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Cuando Reece, un niño de siete años, llega a casa de Cathy en régimen de acogida, ya ha pasado por otras cuatro familias. Ha sido expulsado de varios colegios por su comportamiento agresivo y alborotador. Cathy quiere encontrar los motivos del alarmante comportamiento del niño, pero él no cuenta nada porque su madre le hizo jurar que guardaría el secreto. Cuando el trabajador social que lleva el caso de Reece recaba información para la vista final de la causa, encuentra cinco archivos sobre la familia. Tras leerlos, no puede creer que las autoridades no sacaran al niño de la casa siendo aún un bebé. Al enterarse Cathy del secreto más oscuro de la familia de Reece, el comportamiento del niño empieza a tener sentido de repente, y decide ayudarle a reconstruir su vida. "He disfrutado enormemente con este libro. Tiene un estilo sencillo, directo y, aun así, lleno de fuerza". Goodreads
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Seitenzahl: 524
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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
Mamá no me deja contarlo
Título original: Mummy Told Me Not To Tell
© 2010, Cathy Glass
© 2019, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.
© De la traducción del inglés, Sonia Figueroa Martín
Publicado por HarperCollins Publishers Limited, UK.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers Limited, UK.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Imagen de cubierta: Dreamstime.com
ISBN: 978-84-17216-48-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
1. Respiro
2. Un nuevo récord
3. Sharky
4. Aprendiendo a ir al baño
5. Cuidar de forma más segura
6. Los niños de acogida
7. Caos
8. El cole
9. Empiezo a perder la paciencia
10. Hay que ir al despacho del director
11. Un comienzo incierto
12. Una visión más amplia de la familia
13. Un día de «mal hecho»
14. Una escapada a la playa
15. Apartado de los demás
16. Un debate acalorado
17. Un oscuro nubarrón
18. Ciclo de abuso
19. Una familia normal
20. Una familia definitiva
21. Es triste decir adiós
Epílogo
—¿Va a quedarse en tu casa? —vociferó ella—. ¡Eso espero, no voy a dejar que vuelvan a trasladarlo! ¡Esto es una vergüenza! ¡Vaya panda de capullos!
—No, no van a volver a trasladarlo —le aseguré yo. Bajé la mirada hacia Reece, que estaba tironeándome del brazo y siseando con fuerza—. Quédate quieto, buen chico.
—¡Que hagas caso, joder! —gritó ella, antes de propinarle un guantazo en la cabeza que en esa ocasión sí que logró alcanzar su objetivo.
Y ese fue el primer encuentro que tuve con Tracey, la madre de Reece.
Ciertos detalles, incluyendo nombres, lugares y fechas, se han cambiado para proteger a los niños que aparecen en este relato.
Mi familia y yo habíamos pasado por un momento profundamente emotivo al despedirnos a finales de octubre de Tayo (el niño al que tuvimos en acogida previamente y cuya historia narré en un libro anterior) y, teniendo en cuenta lo mucho que nos habíamos encariñado con él, me pareció buena idea actuar como cuidadora de respiro en vez de iniciar de inmediato otro acogimiento a largo plazo.
En el ámbito del acogimiento familiar, ser una cuidadora «de respiro» significa suplir a otra en el cuidado de uno o varios niños de acogida mientras dicha cuidadora se toma el descanso que necesita con urgencia. El acogimiento de respiro no conlleva el mismo desgaste emocional ni las complicaciones que acarrean tanto el de corto como el de largo plazo: el niño (o niños) llega limpio y bien alimentado con todo cuanto necesita para su estancia, y tiene la seguridad de saber que regresará junto a su cuidador permanente después de ese paréntesis. Hay cuidadores que se limitan a hacer acogimiento de respiro y van recibiendo en su casa un flujo constante de niños. Cuidan al menor exactamente igual que si se tratara de un niño de acogida como cualquier otro, pero, en lo que a todos concierne, la estancia de dicho menor con la cuidadora o el cuidador en cuestión se considera unas cortas vacaciones, así que el cuidador sabe que no puede involucrarse demasiado emocionalmente. Por eso se dice que el acogimiento de respiro es «más fácil». Yo, por mi parte, siempre estoy dispuesta a ofrecer respiro si no tengo a ningún niño en acogida, pero prefiero la dedicación y el compromiso que conllevan las estancias más largas y la satisfacción de saber que he ayudado en alguna medida a un niño en la difícil senda de la vida (eso espero, al menos).
Cuando Tayo se fue, antes de embarcarnos en el acogimiento de respiro nos tomamos una semana de descanso en la que no hubo ningún niño de acogida en casa. Eso me permitió limpiar a fondo la habitación y airearla, y nos dio tanto a mi familia (Adrian, Paula y Lucy) como a mí la oportunidad de asimilar la partida de Tayo. A pesar de que las circunstancias en las que se había marchado habían sido las mejores posibles, en la familia quedaba una tristeza, un vacío, que tardaría algo de tiempo en ir menguando; de hecho, lo más probable era que tan solo empezara a desvanecerse con la llegada del siguiente niño. Hay cuidadores que inician de inmediato otro proceso de acogida por ese preciso motivo.
La primera que llegó a casa en régimen de acogimiento de respiro a principios de noviembre fue Jemma, una niñita de cinco años que llevaba seis meses con su familia de acogida y que se quedó una semana con nosotros. Tenía trastornos de desarrollo y las necesidades de una niña de tres años. Paula y Lucy, mis hijas de dieciséis y diecinueve años respectivamente, estaban más que dispuestas a ayudar con aquella chiquitina y prácticamente me quitaban toda la faena de las manos al llegar del instituto por la tarde, pero, consciente de que Paula tenía que documentarse y redactar un extenso trabajo para una de sus clases de preparación para la universidad, di gracias a que Jemma no fuera a quedarse por más tiempo, ya que por las tardes parecía haber muy poco tiempo para estudiar y mucho para jugar con las Barbies. Y, aunque no me cabe duda de que Jemma lo pasó bien durante esa semana de actividades constantes con mis hijas, se alegró visiblemente cuando sus cuidadores permanentes regresaron de las vacaciones que se habían tomado y fueron a buscarla.
Tres días después de que Jemma se marchara me pidieron que acogiera durante dos semanas a Daisy, una joven de quince años. No suelo acoger a adolescentes (¡ya tengo bastante con los tres que tengo!) y, por regla general, se considera que se logra un mejor equilibrio familiar si el niño o niños en acogida no tienen la misma edad que los que ya forman parte de la familia, ya que es menos probable que surjan rivalidades entre ellos y se pueden atender mejor las necesidades del niño en acogida. Pero en este caso se trataba de una estancia de tan solo dos semanas, y también estaba el hecho de que a Daisy se la consideraba una joven «un poco difícil de manejar» y eso dificultaría el poder encontrarle cuidadores de respiro; además, pensé que como ella pasaría la jornada en la escuela y no tendría que dedicarle el alto nivel de cuidados que requiere un crío más pequeño, me daría tiempo a redecorar el cuarto de baño antes de tener que empezar a pensar en las navidades.
Estaba previsto que Daisy llegara a las seis de la tarde con Kriss, su cuidadora, pero para cuando hizo acto de aparición ya eran las nueve y media porque no había llegado a su casa hasta las nueve. Era obvio que Kriss estaba muy estresada cuando entró con Daisy y con la maleta de esta en el recibidor, no dejaba de disculparse por la tardanza, pero yo le dije que no se preocupara, que no nos había causado ninguna molestia (la flexibilidad y la adaptabilidad son esenciales cuando tienes niños en acogida). Le aseguré que íbamos a cuidar muy bien de Daisy, una joven delgada y atractiva de pelo largo a la que saltaba a la vista que le gustaba vestir a la moda y que dejaba claro que no estaba conforme con tener que quedarse conmigo. Yo ya sabía por Jill, mi coordinadora de la agencia de adopción Homefinders, que Kriss iba a pasar dos semanas de vacaciones en España con una amiga y le habían ofrecido a Daisy que las acompañara, pero ella se había negado a ir porque no quería separarse de su novio.
—No entiendo por qué no podía quedarme en casa —refunfuñó la joven mientras Kriss intentaba despedirse.
—Sabes por qué no puede ser, cielo. Tienes quince años —contestó Kriss, que cada vez parecía estar más estresada—. Dame un abrazo, tengo que irme ya. Mi vuelo sale dentro de tres horas. —Se volvió a mirarme—. Vete tú a saber cómo me las habría arreglado si Daisy hubiese llegado más tarde aún.
Yo le reiteré que todo iba a ir bien y le dije que se fuera, y ella se volvió hacia Daisy para despedirse.
—Adiós, corazón.
—Adiós —masculló la joven sin mirarla mientras rechazaba su abrazo.
—Adiós, ¡disfruta de las vacaciones! —Cerré la puerta y me pregunté si Daisy habría llegado tan tarde a su casa para intentar evitar que Kriss se fuera—. Eres un poco joven para quedarte sola en casa —le dije sonriente—, pero estamos muy contentas de que vayas a pasar estos días con nosotras.
—¿En serio?
No se la veía demasiado convencida. Pero menos convencida aún estaba yo, porque la verdad es que su cara malhumorada era todo un poema.
—¡Sí, por supuesto! —le aseguré con una gran sonrisa—. A mis hijas les encanta tratar con chicas de su edad.
Lucy y Paula estaban en sus respectivas habitaciones, así que las llamé para que bajaran y procedí a hacer las presentaciones. Hubo por parte de todas un ataque de esa timidez tan típica de la adolescencia, sonrieron vergonzosas con la mirada gacha y apenas lograron esbozar un escueto «Hola».
—Tengo que lavarme el pelo —me dijo Daisy.
—Está bien, cielo. Pero antes vamos a subir tu maleta.
La ayudé a subir su enorme maleta escalera arriba hasta el que iba a ser su dormitorio, y entonces le mostré dónde estaba el cuarto de baño y me aseguré de que tuviera todo cuanto pudiera necesitar. Lucy y Paula, por su parte, regresaron a sus respectivas habitaciones para prepararse para acostarse (dado que ambas tenían clase al día siguiente, yo prefería que para las diez ya estuvieran en la cama).
Una hora después, Daisy aún seguía metida en el cuarto de baño y mis ligeros golpecitos iniciales en la puerta acompañados de un comedido «¿Va todo bien?» habían dado paso a golpes más insistentes y a «¡Daisy, por favor, date prisa! ¡Todas tenemos que usar el cuarto de baño!». Menos mal que Adrian estaba en la universidad y no se encontraba haciendo cola para entrar también, porque últimamente había empezado a pasar más tiempo allí metido que nosotras tres juntas.
Daisy salió por fin del cuarto de baño a las once, y yo no estaba nada contenta. Aunque tan solo iba a quedarse dos semanas con nosotras, era necesario marcarle unas normas básicas de conducta y asegurarme al mismo tiempo de que se sintiera bienvenida. Le preparé una bebida para antes de dormir (ella se decantó por un chocolate calentito) y, mientras Lucy y Paula se turnaban en el cuarto de baño, me senté con ella en los taburetes de la cocina y le expliqué con tacto y delicadeza que, aunque en casa de Kriss solo estaban ellas dos, en la mía éramos cuatro personas y todas teníamos que usar el cuarto de baño. Añadí también que entre semana quería que estuviera acostada a las nueve y media y con la luz apagada a las diez, y que a las siete y media de la mañana tenía que estar en pie y preparada para ir a tomar el autobús escolar. A ella le gustó el chocolate (se lo tomó de un tirón y me pidió otra taza), pero no mostró el mismo entusiasmo hacia la rutina que yo había establecido para ir a dormir.
—Pues vale.
Lo dijo rezongona, con esa actitud adolescente de «Te estoy oyendo, pero no estoy de acuerdo con lo que dices».
—¡Perfecto! —contesté yo con mi habitual optimismo—. Soy consciente de que en esta casa las cosas van a ser un poco distintas a lo que estás acostumbrada, pero seguro que todo va bien. Son solo dos semanas, y después estarás de vuelva con Kriss.
—Sí, vale.
Le preparé otro chocolate (que también se tomó de un tirón) y subí con ella a su habitación y le dije que quería que se fuera directa a la cama, que ya desharía la maleta al día siguiente… pero al final resulta que no llegó a deshacer nunca la maleta en cuestión. Al día siguiente, después de asegurarme de que llevaba consigo el abono de autobús y dinero para la comida y de que se había puesto al menos alguna que otra prenda del uniforme escolar, permanecí parada en el umbral mientras la veía marcharse rumbo a la escuela.
—¡Nos vemos luego! —le dije, sin saber que no sería así.
Daisy no regresó de la escuela. Me preocupé, pero no tanto como lo habría hecho en otro caso porque sabía por Jill que ya había desaparecido en ocasiones anteriores y solía ir a casa de su novio; aun así, tenía que seguir el protocolo habitual para los casos en que un menor no llega a casa a la hora establecida, de modo que a las cinco de la tarde llamé por teléfono a la agencia de adopción para informar sobre el retraso. Jill me dijo que le diera otra hora de margen a Daisy, que pasado ese tiempo volviera a llamar, así que a las seis llamé de nuevo para avisar de que aún no había llegado. Para entonces Jill ya se había puesto en contacto con la trabajadora social que llevaba el caso de Daisy, y cuyo consejo fue que yo diera parte de la desaparición a la policía a pesar de que la joven solía aparecer en casa de su novio. Mientras Lucy y Paula se encargaban de preparar la cena llamé a la comisaría de nuestro barrio e inicié el largo proceso de presentar una denuncia por desaparición, aunque en el fondo estaba convencida de que seguramente estaba haciéndole perder tiempo a la policía. No me equivocaba.
Cinco minutos después de que colgara el teléfono y me sentara a cenar, Jill me llamó para avisarme de que Daisy había llamado a su trabajadora social para decirle que estaba con su novio en el piso de los padres de este. La trabajadora social había dado el visto bueno para que la joven se quedara allí y, aunque el tono de voz de Jill revelaba que no lo aprobaba, la decisión no estaba en sus manos. Yo no sabía lo suficiente sobre la situación de Daisy como para valorar si era una decisión acertada o no, pero lamenté tanto el hecho de que la joven no se sintiera capaz de quedarse en mi casa como el haberle hecho perder el tiempo a la policía.
Daisy se presentó en casa dos días después para sacar algo de ropa de la maleta, que seguía tal y como ella la había dejado en su habitación, y aunque aceptó una taza de chocolate no quiso conversar. Dos días después regresó a por otra muda y para darse una ducha; al parecer, la ducha de los padres de su novio no funcionaba.
—Kriss vuelve en una semana —le dije, al interceptarla cuando salía del cuarto de baño y se dirigía hacia la que tendría que haber sido su habitación—. Creo que sería genial que pasaras estos días aquí.
Ella se encogió de hombros y me pidió el secador y una taza de chocolate. Se los di con la esperanza de tentarla a que se quedara, pero fue en vano y supuse que ella ya había decidido desde un primer momento que no iba a quedarse con nosotras. A lo largo de la semana siguiente se presentó en casa dos veces más para llevarse más ropa, darse una ducha y, por supuesto, tomar un chocolate caliente, pero no se quedó demasiado rato en ninguna de esas ocasiones.
Tomé nota a diario de sus idas y venidas y llamé a Jill de forma periódica para ponerla al día (con cada menor que tengo en acogida, debo mantener un registro escrito y mantener informada a Jill). Ella se encargaba a su vez de mantener informada a la trabajadora social y esta no estaba excesivamente preocupada por la joven, así que Jill y yo no tuvimos más remedio que aceptar que, para bien o para mal, los servicios sociales consideraban aceptable el hecho de que Daisy, una joven de quince años, viviera con su novio y con los padres de este. Me sentía frustrada por no haber sido capaz de haber hecho bien mi trabajo, por no haber podido cuidarla.
Cuando Kriss llegó a buscar a Daisy dos semanas después de su partida, no se sorprendió al descubrir que no estaba con nosotras. Me dijo que ya se llevaba ella la maleta y que iba a pasar por casa de los padres del novio de Daisy para recogerla, me dio las gracias por todas las molestias que me había tomado y se disculpó por el comportamiento de la joven. Yo le dije que las disculpas no eran necesarias. Ella añadió que era habitual que Daisy pasara fines de semana enteros en casa de los padres de su novio y que, tras muchas reuniones y conversaciones con la trabajadora social, se había llegado a la conclusión de que era el mejor arreglo al que podía llegarse y que así, al menos, Daisy tenía un techo bajo el que cobijarse y estaba a salvo. Ante el hecho de que se acostara con su novio y de que seguramente estuviera manteniendo relaciones sexuales siendo menor de edad (una ilegalidad, por lo tanto), la decisión que habían tomado había sido la de asegurarse de que tomara la píldora. A veces hay que ajustar las expectativas de forma drástica cuando se trata de adolescentes, y un arreglo práctico que funcione (y con el que el adolescente en cuestión esté dispuesto a cooperar) se considera una alternativa preferible a intentar imponer objetivos que no son realistas ni factibles.
Estaba ayudando a Kriss a meter la maleta en el coche, triste por no haber tenido siquiera oportunidad de despedirme de Daisy, cuando ¿a quién veo llegar paseando por la calle, tomada de la mano de su novio? Pues ni más ni menos que a la señorita Daisy en persona, que en cuanto vio a Kriss soltó la mano de su novio, echó a correr hacia ella y se lanzó a sus brazos. Era obvio lo mucho que se alegraba de verla.
—¡Te he echado de menos! —exclamó la joven.
—¡Yo también! —contestó Kriss.
Yo sonreí y le pregunté a Daisy qué tal estaba.
—Bien —contestó ella.
—Sí, todo bien —asintió el novio.
Kriss me lanzó una sonrisa estoica antes de abrirles la puerta trasera del coche para que entraran. Yo permanecí en la acera mientras los veía alejarse, despidiéndome con la mano de la menor de acogida a la que jamás llegué a acoger en mi casa.
Después de Daisy me asignaron a Sam, un niño de seis años, durante una semana. En esa ocasión no se trataba de dar un respiro a una familia de acogida, era una situación de emergencia porque su madre, una mujer soltera que no tenía familia cercana, había ido al hospital para dar a luz a su segundo hijo. Cuando Sam se fue redecoré el cuarto de baño, y entonces empezaron en serio las compras de Navidad. Sabía que no iba a tener más niños en acogida de respiro temporal hasta que pasaran las fiestas (nadie iba a pensar en tomarse unas vacaciones mientras estaba centrado en sus propios preparativos navideños), pero existía la posibilidad de que me asignaran algún caso de emergencia. Fui a buscar a Adrian a la universidad, decoramos la casa entre los cuatro y aprovechamos también para ir una noche al teatro de repertorio de nuestro barrio a ver un musical de Cuento de Navidad.
Jill me llamó por teléfono el 22 de diciembre, tres días antes de Navidad, y no fue solo para desearnos felices fiestas.
—Cathy, nos ha llegado una solicitud de acogida para un niño de siete años —me dijo—. Se llama Reece y pasó a estar en régimen de acogimiento hará cosa de un mes, pero no se ha aclimatado bien. Lleva una semana en casa de su familia de acogida actual y han accedido a que permanezca con ellos durante las navidades, pero siempre y cuando se establezca una fecha límite. ¿Podrías acogerlo en tu casa a principios de año?
Navidad, dulce Navidad. ¿Tan solo llevaba una semana con su nueva familia de acogida y ya había que trasladarlo de nuevo?
—Gracias, Jill, feliz Navidad para ti también.
Ella se echó a reír.
—Seguro que no es tan malo como lo pintan, igual es que es un poco movidito. Te llamaré con más detalles y la fecha exacta del traslado en cuanto tenga la información.
—De acuerdo. Que pases buenas fiestas.
—¡Tú también!
Tuve la impresión de que no hacía falta que me dieran más detalles; eso de que «no se ha aclimatado bien» y «han accedido a que permanezca con ellos durante las navidades, pero siempre y cuando se establezca una fecha límite» quería decir sin duda que Reece estaba dando muchos problemas.
Cuando Jodie, cuya historia narré en un libro anterior, vino a vivir conmigo tres años atrás, tenía en su haber una especie de récord en lo que respecta al número de familias de acogida por las que había pasado (yo era la quinta cuidadora a la que se la asignaban en cuatro meses). Los menores que han sufrido un profundo daño emocional debido a algún maltrato pueden volverse extremadamente retraídos, pero lo más habitual es que se muestren airados, desafiantes, violentos y agresivos, que ataquen a todo y a todos cuantos los rodean en un intento de descargar su dolor contra un mundo cruel y desconcertante. Aparte de lo difícil que resulta para un cuidador manejar esa clase de comportamiento, se trata de algo que asusta y que es muy duro de presenciar, algo que va agotando emocionalmente a la familia de acogida. Los cuidadores quieren hacer todo lo posible por el menor que tienen a su cargo y esperan ver alguna mejora en el comportamiento del niño, y al mismo tiempo desean proteger a su propia familia. En ocasiones, si el comportamiento del niño es extremo y está totalmente fuera de control, la situación se vuelve imposible de manejar y el cuidador en cuestión debe admitir que no puede seguir cuidando al menor. Es lo que se conoce como interrupción de la asignación y, aunque se hace todo lo posible por evitar que suceda, a veces no hay otra alternativa y hay que llevar al niño de acogida a otro cuidador.
El miércoles día 2 de enero (el primer día de trabajo después de las vacaciones para casi todo el mundo), Jill me llamó poco después de las once y, tras el breve intercambio de rigor con preguntas del tipo: «¿Qué tal las navidades?», «¿Lo pasaste bien en Nochevieja?», fue directa al grano.
—Por desgracia, Reece ha estado muy alterado durante las fiestas. ¿Puedes hacerte cargo de él mañana mismo?
—Sí, ¿a qué hora llegará?
—Me entero y te lo digo. Cathy, parece ser que lleva seis semanas en acogida y está con sus cuartos cuidadores. Tú serás la quinta.
—¡Anda ya! ¡Eso es una locura!
—Pues sí, aunque con una de las cuidadoras solo estuvo dos noches y fue porque la madre de ella se puso enferma, así que él no tuvo la culpa.
—Ya.
Me pregunté si la madre se habría puesto enferma de verdad, o si no había sido más que una excusa que había puesto la cuidadora en cuestión al verse en una situación desesperada. Empezaba a sentirme bastante incómoda además de presionada. El número de cuidadores que ha tenido un menor puede ser a menudo un indicador de lo «problemático» que es su comportamiento.
Me sentí más presionada aún cuando Jill añadió:
—Le he asegurado a la trabajadora social suplente que tú podrás manejar a Reece y no habrá que reasignarlo hasta que todo se haya solucionado. Aquí tengo algunos detalles más, voy a leértelos. «Tiene siete años; su cumpleaños es en agosto, y lleva tres años en el registro de menores en situación de riesgo; es blanco caucásico y tiene cinco hermanastros y hermanastras, todos ellos están en acogida; tenía otra, pero, lamentablemente, murió cuando aún era muy pequeñita. Reece tiene una complexión media, pelo castaño y ojos marrones. Come y duerme bien y no tiene ningún problema de salud acuciante, aunque se hace pis en la cama de vez en cuando». Una orden judicial decretó que pasara a estar en acogida de forma temporal, aquí pone que los motivos fueron la reiterada preocupación por el alto grado de violencia que hay en el seno familiar, la escasa higiene que hay en la casa, el abandono emocional y físico al que estaba sometido Reece, la posibilidad de que el padre abusara sexualmente de su hijastra, las agresiones sufridas por Reece a manos de su propia madre y el hecho de que a la casa acudieran hombres con antecedentes penales, entre ellos algunos posibles pedófilos.
Pero la cosa no había terminado todavía, Jill añadió algo más.
—Ah, sí, y tiene problemas de aprendizaje y de comportamiento, y parece ser que no va a la escuela.
Yo pensé para mis adentros que no era de extrañar que el niño tuviera problemas de comportamiento, teniendo en cuenta todo lo que tenía que soportar en su casa.
—¿Su madre sabrá dónde está viviendo? —le pregunté a Jill.
—No. Está muy enfadada y tiene un historial de agresiones previas en su haber. La familia es de sobra conocida por los servicios sociales; lleva dieciocho años en el punto de mira, desde que hubo que poner en acogida a la hija mayor. Ah, sí, y a Reece le gusta que le llamen Sharky[1].
—No me digas. Qué apodo más curioso, ¿no?
—No sé, puede que le gusten los tiburones… ya sabes, igual que hay niños a los que les gustan los dinosaurios. También he conseguido algunos detalles sobre los motivos por los que fue pasando de una familia de acogida a otra, ¿te los cuento?
—Sí, por favor. Más vale prevenir que curar.
Jill soltó una pequeña carcajada.
—En el caso de la primera familia de acogida, se trataba de cuidadores con experiencia, pero tenían un crío de una edad similar a la de Reece y no congeniaron. Reece le golpeó con una botella de plástico y hubo que suturarle la herida. Después se lo asignaron a una cuidadora novata, era la primera vez que acogía a un menor y se sintió incapaz de lidiar con la situación. Me parece que Reece descargó su rabia contra los muebles, porque la mujer ha solicitado que se le abonen un sofá y una mesita auxiliar. Entonces se lo asignaron a otra cuidadora, esa fue a la que se le enfermó la madre. Y después lo llevaron a casa de los cuidadores con los que está ahora, una pareja, Carol y Tim. Tienen experiencia como cuidadores de niños de acogida, pero ella trabaja a tiempo parcial y el hecho de que Reece no vaya al cole ha generado una presión muy grande sobre ella y el resto de la familia.
—Ya veo.
Empecé a pensar que la situación podría no ser tan mala como me había parecido en un principio: la interrupción de la primera asignación había sido por celos hacia el otro niño; la segunda por una cuidadora sin experiencia que se había visto superada por las circunstancias; la tercera por una posible enfermedad; y la cuarta por compromisos de trabajo.
—¿Por qué no va al cole? —pregunté.
—Aquí no lo pone, y la trabajadora social suplente no lo sabía. Puede que sea debido a tanto traslado. El trabajador social que está a cargo del caso de Reece es Jamey Hogg, pero se ha tomado una larga excedencia hasta finales de febrero. Llamaré a la directora del equipo técnico para ver si alguien puede decirte algo más. Tengo que estar en una reunión en breve, así que les diré que contacten directamente contigo.
—Gracias, Jill.
—De nada. Estoy convencida de que Reece se aclimatará a tu casa.
Mientras nos despedíamos pensé lo mismo que debía de estar pensando ella: que Reece iba a tener que aclimatarse sí o sí, porque estaba claro que no podía cambiar de nuevo de familia de acogida. Yo iba a tener que asegurarme de que se aclimatara, porque sin una vida hogareña estable no había esperanza alguna de poder corregir su comportamiento.
Al cabo de media hora sonó de nuevo el teléfono y una tal Karen se presentó diciendo que era compañera de trabajo de Jamey Hogg y que formaban parte del mismo equipo técnico en la división de servicios sociales. Llamaba para darme algunos datos más, unos datos que no eran nada buenos.
—Conozco a la familia de Reece, estuve asignada al caso durante un tiempo —me dijo—. Reece pasó a estar en acogida al mismo tiempo que su hermanastra Susie, que tiene diez años y vive con otra cuidadora de la zona; no pudieron asignarles la misma familia de acogida porque ninguna de las que había disponibles tenía dos dormitorios libres. A pesar de que Susie y Reece son hijos de distinto padre, son los hermanos que mantienen una relación más estrecha; hay cuatro hermanastros y hermanastras mayores, pero a todos ellos se los sacó del hogar familiar hace años; Sharon, la mayor, tiene dieciocho años en la actualidad; Reece ha presenciado un elevado grado de violencia en la casa, y vete tú a saber qué más; su padre, Scott, ha estado en la cárcel por agresión entre otras cosas; mientras estaba encerrado entabló amistad con tipos de muy mala calaña que ahora visitan de forma habitual la casa, entre los que hay un pedófilo como mínimo.
—Ya veo —contesté yo con voz pausada. No me gustaba ni pizca lo que estaba oyendo.
—Cuando estuve asignada al caso descubrí que en la casa hay un nivel de higiene pésimo, Susie y Reece estaban muy sucios y olían a orina rancia; la madre es muy gritona y agresiva y la familia entera habla a voz en grito constantemente para hacerse oír; da la impresión de que Reece ha pasado la mayor parte de sus días delante de la tele; la última vez que fui a verlos, a pesar de que mi visita estaba prevista, Susie y él estaban viendo una película de miedo pornográfica, y resulta que a mamá no le parecía que eso tuviera nada de malo y se negó a apagar la tele. Reece está bastante grande para su edad, tiene una complexión robusta, y sufre cierto retraso en su desarrollo; actúa a un nivel de preescolar en muchos aspectos. Ah, por cierto, ten en cuenta que muerde. Su madre empezó a llamarle Sharky años atrás y se le ha quedado ese apodo.
—¿Le llaman así porque muerde? —le pregunté atónita.
—Sí, ya sé que cuesta creerlo. Los padres han consentido su comportamiento; de hecho, da la impresión de que les hace gracia e incluso lo alientan a comportarse así. Se ríen de él cuando muerde, le lanzan comida y él la desgarra con los incisivos. También muerde objetos y a personas, esa fue una de las razones por las que lo expulsaron de los colegios a los que fue.
Yo permanecí en silencio mientras intentaba asimilar lo que estaba oyendo, y Karen añadió:
—Que yo sepa, le han expulsado de dos colegios de primaria, y tuvo muchas faltas de asistencia desde que empezó a ir a clase. A los del departamento de educación ya se les ha notificado que va a vivir contigo, así que le buscarán un colegio cerca de tu casa. —Hizo una breve pausa—. No sé qué más podría decirte.
—¿Qué hay del contacto con la familia? ¿Podrá ver Reece a algún familiar?
—Sí, verá a sus padres y a Susie cada semana en visitas supervisadas. Es posible que también pueda ver a alguno de sus hermanastros, pero eso es algo que no se ha decidido aún. No sé dónde se llevarán a cabo los encuentros, antes usábamos el Headline Family Centre, pero a la madre se le ha prohibido la entrada allí; y tampoco se le permite entrar en el Kid-Care, el otro centro de familia. Es una mujer muy agresiva.
—Sí que debe de serlo, es la primera vez que oigo que a alguien se le prohíbe la entrada en los dos centros de familia.
—Yo tampoco había visto nada semejante, pero créeme si te digo que la mujer se lo ganó a pulso con su comportamiento. Está claro que Reece ha presenciado mucha violencia en casa, y cuando se siente frustrado recurre a la agresión. En su casa no ha habido límites ni disciplina alguna, yo creo que tanto a Susie como a él habría que haberlos sacado hace años de ese lugar.
—Entonces ¿por qué siguieron allí?
Karen suspiró antes de contestar.
—No lo sé. Lamentablemente, se ha cambiado muchas veces de trabajador social y a la madre se le da muy bien conseguir lo que quiere y controlar a la gente. Grita y amenaza y, teniendo en cuenta su comportamiento volátil y errático, la mayoría de los profesionales que han tenido que lidiar con ella parecen darse por contentos con haber salido ilesos. Cuando nos llevamos a Reece y a Susie estaban presentes dos trabajadores sociales y tres policías, y en casa solo estaban ella y los dos niños. No se puede razonar con ella, es imposible. Se presenta a menudo en las oficinas municipales y hay que avisar a los de seguridad para que la saquen del edificio, esta misma mañana estuvo allí para exigir que le dijéramos a dónde va a ser trasladado Reece. Huelga decir que no le dimos ninguna información.
Yo pensé para mis adentros que menos mal, y que ojalá se aseguraran de no desvelar por accidente mi información de contacto (era algo que había sucedido alguna que otra vez en casos previos).
—Por lo que sé acerca de Reece —añadió Karen, en un intento de terminar con algo positivo—, en realidad no es mal chico. Estoy convencida de que su agresividad es un comportamiento que ha aprendido en casa.
—Sí, ese suele ser el caso.
—¿Se te ocurre alguna otra información que pueda serte útil?
—No, de momento no. Gracias, me has ayudado mucho.
—Gracias por acceder a acoger a Reece, empezábamos a desesperarnos.
Esa noche, una vez que Lucy y Paula llegaron a casa y cenamos, aproveché para informarles sobre nuestra nueva incorporación antes de que se pusieran a hacer los deberes o a ver la tele. Las dos eran plenamente conscientes de lo que implica acoger a un menor que tiene un «comportamiento difícil» y, como tienen un sólido sentido del humor, decidí darle un enfoque desenfadado al asunto.
—¡Señoritas! —les dije mientras llenábamos el lavaplatos—, como ya sabéis, hemos tenido unos meses de tranquilidad en los que nos hemos limitado a hacer acogimientos breves de respiro. —Me miraron con una cautela rayana en la suspicacia. Yo sonreí antes de continuar—. ¡Pues resulta que pensé que ya era hora de cambiar un poco, de tener algo de vidilla! —Sonreí de nuevo—. Mañana viene a vivir con nosotras un niño que se llama Reece; aunque tiene siete años, tiene problemas de aprendizaje, así que se comporta como un crío mucho más pequeño. Grita, muerde y golpea cuando se siente frustrado, pero estoy convencida de que con nuestra ayuda empezará a cambiar rápidamente. Lo que necesita más que nada es estabilidad y límites…
Iba a recordarles algunos de los métodos que podíamos usar para lograr dicho objetivo cuando exclamaron al unísono:
—¿No pueden asignárselo a otra persona?
—Ya lo han hecho —admití yo con semblante grave—. Vamos a ser su quinta familia de acogida en seis semanas.
—¡No puede ser!
—Es la pura verdad.
Supe por la expresión de ambas que estaban atónitas y que, al igual que yo, eran conscientes de que, por mucho que nos hiciera pasar física o emocionalmente, Reece no podía ser reasignado de nuevo; iba a permanecer con nosotras hasta que se decidiera en los tribunales cuál iba a ser su futuro y eso iba a tardar buena parte de un año, puede que incluso más tiempo si se trataba de un caso complicado.
[1] Apodo que podría traducirse como «Tiburoncete» (N. de la T.).
Jill llamó a la mañana siguiente, a las once recién dadas, y el estómago se me encogió. Había dispuesto de una noche de sueño (mejor dicho, de insomnio) para reflexionar sobre todo lo que me habían contado acerca de Reece y, a pesar de que había estado acogiendo a menores en mi casa durante años, los nervios empezaban a adueñarse de mí. ¿Y si su comportamiento era tan malo como decían y me veía incapaz de ayudarle? ¿Y si resultaba ser el único niño con el que tenía que rendirme? Aparté esa posibilidad de mi mente.
—Un trabajador social llamado Imran te llevará a Reece a la una y media —me dijo Jill—. Yo procuraré llegar a tu casa media hora antes, a eso de la una.
Ella siempre procuraba estar conmigo cuando me llegaba un niño, tanto para comprobar que todo el papeleo estuviera correcto como para ofrecer un poco de apoyo moral.
—Vale, gracias —contesté yo.
—Karen te llamó ayer, ¿verdad?
—Sí, me ayudó mucho.
—Perfecto. Trabajó con la familia de Reece un tiempo, lástima que ya no esté asignada al caso. Es una persona muy práctica y sensata.
—Sí.
Nos despedimos y yo subí de nuevo a la planta de arriba, porque estaba dándole los últimos toques al que iba a ser en breve el dormitorio de Reece. Lucy y Paula estaban en el instituto y Adrian en la universidad, así que estaba sola y la casa me parecía muy tranquila y silenciosa. Me dije para mis adentros que eso no iba a durar mucho, porque en cuestión de un par de horas Reece iba a tenerme más que entretenida.
Una vez que terminé de preparar la cama con una colcha de Batman y la funda de la almohada a juego, recorrí la habitación con la mirada. Esperaba que a Reece le gustara; había puesto pósteres de Star Wars en las paredes y rompecabezas de varias clases en el baúl de los juguetes y, como su comportamiento era el de un niño mucho más pequeño, había incluido también un póster de Winnie-the-Pooh, dos peluches blanditos y un castillo de mago con figuritas.
Siempre procuro que la habitación se adecue a la edad y el sexo del menor de acogida, que haya cosas que puedan gustarle de acuerdo a la información que se me ha facilitado. Si el niño viene con un montón de pertenencias propias, quito todo lo que no le gusta de lo que había puesto yo y coloco sus cosas. Es muy importante que estén rodeados de sus pertenencias, ya que eso los ayuda a aclimatarse y hace que se sientan seguros.
Como llevaba tres meses haciendo acogimiento de respiro, la decoración de la habitación había cambiado en repetidas ocasiones y había agujeritos de chinchetas agrupados en las zonas donde se habían colgado y descolgado pósteres, pero me había encargado de cubrirlos con una somera capa de pintura (un bote de pintura emulsionada es otra de las herramientas imprescindibles para una labor de acogida en condiciones).
A las doce del mediodía, cuando me disponía a prepararme algo de comer, sonó el teléfono. Era Jill.
—Cathy, lo siento mucho, pero ¿podrás arreglártelas tú sola esta tarde? Me han llamado para avisarme de que debo ir a nuestro centro del sur del condado, una compañera se encontraba mal y ha tenido que irse a casa.
—Sí, no te preocupes. Me las arreglaré bien.
—Llámame al móvil si necesitas algo; en todo caso, yo te llamaré después, una vez que ya te hayan llevado a Reece.
—De acuerdo.
No era la primera vez que Jill no podía estar presente cuando me traían a un niño, así que no me preocupé demasiado. Ella era consciente de que yo llevaba acogiendo a menores tiempo más que suficiente para conocer bien el procedimiento; de haber sido nueva en esto, otra empleada de Homefinders habría venido en su lugar, pero podía arreglármelas sola… bueno, ¡al menos eso creía yo!
A la una y media estaba más que preparada para la llegada de Reece. Iba de acá para allá, entrando y saliendo del recibidor para lanzar una mirada a un lado y otro de la calle a través del visillo. Los nervios empezaban a adueñarse de mí otra vez. En ese momento habría preferido que Reece fuera una asignación de emergencia como Sam (y otros antes que él), porque en ese caso no habría tenido que pasar por esa tensa espera, pero me recordé a mí misma que si yo estaba así de nerviosa, vete a saber cómo debía de estar sintiéndose Reece, que se dirigía a su quinto hogar en seis semanas.
A las dos de la tarde recién pasadas, al ver que aún no había ni rastro de él, empecé a plantearme si sería buena idea llamar a Jill para asegurarme de que todo iba según lo previsto. Lancé una última mirada por la ventana del recibidor y justo entonces un coche plateado llegó y se detuvo delante de la casa. Desde mi punto de observación privilegiado tras el visillo vi que un niño que estaba en el asiento de atrás pasaba atropelladamente por encima del asiento del pasajero, abría la puerta de golpe y bajaba de un salto a la calzada. Era un niño de unos siete años de edad que tenía una complexión robusta y la cabeza rapada, y que empezó a dar saltos y a gritar a pleno pulmón:
—¡Te he ganao! ¡Te he ganao! ¡He salido del coche antes que tú, lentorra!
Reece había llegado.
Una mujer (supuse que debía de ser una trabajadora social) bajó a toda prisa del lado del conductor, corrió por la calzada hacia Reece, le tomó de la mano y exclamó con agitación:
—¡No hagas eso, es peligroso! ¡Tendrías que haber esperado a que saliera yo!
El niño no le hizo ni el más mínimo caso y siguió dando saltos y gritando.
—¡Te he ganao! ¡Te he ganao, lentorra!
Di un respingo cuando, de buenas a primeras, intentó darle a la mujer un cabezazo que estuvo a punto de golpearla en la nariz.
Me dirigí hacia la puerta principal mientras tomaba nota mental de que cuando Reece estuviera en mi coche, no bastaría con los seguros para niños y tendría que activar el cierre centralizado de puertas mientras no aprendiera a permanecer sentado hasta que yo le abriera. Y también procuré mantener la cabeza bien erguida al darle la bienvenida, porque estaba claro que dar cabezazos era otra de sus especialidades.
Abrí la puerta mientras se acercaban por el camino de entrada y le saludé sonriente.
—¡Hola! Soy Cathy. Tú debes de ser Reece, ¿verdad?
La trabajadora social lo tenía agarrado de la muñeca para evitar que echara a correr, era obvio que él no quería que lo sujetara de la mano; al entrar en el recibidor, la mujer me transfirió a mí el brazo del crío y soltó un suspiro.
—Hola, Reece.
No me agaché para quedar a su altura. Él no me miró, mantuvo la mirada fija en el pasillo y de repente intentó echar a correr hacia allí, pero yo le mantuve sujeto del brazo y se puso a tironear para intentar soltarse.
—¡Suelta! ¡Suéltame!
Posé la mano libre en su hombro, intenté hacerle girar hacia mí para poder mirarlo a los ojos y captar su atención.
—Reece, escúchame —le hablé con voz suave pero firme—. Escúchame.
Él seguía tironeando y esforzándose por no mirarme. Yo no quería agacharme hacia delante para que nuestras miradas se encontraran, porque eso me dejaría en la posición perfecta para recibir un certero cabezazo.
—Reece, vamos a ir por el pasillo hasta la habitación del fondo. Allí hay unos juguetes para ti.
—¡Suelta! ¡Que me sueltes!
Tenía una voz áspera, gutural, como la de un hombre mayor, y tan fuerte y potente que inundaba el aire y ahogaba cualquier otro sonido.
—Vale, vamos juntos por el pasillo.
Lo dije con calma, pero mantuve un tono de voz firme. Sabía que si lo soltaba cuando se encontraba en ese estado de alerta tan exacerbado, saldría disparado como un cohete y correría descontrolado por la casa, haciéndose daño y destrozando todo cuanto se interpusiera en su camino. Ya habría tiempo para mostrarle la casa más tarde, por el momento lo principal era calmarlo y establecer algo de control.
Mientras Reece seguía tironeando para intentar zafarse de mí (y, con lo que pesaba, tenía bastante fuerza), eché a andar por el pasillo poco a poco y sin detenerme (aunque un poco a trompicones, la verdad) rumbo a la habitación del fondo, que es nuestra sala de estar.
—Soy Veronica —dijo la trabajadora social, antes de cerrar la puerta principal a mi espalda.
—¡Encantada de conocerte! —contesté yo por encima del hombro.
—¡Lentorra! —gritó Reece.
Cuando llegamos a la sala de estar, le solté la mano y cerré la puerta; tal y como yo esperaba, Reece fue directo hacia los juegos que le había dejado en medio de la sala (los otros estaban en los armarios de la terraza interior que hace las veces de sala de juegos).
Veronica se sentó aliviada en el sofá, era obvio que estaba encantada de poder transferirme la responsabilidad de cuidar de Reece; yo, por mi parte, permanecí de pie frente a la puerta como quien no quiere la cosa. Aunque el niño no se diera cuenta de ello, estaba bloqueándole la salida por si se esfumaba su interés por los juguetes e intentaba salir huyendo.
—Perdona el retraso —me dijo Veronica—. Se suponía que iba a ser Imran quien te trajera a Reece, pero no ha sido posible.
Yo la miré con expresión interrogante mientras Reece seguía volcando los juguetes; derribaba las cajas para hacerlos salir, pero no jugaba con ellos.
—Imran es asiático. —Ella señaló con un ademán de cabeza al niño y añadió, articulando las palabras con los labios sin emitir sonido alguno—: Es racista.
Dirigió preocupada la mirada hacia las fotos enmarcadas de mis hijos que tengo en las paredes. Entre ellas hay algunas de Lucy, mi hija adoptiva, que es medio tailandesa.
—No te preocupes, nos las arreglaremos —le aseguré yo.
Hay familias de acogida que se negarían a encargarse de un niño al que se considera racista, pero, según mi experiencia, los niños de la edad de Reece han aprendido ese comportamiento en casa y se puede desaprender con bastante rapidez. Me preocupaba más su evidente TDAH (trastorno por déficit de atención con hiperactividad); ni Jill ni Karen lo habían mencionado, pero en ese momento era más que obvio. Sus continuos movimientos agitados y erráticos; esa respiración con inhalaciones cortas y rápidas, como si estuviera hiperventilando; su estado de alerta exacerbado que le impedía centrarse en algo durante más de un segundo… todo ello parecía indicar que el niño tenía hiperactividad. Tenía que calmarlo antes de poder ofrecerle un café a Veronica, y ni hablemos ya de encargarnos del papeleo (ella ya estaba sacando los documentos de su maletín).
Reece había terminado de volcar todas las cajas de rompecabezas y juguetes, que en ese momento formaban una colorida montaña en medio de la sala. Fui apartándome poco a poco de la puerta, me acerqué a él y me puse en cuclillas a su lado.
—Reece —le dije mientras intentaba de nuevo establecer contacto visual—, elige una cosa para jugar ahora y guardaremos todo lo demás.
Él ni siquiera me lanzó una fugaz mirada. Su cerebro parecía estar tan atareado yendo en un sinfín de direcciones que había bloqueado prácticamente todo y a todos los que le rodeaban, así como cualquier posible pensamiento racional. Le toqué la mano con suavidad y él dirigió la mirada hacia mí, pero me dio la impresión de que ni siquiera me había visto.
—¿Qué te parece si jugamos con estos bloques de construcción? ¡Seguro que se te da bien construir cosas!
Uní dos piezas, pero él ya se había puesto de pie y fue directo hacia la estantería, donde procedió a sacar los libros de los estantes; para cuando le alcancé, ya había vaciado uno y había empezado con el siguiente.
—¿Quieres que te lea un cuento, Reece? —Ni respuesta ni reacción, más libros lanzados al suelo—. ¡Mira, aquí hay uno muy bonito! —le dije en voz un poco más alta. Me agaché a recoger un grueso y colorido libro infantil para aprender los números del montón cada vez más grande que había en el suelo—. Vamos a leer este. Es uno sobre números, tiene muchos dibujos y los números hasta el cien. ¿Sabes contar hasta diez?
La cascada de libros se interrumpió de golpe, y Reece se volvió a mirarme directamente por primera vez desde su llegada. Vi que tenía unos ojos marrones preciosos, pero unos dientes frontales de lo más inusuales; los cuatro de arriba eran muy grandes, se superponían unos a otros y tenían unos bordes prominentes y serrados. Me pregunté si aquello habría contribuido a esa etiqueta de «Sharky» que su madre le había puesto, en cuyo caso sería algo increíblemente cruel.
—A ver, dime —añadí mientras le miraba directamente a los ojos—, ¿sabes contar hasta diez?
Él sonrió de oreja a oreja, lo que acentuó aún más la inusual disposición de sus dientes.
—¡Claro que sí, tonta del culo! ¡Puedo contar hasta cien!
Me quitó el libro de la mano, se sentó de un salto en el sofá y esperó expectante a que empezara a leérselo. No me preocupaba que me hubiera llamado tonta del culo ni que me hubiera arrebatado el libro, porque al menos estaba más tranquilo y había logrado captar su atención.
Me senté junto a él en el sofá mientras Veronica empezaba a revisar la documentación que había traído consigo. Reece se acercó más a mi costado y me puso el libro en el regazo. Lo abrí por el principio, en la página de la izquierda aparecía un enorme número 1 tridimensional y en la de la derecha la ilustración correspondiente de un gran conejito blanco adorable.
—¿Qué número es este? —le pregunté.
—¡El uno! —lo dijo a voz en grito.
—Exacto, muy bien. Pero no hace falta gritar, estoy sentada junto a ti.
Pasé la página y, al ver un número 2 tridimensional acompañado de una ilustración donde aparecían dos muñecas de trapo, vociferó:
—¡Dos!
Veronica ya tenía preparados sobre el regazo tanto los formularios de asignación como el resto de los documentos relevantes, así que, mientras iba pasando las páginas del libro y leyendo números, empecé a contestar a sus preguntas (primero sobre los datos de contacto del médico al que iba a llevar a Reece y después me pidió mi número de móvil, ya que los de servicios sociales no lo tenían).
—Te ofrecería un café, pero creo que será mejor seguir un rato con el libro —le dije.
—Sí, por supuesto —asintió ella.
De modo que seguí pasando las páginas mientras Reece gritaba los números y Veronica hacía preguntas y tomaba notas; para cuando el niño y yo llegamos al 15, ella ya tenía toda la información adicional que necesitaba y el formulario de asignación estaba listo para que yo lo firmara. Se inclinó hacia delante para acercármelo junto con un bolígrafo, y lo firmé con la mano derecha mientras pasaba una página con la izquierda. Veronica separó las copias y me dejó una de ellas sobre la mesita auxiliar.
—En condiciones normales, repasaría contigo los documentos que contienen la información esencial —lanzó una breve mirada hacia Reece—, pero no sé si será buena idea hacerlo ahora.
Esos documentos con la información esencial contenían los nombres completos, direcciones y edades de los miembros de la familia cercana del niño además de datos como la ascendencia de todos ellos, cualquier necesidad específica en lo relativo a religión, dieta o cuidados médicos, el tipo de orden judicial que había hecho que el niño pasara a estar en acogida y también cualquier factor especial a tener en cuenta como, por ejemplo, problemas de comportamiento.
—Sí, tienes razón. Será mejor que les eche un vistazo después, cuando tenga tiempo. —Pasé la página y apareció el número 20 junto con un dibujo de veinte duendecillos.
—No creo que contengan nada que no se te haya dicho ya —afirmó ella—. El régimen de visitas aún está por concretarse.
Alcé la mirada del número 24, que estaba acompañado de veinticuatro ratoncitos blancos, y me limité a contestar:
—Vale.
Pasé otra página cuando Reece me dio un pequeño codazo para que continuara, y entonces hice una pequeña pausa.
—Has sido un niño muy bueno, Reece. Te has quedado aquí sentado y te has portado muy bien. Me alegra mucho que te gusten los libros, porque a mí también me gustan mucho.
El número 25 estaba acompañado de veinticinco tulipanes rojos. Él gritó el número y yo pasé la página.
—Bueno, a menos que se te ocurra alguna otra cosa que haya quedado pendiente, te dejo ya con él —dijo Veronica, antes de dejar los documentos con la información esencial encima de los de asignación.
Yo dejé de pasar las páginas y miré a Reece, que seguía calmado junto a mí.
—Oye, Reece, seguiré leyendo esto dentro de un momento, después de que nos despidamos de Veronica, ¿vale?
Él golpeteó la página abierta con la punta del índice.
—¡No, lee! ¡Quiero el libro!
—Bueno, si no vas a despedirte, entonces puedes quedarte aquí mirando el libro por un momento mientras yo acompaño a Veronica a la puerta.
Pasé el libro, que estaba abierto en la página que mostraba veintiocho titilantes estrellas, de mi regazo al suyo y me puse en pie. Reece se levantó como un resorte y el libro fue a parar al suelo.
—¿Y mis cosas? —vociferó.
Veronica y yo nos miramos y sonreímos. Con todo el ajetreo de la llegada del niño, ambas habíamos olvidado sus pertenencias, que debían de estar en el coche; puede que Reece tuviera problemas de aprendizaje, pero ¡no estaba dispuesto a quedarse sin sus cosas!
—¡Tienes razón! —le dije yo—. No podemos dejar que Veronica se vaya sin habernos dado tus cosas, ¿verdad?
—¡Se os había olvidado, tontorronas! —gritó con aquella enorme sonrisa que dejaba al descubierto su dentadura, antes de darme una contundente palmada en el brazo y salir disparado de la sala de estar.
Yo le seguí por el pasillo rumbo a la puerta principal mientras Veronica se quedaba recogiendo sus documentos en la sala de estar.
Para cuando le alcancé estaba forcejeando con el picaporte (por suerte, se encasquilla un poco), intentando hacerlo girar para poder salir y sacar sus pertenencias del coche. Me detuve junto a él y posé la mano con delicadeza sobre la que tenía en el picaporte.
—Ahí fuera hay una carretera por donde pasan bastantes coches. Tienes que esperar siempre hasta que yo abra la puerta para que no te hagas daño.
Mi mano izquierda cubría la suya sin apretar y ambas estaban posadas en el picaporte, que quedaba a la altura de su cabeza. Antes de que me diera cuenta siquiera de cuáles eran sus intenciones, ya se había echado hacia delante y me había hincado los dientes en el dorso de la mano.
—¡Ay!
Aparté la mano de inmediato y Reece siguió forcejeando con el picaporte. Apoyé el pie contra la base de la puerta para evitar que se abriera mientras le echaba un vistazo a mi mano; tenía sus dientes frontales claramente marcados en la piel pero, por suerte, no estaba sangrando. Le agarré con suavidad de los hombros y, tras hacer que se volviera hacia mí, intenté que nuestras miradas se encontraran y le dije con firmeza:
—Reece, eso no se hace. No se muerde, duele. No está bien portarse así. —Pero su mirada iba de un lado a otro sin centrarse en un punto fijo, y me di cuenta de que no podría oírme ni aunque quisiera hacerlo—. ¡Reece! —lo dije en voz un poco más alta mientras lo mantenía sujeto de los hombros—. ¡Reece, mírame! No se muerde.
Él mantuvo la mirada esquiva y, de buenas a primeras, bajó la barbilla hacia su hombro izquierdo para intentar morder la mano que yo tenía apoyada allí; después giró la cabeza de golpe e intentó morderme la otra. Por suerte, ambas estaban fuera de su alcance.
—¡No! ¡Morder es cruel, no hay que hacerlo! ¡Para ya!
Él intentó morderme de nuevo las manos, y de repente se zafó de mí con un fuerte tirón y echó a correr escalera arriba.
Veronica se acercó a mí en ese momento.
—¿Estás bien, Cathy?
Las dos bajamos la mirada hacia mi mano, que todavía tenía perfectamente marcados los dientes de Reece.
—Sí, no me ha rasgado la piel.
Miré con preocupación hacia lo alto de la escalera. Oía a Reece campando a sus anchas por el descansillo, y huelga decir que no estaba nada tranquila sabiendo que estaba allí arriba solo.
—Veronica, ¿podrías ir al coche a por sus cosas mientras yo subo y le enseño su habitación?
—Sí, claro.
Abrí la puerta con rapidez para que pudiera salir y me apresuré a subir a la planta de arriba. Encontré a Reece en mi dormitorio, dando saltos en la cama con todas sus fuerzas mientras los pobres muelles chirriaban quejicosos.
—¡Bájate de ahí! —No solo siguió saltando, sino que me dio la espalda—. ¡Reece! ¡Bájate ahora mismo de esa cama!
Al ver que no me hacía ni caso me acerqué a la cama, le rodeé la cintura con un brazo y, tras hacer que se sentara, me senté tras él y le rodeé con ambos brazos. Él estaba mirando hacia delante, le cubrí las manos con las mías procurando que estuvieran fuera del alcance de sus dientes. Se echó a reír al ver que estaba sujeto, después se debatió un poco mientras reía un poco más, y al final se rindió y se relajó.
—Vale, así está mejor. —Seguí sujetándole unos segundos más, y entonces le solté la cintura y le tomé de la mano para ayudarlo a bajar de la cama—. Esta es mi habitación, Reece. Es un espacio privado, es solo para mí. No puedes entrar aquí. Te enseñaré la tuya cuando nos despidamos de Veronica.
—¡Quiero verla ya! —gritó él.
—Y yo quiero que dejes de morder, Reece. Mira cómo tengo la mano.
Alcé la mano que me había mordido para que estuviera en su línea de visión mientras le sujetaba con la otra. Estaba segura de que saldría disparado rumbo a otra habitación si le soltaba.
—Mira estas marcas. —Tenía que dejarle claro que no estaba bien morder—. Me las han hecho tus dientes, y eso no está bien.
Lo cierto era que el daño físico era mínimo, pero morder es un hábito atroz y tenía que quitárselo de inmediato. Si me hubiera rasgado la piel la cosa podría haber sido mucho más grave porque por un mordisco se pueden transmitir a través de la sangre un montón de enfermedades, incluyendo la hepatitis y el virus del VIH.
Al ver que parecía haber centrado su atención en mi mano, la mantuve en su línea de visión mientras permanecía atenta por si le daba por intentar morderme de nuevo.
—Las personas no se muerden unas a otras, y tú no debes hacerlo.
—¡Yo no soy una persona, soy un tiburón!
Hice que se volviera hacia mí hasta que estuvimos cara a cara, y entonces busqué de nuevo su mirada.
—Tú no eres un tiburón, Reece. Eres un niño, y los niños no muerden.
—¡Sí que lo hacen! ¡Soy Sharky!
—No, eso no es verdad. Tú eres Reece y vas a dejar de morder, ¿de acuerdo?
No contestó y sus ojos empezaron a vagar de nuevo por la habitación. Miraba hacia todas partes, pero a mí me eludía.
—¿Tengo tele en mi cuarto? —preguntó de repente.
—Sí. Y es un lujo especial que la tengas. Como puedes ver, yo no tengo una en el mío.
Tal y como había hecho antes con otros menores a los que les gustaba ver la tele, pensaba utilizarla a modo de herramienta: sería un premio cuando se portara bien y, en caso de que se portara mal, le sancionaría quitándosela.
Le tomé la mano izquierda y le conduje hacia la puerta de mi habitación.
—Vale, ahora vamos a tu cuarto y te la enseñaré.