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Salvador Novo (1904-1974) es uno de los escritores mexicanos más conocidos del siglo XX debido, sobre todo, a su labor como cronista. Como poeta su obra se inicia con XX poemas (1925). Este libro también incluye Nuevo amor (1933), quizá el libro de poesía definitivo de Novo; Espejo (1933) y poesías que escribió desde la adolescencia hasta la madurez.
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Seitenzahl: 94
Primera edición, Lecturas Mexicanas, 1984
Primera edición electrónica, 2012
D. R. © 1961, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008
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ISBN 978-607-16-1092-8
Hecho en México - Made in Mexico
Por la cruz inicial de tu nombre, Xavier,
y por la V de Vida que late en tu apellido,
yo columbro tus ansias humildes de no ser
y escucho el ritmo de tu corazón encendido.
Porque tu voz es sabia en callar y ceder
al claro simbolismo del rosal florecido;
porque en tus manos hay aroma de mujer
y en tu soñar angustia, y en tu ademán olvido.
Porque nuestras dos almas son como cielo y mar
profundas e inconscientes en su grave callar;
porque lloramos mucho y rezamos en vano,
y porque nos devora un ansia pecadora,
quiero decirte: ¡Sufre!, quiero decirte: ¡Llora!,
quiero decirte: ¡Ama!, quiero decirte: ¡Hermano!
Señor, yo sé que es vano cultivar en otoño; que ya es inútil esperar;
que yo pude ser otro y que el reloj no vuelve atrás…
Señor, yo sé que es tarde. Que mi vida termina cuando debiera comenzar;
que estoy equivocado, que debo ser un hombre y un niño soy no más…
Señor, mi labio estéril no comprendió las mieles del exterior panal
y ¡en mi pupila absorta fueron los arco iris sal…!
Señor, no soy un hombre. Adivino el sollozo del insensible mar
y presiento la mano sangrienta que deshoja la pena del rosal…
Yo quisiera ser fuerte. Que mi ruta precisa nada pudiese conturbar
y no escuchar al árbol, ni al astro, ni a la brisa, ni al celaje, ni al mar…
Pero en la tarde unánime mi corazón rebosa un ansia de llorar,
Señor, y sé que es tarde, y que el reloj no vuelve atrás…
A Ramón López Velarde
La torre de vetustos azulejos
que es piadoso refugio de palomas,
conserva su campana. Allá a lo lejos
ondulan las espigas y las pomas.
Bronce enmohecido que en precoz anhelo
celebraba la vida en largas notas
y cuyo corazón enviaba al cielo
brillos de sol en páginas remotas.
Absurdo el llanto y justa la sonrisa,
aunaste luego heterogéneas preces,
y tras siglos y siglos hoy sumisa
escuchas y comprendes y enmudeces.
¡Vieja campana que a sentir congrega
la inefable virtud de haber vivido!
¡Que de mirar al Sol quedóse ciega
y de escuchar al viento ha enmudecido!
Llevo el alma ligeramente, como una niña
que nada profundiza y de todo se asombra;
del sol que exprime el oro de su póstuma viña;
de aquel celaje súbito que se llena de sombra.
Voy ajeno a mí mismo. Un anhelo jocundo
de difundirme en todo; un ansia de cantar
me hace escuchar la música unánime del mundo
y comprender que soy una gota en el mar.
Una sed de horizonte se sacia en mis pestañas,
un vesperal aliento viene mi frente a ungir…
¡Sí, a veces me parece, corazón, que te engañas,
y que es preciso y bueno que queramos vivir!
A Luis G. Serrano
Van en la tarde quieta la anciana y la pequeña
al cine cotidiano con que la niña sueña.
Hay películas cómicas de burla contagiosa
y largas cintas hondas de convulso ademán;
y conmueve la niña todo su cuerpo rosa
mientras lloran dos ojos que ya poco verán.
¡Oh, la anciana que tuvo un exclusivo amor
en los brazos sin mancha y abiertos del Señor!
De pronto, en una escena, hay erótico exceso,
y en las secas mejillas un púdico rubor,
porque la niña gusta de que se den un beso,
y ella se signa y dice: “¡Perdónanos, Señor!”
A Jaime Torres Bodet
¡Quién tuviera, Señor, el poema conciso
y el adjetivo exacto para cada emoción!
¡Quién expresara el noble sentimiento remiso
como joya cerrada dentro del corazón!
Sin ver el oropel de la estrofa banal,
¡quién pudiera decir en el verso mejor
ese anhelo de algo profundo y ancestral
que palpita en el mundo de mi vida interior!
Y ¡quién me diera dar todo mi corazón
en la breve armonía de un íntimo renglón!
A Xavier Villaurrutia
¡Que me vuelvan mi escuela de primitivos bancos
y maestros benévolos, y mi casa y mi huerto,
esa casa en que había un corazón abierto
en el portal ingenuo y en los recintos blancos!
¡Que me vuelvan mis noches tibias y campesinas
de luna incomparada y frescuras remotas!,
¡esas noches vividas con quietudes ignotas
con alma sin pasado, con ternuras divinas!
Hay que quemar los libros; hay que dar a la vida
un brebaje de olvido y un brebaje de amor;
reclinarse en el hombro de una ilusión perdida,
despertar de esta brusca pesadilla dolida,
Y ver la aurora rústica de una vida mejor …
Cabe las paredes los
grillos canturreando están.
Y unidos del brazo, van
dos…
El foco —es tarde— bosteza.
Cierran una puerta, y se
ve dentro una vieja que
reza…
A la Luna el ojo subo:
parece una rosa té
que lanzada se
detuvo…
Los balcones tienen una
luz roja por dentro, y
al mirarlos pienso en mi
fortuna…
Pienso en amantes cariñosos…
Pasa un tranvía a lo lejos…
Dormidos, suspiran viejos
y niños…
Una estrella a la otra ve
y va a contarle una cosa.
Y sigue inmóvil la rosa
té…
Esta que tiene un leve andar
y unos ojos color de mar;
esta que tiene unas guedejas
de raras tintas bermejas;
esta que tiene ojos de mar,
no sabe amar, no sabe amar.
Esta de cutis depilado
de leche y sangre, o de salmón;
esta de pelo enmarañado
tiene helado,
tiene helado el corazón.
Llamas de amor son sus guedejas…
Mas para apagar ese fuego,
esta de andar ondulado
tiene luego,
tras las cavernas de sus cejas,
de sus pupilas todo el mar…
Y tiene el mármol de su cara,
y si todo eso no bastara,
tras de los senos en botón,
esta que tiene un leve andar
tiene de hielo el corazón…
Montrez lui la lampe éteinte et la porte ouverte…
Se diluye el camino en la sombra desierta.
Yo he encendido mi lámpara y he cerrado mi puerta.
Sobre mi chimenea, su silbido agorero
cuela el viento. Estremécense los cristales. Yo espero
a un hermano que ha mucho me prometió venir
y temo… que en la noche él se pueda morir…
Se diluye el camino en la sombra desierta.
Yo he encendido mi lámpara y he cerrado mi puerta.
Tras el cristal que tiembla, interrogo al recodo.
La borrasca flagela con látigos de lodo…
Tal vez mi hermano, oculto en la órbita huera
del monte que semeja una gran calavera,
espera el nuevo Sol para venir conmigo…
Se apagará mi lámpara… su resplandor amigo
convertirá la noche en ceniza de llama
y se abrirá mi puerta… La tormenta que brama
me arrojará una piedra… Y cuando el Sol despierte
a mi hermano y prosiga su camino, la muerte
me habrá quizá cubierto con su polvo. Y mi hermano
pasará sobre mí… y buscándome en vano
irá a morirse solo en un país lejano…
Vieja alameda triste en que el árbol medita,
en que la nube azul contagia su quebranto
y en que el rosal se inclina al viento que dormita:
te traigo mi dolor y te ofrezco mi llanto.
He vuelto. Soy el mismo. La misma sed me aqueja
y embelesa mi oído idéntica canción,
y soy aquel que ama el minuto que deja
un poco más de llanto dentro del corazón.
He vuelto. A tu silencio otoñal, he buscado
vanamente mis huellas entre todas las huellas,
y mi ilusión es una hoja muerta de aquellas
que estremecía el viento y que el sol ha dorado.
… Y mientras quiero acaso recomenzar la senda
y un mal irremediable consume los destellos
del sol, vieja alameda, y te guardo mi ofrenda,
tú contemplas mis ojos y miras mis cabellos.
Han brotado las lágrimas de oro de la tarde
sobre el pavor exánime de los árboles yertos.
Vibra sobre las cosas un deber de añorar, de
suspirar al pasado y llorar por los muertos.
Vaga el largo lamento del instante perdido
y en el aire un solemne aroma de leyenda
resucita el furor del tronco retorcido
en la blanca serpiente dormida de la senda.
Y hay dentro de nosotros esa lucha fatal
entre la grata ofrenda de amor a nuestros idos
y el sórdido rencor para el rubio invasor,
y alzamos hacia el cielo nuestro ruego ancestral,
y al dejar nuestro beso por los aires dormidos,
sentimos que han pasado almas en derredor…
Corazón, corazón, preciso es que definas
para tu reflexión un horizonte justo;
y que tu Sol acabe tras aquellas colinas,
y que oprimas tu lloro bajo este árbol adusto.
Corazón, y es preciso que tu lámpara inútil
ceda al reminiscente aroma de la brisa,
y que te den las sombras su claror inconsútil,
que te brinde aquel astro su lejana sonrisa,
y que te den las rocas del abra inexplorada
que no miraste nunca, su clamor taciturno,
y que tú lo interpretes y adunes la alborada
con la blanca caricia del silencio nocturno.
Y que como los oros que otoño rectifica
mueran entre las ondas tus exteriores ansias
y que tu tronco guarde la semilla que indica
una fecunda y noble sucesión de fragancias.
Mi vida es como un lago taciturno.
Si una nube lejana me saluda,
si hay un ave que canta, si una muda
y recóndita brisa
inmola el desaliento de las rosas,
si hay un rubor de sangre en la imprecisa
hora crepuscular,
yo me conturbo y tiendo mi sonrisa.
¡Mi vida es como un lago taciturno!
Yo he sabido formar, gota por gota,
mi fondo azul de ver el Universo.
Cada nuevo rumor me dio su nota,
cada matiz diverso
me dio su ritmo y me enseñó su verso.
Mi vida es como un lago taciturno…
Cajita de música,
do, re, fa, mi, re, do,
aún está fresca la pintura.
Quise abrazar ese molino,
re, mi, fa, sol…,
y el tren huyó.
Una zagala hace lo mismo
que sus ovejas y su árbol,
mi, fa, re, re, do,
porque todos son de corcho.
Y sin embargo
algún viento,
¡algún viento!
ha irritado el cristal opaco
de mis ventanillas,
re, mi, la, fa…
Los montes se han echado
a rumiar junto a los caminos.
(Las hormigas
saben trazar ciudades.)
Las avispas blancas,
cuando el panal
nos acerca la primavera,
hincan el aguijón de su lluvia
y zumban.
Y la piel de la tierra morena
se irrita en trigo
y se rasca con sus arados.