Panorámicas - John Berger - E-Book

Panorámicas E-Book

John Berger

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Beschreibung

Para movernos sobre un territorio podemos disponer de guías y mapas, o pisar directamente el terreno. Este es el planteamiento del que parte Panorámicas, un recorrido por las guías y mapas con los que John Berger reformuló su mirada del arte, así como por sus impresiones y reflexiones surgidas directamente de lo artístico, lo social y lo político. En la estela de los imprescindibles retratos recogidos en Sobre los artistas, Panorámicas presenta una brillante antología de piezas muy diversas -ensayos, relatos cortos, poemas- que replantean radicalmente nuestra concepción del arte y su papel en el mundo. El dibujo, la narración, Roland Barthes, Rosa Luxemburg, Walter Benjamin, Bertolt Brecht, los museos, la crítica o el retrato. En sus páginas Berger no solo rinde homenaje a los personajes y las herramientas que lo guiaron a través del territorio, sino que nos sumerge directamente en nuevas y apasionantes formas de pensar la idea de creador, los movimientos artísticos y el contexto político y social del arte. Un reto, en definitiva, para cuestionar profundamente nuestras preconcepciones sobre el papel de la creatividad en nuestras vidas.

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Editorial Gustavo Gili, SL

Via Laietana 47, 2º, 08003 Barcelona, España. Tel. (+34) 93 322 81 61

Valle de Bravo 21, 53050 Naucalpan, México. Tel. (+52) 55 55 60 60 11

Nota a la edición castellana: se han conservado las notas a pie de página de la edición original, a las que se añaden las notas del editor castellano [N. del Ed.] y las de la traductora [N. de la T.].

Título original: Landscapes: John Berger on Art, publicado originalmente por Verso, Londres, 2016.

Diseño de la cubierta: Setanta

 

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

La Editorial no se pronuncia ni expresa ni implícitamente respecto a la exactitud de la información contenida en este libro, razón por la cual no puede asumir ningún tipo de responsabilidad en caso de error u omisión.

© John Berger, 2016, y herederos de John Berger

© de la introducción: Tom Overton, 2016

© de la traducción: Pilar Vázquez

y para esta edición:

© Editorial Gustavo Gili, SL, Barcelona, 2018

ISBN: 978-84-252-3114-8 (epub)

www.ggili.com

Producción del ebook: booqlab.com

Índice

Introducción Tom Overton

I. Volver a trazar los mapas

Cracovia

Coger un papel y dibujar

La base de toda la pintura y toda la escultura es el dibujo

Un homenaje a Frederick Antal

Disolución revolucionaria: sobre Max Raphael y las “demandas del arte”

Walter Benjamin: anticuario y revolucionario

El narrador

Ernst Fisher: un filósofo y la muerte

Gabriel García Márquez: el secretario de la muerte la vuelve a leer

Roland Barthes: dentro de la máscara

Navegando en la corriente joyceana

Un regalo para Rosa Luxemburg

El crítico ideal y el crítico combativo

II. Terreno

La claridad del Renacimiento

Una vista de Delft

El dilema de los románticos

La conciencia victoriana

El momento del cubismo

Parade, 1917

Una opinión sobre París

La estética soviética

La Bienal

El arte y la propiedad privada hoy día

El fin del retrato

La función histórica del museo

La obra de arte

1968/1979 Prefacio a Permanent Red

Epílogo histórico a la trilogía De sus fatigas

El pájaro blanco

El alma y el agente

La tercera semana de agosto de 1991

Diez comunicados relativos al lugar (junio de 2005)

Piedras (Palestina, junio de 2003)

Mientras tanto

Procedencia de los textos

IntroducciónAbajo las alambradasTom Overton

¿Qué sentido tiene decir que un texto es sobre arte? Una respuesta posible es Sobre los artistas,1 los dos volúmenes que acompañan a este, en los que se reúnen una variedad de enfoques que John Berger adoptó al acercarse a algunos artistas, libros en los que una cronología de fechas de nacimiento y muerte permitía evaluar y revaluar vidas y obras por medio de formas escritas diversas, modificando los contextos históricos y personales.

La estructura de aquel libro suponía excluir piezas como “El momento del cubismo” (1966-1968), donde Berger argumenta que, aunque hayan existido individuos que identificamos con desarrollos artísticos que tuvieron lugar entre 1907 y 1914,

El cubismo no puede explicarse en virtud de la genialidad de sus exponentes. Y esto queda subrayado por el hecho de que la mayoría de ellos perdieron parte de su profundidad como artistas cuando abandonaron el cubismo. Ni siquiera Braque o Picasso superaron nunca las obras de su época cubista, y una parte importante de su obra posterior es muy inferior.

Este pasaje es sobre arte en cuanto que su autor está intentando revelar lo que lo conforma y lo rodea, buscando las condiciones de las que emerge y el clima de su recepción. Berger alcanzó su madurez intelectual en una cultura londinense de refugiados del fascismo europeo, y los escritos en los que trasciende el contexto británico para procesar el pensamiento de Georg Lukács, Walter Benjamin, Frederick Antal, Max Raphael, Rosa Luxemburg y James Joyce constituyen otras tantas omisiones de los dos volúmenes de Sobre los artistas.

Otro aspecto de la relación entre “El momento del cubismo” y el arte es que, al documentar un período asombrosamente fértil de la historia, en el que “había dejado de haber una discontinuidad esencial entre lo individual y lo general”, Berger inauguró ese período en su propia obra.

El ensayo apareció en el número de marzo-abril de 1967 de la New Left Review. Un poco más tarde, en ese mismo mes de abril, le siguió la publicación en New Society de un extracto de Un hombre afortunado,2 un nuevo libro, en colaboración con el fotógrafo Jean Mohr, que describía la vida de un médico rural en la región inglesa del Bosque de Dean mediante una sucesión de historiales médicos ficcionados. En cuanto que trabajo híbrido entre la biografía y el retrato, Un hombre afortunado comparte su enfoque con el del ensayo publicado en agosto de 1967 en New Society, “El fin del retrato” (publicado posteriormente como “La imagen cambiante del hombre en el retrato”), en el que Berger anunciaba:

Ya no podemos aceptar que pueda establecerse adecuadamente la identidad de un hombre preservando y fijando su apariencia desde un único punto de vista en un solo lugar.

Por aquella época, Berger estaba escribiendo G.,3 una novela sobre la modernidad publicada en el momento de la posmodernidad. La obra convirtió esta intuición en un motivo que se repite a lo largo del libro: “Nunca más se volverá a contar una sola historia como si fuera la única”.

Berger reprodujo secciones enteras del texto de G. en su libro más conocido, que también fue serie de televisión, Modos de ver.4 El título anunciaba una aproximación plural y reflejaba el modo en que se había elaborado, en colaboración (con Mike Dibb, Sven Blomberg, Chris Fox, y en el episodio sobre la mirada masculina con Eva Figes, Barbara Niven, Anya Bostock, Jane Kenrick y Carola Moon). Finalmente, a medio camino entre la invitación al desacuerdo y su desarticulación de antemano, Berger presentó el libro y la serie expresamente como un encuentro entre el público y los creadores: “Espero que les interese lo que dispongo, pero véanlo con escepticismo, por favor”.

Berger volvía a intentar mantenerse a la altura de lo que había identificado en “El momento del cubismo” como “la nueva visión científica de la naturaleza, una visión que rechazaba la simple causalidad y el punto de vista único, permanente y global”. Veía en esto el acicate para un autoanálisis más profundo: “El artista renacentista imitaba a la naturaleza. Los artistas manieristas y clásicos reconstruyeron ejemplos de la naturaleza con el fin de trascenderla. El cubista se dio cuenta de que su conciencia de la naturaleza formaba parte de ella”.

Durante toda su trayectoria como escritor, Berger escribió textos que adoptaban esta perspectiva más amplia, más sinóptica, a fin de explicar los períodos históricos, presentes o pasados. Panorámicas resultaba un título obvio en torno al cual organizar estas piezas. Al igual que Sobre los artistas, invoca la simpatía del lector respecto a la técnica empleada, pues se trata siempre de una metáfora liberadora y vivaz más que de una definición rígida (se podría haber justificado la presencia de otros textos, entre otras cosas porque a menudo son los artistas quienes nos enseñan a mirar el arte). Resulta liberador nivelar textos que corresponden a géneros dispares. Aparecen aquí poemas y también prosa difícil de catalogar, y aunque este volumen se presta a ser leído al mismo tiempo que los dos de Sobre los artistas, un paisaje no tiene por qué reducirse al decorado, o a la “cobertura” de una sección.

La palabra ‘paisaje’ es un registro de los horizontes de escritura que se ensanchan. El Oxford English Dictionary registra varias formas (landschap, landskip) que se adoptaron del holandés en la década de 1590, antes de que apareciera landscape (paisaje) en 1605. En aquel momento, señala John Barrell,5 era un término técnico empleado por los pintores. Pero, aunque Christopher Marlowe (1564-1593) escribió sobre “Valles, arboledas, colinas y campos de labranza” como si fueran unidades autónomas de territorio, en la década de 1630 John Milton (1608-1674) ya escribía en L’Allegro:

Placeres ha prendido mi mirada

cuando el paisaje medía alrededor;

gris barbecho y la braña coloreada

donde pace el rebaño segador.

En Landscape and Memory,6 Simon Schama defiende que “los paisajes son cultura antes de ser naturaleza; productos de la imaginación proyectados sobre el bosque, el agua y la roca”. Donde mejor se explora esto en la obra de Berger es en el estudio que dedica en Modos de ver al cuadro de Thomas Gainsborough El señor y la señora Andrews. Allí Berger hacía que el cuadro pivotara entre las tradiciones del retrato y del paisaje como parte del argumento más amplio de que la pintura al óleo se había convertido en la forma dominante porque se correspondía con cierta fase del capitalismo, una manera de convertir el mundo visible en propiedad tangible. Orientado hacia modos plurales de ver, Berger reunió en su descripción una variedad de perspectivas diferentes. El libro de Kenneth Clark, Landscape into Art,7 le proporcionó una cita en la que se comparaban dos opiniones de Gainsborough sobre la pintura de paisaje, una tomada de una famosa carta en la que manifestaba “estar harto de retratos y deseoso de llevarse su viola de gamba de paseo a algún dulce pueblecillo en el que pintar paisajes” y otra en la que el pintor escribe:

El señor Gainsborough presenta sus humildes respetos a lord Hardwicke, y considerará siempre un honor que Su Señoría lo emplee en cualquier cosa; pero en relación con las vistas reales de la Naturaleza de este país, él nunca ha visto un solo lugar que ofrezca un tema comparable a las más pobres imitaciones de Gaspar o de Claude.8

En la versión televisiva de Ways of Seeing [Modos de ver], el director, Mike Dibb, añadió, fijado a un árbol sobre las cabezas del señor y de la señora Andrews, un letrero que decía “Propiedad privada. Prohibido el paso”, el cual subrayaba la afirmación de Berger en el sentido de que la pareja quería aparecer retratada en tierras de su propiedad con el objetivo de definir su importancia social. Solo los propietarios tenían derecho al voto, y la ley castigaba a los cazadores furtivos con la deportación.

Las conclusiones de Berger fueron objeto de una variedad de críticas. El libro incorporó las objeciones escritas del artista e historiador del arte Lawrence Gowing a que Berger se interpusiera entre el amante de la pintura “y el significado visible de un buen cuadro”:

Quiero señalar que existen pruebas que confirman que los Andrews de Gainsborough hacían con su pedazo de campo algo más que limitarse a poseerlo. El tema explícito de un diseño contemporáneo y totalmente análogo de Francis Hayman, mentor de los Gainsborough, sugiere que las personas de estos cuadros estaban ocupadas en el goce filosófico del “gran Principio […], la Luz genuina de la Naturaleza incorrupta y no pervertida”.9

El contraargumento de Berger consistía en que un tipo de disfrute no contradecía el otro. El hecho de que la pareja disfrute filosóficamente de la naturaleza solo es posible si no ocupa su atención la posibilidad de ser perseguidos con látigos y con armas de fuego.

También en 1972, el académico John Barrell publicó The Idea of Landscape and the Sense of Place,10 que en 1980 continuó con The Dark Side of the Landscape, en el que preguntaba si cuando contemplamos las obras de Gainsborough, de Constable o de George Morland, “nos identificamos con los intereses de sus clientes y contra los pobres que retratan”.11

Tanto Barrell como Berger desarrollaron sus ideas sobre el paisaje criticándose mutuamente. Comparten algunas motivaciones: Berger se declaró “todavía marxista, entre otras cosas”, en una fecha tan reciente como en 2005,12 y Barrell es un hombre de izquierdas. Pero sus diferencias se hacen más claras en la reseña que hizo Berger del libro The Dark Side of the Landscape, que termina: “¿No podría el eslogan ser ‘Abajo las alambradas, tanto las intelectuales como las agrícolas’?”. Berger creía que “el libro mantenía el papel académico británico (tan dependiente de la voz y de la sintaxis)” y lamentaba su tendencia “a fomentar la especialización al precio del aislamiento”. En conjunto, Berger pensaba lo siguiente:

El libro de John Barrell constituye una lectura brillante de una serie de convenciones pictóricas (signos) y de cómo se modificaron durante un período histórico determinado. Pero no muestra mucho conocimiento de las prácticas que se sitúan a ambos lados del signo, ni siquiera cierta curiosidad por ellas. En este caso, la práctica de la pintura, por una parte, y la práctica de los campesinos pobres o despojados de sus tierras. Así, aunque el libro muestra y denuncia una práctica ideológica, contribuye a crear, y confirma, el cerrado espacio intermedio en el que opera esta ideología.

Estas dos prácticas son formas del trabajo. La preocupación de Berger por la obra de los artistas se desarrolló temprano en su vida. Cuando era adolescente escribió vívidos relatos sobre el music-hall y sobre la Resistencia francesa. Pero, como cuenta en “Coger un papel y dibujar”, estudió en escuelas de Bellas Artes (la Central School primero, y después en la Chelsea School) en lugar de en la universidad, y, aunque dejó de pintar en torno a los 30 años, su escritura siempre parece venir acompañada del dibujo. A veces, esto es totalmente imaginario, de manera parecida a cómo la crítica de John Ruskin o la de William Hazlitt aparecen moldeadas por el hecho de haber creado obras plásticas. En el caso de El cuaderno de Bento,13 o en el del ensayo “Un regalo para Rosa Luxemburg”, el acompañamiento del dibujo es, aunque esto parezca contraintuitivo, literal: los dibujos de Berger se reproducen junto al texto.

Hemos de guardarnos aquí de simplificar en exceso los méritos relativos de los críticos que ejercen el arte sobre el que escriben y los que no lo ejercen. En el ensayo “La función de la crítica”,14 T. S. Eliot describía haber pasado de “una posición extrema, según la cual la única crítica que merecía la pena leer era la escrita por críticos que practicaban el arte sobre el que escribían y además lo practicaban bien”, a exigir “un sentido muy desarrollado de los hechos”; o sea, unos críticos capaces de ofrecer una “interpretación”, en el sentido de “poner a disposición del lector hechos que de otro modo se le habrían escapado”. El diálogo crítico de Berger con Barrell15 estaba ligado a su largo compromiso con la idea del paisaje plasmada en la trilogía De sus fatigas (Puerca tierra, Una vez en Europa y Lila y Flag).16 Mediante una escritura imaginativa, ficcional, estos tres libros interactúan con el trabajo de los campesinos de la aldea a la que Berger se trasladó a vivir en la década de 1970 y cuya compañía ha calificado como “mi universidad”.17 El “Epílogo histórico para la trilogía De sus fatigas”, que aquí se incluye, esboza el acercamiento a la historia que adopta la trilogía. Se trata de un paisaje en el sentido que propone el título de este libro: tal vez metafórico, pero también vivo para quienes controlan tanto el aspecto como la realidad del territorio y para quienes viven en él. En su libro Un hombre afortunado lo explica así:

A veces de la impresión de que [los paisajes] no fueran el escenario en el que transcurre la vida de sus pobladores, sino un telón detrás del cual tienen lugar sus afanes, sus logros y los accidentes que sufren. Para quienes están detrás del telón, junto a los pobladores, los referentes del paisaje ya no son solo geográficos, sino también biográficos y personales.18

La obra de Berger es una invitación a imaginar, a ver de maneras diferentes. Los textos se dividen, por tanto, en dos partes. La primera pone en relación un espectro de textos que nos hablan de los individuos —no necesariamente artistas— que han conformado el pensamiento de Berger. Algunos —Frederick Antal o Max Raphael— son claramente críticos; otros —Roland Barthes o Walter Benjamin— no encajan fácilmente en esta caracterización, pero muestran cómo se anticipó Berger a una gran parte de lo que hoy constituye las bibliografías de las escuelas de arte. Todos conforman de una manera u otra su autodenominación de narrador, denominación en la que, como señalé en la introducción a Sobre los artistas,19 él incluye toda su variada producción. Considerar estas relaciones como influencias sería inconsistente con esa autodefinición de narrador. Más que con el acto colectivo, colaborativo, de la narración, la noción de “influencia” parece relacionarse con el individualismo de la escritura de novelas y con una lógica capitalista de deuda y restitución que Berger rechaza.

El resto de esta sección explora libremente los diferentes modos en los que la escritura puede ocuparse del arte y los límites de los mismos, y hasta qué punto su mirada de pintor orienta en Berger la narración. Concluye con “El crítico ideal y el crítico combativo”, una especie de manifiesto sobre cómo poner en práctica estos ejemplos. Hacía el final de la primera parte, al sentir las presencias de James Joyce y Gabriel García Márquez —y de esa tradición en la que hoy se incluirían autores como W. G. Sebald, Arundhati Roy, Ali Smith o Rebecca Solnit—, entendemos qué llevó a Berger a contar de la manera en la que las cuenta ciertas historias, especialmente la de uno de sus primeros maestros, su passeur, Ken en el relato “Cracovia”. El título de la sección, “Volver a trazar los mapas”, procede originalmente de la sugerencia de Geoff Dyer de que “no basta con presionar para que el nombre de Berger se imprima de manera más prominente en el mapa existente de las famas literarias; el ejemplo de Berger nos urge fundamentalmente a modificar la forma del mapa”.20

En 2012, como parte de la celebración del cuadragésimo aniversario de Modos de ver y de G., se dio el nombre “Volver a trazar los mapas” a una “escuela libre” de Londres que reunió a un arco asombrosamente amplio de personas inspiradas por la obra de John Berger para enseñar y aprender los unos de los otros. Sin la rigidez que la palabra pueda implicar, la primera parte es una especie de plan de estudios, mientras que la segunda es su aplicación. El título de esta está tomado de un poema de Berger, Terreno. Aquí, la lista de guías y mapas da paso al territorio que Berger utiliza para moverse. Presentados por orden aproximadamente cronológico, estos escritos van resultando menos susceptibles de categorización a medida que avanzan y cada vez resulta más difícil identificarlos como “escritos sobre arte” enfocados hacia el paisaje. Sin embargo, “La tercera semana de agosto de 1991” es, entre otras cosas, un intento de comprender el sentido de la escultura pública en la Europa postsoviética. “Piedras (palestina, junio de 2003” refracta la Ramallah contemporánea y su cultura visual mediante un ejemplo de la escultura más antigua (un montón de piedras en Finistère). Finalmente, “Mientras tanto”, el largo ensayo que cierra la serie, define nuestro paisaje contemporáneo como una cárcel. Pueden leerse estos escritos como un esbozo de la historia del arte —aunque Berger nunca describiría así su obra— o como un telón de fondo para los textos individuales de Sobre los artistas: referidos bien al momento en que fueron escritos o bien al período que describen. En “Mientras tanto”, Berger escribe: “Sin balizas se corre el enorme riesgo humano de girar en círculos”.

En la película The Seasons: Four Portraits of John Berger (2016), la actriz Tilda Swinton nos dice que ella y Berger comparten sus cumpleaños, el 5 de noviembre (recuerden, recuerden). Ella lee Autorretrato 1914-1918,21 el poema de Berger que subraya lo mucho que le marcó la Gran Guerra, por medio de su padre y el mundo más amplio al que nació en 1926. La edición inglesa de este libro se publicó, pues, con ocasión de su nonagésimo cumpleaños, en 2016. Pero incluso sumado a Sobre los artistas, Panorámicas no representa sino una parte pequeña de un logro mucho más amplio y prolongado, un logro al que nutre y por el que ha sido nutrido.

Un aspecto de este logro que parece especialmente vital en 2016 es el gran arco de la obra de Berger que conecta su decisión de compartir el Premio Booker de 1972 con los Panteras Negras y su proyecto sobre los trabajadores inmigrantes, El séptimo hombre,22 pasando por la trilogía De sus fatigas, que exploraba los lugares de los que estos trabajadores procedían, y hasta hoy, vía Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos, donde escribe:

La emigración, forzada o escogida, a través de fronteras nacionales o del pueblo a la capital, es la experiencia que mejor define nuestro tiempo, su quintaesencia. El inicio del mercado de esclavos en el siglo XVI profetizaba ya ese transporte de hombres que, a una escala sin precedentes y con un nuevo tipo de violencia, exigirían más tarde la industrialización y el capitalismo. El reclutamiento masivo de tropas en el frente occidental durante la I Guerra Mundial constituyó una confirmación más de la misma práctica de desarraigar, reunir, transportar y concentrar en una “tierra de nadie”. Después, los campos de concentración, a lo largo y ancho del mundo, siguieron la lógica de esa práctica ininterrumpida.23

Si, como escribe Berger, “emigrar siempre será desmantelar el centro del mundo y, consecuentemente, trasladarse a otro perdido, desorientado, formado de fragmentos”, entonces todos estamos muy necesitados de mapas nuevos.

Notas

1     Berger, John, Portraits: John Berger on Artists, Verso, Londres, 2015 (versión castellana: Sobre los artistas [2 vols.], Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 2017 y 2018) [N. del Ed.].

2     Berger, John y Mohr, Jean, A Fortunate Man: The Story of a Country Doctor, Writers and Readers Pub. Cooperative, Londres, 1976 (versión castellana: Un hombre afortunado: historia de un médico rural, Alfaguara, Madrid, 2008) [N. del Ed.].

3     Berger, John, G.: A Novel, Weidenfeld and Nicolson, Londres, 1972 (versión castellana: G., Alfaguara, Madrid, 1994) [N. del Ed.].

4     Berger, John, Ways of Seeing, BBC/Penguin Books, Londres, 1972 (versión castellana: Modos de ver, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 2016) [N. del Ed.].

5     Barrell, John, The Dark Side of the Landscape: The Rural Poor in English Painting 1730-1840, Cambridge University Press, Cambridge, 1980, pág. 1.

6     Schama, Simon, Landscape and Memory, Harper Collins, Londres, 1995 [N. del Ed.].

7     Clark, Kenneth, Landscape into Art, John Murray, Londres, 1949 [N. del Ed.].

8     Berger, John, Modos de ver, op. cit., pág. 107 [N. del Ed.]

9     Ibíd.

10   Barrell, John, The Idea of Landscape and the Sense of Place, Cambridge University Press, Cambridge, 1972 [N. del Ed.].

11   The Dark Side of the Landscape (op. cit., pág. 91) de John Barrell contiene críticas moderadas de los escritos de Berger sobre el territorio.

12   Berger, John, “Ten Dispatches about Place”, en Hold Everything Dear: Dispatches on Survival and Resistance, Verso, Londres, 2008, pág. 121 (versión castellana: “Diez comunicados. Dónde hallar nuestro lugar”, en Con la esperanza entre los dientes, Alfaguara, Madrid, 2010).

13   Berger, John, Bento’s Sketchbook, Pantheon Books, Nueva York, 2011 (versión castellana: El cuaderno de Bento, Alfaguara, Madrid, 2012) [N. del Ed.].

14   Eliot, T. S., “The Function of Criticism” [1935] (versión castellana: Función de la poesía y función de la crítica, Tusquets, Barcelona, 1999) [N. del Ed.].

15   John Barrell reseñó Keeping a Rendezvous (1992) de Berger con una mezcla equilibrada de elogio y de crítica. A pesar de sus reservas, ambos críticos encontraron pasajes de sus reseñas respectivas citados en la siguiente edición de los libros de los dos.

16   La trilogía De sus fatigas (1979-1991) está compuesta por los libros: Pig Earth, Writers and Readers Pub. Cooperative, Londres, 1979 (versión castellana: Puerca tierra, Alfaguara, Madrid, 2016); Once in Europa, Pantheon, Nueva York, 1987 (versión castellana: Una vez en Europa, Alfaguara, Madrid, 1992); y Lilac and Flag, Granta, Londres, 1991(versión castellana: Lila y Flag, Alfaguara, Madrid, 1993) [N. del Ed.].

17   Como exploré en mi introducción “The Company of the Past”, en Berger, John, Portraits: John Berger on Artists, op. cit. (versión castellana: “La compañía del pasado”, en Sobre los artistas, op. cit.), Gustave Courbet y Jean-François Millet también desempeñaron un papel clave en el desarrollo de este trabajo.

18   Berger, John, Un hombre afortunado, op. cit. [N. del Ed.].

19   Overton, Tom, “La compañía del pasado”, op. cit.

20   “Editor’s Introduction”, en Dyer, Geoff (ed.), The Selected Essays of John Berger, Bloomsbury, Londres, 2001, pág. xii.

21   Berger, John, “Self-Portrait 1914-1918”, en The Sense of Sight, Pantheon Books, Nueva York, 1985 (versión castellana: “Autorretrato 1914-1918”, en El sentido de la vista, Alianza, Madrid, 1990) [N. del Ed.].

22   Berger, John y Mohr, Jean, A Seventh Man: Migrant Workers in Europe, Penguin, Harmondsworth, 1975 (versión castellana: Un séptimo hombre: un libro de imágenes y palabras sobre la experiencia de los trabajadores emigrantes en Europa, Capitán Swing, Madrid, 2014) [N. del Ed.].

23   Berger, John, And Our Faces, My Heart, Brief as Photos, [1984], Bloomsbury, Londres, 2005 (versión castellana: Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos, Nórdica, Madrid, 2017) [N. del Ed.].

I. Volver a trazar los mapas

Cracovia

No era un hotel. Era una especie de pensión en la que no habría más de cuatro o cinco huéspedes. Por la mañana dejaban la bandeja del desayuno en un anaquel que había en el pasillo: pan, mantequilla, miel y unas rodajas de un tipo de salchicha que es la especialidad de la ciudad. Al lado de la bandeja, unos sobres de Nescafé y un hervidor de agua eléctrico. El contacto con las severas y serenas jóvenes que llevaban el establecimiento era mínimo.

Todo el mobiliario de las habitaciones, de madera de nogal o de roble, era antiguo, anterior a la II Guerra Mundial. Esta fue la única ciudad polaca que sobrevivió a la guerra sin que sus edificios quedaran gravemente dañados. Como sucede en ciertos conventos o monasterios, en las habitaciones de esta pensión tenías la sensación de que varias generaciones habían mirado contemplativamente por las dos ventanas que daban a la calle.

El edificio estaba situado en la calle Miodowa, en el Kazimierz, el antiguo barrio judío de Cracovia. Después de desayunar, le pregunté a la mujer que estaba detrás del mostrador de recepción dónde se encontraba el cajero más próximo. Claramente a su pesar, dejó a un lado el estuche de violín de tenía en la mano, cogió un mapa turístico de la ciudad y marcó con un lápiz adónde tenía que dirigirme. No es muy lejos, dijo, suspirando como si le hubiera gustado mandarme a la otra punta del mundo. Hice una ligera inclinación de cabeza, abrí y cerré la puerta, giré a la derecha, volví a torcer a la derecha en la primera bocacalle y me encontré en la plaza Nowy, donde había un mercado.

Nunca he estado en esta plaza y, sin embargo, la conozco como la palma de la mano, o, más bien, conozco a los vendedores. Algunos de ellos tienen puestos fijos con marquesinas para proteger del sol sus mercancías. Ya hace calor, ese calor difuso, plagado de mosquitos, característico de las llanuras y los bosques del este de Europa. El calor del follaje, que es un tipo de calor lleno de insinuaciones, sin la seguridad del calor mediterráneo. Aquí no hay seguridades. Lo más parecido aquí a la certeza son las abuelas.

Otros —o más bien otras, pues todas son mujeres— vienen desde los pueblos de los alrededores con sus productos en cestas y cubos. No tienen puestos propiamente y están sentadas en las banquetas que se traen de casa. Algunas se quedan de pie. Doy una vuelta entre los puestos.

Lechugas, rábanos rojos y rábanos picantes, eneldo picado, que parece una puntilla verde; pequeños pepinos de piel nudosa, que con este calor salen en tres días; patatas nuevas, cuyas pieles, todavía con restos de tierra, tienen el color de las rodillas de los nietos; matas de apio, que huelen a limpio como la pasta de dientes; trozos de levístico, el apio de montaña que, según juran los hombres con el vaso de vodka en la mano, es un afrodisíaco incomparable tanto para las mujeres como para los hombres; manojos de nabos contándose chistes de chochos; rosas, la mayoría amarillas; requesón, cuyo olor todavía permanece en los trapos tendidos al sol en los huertos; espárragos trigueros que recogieron los niños junto al cementerio del pueblo.

Los comerciantes profesionales han adquirido de forma natural todos los pequeños trucos para convencer al público de que las oportunidades doradas no se dan dos veces. Las mujeres sentadas en las banquetas, por el contrario, no proponen nada. Están inmóviles, circunspectas, y solo confían en que su simple presencia garantice la calidad de lo que han traído de sus huertos para vender.

Una valla de madera en torno a una parcela y una casa de troncos con dos habitaciones, una estufa de azulejos entre ambas. Estas mujeres viven en chatas de este tipo.

Deambulo entre ellas. Diferentes edades. Diferentes constituciones. Ojos de colores distintos. Ninguna lleva el mismo pañuelo en la cabeza. Y cada una de ellas ha encontrado su manera de proteger la rabadilla, de no forzarla cuando se inclina a arrancar las cebolletas, a cortar unos lirios o a sacar los rábanos, para que estos dolores intermitentes no terminen por hacerse crónicos. De jóvenes, eran las caderas las que absorbían el impacto de los acontecimientos, ahora lo reciben los hombros.

Miro la cesta de una mujer que no ha traído banqueta y está de pie. La cesta está llena de pastelillos levemente dorados, como pequeñas empanadillas. Parecen piezas de ajedrez talladas en madera, exactamente como los castillos, unos castillos que se tienen en pie por los dos extremos, las regulares troneras siempre arriba. Miden unos diez centímetros.

Tomo uno de estos castillos y me doy cuenta de mi error. Son demasiados pesados para ser empanadas.

Echó un vistazo a la cara de la mujer. Tendrá unos 60 años, y sus ojos son muy azules. Me devuelve una severa mirada, como si tuviera delante a un idiota que se ha vuelto a olvidar de algo. Oscypek, dice lentamente, repitiendo el nombre de un queso que se hace con leche de oveja y se ahúma en la chimenea, entre las dos habitaciones. Compro tres. Con un mínimo movimiento de cabeza, me sugiere que siga mi camino.

En el centro de la plaza hay un edificio bajo de forma redondeada, subdividido en tiendas pequeñas. Hay una barbería en la que solo cabe un sillón. Varias carnicerías. Una tienda de comestibles con no más que una única tina de col picada. Una cocina con un fogón de hierro y cuatro mesas con bancos de madera en la acera donde puedes tomarte un cuenco de sopa. En una de las mesas está sentado un hombre ligeramente cargado de hombros, lo que le da un aspecto un poco abatido; tiene las manos largas y afiladas y una frente despejada que acentúan unas grandes entradas. Lleva unas gafas con cristales gruesos. Esta mañana, se siente en casa en este lugar, aunque no es polaco.

Ken nació en Nueva Zelanda y allí murió. Me siento en el banco frente a él. Hace 60 años este hombre compartió conmigo todo lo que sabía, aunque nunca me dijo cómo lo había aprendido. Nunca hablaba de su infancia ni de sus padres. Me daba la sensación de que había dejado Nueva Zelanda muy joven, tal vez antes de haber cumplido los 20 años, y se había venido a Europa. ¿Eran sus padres ricos o pobres? Puede que tenga tan poco sentido hacerse esta pregunta con respecto a él como con respecto a la gente que hay en el mercado en este momento.

Las distancias nunca le arredraron. Wellington (Nueva Zelanda), París, Nueva York, Bayswater Road (Londres), Noruega, España y en algún momento, creo, Birmania o la India. Se ganó la vida de muchas maneras; fue periodista, maestro de escuela, profesor de baile, extra de cine, gigoló, librero sin librería, árbitro de crícket. Tal vez, algo de lo que estoy diciendo no es cierto, pero es la forma que tengo de retratarlo para mí al verlo sentado enfrente en esta plaza. En París, dibujaba tiras cómicas para un periódico, de eso sí que estoy seguro. Recuerdo perfectamente el tipo de cepillo de dientes que le gustaba, los de mango largo, y recuerdo qué pie calzaba, un 44.

Empuja el cuenco de sopa hacia mí. Luego se saca un pañuelo del bolsillo derecho del pantalón, limpia la cuchara y me la da. Reconozco el pañuelo de cuadros blancos y negros. La sopa es un borsch rojo oscuro y ligero, con un regusto al vinagre de manzana que le añaden para contrarrestar el dulce de la remolacha, al estilo polaco. Tomo un poco y le vuelvo a pasar el cuenco y la cuchara. No hemos cruzado palabra.

Saco un cuaderno de la mochila que llevo colgada a la espalda, pues quiero enseñarle un dibujo que hice ayer en el Museo Czartoryski de la Dama con armiño de Leonardo da Vinci. Lo examina, y sus pesadas gafas se le deslizan por la nariz.

Pas mal! Pero ¿no está demasiado recta? ¿No se inclina más, en realidad? ¿No está más llevada a la esquina en el cuadro?

Al oírle hablar de esta forma, tan indiscutiblemente suya, vuelve mi amor por él: mi amor por sus viajes, por sus apetitos, que siempre se disponía a satisfacer y nunca reprimía; por su hastío y por su triste curiosidad.

Demasiado recta, repite. Pero qué más da. Todas las copias cambian algo, ¿no?

También vuelve mi amor por su falta de ilusiones. Sin ilusiones, evitaba la desilusión.

Yo tenía 11 años cuando lo conocí; él 40. Durante los seis o siete años siguientes fue la persona que más influyó en mi vida. Con él aprendí a cruzar fronteras. En francés existe la palabra passeur, que se puede traducir, según el contexto, como “barquero” o “contrabandista”. Pero la palabra encierra también la connotación de guía y la idea de atravesar montañas. Él fue mi passeur.

Ken hojea el cuaderno de atrás adelante. Tenía unos dedos diestros y podía hacer desaparecer las cartas a su antojo. Intentó enseñarme algún juego de manos: ¡puedes ganar dinero con esto!, me decía. Ahora mete el dedo entre dos páginas.

¿Otra copia? ¿Antonello da Messina?

Cristo muerto sostenido por un ángel, digo.

Solo lo he visto en reproducciones. Si hubiera podido escoger un pintor para que pintara mi retrato, lo habría escogido a él, dice. Antonello. Pintaba como si estuviera imprimiendo palabras. Todo lo que pintaba tenía ese tipo de coherencia, de autoridad; las primeras imprentas aparecieron durante su vida.

Vuelve a bajar la vista al cuaderno.

No hay piedad en la cara del ángel, ni en sus manos, dice, solo ternura. Has captado esa ternura, pero no la gravedad, la gravedad de las primeras palabras impresas. Esa ha desaparecido para siempre.

Lo hice el año pasado en el Museo del Prado. Hasta que los vigilantes vinieron a echarme.

¿No está permitido pintar allí?

Sí. Pero no sentarte en el suelo.

¿Por qué no pintaste de pie, entonces?

Cuando dice esto aquí en la plaza Nowy, lo veo de pie —alto, un poco encorvado— al borde de un acantilado dibujando el mar. Cerca de Brighton, en el verano de 1939. Siempre llevaba en el bolsillo un largo lápiz de la marca Black Prince que, en lugar de ser redondo, era rectangular, como los lápices de carpintero.

Ya soy demasiado viejo para estar mucho rato dibujando de pie.

De pronto deja el cuaderno sobre la mesa sin mirarme. Le espantaba la autocompasión. Esa es la debilidad de muchos intelectuales, decía. ¡Evítala! Fue el único imperativo que me transmitió.

Toca uno de los quesos que acabo de comprar.

Se llama Jagusia, dice, mirando hacia la mujer que me los había vendido, y procede de las montañas de Podhale. Sus dos hijos trabajan en Alemania. Trabajo negro. No les es fácil conseguir permisos de trabajo, se ven obligados a ser ilegales. Néanmoins, están construyendo una casa, una casa más grande de lo que Jagusia haya podido soñar; tres pisos, y no uno como ahora. Siete habitaciones, en lugar de dos.

Néanmoins! Las palabras francesas no afloraban en sus frases por afectación, sino porque los años que había vivido en París antes de venir a Londres, a Bayswater Road, fueron los más felices de su vida. Por la misma razón a veces llevaba una boina negra.

Pero Jagusia se negará a trasladarse a la casa nueva y a dejar su chata con los trapos de hacer el queso tendidos en el huerto, profetiza.

Este fue el hombre que me hizo creer que juntos podríamos encontrar música en cualquier ciudad del mundo.

¿Te apetece una cerveza?, me pregunta ahora aquí en Cracovia, señalando hacia el otro extremo del mercado, más allá de una tienda de ropa, cuya dueña es una mujer muy gorda que está fumando sentada en un sillón completamente rodeado de vestidos.

Me levanto y voy hacia ella. Fuma y cuenta lo que le pasó hoy cuando llegó al mercado de la plaza Nowy. Todas las mañanas hace lo mismo, y todas las mañanas el hombre que vende setas, secas y en salmuera, la escucha impertérrito. Cuando dobla y almacena en la diminuta tienda los vestidos y pantalones que tiene expuestos, no queda sitio para ella. Al otro lado de la puerta hay un espejo, pues los clientes utilizan a veces la tienda de probador. Todas las mañanas se ve en el espejo al abrir el comercio y todas las mañanas se queda sorprendida de su tamaño.

Veo las latas de cerveza en un puesto en el que también tienen legumbres, mostaza polaca, galletas, pan de miel y carne en conserva. Además, hay un tablero de ajedrez con una partida empezada. El tendero juega con las negras, y otro hombre, que parece alguien que ha pasado por allí, con las blancas. Ya se han comido varios peones, un rey y un alfil.

El tendero estudia el tablero desde lejos, luego se vuelve y sigue a lo suyo hasta que el otro mueve. Este se balancea, de pie, suspendido sobre la partida, como si fuera uno de sus propios alfiles levantado ya a escasos centímetros del tablero entre los dedos de un jugador gigante, que prueba cautelosamente otras posibles jugadas y no quiere soltar la pieza hasta estar del todo seguro.

Pido dos cervezas. Mueven las blancas: la reina avanza en diagonal. ¡Jaque! Después de coger el dinero que le doy por las cervezas, las negras mueven: un caballo. La reina se retira. Entra una clienta y pide de ese pan de miel que tiene naranja confitada dentro. Las negras cortan unas rebanadas y las pesan. Las blancas hacen una mala jugada de la que se dan cuenta demasiado tarde. El hombre traga saliva, pues tiene un gusto ácido en la garganta. Las negras se comen una torre.

El gueto judío de Cracovia está a menos de diez minutos andando desde aquí, fuera de la ciudad vieja. Hay que atravesar el río Vístula por el puente Powstańców. El gueto ocupaba un área de 600 × 400 m y estaba cercado por edificios amurallados y alambre espinoso. En el otoño de 1941, seis meses después de cercarlo, había 18.000 personas recluidas. Miles morían todos los meses de enfermedades diversas y desnutrición. Solo les estaba permitido salir para acudir a sus trabajos a aquellos que debido a su fortaleza física podían seguir siendo esclavizados en los talleres alemanes de armamento y ropa. Salvo estos, todo judío que fuera sorprendido saliendo del gueto sin autorización era disparado, como lo eran también los polacos que les ayudaran a pasar a la zona aria de Polonia o que los escondieran.

Tyskie!, aplaude Ken cuando volví a la mesa. ¡Has elegido la mejor!

Empecé joven, digo.

Se llama Zedrek el hombre que has visto jugando al ajedrez, dice Ken. Viene a jugar con Abram, el verdulero, por lo menos una vez a la semana. Zedrek sería un buen jugador si no le diera al vodka desde tan temprano. Pero no creo que pueda dejarlo. Abram sobrevivió a la guerra escondido; era un niño.

Ken me enseñó la mayoría de los juegos que conozco: ajedrez, billar, dardos, billar americano, póker, ping-pong, backgammon. Al ajedrez jugábamos en su habitación; a los demás, en los bares. Al bridge, que había aprendido antes de conocerlo, jugábamos con mis padres o cuando nos invitaban a casa de alguien, lo que no era frecuente.

Lo conocí en 1937. Era profesor sustituto en el disparatado internado al que me enviaron pese a mis protestas. Frente a los profesores y los alumnos reunidos en asamblea —50 chicos aún en pantalón corto, acobardados, que intentaban cada cual a su manera y sin ayuda de nadie darle algún sentido a la vida—, el director, un hombre de aspecto apoplético, lanzó una silla del comedor al profesor de latín, y Ken, que estaba entre los dos, la agarró con una mano en el aire. Así reparé en él. Dejó la silla en el estrado donde estaba subida la mesa de los profesores, puso los pies en ella, y el director siguió con su arenga.

Al final de ese mismo trimestre, lo invité a venir a una caravana que tenían mis padres en una playa cerca de Selsey Bill, en Sussex. ¿Por qué no?, dijo. Y vino a pasar una semana.

Mi padre estaba feliz, pues ahora éramos cuatro y podríamos jugar al bridge.

¿Jugamos con dinero?, preguntó Ken. Si no, las declaraciones no cuentan.

De acuerdo, pero las apuestas no deben ser muy altas, por John.

¿Dos peniques a los cien?

Voy a buscar el monedero, dijo mi madre.

Cuando Ken barajaba, las cartas caían en una cascada entre sus manos, bien separadas las unas de las otras. A veces, la cascada parecía una escalera en movimiento, una escalera mecánica o una escalera de mano hecha de naipes. Una vez, bastante tiempo después, me quejé de que no me podía dormir, y me dijo: imagínate que estás barajando. Así me quedo dormido yo.

Cortar antes de dar.

Mi padre disfrutaba las partidas, no solo porque jugaba bien, sino, en mayor medida, porque el juego le permitía recordar los buenos momentos pasados con los muertos, que, si no, le obsesionaban. Cuando jugábamos en Selsey, “Doblo seis diamantes” se anteponía a “Cinco morteros perdidos”. Jugaba con nosotros, pero también con un cuadro de oficiales de infantería de los cuales él era el único superviviente tras cuatro años de trincheras en la Cresta de Vimy y en Ypres.

Mi madre enseguida se dio cuenta de que Ken pertenecía a esa categoría especial para ella de “la gente que adoraba París”.

Estoy seguro de que, viéndonos jugar a los tres al herrón en la arena, previó que aquel passeur me iba a llevar lejos, al tiempo que no dudaba, estoy igualmente seguro de ello, de que yo era más o menos capaz de cuidar de mí mismo. Así, se ofreció a lavar y planchar la ropa de Ken los lunes, día de colada, y Ken le traía una botella de Dubonnet.

Acompañaba a Ken a los bares y, aunque todavía era menor, nadie me ponía el menor impedimento. No por mi tamaño o mi aspecto, sino debido a mi seguridad. No mires atrás, me dijo, no vaciles, simplemente muéstrate más seguro que ellos.

Una vez, un parroquiano empezó a insultarme, diciéndome que apartara la geta de su vista, y yo perdí el control y estuve a punto de echarme a llorar. Ken me puso la mano en el hombro y me sacó a la calle. No había iluminación. Estábamos en plena guerra. Caminamos un gran trecho en silencio. Si tienes que llorar, y a veces no se puede evitar, dijo, si tienes que llorar, llora después, nunca durante. Recuérdalo. A no ser que estés con quienes te quieren, solo con quienes te quieren, en cuyo caso ya eres afortunado, pues nunca hay muchas personas que lo quieran a uno. Si estás con ellos, puedes llorar. Si no, llora después.

Jugaba bien a todos los juegos que me enseñó. De no ser por su miopía (se me ocurre ahora de pronto, al escribir, que toda la gente que he querido y que todavía quiero eran o son miopes), de no ser por su miopía, Ken tenía los movimientos de un atleta, su mismo aplomo.

No así yo. Yo era torpe, precipitado, receloso, me faltaba todo o casi todo su aplomo. Sin embargo, tenía otra cosa. Una especie de determinación que, dada mi edad, no dejaba de sorprender. Siempre estaba apostando. Y a cambio de esa impetuosidad, de esa energía, Ken pasaba por alto lo demás. El don de su amor suponía el don de compartir conmigo todo lo que sabía, casi todo lo que sabía, sin tener en cuenta mi edad, o la suya.

Para que ese don sea posible, quien da y quien recibe han de ser iguales, y nosotros, aquella pareja extraña e inapropiada que formábamos, éramos iguales, llegamos a ser iguales. Probablemente, ninguno de los dos podía entender cómo había sucedido. Ahora sí que lo entendemos. Estábamos previendo este momento; éramos iguales entonces cómo somos iguales ahora en la plaza Nowy. Preveíamos mi vejez y su muerte, y eso nos permitía ser iguales.

Rodea la lata de cerveza con la mano y la entrechoca con la mía.

Si la ocasión lo permitía, siempre prefería los gestos a las palabras. Tal vez debido a su respeto por las silenciosas palabras escritas. Debió de estudiar en las bibliotecas, pero para él el mejor lugar para un libro era el bolsillo de la gabardina. ¡Y los libros que sacaba de ese bolsillo!

No me los daba directamente. Me decía el nombre del autor, pronunciaba el título y lo dejaba en la repisa de la chimenea de su habitación. A veces había varios apilados, para que yo escogiera. George Orwell, Sin blanca en París y Londres; Marcel Proust, Por el camino de Swan; Katherine Mansfield, Fiesta en el jardín; Laurence Sterne, Vida y opiniones de Tristan Shandy; Henry Miller, Trópico de Cáncer. Por distintas razones, ninguno de los dos creíamos en explicaciones literarias. Nunca le hacía preguntas sobre lo que no entendía. Ni él se refirió nunca a lo que podría resultarme difícil captar en todos aquellos libros dada mi edad y mi escasa experiencia. Sir Frederick Treves, The Elephant Man and Other Reminiscences; James Joyce, Ulises (una edición en inglés publicada en París). Compartíamos tácitamente la idea de que, en parte, uno aprende o trata de aprender a vivir en los libros. El aprendizaje empieza mirando el primer abecedario ilustrado y no acaba hasta el día que morimos. Oscar Wilde, De Profundis. San Juan de la Cruz.

Cuando le devolvía los libros, me sentía más cerca de él porque sabía un poco más de lo que él había leído durante su larga vida. Los libros nos acercaban. Muchas veces, un libro llevaba a otro. Después de leer Sin blanca en París y Londres, quise leer Homenaje a Cataluña.

Ken fue la primera persona que me habló de la guerra civil española. Heridas abiertas, dijo. Nada puede restañarlas. Nunca había oído la palabra restañar pronunciada en voz alta. En ese momento jugábamos al billar en un bar. No te olvides de poner tiza en el taco, añadió.

Me leyó en español un poema de Federico García Lorca, que había sido fusilado cuatro años antes, y cuando me lo tradujo, en mi mente de adolescente de 14 años, creí que sabía, a excepción de algunos detalles, de qué iba la vida y lo que había que arriesgar. Puede que se lo dijera, o puede que otro de aquellos impulsos míos le provocara, pues lo recuerdo diciendo: cerciórate de los detalles. ¡Cerciórate antes y no después!

Lo dijo con un tono de pesar, como si en algún lugar, en algún sentido, hubiera cometido un error de detalle que lamentaba. No, me equivoco. No era un hombre que se lamentara de nada. Un error por el que tenía que pagar. Durante su vida hubo de pagar por muchas cosas que no lamentaba.

Dos niñas vestidas con trajes largos de encaje blanco cruzan la plaza Nowy. Tendrán diez u once años: las dos altas para su edad, Mujeres Honorarias las dos, al cruzar la plaza, las dos, dejando atrás la infancia.

La Semaine blanche, dice Ken. El domingo pasado fue el día de las primeras comuniones en toda Polonia. Y esta semana, niños y niñas van todos los días a la iglesia para comulgar de nuevo, sobre todo las niñas, los niños también, pero se les nota menos y, en cualquier caso, hay menos; sobre todo las niñas, que quieren volver a salir a la calle con sus trajes de primera comunión.

Las dos niñas avanzan por la plaza la una al lado de la otra y así siegan las miradas que atraen a su paso.

Van a la iglesia del Corpus Christi, donde hay una famosa virgen en pan de oro, dice Ken. Todas las niñas de Cracovia quieren hacer la primera comunión es esa iglesia porque los vestidos que sus madres pueden comprarles allí están mejor cortados y son más largos que los que venden en las otras.

Fue en el Old Met Music Hall de Edgware Road, sentado a su lado, donde empecé a aprender los rudimentos de la crítica, cómo juzgar los estilos, o su ausencia. John Ruskin, Georg Lukács, Bernard Berenson, Walter Benjamin y Heinrich Wölfflin vendrían después. La formación esencial la recibí en el Old Met, mirando desde el gallinero y rodeado de un público escandaloso, receptivo e implacable, que juzgaba sin piedad a los humoristas, a los acróbatas, a los cantantes, a los ventrílocuos. Vimos cómo Tessa O’Shea hacía venirse el teatro abajo con los aplausos, y vimos cómo la abuchearon hasta que tuvo que abandonar el escenario, el cabello empapado en lágrimas.

Los números debían tener estilo. Había que ganarse al público al menos dos veces cada noche. Y para hacer esto, la imparable secuencia de gags tenía que conducir a algo más misterioso: la propuesta, conspirativa e irreverente, de que la vida misma era un número cómico.

Max Miller, “Cheeky Chappie”, con un traje plateado y aquellos ojos saltones, actuaba en el escenario triangular como un indómito león marino para el que cada risa era otro pez más que se zampaba.

Ya saben, tengo mi estudio en Brighton. Pues el lunes por la mañana viene una mujer y me dice: “Max, quiero que me pintes una serpiente en la rodilla”. Me quedé lívido, de veras, me quedé lívido. Es que, vamos, uno no es de piedra. Que uno no es de piedra. Conque, bueno, salté de la cama, bueno… no. En fin… que empecé a pintarle la serpiente justo encima de la rodilla, ahí empecé. Pero tuve que dejarla a medias: la gachí me dio un bofetón de mil pares... No sabía yo que las serpientes fueran tan largas… O ¿cuánto mide una serpiente normal?

Todos hacían el papel de víctimas, una víctima que tenía ganarse los corazones de quienes habían pagado por su entrada y también eran víctimas.

Harry Champion se acercaba al proscenio, los brazos extendidos, pidiendo socorro, al borde de la tragedia: “La vida es muy dura: ¡nunca se sale vivo de ella!”. Cuando decía esto en una noche sembrada, se llevaba al teatro de calle.

Flanagan y Allen salían acelerados, como si llegaran tarde a un asunto urgente. Y luego demostraban, a una velocidad de vértigo, que el mundo entero, con todas sus urgencias, estaba basado en un profundo equívoco. Eran jóvenes. Flanagan tenía unos ojos ingenuos, conmovedores; Ches Allen, el serio, era atildado y correcto. Pero juntos demostraban la decrepitud del mundo.

Si consiguiera vender el taxi, volvería a África a hacer lo mismo que hacía.

¿Y qué hacías?

¡Cavaba hoyos y los vendía! ¡Los patronos agrícolas me los quitaban de las manos!

El micrófono acabará con su arte, me susurró Ken en el gallinero. Le pregunté qué quería decir. Escucha cómo usan la voz, me explicó. Hablan desde la otra punta, y los oímos como si estuviéramos en medio de ellos. Si empiezan a utilizar micrófono, dejará de ser así, y el público ya no se sentirá en el medio. El secreto de los artistas de music-hall es que actúan indefensos, como estamos todos. Si le das un micrófono a un artista, lo armas. La situación es completamente distinta.

Tenía razón. El music-hall había muerto una década después.

Una mujer con una cesta de acederas pasa al lado de nuestra mesa en la plaza Nowy.

¿Nos harías para mañana una sopa de acederas? Me pregunta Ken. En lugar del borsch.

Sí, supongo que sí.

¿Con huevos?

Así no la he hecho nunca.

Bueno, dice, y cierra los ojos. Preparas la sopa y la sirves en los cuencos con un huevo cocido en cada uno. Tienes que acordarte de poner un cuchillo al lado de cada cuenco, además de la cuchara. Cada cual corta el huevo en rodajas y se lo come con la sopa. La mezcla de la punta de acidez verde y el redondo consuelo del huevo te recuerda a algo extraordinario y lejano.

¿A casa?

No, seguro que no. Ni siquiera a los polacos.

¿A qué te recuerda entonces?

A la supervivencia, quizá.

Entonces me parecía que Ken vivía siempre en la misma habitación con derecho a cocina. En realidad, se mudaba mucho, pero cada cambio sucedía mientras yo estaba en el internado, y cuando volvía e iba a verlo encontraba las mismas escasas pertenencias apiladas en una mesa similar, al pie de una cama similar, tras una puerta con llave que daba a una escalera siempre vigilada por una casera preocupada de una forma similar por que apagáramos las luces.

La habitación de Ken tenía un fuego de gas en el hueco de la chimenea y una ventana grande. En la repisa, sobre la estufa de gas, apilaba nuestros libros. En la mesa, junto a la ventana, había una gran radio, que solíamos escuchar. 2 de septiembre de 1939: Las divisiones Panzer de las Fuerzas Armadas Alemanas han invadido Polonia por sorpresa esta madrugada. Seis millones de polacos, la mitad de ellos judíos, perderían la vida durante los cinco años siguientes.

En el armario no guardaba solo ropa, sino también comida: galletas de avena, huevos cocidos, una piña, café. Tenía un hornillo de gas para calentar agua en un cazo que dejaba en el alféizar de la ventana. La habitación olía a cigarrillos, a piña y a gasolina de mechero. El cuarto de baño estaba en el descansillo, en el inmediatamente superior o inferior. Yo solía olvidarme en cuál, y Ken me gritaba: ¡No, para arriba! O ¡No, para abajo!

Nunca llegaba a deshacer del todo sus dos maletas, que dejaba en el suelo abiertas. Poco se desempacaba por aquel entonces, ni siquiera en la cabeza de la gente. Todo estaba o almacenado o en tránsito. Los sueños se guardaban en las rejillas portaequipajes, en las maletas y en los petates. En una de las maletas abiertas en el suelo había un tarro de miel de Bretaña, un jersey oscuro de los que utilizan los pescadores, un volumen de Baudelaire y una raqueta de ping-pong.

Te doy 15 puntos de ventaja y el saque, me proponía. ¿Listo? ¡Saca! 15-0. 15-1. 15-2. 15-3. Esas palizas me daba en 1940.

En 1941 todavía me ganaba dos juegos de cada tres, pero ya no me dejaba ventaja.

Entonces trabajaba para los servicios extranjeros de la BBC en calidad de algo que nunca mencionó. Con frecuencia volvía a su habitación de madrugada. La colcha era adamascada.

Muchas mañanas desayunábamos en un café protegido con sacos terreros cerca de Gloucester Road. La comida estaba racionada. Quienes no eran muy golosos les pasaban su azúcar a otros. Ken y yo tomábamos té, que era mejor que la esencia de café. Después de desayunar leíamos los periódicos. No tenían más de cuatro o, como mucho, seis páginas. 9 de septiembre, 1941: Las tropas alemanas cercan Leningrado. 12 de febrero, 1942: Tres cruceros alemanes atraviesan sin resistencia el estrecho de Dover. 25 de mayo, 1942: Las Fuerzas Armadas Alemanas toman 250.000 prisioneros soviéticos en Járkov. Los nazis, decía Ken, están cometiendo el mismo error que Napoleón: infravaloran la fuerza del general Invierno. Tenía razón. A finales de noviembre, el Sexto ejército al mando del general Paulus fue rodeado en Stalingrado, y en febrero se rindió al general Zhúkov.

Una mañana de mediados de abril de 1943, Ken me habló de una retransmisión radiofónica del día anterior, en la que el general Sikorski, el primer ministro del gobierno polaco en el exilio, se dirigía desde Londres a los polacos en el interior para que apoyaran la insurrección del gueto de Varsovia. El gueto estaba siendo sistemáticamente aniquilado. Sikorski se refirió a ello con estas palabras, que Ken repitió lentamente: “Se está perpetrando el mayor crimen de la historia de la humanidad”.

Solo cuando no pensabas en nada, en esos momentos en blanco, se hacía sentir la enormidad de lo que estaba sucediendo. La enormidad se hacía presente entonces en el aire, bajo el cielo primaveral, y se dirigía a un séptimo sentido que todavía no sé cómo nombrar.

11 de julio, 1943. El octavo grupo del ejército británico y el séptimo del estadounidense invaden Sicilia y toman Siracusa.

Pienso en ti como en un principiante, me susurra Ken, inclinándose desde el otro lado de la mesa en la plaza Nowy de Cracovia, y me temo que me decepcionarías si te leyera hoy.

Hay algo muy triste en la maestría, respondo. Indescriptiblemente triste.

Te veo como un principiante.

¿Todavía?

¡Más que nunca!

¿Contigo como profesor?

Yo no te enseñé nada. Tú aprendiste. Hay una diferencia. Sencillamente te dejé aprender. Y también aprendí de ti unas cuantas cosas.

¿Como cuáles?

A vestirme rápidamente.

¿Y algo más?

A leer bien en alto.

Tú también leías bien.

Terminé descubriendo cómo lo hacías. El secreto de que leyeras tan bien. No leías el final de la frase hasta que llegabas allí. Ese era tu secreto. Te negabas a anticiparte.

Se quita las gafas, como si hubiera visto y dicho bastante. Me conocía bien.