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La figura misteriosa es llamada el Gran Copto. Este personaje no es otro que José Balsamo, quien trabajará durante veinte años para derrocar a la monarquía francesa, a través de la manipulación de una serie de personajes de la novela, como la condesa du Barry, el duque de Richelieu y el cardenal Rohan, que lo involucrarán directamente en sus intrigas de la corte. Por otro lado está el drama del joven Gilberto, locamente enamorado de Andra de Taverney, quien ni siquiera se fija en él. Gilberto la sigue a donde quiera que vaya. Tras ser rechazado y despreciado, Gilberto decide vengarse. Aprovechando un que Andrea es abandonada en estado de trance por los poderes magnéticos de Bálsamo, la viola y con ello, la embaraza.
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Veröffentlichungsjahr: 2016
MEMORIAS DE UN MÉDICO:
JOSÉ BALSAMO
Alejandro Dumas
Memorias de un médico: José Bálsamo es la primera de una serie de cuatro novelas cuya acción se extiende desde las postrimerías del reinado de Luis XV hasta la época del Terror, en plena Revolución Francesa, es decir, durante el período más dramático y agitado de la historia de Francia. Las otras tres son: El collar de la reina, Ángel Pitou y La condesa de Charny.
Memorias de un médico: José Bálsamo fue publicada entre 1846 y 1848 (París, Cadot, nueve volúmenes) a lo largo de un trienio en que su autor se mostró singularmente fecundo pues, además de esta novela, publicó también, entre otras: El caballero de Casa Roja, La Dama de Monsoreau, Las dos Dianas, Aventuras de John Davys, Los Cuarenta y Cinco, El vizconde de Bragelonne y De París a Cádiz. Fue también la época en que fundó el Teatro Histórico y la de su viaje a España, que relata en la última de las obras antes citadas.
Poco antes de su muerte, Alejandro Dumas inició una adaptación teatral de Memorias de un médico: José Bálsamo, pero la dejó inacabada. Su hijo, el famoso autor de La dama de las camelias, la terminó y fue estrenada en el teatro del Odeón el 18 de marzo de 1878 —Dumas murió el 5 de diciembre de 1870— con el título de José Bálsamo, drama en cinco actos y ocho cuadros. Ni tuvo éxito, ni llegó a ser impreso.
I
CAMINAR A CIEGAS
A la margen izquierda del Rin, cerca de la imperial ciudad de Worms, y hacía el sitio donde nace el pequeño río Selz, empiezan a elevarse las primeras cordilleras de innúmeras montañas, cuyos erizados picos parecen alejarse hacia el Norte, simulando una manada de espantados búfalos que se pierden entre la bruma.
Estas montañas, que desde la cumbre dominan ya aquel país casi desierto, y que semejan la comitiva de la más alta, tiene cada una un nombre particular que expresa su forma o recuerda alguna tradición.
Llámase una la Silla del Rey, la otra la Piedra de los Agavanzos, ésta la Roca de los Halcones y aquélla la Cresta de la Serpiente.
La más alta de todas, la que parece llegar al cielo, ceñida la granítica frente de una corona de ruinas, es la Montaña de los Truenos. Cuando la noche condensa la sombra de los árboles y el crepúsculo vespertino dora las altas cumbres de esta familia de gigantes, parece que el silencio desciende lentamente desde las sublimes gradas del cielo hasta la llanura, y que un brazo invisible y poderoso desenvuelve de sus flancos, para extenderlo sobre el mundo cansado por los ruidos y penalidades del día.
ese inmenso manto azulado, en cuyo fondo brillan las estrellas. Entonces todo pasa insensiblemente de la vigilia al sueño, todo enmudece sobre la tierra. Únicamente en medio de este silencio solemne, el riachuelo a que nos hemos referido prosigue día y noche su curso misterioso bajo los abetos de la orilla, hasta desembocar en el caudaloso Rin, que es su muerte. La arena de su seno es tan fresca, sus cañas tan flexibles y sus peñas se hallan tan cubiertas de suave musgo y saxífragas, que sus ondas no producen el más pequeño ruido desde Morsheim, donde principia, hasta el lugar en donde termina.
Poco más arriba del punto de su origen, un sendero tortuoso y lleno de malezas conduce a Danenfels. Pasado este pueblo, el camino se reduce a una senda, que también disminuye hasta que termina. Inútilmente busca algo la vista en el suelo, pues sólo se ve la inmensa pendiente de la Montaña de los Truenos, cuya misteriosa cumbre, acariciada con tanta frecuencia por el fuego del cielo, que le ha dado su nombre, ocúltase tras un círculo de frondosos árboles, que forman impenetrable muro.
Pocas veces bajo estos árboles tan altos como las encinas de la antigua Dodona, el viajero puede continuar su camino sin ser visto desde la llanura, ni aun en la mitad del día; pues, aunque su caballo llevara más campanillas que una mula española, no se percibiría ruido alguno; y si fuera enjaezado de terciopelo y oro como un caballo de emperador, ni un rayo de oro o de púrpura atravesaría el espeso ramaje: tanto apaga el ruido la frondosidad de este inmenso bosque, como disminuye los colores la oscuridad de su sombra.
Ahora, que las más elevadas montañas han llegado a ser meros observatorios, y que las leyendas más poéticamente terribles no inspiran más que una sonrisa de duda en los labios del viajero; ahora aterra aún aquella soledad y hace venerable aquel sitio, en que sólo se hallan algunas casas de pobre apariencia, a semejanza de centinelas avanzados de los vecinos pueblos, para indicar la presencia del hombre en aquel país que parecía el más a propósito para ser teatro de escenas misteriosas y fantásticas.
Los habitantes de esas casas esparcidas por aquellas soledades son, o molineros que dejan alegremente al río moler su trigo, cuya harina transportan ellos luego a Rockenhausen y a Alcey, o pastores que al conducir sus ganados a pacer en la montaña, estremécense ellos y sus perros al estruendo producido por algún abeto secular, que al peso de su vejez rueda a los abismos desconocidos del bosque. Porque, como hemos dicho, los recuerdos del país son lúgubres, y la senda que se extiende al lado opuesto al sitio que antes indicamos en medio de la maleza de la montaña, no ha conducido siempre, según los más valientes y buenos cristianos, al puerto de su salvación.
Probablemente alguno de sus actuales habitantes habrá oído referir a sus ascendientes lo que nosotros vamos a relatar.
El día 6 de mayo de 1770, cuando las aguas del gran río se tiñen de un reflejo blanco matizado de rosa, es decir, en el momento en que para todo el Rhingan se oculta el sol tras la aguja de la catedral de Strasburgo, dividiéndolo en dos hemisferios de fuego, un hombre que venía de Mayenza, después de haber recorrido la distancia que le separaba de la senda, llegó a ella, siguiéndola en tanto fue visible, y después que ésta desapareció, apeóse de su caballo, y tomándole por la brida, atóle al primer árbol de aquella selva pavorosa.
El caballo, inquieto, relinchó.
—Bueno, bueno —dijo el viajero—, cálmate, mi buen Djerid; hemos caminado ya doce leguas, y por lo menos tú has conseguido llegar al término de tu jornada.
Dicho esto, trató de penetrar con la vista la espesura del bosque; pero las sombras eran tan opacas, que sólo podían verse inmensas masas negras destacándose sobre otras más negras todavía, y tan espesas como las primeras.
Después de este inútil esfuerzo, dirigióse el viajero hacia su caballo, cuyo nombre árabe expresaba a la vez su origen y velocidad, y cogiendo con las dos manos la parte inferior de su cabeza, y aproximándola a sus labios:
—Adiós, valeroso caballo —le dijo—, adiós, por si no nos volvemos a ver.
Estas palabras fueron acompañadas de una rápida ojeada que el viajero echó alrededor de sí, como si temiera y al mismo tiempo deseara ser oído.
Sacudió el animal las sedosas crines, hirió fuertemente el suelo con la herradura y relinchó del mismo modo que anunciaba, en los desiertos, la llegada del león.
El viajero hizo un expresivo movimiento de cabeza, acompañado de una sonrisa, como si hubiera querido decir:
—No te equivocas, Djerid; el peligro está próximo.
Pero resuelto sin duda a no combatirlo nuestro desconocido, sacó del arzón dos hermosas pistolas, cuyos cañones se hallaban lujosamente cincelados, y las descargó tirando al suelo la pólvora y las balas.
Concluida esta operación, colocólas nuevamente en su sitio.
No estaba todo hecho.
Llevaba colgada de su cintura una espada con puño de acero, desabrochó el cinturón, y arrollándolo alrededor de ella, colocóla bajo la silla, sujetándola con el estribo, de modo que la punta correspondiese a la ingle del caballo, y el puño al brazuelo.
Terminadas estas extrañas formalidades sacudió el viajero las empolvadas botas, quitóse los guantes, buscó en sus bolsillos, y como hallase unas pequeñas tijeras y un cortaplumas, arrojó ambos objetos por encima de su hombro sin mirar el sitio donde iban a caer.
Después de haber vuelto a pasar la mano por la grupa de Djerid, y de respirar con fuerza como para dar a sus pulmones toda la dilatación posible, trató en vano de encontrar alguna senda y se internó en el bosque.
Pensamos que ésta será la mejor ocasión de dar a nuestros lectores una idea exacta del viajero que hemos presentado ante su vista, y que está destinado a desempeñar un papel muy principal en nuestra historia.
Lesen Sie weiter in der vollständigen Ausgabe!
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