PACK SHERLOCK HOLMES eBook bundle - Arthur Conan Doyle - E-Book

PACK SHERLOCK HOLMES eBook bundle E-Book

Arthur Conan Doyle

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  • Herausgeber: RBA Libros
  • Kategorie: Krimi
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2024
Beschreibung

Algunos de los magistrales casos de Sherlock Holmes, el detective más famoso de todos los tiempos, presentados en una edición inspirada en las publicaciones originales. Este pack reúne algunos de los casos que hicieron de Sherlock Holmes un mito a nivel mundial. - El sabueso de los Baskerville - Estudio en Escarlata - El signo de los cuatro

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Títulos del pack:

El sabueso de los Baskerville

El signo de los cuatro

Estudio en escarlata

Títulos originales:

The Hound of the Baskervilles

The Sign of Four

A Study in Scarlet

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A.U., 2022.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona

www.rbalibros.com

Ref.: OBDO411

ISBN: 978-84-1132-930-9

Composición digital: Editec Ediciones

“tras él, persiguiéndole, un sabueso del infierno, como no quiera Dios que yo lo vea jamás tras mis talones”.

EL SABUESO DE LOS

BASKERVILLE

UN NUEVO CASO DE

Sherlock Holmes

de

A. Conan Doyle

Autor de

“Estudio en escarlata” y “El signo de los cuatro”

Ilustrado por

Sidney Paget para ‘The Strand Magazine’

The Sherlock Holmes Collection

agosto de 1901

El sabueso de los Baskerville.

deA. CONAN DOYLE

Capítulo I El señor Sherlock Holmes

El señor Sherlock Holmes, que de ordinario se levantaba muy tarde, salvo en aquellas ocasiones, nada infrecuentes, en que no se acostaba en toda la noche, se hallaba sentado a su mesa de desayunar. Yo estaba, en pie, sobre la esterilla de la chimenea, y eché mano al bastón que nuestro visitante de la noche anterior había dejado al marcharse. De madera fina y resistente, con el puño abultado, pertenecía al tipo de bastones que son conocidos con el nom­bre de abogado de Penang. Debajo mismo del puño tenía una ancha tira de plata, de más de dos centímetros de extremo a extremo. En ella, y con la fecha 1884, estaba grabada la inscripción siguiente: «A James Mortimer, M. R. C. S., de sus amigos del C. C. H.». Era, precisamente, un bastón como el que acostumbran llevar los médicos de familia chapados a la antigua..., solemne, sólido y tranquilizador.

—¿Qué le dice a usted ese bastón, Watson?

Holmes se hallaba sentado de espaldas a mí, y yo no le había dado indicio alguno de lo que estaba haciendo.

—¿Y cómo sabe usted lo que estaba haciendo? Voy a creer que tiene usted ojos en el cogote.

—Lo que sí tengo es una reluciente cafetera de plata delante de mí —contestó—. Pero dígame, Watson: ¿qué deduce usted del bastón de nuestro visitante? Ya que la mala suerte quiso que no coincidiésemos con él, y ya que no tene­mos la menor idea de la finalidad que lo traía, este recuerdo fortuito adquiere importancia. Veamos cómo se imagina usted al hombre tras el examen del bastón.

—Yo creo —dije, siguiendo todo lo mejor que pu-de los métodos de mi acompañante— que el doctor Mortimer es un médico entrado en años que ha tenido éxito en su profesión, y que es muy apreciado, como prueba el que personas que lo conocen le hayan dado esta muestra de su estima.

—¡Eso está bien! —dijo Holmes—. ¡Muy bien!

—Deduzco también que es probable que se trate de un médico rural que realiza una gran parte de sus visitas a pie.

—¿De qué lo deduce?

—De que este bastón, que cuando estaba nuevo era un ejemplar hermosísimo, tiene tantas señales de golpes por todas partes que me cuesta trabajo imaginarme con él a un médico de ciudad. La gruesa contera de hierro está muy desgastada, lo que evidencia que el dueño del bastón ha hecho con el mismo muchas caminatas.

—¡Perfectamente razonado! —dijo Holmes.

—Tenemos, además, lo de sus amigos del C. C. H. A mi entender, se trata de algún club de cazadores (hunt), de algún club de cazadores local, a cuyos miembros prestó, posiblemente, alguna asistencia quirúrgica, y que, en pago de ella, le ofrecieron un pequeño obsequio.

—Le digo de veras, Watson, que se está usted superando a sí mismo —comentó Holmes, empujando hacia atrás su silla y encendiendo un cigarrillo—. No tengo más remedio que decir que en todas las referencias que ha tenido usted la bondad de dar acerca de mis pequeños éxitos se ha quedado, generalmente, por debajo de su propia capacidad. Quizá no sea usted una antorcha encendida, pero sabe abrir el camino a la claridad. Hay personas que, sin ser ellas mismas geniales, poseen una extraordinaria fuerza para estimular el genio en los demás. Reconozco, querido compañero, que estoy en deuda con usted.

Nunca había ido tan lejos, y no tengo más remedio que confesar que sus palabras me produjeron un vivo placer, porque la indiferencia que demostraba ante mi admiración, y ante mis tentativas de dar publicidad a sus métodos, me había herido con frecuencia en mi amor propio. Me enorgullecí también al pensar que había llegado a adquirir un dominio tal de su sistema como para aplicarlo de una forma que mereciese su aprobación. Acto seguido, Holmes tomó el bastón de mis manos y lo examinó durante algunos minutos. A continuación, y con expresión de interés, dejó a un lado su cigarrillo, se acercó a la ventana con el bastón y volvió a escudriñarlo con una lente convexa.

“volvió a escudriñarlo con una lente convexa”.

—Interesante, aunque elemental —dijo, volviendo a su sitio preferido en el sofá—. Desde luego, pueden verse en el bastón una o dos indicaciones que nos proporcionan la base para deducir varias cosas.

—¿Se me ha pasado algo por alto? —pregunté con una cierta prepotencia—. Confío en no haber dejado pasar na­da que tenga importancia.

—Sospecho, mi querido Watson, que la mayor parte de sus conclusiones eran equivocadas. Al decirle yo que usted me servía de estímulo, voy a serle franco, quise dar a entender que sus errores me guiaban, en ocasiones, hacia la verdad. No digo que en este caso se haya usted equivocado en todo. Desde luego, este hombre es médico rural, sin duda alguna. Y, además, camina mucho.

—Entonces, yo estaba en lo cierto.

—Hasta ahí, sí.

—Pero solo hasta ahí.

—Sí, mi querido Watson, porque eso no es todo, ni mucho menos. Por ejemplo, yo apuntaría la idea de que es mucho más probable que a un médico se le haga un regalo en un hospital que en un club de caza (hunt). Al figurar las iniciales C. C. delante de la palabra hospital, cae por su propio peso que se refieren al de Charing Cross.

—Pudiera estar usted en lo cierto.

—Las probabilidades apuntan en esa dirección. Y si lo tomamos como hipótesis de trabajo, nos encontramos con un nuevo punto de partida desde el que iniciar nuestra construcción del visitante desconocido.

—Y suponiendo que «C. C. H.» signifique Charing Cross Hospital, ¿qué otras conclusiones podemos sacar?

—¿No se le ocurre nada? Usted conoce mis métodos. ¡Aplíquelos!

—Solo llego a la conclusión evidente de que este hombre ha ejercido su profesión en la ciudad, antes de marchar al campo.

—Creo que podríamos aventurarnos un poco más que eso. Mírelo desde este punto de vista. ¿Cuál es la ocasión más probable que pudo dar lugar a la entrega de un regalo así? ¿La ocasión que pudo motivar el que sus amigos se reuniesen para ofrecerle una prueba de su afecto? Con toda evidencia, esa ocasión debió de ser el momento en que el doctor Mortimer se retiró del servicio del hospital, a fin de establecerse y trabajar por su cuenta. Sabemos que tuvo lugar la entrega de un obsequio. Creemos que existió un traslado de actividades desde un hospital de la capital a un puesto de médico en el campo. ¿Sería ir demasiado lejos en nuestras deducciones el afirmar que el regalo le fue hecho con motivo de ese traslado?

—Parece, desde luego, muy probable.

—Ahora bien, quiero que observe además que ese hombre no podía pertenecer al elenco permanente del hospital, porque solo médicos experimentados y acreditados por su práctica de la medicina en Londres podrían ocupar tales cargos, y esos hombres no suelen marcharse al campo. ¿Qué cargo desempeñaba, pues? Si trabajaba en el hospital y no pertenecía a la plantilla, solo podía ser un cirujano o un médico interno..., es decir, poco más que un estudiante del último curso. Y abandonó el hospital hace cinco años, como indica la fecha que ostenta el bastón. De modo, pues, que ese médico titular, de mediana edad, solemne, se diluye en el aire, mi querido Watson, y surge en su lugar un médico joven, de menos de treinta años, simpático, sin ambiciones, olvidadizo, y dueño de un perro al que tiene especial cariño, pero al cual yo describiría de un modo somero diciendo que es más corpulento que un terrier pero más pequeño que un mastín.

Me reí con una gran incredulidad mientras Sherlock Holmes, recostado en el sofá, lanzaba pequeñas volutas de humo.

—Carezco de elementos para comprobar esa última parte —dije—, pero no es en modo alguno difícil adivinar ciertos detalles relativos a la edad y a la carrera profesional de nuestro hombre.

Recurrí al directorio médico que tenía en el estante de los libros relacionados con la medicina, y busqué en él aquel apellido. Eran varios los Mortimer, pero solo uno de ellos podía ser nuestro visitante. Leí en voz alta su ficha:

«Mortimer, James, M. R. C. S. Grimpen, Dartmoor, Devon. De 1882 a 1883, cirujano interno del Charing Cross Hospital. Ganó el premio Jackson de patología comparada con el ensayo titulado ¿Es la enfermedad una regresión? Miembro corresponsal de la Sociedad Patológica Sueca. Autor de Algunos caprichos del atavismo (Lancet, 1882), ¿Progresamos realmente? (Journal of Psychology, marzo de 1883). Médico titular de las parroquias de Grimpen, Thorsley y High Barrow».

—No se cita en absoluto a ese club local de caza, Watson —dijo Holmes con una sonrisa maliciosa—; pero sí que es un médico rural, como usted hizo notar astutamente. Creo que mis deducciones están justificadas. En cuanto a los calificativos, dije, si mal no recuerdo, simpático, sin ambiciones y olvidadizo. Según mi experiencia, solo reciben regalos los hombres simpáticos; únicamente un hombre falto de ambiciones es capaz de renunciar a una carrera en Londres para ejercer en un medio rural, y solo una persona distraída deja su bastón y no su tarjeta de visita después de haber estado esperándonos una hora.

—¿Y qué me dice del perro?

—Que tiene la costumbre de llevar el bastón, caminando en pos de su amo. Como se trata de un bastón pesado, el perro lo sujeta fuertemente por el centro, donde son claramente visibles las señales de sus dientes. Las mandíbulas del perro, como puede verse por la separación de las señales, son, en mi opinión, demasiado anchas para un terrier y no lo bastante para un mastín. Podría ser... Sí, ¡vive Dios!, se trata de un lebrel de pelo rizado.

Mientras hablaba, se había puesto en pie e iba y venía por la habitación. De pronto se detuvo ante la ventana. Tenía su voz una vibración tal de seguridad que no pude menos que alzar la mirada, sorprendido.

—Mi querido amigo, ¿cómo puede estar tan seguro?

—Por la sencilla razón de que estoy viendo al perro en el escalón de nuestra puerta de entrada, y de que su propietario acaba de tocar la campanilla. No se retire, Watson, se lo suplico. Se trata de un hermano suyo de profesión, y la presencia de usted quizá me sea útil. Watson, he aquí el momento dramático del destino, cuando resuenan en la escalera unos pasos que van a entrar en nuestra vida, e ignoramos si ha de ser para bien o para mal. ¿Qué es lo que el doctor James Mortimer, el hombre de ciencia, quiere saber de Sherlock Holmes, el especialista en crímenes...? ¡Adelante!

El aspecto exterior de nuestro visitante fue para mí una sorpresa, porque yo esperaba ver a un típico médico rural. Era muy alto, delgado, y su nariz daba la impresión de un pico que arrancaba de entre dos ojos grises agudos, poco distantes entre sí, y que centelleaban vivazmente detrás de los cristales de unas gafas de montura de oro. Vestía al estilo de su profesión, pero bastante desaseado, porque la levita cruzada estaba ajada y los bordes de sus pantalones, deshilachados. Aunque joven, tenía ya cargadas las anchas espaldas, y al caminar echaba hacia delante la cabeza, con el aspecto general de quien pide benevolencia. Al entrar, sus ojos fueron a posarse en el bastón que Holmes tenía en la mano, y corrió hacia el mismo, dejando escapar una exclamación de júbilo.

—¡Cuánto me alegro! —dijo—. No estaba seguro de si lo había dejado aquí o en la agencia marítima. Por nada del mundo quisiera perder este bastón.

—Por lo que veo, es un regalo —dijo Holmes.

—En efecto, señor.

—¿Del Charing Cross Hospital?

—De uno o dos amigos de allí, con motivo de mi boda.

—¡Vaya, vaya! Eso es malo —dijo Holmes, moviendo negativamente la cabeza.

El doctor Mortimer parpadeó con manso asombro a través de los cristales de sus gafas.

“Al entrar, sus ojos fueron a posarse en el bastón que Holmes tenía en la mano”.

—¿Malo? ¿Por qué?

—Porque con ello ha desbaratado usted las pequeñas deducciones que habíamos hecho. Dice usted que con motivo de su boda, ¿no es eso?

—Así es, señor. Me casé, y al casarme abandoné el hospital, y con ello, todas las esperanzas de llegar a tener una consulta. Necesitaba hacerme con un hogar propio.

—Bueno, bueno...; no erramos tanto, después de todo —dijo Holmes—. Pues bien, doctor James Mortimer...

—Señor, nada más que señor..., un humilde miembro del Real Colegio de Cirujanos.

—Y un hombre con una mente precisa, como se puede advertir.

—Nada más que un aficionado a la ciencia, señor Holmes; un coleccionista de conchas en las playas del inmenso océano desconocido. Me imagino que a quien hablo es al señor Sherlock Holmes, y no...

—No; y este es mi amigo el doctor Watson.

—Encantado de conocerlo, señor. He oído citar ese nombre en conexión con el de su amigo. Señor Holmes, usted ha despertado en mí un gran interés. No me lo había imaginado tan dolicocéfalo, ni tampoco con un desarrollo tan marcado de los supraorbitales. ¿Tendría usted inconveniente en que recorra con mi dedo la fisura parietal? Un molde de su cráneo constituiría un ornato en cualquier museo antropológico, mientras no se pueda disponer del original. No es mi deseo llegar a la grosería en el elogio, pero le confieso que anhelo disponer de su cráneo.

Con un ademán ondulante de la mano, Sherlock Holmes indicó a su extraño visitante que tomase asiento, y le dijo:

—Veo, señor, que es usted tan entusiasta dentro de su línea de estudios como yo dentro de la de los míos. Su dedo índice me está diciendo que usted mismo se prepara sus cigarrillos. No vacile en encender uno.

Aquel hombre sacó tabaco y papel y enrolló el uno en el otro con sorprendente destreza. Sus dedos, largos y temblorosos, eran tan ágiles e inquietos como las antenas de un insecto.

Holmes permanecía en silencio, pero la intensidad de su mirada me demostró el interés que nuestro raro visitante despertaba en él.

—Me imagino, señor —dijo por último—, que el haberme hecho usted el honor de venir a visitarme anoche, y de volver hoy, no habrá sido simplemente con el propósito de examinar mi cráneo, ¿no es así?

—En modo alguno, señor. Aunque me satisface haber tenido la oportunidad de hacerlo. Acudí a usted, señor Holmes, porque reconozco que soy hombre que carece de sentido práctico y porque me he visto enfrentado súbitamente a un problema de lo más grave y singular. Y reconociendo, como reconozco, que usted es el segundo de los grandes especialistas que hay en Europa...

—¿De veras, señor? ¿Y podría preguntarle quién es el que tiene el honor de ser el primero? —inquirió Holmes, con algo de aspereza.

—A los hombres de mentalidad estrictamente científica tiene que atraerles siempre con gran fuerza la obra de monsieur Bertillon.

—En ese caso, ¿no haría quizás usted mejor en consultar con él?

—Dije, señor, que a los hombres de mentalidad estrictamente científica. Pero es algo universalmente reconocido que como hombre de sentido práctico en los asuntos no hay otro como usted. Confío, señor, en que no habré, sin caer en la cuenta...

—Nada más que un poquitín —dijo Holmes—. Creo, señor Mortimer, que obraría usted con acierto exponiéndome amablemente, sin más rodeos, la índole exacta del problema en el que solicita mi ayuda.

Capítulo II La maldición de los Baskerville

Traigo un manuscrito en el bolsillo —dijo el señor James Mortimer.

—Me fijé en ello cuando entraba usted en la habitación —contestó Holmes.

—Es un manuscrito antiguo.

—De principios del siglo xviii, a no ser que se trate de una falsificación.

—¿En qué se basa para decir eso, señor?

—Mientras usted hablaba, ofrecía a mi examen tres o cuatro centímetros del mismo. Mal especialista sería el que no fuese capaz de señalar la fecha de un documento, década más o menos. Quizás haya leído usted mi pequeña monografía sobre el tema. Yo situaría ese manuscrito hacia mil setecientos treinta.

—La fecha exacta es mil setecientos cuarenta y dos. —El doctor Mortimer lo extrajo del bolsillo del pecho—. Quien encomendó a mi cuidado este documento de familia fue sir Charles Baskerville, cuya muerte, repentina y trágica, ocurrida hace unos tres meses, levantó tanto revuelo en Devonshire. Puedo decir que yo era amigo personal suyo, además de su médico de cabecera. Era hombre de firmes resoluciones, astuto, práctico, y tan desprovisto de imaginación como yo. Y, con todo ello, tomó en serio este documento y vivió preparado para un final como el que, en efecto, tuvo.

Holmes alargó la mano para agarrar el manuscrito, y lo alisó encima de su rodilla.

—Fíjese, Watson, en el empleo alternativo de la letra ese larga y corta. Fue uno de los indicios que me permitieron señalar la fecha.

Miré por encima de su hombro el papel amarillento y la escritura descolorida. Lo encabezaban estas palabras: «Palacio de Baskerville», y debajo, en grandes cifras irregulares: «1742».

—Parece ser una declaración.

—Sí, es una declaración en la que se consigna cierta leyenda que se van transmitiendo los miembros de la familia Baskerville.

—Pero he creído entender que usted desea consultarme sobre alguna cosa más reciente y de tipo práctico.

—Mucho más reciente. Es un asunto sumamente práctico y apremiante, que precisa resolverse dentro de las próximas veinticuatro horas. Pero el manuscrito es breve y guarda íntima conexión con el problema. Con el permiso de ustedes, se lo leeré.

Holmes se arrellanó en su asiento, juntó las yemas de los dedos de las manos y cerró los ojos con aire de resignación. El doctor Mortimer volvió el manuscrito hacia la luz y leyó en voz alta y aguda el siguiente y curioso relato de tiempos pasados.

“El doctor Mortimer volvió el manuscrito hacia la luz y leyó”.

—«Se han hecho muchas afirmaciones acerca del origen del sabueso de los Baskerville; pero como yo desciendo en línea directa de Hugo Baskerville, y como he oído la historia de labios de mi padre, que la recibió a su vez de boca del suyo, la he puesto por escrito, con la plena convicción de que el hecho ocurrió tal como aquí se relata. Y yo quisiera, hijos míos, que tuvieseis fe en que la misma justicia que castiga el pecado puede también generosamente perdonarlo, y que no existe anatema que no pueda ser levantado mediante las oraciones y el arrepentimiento. Aprended, pues, de este relato a no temer los frutos del pasado, pero también a ser circunspectos en el porvenir, a fin de que las perniciosas pasiones que tan dolorosas consecuencias han acarreado a nuestra familia no se desaten otra vez para ruina nuestra.

»Sabed, pues, que en tiempos de la Gran Rebelión (cuya historia, escrita por el doctor lord Clarendon, recomiendo vivamente a vuestra atención) era señor de esta casa solariega de Baskerville, Hugo, del mismo apellido, sin que pueda pasarse por alto el decir de él que era el más salvaje, blasfemo e impío de los hombres. Todo esto, a decir verdad, se lo habrían perdonado los habitantes de la región, en vista de que nunca abundaron por allí los santos; pero había en el carácter de Hugo cierta inclinación a lo temerario y cruel, que convirtió su nombre en objeto de horror por todo el Oeste. Pues bien: este Hugo se enamoró (si es que puede aplicarse nombre tan hermoso a una pasión tan sombría) de la hija de un terrateniente que vivía cerca de los dominios de los Baskerville. Pero la joven doncella, que era discreta y gozaba de excelente reputación, esquivaba siempre el encontrarse con él, porque el mal nombre que Hugo tenía le inspiraba temor. Ocurrió, pues, por San Miguel, que Hugo, con cinco o seis de sus compañeros, ociosos y malvados, se presentó en secreto en la granja y raptó a la doncella, mientras su padre y sus hermanos se hallaban ausentes, detalle del que Hugo estaba enterado. Cuando la tuvieron en la mansión, la recluyeron en una estancia del piso superior, mientras Hugo y sus amigos se sentaban a la mesa para celebrar una larga francachela, según tenían por costumbre todas las noches. La pobre moza se habría vuelto loca en el piso de arriba al oír los cantos, vociferaciones y blasfemias terribles que le llegaban desde abajo, porque dicen que las frases que acostumbraba emplear Hugo Baskerville, cuando estaba borracho, eran como para que quien las pronunciase volase hecho pedazos. Por último, y en las angustias de su terror, la joven hizo una cosa que hubiera asustado al hombre más valiente y osado: valiéndose de la enredadera que cubría (y aún cubre) el muro de la parte sur, se descolgó desde el alero del tejado, y acto seguido se encaminó a través del páramo hacia su casa, porque entre la mansión y la granja de su padre mediaba solo una distancia de tres leguas.

»Al poco rato de esto se le ocurrió a Hugo separarse de sus invitados para llevar alimento y bebida..., y quizá con propósitos peores..., a su cautiva, descubriendo con ello que la jaula estaba vacía y que el pájaro había escapado. Parece que entonces se puso como si estuviera poseído por el diablo; echó a correr escaleras abajo hasta el comedor, se encaramó de un salto sobre la espaciosa mesa, haciendo volar por los aires las botellas y las viandas, y dijo a gritos, en presencia de los allí congregados, que sería capaz de entregar aquella noche su cuerpo y su alma a las potencias del infierno con tal de conseguir alcanzar a la moza. Y mientras el grupo de juerguistas contemplaba con la boca abierta el furor desatado de aquel hombre, uno de ellos, más malvado que los demás, o quizá más borracho, gritó que había que lanzar a los sabuesos sobre la pista de la muchacha. Al oír aquello, Hugo salió corriendo de la casa, gritando a sus caballerizos que le ensillasen su yegua y sacaran de las perreras la jauría; echó a los sabuesos un pañuelo de la joven, los lanzó sobre la huella, y los perros salieron aullando por la paramera a la luz de la luna.

»Los compañeros de juerga permanecieron un rato boquiabiertos, sin llegar a comprender todo aquello que se había hecho con tanta precipitación. Pero luego sus cerebros entontecidos comprendieron la índole de lo que iba probablemente a ocurrir en las tierras del páramo. Se armó un alboroto estrepitoso; los unos pedían pistolas, los otros, sus caballos y algunos, otra botella de vino. Finalmente, sus cerebros enloquecidos recobraron algo de claridad, y todos, trece en número, montaron a caballo y emprendieron la persecución. La luna brillaba clara por encima de ellos, mientras cabalgaban rápidamente, siguiendo la dirección que por fuerza tenía que tomar la doncella si quería llegar a su propia casa.

»Llevarían recorridas una o dos millas cuando se cruzaron con uno de los pastores nocturnos que había en la paramera, y le gritaron si no había visto la partida de caza. El hombre, cuenta la historia, se hallaba tan aturdido de miedo que apenas podía hablar, pero por último dijo que sí, que había visto a la desdichada joven, y a la jauría sobre sus huellas. Y agregó: “Pero he visto más; porque Hugo Baskerville se cruzó conmigo en su yegua negra, y tras él, persiguiéndole en silencio, un sabueso del infierno, como no quiera Dios que yo lo vea jamás tras mis talones”.

»Los caballeros, borrachos, maldijeron al pastor al oír aquello, y siguieron su cabalgada. Pero, a poco andar, sintieron que se les helaba la sangre, porque les llegó, cruzando la paramera, el ruido del galope de un caballo: la yegua negra, salpicada de blanca espuma, cruzó en sentido contrario, arrastrando las riendas y con la montura vacía. Aquellos juerguistas arrimaron unos a otros sus caballos, presas de gran pavor, pero siguieron galopando por el páramo, aunque si cada uno de ellos hubiese estado solo, se habría alegrado muchísimo de hacer girar en redondo la cabeza de su caballo. Avanzando de ese modo, a paso corto, llegaron por fin a donde estaba la jauría. Los sabuesos, aunque afamados por su bravura y su sangre, estaban ahora apiñados y gimoteando, a la entrada de una profunda cañada que formaba allí la paramera; algunos intentaron retroceder, y otros miraron, con la pelambre del cuello erizada, hacia el fondo del valle que tenían delante.

“en el centro del calvero yacía la desdichada doncella en el sitio donde había caído”.

»El grupo se detuvo; aquellos hombres, como ya adivinaréis, estaban más despejados que cuando salieron de la mansión. La mayoría de ellos se negó resueltamente a avanzar, pero tres, los más audaces, o quizá los más borrachos, lanzaron sus caballos cañada abajo. Desembocaba esta en una ancha explanada, en la que se alzaban dos grandes piedras, que aún hoy se ven allí, y que fueron asentadas donde están por ciertos pueblos olvidados que hubo hace muchísimo tiempo. La luna iluminaba con su luz brillante aquel calvero, y en el centro del mismo yacía la desdichada doncella en el sitio donde había caído, muerta de miedo y de fatiga. Pero no fue la vista de su cadáver, ni siquiera la vista del cuerpo de Hugo de Baskerville, que yacía en el suelo junto a la moza, lo que erizó los cabellos de aquellos tres atrevidos bravucones, sino que, apoyado encima de Hugo, y forcejeando, con los dientes clavados en el cuello, había un ser repugnante, una bestia corpulenta, negra, de la forma de un sabueso, pero de volumen mucho mayor que el de todos los sabuesos que han visto ojos humanos. Mientras estaban mirando, la bestia arrancó el garganchón de Hugo de Baskerville. Al ver aquello y que la fiera volvía sus ojos llameantes y sus mandíbulas, que chorreaban sangre, hacia ellos, los tres hombres lanzaron un alarido de terror y corrieron en sus caballos por la paramera como si en ello les fuese la vida y sin dejar de gritar. Se dice que uno de ellos murió aquella misma noche de la impresión que le produjo lo que había visto, y que los otros dos ya no fueron sino guiñapos durante el resto de su vida.

»Tal es, hijos míos, la leyenda de la aparición del sabueso que, según se cuenta, ha perseguido desde entonces de manera tan dolorosa a nuestra familia. Si he puesto esta leyenda por escrito es porque lo que se sabe con claridad aterroriza menos que lo que no pasa de insinuación y barrunto. No puede tampoco negarse que muchos miembros de nuestra familia han tenido muertes lastimosas, repentinas, sangrientas, misteriosas. Pero, con todo eso, busquemos cobijo en la bondad infinita de la Providencia, que no va nunca en el castigo de los inocentes más allá de la tercera o de la cuarta generación, que es la amenaza que hace en la Sagrada Escritura. A esa Providencia, hijos míos, os encomiendo ahora, y os aconsejo, como medida de precaución, que no crucéis nunca la paramera a las horas tenebrosas en que andan triunfantes las potencias del Mal.

»(Este escrito dirige Hugo Baskerville a sus hijos Roger y John, con instrucciones de que nada digan acerca de su contenido a su hermana Elizabeth)».

Al acabar de leer esta extraña narración, el doctor Mortimer alzó sus gafas hacia la frente y miró a través de ellas al señor Sherlock Holmes. Este último bostezó, arrojó al fuego la colilla de su cigarrillo y exclamó:

—Usted dirá.

—¿No lo encuentra interesante?

—Para un coleccionista de cuentos de hadas.

El doctor Mortimer sacó del bolsillo un periódico doblado.

—Pues bien, señor Holmes: voy a leerle algo más reciente. Aquí tiene usted el número del Devon Country Chronicle del 14 de junio de este año. Trae un breve relato de los hechos que salieron a relucir con motivo de la muerte de sir Charles Baskerville, ocurrida unos días antes de esa fecha.

Mi amigo inclinó un poco el cuerpo hacia delante y mostró gran atención. Nuestro visitante reajustó sus gafas y empezó a leer:

—«La muerte repentina, acaecida recientemente, de sir Charles Baskerville, cuyo nombre se había mencionado como probable candidato del partido liberal por Mid-Devon en las próximas elecciones, ha sumido en la tristeza a todo el condado. Aunque sir Charles llevaba viviendo en la mansión de los Baskerville poco tiempo, su simpatía y su gran generosidad le ganaron el afecto y respeto de cuantos le trataron. En estos tiempos de nouveaux riches reconforta encontrarse con un caso en que el descendiente de una antigua familia del condado venida a menos ha sido capaz de enriquecerse por sí mismo y regresar después para restaurar la caída grandeza de su linaje. Como es bien sabido, sir Charles ganó grandes sumas de dinero en especulaciones sudafricanas. Más cauto que quienes siguen adelante hasta que la rueda se vuelve contra ellos, hizo la liquidación de sus ganancias y regresó a Inglaterra con ellas.

»Hace solo dos años que estableció su residencia en la mansión de los Baskerville, y los ambiciosos planes de reconstrucción y mejoras que la muerte ha venido a interrumpir habían llegado a ser tema corriente de conversación. Dado que no tenía hijos, su deseo, públicamente expresado, era que toda la zona se beneficiase, en vida suya, de su buena fortuna, y son muchos los que tienen razones personales para lamentar su prematura desaparición. En estas columnas se ha hecho con frecuencia crónica de sus generosos donativos a instituciones de caridad, tanto locales como del condado.

»No puede afirmarse que la investigación judicial haya puesto por completo en claro las circunstancias que ro­dean la muerte de sir Charles, pero al menos se ha hecho lo suficiente para acabar con ciertos rumores que han nacido de supersticiones locales. No existe razón alguna para sospechar que se haya cometido un delito, ni para imaginarse que su muerte pueda obedecer a causas que no sean naturales. Sir Charles era viudo, y puede decirse de él que en ciertos aspectos era un hombre excéntrico. A pesar de su considerable fortuna, sus gustos personales eran sencillos y el servicio de la mansión se limitaba a un matrimonio, los Barrymore: el marido ejercía de mayordomo, y la mujer, de ama de llaves. Sus declaraciones, corroboradas por distintos amigos, ponen de manifiesto que la salud de sir Charles era precaria desde hace algún tiempo, y hacen pensar principalmente en alguna enfermedad cardiaca, que se manifestaba en cambios de color, ahogos y accesos agudos de depresión nerviosa. El doctor James Mortimer, amigo y médico de cabecera del difunto, ha testimoniado en el mismo sentido.

»Los hechos ocurridos son sencillos. Sir Charles Basker­ville solía pasear todas las noches, antes de acostarse, por la célebre avenida de los Tejos, de la mansión de Baskerville. La declaración de los Barrymore corrobora esta costumbre. El día 4 de junio manifestó su intención de salir al día siguiente para Londres, y ordenó a Barrymore que le preparase el equipaje. Aquella noche salió a dar su habitual paseo nocturno, durante el cual solía fumar un cigarrillo, pero no regresó. Barrymore, al encontrar abierta la puerta principal a medianoche, se alarmó y, tras hacerse con una linterna, salió en busca de su señor.

»El día había sido lluvioso y resultó fácil seguir las huellas de sir Charles por la avenida. Hacia la mitad del paseo hay una puerta para carruajes que da al páramo. Hay allí señales de que sir Charles permaneció en aquel lugar un breve lapso de tiempo. Siguió luego adelante por la avenida, y en el extremo más lejano de esta fue encontrado el cadáver. Ha quedado inexplicada la afirmación que hizo Barrymore de que las huellas de los pies de su amo cambiaron de aspecto desde el instante en que cruzó la puerta de la paramera; desde allí en adelante parecía que hubiese caminado de puntillas. Cierto individuo llamado Murphy, gitano y tratante de ganado, se hallaba en la paramera, a no mucha distancia del lugar y a esa misma hora; pero resulta de su propia confesión que su borrachera lo incapacitaba para todo. Manifiesta que oyó gritos, pero no puede asegurar de qué dirección venían. No se advirtieron en el cuerpo de sir Charles señales de violencia, y aunque la declaración del médico daba a entender que existía una distorsión facial casi increíble —tan grande, que el doctor Mortimer se resistió a creer en los primeros momentos que aquel era su amigo y paciente—, se dio la explicación de que semejante síntoma no es extraordinario en ciertos casos de disnea y de muerte por agotamiento cardiaco. Esta explicación fue confirmada por la autopsia, que puso al descubierto una enfermedad orgánica muy anterior; y el juez de instrucción dictó su veredicto de acuerdo con las declaraciones médicas. Más vale así, porque tiene evidentemente la mayor importancia que el heredero de sir Charles venga a residir en la mansión y lleve adelante la buena obra de manera tan triste interrumpida. Si la prosaica conclusión del juez de instrucción no hubiese cortado las novelescas historias que se rumoreaban en relación con este asunto, habría sido difícil encontrar alguien que quisiera establecer su residencia en la mansión de los Baskerville. Según parece, el pariente más próximo es el señor Henry Baskerville, si es que vive; es hijo del hermano menor de sir Charles Baskerville. Las últimas noticias que se tuvieron de este joven lo situaban en Norteamérica, y se está investigando para informarle de su buena suerte».

“en el extremo más lejano de la avenida fue encontrado el cadáver”.

El doctor Mortimer volvió a doblar el periódico y a metérselo en el bolsillo.

—Estos son, señor Holmes, los hechos del dominio público relacionados con la muerte de sir Charles Baskerville.

—He de darle a usted las gracias —dijo Sherlock Holmes— por haber llamado mi atención hacia un caso que ofrece, desde luego, algunos rasgos de interés. Leí por ese tiempo ciertos comentarios periodísticos, pero me hallaba entonces sumamente preocupado con el asuntillo aquel de los camafeos del Vaticano, y mi gran deseo de quedar a bien con el Papa me hizo desconectarme de varios interesantes casos ocurridos en Inglaterra. ¿Dice usted que ese artículo contiene todos los hechos que son de dominio público?

—Así es.

—Pues entonces, cuénteme aquellos que son del dominio privado.

Se recostó en su asiento, juntó las yemas de los dedos y adoptó la expresión más impasible y más propia de un juez.

—Al hacerlo —dijo el doctor Mortimer que había empezado a mostrar síntomas de una fuerte emoción— voy a decirle cosas que no he confiado a nadie. Lo que me llevó a ocultárselas al juez investigador fue la resistencia, propia de un científico, a situarse ante el público en una posición que podría servir de apoyo a una superstición. Me movía a ello, además, el que, como dice el periódico, nadie seguramente querría vivir en el palacio de Baskerville si se hacía algo que aumentase todavía más la ya siniestra fama del mismo. Por ambas razones creí que estaba justificado decir bastante menos de lo que sabía, puesto que ningún bien podía derivarse de mis palabras; pero no existe razón alguna para que a usted no le hable con absoluta franqueza.

»Los habitantes de la paramera son muy escasos, y los que viven cerca unos de otros mantienen un trato muy estrecho. Por esta razón frecuentaba yo mucho a sir Charles Baskerville. Si exceptuamos al señor Frankland, de la mansión Lafter, y al señor Stapleton, el naturalista, no hay en muchas millas a la redonda otras personas cultas. Sir Charles era un hombre retraído, pero el hecho de su enfermedad nos acercó a todos, y un interés común en la ciencia nos mantuvo ligados. Sir Charles había traído de África del Sur muchos datos científicos, y hemos pasado juntos más de una velada deliciosa discutiendo la anatomía comparada del bosquimano y del hotentote.

»En el transcurso de los últimos meses fui viendo cada vez con mayor claridad que el sistema nervioso de sir Charles se hallaba en una tensión próxima al punto de ruptura. Se había tomado muy a pecho esta leyenda que les he leído..., hasta el punto de que, paseándose como se paseaba por su finca, nada del mundo le habría hecho salir de noche a la paramera. Por increíble que a usted le parezca, señor Holmes, él estaba sinceramente convencido de que sobre su familia pesaba una terrible fatalidad, y, desde luego, los casos que podía citar de sus antepasados no eran nada tranquilizadores. La idea de alguna aparición terrible le perseguía constantemente, y en más de una ocasión me preguntó si en mis idas y venidas de médico no había visto por las noches algún animal raro, o si no había oído los ladridos de un sabueso. Esta última pregunta me la formuló varias veces, y siempre con la voz vibrante de emoción.

»Recuerdo perfectamente un viaje que hice en coche a su casa, a primeras horas de la noche, unas tres semanas antes del fatal suceso. Dio la casualidad de que él se hallaba en la puerta principal. Me había yo apeado de mi calesín y estaba en pie delante de sir Charles, cuando me fijé en que su mirada se clavaba por encima de mi hombro en algo, y en que sus ojos, dilatados por una expresión del más espantoso terror, parecían ver algo que estaba a mis espaldas, aunque lejos. Giré en redondo y tuve apenas tiempo para un atisbo de algo que tomé por un voluminoso becerro negro que cruzaba por el extremo del camino de coches. Era tal la alarma de sir Charles que no tuve más remedio que ir hasta el lugar donde había estado el animal aquel, y lo busqué. Pero había desaparecido, y este incidente pareció afectar a sir Charles de una manera desastrosa. Permanecí a su lado en esa ocasión toda la velada, y para explicarme la emoción que había sentido fue cuando él me dio a guardar el relato que le leí a usted en los comienzos de mi visita. Menciono este pequeño episodio porque adquiere alguna importancia en vista de la tragedia posterior; pero, en aquel momento, tuve el convencimiento de que se trataba de un asunto completamente trivial y de que no existían razones que justificasen su agitación.

»Sir Charles iba a trasladarse a Londres por consejo mío. Yo sabía que él padecía una lesión cardiaca. Su ansiedad constante, por quimérica que fuese la causa, repercutía de una manera evidente y seria sobre su salud. Creí que algunos meses disfrutando de las distracciones de la capital lo devolverían a su casa como nuevo. También el señor Stapleton, amigo de ambos, que se preocupaba mucho por el estado de salud de sir Charles, era de la misma opinión. En el último instante ocurrió la tremenda tragedia.

»La noche de la muerte de sir Charles, Barrymore, el mayordomo, que fue quien hizo el hallazgo, envió al mozo de cuadra Perkins a caballo en mi busca, y como yo había estado levantado hasta muy tarde, pude llegar a la mansión de los Baskerville antes de que hubiese transcurrido una hora del suceso. Comprobé y confirmé todos los hechos que se mencionaron en la investigación. Seguí las huellas de los pies por la avenida de los Tejos, vi el sitio, junto a la puerta que da al páramo, donde parecía haber estado esperando, me fijé en el cambio experimentado desde allí en adelante en la forma de las pisadas, y comprobé que sobre la arenilla blanda no había otras, fuera de las de Barrymore, y, por último, examiné el cadáver, que nadie había tocado hasta mi llegada. Sir Charles yacía boca abajo, con los brazos extendidos, los dedos clavados en el suelo, y los rasgos de su cara convulsionados por una fuerte impresión, hasta el punto de que difícilmente habría yo podido declarar bajo juramento que era él. Desde luego, no tenía señales de ningún maltrato físico. Pero Barry­more hizo durante la investigación una afirmación errónea. Aseguró que alrededor del cadáver no había huella alguna. Él no las vio. Pero yo sí..., un poco alejadas, pero recientes y muy marcadas.

—¿Huellas de pies?

—Huellas de pies.

—¿De hombre o de mujer?

El doctor Mortimer nos miró de un modo raro durante un momento, y su voz se redujo a un mero cuchicheo al contestar:

—¡Señor Holmes, eran huellas de las patas de un sabueso gigantesco!

Capítulo III El problema

Confieso que al escuchar esas palabras, un estremecimiento recorrió mi cuerpo. La voz del doctor tenía un temblor que demostraba que él también se hallaba profundamente conmovido por lo que nos decía. Holmes, llevado de su excitación, se inclinó hacia delante; sus ojos brillaban con ese centelleo puro y seco que despedían cuando estaba vivamente interesado.

—¿Usted vio eso?

—Tan claramente como lo estoy viendo a usted.

—¿Y no dijo nada?

—¿De qué habría servido?

—¿Y cómo pudo ser que nadie más lo viese?

—Las huellas estaban a unos veinte metros de distancia del cadáver, y nadie pensó ni por un momento en ellas. Creo que tampoco yo lo habría hecho de no haber conocido esta leyenda.

—¿Hay en el páramo muchos perros pastor?

—Sin duda alguna, pero este no era un perro pastor.

—Ha dicho usted que se trataba de un animal corpulento.

—Enorme.

—Pero ¿no se había acercado al cadáver?

—No.

—¿Qué tipo de noche hacía?

—Húmeda y fría.

—Pero ¿llegó a llover?

—No.

—Dígame cómo es la avenida.

—Hay dos hileras de viejos tejos que forman un seto impenetrable de unos cuatro metros de altura. El paseo propiamente dicho tendrá unos tres metros de ancho.

—¿No existe alguna separación entre el seto y el paseo central?

—Sí; a uno y otro lado del paseo existe una franja de césped de unos dos metros de anchura.

—Entiendo que el seto de tejos se halla cortado en un punto por una puerta, ¿no es así?

—Sí, la puerta que da al páramo.

—¿No existe ninguna otra abertura?

—Ninguna.

—¿De modo que para entrar en la avenida de los tejos es preciso venir desde la casa siguiendo la misma o, en caso contrario, entrar por la puerta del páramo?

—Hay una salida por el invernadero en el extremo más alejado.

—¿Había llegado sir Charles hasta esa salida?

—No; estaba tendido a unos cincuenta metros de distancia.

—Y ahora, doctor Mortimer, dígame..., y esto es importante..., ¿las huellas que usted vio estaban en el paseo, y no sobre el césped?

—En el césped no se podía ver ninguna clase de huellas.

—¿Se hallaban estas en el mismo lado del paseo central que el postigo?

—Sí; se encontraban en el borde del paseo, en el mismo lado que la puerta.

—Lo que usted dice me interesa sobremanera. Otro detalle: ¿estaba cerrada la puerta?

—Cerrada y con el candado echado.

—¿Qué altura tiene?

—Un metro, aproximadamente.

—Según eso, cualquiera podría pasar por encima, ¿no es así?

—Sí.

—¿Vio usted algún tipo de huellas junto a la puerta?

—No vi nada de particular.

—¡Válgame Dios! Pero ¿no hubo nadie que examinase ese lugar?

—Sí; lo examiné yo mismo.

—¿Y no descubrió nada?

—Todo estaba muy confuso. Sir Charles había permanecido evidentemente en aquel sitio cinco o diez minutos.

—¿Cómo lo sabe usted?

—Porque se le había caído en dos ocasiones la ceniza de su cigarro.

—¡Magnífico! Watson, aquí tenemos un colega a nuestro gusto. Pero ¿y las huellas?

—Sir Charles había dejado las suyas por todo aquel pequeño trozo de gravilla. Yo no pude distinguir otras.

Sherlock Holmes se dio una palmada en la rodilla con ademán de impaciencia, y exclamó con vehemencia:

—¡Si al menos yo hubiera estado allí...! Es, evidentemente, un caso de extraordinario interés, y ofrece inmensas posibilidades al especialista científico. Esa página de grava, en cuya superficie yo habría podido leer tantas cosas, ha sido hace ya mucho emborronada por la lluvia y borrada por los zuecos de los campesinos curiosos. ¡Ay, doctor Mortimer, doctor Mortimer...! ¡Pensar que no se le haya ocurrido llamarme para que acudiese! Tiene usted, desde luego, mucho de qué responder.

“Tiene usted, desde luego, mucho de qué responder”.

—Señor Holmes, yo no podía llamarle a usted sin poner de manifiesto ante el mundo estos hechos, y he dado ya mis razones de por qué no deseaba hacer semejante cosa. Además..., además...

—¿Por qué vacila usted?

—Existe una zona en la que hasta el detective más agudo y con más experiencia nada puede hacer.

—¿Quiere usted dar a entender que se trata de algo sobrenatural?

—Yo no he afirmado eso.

—No; pero es evidente que lo piensa.

—Señor Holmes, con posterioridad a la tragedia han llegado a mis oídos varios incidentes que resultan difíciles de conciliar con el orden establecido de la naturaleza.

—¿Por ejemplo?

—He descubierto que, antes del terrible suceso, varias personas habían visto en el páramo a un animal que responde a la descripción de ese demonio de Baskerville, y no puede ser ninguno de los animales conocidos por la ciencia. Todos concuerdan en que era un animal corpulento, luminoso, horrible y fantasmal. Yo he sometido a un interrogatorio a esos hombres, uno de los cuales es un campesino con un gran sentido práctico; el otro, un herrero, y el otro, un granjero del páramo; todos ellos cuentan lo mismo de aquella terrible aparición, y lo que cuentan se corresponde con el sabueso infernal de la leyenda. Le aseguro que en el distrito reina el terror, y que si alguien atraviesa de noche el páramo, es un hombre de gran valor.

—De modo que usted, hombre de ciencia experimentado, cree que se trata de algo sobrenatural, ¿no es eso?

—Ya no sé lo que creer.

Holmes se encogió de hombros, y dijo:

—Hasta ahora he limitado mis investigaciones a este mundo. He combatido en términos modestos el mal; el acometer al padre mismo de todo mal quizá resulte tarea demasiado ambiciosa. Sin embargo, tendrá usted que reconocer que las huellas de los pies son cosa material.

—El sabueso de la historia era lo suficientemente de carne y hueso para arrancar a un hombre el garganchón; y, sin embargo, era también cosa diabólica.

—Veo que se ha pasado usted por completo al campo de los partidarios de lo sobrenatural. Veamos, doctor Mortimer, contésteme a esto: ¿por qué se ha decidido usted a venir a consultarme, si tiene ese criterio? Usted viene a decirme de un mismo tirón que es inútil hacer investigaciones acerca de la muerte de sir Charles y que desea usted que yo las haga.

—Yo no he dicho que desee que usted las haga.

—Entonces, ¿cómo puedo ayudarle?

—Aconsejándome sobre lo que yo debería hacer con sir Henry Baskerville, que llegará a la estación de Waterloo —el doctor Mortimer consultó su reloj— dentro de hora y cuarto exactamente.

—¿Se trata del heredero?

—Sí. Al morir sir Charles, hicimos averiguaciones acerca de ese joven, y descubrimos que había tenido una granja en Canadá. Según los informes que han llegado hasta nosotros, se trata de un hombre excelente desde todo punto de vista. No hablo ahora como médico, sino como albacea testamentario de sir Charles.

—Supongo que no existirá otro pretendiente, ¿verdad?

—Ninguno. Solo existía otro pariente, del que hemos tenido noticias, y es Rodger Baskerville, el más joven de los tres hermanos; sir Charles era el de más edad. El segundo, que falleció joven, fue el padre de este muchacho, Henry. El tercero, Rodger, era el garbanzo negro de la familia. Tenía la vena mandona de los viejos Baskerville y, según me han dicho, era la viva imagen del retrato del viejo Hugo que conserva la familia. Se complicó demasiado la vida en Inglaterra, huyó a América Central, y falleció allí de fiebre amarilla en el año mil ochocientos setenta y seis. Henry es el último de los Basker­ville. Dentro de una hora y cinco minutos me veré con él en la estación de Waterloo. He recibido un telegrama en el que se me anuncia que llegó esta mañana a Southampton. Veamos, señor Holmes, ¿qué me aconseja usted que haga con él?

—¿Por qué no habría de ir ese joven a la casa de sus antepasados?

—Eso parece lo natural, ¿verdad que sí? Sin embargo, piense en que todos los Baskerville que van a vivir allí acaban de un modo siniestro. Tengo la certeza de que si sir Charles hubiese podido hablar conmigo antes de su muerte me habría aconsejado que no trajese a ese nefasto lugar al último miembro de su antigua raza y heredero de una gran fortuna. Sin embargo, no puede negarse que de su presencia allí depende la prosperidad de aquella zona, pobre y deshabitada. Toda la labor llevada a cabo por sir Charles se vendrá abajo con estrépito si la mansión queda sin ocupante. Yo me temo que mi claro interés en el asunto está ejerciendo influencia sobre mí en un determinado sentido; por eso he traído el caso ante usted y le pido su consejo.

Holmes permaneció unos momentos meditando, y luego dijo:

—El asunto, expuesto en palabras claras, es este: usted es de la opinión de que hay en acción un factor diabólico que hace que Dartmoor sea una morada peligrosa para un Baskerville... ¿No es cierto que lo piensa usted?

—Por lo menos, llego hasta decir que existen algunas pruebas de que bien pudiera ser así.

—Exactamente. Pero también es cierto que, si su teoría de lo sobrenatural es cierta, el joven podría ser su víctima, en Londres con tanta facilidad como en Devonshire. Un diablo cuyo poder estuviese circunscrito a una localidad, lo mismo que el de una junta parroquial, resultaría demasiado difícil de concebir.

—Señor Holmes, usted plantea el asunto con mayor ligereza que la que probablemente emplearía si se pusiese en contacto personal con estas cosas. De sus palabras creo deducir que el joven tendrá en Devonshire la misma seguridad que en Londres. Va a llegar de aquí a cincuenta minutos. ¿Qué me aconseja?

—Le aconsejo que tome un coche de alquiler, que llame a su perro de aguas, que está arañando mi puerta de entrada, y se dirija a la estación de Waterloo para encontrarse con sir Henry Baskerville.

—¿Y después?

—Y después, que no le diga a él nada hasta que yo me haya formado una opinión acerca del asunto.

—¿Qué tiempo necesitará usted para formársela?

—Veinticuatro horas. Doctor Mortimer, yo le que­daré muy agradecido si viene usted a verme aquí mismo mañana a las diez, y también me será de ayuda para mis planes futuros el que venga acompañado de sir Henry Baskerville.

—Así lo haré, señor Holmes.

Garabateó la cita en el puño de la camisa, y salió a toda prisa, con su expresión extraña, su mirada perdida y su ensimismamiento. Holmes lo detuvo en lo alto de la escalera.

“Garabateó la cita en el puño de la camisa”.

—Solo una pregunta más, doctor Mortimer. ¿Dice usted que fueron varias las personas que vieron esa aparición en el páramo antes de que ocurriese la muerte de sir Charles Baskerville?

—La vieron tres personas.

—¿La vio alguna de ellas después del suceso?

—Que yo sepa, no.

—Gracias. Buenos días.

Holmes volvió a su asiento con una expresión de estar íntimamente satisfecho, lo cual significaba que la tarea que tenía por delante era de su agrado.

—¿Va a salir usted, Watson?

—Sí, a menos que pueda servirle de alguna ayuda.

—Pues no, mi querido compañero; a la hora de actuar es cuando yo busco su ayuda. Desde algunos puntos de vista, el asunto es magnífico y único en verdad. ¿Quiere usted, cuando cruce por delante de Braley, pedirle que me envíe una libra de pica­dura de tabaco de la más fuerte que tenga? Gracias. Y tampoco estaría mal si se organizase para no volver hasta la noche. Entonces sí que tendré mucho gusto en intercambiar impresiones acerca del interesantísimo problema que nos ha sido planteado esta mañana.

Yo sabía que la soledad y el aislamiento eran muy necesarios a mi amigo durante las horas de intensa concentración mental en que sopesaba el menor indicio, construía teorías alternativas, las contrastaba, y llegaba a una conclusión sobre los puntos que eran esenciales y los que resultaban accesorios. Pasé, pues, el día en mi club, y no regresé a Baker Street hasta la noche. Eran cerca de las nueve cuando me vi, una vez más, en el cuarto de estar.

La primera impresión que tuve al abrir la puerta fue la de que allí había estallado un incendio; la habitación se encontraba tan llena de humo que la luz de la lámpara que había encima de la mesa estaba como borrosa. Sin embargo, una vez dentro, mis temores se disiparon; aquel humo acre, que procedía del tabaco fuerte y áspero, se me agarró a la garganta y me hizo toser. A través de la neblina distinguí confusamente a Holmes, en batín, hecho un ovillo encima de un sillón, y con su negra pipa de arcilla entre los labios. En el suelo, y a su alrededor, había varios rollos de papel.

—¿Se ha acatarrado, Watson?

—No; es efecto de una atmósfera envenenada.

—Ahora que me lo dice, en efecto, creo que debe de estar bastante espesa.

—¿Espesa? Intolerable es lo que está.

—Abra, entonces, la ventana. Por lo que veo, se ha pasado usted el día en su club.

—¡Pero, mi querido Holmes...!

—¿He acertado?

—Desde luego, pero ¿cómo...?

Se echó a reír ante mi expresión de asombro.

—Hay en todo usted, Watson, una ingenuidad deliciosa que hace que resulte un placer el ejercitar a sus expensas las pequeñas facultades que yo poseo. Un caballero sale a la calle en un día lluvioso y con las calles embarradas. Regresa por la noche sin mácula alguna, y con el sombrero y las botas tan brillantes como cuando se fue. No cabe, pues, duda de que en todo el día no se ha movido del mismo sitio. No es un hombre que tenga amigos íntimos. ¿Dónde, pues, ha podido estar? ¿No es algo evidente?

—Bueno, la verdad es que sí lo es.

—El mundo está lleno de cosas evidentes, en las que nadie se fija ni por casualidad. ¿Dónde piensa usted que he estado yo?

—También en un mismo sitio.

—Todo lo contrario, porque he estado en Devonshire.

—¿En espíritu?

—Exactamente. Mi cuerpo ha permanecido en este sillón, y a juzgar por lo que ahora observo pesaroso ha con­su­mido, en mi ausencia, el contenido de dos grandes re­ci­pientes de café, y una cantidad increíble de tabaco. Después de que usted se marchara envié a que me trajesen de la casa Stanford el mapa oficial de esa parte de la zona de los páramos y mi espíritu se ha estado cerniendo sobre ella todo el día. Puedo jactarme de que sería capaz de ir y venir por ella yo solo.

—Me imagino que será un mapa a gran escala.

—Grandísisma —desenrolló una sección del mapa y la mantuvo extendida sobre sus rodillas—. Aquí tiene el distrito que precisamente nos interesa. Aquí, en el centro, está Baskerville Hall, la mansión de los Baskerville.

—¿Esta que está rodeada de un bosque?

—Exactamente. Yo me imagino que, si bien la avenida de los tejos no figura con ese nombre, debe de extenderse a todo lo largo de esta línea, quedando el páramo, como usted ve, a su derecha. Este pequeño racimo de construcciones es la aldea de Grimpen, donde tiene su centro de operaciones nuestro amigo el doctor Mortimer. Como puede ver, son muy pocas las casas que hay en un radio de ocho kilómetros. Aquí tenemos la mansión Lafter, de la que se hizo mención en el relato. Aquí vemos indicada una casa, que bien pudiera ser la residencia del naturalista... Stapleton, creo que se llama, si la memoria no me engaña. Aquí hay dos granjas del páramo: High Tor y Foulmire. A unos veinte kilómetros de distancia está la prisión de Prince­town. El páramo, desolado y sin vida, se extiende por entre estos puntos que acabo de decir, y los rodea. Este es, pues, el escenario en el cual se ha representado la tragedia, y quizá nosotros podamos ayudar a representarla otra vez en el mismo lugar.

—Será un lugar salvaje.

—Sí; el decorado es apropiadísimo. Si el diablo quisiera meter mano en los asuntos de los hombres...

—Veo que también se inclina por la explicación sobrenatural.

“Aquí, en el centro, está Baskerville Hall, la mansión de los Baskerville”.

—El diablo puede tener agentes de carne y hueso, ¿no es así? Desde el comienzo mismo se nos plantean dos interrogantes. El primero: ¿se ha cometido, en efecto, un crimen? El segundo: ¿en qué ha consistido ese crimen y cómo se cometió? Desde luego, si la presunción del doctor Mortimer fuese acertada, y nos encontramos ante fuerzas que se salen de las leyes ordinarias de la naturaleza, ahí terminaría nuestra investigación. Pero se impone que agotemos todas las restantes hipótesis antes de venir a parar a esta. Si a usted no le importa, creo que podríamos cerrar de nuevo esa ventana. Resulta extraño, pero he comprobado que la atmósfera cargada ayuda a concentrarse. No he llevado la cosa hasta el extremo de meterme dentro de una caja para pensar, pero esa sería la consecuencia lógica de mis convicciones. ¿Le ha dado usted vueltas al caso?

—Sí, he meditado mucho acerca del mismo en el transcurso del día.

—¿Y qué ha sacado en limpio?

—Es muy desconcertante.

—Tiene, desde luego, ciertas características muy peculiares. Hay algunos puntos sobresalientes. Por ejemplo, ese cambio en las huellas. ¿Qué opina usted de eso?

—Mortimer dijo que el hombre había caminado de puntillas por toda esa parte de la avenida.

—Al decirlo no hizo sino repetir lo que algún majadero había dicho en el curso de la investigación. ¿Por qué razón iba un hombre a caminar de puntillas por una avenida de un parque?

—¿Qué sucedió, entonces?

—Ese hombre corría, Watson...; corría como un desesperado, corría para salvar su vida, corrió hasta que le estalló el corazón y cayó muerto de bruces.

—¿Y qué es lo que le hacía correr?

—Yo presumo que la causa de sus temores le llegó cruzando el parque. Si así fuese, y parece lo más probable, solo un hombre que hubiese perdido el juicio podría correr alejándose de la casa, en lugar de ir hacia ella. Si lo declarado por el gitano puede ser tomado como cierto, aquel hombre corrió, pidiendo a gritos socorro, siguiendo precisamente la dirección en que menos probabilidades había de encontrarlo. Otra cosa: ¿a quién estuvo esperando esa noche, y por qué le esperaba en la avenida de los tejos, en vez de en su propia casa?

—Según eso, ¿usted opina que estuvo esperando a alguien?

—Nuestro hombre era una persona entrada en años y de salud delicada. Se comprende que diese un paseíto vespertino, pero esa noche el suelo estaba húmedo y el tiempo era inclemente. ¿Es lógico que permaneciese en pie en un mismo sitio por espacio de cinco o diez minutos, según ha sacado en consecuencia, por las cenizas del cigarro, el doctor Mortimer, con un sentido práctico superior al que yo le habría atribuido?

—Lo cierto es que salía de la mansión todas las noches.

—Yo no creo probable que todas las noches permaneciese esperando en la puerta que da al páramo. Todo lo contrario, las pruebas indican que ese hombre evitaba el páramo. La noche en cuestión estuvo esperando allí. Al día siguiente iba a salir para Londres. Watson, la cosa va tomando forma; se hace coherente. Y, ahora, ¿me permite pedirle que me alcance mi violín?, y dejaremos de meditar más sobre este asunto, hasta que tengamos la ocasión de entrevistarnos, por la mañana, con el doctor Mortimer y con sir Henry Baskerville.