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Leído por Salvador Novo el día de su ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua en 1953 -mismo año en que fue publicado por vez primera por el FCE-, este ensayo hace una revisión deliciosa y amplia de cómo las aves eran una imagen recurrente en la poesía castellana de los siglos de oro. Con la ironía y el humor que caracterizan la escritura de Novo, se insertan en cada capítulo reflexiones sobre el abandono actual de los antiguos símbolos y sobre cómo la civilización industrial ha limitado casi hasta su extinción nuestro testimonio de la naturaleza.
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Seitenzahl: 103
SALVADOR NOVO
Primera edición (FCE), 1953Edición conmemorativa 70 Aniversario, 2005Primera ediión electrónica, 2012
D. R. © 2005, Fondo de Cultura EconómicaCarretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.Empresa certificada ISO 9001:2008
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ISBN 978-607-16-1158-1
Hecho en México - Made in Mexico
Palabras iniciales
El ruiseñor, ave renacentista
Berceo, o la paloma
El gallo y el Arcipreste
Las aves del romancero
Jaula de cortesanos
El cisne
Quevedo, o el antipájaro
Las poéticas gallinas
Colibríes
Las aves en la poesía mexicana
ENTREMOS EN EL MUNDO PRODIGIOSO DE LAS AVES POR LA ÁUREA puerta de la Comedia de Aristófanes. No seremos los primeros en huir del mundo de los hombres por otro más etéreo, más alto. Ya vemos que antes que nosotros, cansados de la Tierra, guiados por el grajo y la corneja, Evélpides y Pistetero se dirigen al reino de Tereo, que Aristófanes pinta con insuperables palabras. Más antiguas que la Tierra y los dioses, hijas del Amor, cuyas alas comparten, las aves no conocen la vejez ni sienten la muerte. Sobre el trono de Zeus, el águila porta su rayo, y el búho de alas mudas cifra la sabiduría de Palas Atenea. Progne y Tereo se han reconciliado. Como Anacreonte, Aristófanes ha embellecido la muerte de Itis, dando a su madre la desgarradora voz que Ovidio y Virgilio prestan a Filomena, en cuya lengua truncada Aristóteles y Plinio palpan el cuerpo del delito ominoso. Y después del más brillante coro que ha visto el teatro antiguo, Nefelococcygia es fundada sin poetas, sin legisladores, sin ingenieros, entre el cielo y la tierra, a fin de interceptar los sacrificios ofrecidos por los hombres a los ilegítimos dioses hasta tanto éstos, sitiados por hambre, no accedan a reconocer su alcurnia y su independencia. Todavía Luciano alcanzó a tocar, en su falso viaje, cerca de las nubes, para su gran asombro, la gran ciudad de Nefelococcygia: “pero en razón de los vientos adversos —refiere— no pudimos entrar en el puerto. Supimos, empero, que Coronos, hijo de Cottyphion, reinaba a la sazón; y por mi parte, me confirmé en la opinión que he tenido siempre de la sabiduría y veracidad del poeta Aristófanes, cuya descripción de esa ciudad ha sido injustamente desacreditada”.
Del cielo de Grecia se dispersan las aves, que han sido hombres, llevando, como la grulla, letras en su vuelo; auspicios en su sola presencia, temerosos augurios en sus voces humanas, hacia Roma, que elige para sus legiones el ave de Júpiter y la de Persia, junto al lobo y el jabalí; pero que se deleita en condimentar a casi todas las demás, en enjaularlas, cebarlas y escandalosamente comérselas. Después, el águila acompañará a san Juan el Teólogo, y la paloma, que Decimus Brutus empleó, sitiado en Módena, como mensajera (Pl., X, p. 52), lo será del Señor, cerca de María; el gallo anunciará la cobardía de Pedro, y el cuervo ha de nutrir al escuálido san Onofre. Del barro vil, como la alondra mitológica, levantarán las avecillas el vuelo al soplo divino de Cristo. Dialogará con san Francisco de Asís, venciéndolo, el hermano ruiseñor, y tórtolas y golondrinas, recatadas aquéllas, éstas parleras como los grajos, le obedecerán atentas y absortas, como en el fresco de Giotto; y las alondras vestirán su pardo sayal.
Entran así en el mundo moderno, por el puente de hierro de la Edad Media; azores, al puño fuerte del caballero; palomas, en la palabra cándida del monje; águilas, en el sueño soñado por las doncellas; cornejas, siempre a la siniestra del Cid; gallos para crebar albores; calandrias o rruyseñores en los vergeles todavía tan simples, y que ha de cultivar la sabia mano renacentista; y el cúmulo de las menores, si más robustas, privadas del canto, por quien Buffon se duele de que la civilización nos aleje el ejemplo de sus impolutas virtudes, en la confusa garrulería de las fábulas tomadas a Esopo, de Fedro, por Alfonso, que no las olvidó en Las Siete Partidas (III, leyes xvii, xix, xxii, xxiii); en los papagayos acusadores del Sendebar y del Calila y Dimna; en los ánades, las garzas, los cuervos, los búhos y las palomas collaradas de estas inocentes metamorfosis al revés: términos de conducta en don Juan Manuel, términos de comparación en Sem Tob.
De solas sus virtudes evidentes, restadas las paganas, está a punto de cristalizar una nueva ornitosofía cristiana que frustra el Renacimiento. Y como el mundo antiguo, el Ave de Arabia trae, resurrecta, consigo al apolíneo cisne, hijo de Stenelo; al ave de Juno y al docto ruiseñor, e instálanse todos en la poesía castellana. En las cultas selvas —silvas— los oiremos cantar, y en la apartada vida de los españoles Horacios, pulida jardinería de siete, once, siete, siete, once, floridos ramos; el cisne de Mantua gorjeará notas imperfectas en la caña octosílaba de Juan de la Enzina, pero ha de modularlas claras y altísimas en el dulce acordado plectro de fray Luis.
Volviendo a nuestros días, determino volverme de ellos, en que no hay pájaros, a la feliz Arcadia en que moran. Con menos fortuna que Mercurio, Ícaro inmortal y trimotor no es cantado sino por el melancólico humor de las plumas fuentes. Los desterrados ángeles que el hombre, con espada flamígera, ha arrojado del mundo cerraron ya sus alas como libros que nadie lee, y en su lugar el buey alado, o bien Quetzalcóatl, se elevan a una efímera gloria sin sucesión ni antecedente; sin huevos y sin plumas.
¡Las aves en la poesía castellana! El tema fue incubándose de un modo tan casual, tan botánico, como el Ibis concibe, “si tradición apócrifa no miente”. Sugiriómelo, por vuelos cada vez más altos, el canto, y meditar en él con qué reiterada frecuencia ocurren todavía en las canciones populares los pajarillos, y cómo, en cambio, han huido de la poesía moderna. Quiere dotársela ahora de un contenido social, por el que se entiende el dominio mecánico y brutal de la naturaleza. Si Alixandre quiere viajar por el aire, no hará prender dos grifos, que Plinio niega, para atarse a ellos conduciendo su gula y su curiosidad con un inalcanzable beefsteak, primera encarnación de la hélice; sino que abordará un avión, y tomará un seguro contra accidentes. Si el proletario o la enamorada quieren escuchar música, una jaula mecánica de onda corta traerá hasta su alcoba las melodías —en tiempo de swing o de mambo— que no supieron sus canarios extintos; si el papagayo les brindaba respuestas, no tendrá ahora sino que conversar por teléfono con sus amigas. Los caballeros modernos no tendrán halcones ni azores mudados, sino automóviles, o irán a pie, con sólo la cabeza a pájaros. Y la poesía ha de ser como la vida, hasta cuando la vida no es poética. El abandono de los antiguos símbolos es uno claro de nuestro ingreso en la civilización industrial. Conforme crece nuestro urbanismo, limítase nuestro natural testimonio, y no podemos ya contemplar a ciertos animales más que, muertos, en el zoológico, donde los ha clasificado la ciencia. ¿Qué nos queda sino los libros, la poesía de ayer, en que vivirán siempre, no disecados ni presos como en los museos, ni innoblemente sustituidos y olvidados como en nuestra existencia? Sin más dioses que el yunque, más Ceres que el tractor, más ángeles que los aviones, resultará tan indecoroso que los poetas les canten a las aves, como natural que simplemente se las almuercen, ya implumes y sandwichificadas, a la salida del taller. Reinas un día de los sueños y del futuro, su Götterdämmerung ha llegado. El bello halcón de Krimilda, como en su sueño, ha sido arrebatado por las águilas de la economía, trituradas en las monedas. Y del áureo sueño de Gudruna no importa ya sino el oro mismo.
Mejor que el grajo y la corneja, guíeme a la castellana Nefelococcygia el vuelo irregular, breve, y el objetivo dulce del “huitzitzil”. Tenga su acierto para extraer, con el largo y fino pico de la paciencia, néctar alado en la Floresta de varia poesía, en las Flores de Poetas Ilustres del pasado. Y en lográndolo, quiera, para aquí trasladarlo, prestarme “el generoso pájaro su pluma”.
DE TODOS LOS PÁJAROS CANTORES, NINGUNO TAN CELEBRADO COmo el ruiseñor. Su bibliografía universal sería agobiadora. “En el principio —exclama Heine— era el Ruiseñor.” Fue así, posado en la boca del pequeño Stesícoro, feliz augurio y la mejor justificación de su nombre. Como el ruiseñor suele, Platón nos cuenta en Fedro que Stesícoro perdió la vista en castigo por decir mal de Helena; pero a diferencia de Homero, que ignoraba la razón de su ceguera, la recuperó, arrepentido, automáticamente, al cantar la palinodia. Aristóteles refiere que el ruiseñor canta sin interrupción durante quince días y quince noches, “en el tiempo en que las montañas comienzan a sombrear” (Hist. Anim., XLIX). Casi con iguales palabras, Plinio (X, lxiii) vuelve a consignar el milagro de su canto “en el momento en que el follaje de los árboles se espesa”, pero dilata su elogio:
Primum tanta voz tam parvo in corpusculo, tam pertinax spiritus. Deinde in una perfecta musicæ scientia modulatus editor sonus: et nunc continuo spiritu trahitur in longum, nunc variatur inflexo, nunc distinguitur conciso, copulatur intorto: promittitur revocato, infuscatur ex inopinato: interdum et secum ipse murmurat: plenus, gravis, acutus, creber, extentus: ubi visum est, vibrans, summus, medius, imus. Breviterque omnia tam parvulis in faucibus, quæ exquisitis tibiarum tormentis ars hominum excogitavit… Ac ne quis dubitet artis esse, plures singulis sunt cantus, nec iddem omnibus, sed sui cuique.
Cierto es que hay guerra entre ellos, agrega con tristeza; pero “Victa morte finit saepe vitam, spiritu prius deficiente, quam cantu”.
El virtuoso ejercicio de su trino se trasmite de padres a hijos por tradición precisamente oral; los ruiseñores jóvenes reciben muy atentamente su lección de canto: maestro y alumno se callan a su turno, con admirable disciplina. Y adquieren, sin saberlo ni disfrutarlo mayormente, contratos onerosos, como los buenos tenores. Su precio era en Roma mayor que el de los esclavos. Agripina, mujer de Claudio, tenía uno, cierto es que blanco, que son rarísimos, que había costado seis mil sextercios.
Los pacientes alemanes lo han observado apasionadamente. En Los pájaros cantores de los hermanos Müller, curiosa pareja de ornitólogos por afición, encontramos, en la edición francesa (Rothschild, París, 1870, pp. 42-43) la siguiente curiosa transcripción onomatopéyica de su canto, recogido por Bechstein:
Tiou o, tiou o, tiou o, tiou o — Shpe tiou tokoua — tio tio tio tio — kouotio kouotio kouotio kouotio — tskouo tskouo tskouo tskouo, tsiitsiitsiitsiitsiitsiitsiitsiitsiitsii — kouoror tiou — tskous pipitskouisi — tsotsotsotsotsotsotsotsotsotsotsotso tsrrhading — tsisi si tosi si si si si si si si — tsorre, tsorre, tsorre, tsorrehi — tsantsantsantsantsantsantsantsi — dlo, dlo, dla, dla, dlodlodlodlodlo — kouio trrrrrrrrritzt — lu, lu, lu, ly, ly, ly, li, li, li — kouio didl li loulyli — hagour, gour, koui, kouiokouiokouio, ghighighi — ghollghollghollgholl, ghia hududoi — koui, koui hon ha dia dia dillhi — hetshetshetshets hets hets hets hets hets hets — hets hets hets hets hets — touarrho hostahoi — kouiakouia-kouiakouiakouiakouiakouia kouati — lu lyle lolo didi io kouia — higuai, guai guay guaiguaiguaiguaiguai — kouior tsio siopi
y allí mismo se menciona otra, registrada por un naturalista italiano del siglo XVII, y un ensayo de traducción de estas onomatopeyas por Dupont de Nemours, “meilleur économiste que poète”, que no he podido encontrar.
Su lengua truncada (linguis: earum tenuitas illa prima non est, quæ cæteris avibus) ha recordado a casi todos los naturalistas la dolorosa tragedia de Filomena y su metamorfosis en ruiseñor (Ovidio, Met., lib. VI; Horacio, oda XII, lib. IV, cantilena VI; Virgilio, Geórgicas, IV) que Aristófanes y Anacreonte reservaron a Progne (Aristófanes, Las aves; Anacreonte, XII, trad. Quevedo, Riv., LXIX, 444 b). Esta extendida fábula llega a España, en la Edad Media, para el pueblo y para los cultos. Las interpretaciones que se le dan son por demás curiosas. En los romances de Blanca Flor y Filomena (Ant.,