testimonios hablan de la experiencia de su cautiverio, pero también hablan de los otros desaparecidos que no pudieron contar su propia historia, y del gran sacrificio colectivo que marcó sus vidas y las de sus familiares.
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Presentación
Cómo se hizo y algo de lo que sucedió después[1]
En la primavera de hace treinta años, abril o mayo de 1969, los autores de este libro, que tenían entonces veintiséis y veintiocho años, se encontraban como muchas otras tardes en la Redacción que tenía establecida en la calle Carretas de Madrid la revista mensual Hogar 2000; la había fundado y la dirigía el cura José María Javierre y su maquetador («director de arte» en el lenguaje actual de la profesión), era el pintor y escritor Paco Izquierdo. Buenos amigos suyos los dos, les aceptaban reportajes y escritos de todo género e incluso no se los pagaban tan mal como otras publicaciones en las que colaboraban. Hogar 2000, aunque órgano oficial de un Montepío del Servicio Doméstico, era una revista rica, sólida, generosa, católica y muy avanzada para la época.
Uno de los dos reporteros enseñó al otro un brevísimo suelto de prensa que en siete u ocho disimuladas líneas informaba de la resurrección de un hombre que había estado escondido desde la Guerra Civil. Treinta años justos. Ya la información, según creemos recordar, tildaba de tonto a aquel desdichado.
Una vez despachados sus negocios en la Redacción, Torbado y Leguineche se metieron en una taberna de la vecindad para beber un vaso de vino y comentar tan sorprendente noticia. Sin plantearse muchos conflictos ni dilemas, y dado que los dos vivían —y así continuarían hasta hoy— como freelance de un oficio que les apasionaba, es decir, libres de empleo y de ataduras, decidieron escribir un reportaje, o varios, o un libro entero, acerca de aquel género de personas que, para su sorpresa y espanto, no habían pisado la calle al menos desde el mismo Día de la Victoria, es decir, desde antes de que ellos nacieran. Conviene recordar que, aun tan jóvenes, los dos amigos periodistas no andaban escasos de experiencia. Leguineche había dado ya la vuelta al mundo, durante dos años, con un grupo de colegas extranjeros, y era coautor de un par de libros de actualidad. Torbado había publicado ya tres o cuatro libros, entre ellos la novela Las corrupciones, que fue primer Premio Alfaguara en 1965, y también había viajado lo suyo. Por no mencionar otras hazañas de sus biografías.
Si en aquellas décadas hubiera existido el afortunado género del «Cómo se hizo», para las películas o para cualquier otra cosa, tal vez los periodistas en vez de este reportaje multifacético que hoy vuelve a las manos del lector habrían compuesto un ameno relato de sus hazañas durante siete años en busca de unas personas que, en el curso de sus pesquisas y después de que una de ellas se aplicara a sí misma el apodo, acabaron llamando «Topos». Sin ironías ni sarcasmo, desde luego.
Pues fue una aventura verdaderamente apasionante, aunque ya difuminada para sus protagonistas por la niebla de tres décadas. Un periodista de hoy, que se mueve con libertad absoluta, que dispone de gabinetes de comunicación, que tiene dinero para pagar a confidentes, que incluso puede amenazar como le parezca através de su propio poder o del de su periódico, difícilmente entenderá cómo trabajaban entonces los reporteros que no se alimentaban en pesebres gubernamentales o antigubernamentales y que se ganaban su pan y su libertad cada día y a salto de mata. Franco estaba muy vivo entonces y a su alrededor reinaba una muchedumbre de hombres y de mujeres que no en escasas ocasiones se mostraban más papistas que el Papa. La censura no era tan sólo un lóbrego negociado del Ministerio de Información y Turismo, sino una doctrina que se ejercitaba con gusto en todas partes. El mérito mayor de Torbado y Leguineche no era su inconsciencia y arrojo, sino su falta de miedo y su pasión por contar historias que no conocieran los demas.
De modo que comenzaron a batir el territorio nacional, cazadores furtivos, en busca de aquellos individuos que amenazados, aterrorizados, impotentes o equivocados, salían de los escondrijos como de los orígenes del tiempo. Descubrieron enseguida que había cientos de ellos, y casi por todas las provincias. Lo difícil era saber dónde estaban. Lo difícil era, a continuación, convencerlos para que contaran su desdichada peripecia, pues no se les había despegado el miedo de la piel. Ni siquiera con el famoso Decreto Ley de amnistía de 31 de marzo de 1969.
Los reporteros tuvieron que recurrir a conocidos y a desconocidos, a amigos, a rumores, a sospechas. Luchaban por vencer las reticencias de los funcionarios de Ayuntamiento a base de mucho tesón y dulces palabras, cuando no descaradas mentiras; llegaron incluso a presentarse en cuartelillos locales de la Guardia Civil para buscar datos y direcciones haciéndose pasar por cualquier cosa, según conviniera en el momento y lugar, y hasta consiguieron un extraño listado oficial y secreto de este Cuerpo, aunque incompleto, de los republicanos que iban saliendo a la luz. Viajaban casi siempre en un optimista Renault 8 que trepaba senderos serranos y no se arredraba sobre ramblas arenosas y pistas deleznables. Llevaban cuadernos, cámaras fotográficas y cientos de metros de cinta magnetofónica: el técnico era Manu; el chófer, Jesús.
Durmieron muchas veces al raso o al amparo de los olivos, comieron en tabernas infames o se quedaron sin comer, erraron cien veces las pistas, tuvieron que repetir muchas veces el viaje a un mismo destino, aprovecharon la hospitalidad de amigos y de amigos de amigos... En más de una ocasión se movieron en compañía de personas que les echaron una mano y a las que siguen guardando mucho afecto.
Tuvieron tantos días de desánimo ante los continuos fracasos y algunas amenazantes opiniones que sólo la amistosa insistencia de un editor a quien habían comentado el proyecto, Mario Lacruz, y la envidiosaaprobación de una estrella fulgurante en aquel género literario, Dominique Lapierre (dispuesto incluso a participar en la obra o, al menos, a difundirla en Francia), fueron empujándolos poco a poco hacia adelante. También, naturalmente, su propia terquedad y su pasión por el oficio.
El trabajo fue muy irregular en el tiempo y compartido con otros que los dos autores realizaban, cada uno por su lado; duró siete años aproximadamente. Aprovechaban el chispazo de una información para volver al campo; aguardaban largos fines de semana para repetir el intento con quienes se negaban a hablar, con sus familiares —hoscos casi siempre—, dorándoles la píldora durante meses, nunca ofreciendo dinero a cambio de la confesión. Hacían transcribir rigurosamente las cintas para mantener en lo posible la forma de hablar de cada uno, a cuatro manos iban enhebrando cada historia y, en ocasiones, después de mucho esfuerzo, decidían abandonar otras ya casi concluidas, so pena de que aquel material acabara convirtiéndose en un Espasa.
Valga apuntar en su disculpa y para desdecir su paciencia que tal falta de prisas tenía una razón muy fundamentada. Mientras siguiese vivo el Caudillo, todo aquello era evidentemente impublicable, un esfuerzo inútil. Y con bastante probabilidad, según se anunciaban las cosas, tampoco durante muchos años después... De modo que sobraba tiempo para repetir entrevistas, buscar apoyos que completasen la información y borrar testimonios de interés secundario para husmear otros nuevos.
Mas hubo un momento en que los dos periodistas, abrumados por carpetas y cintas, por el tiempo y la rutina, creyeron que era mejor desdeñar el trabajo hecho —cuya compensación la habían encontrado en sus propias peripecias vitales— que darlo por terminado. Cada uno de ellos, por otro lado, y como es natural, andaba metido en otros quehaceres diversos y muy alejados de la gran topera nacional por la que habían ido husmeando.
Murió por fin el Generalísimo el 20 de noviembre de 1975, fue llegando paso a paso la libertad, no aparecían los documentos y las obras literarias del pasado ominoso que tanto se habían aguardado... Pero a Jesús Torbado le procesó el Tribunal de Orden Público número 1, a cargo del inolvidable juez Rafael Gómez-Chaparro, en julio de 1976 (es decir, ocho meses después de enterrado el dictador; tres meses antes de que el escritor obtuviera el Premio Planeta con otro relato irreverente, En el día de hoy), por una inocente novelita que publicó ambientada en la larga agonía del caudillo —razón: «injurias a su memoria»—, y el libro fue secuestrado, librería a librería, como en los mejores tiempos. Leguineche se inclinaba cada vez más por la información internacional y corría de guerra en guerra y de conflicto en conflicto.
El sabio y hábil Mario Lacruz se puso muy pesado y adelantó dinero para que los reporteros metieran orden definitivo en las masas de papel y cintas para rematar su libro. Lo publicó finalmente en octubre de 1977 la editorial Argos Vergara, que él dirigía, al precio de 475 pesetas, con una portada muy llamativa de Horacio Salinas y una faja que advertía: «Los que se ocultaron durante decenios. Una imagen inesperada y atroz de la Guerra Civil y sus consecuencias».
Tuvo un éxito inmediato e incluso exagerado para las ventas de libros de entonces, muchos elogios de críticos, historiadores e incluso psiquiatras, aunque no faltaron doctrinos que hablaron enseguida de oportunismo (¡al cabo de siete años de trabajo!), escándalo buscado, tendenciosidad..., ni tampoco amenazas serias por parte de algún prohombre del régimen todavía hoy en activo. Se imprimieron en España unas diecisiete ediciones sucesivas, aparte de las bien nutridas que realizó el Círculo de Lectores.
El eco en el extranjero fue también casi inmediato. Tanto, que un periodista alemán y otro inglés aprovecharon las historias para divulgar dos largos reportajes sobre el asunto, sin citar para nada el libro original y a sus autores. El Sunday Times Magazine lo publicó en portada el 19 de febrero de 1978, sin que Ed Harriman agradeciese siquiera la documentación y los contactos que Torbado y Leguineche le habían proporcionado. Lo cual, de paso, impidió que el semanario The Observer ofreciese a sus lectores una prepublicación ya acordada de la traducción que aparecía en Londres con la editorial Secker & Warburg. Der Spiegel, sin firma ni la referencia obligada, publicó un resumen de las historias el 26 de marzo.
De cualquier manera, la lejana Europa prestó cierta atención al libro. Ante la incredulidad de un editor alemán («es un libro de ciencia-ficción»), uno de los autores respondió: «¿Tan pronto se han olvidado ustedes de Ana Frank?». Un jurado español lo seleccionó para el prestigioso Premio Internacional de Prensa que entonces se concedía en Niza y el Internacional lo dejó situado en segundo lugar, después de Dispatches, del norteamericano Michael Herr, el famoso guionista de Apocalyse Now en mayo de 1978. Este jurado definió oficialmente Los Topos como «un fresco que restituye el alma española con sus valores, su sentido de lo sagrado, de la generosidad y hasta de la picaresca y el humor».
Enseguida se publicaron ediciones en Estados Unidos, Alemania, Francia, Hungría, Inglaterra..., incluso en una lengua balcánica que hoy se debate en conflictos parecidos a los de quienes la hablan: el servocroata. Difundieron críticas elogiosas y admiradas desde el New York Times hasta el South China Morning Post. La televisión francesa encargó guiones para una serie documental que finalmente no pudo realizarse.
En fin, el libro no sólo había descubierto unas historias secretas y dolorosas, aterradoras y sorprendentes. Con frecuencia se presentaban ante los autores, cuando firmaban sus ejemplares en lugares públicos, hombres con esta rápida identificación: «Yo también he sido topo». Incluso un año después de la edición del libro informó la prensa de nuevos reaparecidos. Nadie, en realidad, podrá calcular nunca el número de individuos que en España permanecieron ocultos durante años o decenios a causa de la Guerra Civil. Al mismo tiempo, y ya con ese marbete de «topo» para la persona que ha vivido muchos años oculta, otras guerras lejanas han ido aportando la rebaba de perseguidos, asustados, amenazados, condenados que finalmente optaban por salir del túnel del tiempo, de su propio tiempo.
Cuando se presenta a los olvidadizos españoles este manojo de historias patéticas, aunque también repletas de amor, de resistencia, de sacrificio, de remordimiento, de entusiasmo, de humor, treinta años después de que sus autores comenzaran a escucharlas para dar testimonio de una verdad poco o nada conocida, probablemente todos los que las vivieron han muerto ya. Al cabo de los años fueron perdiéndose los lazos, muchas veces de amistad verdadera, que unieron a los dos autores con ellos. De los que tuvieron más relación y proximidad saben que pasaron el resto de sus días sin mayores contratiempos aunque siempre con la amargura en el alma de los años de su cautividad. Inútil sería a estas alturas perderse en conjeturas y divagaciones sobre las razones y causas que tuvo cada uno, sobre las sospechas de culpas secretas, sobre la absoluta veracidad de su testimonio. Precisamente, lo que Jesús Torbado y Manuel Leguineche decidieron el día en que se tomaron el laborioso encargo de escribir este libro, en una taberna de la calle Carretas, fue contar a los demás lo que a ellos les contaron, sin alterar ni modificar el sentido de las palabras escuchadas. Son estas terribles confesiones las que vuelven a divulgarse hoy, porque para ciertos asuntos, como para ciertas personas, el tiempo no existe.
[1] Este texto formó parte de la presentación de la edición de Los Topos que realizó la editorial Aguilar en el año 1998. (N. del E.)
Introducción
La Guerra no había terminado
José Colmeiro
Todo está clavado en la memoria,
espina de la vida y de la historia.
Todo está escondido en la memoria,
refugio de la vida y de la historia.
«La memoria», León Giecco
Días de furia y locura, de alzamientos militares y resistencia popular. Ruidos de disparos en la calle, represalias, paseos, tiros en la cuneta y frente a la tapia del cementerio. Confusión, desánimo, terror y muerte alrededor.Algunos iluminados salvadores de la patria que sólo ven el fuego de sus pistolas mientras otros buscan la oscuridad del refugio. Días angustiosos de no poder salir, no poder moverse, no poder hacer ruido, no poder hablar y no poder ver la luz. Como en una cárcel cerrada y sin carcelero, prisioneros del miedo. Escondidos en un armario, en un pozo o en una buhardilla, encerrados en un sótano, emparedados detrás de un muro falso, sepultados bajo tierra como topos, en una cuadra, en un hórreo o en un pajar, días y días, meses, hasta años enteros, toda una vida, toda una historia…
Los libros de Historia dicen que la Guerra Civil española concluyó en 1939, haciéndose eco del último parte oficial de guerra promulgado el primero de abril de ese año por el bando franquista: «En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército rojo, han alcanzado las tropas Nacionales sus últimos objetivos militares. la guerra ha terminado. El Generalísimo Franco». Sin embargo, se podría decir que en cierto sentido la Guerra Civil no terminó verdaderamente en 1939. Los efectos directos e indirectos de aquella tragedia colectiva se prolongaron durante varias décadas dominadas por la política de terror implementada por el bando ganador, los internamientos en cárceles y campos de concentración, las purgas y juicios sumarísimos y las atrocidades cometidas con impunidad. También duraron décadas los actos de resistencia frente a la dictadura, la acción de las guerrillas, los exilios y los encierros, por lo cual se puede decir que la lucha no había simplemente terminado en 1939, sino que continuaba por otras vías.
Es obvio que la sociedad española contemporánea tampoco ha terminado de saldar las cuentas con respecto a la Guerra y la dictadura de posguerra. Desde la perspectiva de nuestro presente, enfilando la segunda década del siglo xxi, pasados ya más de setenta años de aquella efeméride, la Guerra podría parecer como un episodio cada vez más remoto en la conciencia colectiva y alejado de la realidad contemporánea. Las imágenes en blanco y negro se han ido desvaneciendo progresivamente y dejando sólo leves trazos en la memoria, cada vez más imperceptibles. Las nuevas generaciones poco saben de aquellos acontecimientos, y quedan cada vez menos de los que vivieron aquellos trágicos momentos en primera persona. La desmemorización del franquismo, y el olvido pactado de la transición, han echado mucha tierra sobre el pasado. ¿A quién podría interesarle hoy desenterrar ese pasado y recordar una dictadura que duró casi cuarenta años, rememorar la complicidad colectiva de una buena parte de la población, o recordar que sobre los rescoldos de esa impune dictadura se ha construido una sociedad cuyo único pacto para la reconciliación con el pasado ha sido el «pacto del olvido» de la Transición? Como se ha visto repetidamente a lo largo de los años, la resurrección del pasado sólo tiene lugar bajo la forma del retorno de lo reprimido o cuando resulta rentable para los intereses del presente.
Lo cierto es que la Guerra no había terminado realmente el primero de abril de 1939, ni tampoco había llegado la tan ansiada paz. Como anunciaba proféticamente el personaje de Don Luis a su hijo en el diálogo final de Las bicicletas son para el verano, «no ha llegado la paz… ha llegado la victoria».[2] Pero conviene recordar que la resistencia armada de los maquis y guerrilleros antifranquistas se mantuvo en activo hasta entrados los años cincuenta, y que los vencedores de la guerra ejercieron su victoria a lo largo del extenso periodo de la posguerra con implacable saña y crueldad, comparables a las del peor conflicto bélico. La Guerra ganada fue administrada con enorme rentabilidad durante toda una posguerra incivil. Los perdedores supervivientes también sufrieron su derrota a lo largo de ese interminable periodo de forzoso exilio —ya fuera en el exterior o en el interior.[3] Para todos ellos, la paz estaba aún por llegar, la Guerra no había terminado todavía, y las ramificaciones de esa historia inacabada llegan hasta nuestros propios días. Todo está clavado y escondido en la memoria, dice la letra de la canción, y en la memoria colectiva quedan aún algunas asignaturas pendientes por resolver.
Las movilizaciones ciudadanas acaecidas a lo largo de la geografía nacional en los últimos años en torno a los grupos de reivindicación de la memoria histórica, exigiendo la investigación de las fosas comunes del franquismo, y la rehabilitación de sus víctimas, es una muestra palpable del carácter todavía inacabado de la historia de la Guerra y la posguerra. Quizás el pasado no esté tan bien atado como muchos pensaban. A pesar del largo tiempo transcurrido, su historia no está todavía verdaderamente cerrada. Las reivindicaciones de estos grupos han calado en la sociedad española como una necesaria rehabilitación de la memoria de las víctimas de la hecatombe fascista (las víctimas del otro lado, que también las hubo, tuvieron su gloriosa heroificación a lo largo de los cuarenta años de la dictadura). La reaparición fantasmagórica de Falange en la vida cívica española con el caso contra el juez Baltasar Garzón por el intento de investigación de las atrocidades del franquismo, es también evidencia de que el pasado sigue conformando parte del presente y que los fantasmas del pasado son algo más que meras figuras retóricas. De acuerdo a Jacques Derrida en Los espectros de Marx, los fantasmas que reaparecen son los restos de un pasado que no se ha atendido convenientemente, los trazos que han dejado las víctimas, los perdedores de la Historia, los muertos mal enterrados, como una asignatura pendiente en espera de su aprobado final.[4] Sus reapariciones espectrales nos recuerdan la tarea inacabada que todavía queda por cumplir. Los fantasmas regresan y nos rondan para pedir atención a las injusticias sufridas, para que se les otorgue el reconocimiento y el entierro apropiado, y a la vez para conjurar la consigna de silencio. Podríamos decir que sus reapariciones exigen reparaciones. Ahí reside el carácter espectral del pasado, que emerge nuevamente con insistencia de la oscuridad y del silencio, para sacar a la luz los restos de un pasado mal enterrado, como los mismos «topos».
La publicación del libro Los Topos de Jesús Torbado y Manuel Leguineche en 1977 supuso un hito en la España de los primeros años de la transición política entre aquella gran avalancha de libros, películas y documentos sobre las atrocidades de la Guerra y el franquismo tras levantarse el cerco de la censura. Fue un libro que conmocionó a la opinión pública y resultó un inesperado éxito editorial; conoció múltiples ediciones y llegó a ser el cuarto libro de no ficción más vendido del año 1978 en España. Su gran difusión sin duda se debió en parte al enorme interés generado en los medios de comunicación por los insólitos hechos acaecidos, con gran repercusión en la prensa y en el mercado literario internacional, así como por la avidez generalizada de aquel momento histórico por conocer una parte del pasado reciente que hasta el momento había permanecido prácticamente silenciada e ignota.[5]
Pero la obra iba más allá del anecdotario de sucesos insólitos y la excepcionalidad de los acontecimientos relatados, aquellas larguísimas autoreclusiones forzadas de los perdedores de la Guerra para evitar la persecución, tortura y ajusticiamiento que sabían les esperaban a manos de los ganadores. La obra de Torbado y Leguineche abría ventanas y dejaba entrever algo difícilmente imaginable, oculto bajo la punta del iceberg de la represión de la dictadura: la imposición de un régimen de terror que llegaba hasta el más recóndito y profundo de los escondites de la geografía nacional y cuya asunción por parte de los perseguidos conllevaría su progresiva aniquilación física y psicológica. En ese sentido, el conjunto de testimonios que componen el libro va más allá de la anécdota para alcanzar una dimensión sintomática y simbólica; el efecto traumático de la experiencia del opresivo exilio interior en que había vivido una parte de la sociedad española durante la «larga noche de piedra» de la dictadura.
Como he señalado en un estudio anterior, Los Topos descubre «una realidad oculta y ofrece una imagen dramática de la realidad española de la posguerra, oculta de sí misma e exiliada interiormente. Esos topos bien podrían ser la metáfora más adecuada de la memoria de la España de posguerra: perseguida, oculta, enterrada, con todo el terror, la miseria y la mezquindad al lado de la más enervante tranquilidad».[6] Los propios autores se referían explícitamente en el texto a ese «destierro interior» que había significado la traumática experiencia de los topos. En los primeros años de aquella posguerra la institución del terror había sido implementada a conciencia, las cunetas de las carreteras habían sido sembradas de muertos, las cárceles y campos de concentración para los presos republicanos se extendían por todo el territorio nacional. «España toda era una cárcel», según la acertada expresión acuñada por Manuel Rivas en El lápiz del carpintero.[7] Muchos eran los desterrados en su propia tierra. Para ellos, sin duda, la Guerra no había terminado.
La chocante salida a la superficie de aquellos topos ocultos durante los años de la dictadura franquista no significaba simplemente, como acaso desearía la historiografía complaciente, la reconciliación final de los bandos combatientes en la Guerra tras el decreto de indulto promulgado en 1969, el año en que se cumplía el treinta aniversario del final oficial de la Guerra Civil y en que se sellaba el futuro político de España con la restauración monárquica. Difícilmente puede darse una auténtica reconciliación entre las partes en un ambiente de falta de libertad, de igual reconocimiento y perdón, y de plena rehabilitación pública. El mero hecho de que el libro de Torbado y Leguineche no se pudiera publicar en el momento de su concepción debido a la censura y tuviera que esperar ocho años hasta 1977 es indicativo de que no existía tal espíritu de reconciliación, sino más bien un régimen represivo que imponía el olvido y el silencio. El miedo expresado por los propios topos y sus familias, la obstinada resistencia a salir de sus escondites y a contar sus historias, y las amenazas recibidas por muchos de ellos son otras señales evidentes del nada reconciliado clima político del momento. Por supuesto no hubo compensaciones ni rehabilitaciones oficiales para aquellos topos que finalmente intentaron reintegrarse en la sociedad, con grandísimas taras físicas y psicológicas como consecuencia de su prolongado encierro. Como nos recuerdan Tobado y Leguineche, la prensa oficial del régimen les denominaba «tontos de a pie» y se refería en tono sarcástico a su «tonta resistencia». Más que de reconciliación habría que hablar de recochineo.
Se podría decir que frente a la actitud de desidia oficial, la obra cumplió una cierta función catártica a nivel individual y colectivo. Como supervivientes de situaciones extremadamente traumáticas, de reiteradas experiencias límite entre la vida y la muerte, los topos en ocasiones tienen dificultades para verbalizar sus experiencias o para enfrentarse al dolor producido por los recuerdos. La experiencia del dar testimonio puede servir de ayuda a veces para superar los efectos traumáticos del pasado. En cierta manera, para ellos y sus familias pudo actuar como catarsis y liberación de una carga dolorosa, de romper el silencio impuesto y lograr un cierto reconocimiento social. Había algo de catarsis colectiva en aquel aflorar a la superficie de los topos ocultos, como una especie de cura de oxígeno vivificador, y de la comunicación con el resto de la sociedad, algo reflejado en el carácter liberador de las confesiones públicas al estilo de «yo también fui un topo» que ocurrieron en las presentaciones del libro a lo largo del territorio nacional.
Los testimonios de aquellos individuos, hombres casi en su totalidad, también están impregnados de un cierto cariz espectral. Como alguno de ellos se refería a sí mismo, eran «muertos vivos», condenados a vivir como muertos en vida. Sus historias tienen ese carácter espectral de fantasmas del pasado, casi más muertos que vivos, de historias de desaparecidos que reaparecen, porque la historia no está cerrada ni acabada y quedan todavía asignaturas pendientes: que sus vidas no sean ignoradas, que se restablezca la dignidad de su memoria. Sus testimonios hablan de la experiencia de su cautiverio, pero también hablan de los otros desaparecidos que no pudieron contar su propia historia, y del gran sacrificio colectivo que marcó sus vidas y las de sus familiares.
Los testimonios cada vez más lejanos de aquellos topos de hace ya casi cuarenta años, a día de hoy casi tan remotos en la conciencia colectiva como la propia Guerra y postguerra, siguen siendo todavía enormemente relevantes para el presente, conservando intacto todo el poder de conmoción, la catarsis de ventilar al aire fresco el pasado enterrado y despertando la misma sensación de horror y compasión que se desprendía de sus páginas en su primera publicación. Su fuerza reside en el intenso poder evocador de las pequeñas historias frente a la aséptica insipidez de la gran Historia, el imperativo ético que conlleva rehabilitar las memorias de las víctimas, y su importante papel en la transmisión de la memoria histórica.
El género testimonial, dentro del que claramente se enmarca Los Topos, tiene como objetivo principal el de dar voz a los otros, a los marginados, a los perdedores, a los que no tienen historia. Para dar sentido y relieve a esa polifonía de voces, Torbado y Leguineche realizaron una auténtica labor de collage narrativo. La hibridez constitutiva del libro se apoya sobre una gran heterogeneidad textual, tomando elementos del testimonio, pero también de la crónica, el relato histórico y el reportaje periodístico. Junto a los testimonios centrales de los entrevistados, siguiendo la nueva corriente metodológica de la Historia Oral, se encuentran fichas policiales, recortes periodísticos, abundantes citas de prestigiosos historiadores como Gabriel Jackson y Rafael Abellá y de conocidos escritores como Arthur Koestler o Arthur Miller. A todo ello se superponen los comentarios de los propios autores, las descripciones de los lugares, las viviendas y la personalidad de los protagonistas, sus familias, su modo de vida, etc. Este palimpsesto narrativo representa un esfuerzo por transmitir y hacer comprensible y relevante para los lectores ese monumento oral de memorias vivas que nos hablan del horror y de la ignominia, y que nos hacen vislumbrar lo invisible y lo innombrable.
Como un poliédrico espejo del pasado, se reconoce en estos testimonios la experiencia del enclaustramiento y el exilio interior de los topos como «lugares de memoria» de la resistencia y el antifranquismo, como las cárceles, las escuelas, las plazas de toros y los campos de concentración que sirvieron de lugares de reclusión, tortura y exterminio. Los diferentes espacios de refugio doméstico, en un pozo, dentro de un árbol, emparedados entre muros, en el subsuelo de un corral o una cuadra, dentro de una chimenea, o en un nicho bajo tierra, son indicativos del terrorífico y omnipresente poder de la dictadura que alcanzaba los lugares más recónditos de la vida privada y llegaba a conseguir la deshumanización del individuo. Los propios testimonios de muchos de ellos describen su peripecia en términos deshumanizados, comparándose con animales en sus guaridas bajo tierra, como «topos», «como un conejo», «como las ratas», «como una liebre», «como un caracol dentro de su concha», o incluso en términos de la abyección total, «como un mueble, como un objeto». Estos testimonios vivos no pueden ni deben ser olvidados, porque sería como volver a enterrarlos en vida.
Afortunadamente para la memoria histórica se puede comprobar «lo mal que arden los libros», retomando otra certera imagen de Manuel Rivas.[8] A pesar de todos los intentos por hacerlos callar, éstos se resisten a perecer en la hoguera de la Historia. La oportuna reedición de Los Topos representa un antídoto de la memoria colectiva frente al olvido y la desmemoria en la lucha por resistir la borradura del pasado. Cada conmovedora historia, cada estremecedor testimonio, es como una de esas botellas de náufrago lanzadas para pedir ayuda, pero también para iluminar el pasado y servir de necesaria referencia al futuro.
[2] Fernando Fernán-Gómez, Las bicicletas son para el verano, Madrid, Espasa Calpe, 1991, p. 206.
[3] Para una problematización sobre el concepto de los exilios, y especialmente la formulación de la categoría crítica de exilio interior como un exilio intraterritorial, real y simbólico a la vez, marcado por la alienación psicológica, véase el trabajo fundacional de Paul Ilie, Literatura y exilio interior: Escritores y sociedad en la España franquista, Madrid, Editorial Fundamentos, 1981. Convendría recordar que el concepto de exilio interior se remonta a la novela autobiográfica del injustamente olvidado Miguel Salabert, El exilio interior, publicada originalmente durante su exilio en Francia en 1961, y en España solamente dos décadas más tarde, Barcelona, Editorial Anthropos, 1988.
[4] Jacques Derrida, Espectros de Marx. El Estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva internacional, Madrid, Trotta Editorial, 1995.
[5] La experiencia de los topos ha sido objeto de atención literaria y artística. Uno de los primeros ejemplos fue el relato de Francisco Ayala «La vida por la opinión» que apareció dentro de la colección La cabeza del cordero (1949), publicado en el exilio en Buenos Aires. Algunas de las novelas más conocidas sobre el tema de los topos son Las hermanas coloradas (1969) de Francisco García Pavón, quien también desarrolló esta temática en los relatos breves «El caso de la habitación soñada» (1970) y «El señor de “El Gato Negro”» (1977), y sobre todo Si te dicen que caí (1973, pero autorizada en 1976) de Juan Marsé. Pero quizás sea el último relato de Los girasoles ciegos (2004) de Alberto Méndez el que más se aproxima a reflejar desde la ficción el auténtico cuadro de horror y desesperación detrás de la vida de un topo. La vida de los topos ha sido llevada al teatro por Antonio Gala en Noviembre y un poco de yerba (1967) y por Juan José Alonso Millán en Se vuelve a llevar la guerra larga (1974) y también ha sido expresada en imágenes en el cine: El hombre oculto (1971) de Alfonso Ungría y la película de corte esperpéntico Mambrú se fue a la guerra (1986) de Fernando Fernán-Gómez.
[6] José F. Colmeiro, Memoria histórica e identidad cultural: De la posguerra a la posmodernidad, Barcelona, Anthropos, 2005, p. 74.
[7] Manuel Rivas, El lápiz del carpintero, Madrid, Suma de Letras, 2000, p.166.
[8] Manuel Rivas, Los libros arden mal, Madrid, Alfaguara, 2006, p. 7.
PRÓLOGO
(para españoles menores de cuarenta años)
El terror franquista, los fugados, los ocultos y una venganza interminable
J. Torbado & M. Leguineche
Algún día, con un cambio de régimen, el
mundo se enterará abiertamente de los crímenes
que hoy sólo pueden ser deducidos por evidencias
fragmentadas y pobremente documentadas.
Gabriel Jackson, 1965
El 18 de julio de 1936 los españoles comenzaron a degollarse mutuamente. Los cronistas históricos hablaron y hablarían más tarde de golpe de estado, rebelión militar, alzamiento, cruzada, guerra civil, ensayo general de la Guerra Mundial, asalto de la derecha al Gobierno democrático... Los protagonistas de este libro y bajo su propia responsabilidad hablan fundamentalmente de horrores.
Como cualquier español de los nacidos después de la victoria franquista, nosotros mismos teníamos de la Guerra un concepto en el mejor de los casos científico —y eso, gracias a historiadores extranjeros—, aséptico e incluso teñido de un cierto pintoresquismo que aproximaba esta última guerra a la mantenida contra las tropas de Napoleón o a la que lanzó a Viriato contra las legiones romanas y al Cid contra los musulmanes... Este tipo de cultura, muy diferente incluso a la de quienes tienen diez años más que nosotros y fueron forzosamente embriagados con la retórica fascista y victoriosa, contribuyó a retrotraer la realidad a unos límites tan extremos que, a la larga, resultó muy positiva (a propósito, es de creer que el advenimiento de la democracia en España y sus posibilidades de asentamiento se deben justamente a esta concepción de la Guerra que tenemos el setenta por ciento de la población española; por supuesto, estamos hablando de gente en absoluto inmersa en los resultados de aquella lucha, aunque nuestros padres tomaron parte activa en ella).
Pues bien, después de recopiladas centenares de horas de conversación con algunos de los más espectaculares e insólitos protagonistas de esta Guerra, ésta cobra una imagen nueva, inesperada y atroz. Deslindemos por un momento las realidades sociopolíticas del suceso y limitemos nuestra óptica a los hechos que ocurrieron a las personas aisladas, a la historia concreta y específica de los individuos y a su relación vecinal. Se nos borran los héroes; se diluyen las estrategias de los generales, las grandes ideas de los políticos; desaparecen incluso las motivaciones patrióticas, religiosas, económicas...; y queda tan sólo un hediondo charco de sangre en el que chapotean hombres, mujeres y niños atrapados por un amok como pocas veces la historia de los hombres ha conocido. Como se verá en los capítulos siguientes, sólo en parte tiene razón Jackson cuando escribe: «Hombres como éste [el general rebelde Solchaga], y no los mozalbetes falangistas y requetés, eran los responsables de las grandes matanzas que se desarrollaban tras las líneas nacionalistas». La muerte paseó sus dominios con una frialdad, una crueldad y una perfección como sólo podrían encontrarse en los cuentos medievales o en las sangrientas conquistas de finales del Renacimiento. Se mataba con cualquier disculpa o sin disculpa de ningún tipo, se mataba a cualquiera y se mataba de la manera más atroz.
Ésta es la realidad que hoy permanece, tan violenta como inexplicable, de los tres años que Franco inauguró viajando desde Canarias a Marruecos; tres años que sólo terminaron el 20 de noviembre de 1975, cuando el gran culpable, el primer culpable de todo este espanto, era enterrado con todos los honores imaginables —incluido el llanto de muchos españoles— en el Valle de los Caídos, junto a los huesos de apenas setenta mil de los que murieron, casi todos en «su bando». Escribimos la palabra entre comillas porque buena parte de los combatientes —como se demuestra en muchos de los relatos que siguen— ni siquiera sabía en qué bando estaba luchando y, desde luego, por qué luchaba. Muchos de los muertos no supieron jamás por qué morían.
Fijémonos un momento en estos muertos antes de permitirles el retorno al silencio eterno. El historiador norteamericano Gabriel Jackson, que parece el mejor informado en este terreno, calcula que durante la Guerra Civil murieron cien mil personas en el campo de batalla. La cifra parece ridícula teniendo en cuenta lo larga que fue la lucha y el número de muertos de la retaguardia: cincuenta mil por enfermedades y desnutrición, diez mil por bombardeos sobre población civil, veinte mil por represalias políticas en zona republicana y doscientos mil por represalias nacionalistas. Únicamente la cifra de las represalias republicanas parece demasiado baja después de un somero estudio de campo. Pero a estos casi cuatrocientos mil muertos hay que añadir la escalofriante cifra de otros doscientos mil que fueron ejecutados de mil diversas maneras por los vencedores después de su victoria.
Detengámonos ahora en los mecanismos del terror desde dos ángulos distintos. Al mismo Jackson (La República española y la Guerra Civil, México, Grijalbo, 1967) pertenecen estos párrafos: «En un pueblo de Aragón los trabajadores se quedaron en sus casas durante el fin de semana del 18 y 19 de julio. Luego, oyendo que había caído el cuartel de la Montaña, organizaron una manifestación, armados con escopetas. Nosotros volvimos las ametralladoras hacia ellos. En aquel momento no resultaron muchos muertos, desde luego, pero huyeron a la Casa del Pueblo y allí la limpia fue fácil. El pueblo estuvo tranquilo todo el resto de la Guerra. En una ciudad de Andalucía, los rojos pensaron ingenuamente que una huelga general terminaría con el alzamiento. El oficial que se apoderó de la ciudad describió cómo sus hombres, que sólo eran un puñado, ametrallaron a las oleadas de obreros que avanzaban. Más de uno me explicó que fusilaban a todo el que vestía con mono o que tenía una señal morada en el hombro. Al fin y al cabo, el Ejército tenía prisa, y no disponía de tiempo ni de hombres que desperdiciar en la retaguardia. En el tono de estas descripciones no había nada excitado, pagado de sí mismo o defensivo. Esos oficiales trataban el asunto como si fuera cosa de exterminar sabandijas. Una de las impresiones más fuertes que me llevaron finalmente a aceptar cifras tan altas para las represalias nacionalistas fue el hecho de que estos oficiales evidentemente no tenían a sus enemigos por seres humanos. No estaban matando hombres; estaban haciendo limpieza de ratas».
El otro testimonio, recogido por nosotros en el curso de la investigación de hombres ocultos, ejemplifica con precisión suprema lo que fue el terror de la guerra —el terror impuesto por unos y por otros; especialmente por unos, evidentemente— y la inagotable venganza de los vencedores, una verdadera orgía sangrienta, sobre seres no sólo indefensos, sino muchas veces absolutamente inocentes. Teodomira Gallardo, militante comunista, de unos setenta años de edad, vive hoy con su segundo marido en el barrio obrero madrileño del Gran San Blas. Un retrato de el «Che» Guevara y otro de Dolores Ibárruri, La Pasionaria, presiden la salita de su modesta casa. Éste es su relato:
Mi marido, Valerio Fernández, era alcalde de Zarza de Tajo, en la provincia de Cuenca, y trabajaba de camarero en el casino de Santa Cruz de la Zarza, situado a unos cinco kilómetros, ya en la provincia de Toledo. Él era comunista, pero en Zarza no había organización del partido. Tenía unos treinta años cuando fue a la Guerra. Hizo toda la campaña con los carabineros y llegó a obtener el grado de teniente. Cuando terminó, regresó al pueblo, y nada más llegar, viene un amigo a casa y le dice:
—¿No sabes lo que han hecho con Eduvigildo?
Eduvigildo era el alcalde de Santa Cruz de la Zarza, y amigo suyo.
—Pues no lo sé.
—Pues le han detenido los falangistas y le han partido los huesos a golpes, los brazos y las piernas. Así que mejor que escapes de aquí.
—Pero si yo no he hecho nada. ¿Qué he hecho yo? —dijo Valerio.
—Tampoco Eduvigildo había hecho nada y mira lo que pasa.
En Zarza de Tajo habían pasado cosas, como en todas partes, pero él no tenía culpa porque estaba fuera. Un día, al principio de la Guerra, llegó un camión y un turismo lleno de gente de Madrid. Eran anarquistas del Ateneo de Vallecas, de la CNT, y los dirigía un tal Antonio Ariño, El Catalán. Ya habían estado por muchos pueblos de Madrid, de Toledo y de Cuenca matando gente. Yo estaba en el lavadero y los vi llegar. Ariño se bajó del coche y gritó:
—¡Venga, rodear el pueblo! ¡Que no escape uno!
Me vio lavando y me dice:
—Usté, a casa.
Un viejo que se llamaba Francisquete echa a correr al ver a todos aquellos hombres armados y ellos empiezan a disparar corriendo detrás de él como si estuvieran cazando un conejo. Por fin lo alcanzaron y consiguieron matarlo sin salir del término municipal.
Bueno. Los del Ateneo rodearon el pueblo y empezaron a matar a la gente. Mataban a los ricos, que no eran muy ricos, porque los ricos de verdad ya se habían ido y no había ricos de verdad allí, pero miraban y si les parecían ricos los mataban. Aquel día mataron a diecisiete. Y era un pueblo pequeño y hombres ya no quedaban muchos, porque se habían ido a la Guerra.
Eso fue todo lo que había pasado, por eso cuando me hablan a mí ahora de la CNT...Pero estuvimos discutiendo Valerio y yo y por fin decidió irse. El día 30 de marzo de madrugada se fue del pueblo y yo me quedé con los dos niños.
Por la tarde de ese mismo día salen a la calle unos cuarenta o cincuenta, de Zarza y de Santa Cruz. Venía entre ellos el cura don Pedro García Cuenca y una sobrina suya que se llama Nati, de unos veintitrés años. Ella venía del brazo del cura. Cantaban y llamaban a las casas. Llegan a mi casa y me dice Nati:
—¡Levanta el brazo, Teo!
Yo le dije:
—Yo no te he obligado a ti a levantar el puño.
Y no levanté el brazo como los falangistas. Pero registraron la casa porque un antiguo camarada de mi marido, un comunista, les había dicho que Valerio había traído armas y las tenía escondidas. Era un traidor. Yo le dije:
—Tú que eres comunista y muy amigo de él sabrás dónde las puso. Él siempre decía que las mujeres tenemos el pico muy largo y no me ha querido contar nada.
Registraron todo, no encontraron las armas y a mí me echaron a la calle como estaba, con una niña de meses en los brazos y el chico, que tenía unos cuatro años. Ni coger ropa, ni comida. ¡A la calle!
Me fui a casa de mi suegra. Esa misma tarde habían detenido a mi suegro.
Al día siguiente me fui a Santa Cruz a ver a un hermano de Valerio que tenía la cantina de la estación y, mirando por una ventana, veo allí a mi marido.
—¡Vete de aquí, que te están buscando! —le digo.
—Pero si no he hecho nada, mujer.
—Mira lo que le ha pasado a Eduvigildo y esto ha pasado ayer en Zarza. Toda la rabia que tienen la vas a pagar tú.
—Pues yo no me voy si tú no te vienes conmigo.
Había pasado la noche en el monte, detrás de la estación. Como no pude convencerle, volví a Zarza, dejé a los niños, uno en cada casa, cogí ropa limpia para Valerio y volví a salir. En las afueras del pueblo estaba Facundo haciendo guardia con un fusil:
—Dónde vas tú, Teo.
—Voy a Santa Cruz de la Zarza.
—Pero si acabas de venir de allí...
—Es que tengo que llevarle ropa a mi suegro, que lo tienen preso.
Conque me dejó pasar. En la cantina me encontré con Valerio y nos fuimos al monte. Tardamos tres días en llegar a Aranjuez, y eso que está cerca, porque dábamos muchas vueltas por el monte. Allí nos metimos en la casa de una hermana de mi marido, una habitación que tenía en el patio y estaba con leña. Pusimos una cama y nos encerramos allí. Estuvimos seis meses. En ese tiempo Valerio falsificó un salvoconducto copiando el escudo de una caja de cerillas y luego poniendo la firma del nuevo alcalde de Zarza, Victorio Belinchón, que era el que había estado antes de que lo pusieran a él con el Frente Popular. Este Belinchón era el cacique del pueblo; tenía una tienda de comestibles y todos los obreros le iban debiendo dinero durante el invierno y así les hacía trabajar gratis en el verano.
Estando allí encerrados, una noche oímos gritar a Las Cuelvas, una mujer y dos hijas. Las Cuelvas las llamaban, no sé su nombre. La madre tenía un hijo escondido y no quería decir dónde estaba y los militares la subieron al camión, la pegaron una buena paliza en la calle y ella iba gritando lo que pasaba por todo el pueblo, mientras se la llevaban. Gritaba a los soldados: «¿Creéis que vuestra madre os va a denunciar si estáis huidos? ¿Es que no tenéis corazón?». Pero las fusilaron a la salida del pueblo a las tres, aquella misma noche.
Mi cuñada Daniela, que tenía el marido en la cárcel, se puso mala y aquello se complicó. No podía pedir ayuda porque nos descubrirían, así que salí yo y me dediqué a cuidarla, a ella y a Valerio. Pero un día estaba planchando y llegan tres que decían que eran de Abastos, pero que eran policías. Dijeron que si tenía cartilla de racionamiento. Les dije que no era de Aranjuez y que en mi pueblo, en Zarza, nadie la tenía, y que estaba allí cuidando a mi cuñada. Ellos se fueron sospechando algo.
Ya estábamos en peligro. Valerio hizo por la noche una caja con un cristal por encima y le puso una correa, como las que llevan los quincalleros colgadas del hombro. A la noche siguiente nos fuimos. Estuvimos varios días por el campo, comiendo las aceitunas secas que había en el suelo. Yo estaba en estado y me cansaba mucho. En un pueblo que se llama Rielves vimos a unos hojalateros, unos lañadores, y pensamos que podíamos hacer como ellos, porque era fácil y nadie los vigilaba. Fuimos a Barcience, una aldea, y yo dije a los vecinos que éramos lañadores y nos habían robado la herramienta. Me dieron algunas cosillas para hacer el trabajo y empezamos a trabajar con eso, porque mi marido era muy mañoso. Yo voceaba por los pueblos, a eso no se atrevía él.
En Huecas, cerca de Fuensalida, nos ve una mujer y dice:
—Ustedes no son hojalateros, ni tienen cara de eso.
Había ido al tejar donde estábamos escondidos a decirnos esto. Su marido también estaba preso y los fascistas le habían matado a una hermana. Al marido lo fusilaron después.
Esta mujer se llamaba Crescencia, no se me olvidará; nos contamos nuestras cosas y ella nos dijo que nos quedáramos en su casa, por lo menos hasta que naciera la niña. Por fin dejamos de hacer vida de gitanos y empezamos a vivir tranquilos en el pueblo. El 25 de marzo de 1940 nació la niña.
No tenía todavía un mes cuando llega un día, de noche, el alguacil y le dice a mi marido:
—Oye, Valerio, que te llama el Tío Jacinto.
El alcalde. Era raro que le llamara a esas horas, aunque se conocían y le había ayudado, porque era un hombre bastante burro. Yo sospeché lo que pasaba, quise decírselo al darle la pelliza, pero no pude. Él no pensó nada; pero cuando se fue, corrí detrás de él.
Eran tres policías de la Brigada de Investigación Criminal que estaban en el Ayuntamiento. Los periódicos habían publicado la foto como que nos buscaban y nos habían encontrado. Por una rendija de la puerta vi cómo empezaban a pegarle y cómo le esposaban.
Nos llevaron a los dos a la cárcel, él a la de Santa Rita, en Carabanchel, y a mí a la de Ventas. El día 21 de diciembre de 1944 nos juzgaron por rebelión militar y nos acusaron de haber matado al cura don Pedro. Antes no valía eso de estar detenido setenta y dos horas: más de cuatro años estuvimos nosotros sin juicio. En ese tiempo, a él le habían sacado cinco veces de la cárcel para darle palizas que lo dejaban medio muerto.
Nos condenaron a muerte y a él lo fusilaron el día 14 de marzo de 1945. El cura que decían que habíamos matado nosotros durante la guerra murió dos años después, en 1941. Lo encontraron muerto sentado en el váter de un bar de Madrid, no sé lo que le habría pasado.
Yo en la cárcel de Ventas lo pasé mal. Hay un libro publicado en Francia de una que salió con vida y todo lo que cuenta es cierto. Yo estaba con mis dos niñas —al chico lo metieron en un colegio— y tuve suerte que sólo pasaron allí el sarampión y la varicela. Pero morían muchos niños pequeños del hambre y de los malos tratos. Las funcionarias los cogían y los tiraban amontonados en los retretes y las madres teníamos que hacer guardia para que no se comieran las ratas sus cuerpecillos. La vida en aquella cárcel era muy mala.
Salí el 3 de abril de 1941, pero luego he estado detenida muchas veces por ser comunista, la última en 1970. En el año 1948 me tuvieron un mes en la higadilla de la estación de Atocha y en nueve días me dieron veintisiete palizas, a tres diarias. Los guardias me llevaban donde estaban las porras, los vergajos, y me hacían elegir a ver con cuál quería que me pegasen. También me obligaban a «hacer el gato»: dar vueltas agachada alrededor de la mesa mientras todos me iban arreando. Tengo varias costillas desviadas, tengo la columna mal y las muñecas torcidas desde entonces.
Cómo sería que uno de los policías, un tal Nieto, un día que llegó mi hermana a verme, me dejó salir y me dijo:
—Póngase de acuerdo con su hermana, porque si no, la van a matar a palos aquí dentro.
Porque ella declaraba una cosa y yo otra y no nos entendíamos. Ella decía la verdad y yo la mentira.
También lo he pasado bastante mal en la Puerta del Sol. Una noche se presentó un policía en la puerta del calabozo con todas las partes fuera. Yo cogí un zapato y le dije:
—Se va usted de aquí ahora mismo o le reviento los cojones con este zapato.
A una amiga nuestra, Pilar, que vive cerca de aquí, le pasaron encima nueve tíos seguidos, uno detrás de otro, la misma noche. Nueve policías uno detrás de otro. La pobre está pirada. Y otra que se llamaba Gregoria y que tenía un cuerpo precioso, que no quería desnudarse, la ataron del techo, le quemaron un brazo, la desnudaron y la violaron también. Y otra amiga salió embarazada de allí...
Yo he estado varias veces en la Dirección General de Seguridad, en los calabozos de la Puerta del Sol. Eso es lo peor del mundo. La última vez que entré allí fue en 1970, que detuvieron a un hijo por una manifestación a favor de la amnistía y yo llegué a protestar y dije que me metieran presa a mí también y me metieron, claro.
Hasta aquí el relato de Teodomira Gallardo. Docenas de historias como ésta fueron recogidas para la elaboración de este libro y si transcribimos la anterior es por tratarse de la única mujer topo de que tenemos noticias y porque ofrece un abanico bastante completo de los horrores de la guerra y de la posguerra.
Aparece ya en este relato la figura del «huido». Junto a los seiscientos mil muertos y a los quinientos mil que lograron escapar por las fronteras, miles y miles de españoles vivieron algún tiempo huidos por el miedo ante lo que estaba ocurriendo. Todavía en 1969, treinta después del fin de la guerra, aparecía en Málaga uno de estos vagabundos políticos, Ángel Pomeda Várela, que había pasado todo ese tiempo vendiendo corbatas por la costa andaluza con papeles falsos. El miedo es la diferencia básica entre las historias aquí relatadas y de la del soldado japonés Hiroo Onoda, que pasó treinta años en la isla filipina de Lubang esperando «el fin» de la Guerra Mundial, y las hazañas de dos ciudadanos soviéticos que vivieron una aventura semejante.
Este miedo queda perfectamente claro y debidamente justificado, aunque la salida de algunos de los topos fuera recibida por cierta prensa con el alborozo de un espectáculo ridículo. «Tonto de a pie» calificaba el periodista Lucio del Álamo, presidente de la Asociación de la Prensa de Madrid, a uno de estos hombres, Eulogio de Vega. «Juan y Manuel Hidalgo han demostrado una tonta resistencia de treinta años para jugar al escondite», decía el periódico falangista Arriba en su primera página del 3 de enero de 1967...
Por las historias que a continuación se relatan, el lector podrá dilucidar si el miedo que estos españoles han sentido y que los ha obligado a encierros tan prolongados era lógico. Un ejemplo anecdótico, entre miles, de ese pavor que comenzó a hervir en los tuétanos de los españoles al final de la Guerra es el narrado por un filatélico; nos contaba cómo su madre, a los pocos días de la victoria franquista, rompió varias hojas de la doble serie de sellos del Correo Submarino, emitida por el Gobierno republicano en 1938, y arrojó los pedazos a la taza del retrete. Esta doble serie, muy valiosa ya entonces, se cotiza hoy a cincuenta mil pesetas. Pero era republicana...
¿Por qué no salieron antes todos estos hombres? Poseemos algunas informaciones que explican lo que ocurría a quienes se entregaban o a los que eran capturados. Aunque sería un dato revelador, es ciertamente imposible evaluar los muertos en sus escondites o el destino de los que fueron detenidos en ellos. En Felanitx, Mallorca, un hombre con apodo de torero y conocido por Lamo en Joan, escondido en un pozo, fue delatado por las monjas de la Caridad de un convento vecino que se sorprendieron al ver ropas de hombre tendidas a secar y avisaron a los falangistas. Éstos lo capturaron y a los dos días apareció en la capital de la isla el cadáver del topo con un clavo de un palmo de largo clavado en la frente y una cuartilla escrita: «Para que tires tachuelas en la carretera». Este hombre, de unos cuarenta años, había arrojado tachuelas en la carretera poco antes de que pasara un automóvil con falangistas que pretendían dar un mitin en Felanitx, antes del 18 de julio. Reventaron los neumáticos y el mitin se suspendió. Lamo en Joan pagó con su vida este hecho, que era más una gamberrada que un atentado político.
En Membrilla, Ciudad Real, se presentaron dos huidos al médico Vicente Ruiz Bellón para que los curara, porque se encontraban enfermos. Eran hombres de La Solana, un pueblo vecino, que llevaban meses en el campo. El médico los atendió y durante algunos días los recibió en su consultorio, donde les inyectaba la medicina oportuna. Pero, una vez que los otros se confiaron y abandonaron su propia vigilancia, avisó a los guardias civiles, que finalmente se apostaron en una habitación vecina. Un día que los enfermos volvieron, un hijo pequeño del médico llamado Ángel los avisó. Éstos entraron abriendo fuego y los dos huidos murieron en la camilla del consultorio, con los traseros descubiertos. Al poco tiempo los guardias avisaron a algunas viudas cuyos maridos habían sido fusilados de parecida manera para que limpiaran la sangre del consultorio del doctor. Hoy ese médico tiene una calle dedicada en el pueblo. Su hijo Ángel es policía y el nombre de otro de sus hijos, José Ruiz Merino, ha sido divulgado por la prensa como responsable de la afirmación de que el agua de Solares no estaba contaminada...
Otro médico de este mismo pueblo, Pedro Menchén, contemplaba desde la puerta del casino cómo un grupo de anarquistas era exhibido en la plaza del pueblo, atados con sogas después de ser traídos de un campo de concentración, mientras la gente pedía que los matasen. El médico, entusiasmado por el momento que vivía, pegó con un bastón a uno de aquellos hombres —enfermo y debilitado por los malos tratos— y le rompió la cabeza. Los espectadores vieron cómo la sangre bañaba su demacrado rostro. El agredido se llamaba Francisco Arias, alias Barbas. El médico agresor tiene también una calle dedicada en Membrilla, ilustre pueblo manchego del que ya hablara Lope de Vega.[9]
En un bar de Valladolid, envejecida por los años y el humo, nos enseñaron una fotografía de veinticinco hombres. «¿La ven ustedes? De esos veinticinco, veintitrés fueron fusilados en la Cascajera de San Isidro...».
¿Cuántos miles de sucesos como éstos podrían relatarse? ¿Cuántos miles de protagonistas podrían ofrecernos hoy una versión dolorosa y terrible de la más reciente historia de España?
Porque en este libro tan sólo se recogen unas pocas de las historias de los hombres ocultos. En principio, nos limitamos a las «superestrellas», a los que permanecieron más tiempo, a los que tornaron de la oscuridad después de treinta o más años de ocultamiento. Esta elección fue de alguna manera sentimental. Cuando en 1969 comenzamos este trabajo, ninguno de nosotros dos estaba cerca de los treinta años, en tanto aquellos hombres llevaban seis lustros «vivos de cuerpo presente». La publicación del libro fue imposible entonces y con el paso de los años hemos cedido a la tentación de incluir a protagonistas con una experiencia de reclusión más breve, aunque no menos intensa.
Desde luego, esta antología podría seguirse de varios tomos más y los topos componer una auténtica enciclopedia. Es muy rara la ciudad, la villa, el pueblo, la aldea española en que, al menos durante algunas semanas, no permaneciera oculto alguno de sus habitantes. Y tanto de derechas como de izquierdas, tanto fascista como rojo. Los primeros volvieron a la luz en el año 39, con la victoria. De los otros, de cuantos lograron sobrevivir de los otros, la mayor parte se reintegró a la vida —y casi siempre con un intermedio de cárcel— en 1945, como consecuencia del primer indulto —muy limitado— de Franco.
El General había sido muy generoso en perdonar los crímenes de los suyos, por horrendos que fueran. Necesitó, sin embargo, treinta años para conceder a los que lucharon en el bando enemigo una prescripción de delitos. Porque los perdones anteriores fueron muchas veces trampas mortales. Sería terrible calcular cuántos españoles fueron fusilados por haberse presentado a las autoridades confiando en alguno de los indultos generales anteriores al del 69. Bien claro lo expresan todos los topos.
Tales indultos fueron emitidos en las siguientes fechas: 9 de octubre de 1945 (x aniversario de la Exaltación del Caudillo a la Jefatura del Estado); 17 de julio de 1947 (ratificación de la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado); 9 de diciembre de 1949 (Año Santo); 1° de mayo de 1952 (Congreso Eucarístico de Barcelona); 25 de julio de 1954 (Año Jacobeo y Mariano); 31 de octubre de 1958 (coronación del Papa Juan XXIII); 11 de octubre de 1961 (xxv aniversario de la Exaltación de S.E. a la Jefatura del Estado); 24 de junio de 1963 (coronación de Pablo VI), 1° de abril de 1964 (xxv Años de Paz Española); 25 de julio de 1965 (Año Jubilar Compostelano); 10 de noviembre de 1966, primer indulto de responsabilidades políticas, pero muy matizado. Y por fin, el Decreto Ley de 31 de marzo de 1969 por el que se declaran prescritos todos los delitos cometidos con anterioridad al 1° de abril de 1939. El texto, que se presenta con una larga introducción en la que se observa aún la rígida mano del soberbio vencedor, apenas ocupa media página, la 4704 del Boletín Oficial del Estado del 1° de abril de 1969. Así comienza la «disposición general» que firma Francisco Franco: «La convivencia pacífica de los españoles durante los últimos treinta años ha consolidado la legitimidad de nuestro Movimiento, que ha sabido dar a nuestra generación seis lustros de paz, de desarrollo y de libertad jurídica...». No debe extrañar que al leer tales falsedades algunos topos, incluso entonces, se negaran a subir a la superficie.