7,99 €
¿CÓMO SABER EN QUIÉN CONFIAR CUANDO NI SIQUIERA SABES QUIÉN ERES? Ella está fuera, en la puerta. Entró en el tren después de una difícil semana en el trabajo. Le robaron el bolso y con él su identidad. Toda su vida estaba ahí dentro: pasaporte, cartera, llaves de casa… Cuando quiso denunciar el robo su mente estaba en blanco. Ni siquiera podía acordarse de su nombre. Dice que vive en tu casa. Ahora está delante de la puerta de entrada de la casa de Tony y Laura. Está segura de que vive allí. Pero ellos nunca la han visto en su vida. ¿La dejarías entrar? "Tejida de forma intrincada y tan realista que paraliza el corazón, esta novela dice best seller por todos lados". Claire Mackintosh, autora de Te dejé ir y de Si te miento "J. S. Monroe ha tejido una novela absorbente llena de giros inesperados y culminada con un clímax salvaje". The Times "Un profundamente intrincado y trabajado argumento". Daily Mail De Búscame han dicho: "Alberga todas las variantes del thriller psicológico: violencia doméstica, suspense y novela gótica de misterio". Lluís Fernández, La Razón "Búscame es una novela de intriga apasionante que va desvelando una verdad tras otra hasta llegar a un punto inimaginable para el lector cuando comienza la novela. Esta novela no necesita un ritmo vertiginoso para enganchar al lector, sino que, sin prisa, pero sin pausa, va engarzando una idea tras otra hasta llegar a una verdad sorprendente y escalofriante". Papel en blanco
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 476
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
Olvídame
Título original: Forget My Name
© 2018 by J.S. Monroe
© 2020, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.
© De la traducción del inglés, Victoria Horrillo Ledesma
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia
Diseño de cubierta: CalderónStudio
Imagen de cubierta: Shutterstock
ISBN: 978-84-9139-519-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Dedicatoria
Cita
Día uno
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Día dos
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Día tres
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
Capítulo 76
Capítulo 77
Capítulo 78
Capítulo 79
Capítulo 80
Capítulo 81
Capítulo 82
Capítulo 83
Día cuatro
Capítulo 84
Capítulo 85
Capítulo 86
Capítulo 87
Capítulo 88
Capítulo 89
Capítulo 90
Capítulo 91
Capítulo 92
Capítulo 93
Capítulo 94
Capítulo 95
Capítulo 96
Capítulo 97
Capítulo 98
Capítulo 99
Capítulo 100
Capítulo 101
Capítulo 102
Capítulo 103
Capítulo 104
Capítulo 105
Capítulo 106
Capítulo 107
Un mes más tarde
Capítulo 108
Capítulo 109
Agradecimientos
Si te ha gustado este libro…
En recuerdo de Len Heath
Otra forma de retentiva es la capacidad de revivir con la mente esas ideas que, tras dejar su impronta, desaparecen o se hurtan, por así decirlo, a nuestra vista (…) Pues no permitiendo la estrechez de la mente humana el tener a un tiempo gran número de ideas a la vista y a la consideración del entendimiento, es preciso disponer de un depósito donde almacenar aquellas a las que pueda darse uso en otro momento.
John Locke, sobre la memoria, en Ensayo sobre el entendimiento humano (1690)
«No recuerdo mi nombre».
Me repito esas palabras como un mantra mientras trato de conservar la calma, de asimilar por completo su significado. Libre de las ataduras de mi antigua vida, ahora solo el presente puede guiarme.
Al apearme del tren aspiro el aire fresco del campo hasta llenarme con él los pulmones y zigzagueo por el andén que lleva a la carretera, siguiendo a una columna de fatigados usuarios del transporte público. ¿Tendría que reconocer a alguno? La hora punta no ha hecho más que empezar. A mi izquierda, un río se abre camino a tientas por un prado; sus aguas poco profundas centellean al sol de verano. Se oyen balidos a lo lejos, del campo de críquet que hay junto a la iglesia se alza de pronto un clamor de júbilo. Más allá, sembrados de colza, color de mostaza inglesa. Y luego está el canal, con sus hileras de falúas de colores amarradas a lo largo del camino de sirga.
El pueblo está solo a una hora en tren de Londres, pero tiene un aire muy rural. Muy pastoral. Cruzo el puente de las vías y enfilo la calle mayor, paso de largo junto a un buzón de correos mientras intento concentrarme. Sé que estoy haciendo lo correcto. La amnesia temporal pueden desencadenarla toda clase de cosas, las drogas, el alcohol, o puede que ambos, pero el estrés relacionado con el trabajo es una de sus causas más frecuentes: las vías neuronales más trilladas se colapsan, bloqueadas por los escombros de una vida desquiciante. Y en tales circunstancias la propia casa es el mejor refugio. El correo en el felpudo, las cartas con un nombre en el sobre.
Al llegar a un pub, tuerzo a la derecha, hacia una calle flanqueada por casas viejas con techumbre de paja. Debería sentir alivio mientras me dirijo a la última vivienda de la derecha, una casita con la puerta de color azul verdoso y una glicinia colgante, pero no lo siento.
Tengo miedo.
Trato de imaginarme cerrando la puerta a mi espalda y arrellanándome en el sofá para ver telebasura con una copa grande de Sauvignon Blanc bien frío. Pero no tengo la llave. De pie delante de la casa, miro a un lado y otro de la calle y oigo una voz detrás de la puerta. Tiene acento americano. Un escalofrío me recorre de pies a cabeza. Me acerco a la ventana y miro dentro. Dos personas se mueven por la cocina; el sol que entra de soslayo por la puerta doble del jardín, a su espalda, recorta sus siluetas. Miro esas dos figuras sin poder apenas respirar. Fijo la vista en el hombre que corta lechuga en la isla de la cocina con un gran cuchillo cuyo acero refleja la luz. Quiero dar media vuelta y echar a correr calle abajo, pero me obligo a mirarle mientras corta. Detrás de él, la mujer, parada delante de un fregadero Belfast, llena de agua una cazuela.
Regreso a la puerta, compruebo el número de la casa. Es el correcto. Me tiemblan tanto los dedos que no atino a pulsar el timbre, así que agarro con las dos manos la aldaba de hierro forjado y llamo, con la cabeza inclinada hacia delante como un orante. «Om mani padme hum». Como no abren, vuelvo a llamar.
—Ya voy yo —dice el hombre.
Retrocedo hacia la calle y estoy a punto de perder pie cuando se abre la puerta.
—¿Sí? ¿Qué quería? —pregunta él con una sonrisilla inquieta.
Me noto mareada. Nos miramos un segundo escudriñándonos mutuamente como si buscáramos una explicación, un indicio de reconocimiento. Me doy cuenta de que estoy conteniendo la respiración. Él mira mi maleta y luego vuelve a mirarme. Yo lo miro todo el tiempo que puedo —uno, dos, tres segundos— y luego desvío los ojos.
Sé que debería decir algo —«¿Quién es usted? ¿Qué narices hace en mi casa? Por favor, dígame que esto no está pasando, después del día que llevo hoy»—, pero me quedo callada. Sin habla.
—No nos interesa comprar nada —dice al tiempo que amaga con cerrar la puerta—. Lo siento.
Reconozco el acento: ese deje engreído, informal, de los neoyorquinos. Él echa otro vistazo a mi maleta. Debe de pensar que está llena de guantes para horno y fundas de tabla de planchar, o de cualquier otra cosa que se venda a domicilio hoy en día.
—Espere —digo, y es un alivio saber que aún recuerdo cómo hablar.
Mi voz le sobresalta. ¿He gritado? Empiezo a notar un pitido agudo en los oídos.
—¿Sí?
Tiene la cara enjuta, la expresión alerta, los ojos de un azul desvaído hundidos en el cráneo, la perilla bien recortada, el pelo recogido en una coleta. Intuyo que no le cerraría la puerta a una desconocida; no es su estilo.
—¿Quién es, cariño? —pregunta la mujer a su espalda con acento inglés.
El hombre dibuja una sonrisa de intensidad casi beatífica. La cara de Fleur aparece delante de mis ojos con una sonrisa fugaz en los labios. Apoyo dos dedos en el tatuaje de mi muñeca, escondido bajo la manga de la blusa. Sé que tenemos uno cada una: una hermosa flor de loto morada, abierta solo a medias. Ojalá recordara más.
—Vivo aquí —consigo decir—. He estado de viaje por trabajo. Esta es mi casa.
—¿Su casa? —pregunta él, y se cruza de brazos y se apoya contra el quicio de la puerta.
Va bien vestido: camisa de dibujos florales abotonada hasta el cuello, chaqueta de punto gris oscura, vaqueros caros, de no sé qué marca. Da la impresión de que lo que he dicho le ha hecho gracia, más que parecerle raro, y mira calle arriba y calle abajo buscando quizá una cámara de televisión oculta o un presentador con un micro en la mano. Puede que solo se alegre de que no quiera venderle aloe vera.
—Tenía la llave en el bolso, pero lo he perdido en el aeropuerto, junto con el pasaporte, el portátil, el iPhone, el monedero… —Me interrumpo, ensordecida por el pitido insoportable que noto en los oídos—. Iba a pedirles la llave a los vecinos, y luego he pensado en llamar a la policía para denunciar…
Noto que todo empieza a darme vueltas. Me obligo a mirarle otra vez, pero solo veo a Fleur en la puerta de su piso preguntando si quiero entrar. Respiro hondo, visualizo un árbol de bodhi, una figura en reposo bajo sus ramas sagradas, sedantes. No sirve de nada. Nada funciona. Creía que podría con esto, pero no puedo.
—¿Puedo entrar? —pregunto mientras mi cuerpo oscila sin control—. ¿Por favor?
La mano que me agarra del codo suaviza la caída.
—Es muy guapa.
—No me he fijado.
—Venga ya, es preciosa.
—Necesita ayuda.
—Los del centro de salud han dicho que llamarían en un cuarto de hora.
Los escucho, tumbada con los ojos cerrados. Están en la cocina, donde los he visto por primera vez desde el otro lado de la ventana, y yo estoy en el cuartito de estar que da a la fachada. Él habla con voz segura y confiada. La de ella es más suave, más vacilante. Después de desmayarme en la puerta, me he despertado en el sofá y he charlado un momento con la mujer, que se llama Laura. Le he asegurado que estaba bien, que solo necesitaba cerrar los ojos unos minutos, hasta que se me pasara el mareo. De eso hace cinco minutos.
—¿Te encuentras mejor? —pregunta Laura al entrar en el cuarto de estar.
Vuelvo la cabeza hacia ella.
—Un poco. Gracias.
Lleva en la mano una taza grande de poleo menta. Noto que se me ha subido un poco la manga de la blusa y que el tatuaje del loto asoma por debajo.
—Te he traído esto.
Deja la taza sobre la mesa baja de estilo indio, delante del sofá. La taza tiene a un lado un dibujo de un gato haciendo yoga. Estiro involuntariamente la espalda.
—Hemos llamado al centro de salud de aquí, del pueblo —dice Laura echando un vistazo a mi muñeca—. La doctora va a llamar dentro de un momento.
—Gracias —repito con voz débil.
—¿Sigues mareada?
—Un poco.
Extiendo el brazo para coger la taza. Laura tiene treinta años o poco más. Viste mallas deportivas y camiseta fluorescente como si estuviera a punto de salir a correr, y se nota que está en forma: alta y elegante, tiene el pelo recogido hacia arriba en un moño y la piel luminosa. Si no fuera por las ojeras profundas, parecería casi irreal.
—Tony dice que creías que esta era tu casa —dice tratando de insuflar ligereza a sus palabras.
Bebo un sorbo del poleo caliente endulzado con miel, confiando en que disipe la fría angustia que noto en el estómago.
—Dice que ibas a pedirles la llave a los vecinos.
Logra emitir otra risilla y luego se para y aparta la mirada.
—Es mi casa —murmuro mientras rodeo la taza con las manos para sentir su calor.
Noto que ella se crispa. Nada evidente —es demasiado educada para eso—, solo un ligero reajuste. Tony, que debe de estar escuchando, aparece en la puerta que comunica el cuarto de estar y la cocina.
—Gracias por la infusión —digo, ansiosa por disipar la tensión—. Y por llamar al centro de salud. Seguro que enseguida me pondré bien.
—Bueno, no, si sigues pensando que esta es tu casa —responde Tony.
Sonríe, pero noto un asomo de irritación en su voz. Aún se me ve el tatuaje. Pasados unos segundos, me bajo tranquilamente la manga para taparlo.
Bebo un sorbo de poleo y echo un vistazo a la habitación de techo bajo. Está todo impecable, todo en su sitio. Una estufa de hierro encajada en la chimenea rinconera; a un lado, un montón de leños, redondeados como molinos de oración tibetanos y apilados con esmero; una colección de libros de yoga y autoayuda en una estantería pequeña, ordenados por altura; un tablero de senku, de madera, con todas las bolas en su sitio. Hasta las varillas del ambientador «Seychelles» de White Company que hay en el alféizar de la ventana están espaciadas a la perfección. Puede que su contenido haya cambiado, pero la casa, con sus reducidas dimensiones, sigue resultándome familiar.
—He venido porque… —Hago una pausa, sorprendida por la emoción que denota mi voz—. Estoy teniendo una mala época en el trabajo. Hoy me he escapado de un congreso y he perdido el bolso en el aeropuerto. He intentado denunciarlo, pero no me acordaba de cómo me llamo.
Me quedo otra vez callada.
—¿Y ahora sí te acuerdas? —pregunta Laura volviéndose hacia Tony—. Todos tenemos esos momentos de abueletes.
Tony aparta la mirada.
Yo niego con la cabeza. «No recuerdo mi nombre».
—En el aeropuerto, solo me acordaba de dónde vivía. He pensado que, si venía aquí, a mi casa, a este refugio, todo se arreglaría. Lo único que no he perdido ha sido el billete de tren para volver a casa.
—Y la maleta. —Tony señala la puerta de la calle, donde está la maleta con el asa todavía extendida—. ¿Dónde era ese congreso?
Ahora parece más interesado, menos a la defensiva.
Noto que se me saltan las lágrimas y no hago nada por detenerlas.
—No lo sé.
—No pasa nada. —Laura se sienta a mi lado en el sofá, y yo agradezco que me pase el brazo por los hombros. Ha sido un día duro.
—Debería haber una etiqueta en el asa —dice Tony al acercarse a la maleta.
—Está arrancada. Ya estaba así cuando la recogí en el carrusel.
Él me mira cuando se me quiebra la voz. Me veo a mí misma en el vestíbulo de llegadas, sentada al borde de un carrito abandonado, mirando las mismas seis maletas que daban vueltas y más vueltas en el carrusel de recogida de equipajes. Y entonces apareció la mía, delante de un paquete grande y amorfo envuelto con plástico negro y cinta aislante. Una imagen de Fleur vino y se fue, su cuerpo doblado sobre sí mismo como el de una contorsionista, toda ella codos y rodillas.
—¿Y en serio no recuerdas dónde era el congreso? —insiste Tony.
—Puede que fuera en Berlín. —Aflora otra imagen de Fleur, bailando frenéticamente con los ojos brillantes. Parpadeo y desaparece, se pierde en el vacío.
—¿En Berlín? —repite él, incapaz de disimular su sorpresa—. Bueno, algo es algo. ¿Qué aerolínea?
—Llegué a la terminal cinco.
—British Airways. ¿Sabes a qué hora?
—Esta mañana.
—¿Temprano?
—No estoy segura. Lo siento. He venido derecha aquí. Puede que a última hora de la mañana. O a la hora de comer.
—¿Y no recuerdas cómo te llamas?
—Tony —interviene Laura.
Empiezo a llorar otra vez, asustada por cómo suena todo cuando otro lo repite. Tengo que mantener la calma, avanzar paso a paso. Laura me abraza otra vez.
—Solo sé que esta es mi casa —digo secándome los ojos con el pañuelo de papel que me da—. Ahora mismo es lo único que recuerdo. Mi casa.
—Pero sabes que eso es imposible —responde Tony—. Puedo enseñarte las escrituras.
—No pasa nada —tercia Laura, y mira otra vez a Tony, que se sienta en el otro sofá, enfrente de nosotras—. Deberíamos llamar a la policía —añade—. Dejar nuestro número de teléfono, para que pregunten en el aeropuerto.
Se hace el silencio mientras sus palabras se asientan como polvo en la habitación, absorbidas por los ladrillos viejos de la chimenea hasta que no queda nada de ellas.
—Supongo que no serviría de nada, ¿no? —dice Tony pasados unos segundos, en tono más sosegado—. Si no sabe su nombre.
Otro silencio. Tengo que decirles todo lo que sé sobre esta casa, los detalles que recuerdo.
—Mi habitación está arriba, a la izquierda. La otra está enfrente, al otro lado del descansillo, pero es pequeña, tiene el tamaño justo para una cama de matrimonio —comienzo a decir—. Está junto al cuarto de baño. La ducha está en la esquina, la bañera debajo de la ventana. Hay otro cuartito pasado el cuarto de baño, es más bien un trastero que una habitación, y encima está la buhardilla.
Laura mira a Tony, que me observa con estupefacción.
—Al fondo del jardín hay una caseta de ladrillo, perfecta para despacho —continúo—. Y el cuarto de baño de abajo tiene ducha.
Estoy a punto de continuar, de hablarles de la despensa que hay junto a la cocina, cuando suena el teléfono.
—Será del centro de salud. —Laura coge el teléfono de la mesa baja que tenemos delante. Noto que le alegra la interrupción—. Sí, dice que no recuerda cómo se llama, ni dónde ha estado… Dice que vive aquí… No le he preguntado. —Tapa el teléfono con la mano—. Pregunta por tu fecha de nacimiento.
Se nota por su expresión que sabe que es una pregunta absurda. Meneo la cabeza.
—No lo sabe. —Escucha un rato. Luego vuelve a hablar—: Perdió su pasaporte en el aeropuerto, junto con las tarjetas bancarias, el ordenador portátil… —Me mira—. Y toda su documentación.
Yo asiento en silencio. Laura vuelve a escuchar, más tiempo esta vez. Me da la impresión de que conoce bien a la médica. Puede que sean amigas.
—Gracias, Susie. Te lo agradezco mucho.
Cuelga.
—La doctora Patterson, del centro de salud del pueblo, puede verte esta tarde. Un favor personal. Quería que fueras directamente al hospital por si hay alguna lesión física, un golpe en la cabeza, un ictus, esas cosas, pero la he convencido de que no hace falta. Nosotros estuvimos esperando una eternidad allí la semana pasada, ¿verdad, cariño? —Mira a Tony, que asiente con la cabeza, comprensivo.
—Seis horas —dice.
Doy un respingo al pensar en pasar tanto tiempo en un hospital.
—Como no sabemos si perteneces a este centro de salud, vas a ir a consulta con mi nombre.
—Gracias —digo.
—Puede que pertenezcas a este centro de salud —dice Tony.
—No lo sé —contesto—. Lo siento mucho. Por presentarme así.
—¿Has oído hablar de la amnesia psicógena? —pregunta Laura.
Tony levanta la mirada.
—Me lo ha dicho Susie, la doctora Patterson. Por lo visto, un trauma importante o una situación de estrés pueden causar una pérdida temporal de memoria. Un estado de fuga, creo que lo ha llamado. Prefiero que te lo explique ella. Pero al parecer vuelve. La memoria, digo. Con el tiempo. No hay por qué preocuparse. —Me toca la mano.
—Eso está bien —digo—. ¿Puedo usar el baño?
—Claro.
—¿Sabes dónde está el baño? —dice Tony al apartarse para dejarme pasar.
No contesto. Primera puerta a la izquierda, pasada la cocina.
Cuando vuelvo al cuarto de estar, Tony está hablando por teléfono, esperando que le pasen con alguien. Al verme, se vuelve de espaldas.
—Tony está llamando a la comisaría de Heathrow —dice Laura—. Para avisar de que has perdido el bolso y de que estás aquí y tienes problemas de memoria. Seguro que en control de pasaportes podrán mirar quién ha llegado hoy de Berlín y cotejar tu fotografía en sus bases de datos.
—Estoy en espera para que me pongan con el Equipo de Seguridad Ciudadana de la Terminal 5 de Heathrow —explica Tony con expresión de fastidio mientras tapa el teléfono con la mano—. No es muy alentador, ¿verdad? —Su irritación parece disolverse cuando me mira—. ¿Qué tal te encuentras? —pregunta.
Esbozo una sonrisa y me siento junto a Laura en el sofá.
—¿A qué hora es la cita con el médico?
Ella mira su reloj, un Fitbit morado.
—Dentro de veinte minutos. Estaba pensando… ¿Hay alguien a quien podamos llamar? ¿A tus padres, quizá? ¿A algún amigo? ¿A tu pareja?
Bajo la mirada, empieza a temblarme el labio.
—Lo siento —dice Laura—. Ya te acordarás. Solo hace falta que tu mente se estabilice un poco.
—¡Hombre, ya era hora! —exclama Tony entrando en la cocina con el teléfono. Mira a Laura y sonríe.
—No le gusta mucho la policía. —Laura me mira, incapaz de refrenar una risilla—. Siempre le pillan saltándose el límite de velocidad.
—Tenía una amiga —digo—. Llevaba una foto suya en el bolso.
—¿Sabes dónde vive? —pregunta Laura, animada—. Podríamos llamarla.
—Murió.
Me quedo callada un momento tratando de recordar la cara de Fleur. Y entonces la veo sentada en la bañera con las rodillas levantadas, llorando. Me esfuerzo por recordar algo más, pero la imagen se disuelve por completo.
—Es lo único que sé —añado.
—Ah.
En medio del incómodo silencio que sigue, escuchamos a Tony hablar por teléfono en la cocina. Explica que he perdido mi bolso y que no recuerdo cómo me llamo, y luego me describe brevemente mirándome a través del cristal de la puerta.
—Pelo corto, oscuro, veintitantos años. Traje de chaqueta, una maleta… Ahora vamos a mirar dentro… Llegó a la Terminal 5 esta mañana a última hora, puede que a mediodía. Un vuelo de British Airways procedente de Berlín… Dice que lo ha perdido o que se lo han robado en Llegadas.
De nuevo, al oír cómo me describe otra persona, se me revuelve el estómago. Laura nota mi malestar y me pone una mano en el brazo. Le gusta mucho tocar. Su cara está muy cerca de la mía. Demasiado cerca.
—¿Otra infusión?
—No, gracias.
—¿Abrimos tu maleta?
Hago amago de levantarme, pero Laura ya se ha puesto en pie.
—Ya la traigo yo.
Laura acerca la maleta en el momento en que Tony cuelga el teléfono.
—Me han dicho que hay una página web donde están recogidos todos los objetos perdidos que aparecen en el aeropuerto —nos dice—, pero no te hagas muchas ilusiones. Tardan cuarenta y ocho horas en subirlos a la página.
—¿Y su nombre? ¿Van a comprobar el registro de pasajeros? —pregunta Laura.
—Tienen mejores cosas que hacer. No hay nadie en peligro ni es una amenaza para la seguridad pública. Me han dicho que esto es más bien asunto de los servicios sociales. ¿Hay algo dentro?
Laura me deja abrir la cremallera.
—Creo que solo hay ropa —digo al arrodillarme en el suelo y levantar la tapa.
Arriba hay dos bragas negras, una camiseta interior de color crema y un sujetador negro. Laura mira a Tony, que se ha quedado un poco apartado, guardando una distancia prudencial. Rebusco entre la ropa de debajo: otro traje negro como el que llevo puesto, con la chaqueta cuidadosamente doblada encima de la falda; tres blusas, unos vaqueros, dos camisetas, otro sujetador, unos zapatos de tacón, dos libros de bolsillo, una caja de tampones, un neceser, algo de ropa deportiva, una bolsa de plástico llena de medias sucias y una esterilla de yoga enrollada.
—Debes de haber estado fuera unos días —comenta Laura.
—Eso parece. —Sigo hurgando frenéticamente—. Tiene que haber algo aquí que me permita saber quién soy.
—¿Haces yoga?
—Supongo que sí —contesto sin dejar de rebuscar entre mis cosas. «Om mani padme hum».
—Yo soy profe. De Vinyasa. Podríamos hacer yoga juntas. Quizá te ayude.
—Estaría bien.
Laura me está poniendo cada vez más nerviosa. Desde que ha aparecido en la puerta, ha sido la amabilidad personificada. Me pongo en cuclillas y cierro la maleta con gesto resignado.
—No te preocupes —me dice tocándome otra vez el brazo.
—¿No hay una agenda? —pregunta Tony, que va a sentarse con ella en el sofá—. ¿Ni una factura de hotel?
—Creo que todo eso estaba en el bolso. Lo siento.
—No es culpa tuya —dice Laura.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —Tony la mira. Tengo la impresión de que a ella le preocupa a veces lo que vaya a soltar—. ¿Te acuerdas de lo que ha pasado hoy, antes, quiero decir? ¿Recuerdas haber llamado a nuestra puerta hace media hora?
Asiento con un gesto.
—¿Y del trayecto hasta aquí?
—Sí.
—¿Pero del vuelo no?
—No.
—Tony… —dice Laura poniéndole una mano en la rodilla. Él pone la mano sobre la suya.
—No pasa nada —digo.
Laura intenta protegerme, y es muy amable por su parte, pero también necesito saber la respuesta a las preguntas de Tony, por más que me cueste encontrarla.
—Creo que empezó cuando fui a la oficina de objetos perdidos. De ahí para atrás, lo tengo todo confuso, desde que el empleado me preguntó mi nombre y no supe decírselo.
—No me sorprende —dice Laura—. Debe de ser muy desconcertante.
—Una pesadilla —añade Tony en tono más comprensivo.
—Me acuerdo de un par de cosas de antes, cuando apareció mi maleta en el carrusel de recogida de equipajes, pero… Antes de eso, nada.
Empiezo a marearme otra vez.
—¿Y no recuerdas nada de tu familia? —pregunta él.
Laura se levanta.
—Creo que deberíamos dejarlo —dice—. Hasta que la vea un médico. Es hora de irnos.
—Estoy bien, de verdad. —Miro a Tony, que me observa en silencio.
—¿Y tu nombre? ¿Nada?
Meneo la cabeza.
—A mí me parece que te pega llamarte Jemma —dice al recostarse en el sofá—. Sí, Jemma.
Me encojo de hombros.
—No sé.
—Jemma, con jota —añade Tony, y Laura me mira y luego a él—. Puedes quedarte aquí si quieres, en el cuarto de invitados —dice con otro asomo de esa sonrisa serena que me dedicó antes, cuando estaba en la puerta—. Unos días, mientras te recuperas un poco. Esto no tiene que estar siendo fácil para ti.
—Por supuesto que sí —dice Laura.
Noto que estaba esperando que me lo ofreciera.
—Pero nada de derechos de okupa —agrega él—. He leído sobre esas cosas.
Creo que va en broma.
Un minuto después, estamos en la puerta. Me pone nerviosa salir, alejarme de la casa y echarme otra vez al mundo. Laura nota mi intranquilidad.
—No pasa nada, yo voy contigo —dice.
—Seguro que la médica podrá ayudarte —añade Tony—. Es muy buena. Y dará fe de que vivimos aquí.
Abrimos la puerta justo cuando pasa un hombre.
—Buenas noches —le dice a Laura—. ¿Qué tal va eso? ¿Ya están instalados?
Tony actúa con rapidez tan pronto se cierra la puerta. Sabe que es innecesario, pero Laura quiere estar segura de que los locos no son ellos, sino la mujer que se ha presentado hoy en su casa. Laura ha conseguido controlar su nerviosismo —gracias al yoga—, pero él sabe por experiencia que es preferible afrontar las preocupaciones de su mujer de inmediato, antes de que se agiganten.
Arriba, despliega una escalera de mano, la coloca en el descansillo y gira la llave de la trampilla. La buhardilla es su espacio, su cueva, como lo llama Laura. Ella no sube nunca. El suelo está cubierto por completo de cajas, etiquetadas por años. Dentro de las cajas hay hojas de negativos de tiempos predigitales. La mayoría de bodas, pero al fondo a la izquierda hay también una fila de cajas de la que está muy orgulloso: su colección de fotografías diarias, 365 por año. Una foto de Laura dormida; una filigrana de nubes altas; conchas en la playa.
Laura se burla de él, dice que son señal de que no quiere pasar página, de que se resiste a vivir el momento, pero no se trata de eso. Se trata de recordar. De no olvidar. Hay gente que lleva un diario; él hace una foto cada día. No es gran cosa. Desde hace unos años, las cuelga en Instagram en vez de imprimirlas.
Se inclina, elige una caja al azar y saca una fotografía: un árbol cuajado de nieve a finales de marzo, unas semanas antes de que se casaran. Se acuerda de ese día, del momento exacto. Sus sinapsis están bien: el tráfico neuronal sigue fluyendo sin tropiezos. Unos minutos después de hacer la foto, ayudó a Laura a quitar la gruesa capa de nieve que cubría su Volkswagen Escarabajo. Se rieron, se lanzaron bolas de nieve. Fue un mes después de otro aborto y ella intentaba hacer de tripas corazón, pero ambos sabían cuánto les gustaba la nieve a los niños, y lo feliz que la habría hecho a ella tener un hijo.
Guarda la foto y se vuelve hacia una caja llena de papeles de la casa: la tasación de la inmobiliaria, el informe de eficiencia energética, la nota del catastro y, por último, una copia simple de la escritura de propiedad. Todo en orden. Por supuesto. ¿En qué cabeza cabe? Saca una foto de los papeles con el móvil y se la manda.
Laura sospecha que la mujer a la que él ha dado el nombre de Jemma vivió aquí en algún momento. Han hablado de ello mientras Jemma estaba en el cuarto de baño, Laura opina que eso explicaría por qué conoce tan bien la casa, lo que no deja de ser inquietante.
Los dueños anteriores le dieron a Laura un fajo de documentos antiguos que está al fondo de la caja y una lista de los propietarios previos. Eran aficionados a la genealogía inmobiliaria y habían rastreado la propiedad de la casa hasta el año de su construcción, 1780. Tony encuentra la lista de nombres y le echa un vistazo. No hace falta mandarle una foto a Laura.
—Nos mudamos hace un mes —explica Laura mientras van por la calle, hacia el pub—. Estuvimos un año y medio viviendo de alquiler en el pueblo, esperando a que pusieran en venta la casa.
—Es antigua, ¿verdad? —pregunto yo.
—Del siglo dieciocho, creo. Tony estaba empeñado en comprarla, quería tener un pedacito de historia inglesa.
Pasamos junto a una pareja joven que empuja un carrito ultramoderno. Otro niño va tras ellos haciendo eses, montado en una sencilla bici de madera sin pedales. El pub del pueblo, en la esquina de la calle mayor, está lleno; hay gente fuera, bebiendo en la acera. Tony se ha quedado en casa para hacer la cena, que estará lista cuando vuelvan, si le apetece cenar con ellos.
—¿Sabéis quién vivía en la casa antes que vosotros? —pregunto.
—Una pareja joven con un niño pequeño. Él trabaja en Vodafone y le trasladaron. Ella era maestra en el colegio del pueblo.
—No soy yo, entonces —digo esbozando con esfuerzo una sonrisa.
—Tony y yo ya lo habíamos pensado. Sería la explicación más lógica.
Llegamos al centro de salud del pueblo, un edificio nuevo, con fachada de cristal, escalera y rampa de acceso a la entrada principal. Solo podía ser un consultorio médico, un lugar lleno de médicos, desinfectante, instrumentos afilados. Se me encoge el estómago. Mi mente es como un pájaro que, en busca del mar abierto, se posara de tanto en tanto en islotes de recuerdos.
—Puede que hayas vivido en la casa de pequeña —aventura Laura mientras subimos los escalones—. Está claro que tienes algún vínculo con ella.
—Solo sabía que tenía que volver aquí —digo al tomar asiento en la sala de espera.
—Tenemos una lista de todos los propietarios anteriores en la buhardilla. Podemos ver si está tu nombre, cuando lo recuerdes.
Cojo una revista mientras ella marca su fecha de nacimiento en el monitor para que en el consultorio sepan que ha llegado. La revista es un número atrasado de Country Living, lleno de preciosas casas de campo con rosas en torno a la puerta. Me siento desubicada. Ajena a todo. ¿Qué hago aquí, en un centro de salud de la Inglaterra rural?
—Perdona que te moleste —dice una voz masculina en tono inseguro, vacilante.
Levanto la vista y veo delante de mí a un hombre de cuarenta y tantos años, puede que mayor. Viste traje de lino color crema, camisa blanca sin cuello ni corbata y zapatos de ante marrón. Lleva colgado del hombro un bolso grande de color marrón. No lo he visto en mi vida. Por lo menos, eso creo.
—¿Nos conocemos? —pregunta.
Niego con la cabeza, visiblemente confusa. ¿Intenta ligar conmigo?
—Ah, vale, perdona —dice mirándome con una mezcla de sorpresa y azoramiento—. Te he confundido con otra persona.
—¡Luke! —Laura se acerca corriendo a nosotros.
—Laura, no te había visto. —La besa en las mejillas—. Me había parecido que conocía de algo a tu amiga. —Se ríe con nerviosismo, aunque da la impresión de que nuestro encuentro no le hace ninguna gracia—. De hace mucho tiempo —añade con un hilo de voz.
Laura me mira buscando en vano una señal de que reconozco al tal Luke. Me devano los sesos, pero nada: está todo en blanco. No me suena de nada.
—Siento la desilusión —le digo.
A pesar de su expresión de asombro, tiene una sonrisa bonita y por un instante fugaz pienso que ojalá nos conociéramos.
—No tienes por qué sentirlo —dice.
Se hace un silencio mientras espera a que nos presenten, mirando primero a Laura y luego a mí. Se le borra la sonrisa cuando clava los ojos en los míos. ¿Qué está pensando?
—El error ha sido mío —añade con más calma, llenando el silencio—. Es curioso cómo funciona la memoria.
Laura se sienta a mi lado mientras Luke se aleja.
—Qué raro —digo mientras me remuevo incómoda en mi asiento.
—No podía presentártelo porque…
—Sí, ya lo sé, no pasa nada.
—Por un momento he pensado que habíamos resuelto el misterio. Cuando ha dicho que te había reconocido.
—Yo también. —Me recuesto en el asiento—. Puede que le conozca. Parecía muy majo.
—¿Luke? Es un sol.
—¿Laura Masters? —llaman desde el pasillo.
—Nos toca —dice Laura al levantarse—. Luke es periodista. Escribió un artículo sobre el vicario del pueblo, que me prohibió dar clases de yoga en el centro parroquial porque decía que el yoga «hundía sus raíces en el hinduismo».
—Eso no suena muy cristiano.
—Se montó una buena. Por lo visto, el vicario no quería que nadie pensara que apoyaba «una visión alternativa del mundo». No me extraña que ya nadie vaya a la iglesia.
Justo cuando salimos de la sala de espera, Luke reaparece a mi lado.
—Perdona, he olvidado darte una de estas —dice tendiéndome una tarjetita.
—Gracias —contesto desconcertada.
—Ya sabes, por si las moscas.
El teléfono de Laura vibra cuando entramos en la consulta de la doctora Susie Patterson. Laura echa un vistazo al móvil y me enseña la pantalla mientras ocupa una de las dos sillas vacías. Es un mensaje de Luke.
¿Quién es la chica nueva del pueblo? Me suena una barbaridad. x
Sonreímos las dos, aunque a decir verdad su interés me pone nerviosa. Me siento en la otra silla. En la consulta reina una limpieza opresiva y empiezo a notar una sensación de ahogo. Hay una camilla arrimada a la pared, cubierta por un rollo de papel blanco. Y encima de la mesa, alineados como cubiertos, están los útiles de la doctora Patterson. Desvío la mirada, junto las manos. Me había imaginado una sala de consulta inofensiva. Tengo que hacer un esfuerzo por levantar los ojos.
—Gracias por citarnos tan pronto, Susie —dice Laura.
—No hay de qué —contesta la doctora Patterson.
Debe de tener poco más de cincuenta años. Segura de sí misma y bienhablada, pero no pija. No tiene pinta de andarse con tonterías. Viste jersey de cachemira ceñido de color gris topo, con un sencillo collar de perlas al cuello. Según me ha dicho Laura, es médica suplente y antes era socia en una clínica de Devizes. Son buenas amigas, sospecho.
—Gracias —añado.
—Bueno, cuéntame qué ha pasado, cuándo te diste cuenta de que no recordabas quién eras.
Le cuento exactamente lo mismo que les he contado a Laura y Tony.
—Es muy desconcertante no saber cómo me llamo.
—Me lo imagino —contesta ella.
—Cuando intento recordar, solo noto un vacío dentro de mi cabeza —explico con voz firme, aunque me tiembla la pierna.
—¿Pudiste darle algún dato a la persona que atendía la oficina de objetos perdidos?
—No, nada. —Me interrumpo y pienso otra vez en mi encuentro con Luke en la sala de espera. ¿Quién ha pensado que era?—. Creo que lo más fácil es que me llaméis Jemma.
—¿Jemma? ¿Por qué?
—Voy a necesitar un nombre y…
—Tony dice que le pega llamarse Jemma —explica Laura con una risa nerviosa—. Con jota.
—¿Y a ti qué te parece el nombre? —pregunta la doctora Patterson.
—Está bien. De momento.
De algún modo tienen que llamarme.
—¿Qué tal te sientes ahora?
Respiro hondo.
—Desconectada. Aislada. Asustada.
La doctora se recuesta en su silla y mira la pantalla del ordenador. Detrás de ella, en la pared, hay un mapamundi de buen tamaño con ilustraciones de las vacunas recomendadas para cada país. Su cabeza tapa en parte el sur de la India: difteria, hepatitis A, tétano y fiebre tifoidea.
—Es muy normal que una persona en tu situación se sienta así —afirma—. Esa sensación de desconexión de la que hablas también puede convertirse en mal humor y depresión.
—No sé qué habría hecho si no me hubiera encontrado con Laura —digo, y siento otra punzada de culpabilidad al pensar en esta mujer que está siendo tan amable a pesar de no conocerme de nada.
La doctora mira a Laura y luego vuelve a fijar los ojos en mí.
—Antes hemos hablado por teléfono de los distintos tipos de amnesia. En la mayoría de los casos, las pérdidas de memoria como esta se pasan con bastante rapidez, a veces en cuestión de horas. Si la amnesia persiste, habrá que hacerte pruebas para saber si hay alguna lesión física en el cerebro. También tendremos que descartar causas orgánicas como un ictus, un tumor cerebral, un ataque epiléptico, encefalitis o trastornos del tiroides, o incluso un déficit de vitamina B. Las drogas recreativas y el alcohol también pueden causar pérdidas temporales de memoria. Pero en mi opinión estás experimentando lo que denominamos amnesia psicógena o disociativa. El estrés es una de las causas principales.
Me enderezo en la silla, consciente de que pasa gente por la acera, al otro lado de la ventana. Es desconcertante oír hablar de mí en esos términos médicos.
—¿Quieres agua? —pregunta la doctora Patterson al notar mi malestar.
Asiento con la cabeza y veo que llena un vaso con agua de una botella de plástico y me lo pasa.
—Ahora solo voy a tomarte la tensión —dice al levantarse—. A oírte el corazón y ver cómo respiras.
Sigue hablando mientras me pone el manguito en el brazo, cierra el velcro y empieza a inflarlo. Yo intento relajarme, concentrarme en la respiración, en la parte inferior de mis pulmones.
—¿Sabes qué día es hoy? —pregunta y digo que no con la cabeza—. ¿El mes? ¿El año?
—No, lo siento.
Es todo tan difícil…
—¿Dónde estamos?
Meneo otra vez la cabeza. Oigo la voz de Fleur en mi oído. Ahora mismo, lo único que quiero es acurrucarme en una cama y llorar.
—Está bien —dice al desprender el velcro—. También quiero hacerte un examen neurológico muy breve.
Se me crispan las manos cuando coge el estetoscopio de la mesa. Tras oírme el corazón, me hace una serie de pruebas para comprobar mi equilibrio, el movimiento de los ojos y el campo visual, me ilumina las pupilas con una linterna y examina los músculos de mi cara y mi cuello. Entonces coge el oftalmoscopio. La imagen de una bata blanca viene y va.
—Solo voy a examinarte la retina —dice al ver que doy un respingo—. Y a ver si tienes la presión intracraneal más alta de lo normal —añade con la mejilla casi pegada a la mía—. Parece que está todo bien.
Vuelve a sentarse y deja el instrumento sobre la mesa. Fijo los ojos en él un segundo; luego aparto la mirada.
—Algunas personas sufren amnesia anterógrada, o sea que no pueden formar nuevos recuerdos. Recuerdan el pasado, incluso recuerdan el hecho que les causó la amnesia, pero no recuerdan nada posterior. Veremos qué recuerdas mañana, después de dormir toda la noche.
—¿Qué quieres decir? —pregunto.
—Cabe la posibilidad de que olvides todo lo que ha pasado hoy. —Mira a Laura—. El otro tipo principal de amnesia es la retrógrada: no recuerdas nada de lo ocurrido antes del acontecimiento que te causa la pérdida de memoria. Ni detalles biográficos, ni tu nombre, ni tu dirección, ni tu familia, ni amigos, nada. Pero puedes, en cambio, formar recuerdos nuevos. Sospecho que es eso lo que te está pasando.
—Pero ¿se pondrá mejor? —pregunta Laura.
—Es difícil saberlo en este momento —me dice la doctora—. Yo, desde luego, recomendaría que te hicieran más pruebas, quizá un escáner cerebral. Si es amnesia causada por el estrés, debería resolverse, pero puede que tarde algún tiempo. Es posible que estés sufriendo lo que llamamos una fuga disociativa. Una pérdida temporal de la identidad acompañada por un impulso repentino de huida, confusión y amnesia. Ahora mismo solo necesitas relajarte, hacer quizá un poco de yoga con Laura. Creo que ya se ha ofrecido.
Laura asiente, sonriendo.
—Sí, me gustaría —digo.
La amabilidad de Laura me da ganas de llorar.
—No creo que sea necesario que te ingresemos esta noche, ni siquiera aunque hubiera camas disponibles, que no las hay, me temo. La otra opción es que pases la noche en un pasillo, en urgencias.
—Mejor no.
—La semana pasada fue horrible —comenta Laura.
—Tienes la tensión un poco alta —prosigue la doctora Patterson sin hacer caso a su amiga—, pero eso es normal. Respiras bien y no he visto ningún síntoma que sugiera un posible ictus o una infección. —Mira a Laura—. ¿De verdad no os importa que pase la noche con vosotros?
—No, en serio, no hay ningún problema —responde Laura.
Aunque me sienta culpable, prefiero de lejos dormir en su casa.
—Normalmente me gusta descartar primero cualquier causa fisiológica, pero mañana viene la enfermera de psiquiatría y estamos de suerte: han cancelado una cita a las nueve. ¿Te viene bien?
Asiento mirando a Laura, que me devuelve la sonrisa.
—En la mayoría de los casos como este, la memoria semántica no se ve afectada. Se comprenden las palabras y se reconocen los colores, sabe uno cómo funcionan las cosas, conserva sus conocimientos de cultura general, ese tipo de cosas. Y no creo que vaya a haber ninguna otra disfunción cognitiva. No corres ningún peligro.
—Esta mañana, sabía lo que tenía que hacer con el billete de tren —digo—, si te refieres a eso.
—Si tenéis tiempo —prosigue, mirando a Laura—, daos una vuelta por el pueblo. Intenta relajarte para que se recuperen tus conexiones mentales. A menudo lo único que necesita la memoria es un disparadero, una cara conocida, algo que la ayude a reiniciarse. Podrías ir al concurso del pub esta noche. Quién sabe, a lo mejor alguien te reconoce. Estas cosas pueden resolverse muy rápidamente.
—Se acordaba del plano de nuestra casa —dice Laura, y el tenor de la conversación vuelve a cambiar.
—¿En serio?
—Sabía las habitaciones que hay arriba y que el baño de abajo tiene ducha. Y aún no lo había visto.
La doctora Patterson me mira y luego vuelve a clavar los ojos en su pantalla, pensativa.
—Pensamos que a lo mejor ha vivido aquí hace tiempo.
—Normalmente, en los casos de amnesia retrógrada, esos recuerdos episódicos también se pierden, aunque algunos pacientes pueden recordar cosas de un pasado muy distante.
—Puede que sea eso —me dice Laura—. Puede que vivieras en esa casa de pequeña.
La doctora Patterson no parece oírla o prefiere ignorar su teoría.
—Por si te sirve de algo, tenemos a tres Jemmas registradas en el consultorio, una de ellas con jota.
Hace una pausa y aparta la mirada de la pantalla para fijarla en mí. Laura y yo la miramos, extrañadas por el cambio repentino que se ha operado en su expresión. Su actitud despreocupada se disipa mientras mueve el cursor por la pantalla.
—¿Pasa algo? —pregunta Laura.
Miro fijamente a la doctora, temiendo lo que está a punto de decir.
—Nada —contesta volviendo a mirarnos, distraída, aunque salta a la vista que todavía está intentando asimilar lo que acaba de leer.
Las dos sabemos que está mintiendo.
—Supongo que podría llamarme Jemma —digo cuando salimos del centro médico al sol de la tarde—. Aunque no me explico cómo podría haberlo adivinado Tony.
Al otro lado de la calle, en la iglesia, los campaneros están practicando. Los tañidos se suceden con rapidez, uno tras otro, en escala descendente.
—Es un nombre que te pega —contesta Laura—. Y a Tony se le da bien adivinar el nombre de la gente. A veces da miedo.
—¿Tú sueles ir al concurso del pub?
—No soy muy de esas cosas. A Tony en cambio le encanta. Solo tiene cuarenta años, pero le aterra tener Alzheimer. Su padre murió de eso. El concurso es una especie de entrenamiento para él, para mantener el cerebro en forma, aunque no lo reconozca. No le gusta hablar del tema. —Laura suelta una risilla—. Ah, sí, y además le gusta cantar.
—¿Cantar?
—Después del concurso siempre hacen una sesión de micrófono abierto, para relajar el ambiente. El equipo que gana canta primero. A Tony no hay quien le pare. Yo, desde luego, no puedo. Le chifla cantar.
—¿Y a ti no te gusta cómo canta? —pregunto yo, sonriendo a mi vez.
—Bueno, ya sabes, «mas permitid que haya espacios en vuestra unión» y todo eso.
—«Y dejad que los vientos dancen entre vosotros». —La miro sorprendida. He acabado el verso sin pensarlo siquiera.
—¿Lo ves? Te acuerdas de cosas. —Se queda callada un momento mientras esperamos a cruzar la calle, junto a la iglesia—. Tony pasó bastante tiempo fotografiando a grupos de música cuando empezó a trabajar. Tenía la esperanza de poder cantar en uno. Antes también le cantaba a su padre. Cuando se estaba muriendo. Al parecer, aliviaba el Alzheimer, si es que eso es posible.
Seguimos un sendero junto al cementerio y cruzamos un prado hasta la vía del tren, que corre paralela al canal. Hay un tren en el apartadero, con el motor encendido. Tras cruzar las vías, Laura me enseña la ladera a la que fueron ella y Tony a lanzarse en trineo el primer fin de semana que pasaron en el pueblo.
—¿Tenéis hijos? —pregunto, y enseguida me arrepiento de haberlo preguntado.
A nuestra espalda, las campanas de la iglesia pierden momentáneamente el ritmo, entrechocan con estridencia. La casa estaba impecable, nada indica que haya niños.
—Lo hemos intentado —dice.
—Perdona, no debería haberlo preguntado.
—No pasa nada. Vamos a seguir intentándolo.
Seguimos el canal, junto a una fila de falúas amarradas. Las flores desbordan los flancos de las embarcaciones, como guirnaldas de las reinas de mayo.
—Sé que suena raro, pero ¿crees que tienes hijos? —pregunta Laura.
Me quedo pensando.
—No sé cómo podría saberlo.
—¿Te notas hecha polvo, estás cansada todo el santo día y te sientes culpable? —dice riendo—. Por lo menos, así lo describen las mamás de mi clase.
Después, la conversación languidece y Laura me enseña la cabaña de los scouts, llena de corrientes de aire, donde da clases de yoga. Me pregunto si está pensando en Susie Patterson y en lo que ha visto la doctora en la pantalla del ordenador. Algo la ha inquietado, algo ha alterado su calma profesional. Al volver a subir por la calle mayor, nos paramos frente a una cafetería.
—Este es el local de Tony —explica Laura—. Su orgullo y su alegría. Siempre soñó con tener un café vegano al estilo de Nueva York donde además pudiera colgar sus fotografías. Lo compramos hace un par de meses.
Miro el letrero. Dice Seahorse[*] Café. Delante hay un mostrador con armarios de cristal y al fondo, donde las paredes están llenas de grandes fotografías enmarcadas, hay mesas y sillas.
—Antes era la tienda del pueblo —dice Laura.
—¿Esas fotos son suyas? —Miro por el escaparate las fotografías de la pared del fondo.
—A Tony le encantan los caballitos de mar.
—Qué interesante —digo, y echo a andar de nuevo rápidamente—. ¿Siempre fue una tienda?
—No, también fue la panadería del pueblo hace mucho tiempo. ¿Te suena de algo?
Meneo la cabeza.
—El único sitio que tengo la sensación de haber visto antes es el pub.
—Y nuestra casa.
—Y vuestra casa —repito en voz baja, y me paro en la calle para mirar alrededor—. Ojalá supiera qué hago aquí. Quién soy.
Me toca el brazo y consigue esbozar una sonrisa antes de retomar la marcha. Esto es difícil para mí, pero también para ella. Una extraña que se presenta en su casa. Al torcer hacia School Road, vuelvo a acordarme del instante en que llamé a la puerta y se me dispara la adrenalina. Miro en derredor buscando algo que me distraiga. Más adelante, un techador está arreglando un tejado de paja. Hay briznas de paja esparcidas a los lados de la calle.
—¿Estás segura de que no os importa que me quede esta noche? —pregunto—. Tony parecía un poco…
—Claro que no nos importa. Tony está encantado de ayudarte. Igual que yo.
—¿Cuánto tiempo lleváis juntos?
—Nos casamos el año pasado. Llevábamos seis meses juntos. Fue un flechazo.
—¿Te casaste de blanco?
—No, qué va.
Laura se ríe. Un grupo de gente pasa a nuestro lado, camino del concurso del pub, quizá.
—Lo siento, no sé por qué te lo he preguntado.
Incapaz de hablar de mi propio pasado, parezco obsesionada por el de los demás.
—No importa. Fue un día precioso. Yo siempre creí que quería casarme de blanco, pero Tony me convenció de que no.
—¿Y eso por qué?
—Es fotógrafo de bodas. O lo era. Ha visto muchas bodas sin amor y no quería que la suya fuera tradicional. Así que me llevó a un campo en Cornualles, frente a la bahía de Veryan, cerca de donde nací. Fue muy romántico. Nos casamos en un puesto de vigilancia de la guardia costera, un edificio de piedra muy antiguo, delante de veinte amigos. Pasamos la tarde bailando y bebiendo entre balas de heno y corderos recién nacidos mientras el sol se ponía sobre el mar.
Me sorprende descubrir que ese recuerdo de Laura hace brotar dentro de mí un sentimiento de tristeza insoportable que trato de sofocar con esfuerzo.
—Qué maravilla —digo—. Y al menos los corderos iban de blanco.
Laura sonríe cuando llegamos a la puerta delante de la cual me desmayé hace un rato. Y entonces se para.
—Por cierto, he visto tu tatuaje, es precioso —dice.
—Gracias. —Me lo miro como si lo viera por primera vez.
—¿Por qué una flor de loto? —pregunta mientras mete la llave en la cerradura.
Parpadeo y Fleur sonríe.
—No lo sé.
Ojalá lo supiera. Respiro hondo y entro detrás de ella en la casa.
[*] Caballito de mar. (N. de la T.).
Tony está haciendo la cena en la cocina y ha puesto cubiertos para tres en una mesita redonda que hay más allá de la isla. Suena un concierto de piano en el altavoz Bose, hay velas perfumadas encendidas y un gato persa azul dormita en el sofá. Es una estampa perfecta de serenidad doméstica, pero a mí me pone nerviosa estar otra vez aquí. El plan es cenar temprano. Luego, Tony se irá al pub, a participar en el concurso.
—¿Qué tal en el médico? —pregunta.
—Susie ha sido muy amable —dice Laura, respondiendo de nuevo por mí.
No lo hace con mala intención, pero yo necesito hablar por mí misma. Mi voz no es tan fuerte ni tan firme como quisiera.
—Al parecer sufro una fuga disociativa —digo.
—Qué interesante. —Tony coge una jarra de porcelana en forma de salmón bailando sobre su cola y sirve tres vasos de agua por la boca del pez—. Eso explicaría el viaje. La gente que se encuentra en estado de fuga suele viajar cientos de kilómetros, lejos de su hogar. Adopta identidades totalmente nuevas. ¿Sigues recordando cómo llegaste hoy aquí?
—De momento, sí —contesto, absorta en el gorgoteo de la jarra.
—Pero Susie dice que a lo mejor eso ha cambiado mañana por la mañana —interviene Laura.
—¿Y eso por qué? —Tony fija sus ojos azules en los míos y yo tengo que apartar la mirada.
—Entonces sabremos si puedo formar recuerdos nuevos o no.
—Amnesia anterógrada —dice él.
—Tony está obsesionado con no olvidar nada —dice Laura a modo de explicación.
Noto que no menciona a su padre, ni el Alzheimer.
—¿En serio? —pregunto sintiendo de pronto un picor en el cuero cabelludo, pero él prefiere no contestar.
—Lo he buscado en Internet cuando estabais fuera —dice mirando a Laura—. ¿Cenamos?
Pone sobre la mesa una lubina a la plancha con patatas asadas y una ensalada de tomate y aguacate aderezada con hinojo. Laura parece encantada de dejarle a sus anchas en la cocina.
—Como no sabía si eres vegetariana, he optado por hacer pescado —dice él al pasarme la fuente de la lubina.
—Yo tampoco lo sé —murmullo mientras me sirvo.
—La gente del pueblo cree que Tony es rigurosamente vegano, pero en casa come pescado —explica Laura—. Y yo sin marisco no puedo vivir.
—Es lo que tiene el amor —bromea Tony—. Hasta me comí un entrecot nuestra noche de bodas.
—¡Qué va! —se ríe Laura.
—Es broma. —Se inclina para besarla—. Pero no les digas a mis clientes lo del pescado.
—No se lo diré —contesto.
Las reservas que tenía Tony respecto a mí parecen haberse evaporado. Ha cambiado por completo de actitud, ahora se muestra cariñoso y hospitalario. Espero que siga así.
—Todo esto debe de hacérsete muy raro —comenta.
Está sentado frente a mí, y Laura a mi derecha.
—No tienes que comerte la comida si no te gusta —me dice ella.
—Tiene una pinta estupenda —respondo al pasarle la fuente del pescado.
—¿Dónde has comprado la lubina, cariño?
—En el mercado, claro —contesta Tony—. Pescada con anzuelo por un barquito de Brixham. Para ti, solo lo mejor.
Empiezo a sentirme como una intrusa en su boda, tan poco convencional.
—Volviendo a tu memoria —dice Tony volviendo a mirarme—, ¿por qué no vienes esta noche al concurso del pub? A ver si sabes alguna respuesta.
—Estaría bien —me descubro diciendo.
Estoy cansada, pero quiero ver a Luke, aclarar si tiene alguna idea de quién soy.
—Pero acuérdate de marcharte antes de que empiecen a cantar —añade Laura.
—Me pondré a cantar ahora mismo si no te andas con cuidado —contesta Tony.
—La doctora Patterson ha dicho que es posible que algo me haga recuperar la memoria. Una cara conocida, quizá. Puede que conozca a alguien del pub, o que alguien me reconozca.
—Exacto —dice Tony.
—Órdenes del médico. —Laura sonríe y luego mira a Tony—. Y ha accedido a llamarse Jemma.
—Sabia decisión.
—He pensado que sería lo más fácil para todos.
—¿No te dije que Jemma le venía como anillo al dedo? —añade Tony, pero Laura está distraída.
Su móvil, que ha dejado sobre la mesa, entre nosotras, acaba de sonar anunciando la llegada de un mensaje.
—Perdona, es de Susie Patterson —dice con la vista fija en la pantalla.
—He intentado convencerla de que no mire el teléfono cuando estamos en la mesa. —Tony exhala un suspiro fingido—. Pero no me hace ni caso.
—Tengo que leerlo —dice Laura, y pasa tranquilamente el dedo por la pantalla.
Yo también me muero de ganas de leerlo, después de esa escena tan rara en la consulta. Intento echar una ojeada al teléfono sin que se note. Es un mensaje largo y solo alcanzo a ver el principio, pero eso basta para que se me encoja el estómago.
Tened cuidado con vuestra nueva amiga. Creo que sé quién es.
Laura coge el teléfono y me mira. Ya he desviado la mirada.
—¿Qué ocurre? —pregunta Tony.
Yo consigo sonreírle, con la boca seca, y luego sonrío a Laura. Ella no corresponde a mi sonrisa. Es como si alguien hubiera tirado de un tapón y toda su amabilidad se hubiera ido por el desagüe, dejando solo una mirada fría y dura en su semblante.