Operación Abadón - Marc Sans - E-Book

Operación Abadón E-Book

Marc Sans

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Beschreibung

La señal se ha activado. El DESTRUCTOR ha sido localizado. Una poderosa Organización mundial satánica pone en marcha la OPERACIÓN ABADÓN. El objetivo: eliminar al Destructor, sea quien sea, cueste lo que cueste. Cualquier medio está permitido bajo el auspicio de poderoso personajes de las más altas esferas. Él, EL DESTRUCTOR, es el único que puede librar a la humanidad del Anticristo. Y ellos no lo pueden permitir. La señal sitúa al Destructor en un cine de Barcelona y la Organización debe actuar sin perder un solo segundo. Un grupo de cinco peligrosos delincuentes que actúan en la zona son enviados a lugar. Su único objetivo, aislar y asesinar a todas las personas que se encuentren en ese momento dentro de ese cine. Nadie debe sobrevivir. Satanismo, sangre, drama, supervivencia y un homenaje al cine de terror.

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OPERACIÓN ABADÓN

OPERACIÓN

ABADÓN

MARC SANS

Primera edición. Diciembre 2022

© Marc Sans

© Editorial Esqueleto Negro

www.esqueletonegro.es

[email protected]

ISBN digital 978-84-126549-1-2

Queda terminantemente prohibido, salvo las excepciones previstas en las leyes, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y cualquier transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual.

La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual según el Código Penal.

ÍNDICE

uno

dos

tres

cuatro

cinco

seis

siete

epílogo

uno 

 

 

1•

 

—¡Seth! ¿Qué has hecho? 

Anne Julie corre hacia el niño sujetando una copa de vino tinto reserva Château Margaux del 2009. Las demás madres la observan con miradas enjuiciadoras, como si ella fuera una mala madre, como si lo único que de verdad le importaba es que se derramara una gota de vino del cáliz y no una gota de sangre de una niña inocente. 

—¡Eso no está bien! —le regaña, cogiendo al pequeño por los hombros. 

La madre de la niña aparece corriendo por detrás y la levanta del suelo, interrogándola angustiada sobre su integridad física. Solo es una pequeña raspadura en la rodilla, pero la mira como si tuvieran que operarla de urgencia. 

Anne Julie coge de la mano a Seth y lo arrastra para dejarlo junto a la niña con coletas. 

—No llores más, bonita. Toma, creo que esto es tuyo, ¿verdad? —le dice dándole la piruleta de corazón, el objeto de la disputa. 

Hay guerras que comienzan por poca cosa. En el año 1650 el Gobernador de la isla de Manhattan inició una matanza contra las tribus nativas de la zona porque una mujer indígena intentó robar unos melocotones a un granjero holandés. La Guerra de los Melocotones la llamaron. Cualquier insignificante tontería puede servir de pretexto para entablar una guerra desde el momento en que la guerra ya había dado comienzo en sus mentes. 

Segundos antes, Anne Julie había visto como su niño de verano, rubio como el sol y con unos ojos azules penetrantes como el cielo infinito, se lo había arrebatado de las manos a la niña. Esta lo intentó recuperar como pudo, pero Seth la empujó con una sola mano, tirándola casi sin esfuerzo al suelo. Con la misma liviandad de la que se aprovecharía un hombre hecho y derecho para empujar a un niño a las vías de un tren. Fue entonces cuando la chiquilla empezó a llorar de manera desconsolada atrayendo la atención de los presentes. El llanto de un bebé es un canto de sirena para los adultos. 

—Lo siento mucho, Rita. Son cosas de niños, ya sabes —se dirige a la otra madre, que le contesta con una sonrisa leve y forzada, lo suficientemente educada para dar por zanjada la polémica. No en vano, Anne Julie Graham, era la presidenta de la Asociación de Padres y Madres del Stratford School, la guardería privada donde asistían todos los niños de esta velada, además de la prestigiosa firma de abogados Graham & McCort & Asociados, esposa del afamado empresario farmacéutico Peter Graham y la dueña de la fabulosa mansión donde estaban celebrando la fiesta del quinto aniversario del nacimiento de su hijo. Su adorado hijo, lo más importante de este mundo. 

No faltaba de nada en el amplio jardín: piñata, columpios, tobogán, castillo hinchable, payaso que da mal rollo, el BabyShark sonando de fondo en bucle, varias mesas abastecidas con Nutella, crema de cacahuete, pan de molde, bollería industrial, chucherías, refrescos azucarados y otros manjares igual de saludables para la salud infantil. Una ristra de niños revolotea de aquí para allá como moscas en la mierda haciendo un ruido familiarmente insoportable. Mientras tanto, sus progenitores los desatienden formando corrillos, bebiendo cerveza y vino, y cuchicheando sobre la escena que acaba de acontecer como si fueran espectadores de una obra de microteatro improvisado. 

Anne Julie tira con ímpetu del niño rubio hacia la puerta trasera de la casa y entran, cerrándola detrás de ellos. 

Anne Julie le hace sentar en el taburete de una barra de cocina con la encimera de cristal que utilizan para desayunar. Ella se pone de pie en frente, observando por la ventana el jardín exterior, vigilando a las hienas mientras cierra las persianas venecianas. 

—Seth, hijo... ¿qué voy a hacer contigo? —se lamenta fingiendo un tono de reprimenda. 

Cuando están plegadas del todo, se gira hacia él cambiando totalmente la expresión de la cara en un segundo. Abre una tartera de cristal y coge una cookie de chocolate, regalándosela al niño, que la recibe con una sonrisa de satisfacción. 

—Eres un niño muy malo —dice con un tono irónico, y a continuación se transforma en uno sincero y alegre—. Estoy muy orgullosa de ti. 

Anne Julie le revuelve el pelo complacida, cogiendo otra galleta para ella, metiéndosela en la boca. 

Suena el teléfono fijo de pared y ella se acerca y lo descuelga. Es un teléfono que no debe sonar jamás de los jamases, únicamente en una circunstancia muy excepcional. 

Es una sala cerrada, seguramente en el subsuelo, lleno de ordenadores y aparatos tecnológicos, un informático con rosácea en la cara y un micrófono de pinza está observando con avidez la pantalla gigante que tiene a su frente. Se diría que esto es como el centro de control de la NASA, pero apañado en el sótano de una casa residencial en vez de en Cabo Cañaveral.

—Señora X. La llamo a usted en primera instancia siguiendo los protocolos establecidos en la Operación Abadón.

Prosigue: —La señal del objetivo acaba de aparecer en nuestros radares. 

En la cocina americana de la casa de los Graham, la señora Graham se sorprende al recibir estas palabras. Imagínate la siguiente situación: aplicas para un trabajo y, después de mucho tiempo, con las esperanzas ya soterradas y las necesidades exponencialmente elevadas, recibes la llamada del encargado de Recursos Humanos comunicándote que ese trabajo tan deseado, finalmente, es tuyo. Y no puedes creértelo, estas tan sorprendido que tus cuerdas vocales no reaccionan y tu pulso se acelera y el corazón parece que va a escaparse de tu caja torácica. No, a ella nunca le ha pasado, pero desde luego la sensación que está experimentando ahora mismo es idéntica. 

—¿Qué? ¿Estás seguro? 

Anne Julie observa a Seth mientras mastica la galleta. Inocente y ajeno a todo. 

—Sí, Señora X. Lo estoy viendo delante de mis narices ahora mismo —el informático escapa un gritito al darse cuenta de que el tono empleado podría haberla ofendido, sin querer, y rectifica acto seguido conteniendo el miedo adquirido—: Con todo el respeto. 

Silencio al otro lado de la línea. 

Una señal en forma de punto parpadea en un mapa proyectado en la gran pantalla. Los demás técnicos dejan lo que estaban haciendo para acercarse y admirar con fascinación el punto parpadeante como si fuera la Estrella de Belén que les guiará hacia un milagro. 

—¿Y dónde está? —inquiere ella con curiosidad—. ¿Dónde se ha escondido todo este tiempo? 

—La señal del GPS nos indica que por el momento está en... Barcelona, España. 

Un incómodo silencio sigue a continuación. Las rojeces en la piel del informático empiezan a picarle mucho. 

—¿Debería llamar al Jefe de Operaciones, Señora X? —le pregunta el informático titubeante. 

—No, por el momento no —por fin se escucha su voz—. Conozco una facción operativa de nuestra organización en el terreno. Ahora mismo llamaré a su líder y se pondrán en activo ipso-facto. No quiero que el Destructor siga vivo ni un segundo más. 

—Entendido, Señora X. 

Anne Julie cuelga el teléfono. Piensa en muchas cosas, piensa en lo ridículo que es su seudónimo. Suena a actriz porno. Piensa en las vacaciones que hicieron hace unos años en Barcelona. Recuerda que se alojaron en el Hotel Majestic y recuerda la historia que se respiraba paseando por las calles del Barrio Gótico. Excelentes vinos. Lo cierto es que le encantó la ciudad. Y qué podía decir de Gaudí, el maestro. Pero sobre todo piensa en él. Se queda observando con anhelo y felicidad a su niño. 

—Ha llegado el día, mi pequeña Bestia —bisbisea mordisqueando la galleta. 

«Demonios, qué buena que está». Ahora se arrepentía de haber echado a María, su empleada doméstica. La acusó de haberle robado unos pendientes, pero era mentira. Disfrutaba con estos pequeños gestos de crueldad que la sociedad justificaba por una simple acusación fundamentada en la superioridad de clases. 

—¿Quieres otra, cariño? —le pregunta al niño, que se balancea con excitación. 

 

2• 

 

Es de noche. En una oscura y solitaria callejuela, un grupo de hombres le están dando una paliza a un chico, tirado en el suelo, indefenso. Los cuatro comparten una estética que una persona de bien definiría como chunga: ropa de cuero, tatuajes por todo el cuerpo, greñas, piercings, maquillaje facial oscuro y las mismas zapatillas, unas Converse negras con una estrella en el costado. 

La víctima está recibiendo insultos denigrantes y patadas de tres de ellos mientras otro, en apariencia más mayor, fuma un porro apoyado en la pared, con pasotismo. 

Se escucha el chirrido agudo de unos neumáticos y después unos pasos, y entre las sombras aparece un quinto miembro de la banda radical (claramente con pinta de ser el que manda), con un teléfono móvil en una mano y en la otra un cigarrillo medio fumado que se va consumiendo mientras camina hacia ellos. Se trata de Amón, el líder de la pandilla. 

—Dejad a ese pobre desgraciado. Tenemos que irnos ya. 

—¿Qué? Pero si este hijo de puta aún está consciente —se queja Balbán, dándole una patada en las costillas. 

—Tenemos un encargo. De los gordos. 

—¿Cómo de gordo? —pregunta Kobal. 

—Como mi polla, chaval. Anda, vámonos ya. 

Amón da una última calada al cigarrillo y después lo apaga en la mejilla del chico magullado, que grita de dolor. Como si fuera un académico de la RAE escuchándolos hablar.

—¡A la furgo todo el mundo, joder! —ordena vociferando, girándose con prisa. 

Todos se activan y comienzan a caminar detrás de él, visiblemente excitados. 

Balbán se para, vuelve hacia la escena del crimen y le da otra patada para salir de nuevo corriendo hasta alcanzar al resto del grupo. 

 

3• 

 

Anne Julie pulsa el botón rojo del móvil y lo deposita encima de la mesa con una expresión reflexiva, parece que su mente no estuviera ahora mismo ahí. Tiene muchas cosas en las que pensar, el futuro de repente parecía estar muy presente. 

Sin que nadie se lo espere (y mucho menos ella), aparecen por detrás unos brazos que le agarran por debajo de las axilas. Ella se asusta pegando un grito, ahogado por las manos que le tapan la boca con fuerza. 

—Así que no querías avisarme —dice el dueño de las manos, con una voz rotunda y asertiva que campanillea en sus oídos. 

«Puto informático. Voy a mandar matarlo». 

Ella se da cuenta de a quién pertenecen esas manos, grandes y ásperas, y esa voz, profunda y seductora. Suspira y sonríe, acariciándole con cariño los pelos de las falanges de sus dedos. 

—Me has asustado.