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La primera vez que Christos Pateras vio a Alysia prometió que la haría suya. Diez años después, Christos encontró la oportunidad de cumplir su promesa: el padre de Alysia le ofrecía la mano de su hija a cambio de que él le proporcionara ayuda económica. Sin embargo, una vez casados, el guapísimo griego descubrió que Alysia podía ser su esposa, pero desde luego no estaba contenta de serlo...
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Seitenzahl: 152
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Jane Porter
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Marcada por la tragedia, n.º 1238- agosto 2021
Título original: Christos’s Promise
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1375-849-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
PREFIERE vivir en un convento antes que casarse conmigo?
Christos Pateras había hecho la pregunta con expresión de incredulidad. ¿Cómo podía aquella preciosa joven de veinticinco años preferir la vida espartana de un convento antes que casarse con él?
—Ya conoce la respuesta —respondió con frialdad Alysia Lemos—. Ha perdido el tiempo viniendo aquí.
Christos miró de reojo a la monja que los observaba desde la puerta del jardín. La abadesa había insistido en que Alysia llevara una carabina, pero no quería que escuchara la conversación.
—Le dijo a su padre que no se casaría. Pero no me lo había dicho a mí.
Christos raras veces levantaba la voz. Raras veces tenía que hacerlo. Su tamaño y su autoridad eran suficientemente persuasivos.
Pero Alysia Lemos no parecía en absoluto intimidada.
—Algunas mujeres encontrarían halagadora tanta insistencia. Pero yo no.
—Entonces, ¿su respuesta es…?
La incrédula risa de Alysia lo desconcertó.
—Sé que los americanos son obstinados, pero no sabía que, además, son sordos.
Aquella réplica podría haber hundido a cualquier otro hombre, pero él no era un hombre normal y la señorita Lemos tampoco era cualquier mujer. Christos la necesitaba y no pensaba marcharse de Oinoussai sin ella.
—¿No le gustan los americanos?
—Algunos.
—Menos mal. Si no nos odia a todos, le será más fácil venir a Nueva York conmigo.
Alysia levantó la barbilla, retadora.
—No voy a moverme de aquí, señor Pateras. Y nunca he aceptado un matrimonio impuesto.
Él hizo un gesto con la mano, como quitándole importancia.
—En caso de que eso sea lo que le preocupa, yo me considero griego. Mis padres nacieron aquí, en Oinoussai.
—Pues me alegro mucho por ellos —replicó Alysia, irónica.
Christos entendía que su padre estuviera desesperado con aquella chica. Desde luego, Alysia no era ni mucho menos una novia feliz.
Christos Pateras tenía treinta y siete años y necesitaba una esposa. Darius Lemos necesitaba un marido para su rebelde hija. Aquella no era una historia de amor, sino un acuerdo firmado en un banco suizo.
—No sé si les gustará tenerla como nuera, pero se acostumbrarán.
—¿No me diga? Seguro que su madre lo adora.
—Absolutamente. Pero ya sabe que las madres griegas viven para sus hijos.
—¿Y sus hijas? ¿También viven para sus hijas?
Christos se percató del dolor que había en aquella pregunta y del tono amargo en que había sido pronunciada.
—Estoy seguro de que mi madre adorará a sus nietas. Mire, soy hijo único, el último de los Pateras. Y le he prometido a mis padres que les daría un nieto antes de cumplir los cuarenta años.
—Pero no va a dárselo usted, sino yo. ¿No es eso?
Él tuvo que morderse el interior del carrillo para no soltar una carcajada y Alysia apretó los puños. Le hubiera gustado abofetear aquella cara tan arrogante. Nunca había conocido a un hombre más seguro de sí mismo. Excepto su padre, claro.
Lo que no entendía era por qué su padre había buscado un marido para ella al otro lado del mundo. Darius Lemos despreciaba a los nuevos ricos, de modo que debía estar desesperado. Prácticamente la estaba vendiendo al mejor postor.
Las lágrimas asomaron a sus ojos, pero se contuvo. Su madre nunca habría dejado que su padre hiciera tal barbaridad.
—Hay peores maridos que yo, señorita Lemos.
—Yo no estoy buscando marido.
—La mayoría de las mujeres quieren casarse.
—Yo no soy como la mayoría de las mujeres. Y, en cualquier caso, si buscase marido, lo encontraría por mí misma.
Christos sonrió. No se lo estaba poniendo nada fácil.
—No sé cómo va a encontrar un marido si está encerrada en un convento.
—Pues eso debería darle una pista. Insisto, no estoy buscando marido, señor Pateras. Yo sé muy bien lo que quiero.
—Y yo también. Y lo que quiero no es ningún secreto: quiero tener hijos. Necesito tener hijos —dijo él, mirándola de arriba abajo, como si estuviera inspeccionándola—. Usted es joven y sería una madre excelente.
Alysia hizo una mueca de contrariedad.
—Yo no quiero ser madre.
—Podemos casarnos hoy —siguió él, como si no la hubiera oído—. Aquí mismo, si le parece. Pero me temo que su padre está fuera del país.
—¿El jefazo no está en el país? Qué pena.
Él sonrió, sorprendido e intrigado.
—No se llevan muy bien, ¿verdad?
—Mi padre solo se lleva bien con los números y las cuentas corrientes.
—¿Le interesan a usted los negocios?
—Me interesa la competencia. En mi caso, los barcos y el dinero son la competencia.
Darius Lemos amaba los barcos sobre todas las cosas. Nada podía interponerse entre su negocio y él. Ni su madre. Ni, desde luego, ella.
—Creo que el negocio la aburriría —dijo entonces Christos, metiéndose las manos en los bolsillos del pantalón—. Contratos, reuniones, cifras… Cosas aburridas.
—¿Para un cerebro pequeño como el mío? —preguntó ella, irónica.
El tono lo había hecho sonreír de nuevo. Aquella mujer tenía espíritu.
—No debería escuchar todo lo que dice su padre. Solo las cosas buenas sobre mí.
Alysia sabía muy bien por qué Christos Pateras quería casarse con ella. Quería su dote. Su dote y parte del negocio de su padre. Cuando Darius muriese, Christos heredaría el imperio del famoso armador.
—Está usted muy seguro de sí mismo.
—Eso dicen los que me critican.
—¿Tiene muchos críticos?
—Legiones.
Alysia apretó los dientes. Estaba jugando con ella como un gato con un ratón. Pero tenía que contenerse, tenía que seguirle el juego, se dijo.
—Está loco si cree que voy a casarme con usted.
—Su padre ya ha consentido este matrimonio. Y el apoyo financiero que necesitaba ya está en mis manos…
—¡Pues devuélvalo!
—No puedo hacerlo. La necesito demasiado.
Ella levantó la cabeza, con los ojos brillantes.
—A pesar de lo que usted piensa, yo tengo una cabeza sobre los hombros. Pero como parece que tiene problemas de oído, deje que vuelva a repetirlo una vez más: no voy a casarme con usted, señor Pateras. Nunca me casaré con usted. Prefiero vivir el resto de mi vida en este convento.
Christos tuvo que hacer un esfuerzo para no sonreír. Su padre le había dicho que era una chica difícil, pero no había mencionado lo inteligente que era, ni que tuviera tanto carácter. Que fuera difícil era una molestia, pero que tuviera carácter era algo que él apreciaba. Casarse con ella sería como montar un pura sangre, como jugar un duro partido de tenis con un buen adversario. No había nada más excitante que una mujer con carácter.
—Me parece que me gusta —dijo entonces.
—Pues lamento decirle que el sentimiento no es mutuo.
Él sonrió, observando cómo echaba hacia atrás la cabeza, retándolo.
Con el sol iluminando su rostro, de repente se dio cuenta de que sus ojos no eran castaños como había creído, sino azules. De un azul oscuro y misterioso como el cielo nocturno, como el mar Egeo antes de una tormenta. El pelo rubio como el trigo y ojos como el Egeo. Se parecía mucho a las fotografías que había visto de su madre, una mujer inglesa considerada una de las grandes bellezas de su tiempo.
—Espero que pueda llegar a tolerarme, señorita Lemos. Le prometo que haré que nuestra vida conyugal sea… soportable.
Los ojos de Alysia brillaban, furiosos. Iba a pelear con él hasta el final, estaba seguro.
—Antes dejaría que me pusiera un bocado y una silla de montar.
—Eso suena muy tentador.
Alysia se puso colorada hasta la raíz del pelo. Era una mujer preciosa de ojos azules, cabello dorado y piel bronceada. Christos se sintió posesivo de repente. Aquella mujer era suya. Aunque aún no lo sabía.
Ella se dirigió hacia el muro del jardín, con los brazos cruzados, respirando agitadamente.
Christos la siguió despacio, no quería presionarla. Al menos, aún. Furtivamente, se llevó una mano al bolsillo de la chaqueta para tocar el periódico. A ella no le gustaría nada la noticia que habían publicado. Él era el primero en admitir que aquel era un juego de poder en el que Alysia se llevaría la peor parte. Pero no estaba dispuesto a perder aquel negocio.
Le había prometido a sus padres que algún día ganaría una fortuna y cada decisión que tomó después de aquella promesa iba destinada a conseguir ese objetivo. Y desde entonces, el destino de su familia había sido muy diferente.
—¿Es que no tiene sentido de la ética? —le preguntó entonces Alysia—. ¿Cómo puede casarse con una mujer contra su voluntad?
—No sería contra su voluntad. En realidad, es su decisión.
—¿Cómo voy a casarme con usted? No nos conocemos y solo está interesado en mí por el dinero de mi padre.
—Muy bien. Si quiere, me marcho. Puede volver con su carabina.
Alysia miró por encima del hombro y vio a Sor Helena apoyada en la puerta del jardín, sin molestarse en disimular su interés por la conversación.
—Esto es un juego para usted, ¿verdad?
—Es el día de mi boda. ¿Por qué no voy a pasarlo bien? —sonrió él—. Alysia, si no se casa conmigo, su padre la desheredará. No solo eso, sencillamente la dejará sin medios económicos. ¿Y qué va a hacer entonces? No tiene dinero, no tiene donde vivir…
—No es usted el primer hombre que rechazo y estoy segura de que no será el último. Llevo aquí tres meses y las monjas son encantadoras conmigo. Francamente, estoy empezando a pensar que este convento es mi casa.
¿El convento su casa? Christos no la creía. Una mujer de refinada belleza, con pómulos altos, cejas perfectas, ojos azul mar lleno de secretos… ¿Cómo podía resignarse a vivir en un convento?
En realidad, sentía simpatía por ella, pero no la suficiente como para abandonar el juego. Y su juego era la industria naviera, que por el momento le había aportado unas ganancias exorbitantes. Christos era un hombre de éxito, de enorme éxito en el mundo de los negocios.
—Su casa estará conmigo a partir de ahora. Yo la he elegido, señorita Lemos. Es parte de mi plan. Y una vez que pongo en acción un plan, no abandono nunca. Jamás.
—Pues debería aplicar esas características tan admirables en algo más provechoso.
—Nuestro matrimonio será muy provechoso para ambos.
La suave brisa que movía las ramas de los árboles soltó un mechón de su elegante moño. Ella no intentó sujetarlo y el dorado rizo se quedó flotando alrededor de su cara, como acariciándola.
—Sé quién es usted, señor Pateras. No ignoro que es un hombre de éxito. ¿Quiere que le diga lo que sé?
—Sí, por favor. Me gusta que me cuenten mi historia.
—Sus padres son griegos, pero nació y creció en un barrio de clase baja en Nueva York. Fue a un colegio público antes de ser aceptado en una de las más prestigiosas universidades americanas…
—Yale —la interrumpió Christos.
—¿Por qué no Harvard? Se supone que es la mejor universidad del mundo.
—Harvard es para los aristócratas.
—Su padre se marchó de Oinoussai arruinado y humillado —siguió Alysia.
—Humillado no, solo arruinado. Buscando una vida mejor.
—Trabajó en el puerto de Nueva York como soldador.
Christos tuvo que esconder sus emociones. Él era fieramente leal a su familia, pero particularmente a su padre, cuya moralidad y devoción los había sostenido durante los momentos más duros. Y hubo momentos muy duros durante su infancia.
—Al contrario que a mí, a usted nunca le ha faltado nada. No sabe lo que significa ser pobre.
—Pero usted ya no es pobre, señor Pateras. Ahora tiene tantos barcos como la flota británica. A pesar de sus humildes orígenes, no debe resultarle difícil encontrar una esposa… un poco más dispuesta a aceptar su proposición.
—Sí, pero no puedo encontrar a otro Darius Lemos.
—De modo que, en realidad, va a casarse con mi padre.
Era muy lista. Christos sonrió de nuevo, divertido por la contradicción entre su sereno aspecto y su fiereza interior. De repente, se preguntó cómo sería en la cama. Apasionada como una leona, probablemente.
Observaba el mechón de pelo dorado rozar su cara, acariciar su oreja… y, de repente, sintió el deseo de seguir ese mechón con la lengua, pasarla por su cara, por su cuello…
Aquel deseo lo sorprendió. Le gustaría estar casado con una mujer como ella. La procreación sería un placer.
Alysia se apoyó en un banco de piedra, el discreto traje marrón ocultando sus curvas, los ojos semicerrados, escondiendo su expresión.
—¿Conoce bien a mi padre?
—Lo suficiente como para saber lo que es.
Ella sonrió entonces y Christos observó que tenía un hoyito en la mejilla. También probaría eso después de la boda.
—Me imagino a mi padre frotándose las manos. Se frotó las manos después de firmar el acuerdo, ¿verdad?
Aquella sonrisa, aquellos ojos. La deseaba.
Christos se inclinó hacia delante y tomó su cara entre las manos. Alysia abrió los ojos, atónita, pero no tuvo tiempo de apartarse antes de que él tomara su boca.
El roce de la lengua del hombre sobre sus labios la sobrecogió.
Y a él no le pasó desapercibido que no se apartaba. Eso lo excitó, haciendo que la sangre hirviera en sus venas. A distancia, escuchó una tos. ¡La monja! Tenía que parar. No valdría de nada si lo echaban de allí.
—Sabe de maravilla —dijo en voz baja.
Alysia se pasó la mano por los labios, como si quisiera borrar la huella del hombre.
—¡Intente hacer eso otra vez y llamaré a la abadesa!
—¿Y qué va a decirle? ¿Que su marido la ha besado?
—¡No estamos casados! Ni siquiera estamos prometidos.
—Pero lo estaremos —murmuró él, intentando descubrir sus pechos escondidos bajo la tela marrón—. ¿Le gusta el juego?
Ella lo miró, desconcertada.
—No.
—Pues a mí me gustan las apuestas y en esta creo que tengo toda las de ganar. Verá, yo sé más cosas sobre usted de las que cree.
Cuando vio la expresión incrédula de la joven, sonrió, satisfecho.
—¿Qué quiere decir?
—Sé, por ejemplo, que con diecisiete años consiguió una beca para estudiar arte en París. Vivió una vida bohemia con media docena de compañeros apelotonados en un pequeño estudio y cuando se quedó sin dinero, trabajó en lo que pudo. En una panadería, en una tienda de ropa. El trabajo que más le duró fue el de niñera para un famoso diseñador y su familia.
—Eran trabajos respetables —murmuró ella, pálida.
—Muy respetables, pero un gran cambio para una niña a la que habían criado entre algodones.
—¿Adónde quiere llegar?
—Lleva ocho años intentando escapar de su padre, señorita Lemos.
Ella lo miró, retadora.
—¿Y qué?
—Durante un tiempo, fue libre. Pintaba, viajaba, tenía un interesante círculo de amistades. Pero entonces se puso enferma y su padre la llevó a un hospital en Berna. Desde entonces, le pertenece en cuerpo y alma.
—Mi alma solo es mía —replicó Alysia, orgullosa.
De nuevo el carácter, el espíritu que tanto le gustaba. Christos sentía una afinidad con ella que no había sentido con muchas mujeres.
—Piénselo, señorita Lemos. Su padre es un magnate a la antigua usanza, el cabeza de familia, la autoridad absoluta. Ha decidido buscarle un marido y, si no está de acuerdo, le hará la vida imposible. Usted no sabe vivir sin dinero porque nadie le ha enseñado a hacerlo y su padre impedirá que le den trabajo en Grecia. Sabe que lo hará.
—Me quedaré en el convento —dijo entonces Alysia.
—¿Ah, sí? ¿Se quedará aquí para siempre? —la retó Christos. Ella contuvo el aliento, los ojos enormes, los labios apretados—. Si se casara conmigo, podría marcharse de aquí hoy mismo. Sería libre.
Alysia se quedó en silencio, estudiándolo con atención.
—Usted es igual que mi padre. Y la esposa de un magnate como mi padre nunca es libre.
—Quizá no en Oinoussai, pero sí en América. Podría viajar, hacer lo que quisiera, dedicarse a sus aficiones, elegir a sus amigos. Incluso podría volver a pintar.
—Ya no pinto —murmuró ella, apartando la mirada.
—Pero podría hacerlo si quisiera. Me han dicho que es una buena artista.
Ella se cruzó de brazos, como si con aquel gesto quisiera protegerse.
—Los barcos de mi padre deben de ser muy importantes para usted.
—Lo son, efectivamente.
Christos experimentó una ola de emociones encontradas al oír aquello. Se vio a sí mismo tal y como era: calculador, ambicioso, orgullosamente egoísta. Y aquella mujer, aquella joven refinada, sabía que para él solo era otro negocio.
Lo importante era su apellido, su dote. Durante un segundo, Christos odió el sistema y se odió a sí mismo. Pero pronto dejó a un lado sus objeciones.
Alysia Lemos sería suya.
En ese momento, ella se inclinó hacia unas flores de lavanda.
—Barcos —susurró, cortando una flor—. Los odio.
—A mí me encantan.
La curva de su cuello, el pelo de color miel, el sol acariciando su cara… aquella mujer era como un hermoso retrato renacentista, pensó Christos.
—Señor Pateras, ¿se ha preguntado por qué mi padre quiere quitarse a su hija de en medio? —preguntó Alysia entonces.
—La verdad es que no.
—¿Quiere que se lo diga yo?
—Por favor.