Obra poética completa II - Miguel de Unamuno - E-Book

Obra poética completa II E-Book

Miguel de Unamuno

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Beschreibung

Primer volumen que recoge la obra poética de Miguel de Unamuno, con poemas que abarcan desde el compromiso político hasta el lirismo obsesionado con la relevancia del ser humano, la filosofía, la trascendencia, el pasado y el transcurrir del tiempo.-

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Veröffentlichungsjahr: 2022

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Miguel de Unamuno

Obra poética completa II

 

Saga

Obra poética completa II

 

Copyright © 1999, 2022 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726598551

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

INTRODUCCIÓN

SITUACIÓN DEL CANCIONERO

El proyecto de componer el Cancionero tiene un origen bien conocido. Una vez dispuesto para la imprenta el Romancero del destierro, Unamuno compuso algunos poemas —recogidos ahora, por lo común, entre las poesías sueltas— aparecidos en la revista Hojas libres, que se editaba en Hendaya, o incluidos en cartas a diversos amigos, como José A. Balseiro o Joaquín Ortega. No parece que estas composiciones, elaboradas a lo largo del segundo semestre de 1927, fueran destinadas a formar parte de un libro. Eran, en buena medida, residuos o flecos que prolongaban el impulso gracias al cual había nacido el Romancero del destierro. El propósito de un nuevo libro llegó poco después, sugerido por la lectura de un ensayo sobre la obra narrativa de Unamuno debido al escritor y crítico puertorriqueño José Agustín Balseiro, incluido en el volumen II de su libro El Vigía, que el autor envió a Unamuno. En su respuesta, el escritor vasco afirma: «Y lo que más le he agradecido es lo que en la página 33 dice a propósito del Petrarca y de su Cancionero». Lo que Balseiro hace es recordar que, en el aprecio general de la época, «el aspecto más vigoroso de Unamuno es el de ensayista», por encima de su faceta de narrador y, más aún, de su vertiente poética. Y añadía el crítico: «Para los testigos del Renacimiento italiano, el Petrarca fue el primer humanista [...] Pero su eternidad viva es hija exclusiva y unigénita del amoroso Canzoniere. ¿Significará el ejemplo del Petrarca que el mañana pueda olvidar al scholar que alienta en Unamuno, decidiéndose por el creador de Abel Sánchez o de El Cristo de Velázquez?» En una carta enviada al escultor Juan Cristóbal para adherirse a un homenaje ofrecido en Madrid a Balseiro, Unamuno escribe, recordando las palabras del escritor puertorriqueño: «Después de leerlo y excitado por él me puse a componer un Cancionero espiritual del destierro del que os mando muestras por si estimáis debéis leer alguno en ese homenaje». La carta está fechada en Hendaya el 12 de marzo de 1928, y en ella se incluyen trece composiciones escritas entre el 28 de febrero y el mismo día del envío. Todas ellas acabarán formando parte del Cancionero.

Otras cartas posteriores —a personas como José Bergantín, Jean Camp, Benjamín Carrión, Manuel Gálvez, Jorge Guillén, Fernando Iscar Peyra, Jorge Mañach, Pedro Sainz Rodríguez o Bernardo Valverde— contienen igualmente poemas del futuro libro y acreditan, por si otros datos no lo garantizasen, que, entre el 26 de febrero de 1928 y los primeros días de marzo de 1930, Unamuno dedicó su tiempo y su atención, sobre todo, a componer los poemas del futuro Cancionero. Es raro el día sin texto, y en numerosos casos brotan de la pluma cuatro o cinco composiciones en el mismo día. Si, por ejemplo, el 8 de septiembre de 1928 sólo hallamos un poema, el 9 y el 10 tienen dos cada uno, y el 11 se enriquece con una cosecha de ocho nuevos textos. La fecha del 7 de diciembre de 1928 ofrece un único poema, pero el día siguiente ven la luz otros diez. Casi la mitad de las composiciones que formarán el Cancionero procede del primer año de trabajo, y existen razones fundadas para pensar que Unamuno concibió el propósito de reunir todo lo escrito en Hendaya para publicarlo. Con este fin comenzó a redactar en marzo de 1928 un prólogo, exhumado posteriormente por Manuel García Blanco, en el que caracteriza el conjunto como una «selva de canciones» y apunta dos títulos posibles: Cancionero espiritual en la frontera del destierro y, por otra parte, En la frontera. Cancionero. Ambos indican con claridad la delimitación espacial —y aun temporal y afectiva— que debía ofrecer la compilación, lo mismo que el título anotado en la carta ya citada a Juan Cristóbal: Cancionero espiritual del destierro. Más aún: el poema número 395 del Cancionero en la versión que hoy conocemos, compuesto los días 11 y 12 de septiembre de 1928, lleva como título «Final», y parece, en efecto, destinado a ser un cierre de libro, como indican ya sus primeros versos:

Te dejo una pequeña enciclopedia;

¿pequeña?, un universo;

ve si con ella tu alma se remedia,

y te la doy en verso

[...]

Pero, por razones que desconocemos, la publicación proyectada no llegó a efectuarse, y las composiciones de Hendaya son hoy una parte de la obra. Porque el regreso a España en febrero de 1930 no interrumpió el proceso de composición, aunque sí disminuyó su ritmo, sin duda porque las renovadas actividades de Unamuno recortaron el tiempo que podía dedicar a la escritura. En el prólogo a San Manuel Bueno, mártir, fechado en 1932, se insertan dos composiciones del futuro Cancionero. Otros anticipos aparecieron en diversos artículos del autor publicados en periódicos como El Sol y Ahora. A partir de este momento, los poemas que vayan agregándose al extenso corpus mantendrán una estrecha relación con el resto de la producción unamuniana. Si se tiene en cuenta el marcadísimo carácter de diario que posee el Cancionero, la función de cada poema como respuesta inmediata a un estímulo —un recuerdo, una noticia, un paisaje, una lectura, etc.—, no resulta extraño que exista una estrecha correspondencia entre muchas composiciones y otros escritos coetáneos, porque el Cancionero subsume como ninguna obra del autor la literatura y la vida, la experiencia personal y su plasmación en la escritura. Una búsqueda detenida —que está por hacer— de esos paralelismos entre los poemas y el resto de la obra ofrecería numerosas pruebas de esta frecuente correlación. No es éste el lugar adecuado para llevar a cabo la indagación, pero sí puede señalarse algún ejemplo que indica cómo las correspondencias afectan incluso a formulaciones expresivas. Recuérdese, por ejemplo, el poema número 178, compuesto el 23 de mayo de 1928:

ante las ruinas de un caserío

La yedra, mortaja, tapiza muro

que dentro fue de hogar,

las verdes hojas, donde antaño llamas

al sol occidental

brillan, recuerdos de ensueños serenos

de techo paternal.

Dulce el agua del cielo compasivo

dio al verdor a abrevar

el hollín que dejara de los robles

el fuego familiar.

En la yedra gorjean unos nidos

su canto secular;

brizan de una familia sin historia

el sueño terminal.

Compárense estos versos con el siguiente pasaje perteneciente al capítulo V de La novela de don Sandalio, jugador de ajedrez, cuyo epílogo fecha Unamuno en 1930:

Me interné por el monte y llegué a las ruinas de un viejo caserío. No quedaban más que algunos muros revestidos, como mi viejo roble, por la yedra. En la parte interior de uno de esos muros medio derruidos [...] quedaba el resto del que fue hogar, de la chimenea familiar, y en ésta el fuego de leña que allí ardió, el hollín que aún queda. Hollín sobre que brillaba el verdor de las hojas de la yedra. Sobre la yedra revoloteaban unos pajarillos...

En el capítulo XVI de la obra se reitera la visión:

Me he ido hasta las ruinas de aquel viejo caserío [...] al resto de cuya chimenea de hogar enhollinada abriga hoy el follaje de la yedra en que anidan los pájaros del campo...

Se advierten sin dificultad las semejanzas entre los pasajes de la novela y el texto del Cancionero, hasta el punto de que, a pesar de que el epílogo de la novela haya sido redactado en 1930, parece indudable que el resto de la obra —o, al menos, los pasajes citados— fue compuesto en fechas muy próximas a la que figura en el poema. Unas cuantas comprobaciones de este tipo permitirían corroborar que, si toda la obra poética de Unamuno está marcada, como ya se indicó, por su naturaleza diarística, el Cancionero amplía e intensifica ese carácter, eliminando la especialización y el campo temático deliberadamente acotado en el que se habían instalado los dos libros anteriores. En efecto: tanto De Fuerteventura a París como el Romancero del destierro señalaban ya desde su título la circunstancia personal de las evocaciones. El Cancionero, en cambio, se abre a toda clase de motivos y trata de recoger estímulos muy dispares, encauzados, como cabía esperar, en formas métricas también variadísimas. El impulso puede ser una lectura, la visión de un paisaje, una reflexión, un mero jugueteo idiomático o etimológico —recuérdense, sin más, los poemas 355 y 444—, un recuerdo, efemérides de distinto signo, enumeraciones nacidas del puro deleite verbal. En ocasiones, la homofonía entre vocablos desencadena una secuencia de asociaciones conceptuales, como sucede al equiparar la historia con una noria:

¿Qué es la historia? Es una noria;

sube y baja el arcaduz;

¡ir de la pena a la gloria!

¡ir de la cruz a la luz!

Y hay secuencias métricas que parecen surgir de sucesivas conmutaciones fonológicas:

Pisos de alfombra,

visos de sombra;

lechos de rosas,

techo de losas,

hechos y cosas.

No cabe desdeñar esta intensa búsqueda de la experimentación verbal, paralela a los numerosos patrones retóricos que Unamuno ensaya en los poemas del Cancionero, que van desde simples anáforas y paralelismos hasta artificios más complejos, como los quiasmos y las anadiplosis. La enorme variedad de motivos y formas que constituye la esencia misma del Cancionero hace pensar en la aspiración a un libro total, que consagre la idea de que todo es poetizable, desde una impresión de lectura hasta una discrepancia ideológica, y de que existen infinitas maneras de transformar la realidad. Todo es aprovechable, en suma, siempre que el lenguaje lo unifique y le dé precisión y consistencia. Conviene insistir en esta faceta fundamental —que explica, por otra parte, la gran cantidad de textos que se apoyan en reflexiones sobre diferentes aspectos del lenguaje—, porque la misma aspiración a la totalidad se manifiesta precisamente en la variedad de registros léxicos a que dan cabida los poemas del Cancionero. No es una novedad en Unamuno este gusto por introducir en los versos vocablos poco usuales, pero en el Cancionero se intensifica y adquiere un carácter más espontáneo. Son frecuentes las formas dialectales del campo salmantino, a las que Unamuno dedicó en muchas ocasiones una atención especial: abogalla ‘excrecencia del roble’, cochapa ‘postilla, costra’, andancio ‘enfermedad epidémica’, yeldarse ‘endurecerse’, gamella ‘artesa de madera’, uñir ‘uncir’, entre otros casos. También surgen palabras características del castellano bilbaíno, como colco ‘regazo’, chirenada ‘broma’ o chenche ‘niño’. No faltan los neologismos inesperados, como tuismo, o creados por analogía con formas ya existentes: el modelo de «tuteo» conduce a yoteo y yomeo; el recuerdo de «trastrigo» facilita la creación de trasuva; sobre «desengaño» se acuña desensueño, y amillarado surge por estímulo de «adocenado». Muchas reflexiones unamunianas sobre el lenguaje y su capacidad de reviviscencia, así como el resultado de las sucesivas ideas del autor acerca de la versificación y del poder engendrador de la rima, encuentran en los poemas del Cancionero su plasmación definitiva. Por eso estas páginas póstumas constituyen la desembocadura de una obra que es, a la vez, una vida. No resulta extraño que el poema final esté fechado tres días antes de la muerte de Unamuno.

problemas textuales

Ya se ha dicho que el Cancionero, que comprende más de mil setecientos poemas de extensión desigual, recoge textos compuestos a lo largo de muchos años. El más antiguo data del día 26 de febrero de 1928; el último lleva como fecha el 28 de diciembre de 1936. Durante casi ocho años, con muy escasas interrupciones y sin apenas intervalos, Unamuno confió al verso sus ideas y sensaciones más íntimas, lo que sería motivo suficiente para otorgar a la obra el carácter excepcional que sin duda posee. Pero el Cancionero es también el libro del autor vasco que ofrece un texto más inseguro y vacilante. En primer lugar, por tratarse de un libro póstumo —la primera edición data, en efecto, de 1953— que el autor no revisó ni preparó para la imprenta; en segundo, porque en el manuscrito original muchos poemas carecen de separaciones estróficas u ofrecen múltiples variantes y correcciones al margen sin que su presencia haya obligado a tachar o modificar el texto inicial, con lo que, al transcribir el texto, al editor le asalta la incertidumbre acerca de cuál de las formas presentes simultáneamente en la página representa la versión definitiva, en el supuesto de que tal versión existiera, lo que en muchos casos parece cuando menos dudoso.

Estas circunstancias, a las que deben unirse errores del propio manuscrito que afectan incluso a la numeración de algunos poemas, explican las discrepancias textuales entre la edición príncipe de la obra, llevada a cabo por Federico de Onís en 1953, y la más cuidada de Manuel García Blanco (1958). Ni siquiera existe acuerdo unánime entre editores y estudiosos acerca del número de poemas que componen el Cancionero: 1.755 según las ediciones de Onís y García Blanco, 1.762 de acuerdo con el detenido cómputo efectuado por Josse de Kock.

Así pues, la existencia de numerosas variantes de redacción en el manuscrito —que obligan a atribuir a muchos poemas el carácter de provisionalidad propio de los borradores— y los descuidos o errores del autor y de los transcriptores y editores sucesivos, convierten la misión de editar el Cancionero con la solvencia indispensable en una tarea erizada de dificultades. Teniendo en cuenta, además, que se trata de un conjunto inacabado —en el sentido de que se halla falto de una última revisión del autor— donde en muchas ocasiones no se discrimina entre versiones diferentes de un mismo texto, el editor se ve obligado a escoger con la máxima cautela, sin olvidar que cada elección es una operación delicadísima y que el objetivo de cualquier edición de estas características es ofrecer el texto más cercano posible a lo que constituyó la última voluntad del autor. En tales circunstancias, y con las dificultades y limitaciones ya indicadas, la única aspiración posible es lograr una versión más depurada que las anteriores, limpia de yerros —que ni siquiera faltan en el manuscrito—, de transcripciones equivocadas, de versos alterados u omitidos y, en suma, de las imperfecciones más notorias que han podido observarse en las ediciones existentes. En su descargo hay que decir que todas ellas han debido luchar con un manuscrito a menudo desconcertante que no ofrecía demasiadas facilidades, y que la presente edición, que se ha beneficiado de todas ellas, contendrá también, sin duda, elecciones discutibles o puntos necesitados de mejora. Pero esto resulta algo inevitable cuando la base textual es tan frágil como la de este libro portentoso que, con sus logros y sus defectos, representa la quintaesencia de la poesía unamuniana.

Junto al Cancionero aparecen en este volumen, para completar todo lo conocido hasta ahora de la obra poética de Unamuno, más de medio centenar de textos, la mayoría de ellos publicados en periódicos y revistas, que el autor no incorporó a ninguno de sus libros y que han ido siendo exhumados por diversos estudiosos; esencialmente por Manuel García Blanco (1958). Otras contribuciones deben ser examinadas con cautela, porque en este punto la bibliografía unamuniana contiene trabajos repletos de inexactitudes. Así, un investigador dio a conocer en el diario Ya (31 de diciembre de 1986) cinco poemas «inéditos», todos ellos publicados en el libro Poesías, de 1907; también el diario El País (4 de diciembre de 1981) ofreció como inédito un poema incluido en el primer libro del autor; otro investigador familiarizado con la obra unamuniana hizo lo mismo, ya no en un periódico volandero, sino en un volumen misceláneo de estudios académicos referidos al autor y publicado en 1986. En otros casos se han dado como inéditos textos que eran versiones truncadas o con variantes de poemas ya publicados. En general, se ha obrado con mucha ligereza, sin duda por el afán de añadir textos desconocidos que ampliaran un corpus cuya extensión es ya notable sin necesidad de adiciones. No puede decirse que en este terreno se haya avanzado mucho después de las aportaciones de Manuel García Blanco, sólidamente fundadas y documentadas. Hay que decir, además, que los poquísimos poemas que escaparon a la tenaz búsqueda del maestro salmantino no modifican en absoluto el conocimiento y la interpretación y valoración de la obra suscitadas por lo ya conocido y publicado.

Por lo que se refiere a los textos del presente volumen, se han recogido de acuerdo con los siguientes criterios: para los poemas del Cancionero nos hemos valido de las tres ediciones reseñadas más adelante y, en muchos casos, también del texto manuscrito, así como de las importantes y minuciosas observaciones formuladas por Josse de Kock en la amplia reseña publicada en el Bulletin Hispanique (LXVII, 1965, 356-365) a propósito de la edición del correspondiente volumen de Obras completas a cargo de Manuel García Blanco. En cuanto a los poemas sueltos y a las traducciones que completan el volumen, la base esencial es la edición específica de García Blanco (Miguel de Unamuno: Cincuenta poesías inéditas, Palma de Mallorca, 1958), completada con su libro fundamental, Don Miguel de Unamuno y sus poesías (Salamanca, 1954), pero con algunas adiciones de otra procedencia: los poemas I, II y III fueron rescatados por Carlos Seco (1986) de un artículo de Unamuno publicado en El Nervión, de Bilbao; el poema número XCVIII fue publicado por Laureano Robles en Tribuna de Salamanca el día 21 de diciembre de 1996. El mismo autor ha dado a conocer (CCMU, 1998) los tres pasajes de la Medea de Séneca traducidos en verso que nunca llegaron a ver la luz y que en la presente edición se añaden al final de las traducciones. Por otra parte, de la colección de poemas sueltos establecida por Manuel García Blanco hemos suprimido el titulado «Cruce de caminos», por tratarse de un relato aparecido en El espejo de la muerte del que se había aprovechado su carácter de narración rítmica para segmentarlo en versos, como se ha hecho a menudo con algunas páginas del libro Andanzas y visiones españolas.

Ricardo Senabre

BIBLIOGRAFÍA FUNDAMENTAL

Ediciones del Cancionero

Cancionero. Diario poético. Edición y prólogo de Federico de Onís, Buenos Aires, Losada, 1953.

Cancionero. Diario poético. Edición, prólogo y notas de M. García Blanco, en Miguel de Unamuno, Obras completas, XV, Madrid, Afrodisio Aguado, 1958 (el prólogo y la bibliografía figuran en el vol. XIV de la serie).

Cancionero. Diario poético. 1928-1936. Edición, prólogo y notas de Ana Suárez Miramón, en Miguel de Unamuno, Poesía completa, 3, Madrid, Alianza Editorial, 1988.

Estudios sobre el Cancionero

Avala, J. A., «El Cancionero de Miguel de Unamuno», en Cultura (San Salvador), I, 1955, págs. 78-87.

Clariana, B., «El Cancionero de don Miguel de Unamuno», en Revista Hispánica Moderna, XXI, 1955, págs. 23-32.

De Kock, J., «Aspecto formal de las fuentes escritas del Cancionero de Unamuno», en Revista Hispánica Moderna, XXX, 1964, págs. 215-244.

— Introducción al Cancionero de Miguel de Unamuno, Madrid, Gredos, 1968.

— «Géometrie et poésie dans Cancionero de Miguel de Unamuno», en Les Lettres Romanes, 41, 1987, págs. 235-244.

— «Configuraciones retóricas y estructurales en el Cancionero de Miguel de Unamuno», en Cuadernos de la Cátedra Miguel de Unamuno, XXXI, 1998, págs. 37-70.

García Morejón, J., Unamuno y el Cancionero, São Paulo, Faculdade de Filosofia, Ciẽncias e Letras de Assis, 1966.

Pérez, R., «El Cancionero, un testamento poético», en AA.VV., La poesía de Miguel de Unamuno, ed. J. A. Ascunce, San Sebastián, Universidad de Deusto, 1987, págs. 219-254.

Pezzoni, E., «La idea de la palabra en el Cancionero de Unamuno», en Cursos y Conferencias, LIII, Buenos Aires, 1958, págs. 181-199 y 275-284.

Torre, G. DE, «El Cancionero póstumo de Unamuno», en Sur, 222, 1953, págs. 48-64.

Vivanco , L. F., «El mundo hecho hombre en el Cancionero de Unamuno», en La Torre, IX, 1961, págs. 361-386.

CANCIONERO

PRÓLOGO DEL AUTOR

Estos versos, más o menos canciones, han sido mejor que escritos cantados o canturreados con pluma metálica —pluma de ala de acero— en una celda de destierro —destierro, desentierro— donde todas las albas me remozaba el espíritu releyendo en el Nuevo Testamento, cerca de la mar, que es el Testamento Eterno. Cerca de la mar salada. «Lo mejor, el agua», cantó Píndaro, y el Cristo: «buena la sal» (Marcos, IX, 50). Y luego: «¿Si la sal se hace sosa con qué la prepararéis? Tened en vosotros mismos sal y paz unos con otros». Y el apóstol Pablo: «Vuestra palabra siempre en gracia y pertrechada con sal» (Colosenses, IV, 6). Y así he adobado estas canciones con la sal de la mar fronteriza, con la sal milenaria del golfo de mi Vizcaya, de mi Wasconia —Gascuña—, con la sal de Dios, fronterizo también.

La lectura y lección del Nuevo Testamento me era padre nuestro de cada día. Y oía yo, bibliófago, comedor de libros, lo que el de la Revelación —Apocalipsis— nos dice: «Y la voz que oí del cielo que de nuevo hablaba conmigo diciéndome: “Ve, coge el libro abierto en mano del mensajero que está sobre la mar y sobre la tierra”; y fui al mensajero, diciéndole que me diera el librillo y me dice: “Coge y trágatelo, y te amargará el vientre, pero en tu boca será dulce y miel”; y cogí el librillo de manos del mensajero y me lo tragué y era en mi boca como miel dulce y cuando la comí me amargó el vientre» (Apocalipsis, X, 8-10). Y releyendo este apocalíptico mensaje comprendí cómo mi bibliofagia es teofagia, y que al comerme libros me como a Dios en ellos.

Las Buenas Nuevas, las Cartas y el Libro de la Revelación me enseñaban a soñar la vida —que es a la vez pensarla, sentirla y vivirla— con metáforas, parábolas y paradojas —o sea: traslados, soslayos y desvíos— cultivando en mí al creyente descreído —«¡Señor, ayuda a mi descreimiento!» (Marcos, IX, 24)—, al ciudadano proscrito y al poeta razonador. Esos textos evangélicos, epistolares y apocalípticos han sido entretejidos a tantos ensueños, a tantos dolores, a tantos goces, a tantas esperanzas, a tantos desengaños que habla ya en ellos un piélago de almas de siglos y quieren decírnoslo todo y más. Los textos que sólo nos dicen lo que su autor quiso o creyó querer decir no nos dicen nada; son textos muertos. Y muerto el autor mismo cuando los escribió, pues «tienes nombre de que estás vivo y estás muerto; ¡despierta!» (Apocalipsis, III, 1-2). Muerto de una vez y muriendo cada día como el Apóstol (I Corintios, XV, 31) que es vivir; muerto de una vez como uno de los que buscan la muerte sin encontrarla (Apocalipsis, IX, 6) porque ya la llevan dentro. Su alma es un dogma, un decreto, una tabla de la ley, un pedrusco. Pero yo quiero que en mí hablen las hablas de los que me hicieron; las almas de nuestros padres que caminaron bajo la niebla (I Corintios, X), que es la nube luminosa que nos deja en sombra (Mateo, XVII, 5-14).

Las más de estas canciones han sido escritas tendido yo en la cama, antes de levantarme a lavarme y aviarme, después de haber leído la Buena Nueva del día, cuando me entraba la luz del sol mañanero que iba a salir sobre los montes de Irún —la ventana de mi cuarto daba al sureste—, a esa hora del alba indecisa en que los ensueños emprenden su vuelo dejando en los surcos del alma su simiente. Algunas lo han sido estando yo recostado sobre la arena de la playa de Ondarraitz y recordando aquella arena —más bien polvo— sobre que escribió Jesús con el dedo desnudo y sin tinta al perdonar a la mujer adúltera (Juan, VIII, 6) como en la arena de esta playa que es el mundo en que pasamos, escribe con sus dedos desnudos —aunque a las veces con sangre— desde el cielo el Señor. En la arena formada de polvo de conchas que albergaron criaturitas de Dios, que fueron sus casas, sus moradas vivideras. Otras las compuse sentado sobre la yerba verde, como aquella en que Jesús mandó sentarse a la turba para que le oyese: «Haced que se sienten los hombres, pues había mucha yerba en el lugar» (Juan, VI, 10). Yerba para descansar sobre ella soñando la vida; debajo de ella durmiéndola.

Aquella celda de un mediano albergue de Hendaya, hogar de paso y de alquiler, ha sido mi concha de caracol, mi casa de [tres] años. Como aquella casa de que el apóstol Pablo nos habla (II Corintios, V) de que hemos de salir para retornar al Señor. Y estas canciones, ahora muertas y vacías, más tarde polvo, fueron también casas de almas huideras que me visitaban. Dicen que arrimando el oído a la casa vacía del caracol marino se oye la voz del océano y los sabios lo corrigen enseñando que es la de la circulación de la sangre por el propio pabellón de la oreja del que la oye. Es la sangre de nuestros padres y de sus padres, otro océano, que nos canta en el caracol. Y quiera Dios que al arrimar a tu oído, lector, estos mis caracoles muertos oigas la voz de tus padres y de los que fueron padres de ellos.

La celda de mi albergue de Hendaya me sirvió de casa, santificada alguna vez por la presencia de mi mujer. ¡Una casa! Una casa se edifica, pero no se construye. El auto es una máquina para caminar; la casa, una máquina para habitar, enseña Le Corbusier. ¿Máquinas? Las aborrezco. Huyo de los autos y de su vocinglería petrolera, y por eso en París me refugiaba en la Isla de San Luis, en la plaza de los Vosgos, para abuelos y nietos, en el Palais Royal, gran caracol de piedra resonante de ecos de la Gran Revolución. Y aquí, en Hendaya, me voy a Biriatu, siguiendo la ribera del Bidasoa, bordeada por la flor de oro de la argoma que dura casi todo el año, que no se pliega a engalanar ojales de solapas de chaquetas de señoritos, que, austera y virginal, se guarda para sí su perfume y se cierra a mariposas celestinas y a abejas machorras.

Me hallo en el destierro, fuera aunque a la vista de mi España, de esa España a la que anunció que iba a ir el Apóstol (Romanos, XV, 28), Pablo, ¡claro!, que Santiago no, y menos a matar moros. Y san Pablo ha venido a mi España, o lo que vale igual, ha venido a mí. Y me ha dicho que por la gracia de Dios, como él, soy lo que soy (I Corintios, XV, 9) y me exhorta, con su ejemplo, a evangelizar, diciéndome: «¡Ay de mí si no evangelizo!» (I Corintios, IX, 17) y a enloquecer en Dios (II Corintios, V, 13), él, que según confesión propia (I Timoteo, I, 13) era de suyo maldiciente, perseguidor e insolente, que había perseguido a sus hermanos por demasiado celo de las tradiciones patrias (Gálatas, I, 14); él, el hereje que no fue más que un hombre (Hechos, X, 27), él me enseña lo que es la terrible guerra civil en el tablado de la propia conciencia personal convertida en campo de batalla (II Corintios, XL, 1-6). Tremenda guerra más que civil, que habría dicho Lucano, el español, guerra más que hermanal, mellizal. «Miserable de mí, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?» (Romanos, VI, 24). Es la guerra entre Caín y Abel, entre Esaú y Jacob, entre Rómulo y Remo. Es la guerra que ha hecho los rebeldes desde el amanecer de la historia.

Esta amorosa rebeldía, este amor rebelde, me viene de los días de mi apretada y henchida niñez cuando fui inocente testigo de la guerra civil que ensañaba entre sí a nuestros padres y abuelos arrastrándolos a todos los desmanes y demasías. Y me acuerdo que durante el asedio y bombardeo de mi Bilbao nos hacían cantar una canción en la que se les llamaba a los carlistas caribes y fariseos. ¡Fariseos! Para mí entonces eran los que velaban el cadáver de Nuestro Señor Jesucristo en el monumento de jueves y viernes santos y que salían en las procesiones, tomando por tales a los que hacían de legionarios romanos. Después he sabido que el apóstol Pablo fue fariseo (Filipenses, III, 5) criado a los pies de Gamaliel. Y ¿por qué el Cristo persiguió con tanta saña y como a hipócritas, junto con los escribas o letrados, a los que creían en la resurrección de la carne? Acaso porque sólo en la carne creían.

Aquella guerra más que civil, hermanal, y hasta mellizal, en que me crié y crié mi espíritu, fue hija de la envidia cainita, inquisitorial.

 

«Quien no está conmigo contra mí está» (Mateo, XII, 30), repiten, mas ¿por qué se callan lo que el mismo Jesús dijo de: «Quien no está contra vosotros por vosotros está»? (Lucas, IX, 50). Porque Él es uno y los que le siguen son otros. Aunque esto de tapar a un Evangelio con otro no es raro. Así se nos enseña lo de según san Mateo (V, 5) de: «Bienaventurados los que sufren porque ellos serán consolados», pero tapando lo de según Lucas (VI, 21): «Bienaventurados los que lloran porque ellos se reirán», o se hace un pisto de los dos, pero callando la risa. ¡Qué jesuítico horror a la risa! ¡Hasta han hecho la leyenda de que el Cristo, que tanto se reía jugando con los niños y les hacía reír, no se rió nunca! Y hasta bailó cuando tocaban la flauta, no debemos dudarlo. «Os tocamos la flauta y no bailasteis» (Mateo, XI, 17). ¡Y él, que comía y bebía!

Mi abuela materna —que era a la vez tía paterna mía—, «¡quien siembra risas recoge lloros!», nos solía decir a sus nietos y sobrinos. ¿Por qué no a la inversa? Los más de los cristianos, la casi totalidad de ellos, no han comprendido y, por lo tanto, no han sentido a Cristo Niño; al Niño Jesús, sí, pero éste es otra cosa. Vedle en su relación a su madre; nunca la mamá, siempre la señora madre. Diríase que Jesús le hablaba de usted. Recuérdese el «¿qué a mí y a ti, mujer?» (Juan, II, 4) y el: «¡Mujer, he ahí a tu hijo!» (Juan, XIX, 26) y el: «¿Quién es mi madre?» (Mateo, XII, 48). Pero el arte llamado cristiano jamás ha representado, que yo sepa, a María yéndose, con los brazos remangados de estar cocinando y riéndose, a abrazar y dar un beso a Jesús adulto que salía a predicar y a jugar con los niños.

Aquella guerra civil, con la que yo y en la que yo de niño me reía, ¿fue para imponer lo de Hernando de Acuña, el poeta de Carlos Quinto, una ley, un monarca y una espada —Dios, Patria y Rey— o un señor, una fe y un bautismo que dijo san Pablo? (Efesios, V, 5). No, no fue para eso. Fue una guerra inquisitorial; fueron los hijos de Caín acaudillando a los de Abel y todos ellos mezclados en sucia mescolanza. Eran los que se llamaban a sí mismos tradicionalistas, que dejando los mandamientos de Dios toman la tradición de los hombres (Marcos, VII, 8) y los que se llamaban y llaman liberales y progresistas.

De aquella mi niñez que en el destierro, desenterrado de ella otra vez en mi nativa tierra vasca, me ha venido a flor de conciencia, procede la inspiración de muchas de estas ligeras canciones. Así he recordado aquel Pimpinito, pimpinito que cantábamos, lo cantaban sobre todo las niñas, después nuestras compañeras de vida y de convivencia, con un aire y un tonillo melancólicamente monótonos, o aquello otro que a coro entonábamos en el colegio: «Aplaca, Señor, tu ira, tu justicia y tu rigor. Misericordia, Señor» [Canción 69]. De aquella mi niñez me viene el mariquita y el ciervo volante [Canción 203] y sobre todo el cochorro [Canción 221], fuente de deliciosas incongruencias infantiles. Por cierto que aquí, en Francia, he aprendido otra cancioncilla infantil francesa, del hanneton, nuestro cochorro, el melolontha aristofanesco, que dice:

Hanneton, vole, vole, vole,

Hanneton, vole vole donc

si tu ne veux pas voler

je le dirai au curé,

le curé a sa servante

qui te coupera le ventre

avec un grand couteau d’or et d’argent;

vive la meuniére et le moulin á vent.

Y este hanneton que parece querer decir «gallito» —en alemán gallo es hahn— es nuestro cochorro o cochinillo, en gallego vaca loura, vaca rubia.

¡Aquella mi niñez! ¡Cuando jugábamos a la guerra en medio de la guerra de nuestros padres, de Caín y Abel, de Esaú y Jacob, del campo y de la ciudad! ¡La eterna tragedia de la historia! Caín, el labrador, el que mató por envidia a su hermano Abel, el pastor, fue quien levantó la primera ciudad, la de Ur, cociendo tierra, dice la leyenda, y con la ciudad las mazorcas de casa, luego las casas de vecindad, las torres de pisos y de ladrillo, los rascacielos, y de ello nació la civilización, cierto, pero también el patriotismo nacionalista y con él la envidia, su hija primogénita. Por envidia—phthonos, ¡qué terrible palabra helénica, herodotiana, trágica, evangélica!— entregaron a Jesús al pretoriano Pilatos los sacerdotes judíos (Marcos, XV, 10) y Judas, el segundo Caín, el gran avaro, fue un envidioso suicida. Por envidia querían haber matado a Lázaro el resucitado, el desenterrado (Juan, XII, 10). Por envidia, sí, por envidia, crucificaron al Cristo, pero acusándole antes de antipatriota, pues «¿qué haremos?, porque este hombre hace muchas señales; si le dejamos, todos creerán en Él y vendrán los romanos y nos suprimirán y al lugar y a la nación... conviene, pues, que un hombre muera por todo el pueblo y no que perezca toda la nación» (Juan, XI, 47-49). El Cristo era el rebelde, el individualista, el pesimista, el enredador que diría cualquier grotesco tiranuelo. Había que haberle aplicado la disciplina. Y disciplina quiere decir látigo y hasta cruz. Y le crucificaron, a azuzamiento de los sacerdotes, los soldadotes, los de Pilatos, los mercenarios del honor pretoriano y cesariano, los de la casta de Longinos, el lancero ciego que abrió la puerta sangrienta en el costado del que había dicho: «Yo soy la puerta (Juan, X, 9) y el camino» (XIV, 6). Y menos mal que entonces alcanzó Longinos a ver con «los ojos del corazón» (Efesios, I, 18).

¡Terrible esta casta profesional de Pilatos y de Longinos! Recordando que el Cristo, el Ungido, entró en Jerusalén en triunfo el día de Pascua de Ramos, montado en una borrica (Mateo, XXI) —no era caballero, y ¡cómo recuerdo la procesión del borriquito en Albia de la Bilbao de mi niñez!—, se les ocurre algo así como sacar el Sacramento a cuestas, pero para obligar a los pobres paisanos a que se arrodillen.

Pero yo no doblo la rodilla sino ante el Padre de quien se llama toda patria (Efesios, 14-15) y me rebelo contra toda esa «abominación de desolación».

También en mi niñez y en mi Bilbao nativa, villa —no ciudad— mercantil, cuya ría se abre, por el Abra, a la mar que baña las costas de todos los pueblos de la tierra adiviné la universalidad del hombre, su humanidad por encima de las patrias todas. Subiendo unas calzadas, unas largas escaleras de piedra —por donde antaño la calzada de Begoña— estaba el cementerio de Mallona, donde descansaba el resto mortal de mi padre y donde una matrona monumental y marmórea coronaba a los mártires de la guerra civil, pero a orillas del Nervión, el río que se abre a todos los pueblos, el que ha hecho la riqueza material y la espiritual de mi Bilbao, se tendía sosegado y apaciblemente risueño —jardín cerrado— el camposanto de los ingleses. ¡El Camposanto de los Ingleses! Lo que nos decía aquel rinconcito ribereño de tierra vasca —entonces no era bilbaína, sino de la República de Abando— donde se enterraba juntos a católicos y a protestantes. Era una lección. Allende nuestras luchas civiles, políticas y eclesiásticas —no religiosas— había otro mundo... de las mismas luchas también. Lo supe luego.

Y aquí, en esta frontera, he vuelto a aprender la lección de la tolerancia y del odio a la cruzada. Aquí he visitado el puente de Arnegui, entre San Juan de Pie de Puerto y Valcarlos, por donde volvió, dice la leyenda, de su cruzada Carlomagno, derrotado, al pasar, por los vascos, mis mayores, a los ecos de la trompa de Roldán; y siglos más tarde, en mi niñez, volvió por él a salir de España el pretendiente a su corona, don Carlos de Borbón y de Este, el Carlos VII de los carlistas, diciendo: «¡Volveré!». Dos cruzados, que habían entrado los dos por tierras de Francia en España. Como de Francia, la tierra de Godofredo de Bullón, de Pedro el Ermitaño y de las Cruzadas, entró en España aquel coronado obispo don Jerónimo, de quien se nos canta en el viejo Cantar de mio Cid, la canción de gesta de que luego salieron los romances y luego el retraducido Cid de Corneille. ¿Y no fue en Francia donde Domingo de Guzmán, el de Caleruega del Duero, predicó la cruzada contra los albigenses? ¿Y no fue en Francia, en Montmartre de París, donde fundó su Compañía aquel Íñigo de Loyola que se invalidó para la otra guerra en Pamplona, peleando contra los franceses y aprendiendo de ellos el arte de pelear? Sí, de Francia nos fue a España la cruzada, como de ella nos fue el ultramontanismo y el absolutismo, que no son españoles. Pero esta frontera en que recapacito esto no es española ni francesa: es vasca.

Contra toda esa abominación de desolación, pues, me he rebelado con rebeldía de cristiano español, de religioso patriota; me rebelé contra la censura y me puse a proclamar la verdad oportuna inoportunamente, como el Apóstol (II Timoteo, IV, 2). Y por ello se me desterró y al desterrárseme se me desenterró. Y aquí, en el destierro y desentierro, se me ha enardecido la lucha, pero con ella la niñez y a golpes ha empezado mi corazón a destilar la dulzura de sus días infantiles y se me ha vuelto niño el espíritu. «Si no os volvéis como niños no entraréis en el reino de los cielos» (Mateo, XVIII, 3). Y digo, siguiendo al Apóstol: Papá, el padre (Romanos, VIII, 15) porque Abba es Papá. Y con la niñez se me ha reencendido la pasión. Que de apasionado me tildó el tiranuelo, ¡gracias a Dios! «Conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente; ojalá fueses frío o caliente, y porque así eres tibio y ni caliente ni frío, te he de vomitar de mi boca» (Apocalipsis, III, 15-16). Otros y otras veces me han tildado como de loco diciéndome lo que Festo al Apóstol: «Desvarías, Pablo, las muchas letras te han vuelto loco» (Hechos, XXVI, 24), pero yo sé bien que al Cristo le tomaron por loco los suyos, su familia misma —la mía no a mí—, su madre y sus hermanos (Marcos, III, 20-25); y sé lo que es la locura de la cruz y la rebeldía cristiana. Y es que he puesto calor de hogar en la cosa pública —res publica— que me es cosa privada. De las ofensas a mi patria hago cuestión personal, no de las ofensas a mí, que son cuestión individual.

Rebeldía, ¡sí! Bien sé que la guerra, la que llevo dentro de mí, me ha hecho pecar al maldecir de los jefes que el pueblo se ha dado o soporta (Hechos, XXIII, 5), que el apóstol Pedro nos enseña a someternos por el Señor a toda institución humana, o rey, o superior, o jefe (I Pedro, II, 13-14), que Pablo lo apoya diciendo que no hay autoridad —exousia— sino de Dios, y que las que hay, por Dios están ordenadas (Romanos, XIII, 1; Tito, III, 1), pero dejando lo que va de autoridad —o licencia— a poder, tampoco debo olvidar que hay que obedecer antes a Dios que a los hombres (Hechos, V, 29) y que hay desobediencias santas. Ni olvido que al Bautista se le degolló por haber reprendido al rey Herodes (Marcos, VI, 18-30), pero su cabeza degollada sigue reprendiendo desde el plato.

Sé que les he injuriado e insultado y que hasta he esgrimido contra ellos —¡contra quiénes si no ha de ser!— el arma prohibida, aquella de que dijo el Cristo que quien llamase tonto —μopέ— a su hermano será reo de la pena del fuego (Mateo, V, 22) —espero que del fuego purificador—, pero ¡cuántas veces no se nos habla en el Evangelio de la tontería o necedad de los enemigos del Señor! «¡Se llenaron de tontería!» (Lucas, VI, 11). ¿Y cómo podría yo soportar que inundasen de tontería, como la han inundado, a mi España, que la anegaron de sus necedades? Y en cuanto a desobediencia no me atengo a sus tres terribles grados según los estableció Íñigo de Loyola, el soldado hecho fraile, sino a aquello otro de mi tierra —y la suya— de «se obedece, pero no se cumple». Y disciplina, que viene de discípulo y éste de discere, aprender, supone maestría, de maestro que enseña, y ¿dónde está la maestría de esos supuestos «administradores de los secretos de Dios»? (I Corintios, IV, 1).

No puedo menos que hacer lo que hago y en ello me estoy y me arrellano. Y aquí mantengo mi rebeldía esperando a que Dios quiera que los españoles queramos rescatarnos de la tiranía. Aquí espero a que las murallas de Jericó se derrumben a fuerza de nuestra fe (Hebreos, XI, 30), sepultando a los sacerdotes que no tienen más rey que el César (Juan, XIX, 15) y que temen a la luz, que es Dios (Epístola I, Juan, I, 5), que es amor (Epístola I, Juan, IV, 16), siendo Amor la Luz. Y la Justicia, que espero, la libertad de la verdad, el advenimiento del reino de Dios que está dentro de nosotros (Lucas, XVII, 21).

Y en tanto, soporto la persecución de que se me hace blanco, y me digo: «Bienaventurados los perseguidos a causa de la justicia porque de ellos es el reino de los cielos» (Mateo, V, 10). Repiten que soy un desterrado voluntario, lo que en el sentido en que lo dicen no es verdad y procuran obligarme a volver a entrar en la prisión que es hoy España, por aquello de la parábola de «obligarle a entrar» (Lucas, XIV, 23), que tantos crímenes ha hecho cometer. Mas huí de ella desnudo (Marcos, XIV, 52) y poco más que desnudo sigo aquí. Y hecho teatro de mí mismo (I Corintios, IV, 9), tratando de descubrirme a mí mismo, de conocerme y más bien de conocer al Señor para ser por Él conocido. Que si el oráculo de Delfos, y luego con él Sócrates y sus discípulos lo repitieron, decía: «¡Conócete a ti mismo!», las Escrituras ( ) 1 , y lo repite la Epístola a los Hebreos: «¡Conoce al Señor!», es decir, ámale, pues no se puede sino amar a aquel a quien de veras se conoce. Y así se es conocido por Él, se vive en su memoria siempre presente, eterna, pues quien ama a Dios es conocido por Él (I Corintios, VIII, 3), es hombre de Dios (II Timoteo, III, 17), es teodidacto (Tito, III, 11).

Y aquí vivo ganándome como puedo mi vida para ser lo menos gravoso a los míos, pues sé lo de que el que no quiera trabajar que no coma (II Tesalonicenses, VI, 10); pero sin dejarme rendir porque traten, si no de cortarme los viveros, de perjudicarme en mis ganancias. Y no vivo de mi predicación patriótica, sino como Pablo que vivía de su trabajo (II Tesalonicenses, III, 8), que era el de hacer tiendas, y yo de hacer otras tiendas en que puedan almas abrigarse. Artesano de armar tiendas Pablo, y Cristo, su Cristo, tectón (Marcos, VI, 3), armador de casas rústicas, que no carpinteros, y mi principal trabajo el de hacer lenguaje —y lenguaje es pensamiento— español, que es hacer tienda de espíritu de pueblo permanente.

Algunos de mis sedicentes mejores amigos, «¡lástima de hombre, con lo que pudo haber sido y haber hecho!», y le llaman a este mi destierro-desentierro un suicidio político, y me hacen recordar lo de aquellos judíos que creyeron que Jesús se iba a suicidar cuando les dijo: «Donde yo voy, vosotros no podéis ir» (Juan, VIII, 21). ¿Qué, es que habiéndome quedado allí, enterrado, habría yo llegado a cosa así como dictador? El Cristo, cuando las turbas quisieron nombrarle rey por haberles dado de comer, huyó al monte (Juan, VI, 15) rechazando el tentador (Mateo, IV, 8-10), y otros, otras veces, me llaman pesimista. «Hay que aislar a los pesimistas», que dijo el rey don Alfonso XIII, teniéndome, sin duda, a mí en mientes. Mas ya yo no sé, ni ellos tampoco, lo que con esa tan asendereada y manida palabreja —pesimismo— quieren decir.

Y estando aquí, en el destierro-desentierro, me he vuelto a mirar una voz que me llamaba (Apocalipsis, I, 11) y vi que de mi niñez rediviva se alzaba un arcángel, mi patrono Miguel —que declarado quiere decir en hebreo: «¿Quién como Dios?»—, de quien nos cuenta en su Epístola el Apóstol Judas (versículo 9) cuando disputó con el Fiscal —que no otra cosa quiere decir la voz diábolos, el diablo, el acusador— por el cuerpo de Moisés y de quien en el Libro de la Revelación (Apocalipsis, XII, 7) se nos dice cómo peleó con sus ángeles en el cielo contra el Dragón, la Serpiente Antigua, la que tentó a nuestros primeros padres en el Paraíso y que no es otro que la Esfinge misma, llamada Diablo: Acusador o Satanás: Tentador. Que quien acusa, tienta. Pues ¿quién tienta a caer sino el que trama la enquisa, el enquisidor o Inquisidor? ¿Dónde estaba la injuria, en la boca de Pablo o en el oído del Sumo Sacerdote Ananías, que mandó que le pegasen en aquélla? (Hechos, XXIII). «Pero ¿es que tú no eres a tu vez un acusador, un diablo —se me dirá— que te has erigido a nombre del pueblo en censor de los que le mandan?» Cierto; mas también sobre el cuerpo de Moisés acusaba Miguel al defenderlo. Y dialogaba —διελέχετο— en dialéctica de fuego, como después Pablo. La espada de fuego que puso Dios en manos del ángel que guardaba el Paraíso, desterrados de él Adán y Eva, ¿no sería una espada de dialéctica arcangélica y el arcángel Miguel mismo?

Bajo su advocación me pusieron porque nací en el día de su fiesta, un 29 de septiembre, por misteriosa providencia, y siempre recuerdo a cuatro Migueles de nuestra España: a Miguel de Cervantes Saavedra, soldado que habiéndose quedado manco en Lepanto de su manquera sacó el Quijote, como Íñigo de Loyola, otro soldado, por haberse quedado cojo en Pamplona, de su cojera sacó la Compañía llamada de Jesús; a Miguel López de Legazpi, vasco como Íñigo y como yo, que sin esgrimir espada —no era soldado—, con la pluma sólo —era escribano— ganó para los Austrias de España, sin derramar una sola gota de sangre y pocas de tinta, las islas Filipinas; a Miguel Servet, guerrero del pensamiento, a quien al quemarle Calvino en Ginebra nos ahorró el que le hubiesen quemado, si le agarran, sus hermanos los españoles de España; y a Miguel de Molinos, el aragonés, que en la quietud de nosotros mismos nos enseñó a retemplar y cómo divinizar nuestras ganas y que queriendo lo que ha de hacernos Dios consigamos que Dios nos haga lo que queremos. Después nuestro glorioso nombre, de Cervantes, de Legazpi, de Servet, de Molinos y mío, se ha degradado en nuestra España, pero yo —gracias a Dios— lo enarbolo muy en alto y muy en claro.

A todo lo cual me hablan de no sé consabe qué peligro del caos. ¡Caos! Mi oficio me ha enseñado a mirar y ver en el secreto histórico de las palabras y sé que la voz griega chaos, como la latina hiatus, significa abertura de boca, bostezo. Y, en efecto, el peligro grande de nuestra España, y de Europa, es que se muera de un bostezo. Pero... ¿otro? Tiemblan de los dolores del parto; no saben que esos terremotos y esas hambres son «principios de dolores de parto» (Marcos, XIII, 8). ¡La puesta del Occidente! Pero el Occidente es el ocaso; es la puesta constante que vive poniéndose, como la vida del cristianismo que —lo he mostrado en otro libro— es una agonía inacabable.

Esta mañana —la de hoy 23 de marzo de 1928 en que esto escribo— he estado leyendo el capítulo XII de la Segunda Epístola del Apóstol Pablo a los Corintios, y al encontrarme ahí he encontrado toda mi vida del momento que pasa y queda. En ese pasaje nos cuenta el Apóstol cómo fue arrebatado al tercer cielo, no sabía bien si en cuerpo o fuera de él, al Paraíso, y oyó «dichos no decideros» —άρητα ὲηματα— que no es posible al hombre decirlos. ¿Y qué otra cosa son los dichos que hay que decir en poesía? ¿Qué son sino dichos indecibles los que hay que verter en versos? Y de ello se jacta el Apóstol; como yo; del exceso de las revelaciones. Y para que no se ensoberbeciera con ello se le dio aire, σχολοφ en la carne. Si os hablara yo de mi σχολοφ. ¿Pero aún más? ¡Basta! Y el Apóstol pedía a su Señor que se la quitara de encima, pero le respondió: «Te basta mi gracia, pues la fuerza se cumple en debilidad». Hay que haber vivido desterrado, desenterrado, para comprenderlo y consentirlo. Y sigue el Apóstol y dice a los Corintios: «Me he hecho insensato; vosotros me obligasteis». Es lo que les digo a mis amigos de España. Y luego añade que quiere ir a ellos, «pues no busco lo vuestro, sino a vosotros». ¡No busco lo vuestro, sino a vosotros! Tampoco yo cuando me presenté a los mocitos del Ateneo de Madrid a explicarles mi visita al Rey, no buscaba lo de ellos, su colocación —como cuadrilleros de la Santa Hermandad— sino a ellos, y porque les buscaba a ellos y no lo suyo, me denostaron. Y luego agrega Pablo estas palabras que me están retintineando dentro desde que se me abrió este día: «¿Temo pues no sea que yendo os encuentre no cuales os quiero y sea yo encontrado por vosotros cual no me queréis?». Éste es mi temor de volver ahora a España, el de encontrar allí a mis amigos no cuales los quiero y de que ellos me encuentren no cual me quieren.

Y ahora a cosas de forma, que lo son también de fondo.

Las canciones van publicadas —excepto la primera— por el orden temporal de su nacimiento, que es el orden más vivo, pues han nacido unas de otras. El desorden, el caos o bostezo, sería enfilarlas por géneros, por temas, por metros o por tonillos. El orden más práctico suele ser el más artificioso: el alfabético. Entre todas ellas forman, creo, un poema de gran unidad, de la estrecha e íntima unidad que da la vida. Y son, me atrevo a afirmarlo, poesía y filosofía, si es que éstas se diferencian entre sí.

Primero, si esto es o no poesía. ¡Bah, conversación! ¿El decir de algo que es o no es poesía es juicio clasificativo o valorativo? «¡No es más que un poeta!» o es «nada menos que todo un poeta», poco dicen. Es como si se dijese de una abeja que no es más que un insecto porque sólo tiene seis patas mientras que la araña tiene ocho. ¿Es por ello la telaraña superior a la celdilla del panal? El naturalista comprende un árbol, el filósofo lo piensa, el poeta lo sueña —el poeta filosófico y el filósofo poético, lo piensan soñándolo o lo sueñan pensándolo, que es igual— y el leñador ni lo comprende, ni lo piensa, ni lo sueña, sino que lo corta y lo utiliza.

Y filosofía. Este cuerpo de canciones ofrece una filosofía aunque no un sistema filosófico. «La poesía, digo yo, seguro de la cosa —dice Hölderlin en su Hyperion— es el principio y el fin de esta ciencia», y se refiere a la filosofía. Que no se encierra, es claro, en la sucesión de los sistemas filosóficos ni cabe en ellos. Hace poco leí una historia, en alemán, del pensamiento filosófico donde no figuraban muchos constructores de sistemas, y por primera vez hacía en ella un buen papel España, representada sobre todo por Loyola, Cervantes y Calderón de la Barca. Porque no, la filosofía no es sistema. En la pregunta esfíngica: «¿Crees en Dios?», el problema no es tanto lo que Dios sea cuanto lo que sea creer. ¿Qué es creer?, ¿qué es ver?, ¿qué es soñar? La inteligencia apetece conocimiento; la fuerza, trabajo; la fe, creencia. Y el hambre come, la sed bebe, el amor ama; los tres para morirse.

Y ahora a cosas de más forma aún, de la formalidad de la forma.

He procurado decir del modo más llano y corriente lo que todos sienten sin acertar a decirlo y al menos, si no todos, la mayoría selecta, esto es: el pueblo. Y para ello convertir paradojas en lugares comunes, que equivale a convertir lugares comunes en paradojas. Más de una canción me brotó de una frase flotante que cogí al vuelo con el oído.

Creo tener que decir que el lenguaje mismo, el lenguaje popular, ha sido mi inspirador capital. Las palabras mismas suscitan ideas. El que cría palabras o asiste con amor a su crianza, las ahíja, las hace hijas suyas. La etimología amorosa es una fuente de poesía, de re-creación más bien, de anapoesía, de palimpoesía. Los llamados aciertos poéticos suelen ser aciertos verbales. Hay tal juego de palabras que es juego de conceptos, conceptismo y juego de pasión. Porque las palabras levantan pasiones y emociones; y acciones. Los conceptistas han solido ser grandes apasionados y grandes poetas: así san Pablo y san Agustín, y Pascal y Spinoza y Quevedo. ¿Quién más conceptista que san Pablo? Aunque se quiera oponer el paulinismo al juanismo, el fariseo de Tarso y del camino de Damasco, el dialéctico polémico sentía mejor que san Juan lo de que en el principio fue la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios y Dios era la Palabra y todo se hizo por Ella, y sin Ella no se hizo ni una sola cosa de lo hecho (Juan, I, 1-3). Y hasta por ella se hizo Dios dios. San Pablo vuela, en sus más altos vuelos dialécticos y metafóricos —diálogo es metáfora— en alas de las palabras. A las veces le guía hasta una aliteración, una asonancia. Como a san Agustín el aforístico; como a Quevedo, como a san Juan de la Cruz. Y no lo que podríamos llamar la música de las palabras, como en Góngora, sino su letra. Aunque a Góngora tampoco le guiaba la música, sino el viso, el brillo, el lustre. Su mismo nombre: Góngora, que tanto le ha servido, es un nombre esdrújulo, con su dos oes, una tónica y otra átona y terminado en a sonora: ó-o-a, y sus dos gues y su nasal y su ere suave; es un nombre de musicalidad visual.

Otra cosa, y es que no hay palabras puras e impuras, limpias y sucias, como no las hay nobles y plebeyas, que dijo Víctor Hugo. Y lo digo por el reproche que se me ha hecho de emplear ciertas expresiones en mi Romancero del destierro. Pues qué, ¿voy como Echegaray en su Gran Galeoto a acumular tres consonantes en ete para sugerir la voz alcahuete, sin duda vitanda? No; ni lo de Cervantes, que después de decir «los cochinos, que sin perdón así se llaman», hace que Don Quijote recomiende a Sancho que diga eructo, que para nosotros no es más que latín, y no regüeldo, que es castellano o ladino; regüeldo o regüero, que sin perdón así se debe llamar.

Y metido ya de hoz y de coz —de hocico y de calcañar— en estas vocabulerías —¡pícaro oficio!— he de advertir que aunque la Real Academia Española de la Lengua —Dios la tenga en gloria, a la Academia— manda o aconseja decir árgoma, esdrújula, y no argoma, llano; a esta llaneza, que en tal caso era mi costumbre, me atengo. Como me atengo, por el contrario, y en favor del castizo esdrújulo, a decir telégrama y no telegrama, que así me lo enseñaron de niño y no me ha de hacer desviar de ello el que un ex jesuita pedante, casticista y no castizo —al que conocí y traté y discutí de ello con él— y que fue el de la h de harmonía —ya se la han quitado— llevase al Diccionario oficial y oficioso esa acentuación a la latina, fundándose en que la anteúltima sílaba por estar ante consonante doble, telegramma en latín, es larga, y, según regla prosódica latina, acentuada, cosa que no ocurre en griego, donde τελέγραμμα debe ser proparoxítono o esdrújulo, a pesar de la larga. Y en todo caso habíase ya adoptado telégrama junto a telégrafo, pues el castellano siente querencia por el esdrújulo —lo ha hecho a médula, voz latina que en latín no lo es: medulla— y no había por qué alterarlo, que hartas cultilatiniparlerías cundían ya y aún cunden. Que por la misma regla latina habíamos de decir filosofia, cuatrisílabo y con el acento en la segunda o y no filosofía, y al igual pedagogía y no pedagogía como en griego. Como decimos sinfonía, a la griega, que de la forma latina symphonia hicimos zampoña. Y aquí diré lo que dije a uno que me preguntaba por qué no le ponía hache a la armonía y fue que: «porque sabiendo que soy profesor de griego han de suponer que sé por qué les manda ponérsela a los que se la ponen sin saber por qué». Al susodicho ex jesuita le quedaba de su pasado jesuitismo lo del tercer grado de obediencia, obediencia de juicio, y quiso llevarlo a la Academia y a los que la acatan; pero yo, aunque paisano de Íñigo de Loyola, o acaso por esto mismo, soy en lenguaje, como en otra cosa, protestante partidario del libre examen.

Y siguiendo en vocabulerías —a las veces palabrerías— advertiré los juegos etimológicos de la composición (número 152) y cómo estro: οιστρο, es tábano, y la metáfora viene de que al poeta, arrebatado en furor poético o creativo, se le comparaba con la ternera arrebatada por el tábano, y que la palabra rato —el que hay que matar— deriva de rapto — es su forma popular— o arrebato. Estos juegos etimológicos nos hacen hacer conciencia expresiva, expresión consciente, de lo subconsciente del lenguaje, sacarle a la luz las entrañas.

Evito términos técnicos. Y así no se me ocurre llamarle asfodelo a la gamona, a pesar de las reminiscencias clásicas de aquel término. Cuando en la verde frescura de una poesía en el derecho sentido popular —de la mayoría selecta— me encuentro con una de esas voces de libro de texto de asignatura de Instituto de Segunda Enseñanza, me produce la repulsa que al encontrar en una pradera de yerba mullida y verde una lata de sardinas desgarrada y vacía o acaso, lo que es peor, la hoja de una revista financiera, amarillenta ya y embadurnada de grasa y que sirvió para envolver la tortilla de patatas de la merienda.

Y puesto ya a revelar la organización —no mecanización— poética, he de decir que el poemita [243], «Erguijuela de la Sierra», me surgió también de estro o tábano etimológico, Erguijuela, como Egrijuela, luego Grijuela, procede de ecclesiola, con disimilación de las dos eles —así: L-L> r-1— al modo de Grijalba <ecclesia alba y Grijota <ecclesia alta, y de aquí lo de «iglesuela en cuclillas», en cluquillas como una gallina clueca que abriga no sólo a los huevos, sino después a los polluelos, que se ponen al aixapluch (catalán) o al agarimo (gallego) de la gallina madre. Todo lo demás del poemita es recuerdo de un vistazo que di por encima, yendo en auto por la carretera, desde La Alberca a Sequeros, a ese pobre lugarejo de la Sierra de Francia, en Salamanca. Otra vez he jugado con los derivados de «verter», de donde verso, que son, entre otros, de advertir, adverso y avieso; de travertir, traverso, travieso y través; de divertir, diverso y divieso; de invertir, inverso y envés; de revertir, reverso y revés; de convertir, converso, convés (combés) y conversación.

Y es que la palabra crea. En el principio fue —¡otra vez!— la palabra y por ella y con ella crió Dios al mundo, y luego Adán, al dar nombre a las cosas que por Dios creadas, Éste se las presentó a que las nombrara, las recreó y se recreó re-creándolas y se hizo hombre e hizo humano al mundo y al pensamiento que ahora quieren algunos, ¡y con palabras!, deshumanizar. Y la creación, la poesía, es palabra, no música ni pintura sino en cuanto éstas hablan. Y palabra es parábola o soslayo.

Y hay el valor corporal de la palabra por sí, del sonido. Se dice de algún escultor que llevaba siempre consigo una pellita de barro de modelar hiñiéndola entre sus dedos.

Las palabras, ¿son el vestido del pensamiento? El pensador entonces un sastre. «No; la palabra es piel del pensamiento», dicen otros. Y otros, que son sus entrañas. Es el pensamiento el que es la piel de la palabra. Se piensa con palabras, o mejor, son las palabras las que piensan en nosotros. Un palabrador es un pensador. Adensando la expresión, enfurtiéndola, es como se llega a sus formas más puras, más sencillas, más claras, y más populares, que son a la vez las más exquisitas, las más escogidas, ya que el pueblo, la mayoría selecta, es naturalmente sentencioso y sobrio de palabras.