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Mis libros es la apasionante "trastienda literaria" de uno de los escritores más populares de la historia, Arthur Conan Doyle. Nos lleva de la mano por su biblioteca, recomendando libros, recordando pasiones tanto de las obras que ha leído –y que le han formado como creador– como las que él mismo ha escrito. Una amplia colección de ensayos, conferencias y entrevistas con la que repasa sus éxitos literarios, el proceso de escritura de alguna de sus más famosas novelas y cuentos, las lecturas de los clásicos y de algunos escritores más cercanos a su tiempo a los que admira –Stevenson, Wilde, Allan Poe, Scott– y, por supuesto, un apartado especial dedicado a la que fuera su mayor creación y uno de los personajes más famosos del mundo, Sherlock Holmes.
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Seitenzahl: 398
Veröffentlichungsjahr: 2019
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Arthur Conan Doyle
Mis libros
Ensayos sobre lectura y escritura
Traducción de
Arthur Conan Doyle, Mis libros. Ensayos sobre lectura y escritura
Primera edición digital: abril de 2018
ISBN epub: 978-84-8393-624-5
Colección Voces / Ensayo 242
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.
Nuestro fondo editorial en www.paginasdeespuma.com
© De la traducción: Jon Bilbao, 2017
© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2018
Editorial Páginas de Espuma
Madera 3, 1.º izquierda
28004 Madrid
Teléfono: 91 522 72 51
Correo electrónico: [email protected]
Sobre sus libros
Cómo escribo mis libros
Cuando me preguntan por mi sistema de trabajo yo pregunto, a mi vez, a qué trabajo se refieren. He transitado por diversos campos. Pocos hay que no haya visitado. He escrito entre veinte y treinta obras de ficción, libros de historia sobre dos guerras, varios títulos de ciencia paranormal, tres de viajes, uno sobre literatura, varias obras de teatro, dos libros de criminología, dos panfletos políticos, tres poemarios, un libro sobre la infancia y una autobiografía. Para bien o para mal, no creo que haya mucha gente con mayor trayectoria.
En el caso de los relatos breves siempre me ha parecido que, mientras seas capaz de producir el efecto dramático, la exactitud de los detalles importa poco. Nunca he puesto mucho esfuerzo en ello y como consecuencia he cometido errores graves. ¿Qué importancia tiene si consigo atrapar al lector? Reclamo el derecho a trabajar de acuerdo a mis propias condiciones, y así es como obro. Me he tomado libertades en algunas de las historias de Sherlock Holmes. Hay quien me ha señalado, por ejemplo, que en «La aventura de Estrella de Plata», una mitad de los personajes habría acabado en la cárcel y la otra expulsada del hipódromo para siempre. Ese tipo de cosas no me preocupan cuando la historia es, manifiestamente, una fantasía.
La cuestión es otra si la temática es histórica. En este caso, incluso en un relato corto hay que ser exacto. En los relatos del Brigadier Gerard, por ejemplo, hasta los uniformes son correctos. Veinte libros de testimonios de soldados napoleónicos sirven de base a esos relatos.
La exactitud ha de ser incluso mayor en el caso de una novela histórica. Si esta no es un retrato preciso de la época, se convierte en nada más que un libro de aventuras para niños. Mi sistema a la hora de escribir libros como Sir Nigel o Los refugiados fue leer todo lo que encontré sobre la época y copiar en cuadernos cuanto me pareciera representativo. Después clasifiqué el material según los tipos de personajes. Por ejemplo, bajo el epígrafe «Arquero» reunía todo lo referido a la técnica de la arquería, las palabras malsonantes que usaba un arquero, los lugares donde podía haber estado, en qué guerras, etcétera, para luego poder reflejar la época a través de su forma de hablar. Bajo el epígrafe «Monje» recogía lo que tratara sobre vidrieras, iluminación de misales, disciplina, rituales y demás. De este modo, si quería narrar, por ejemplo, una conversación entre un halconero y un armero, podía hacer que cada uno empleara símiles extraídos de su oficio. Todo esto parece una pérdida de tiempo, dado lo efímera que es la crítica literaria hoy en día, pero se trata, ni más ni menos, de la sal que preserva un libro del deterioro. Por esto Sir Walter Scott es insuperable. He vuelto a leerlo hace poco, y comparar su obra con la nuestra es como colocar la fachada del Museo Británico frente a la de un palacio de estuco pintado.
En cuanto a mi horario de trabajo, cuando estoy entusiasmado con un libro soy capaz de trabajar todo el día, haciendo un descanso de una o dos horas por la tarde para pasear o echar la siesta. A medida que me hago mayor voy perdiendo la capacidad de trabajar de manera continuada, pero una vez escribí diez mil palabras de Los refugiados en veinticuatro horas. Fue la parte en que el Gran Monarca debe elegir entre sus dos queridas, y es fruto del trabajo más intenso que yo haya realizado nunca. En dos ocasiones he escrito panfletos de cuarenta mil palabras en una semana, pero en ambos casos me impulsaba una indignación ardiente, que es la mayor de las motivaciones.
Desde que ya no tengo que escribir para mantenerme, no he vuelto a pensar en el dinero a la hora de trabajar. Cuando el trabajo está hecho, el dinero es bienvenido, y es al autor al que le corresponde recibirlo. Pero nunca he aceptado un encargo solo por estar bien pagado; de hecho, rara vez he aceptado encargos. He preferido esperar a tener ideas que me entusiasmasen y no he dicho nada a mi agente ni a mi editor hasta que la labor se encontraba bien avanzada. Estoy convencido de que para un autor este es el mejor procedimiento y el más satisfactorio.
Mis obras de juventud
Está muy bien que el maestro artesano con veinte éxitos a la espalda se detenga a contemplar sus triunfos y a recordar cómo emprendió el camino que lo ha llevado a la fama, pero para el principiante cuyo primer libro está peligrosamente cercano al último resulta una tarea más ingrata. Su pasado pisa los talones al presente, y sus recuerdos, no pulidos aún por el tiempo, probablemente serán demasiado comunes y descarnados. Pese a todo, el tiempo me ayuda a la hora de hablar de lo primero que escribí, hace ya veintisiete años.
Tenía seis años entonces y conservo un recuerdo muy claro de aquel logro. Lo escribí, me acuerdo, en unos folios, con una bonita y pulcra caligrafía, a cuatro palabras por línea; los márgenes contaban con ilustraciones a tinta obra del mismo autor. Aparecían un hombre y un tigre. He olvidado cuál era el protagonista, pero no tiene mucha importancia porque se fundían en un único personaje una vez que el tigre se encontraba con el hombre. Yo era un realista en plena era del romanticismo. Describí en la medida que me fue posible, tanto verbal como pictóricamente, el prematuro fin del viajero. Pero una vez que el tigre lo engulló, empecé a tener problemas para continuar la historia. «Es muy fácil meter a la gente en aprietos y muy complicado sacarlos de ellos», dije, y a menudo he tenido oportunidad de repetirme aquel precoz aforismo de mi infancia. La situación me superaba, y a mi libro, igual que al hombre, se lo acabó tragando el tigre. Conservo un viejo escritorio familiar con cajones secretos, en lo que hay guardados mechones de pelo rizado, negras siluetas, daguerrotipos borrosos y cartas escritas con una tenue tinta de color pajizo. Allí, en alguna parte, yace mi primitivo manuscrito, donde mi tigre, como un barril de múltiples flejes con una cola prendida, continúa albergando al desventurado extranjero al que engulló.
Llegó luego mi segundo libro, no escrito sino contado, pero mucho más ambicioso que el primero. Entre ambos transcurrieron cuatro años, dedicados en su mayor parte a la lectura. Corre el rumor de que, por mi culpa, el comité de una biblioteca se reunió de manera extraordinaria para aprobar una ordenanza según la cual los socios no podían cambiar de libro más de tres veces al día. Incluso con tales limitaciones, gracias a las estanterías bien nutridas que había en mi casa, cumplí los diez años provisto de un bagaje de conocimientos que nunca podría haber adquirido en las aulas.
Creo que no existe en la vida una forma de disfrute más plena, más enriquecedora, que aquella de la que goza el niño con imaginación, quien, pese a no ser dueño de todo su tiempo, se acurruca en un rincón con un libro a sabiendas de que la siguiente hora es suya. ¡Qué vívido y estimulante es todo! Tu corazón y tu alma se trasladan a las praderas y los océanos junto con tu héroe. Eres tú mismo quien actúa, sufre y goza. Empuñas el largo rifle Kentucky de bajo calibre, artífice de portentosas hazañas, o te estiras en la punta de la gavia y un latigazo de la vela te hace caer al Pacífico, donde te aferras a la pata de un albatros y te mantienes a flote hasta que un contramaestre chistoso llega con su tripulación de remeros voluntarios para ponerte a salvo. ¡Cuánta magia hay en ese estremecimiento del corazón y de la mente infantiles! Con poco más de diez años, yo había surcado todos los mares y conocía las Montañas Rocosas tan bien como mi jardín trasero. ¡Cuántas veces había brincado por encima de la espalda del búfalo que embestía contra mí para escapar de él! Era cosa habitual tener que prender fuego a la pradera para salvarme del incendio que se me acercaba por la espalda o descender durante una milla por un arroyo para que los sabuesos perdieran mi rastro. Había domado caballos, había sorteado rápidos, me había puesto los mocasines al revés, con la puntera hacia atrás, para ocultar mi verdadero rumbo, había buceado respirando a través de un junco hueco y fingido estar loco para evitar la tortura. En cuanto a los guerreros indios a los que abatí en combate cuerpo a cuerpo, bastarían para llenar un cementerio de grandes dimensiones, y, por suerte, pese a estar bien curtido en tales lides, nunca sufrí heridas graves y siempre había alguna encantadora y joven squaw dispuesta a curarme. Era más real que la vida real. Desde entonces he tenido la oportunidad de cazar osos auténticos y de arponear ballenas, pero resultó insulso, comparado con la primera vez que lo hice, en compañía del señor Ballantyne y del capitán Mayne Reid.
Llegado el momento, me enviaron a una escuela pública, y de alguna manera mis compañeros descubrieron que sabía más de lo normal de todas aquellas cosas que tanto les interesaban. Fue mi debut como narrador. Una lluviosa tarde en que no teníamos clase me hicieron encaramarme a un pupitre y, ante un público de niños sentados en el suelo, con las piernas cruzadas y la barbilla apoyada en las manos, relaté con voz ronca las desventuras de mis héroes. Semana tras semana aquellos infelices batallaron, se debatieron y gruñeron para diversión del pequeño círculo de oyentes. Me sobornaban con dulces para que prolongara sus esfuerzos, y yo siempre exigía pastelillos, pues lo veía como un puro negocio, lo que demuestra que nací para ser miembro de la Sociedad de Autores. A veces me paraba en seco en un clímax, y solo continuaba si me daban manzanas. Cuando llegaba a «Él sujetó a la chica por sus brillantes rizos, alzó el cuchillo manchado de sangre sobre la cabeza y entonces…» o «Lenta, muy lentamente, la puerta giró sobre las bisagras, y con los ojos dilatados por el horror, el perverso marqués vio…» sabía que tenía al público en mi poder. Y así nació mi segundo libro.
Mi relación con la literatura podrían haber concluido en aquel punto si a principios de la edad adulta no me hubiera encontrado con un buen pero severo maestro: Grandes esperanzas. Me puse a escribir y descubrí, asombrado, que mi trabajo encontraba aceptación. La primera oportunidad me la concedió el Chamber’s Journal, y desde entonces he sentido un cariño especial por esa publicación con cubierta de color mostaza. Cincuenta pequeños cilindros de manuscritos envié a lo largo de ocho años. Trazaban órbitas irregulares alrededor de los editores y, por lo general, volvían como bumeranes de papel al lugar de donde habían partido. Pero con el tiempo todos encontraron acomodo en un sitio u otro. El señor Hogg, de London Society, era uno de mis clientes habituales, y el señor James Payn dedicó unas cuantas horas de su valioso tiempo en animarme a perseverar. A sabiendas de que Payn era uno de los hombres más atareados de Londres, nunca recibí una de sus sagaces, amables y casi ilegibles cartas sin experimentar gratitud y asombro.
La gente parece pensar que existe alguna puerta trasera por la que uno se puede colar en el mundo literario, pero afirmo que yo nunca he tratado con ningún editor antes del momento de hacer negocios con él, y no creo que eso haya ido en mi detrimento. Mi fase de aprendizaje fue larga y complicada. Durante diez duros años de trabajo gané menos de cincuenta libras anuales con la escritura. Me abrieron las puertas en las mejores publicaciones, Cornhill, Temple Bar y en otras; ¿pero de qué sirve cuando las contribuciones han de ser anónimas? Es un sistema que se lo pone muy difícil a los autores jóvenes. Yo he visto, con asombro y orgullo, cómo «El relato de J. Habakuk Jephson», que publicó Cornhill, era atribuido por un crítico tras otro a Stevenson, pero, por mucho que me halagara el cumplido, cualquier aplauso dirigido a mí, aunque hubiera sido mucho más tibio, me habría resultado más útil. Al cabo de diez años trabajando de ese modo yo era tan desconocido como si nunca hubiera mojado la pluma en el tintero. En ocasiones, claro está, el anonimato puede protegerte, no solo robarte el mérito. ¡Es como si estuviera viendo a aquel buen amigo mío que un día, en Londres, corrió hacia mí por la calle agitando un periódico! «¿Has visto lo que dicen de tu relato en Cornhill?», gritaba. «No, no. ¿El qué?». «¡Mira! ¡Mira!». Buscó a toda prisa la página, mientras yo, temblando de nervios pero resuelto a recibir las alabanzas con humildad, atisbaba por encima de su hombro. «El Cornhill de este mes –decía el crítico– publica un relato que haría a Thackeray revolverse en su tumba». Había testigos y el tribunal de Portsmouth es severo con las agresiones, así que mi amigo escapó ileso. Me di cuenta entonces de que la crítica literaria británica ya no era la de antes, se hallaba en un estado lamentable, aunque cuando alguien te da una palmadita en la espalda comprendes que, pese a todo, en la prensa literaria todavía quedan algunas personas inteligentes.
Así descubrí que puedes invertir lo mejor de ti, durante años y años, trabajando para revistas y no obtener ningún beneficio, salvo, por supuesto, los inherentes a la práctica de la escritura. Así que escribí otro libro y lo envié a los editores. ¡Y lo que sucedió fue horrible! No lo recibieron nunca. La oficina de correos envió un sinnúmero de formularios azules diciendo que no sabían nada al respecto y desde entonces nada se ha vuelto a saber del libro. Naturalmente, era lo mejor que había escrito jamás. ¿Qué manuscrito extraviado no lo es? Pero debo confesar honestamente que el impacto que me produjo su desaparición no sería nada comparado con el horror que sentiría si apareciera… publicado. Si un par de mis primeros trabajos también se hubieran perdido en correos, la carga sobre mi conciencia sería más ligera. Aquel se titulaba El relato de John Smith y era de naturaleza personal, social y política. En caso de haberse publicado, seguramente me habría acarreado el descrédito, pues lindaba de manera peligrosa con la calumnia. Por suerte, se perdió, y ese fue el fin de otro de mis primeros libros.
Después empecé una novela sumamente sensacional, cuya escritura acaparó toda mi atención en su momento, aunque no he sabido de nadie más a quien le haya producido el mismo efecto. A modo de disculpa por sus deficiencias, puedo alegar que la escribí en los ratos libres que me dejaba un trabajo exigente aunque mal pagado. Y hay que pasar por algo así y compaginarlo con la labor literaria para saber lo que significa. ¡Cuántas veces me habré alegrado ante la perspectiva de una mañana libre y puesto a la labor o, mejor, lanzado a ella ansioso, a sabiendas de lo valiosas que eran aquellas horas de paz! Entonces entra el ama de llaves portando nuevas lamentables. «El niño de la señora Thurston quiere verlo, doctor». «Que pase», digo, intentando memorizar bien la escena en que estoy trabajando, para retomar el hilo una vez solventado el problema. «¿Qué hay, muchacho?». «Perdón, doctor, madre quiere saber si tiene que tomar la medicina con agua». «Claro que sí, claro que sí». No tiene la menor importancia, pero es mejor responder con decisión. El niño se va, y estoy a punto de terminar la escena cuando de pronto entra de nuevo. «Perdón, doctor, he vuelto a casa y madre se había tomado la medicina sin agua». «Vaya, vaya», respondo. «En realidad no tiene ninguna importancia». El joven sale lanzándome una mirada recelosa, y he avanzado otro párrafo cuando hace aparición el marido. «Parece que ha habido un malentendido con la medicina», dice con frialdad. «En absoluto», digo. «No importa». «Entonces, ¿por qué dijo al niño que había que tomarla con agua?». Y a continuación intento aclarar el asunto y el marido menea la cabeza con gesto de pesimismo. «Mi mujer se siente muy rara», me dice. «Todos nos quedaremos más tranquilos si viene usted a echarle un vistazo». Así que dejo a mi heroína tendida sobre las vías del tren con un expreso lanzado en su dirección y salgo arrastrando los pies, con la certeza de que he perdido otra mañana y de que en mi desafortunada novela quedará otra costura visible al ojo de los críticos. Así fue la génesis de mi sensacional romance, y cuando los editores me escribieron diciendo que no encontraban en él ningún mérito, yo, en el fondo, pensaba lo mismo.
Y a continuación, en circunstancias ya más favorables, escribí Micah Clarke, gracias a que los pacientes se volvieron más manejables y a que yo me había casado y era alguien mejor en todos los aspectos. Al cabo de un año de lecturas y de cinco meses de escritura lo concluí y pensé que ahora disponía de un buen machete con el que abrirme paso en la selva literaria. Y lo intenté, pero lo primero que corté fue uno de mis propios dedos. Envié el libro a un amigo de Londres, cuya opinión tenía yo en gran estima y que trabajaba como lector para uno de los principales sellos editoriales; sentía debilidad por la novela histórica, así que, como es natural, lo disfrutó. Seguidamente el libro pasó por una editorial tras otra, y una tras otra lo rechazaron. Blackwood opinó que la gente no hablaba así en el siglo xvii; Bentley, que su principal defecto era una carencia absoluta de interés; Cassells, que la experiencia demostraba que una novela histórica nunca sería un éxito comercial. Recuerdo fumar sobre el manoseado manuscrito cada vez que este regresaba a mis manos, deseoso de respirar el aire campestre después de otro viaje a la ciudad, y preguntarme qué haría yo si algún editor animoso y temerario me hiciera de pronto una oferta de unos cuarenta chelines por la novela. Se me ocurrió enviarlo a la editorial de los señores Longmans, donde tuvo la buena fortuna de ir a parar a las manos del señor Andrew Lang. Desde aquel día, el camino quedó allanado y, tal como han ido las cosas, he conseguido librarme de la peor faceta del fracaso: que aquellos que han creído en tu trabajo sufran económicamente por culpa de su fe en ti. Se había abierto para mí la puerta del templo de las Musas y ya solo me restaba encontrar algo digno de llevar a su interior.
Mi primer éxito literario
Durante varios años antes de casarme, escribí algunos relatos lo bastante buenos como para venderlos a muy bajo precio –cuatro libras de media– pero no tanto como para reeditarlos. Están repartidos por las páginas de London Society, All the Year Around, Temple Bar, The Boy’s Own Paper y otras publicaciones periódicas. Dejémoslos allí. Cumplieron su propósito de aliviar un poco las cargas financieras que siempre me agobiaban. No creo que haya ganado más de diez o quince libras al año de ese modo, así que la idea de vivir de ello nunca se me pasó por la cabeza. Pero aunque no obtenía beneficios, seguí invirtiendo en mí mismo. Todavía conservo cuadernos con datos de lo más variado que recopilé en aquella época. Es un grave error empezar a vender la carga del barco cuando apenas has estibado algo. Mi lentitud al trabajar y mis limitaciones naturales me permitieron eludir ese peligro.
Después de casarme, no obstante, mi cerebro pareció agudizarse y tanto mi imaginación como mi capacidad de expresarme crecieron notablemente. La mayoría de los relatos que luego aparecieron en El capitán del Polestar los escribí entre 1885 y 1890. Algunos están, quizás, entre lo mejor que he hecho. Algo que me causó gran satisfacción y que me hizo pensar que había dejado de ser un escritorzuelo para pasar a codearme con gentes de más alto nivel fue que James Payn aceptara mi relato «El relato de J. Habakuk Jephson» para Cornhill. Yo reverenciaba esta espléndida revista de larga tradición, donde habían publicado desde Thackeray a Stevenson, y el hecho de que me abriera sus puertas me complació todavía más que el cheque de treinta libras que recibí. El relato se publicó, claro está, de manera anónima –tal era la norma de la revista–, lo que evita insultos al autor pero también le impide cobrar renombre. Un periódico arrancó su crítica con la frase: «Cornhill abre su nuevo número con un relato que haría a Thackeray revolverse en su tumba». Un buen caballero y conocido mío cruzó corriendo la calle para enseñarme el periódico que contenía tan halagadoras palabras. Otra crítica, más piadosa, rezaba: «Cornhill comienza el nuevo año con un muy potente relato donde creemos apreciar la mano del autor de Las nuevas mil y una noches». Fue un gran elogio, aunque palabras más tibias, pero dirigidas a mi persona, me habrían complacido mucho más.
Pronto publiqué otros dos relatos en Cornhill: «La amnesia de John Huxford» y «El anillo de Thoth». También penetré la férrea muralla escocesa de Blackwood con un relato, «La mujer del fisiólogo», que escribí cuando estaba influido por Henry James. Pero eran todavía obras menores, como todas las de aquella época, tan menores que cuando un periódico me envió un grabado en madera y me ofreció cuatro guineas por escribir un relato basado en la imagen, acepté, pero sin sentirme orgulloso de ello. El grabado era muy malo y me temo que el relato estuvo en consonancia. Recuerdo que ambienté un relato en Nueva Zelanda, aunque no se me ocurre por qué escribí sobre un sitio del que no sabía nada. Un crítico neozelandés observó que yo había ubicado la granja donde se desarrollaba la historia noventa millas no sé si al este o al oeste de la ciudad de Nelson, y que en ese caso se encontraría en el lecho del océano Pacífico, a veinte millas de la costa. Esas cosas suceden. Hay veces en que la precisión es necesaria y otras en que la idea lo es todo y la localización precisa pierde importancia.
Alrededor de un año después de casarme me di cuenta de que podría seguir escribiendo relatos para siempre sin llegar a progresar nunca. Para conseguir esto hace falta que tu nombre aparezca en la portada de un libro. Solo así puedes proclamar tu individualidad y recibir todo el crédito o el descrédito que tu obra merece. Desde 1884 venía trabajando en un sensacional libro de aventuras que titulé La empresa Girdlestone, que suponía mi primera tentativa de narración larga. Con la excepción de algunos fragmentos, es un libro sin valor y, como el primer libro de cualquiera, salvo que sea un gran genio, era deudor en demasía de la obra de otros autores. Era consciente de ello entonces y lo soy incluso más ahora. Cuando se lo envié a los editores y lo menospreciaron, coincidí en buena medida con su parecer y, al cabo de unos cuantos viajes a la ciudad, acabé por abandonar el desaliñado manuscrito en el fondo de un cajón.
Me sentía capaz ahora de hacer algo más fresco, más atractivo y de mayor calidad. Émile Gaboriau siempre me había atraído por lo bien trabado de sus tramas, y el señor Dupin, el gran detective de Poe, se contaba entre mis héroes desde la infancia. ¿Pero podría yo aportar algo nuevo? Me acordé de mi antiguo profesor Joe Bell, de su cara aguileña y su curiosa forma de ser, de su escalofriante habilidad para captar todos los detalles. Si él fuera detective seguramente transformaría ese oficio fascinante pero desorganizado en algo más próximo a una ciencia exacta. Yo trataría de conseguir ese efecto. Era posible hacerlo en la vida real, ¿así que por qué no podría conseguirlo en la ficción? Está bien decir que alguien es inteligente, pero el lector quiere ejemplos de ello, ejemplos como los que Bell nos ofrecía a diario en el aula. Me divertía la idea. ¿Cómo llamaría al personaje? Aún conservo la hoja de cuaderno donde anoté varios nombres posibles. Rechacé la práctica simplista de hacer que el nombre proporcione una idea de cómo es el personaje y bautizarlo como señor Sharps –Agudo– o señor Ferrets –Hurón–. Primero se llamó Sherringford Holmes; luego, Sherlock Holmes. Él no podía narrar sus aventuras, así que necesitaba un comparsa que además sirviera de contraste: un hombre de acción pero instruido, de manera que pudiera acompañarlo en las peripecias así como contarlas. Para este hombre sin asomo de ostentación necesitaba un nombre común, gris. Watson serviría. Ya tenía las marionetas, y con ellas escribí Estudio en escarlata.
Sabía que el libro era lo mejor de lo que yo era capaz, y albergaba muchas esperanzas. Cuando Girdlestone volvía a casa con la precisión de una paloma mensajera, me fastidiaba pero no me sorprendía, porque comprendía la decisión de los editores. Pero cuando mi librito de Holmes empezó a también a viajar atrás y adelante, me dolió, porque sabía que se merecía un destino mejor. James Payn lo aplaudió pero lo encontró demasiado corto y al mismo tiempo demasiado largo, en lo que llevaba bastante razón. Arrowsmith lo recibió en mayo de 1886 y lo devolvió en julio sin haberlo leído. Dos o tres le echaron un vistazo y lo desecharon. Al final, como Ward, Lock & Co. estaba especializada en literatura popular y a menudo muy buena, se lo envié.
Querido señor, hemos leído su libro y nos ha gustado. No podríamos publicarlo este año porque en estos momentos el mercado se halla inundado de literatura popular, pero si no encuentra usted inconveniente en que no aparezca hasta el año que viene, le ofreceremos veinticinco libras por los derechos.
Afectuosamente,
Ward, Lock& Co.
30 de octubre de 1886
No era una oferta muy tentadora, así que, pese a mi pobreza, dudé en aceptarla. No fue solo por lo bajo de la suma ofrecida sino por la larga espera, dado que confiaba en que aquel libro me sirviera para abrirme camino. Sin embargo, estaba cansado de rechazos y pensé que quizás lo más inteligente fuera asegurarme la publicación, aunque tuviera que esperar. Así que acepté y el libro se convirtió en el Beeton’s Xmas Annual de 1887. Nunca he recibido ni un penique más por él.
Teniendo por delante una prolongada espera hasta la aparición del libro y con la cabeza bullendo de ideas, decidí someter mis capacidades a una prueba definitiva, y para este fin elegí una novela histórica; me parecía una forma de combinar cierta dignidad literaria con la clase de escenas de acción y aventura, tan del gusto de mi mente joven y apasionada. Siempre había sentido simpatía por los puritanos, quienes, al margen de sus particularidades, representaban la libertad política y la seriedad religiosa. Por norma, la ficción y el arte los habían caricaturizado. Ni siquiera Scott los había mostrado como en realidad eran. Macaulay, que siempre había sido para mí una fuente de inspiración, era el único que los había comprendido: melancólicos luchadores armados con biblias y sables. Tiene un pasaje grandioso –no lo cito literalmente– donde dice que, después de la Restauración, si te encontrabas con un carretero más inteligente que sus compañeros de oficio, o con un granjero que labrara la tierra mejor que los demás, era probable que tuvieras delante a un antiguo piquero de Cromwell. Esa fue, pues, mi inspiración para Micah Clarke, donde me lancé al amplio territorio de la aventura. Era ducho en historia pero dediqué varios meses a documentarme sobre los detalles, tras lo que escribí el libro bastante rápido. Hay fragmentos, como la descripción de la familia puritana y el bosquejo del juez Jeffreys, que siguen estando entre lo mejor que he hecho. Cuando lo terminé, a principios de 1888, y el libro comenzó sus viajes, yo albergaba muchas esperanzas.
Pero, lamentablemente, aunque mi librito de Holmes ya había salido y recibido algún que otro comentario favorable, la puerta seguía cerrada. James Payn fue el primero a quien se lo envié, y su carta de rechazo empezaba diciendo: «¡Cómo, por qué razón, desperdicia usted su tiempo y su talento escribiendo novelas históricas!». Resultó deprimente, al cabo de un año de trabajo. Después llegó el veredicto de Bentley: «En nuestro parecer, carece del único requisito indispensable para la ficción: el interés; y siendo este el caso, no creemos que pueda llegar nunca a ser popular en las bibliotecas ni para el público en general». Luego le tocó el turno a Blackwood: «Hay imperfecciones que dificultan que sea un éxito. Las posibilidades de que el libro tenga buenas ventas no son tan altas como para justificar la publicación». Hubo otras respuestas incluso más deprimentes. Yo estaba a punto de enviar el manoseado manuscrito al asilo, junto con su maltrecho hermano Girdlestone cuando, en un último intento, lo mandé a Longmans, cuyo lector, Andrew Lang, lo disfrutó y recomendó que se publicara. Es a «Andrew, el del cabello sucio», como lo llamó Stevenson, a quien debo mi verdadero debut, y nunca no lo he olvidado. El libro salió en febrero de 1889 y pese a que no fue un bombazo tuvo reseñas extraordinariamente buenas, incluyendo una en exclusiva firmada por el señor Protheroe en Nineteenth Century, y se ha seguido vendiendo hasta el día de hoy. Era la piedra angular sobre la que podría alzarse algo similar a la reputación literaria.
La literatura británica estaba muy de moda en Estados Unidos en aquella época por la sencilla razón de que no había copyright y no tenían que pagar por ella. Para los autores británicos era una situación difícil, pero más aún lo era para los estadounidenses, al verse enfrentados a tan apabullante competencia. Como todos los pecados nacionales, acabó tra- yendo su castigo, no solo para los autores estadounidenses, que no tenían culpa alguna, sino para los editores, dado que lo que pertenece a todos, en la práctica no le pertenece a nadie, y si hacían una buena edición, tenían que venderla casi regalada. Algunas de las primeras ediciones estadounidenses de mis libros están impresas en un papel como el que usan los tenderos para hacer paquetes. Algo positivo, no obstante, desde mi punto de vista, era que un autor británico, si valía algo, podía cobrar allí cierto reconocimiento y luego, cuando se aprobara el acta del copyright, tendría a los lectores esperándolo. Mi novela de Holmes disfrutó de algún éxito en Estados Unidos y al poco tiempo recibí la noticia de que un agente de Lippincott’s Monthly Magazine estaba en Londres y quería que nos viéramos para llegar a un acuerdo sobre un libro. Sobra decir que me tomé un descanso de mis pacientes durante lo que quedaba de día y me apresuré a asistir al encuentro.
Con anterioridad, solo me había asomado una vez a los círculos literarios. Fue cuando Cornhill se convirtió en una publicación con ilustraciones, un experimento que fracasó a causa de su precipitado abandono. La nueva etapa se celebró con una cena en el Ship, en Greenwich, a la que me invitaron por mis breves colaboraciones con la revista. Estaban allí todos los autores y artistas, y recuerdo la reverencia con que me acerqué a James Payn, quien era para mí el guardián de la puerta sagrada. Fui uno de los primeros en llegar y me dio la bienvenida el señor Smith, director de la publicación, que me presentó a Payn. Yo admiraba casi todo cuanto él había hecho y esperé con expectación las primeras palabras que salieran de su boca. Había una ventana abierta y preguntó por qué demonios no la cerraban. Debo decir, sin embargo, que mi experiencia futura me demostró que no hay en el mundo nadie más ingenioso ni encantador. Aquella noche me senté junto a Thomas Anstey Guthrie, que acababa de obtener un muy merecido éxito con su novela Viceversa, y me presentaron a otras celebridades, así que volví a casa levitando.
Ahora, por segunda vez, me veía en Londres tratando con el mundo literario. Stoddart, el americano, resultó ser un tipo estupendo, y a nuestra cena asistieron otras dos personas: Gill, un muy simpático miembro del Parlamento irlandés, y Oscar Wilde, que ya era famoso como maestro del esteticismo. Fue una velada maravillosa. Para mi sorpresa, Wilde había leído Micah Clarke y me dedicó comentarios entusiastas, así que no me sentí del todo fuera de lugar. Su conversación me causó una impresión indeleble. Wilde nos superaba a todos, y aun así tenía la habilidad de parecer interesado en cuanto decíamos. Su comportamiento y sus opiniones eran exquisitos, pese a que el monologuista, por mucho que sea su ingenio, en el fondo nunca puede ser un caballero. Con él, todo era un toma y daca, pero lo que daba era único. Entre sus rasgos característicos estaban el ser preciso en sus comentarios de una manera fuera de lo normal, un delicado sentido del humor y un surtido de pequeños gestos con que ilustrar lo que quería decir. El efecto no se puede reproducir, pero recuerdo que, mientras hablábamos sobre cómo serían las guerras en el futuro, él dijo: «Un químico de cada bando se acercará a la frontera con una botella». Su expresión y su mano alzada evocaban una imagen vívida y grotesca. Sus anécdotas, asimismo, eran oportunas y curiosas. Discutíamos ese cínico dicho según el cual la buena suerte de nuestros amigos nos hace descontentos. «El demonio –dijo Wilde– atravesaba una vez el desierto de Libia y se topó con un grupo de secuaces suyos que estaban tentando a un santo eremita. El hombre ignoraba fácilmente sus maléficas sugerencias. El demonio vio cómo fracasaban una vez tras otra y se adelantó para darles una lección. “Lo que estáis haciendo es demasiado tosco”, dijo. “Permitidme a mí”. A continuación susurró al santo: “Tu hermano acaba de ser nombrado obispo de Alejandría”. Unos celos incontenibles ensombrecieron al instante la serena faz del eremita. “Esta –dijo el demonio a sus subordinados– es la estrategia que os recomiendo”».
El resultado de la velada fue que tanto Wilde como yo prometimos escribir sendos libros para Lippincott’s Monthly Magazine; la aportación de Wilde fue El retrato de Dorian Grey, un libro que está en un plano moral más elevado, mientras que yo escribí El signo de los cuatro, donde Holmes hizo su segunda aparición. Debo añadir que en mi conversación con Wilde no vi ni un asomo de tosquedad; nadie, por aquel entonces, lo asociaría con ese rasgo. Solo coincidí con él otra vez, muchos años después, y entonces me pareció que estaba loco. Recuerdo que me preguntó si había visto una obra de teatro suya que en ese momento estaba en los escenarios. Respondí que no. Dijo: «Ah, tiene usted que ir a verla. Es maravillosa. ¡Es genial!». Lo dijo con la mayor seriedad posible. Nada más alejado de la caballerosidad de antaño. Pensé entonces, y sigo haciéndolo, que el monstruoso comportamiento que causó su ruina era patológico, y que el lugar donde debía tratarse no era tanto una sala de justicia como un hospital.
Cuando su breve novela se publicó, le escribí para transmitirle mi opinión. Su carta de respuesta merece citarse, pues muestra al Wilde auténtico. Omito la parte inicial, donde comenta mi trabajo en términos en exceso generosos.
Entre la vida y yo siempre se interpone una niebla de palabras. Doy la espalda a lo probable a cambio de una buena frase, y la oportunidad de un epigrama me hacer renunciar a lo verosímil. Pese a todo, aspiro a hacer arte, y me complace mucho que considere usted que mi tratamiento del tema es sutil y artístico. Los periódicos me parecen escritos para solaz de los filisteos. No entiendo cómo califican Dorian Grey de inmoral. La dificultad contra la que luché fue mantener la moral inherente subordinada al efecto artístico y dramático, y aun así me parece que la moral es muy obvia.
Animado por el amable recibimiento que los críticos dedicaron a Micah Clarke, me lancé a otra empresa todavía más audaz y ambiciosa. Me parecía que el reinado de Eduardo III constituía la época más grandiosa de la historia de Inglaterra, una época en que tanto el rey francés como el escocés estaban prisioneros en Londres. Tal situación se logró principalmente gracias a la labor de una serie de hombres renombrados en toda Europa pero que no habían encontrado reconocimiento en la literatura inglesa, porque aunque Scott trató con su inimitable estilo al arquero inglés, lo mostró más como un forajido que como un soldado. Yo tenía, además, algunas opiniones personales sobre la Edad Media y estaba deseoso de exponerlas. Me hallaba familiarizado con Froissart y Chaucer, así que era consciente de que los célebres caballeros de antaño no eran, ni mucho menos, como los atléticos héroes de Scott. Así surgieron dos de mis libros: La compañía blanca, escrito en 1889, y Sir Nigel, que escribí catorce años después. De los dos, creo que el segundo es mejor, pero no vacilo al decir que con la suma de ambos alcancé mi objetivo: realizar un retrato veraz de aquella gran época, y que, considerados como una sola obra, constituyen el trabajo más completo, satisfactorio y ambicioso que haya hecho. Al final todo recibe el reconocimiento que se merece, pero creo que si nunca hubiera creado a Holmes, que emborronó otros trabajos superiores, mi posición literaria en la actualidad sería más alta. El trabajo requería mucha documentación y aún conservo cuadernos repletos de información de toda clase. Cultivo un estilo sencillo y evito las palabras largas en la medida de lo posible, y puede que esa llaneza haya llevado en ocasiones a que los lectores subestimen toda la documentación que hay detrás de mis novelas históricas. No es algo que me preocupe, no obstante; siempre he creído que al final suele hacerse justicia, y que el verdadero valor de una obra nunca se pierde para siempre.
Recuerdo que al escribir las últimas palabras de La compañía blanca experimenté un ataque de júbilo, grité: «¡Lo he acabado!» y lancé la pluma a la otra punta de la habitación, donde dejó un manchón negro en el papel de la pared, de color huevo de pato. Estaba convencido de que el libro perviviría y serviría para iluminar nuestras tradiciones nacionales. Ahora, al cabo de cincuenta ediciones, puedo decir con modestia que mi predicción fue acertada. Fue el último libro que escribí mientras ejercí la medicina en Southsea y marca el final de una época de mi vida; ahora puedo recordar con placer mis últimos años en Bush Villa, antes de lanzarme a una nueva existencia. Solo añadiré que Cornhill aceptó La compañía blanca, pese a la opinión de James Payn sobre las novelas históricas, y que vi satisfecha otra ambición personal cuando la novela se publicó serializada en la famosa revista.
Por aquel entonces arrancó para mí otra fase en la práctica médica, al verme incorporado de pronto al ejército británico. Las operaciones en el este habían drenado el Servicio Médico, por lo que se tomó la decisión de que los médicos civiles se enrolaran de modo temporal para prestar servicio unas horas al día. La paga era de una guinea diaria y fuimos muchos los que nos presentamos voluntarios para las pocas plazas que había. Cuando la junta de selección me convocó, un viejo médico del ejército de mirada fiera me soltó: «Y usted, señor, ¿qué es capaz de hacer?», a lo que respondí: «De todo». Por lo visto los demás habían puesto condiciones a su desempeño, así que mi respuesta directa me ganó el puesto.
Así llegué a tratar con el médico de la mirada fiera, que resultó ser Sir Anthony Home, merecedor de la Cruz de la Victoria, honor que ganó en la Rebelión India. Era nuestro más alto superior, y como cuanto decía y hacía era tan fiero como su apariencia, tenía a todos aterrorizados. Una vez dije a un ordenanza que extrajera un diente a un hombre, sabiendo que él era mucho mejor dentista que yo. Ya me iba a casa cuando un soldado me dijo, nervioso, que al sargento Jones le estaba juzgando una corte marcial y que iba a perder los galones por haber realizado una pequeña operación. Fui corriendo y entré en la sala, donde Sir Anthony atemorizaba con sus miradas al pobre infeliz, mientras otros ordenanzas esperaban su turno. La mirada de Sir Anthony saltó a mí cuando dije que lo que había hecho el sargento fue por orden expresa mía. Parecía un viejo de lo más desagradable, pero cuando poco después me casé, me envió una encantadora carta deseándome buena suerte. Hasta entonces todo cuanto había recibido de él eran fruncimientos de sus pobladas cejas, así que me sentí gratamente sorprendido. Poco tiempo después la presión cesó y a los civiles nos despacharon.
Aventuras teatrales
Después de casarme, mi trabajo se centró durante unos años en el teatro principalmente, y aunque no era muy lucrativo al menos nos proporcionó diversión y emociones en abundancia. En el caso de un proyecto en particular, hubo incluso demasiadas emociones, aunque al final todo acabó bien. Yo había adaptado para el teatro mi novela Rodney Stone, con el título de La casa de Temperley, incluyendo todas las escenas en el ring y los combates por el título, con un estilo de lo más realista. Teníamos un excelente instructor de boxeo, que interpretó un papel secundario y entrenó a los demás actores hasta que adquirieron una destreza notable. Tan realista fue el resultado que la noche del estreno, cuando Berks, el matón, después de un largo combate, cayó a la lona víctima de un precioso uppercut, todo el teatro soltó un gemido que venía a decir: «Vaya, habéis matado a un hombre para nuestra diversión». Quedó muy bien; yo nunca habría pensado que escenas así se podían fingir con tanta verosimilitud, aunque los actores no siempre salían impunes; Rex Davies, que interpretaba a Gloucester Kid me dijo que había perdido un diente y se había roto un dedo y una costilla en su pelea. La obra era irregular pero las escenas buenas eran tan novedosas y espectaculares que debería haber sido un gran éxito. No encontré a ningún manager que asumiera el riesgo, así que yo mismo alquilé el teatro Adelphi por seis meses, a lo que había que sumar las seiscientas libras semanales para la compañía. Si añadimos las dos mil libras de producción, queda claro que estaba poniendo mucho en juego.
Y la suerte no estuvo de nuestro lado. La moda del boxeo aún no había empezado. Las señoras no querían ir, imaginando que sería un espectáculo brutal. Las que asistieron salieron más que entusiasmadas, pero el prejuicio seguía pesando en nuestra contra. Vino luego una de esas malas rachas en el teatro en las que todo sale mal, y por último el rey Eduardo falleció y eso acabó de mandarlo todo al traste. La situación era muy seria. Yo seguía teniendo alquilado el teatro. Podía subarrendarlo. Si no lo hacía, el gasto sería sencillamente ruinoso.
En tales circunstancias, como ya he contado en otra ocasión, escribí y ensayé La banda de lunares en tiempo récord, y conseguí salvar la situación. El principal fallo de esa obra fue que, al tratar de dar a Holmes un antagonista que estuviera a su altura, fui demasiado lejos y el villano acabó siendo más interesante que él. El pésimo final también jugó en su contra. Sin embargo, tuvo un éxito considerable y nos salvó de una situación difícil, casi desesperada.
Otra de mis aventuras teatrales fue Fuegos del destino, obra con algunos de los mejores momentos que yo haya escrito para el escenario. No tuvo suerte porque se representó en un verano muy caloroso. Corrí personalmente con los gastos durante los dos insufribles meses de vacaciones, pero cuando Lewis Carter, que interpretaba al héroe, regresó de una gira por provincias, optó por hacer otra obra y mis Fuegos nunca llegaron a prender. A veces pienso que todavía podrían hacerlo si se les diera la oportunidad. Yo mismo me dirigí la obra, con resultados curiosos. Hay convenciones en el teatro que solo puede saltarse alguien que no sea del oficio. Había una escena en que unos árabes maltrataban con brutalidad a un grupo de turistas indefensos, hombres y mujeres. Di a los árabes látigos y porras falsos e hice que se ensañaran con los pobres viajeros. El efecto fue realista y aterrador. Un amigo de mi hermano, un joven oficial galés, merecedor de la Cruz de la Victoria y de la Orden de Servicio Distinguido, asistió a la obra y se sentó en primera fila del patio de butacas. El espectáculo le afectó tanto que a punto estuvo de trepar al escenario para ayudar a los desvalidos turistas. El final de ese acto, cuando la columna de prisioneros ensangrentados se aleja y se oye la cantinela monótona de los árabes mientras marchan, y Lewis Waller, al que habían abandonado dándolo por muerto, se alza a duras penas sobre un codo y hace señas hacia la otra orilla del Nilo en petición de ayuda, todo el teatro se puso en pie. Momentos así proporcionan al autor teatral una satisfacción personal que ni el más exitoso de los novelistas puede experimentar nunca. No hay mayor placer, si estas orgulloso de tu trabajo, que sentarte en la oscuridad de un palco y mirar no la obra sino al público.
Hubo otra aventura dramática, Brigadier Gerald, que también tuvo un moderado éxito. En realidad, no he tenido fracasos en el teatro, con la excepción de la desafortunada Jane Annie. Lewis Waller interpretó al brigadier, encarnando a un gallardo y espléndido húsar. Fue una interpretación sublime. En esta obra también me salté alguna convención escénica. Había un grupo de oficiales húsares, los restos de un regimiento que había participado en la última campaña de Napoleón. Cuando llegó la prueba de vestuario me los enc