Novia a la fuerza - Louise Fuller - E-Book
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Novia a la fuerza E-Book

Louise Fuller

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Beschreibung

¿Prefieres a la policía o a mí? Daisy Maddox, actriz en paro, era capaz de cualquier cosa por su hermano, incluso de entrar a escondidas en un despacho a devolver el reloj que este le había robado al millonario Rolf Fleming. Al ser sorprendida por él, Daisy había quedado completamente a su merced. Lo que Rolf necesitaba era una esposa para poder cerrar un trato. Y aquello fue lo que le pidió, que se casase con él. Arrastrada al mundo de Rolf, Daisy se vio inmersa en un laberinto de emociones. Con cada beso, fue bajando la guardia y dándose cuenta de que el chantaje de Rolf tenía inesperadas y placenteras ventajas.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Louise Fuller

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Novia a la fuerza, n.º 2575 - septiembre 2017

Título original: Blackmailed Down the Aisle

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-521-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

HABÍA mucho ruido y mucha gente, y hacía calor.

Todo el mundo bailaba, reía, se divertía en la fiesta. Todo el mundo menos Daisy Maddox, cuyo pelo rubio brillaba bajo las luces parpadeantes. Se apoyó en una pared y estudió el salón.

No había otro lugar en el mundo tan vibrante como Manhattan a medianoche. Ni ningún otro sitio tan glamuroso como Fleming Tower, el rascacielos de acero y cristal que pertenecía al jefe de su hermano David, Rolf Fleming, un magnate dedicado al negocio inmobiliario y el anfitrión de aquella fiesta.

Daisy suspiró. Era una fiesta estupenda.

¡Para los que hubiesen ido de invitados!

Contuvo un bostezo y bajó la vista a su uniforme. Como camarera, era solo un trabajo más. Un asco de trabajo, por muy bonito que fuese el lugar. Por muy atractivos que fuesen los invitados.

Miró al joven que llevaba toda la noche rondándola.

Era delgado, moreno y encantador, exactamente su tipo. En circunstancias normales habría coqueteado un poco con él, pero esa noche, no.

–¡Venga! –le dijo él sonriendo–. Por una copa de champán no va a pasar nada.

Joanne, otra de las camareras, que estaba detrás de él, puso los ojos en blanco.

Daisy espiró lentamente. Había llegado a casa de su hermano seis meses antes con la esperanza de triunfar en Broadway, pero, como era habitual en su vida, nada había salido como había planeado. Y sus sueños se habían perdido en una deprimente espiral de audiciones y negativas. No obstante, sus años en la escuela de arte dramático siempre le servían para algo. Puso gesto de decepción y esbozó una sonrisa.

–Te lo agradezco, Tim, pero no puedo. Como te he dicho antes, no bebo mientras trabajo.

–No me llamo Tim, me llamo Tom. Venga. Solo una copa. Te prometo que no se lo contaré a nadie –insistió él–. De todos modos, el gran jefe no está aquí.

Rolf Fleming. «El gran jefe». Daisy pensó en su rostro guapo, frío, con gesto de desdén en la fotografía que aparecía en la web de su empresa, y se le aceleró el corazón. Aquello era cierto. A pesar de que la fiesta tenía lugar en su edificio y era para sus trabajadores, Rolf no había asistido.

Se rumoreaba que aparecería por allí sin avisar. Alguien había asegurado que ya lo había visto en el vestíbulo, pero Daisy sabía que no iba a ir. Rolf Fleming estaba en Washington, trabajando, y cuando regresase se habría terminado la fiesta.

«Y no solo la fiesta», pensó, mirando el reloj que había colgado de una pared.

–¿Trabajas para él?

Sorprendida, se giró y vio que Joanne estaba mirando a Tom con curiosidad.

Él asintió.

–Sí, desde hace más o menos un año.

–¿De verdad? –preguntó Joanne–. Es muy, muy guapo. ¿Cómo es como persona?

La pregunta iba dirigida a Tom, pero Daisy tuvo que morderse la lengua para no responder en su lugar. Después de haberse pasado horas buscando información en Internet, lo sabía casi todo de Rolf Fleming. Aunque en realidad no hubiese mucho que saber. Daba pocas entrevistas y, salvo por las fotografías en las que aparecía acompañado de modelos y chicas ricas, había poca información acerca de su vida privada.

Tom se encogió de hombros.

–No trato mucho con él, pero en lo relativo a los negocios es una fiera. Y siempre consigue a las chicas más deseadas.

Frunció el ceño.

–También da un poco de miedo. Quiero decir, que trabaja como un loco y quiere tenerlo todo bajo control. Siempre está al tanto de lo que ocurre… hasta del más mínimo detalle. Y está obsesionado con la sinceridad.

Hizo una pausa y frunció el ceño.

–En una ocasión, estábamos en una reunión y alguien intentó ocultarle algo… Os puedo asegurar que es mejor no sacar su lado más oscuro.

A Daisy se le hizo un nudo en el estómago.

Las palabras de Tom le confirmaban lo que David ya le había dicho. Rolf Fleming era un hombre despiadado, adicto al trabajo, mujeriego y que tenía fobia al compromiso. En resumen, una versión exagerada de Nick, su ex, y el tipo de hombre que ella detestaba.

Levantó la vista y le dio un vuelco el corazón al ver la hora que marcaba el reloj. Casi se había terminado su turno y, por una vez, no se sentía aliviada. Aquella noche era la primera vez, y ojalá fuese la última, que tendría que escoger entre romper una promesa o infringir la ley.

–¿Te encuentras bien? –le preguntó Joanne–. Tienes mala cara.

Daisy tragó saliva. No se encontraba bien. Solo de pensar en lo que estaba a punto de hacer, sentía náuseas.

Esbozó una sonrisa.

–Sé que estamos en la ciudad que no duerme jamás, pero a veces me gustaría que todo en Nueva York se terminase antes.

–Mira… –le dijo Joanne, mirando a su alrededor y bajando la voz–. ¿Por qué no te vas a casa? Yo me ocuparé de todo.

Daisy negó con la cabeza.

–Solo estoy cansada. Y no quiero dejarte tirada…

–No te preocupes. Y deja de fingir que te encuentras bien.

Daisy dudó. Odiaba mentirle a su amiga, pero no podía contarle la verdad.

Con el corazón encogido, recordó a su hermano, David, llorando cuatro días antes. Después de mucho insistir, él había terminado confesándole que tenía un problema de adicción al juego.

Daisy se estremeció. Las deudas de David eran el menor de sus problemas. Aquel mismo día, al entrar a dejar unos documentos en el despacho de Rolf Fleming, David había visto que había un reloj en el suelo. Y no un reloj cualquiera, sino un reloj de diseño. Y se había agachado y lo había tomado, pensando que podría venderlo y saldar así sus deudas.

De vuelta a casa, se había dado cuenta de lo que había hecho y se había venido abajo. Así que Daisy le había prometido que ella devolvería el reloj.

Levantó la vista e hizo una mueca.

–Es cierto que me siento un poco rara. Tal vez sea mejor que me marche ya. Gracias, Jo. Eres la mejor.

Joanne asintió.

–Sí, pero no me des las gracias tan pronto. Voy a necesitar que me sustituyas el martes –le respondió–. Cam me ha invitado a cenar. Llevamos seis meses juntos.

Mientras avanzaba entre la multitud, Daisy pensó que a ella también le habría encantado salir a cenar con su novio.

Pero para eso precisaba un novio.

Y Nick la había dejado cinco semanas antes.

Abatida, bajó la cabeza mientras esperaba el ascensor.

Pensó que todos los hombres eran egoístas y mentirosos. O tal vez ella no supiese elegir bien. En cualquier caso, estaba harta. Lo que iba a hacer era disfrutar de su soltería.

Metió la mano en el bolsillo delantero del delantal y sacó una tarjeta, estudió la fotografía de su hermano. Por suerte, tenía a David. Él la ayudaba a ensayar cuando tenía una audición, e incluso le había encontrado aquel trabajo de camarera.

La luz del ascensor se puso verde y las puertas se abrieron.

Le debía mucho a su hermano.

Y había llegado el momento de compensarlo.

Le temblaban las manos, pero podía hacerlo.

David la estaba esperando abajo, en el vestíbulo, y solo de pensar en su gesto de alivio cuando la viese le hizo dar un paso al frente.

Una vez dentro del ascensor sintió pánico, pero cuando las puertas volvieron a abrirse salió al pasillo.

David le había dicho cuál era el despacho de Rolf y ella atravesó la zona de recepción hasta llegar a una puerta de madera. Le resultó extraño que no hubiese una placa con el nombre, pero se dijo que Rolf Fleming no la necesitaba.

Tuvo la sensación de que entraba en la guarida de un león, pero levantó la barbilla, puso los hombros rectos y se dijo que el león no estaba allí. Y que, cuando volviese, ella se habría marchado.

Respiró hondo, insertó la tarjeta y abrió la puerta.

Todo estaba en silencio, a oscuras. Salvo por las luces que entraban por el ventanal. Rolf Fleming debía de tener las mejores vistas de la ciudad.

–¡Ay!

Se había dado un golpe en la rodilla con algo duro, pero enseguida se olvidó del dolor al darse cuenta de que algo se movía, alargó las manos para impedir que se cayese un objeto, pero no lo pudo evitar. Se oyó un estruendo.

–¡Muy bien, Daisy! –murmuró entre dientes.

Se frotó la rodilla y, de repente, se quedó inmóvil al oír pasos al otro lado de la puerta.

Los pasos se detuvieron y a ella se le aceleró el corazón de tal manera que pensó que se le iba a salir del pecho.

La puerta se abrió y ella se quedó inmóvil con la esperanza de que, fuese quien fuese, no la viera, pero sus esperanzas se hicieron añicos cuando una voz fría y brusca rompió el silencio.

–He tenido un día muy largo, así que espero, por su bien, que tenga una buena explicación…

Daisy parpadeó. Se suponía que Rolf Fleming estaba en Washington.

Pero, salvo que estuviese alucinando, se encontraba allí.

Y lo que más la sorprendió fue que, en persona, fuese tan guapo.

Se dijo que no era su tipo. Era demasiado rubio, demasiado sereno, demasiado calculador. Debía de ser el efecto sorpresa lo que hacía que lo estuviese mirando tan fijamente.

Tenía la piel dorada, la mandíbula marcada y el pelo corto, rubio, parecía más un gladiador romano que un multimillonario. Lo único que lo delataba era el traje oscuro, y evidentemente muy caro, que llevaba puesto.

Sus ojos, que también estaban clavados en ella, eran increíbles, brillantes, verdes, pero era su boca lo que más la impactó. Una boca que Daisy podía imaginarse sonriendo sensualmente…

Pero en esos momentos no sonreía. Tenía los labios apretados y todo su cuerpo desprendía hostilidad. Ella miró con nerviosismo a su alrededor, buscando una salida, pero no la había.

Estaba atrapada.

–Puedo… explicarlo –balbució.

–Pues te sugiero que empieces a hacerlo. Sé breve y concisa. Como ya he dicho, he tenido un día muy largo… Daisy.

Dijo su nombre con suavidad, como si se tratase casi de un término cariñoso, y ella tardó un momento en darse cuenta de que sabía quién era. Abrió los ojos muy sorprendida y vio que él bajaba la vista a la placa que llevaba prendida de la camisa.

–Así que te llamas así. Pensé que le habías robado eso a alguna pobre y desdichada camarera de la fiesta.

Ella levantó la mano instintivamente y tocó la placa.

–No, me llamo Daisy y, para su información, solo soy una pobre camarera. Por eso estoy aquí.

Lo miró a los ojos. Metió la mano en el bolsillo del delantal y tocó la tarjeta de su hermano; sintió que tenía que protegerlo.

–Estaba trabajando en la fiesta y hacían falta más servilletas, pero me equivoqué de botón al entrar en el ascensor…

Rolf cerró la puerta y se acercó a ella.

–Te he dicho que fueras breve, pero tenía que haber añadido que dijeras la verdad. Por favor, no me insultes con tus mentiras…

Daisy sintió que las paredes del despacho se encogían a su alrededor. Rolf dominaba todo el espacio, pero ella no podía permitir que la dominase también. Si lo hacía, se sabría la verdad y le arruinaría la vida a David.

–No es el único que ha tenido un día muy largo –replicó–. Llevo horas de pie y también estoy cansada. Por eso he cometido un error.

Él sacudió la cabeza.

–Entrar en un lugar sin permiso no es cometer un error, y cualquier juez estaría de acuerdo conmigo –respondió él–. Dime qué haces en mi despacho a la una menos cuarto de la mañana.

–No sabía que fuese su despacho –le dijo ella–. De hecho, ni siquiera sé quién es usted.

Él la miró con incredulidad.

–¿Estás trabajando abajo y no sabes quién soy?

–Trabajo para muchas personas –continuó ella–. No recuerdo todos los nombres ni todas las caras.

Rolf apretó los labios y ella se sintió satisfecha de haberle dado precisamente en el orgullo.

Hubo un largo y tenso silencio. Entonces, Rolf se encogió de hombros y dijo:

–Sin duda, ese es el motivo por el que eres camarera.

A Daisy le ardieron las mejillas.

–No me trate con condescendencia… –empezó, furiosa.

–Pues no me mientas –le dijo él.

–Está bien, ¡sé quién es! ¿Y qué? Eso no cambia nada.

–Yo creo que sí, porque da la casualidad de que estás en mi edificio y en mi despacho. Y no deberías estar aquí.

Daisy sintió miedo.

 

 

Rolf la vio palidecer y se le encogió el estómago.

En realidad estaba asustada, tal vez, al fin y al cabo, no fuese una delincuente.

No obstante, seguía siendo culpable.

Culpable de conocer el poder de su belleza y culpable de utilizarlo para engañar. La estudió con la mirada, se fijó en que tenía la barbilla levantada, las mejillas ligeramente sonrojadas. Había conocido a otras mujeres como ella. a una en particular, que había pensado que podía mentir y manipular a todo el mundo.

Daisy había cometido el mayor error de su vida si pensaba que podía engañarlo a él.

–Sentía curiosidad. Solo quería echar un vistazo.

–Ya, pero no has dado la luz. Debes de tener una extraordinaria visión nocturna.

Daisy se mordió la lengua. Ya odiaba su manera de mirarla, el brillo de aquellos ojos verdes. Ella se había imaginado lo que ocurriría si la sorprendían, pero no había pensado que fuese a encontrarse con Rolf Fleming.

–No he encendido las luces porque he pensado que podrían verme –dijo enseguida.

Lo tenía tan cerca que su calor y su olor la estaban aturdiendo.

–Sé que no podía venir a este piso, pero ya había trabajado varias veces aquí y quería ver…

Supo que aquello no tenía sentido y, desesperada, miró hacia el ventanal. Clavó la mirada en el Empire State Building.

–La ciudad. De noche –terminó, suspirando aliviada–. Todo el mundo dice que las vistas desde aquí son increíbles, así que he subido a comprobarlo.

Él la miró fijamente.

–¿Y cómo lo has conseguido?

Daisy tragó saliva.

–No lo sé –volvió a mentir–. Tocando botones.

Le estaba empezando a doler la cabeza y supo que tenía que salir de allí. David lo comprendería y juntos pensarían otra manera menos humillante de devolverle a Rolf Fleming el reloj.

–Mire, señor Fleming. Siento mucho haber subido aquí, ¿de acuerdo? No ha sido buena idea. Ha sido un error. Prometo que no volverá a ocurrir. Le agradecería que lo olvidase para siempre.

Él siguió en silencio.

–Daisy. Bonito nombre… –dijo entonces.

Ella se dio cuenta de que estaba intentando controlar su mal humor.

–Antiguo. Dulce. Decente.

Rolf sonrió de manera fría.

–Es una pena que no le hagas justicia.

Daisy se quedó inmóvil.

–No sé qué quiere decir.

Él sacudió la cabeza.

–Te lo voy a explicar. He tenido un día muy largo.

Se interrumpió. Notó que sus hombros se tensaban. No solo había sido un día largo, sino también frustrante. La oferta que le había hecho a James Dunmore por el edificio era generosa, pero él la había rechazado. Y Rolf seguía sin entender el motivo.

Apretó los labios. O tal vez sí que lo entendiese. No le gustaba a Dunmore. Este no aprobaba su reputación de hombre despiadado y mujeriego. Rolf respiró hondo. Quería aquel edificio, llevaba diecisiete años detrás de él, y no se iba a rendir.

Tenía que convencer a Dunmore de que había cambiado…

Se le aceleró el pulso. Por si la tensión del día había sido poca, tenía a aquella mujer allí.

«Llama a seguridad», se dijo.

Él no tenía por qué resolver aquello, pero miró a Daisy y sintió que todo su cuerpo reaccionaba.

Era guapa, tenía los ojos marrones y un cuerpo que hacía que aquel insípido uniforme pareciese elegante y sexy. Estudió su rostro. Solo llevaba un poco de pintalabios, nada más de maquillaje. Su belleza no necesitaba ser realzada. Todo en ella, desde la curva de sus labios a los grandes ojos, estaba creado para seducir.

Había intentado recogerse el pelo rubio en una especie de coleta baja, pero se le había soltado y Rolf admitió, molesto, que quería despeinarla todavía más. Casi podía imaginarse aquel pelo entre sus dedos y cómo se le echaría hacia delante cuando se besasen….

Levantó la cabeza bruscamente.

–Como ya he dicho, he tenido un día muy largo y difícil…

–En ese caso, ¿por qué no permite que me quite de en medio? –sugirió Daisy–. De todos modos, debería volver al trabajo.

–Yo pienso que no.

La agarró con fuerza por la muñeca.

–No vas a ir a ninguna parte hasta que me digas la verdad.

–Suélteme –le pidió ella–. ¡Ya le he dicho la verdad!

–No has dicho más que mentiras. Supongo que puedes engañar a otros hombres simplemente con parpadear, pero yo no soy como los demás. Así que deja de poner morritos y dime la verdad.

–No estoy poniendo morritos –replicó ella, zafándose–. Y otro hombre, más razonable y decente, no me estaría interrogando así cuando solo he cometido un error.

Él se echó a reír con ironía.

–¿Más decente que yo?

–Que sea un magnate no le da derecho a juzgar a nadie. De todos modos, esto no es un juicio.

–No, pero lo habrá. Y se te acusará de intrusión, de intento de robo…

–No he venido aquí a robar –replicó Daisy–. Que sepa que he venido a…

Entonces lo miró horrorizada.

–¿A qué? –le preguntó él, agarrándola con fuerza por la cintura, pegándola contra su pecho.

Ella se quedó en silencio. Había estado a punto de traicionar a David.

–Déjeme marchar –dijo enfadada, golpeándole el brazo.

–Para ya.

–Me está haciendo daño.

–Pues deja de resistirte.

La agarró con más fuerza, de manera que el estómago de Rolf acabó pegado a su espalda. Y Daisy tuvo que admitir que, a pesar de todo, no le daba miedo.

–¿Qué tienes en la mano? –le preguntó él.

Y Daisy apretó la tarjeta con fuerza, pero él se la quitó.

–Gracias –dijo entonces, soltándola y haciéndola girarse para tenerla de frente.

Rolf miró la tarjeta y después a ella.

–¿De dónde has sacado esto?

Daisy pensó en contarle la verdad, pero lo miró a la cara y se dio cuenta de que estaba furioso.

–Estaba en el suelo.

–¡Cómo no!

–Se le ha debido de caer a alguien…

Rolf sacudió la cabeza. Estaba harto de mentiras. De repente, recordó otras mentiras del pasado, recordó conversaciones de sus padres, recordó las historias que contaba su madre…

Y se sintió superado. Quiso que aquella mujer saliese de su despacho y de su vida.

–Sé que no pinta bien –dijo ella–, pero no he hecho nada malo. Tiene que creerme…

–Creo que los dos sabemos que es un poco tarde para eso –contestó él en tono salvaje.

No confiaba en ella, y tenía razón. La vida le había enseñado muy pronto que no había nada más peligroso que una mujer acorralada.

Aunque aquella no era su problema.

–Estoy cansado –terminó–. Y esta conversación está zanjada.

Se metió la mano en la chaqueta y sacó el teléfono.

–¿Qué quiere decir? ¿A quién va a llamar? No. Por favor…

La desesperación de su voz le encogió el estómago.

–Te he dado la oportunidad de decirme la verdad, que has venido a robar…

–Pero no es cierto –respondió ella–. Admito que le he mentido, pero le juro que no soy una ladrona.

Él la miró fijamente a los ojos. Sonaba convincente, pero no se podía fiar.

Por otro lado, no entendía qué hacía allí.