0,99 €
Los papeles póstumos del Club Pickwick, también conocida como Los papeles del Club Pickwick, (en inglés: The Posthumous Papers of the Pickwick Club) fue la primera novela publicada por el escritor británico Charles Dickens. Está considerado como una de las obras maestras de la literatura inglesa.
En torno al protagonista se agrupa un club de extravagantes personajes, cuyas peripecias, narradas con gran sentido del humor, pueden interpretarse como una sátira de la filantropía. La figura más notable de la novela, después de la de Pickwick, es la de su criado Sam Weller.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Charles Dickens
PAPELES PÓSTUMOS DEL CLUB PICKWICK. Vol III
Traducido por Carola Tognetti
ISBN 978-88-3295-318-3
Greenbooks editore
Edición digital
Mayo 2019
www.greenbooks-editore.com
EN EL CUAL PROCEDE MR. WELLER A EJECUTAR UNA MISIÓN DE AMOR QUE SE LE CONFÍA Y CUYO ÉXITO VERÁ EL QUE LEYERE
EN EL CUAL SE VE ENTRAR A MR. PICKWICK EN UNA ESCENA INTERESANTE DEL GRAN DRAMA DE LA VIDA
LO QUE OBSERVÓ MR. PICKWICK AL INGRESAR EN LA PRISIÓN DE FLEET; LOS PRISIONEROS QUE VIO ALLÍ, Y CÓMO PASÓ LA NOCHE
EN EL QUE SE DA CUENTA, LO MISMO QUE EN EL ANTERIOR, DE QUE, COMO REZA EL VIEJO PROVERBIO, LA ADVERSIDAD PROCURA AL HOMBRE EXTRAÑOS COMPAÑEROS DE CUARTO. CONTIENE ASIMISMO EL EXTRAORDI- NARIO Y SORPRENDENTE ANUNCIO QUE HIZO MR. PICKWICK A MR. SAMUEL WELLER
EN EL QUE SE RELATA CÓMO SAMUEL WELLER SE CREA UNA SITUACIÓN DIFÍCIL
TRATA DE DIVERSOS MENUDOS INCIDENTES OCURRIDOS EN LA CÁRCEL DE FLEET Y DE LA MISTERIOSA CON- DUCTA DE MR. WINKLE; REFIERE, ADEMÁS, CÓMO OBTUVO, AL FIN, SU LIBERTAD EL POBRE RECLUSO DE CHANCERY
EN EL QUE SE DESCRIBE UNA CONMOVEDORA ENTREVISTA QUE TUVO MR. SAMUEL WELLER CON SU FAMILIA. MR. PICKWICK DA LA VUELTA AL MUNDO DIMINUTO EN QUE HABITA Y RESUELVE MEZCLARSE EN ÉL LO MENOS POSIBLE EN LO FUTURO
EN EL QUE SE RELATA UN ACTO DE DELICADEZA SIN DEJO ALGUNO DE HUMORISMO, PLANEADO Y LLEVADO A CABO POR LOS SEÑORES DODSON Y FOGG
EN EL QUE SE HABLA PRINCIPALMENTE DE NEGOCIOS Y DE LA FUGAZ VICTORIA DE DODSON Y FOGG. MR. WINKLE REAPARECE EN CIRCUNSTANCIAS EXTRAORDINARIAS. LA BONDAD DE MR. PICKWICK TRIUNFA DE SU OBSTINACIÓN
EN EL QUE SE RELATA CÓMO MR. PICKWICK INTENTÓ, CON LA AYUDA DE SAM WELLER, ABLANDAR EL CORAZÓN DE MR. BENJAMÍN ALLEN Y APLACAR LA CÓLERA DE MR. BOB SAWYER
QUE CONTIENE LA HISTORIA DEL TÍO DEL VIAJANTE
CÓMO MR. PICKWICK SE APRESURÓ A CUMPLIR SU COMETIDO Y CÓMO SE LE OFRECIÓ DESDE EL PRINCIPIO EL REFUERZO DE UN AUXILIAR INESPERADO
EN EL CUAL MR. PICKWICK SE ENCUENTRA CON UN ANTIGUO CONOCIDO, A CUYA AFORTUNADA CIRCUNSTANCIA DEBE PRINCIPALMENTE EL LECTOR UN INTERESANTE EPISODIO QUE AQUÍ SE RELATA, CONCERNIENTE A DOS HOMBRES PÚBLICOS DE GRAN INFLUENCIA
QUE COMPRENDE UNA SERIA MUDANZA EN LA FAMILIA DE WELLER Y LA PREMATURA CAÍDA DEL RUBICUNDO NASO MR. STIGGINS
COMPRENDE LA SALIDA DEFINITIVA DE MR. JINGLE Y DE JOB TROTTER, CON LA NARRACIÓN DE UNA MAÑANA ATAREADÍSIMA EN GRAY'S INN SQUA- RE, TERMINANDO CON UNA DOBLE LLAMADA A LA PUERTA DE MR. PERKER
CONTIENE ALGUNOS DETALLES RELATIVOS A LOS ALDABONAZOS Y A OTROS ASUNTOS, ENTRE LOS CUALES FIGURAN CIERTAS INTERESANTES REVELACIONES CONCERNIENTES A MR. SNODGRASS Y A UNA SEÑORITA QUE NO SON AJENAS A ESTA HISTORIA
MR. SALOMÓN PELL, ASISTIDO POR UN SELECTO COMITÉ DE COCHEROS, ARREGLA LOS ASUNTOS DEL VIEJO MR. WELLER
IMPORTANTE CONFERENCIA CE- LEBRADA ENTRE MR. PICKWICK Y SAMUEL WELLER, CON ASISTENCIA DE SU PADRE. LLEGA INESPERADAMENTE UN ANCIANO CON TRAJE COLOR DE TABACO
EN EL QUE EL CLUB PICKWICK SE DISUELVE FINALMENTE Y EL RELATO LLEGA A BUEN FIN, PARA SATISFACCIÓN DE TODOS
Durante todo el día siguiente mantúvose Sam sin perder de vista a Mr. Winkle, completamente resuelto a no dejarle de la mano un solo instante, mientras no recibiera instrucciones concretas del alto manantial. Por muy desagradable que se le hiciera a Mr. Winkle la estrecha vigilancia de Sam, juzgó preferible allanarse a exponerse, por un acto de oposición violenta, a ser conducido a la fuerza, que era el propósito de Mr. Weller, según le insinuara con energía inapelable. Y no puede dudarse de que Sam se hubiera apresurado a calmar sus escrúpulos, llevándose a Bath a Mr. Winkle atado de pies y manos, de no haber Mr. Pickwick, prestando atención diligente a la carta que Dowler se encargara de entregar, evitado tan sumario y extremo procedimiento. En una palabra: que a las ocho de la noche se presentó Mr. Pickwick en el café de El Arbusto y dijo a Sam, con cara sonriente, lo cual hubo de tranquilizarle, que había procedido admirablemente y que era ya innecesario prolongar la guardia.
—He creído mejor venir yo mismo —dijo Mr. Pickwick, dirigiéndose a Mr. Winkle, en tanto que Sam le despojaba de su gran abrigo y de su bufanda de viaje— para cerciorarme, antes de dar mi consentimiento para que Sam intervenga en el asunto, de que son completamente serios y formales los sentimientos de usted en relación con esa señorita.
—¡Serios; salen de mi corazón... de mi alma! —respondió Mr. Winkle con gran energía.
—No olvide usted, Winkle —dijo Mr. Pickwick con ojos centelleantes—, que la conocimos en casa de nuestro excelente y hospitalario amigo. Sería una villanía corresponder ligera y desconsideradamente a las tiernas deferencias de esa señorita. No lo consentiré, sir, no lo consentiré.
—No tengo semejante intención —exclamó Mr. Winkle calurosamente—. He meditado largamente el asunto, y estoy convencido de que mi felicidad depende de ella.
—Eso es lo que se llama atarse en el mismo paquete, sir —interrumpió Mr. Weller con sonrisa placentera.
Acogió Mr. Winkle con cierta severidad la interrupción, y Mr. Pickwick, con acento de enojo, suplicó a su criado que no se chanceara de uno de los más hermosos sentimientos de nuestra naturaleza; a lo cual replicó Sam que no volvería a hacerlo, pero que eran tantos los humanos sentimientos, que no le era fácil saber cuáles eran los más hermosos.
Relató entonces Mr. Winkle la conversación que había mantenido con Mr. Ben Allen acerca de Arabella; declaró que era su propósito lograr una entrevista con ella y descubrirle formalmente su pasión; y dijo que estaba convencido, en vista de ciertas vagas insinuaciones del susodicho Ben, de que, cualquiera que fuera el sitio en que actualmente se hallara recluida su hermana, debía caer hacia el Arenal.
Con tan incierta guía, convínose que al día siguiente emprendiera Mr. Weller un recorrido de exploración; resolvióse al mismo tiempo que Mr. Pickwick y Mr. Winkle, que confiaban muy poco en sus facultades descubridoras, se quedarían en la ciudad, y que se dejarían caer en casa de Mr. Bob Sawyer aquel mismo día para ver de indagar algo acerca del paradero de la señorita.
A la mañana siguiente partió, en consecuencia, Mr. Weller, con objeto de llevar a cabo sus pesquisas, nada cohibido por la desconsoladora perspectiva que se le ofrecía. Empezó a recorrer una calle y otra —íbamos a decir calle arriba y calle abajo, sin darnos cuenta de que todo Clifton es una pura cuesta—, sin hallar nada ni nadie que pudiera arrojar alguna luz sobre el asunto que tenía entre manos. Celebró numerosos coloquios con los mozos que paseaban caballos y con nodrizas que paseaban niños; mas no pudo sacar de unos ni de otras el menor indicio que guardara relación con el objetivo de su habilísima indagatoria. Había en muchas casas muchas señoritas, la mayoría de las cuales estaban, al decir de criados y criadas, perdidamente enamoradas de alguno o dispuestas a enamorarse en cuanto se ofreciera la menor oportunidad. Pero como ninguna de ellas se llamaba Arabella Allen, todos estos informes dejaban a Sam en el mismo estado de ignorancia que al principio.
Al llegar al Arenal, tuvo Sam que luchar contra un fuerte vendaval, y se preguntó repetidas veces si sería preciso siempre sostenerse el sombrero con las dos manos en esta parte de la comarca. Llegó en esto a una sombría plazoleta, rodeada de pequeños hoteles de tranquila y recatada apariencia. A la puerta de una cuadra, y en el fondo de un largo callejón sin salida, un muchacho, en mangas de camisa, estaba haraganeando, aunque persuadido, en apariencia, de que hacía algo, con una pala y una carretilla.
No está de más observar en este punto que hemos visto pocos mozos que, cuando se hallan ociosos a la puerta de una cuadra, dejen de ser víctimas de una ilusión semejante.
Juzgando Sam que lo mismo podía dirigirse a este mozo que a otro cualquiera y sintiéndose impulsado a ello por hallarse fatigado y descubrir una gran piedra frente a la carretilla, anduvo el callejón y, sentándose en la piedra, entabló conversación con la fácil desenvoltura que le era peculiar.
—Buenos días, compadre —dijo Sam.
—Querrá usted decir buenas tardes — replicó el mozo, dirigiendo a Sam una mirada hostil.
—Tiene usted razón, compadre —dijo Sam—; quiero decir buenas tardes. ¿Cómo está usted?
—Pues ni mejor ni peor por ver a usted — repuso el adusto mancebo.
—Hombre, me extraña mucho eso —dijo
Sam—, porque parece usted tan extraordinariamente alegre y tan juguetón que, al verle, se le regocija a uno el corazón.
El adusto mozo pareció acentuar su malhumor con esto, mas sin hacer mella en Sam, que preguntó acto seguido, con ansioso semblante, si no era Walker el nombre de su amo.
—No, no es —dijo el mozo.
—¿Ni Brown, tampoco? —dijo Sam.
—Tampoco.
—¿Ni Wilson?
—No, ninguno de ésos —resumió el mancebo.
—Bien —repuso Sam—; entonces estoy
equivocado y, contra lo que yo creía, no tiene su amo el honor de conocerme. Pero no se quede usted aquí por hacerme la visita —dijo Sam, viendo que el mozo hacía rodar hacia dentro la carretilla y se disponía a cerrar la puerta—. Nada de cumplimientos, compadre; se los dispenso todos.
—Por menos de una corona le quito a usted la cabeza —dijo el hosco mancebo, bajando la corredera de una de las hojas de la puerta.
—Me parece eso demasiado barato —repuso Sam—. Valdría, por lo menos, todos los jornales de usted hasta el fin de sus días, y aún sería bastante módico. Presente usted mis respetos a los señores. Dígales que no me esperen a cenar y que no prescindan de nada en consideración a mí, porque ya habrá llovido antes de que yo entre en la casa.
Como respuesta, el mozo, que ya se iba amostazando, expresó en palabras ininteligibles su deseo de inferir a Sam algún daño personal; mas desapareció sin poner por obra semejante anhelo, cerrando la puerta tras de sí de golpe y desentendiéndose de la afectuosa súplica que le hiciera Sam para que le dejara un mechón de su cabello.
Continuó Sam descansando en la ancha piedra, meditando en lo que debiera hacer y dando vueltas en su mente al proyecto de llamar a todas las casas de cinco millas a la redonda de Bristol, calculando a ciento cincuenta diarias, en su afán de descubrir a Miss Arabella por este procedimiento, cuando un incidente fortuito puso en su camino lo que no hubiera podido hallar aunque hubiera permanecido doce meses sentado en la piedra.
Abríanse al mismo callejón en que él se hallaba sentado tres o cuatro verjas de jardines pertenecientes a otras tantas casas que, a pesar de estar separadas, se hallaban en vecindad estrecha por los jardines. Como eran éstos largos, espaciosos y hallábanse provistos de frondoso arbolado, las casas no sólo se hallaban algo distantes del callejón, sino que la mayor parte de ellas se ocultaba de la vista por el follaje. Permanecía Sam sentado, con los ojos fijos en un montón de tierra que yacía junto a la puerta contigua a aquella por la que el mozo había desaparecido, preocupado con las dificultades de su empresa, cuando se abrió la verja, dando paso a una criada que salía para sacudir unas alfombras de cama.
Tan absorto en sus pensamientos estaba Sam, que se hubiera limitado probablemente a darse cuenta de la presencia de la muchacha y tan sólo a levantar la cabeza y observar que tenía una linda figura, si sus hábitos de galantería no le hubiesen llevado a considerar que no tenía la muchacha quien le ayudara en su faena y que las alfombras parecían harto pesadas para las fuerzas de la criada. Mr. Weller era galante de suyo, y no bien percibió esta circunstancia, levantóse con presteza de la ancha piedra y se dirigió hacia la muchacha.
—Querida —dijo Sam, avanzando con ademán respetuoso—, va usted a estropear ese precioso cuerpecito más de la cuenta si se empeña en sacudir sola las alfombras. Déjeme que la ayude.
La joven, que afectaba ladinamente no haberse hecho cargo de la presencia del caballero, volvióse al oír a Sam, sin duda, como dijo después, para declinar el ofrecimiento, por venir de un extraño, y, en vez de hablar, retrocedió sobresaltada y dejó escapar un tímido chillido. No fue menor el asombro de Sam cuando en el rostro de la guapa doncella percibió los ojos de su enamorada, la hermosa sirvienta del Dr. Dupkins.
—¡Cómo, querida María! —dijo Sam.
—¡Dios mío, Mr. Weller —dijo María—, vaya un susto que me ha dado usted!
No hubo de responder Sam verbalmente a esta reconvención, ni nos atrevemos a precisar la clase de respuesta que diera. Sólo podremos decir que, luego de una breve pausa, dijo María: «¡Por Dios, estése usted quieto, Mr. Weller!», y que su sombrero había caído momentos antes, síntomas ambos que nos inducen a sospechar que debió cruzarse entre las dos partes uno o más besos.
—¿Cómo ha venido usted aquí? —dijo María, reanudando la conversación así interrumpida.
—Pues claro es que he venido por usted, encanto mío —repuso Mr. Weller, dejando que por una vez triunfara su pasión de su veracidad.
—¿Y cómo ha sabido usted que estaba yo aquí? —preguntó María—. ¿Quién puede haberle dicho que cambié de casa en Ipswich y que después nos vinimos aquí? ¿Quién puede habérselo dicho, Mr. Weller?
—¡Ah, amiguita! —dijo Sam con gesto malicioso—. Ahí está el toque. ¿Quién podrá habérmelo dicho?
—¿No habrá sido Mr. Muzzle? —preguntó María.
—No, ca —replicó Sam, moviendo la cabeza con solemnidad—, no ha sido él.
—Tiene que haber sido la cocinera —dijo María.
—Naturalmente que ha sido ella —dijo Sam.
—¡Está bien, no he visto cosa igual! — exclamó María.
—Ni yo tampoco —dijo Sam, poniéndose extremadamente tierno—, María querida, me han encomendado un asunto muy urgente. Aquí está uno de los amigos de mi amo... Mr. Winkle; tiene usted que acordarse de él.
—¿El de la chaqueta verde? —dijo María—. ¡Ah!, sí, me acuerdo.
—Bueno —dijo Sam—, pues está en un estado de enamoramiento horroroso, trastornado, enloquecido.
—¡Qué atrocidad! —interrumpió María.
—Sí —dijo Sam—, pero eso no importaría si pudiéramos dar con la señorita.
Y entonces Sam, entre largas digresiones acerca de las gracias personales de María y de las indescriptibles torturas que había experimentado desde la última vez que la viera, hizo un relato fidelísimo del estado actual de Mr.
Winkle.
—¡Qué cosa tan rara! —dijo María.
—Sí que es bien rara —dijo Sam—; es una cosa nunca vista. Y aquí me tiene usted, correteando como el judío errante, un personaje andarín del que habrá usted oído hablar, querida María, que desafiaba al tiempo y que no dormía jamás, buscando a esta Miss Arabella Allen.
—¿Miss qué? —dijo María, denotando un gran asombro.
—Miss Arabella Allen —dijo Sam.
—¡Cielo santo! —dijo María, señalando hacia la puerta del jardín por donde había entrado el adusto mancebo—. Pero si ésa es su casa; hace seis semanas que vive ahí. Su doncella, que es también la de la señora, me lo contó todo, desde el lavadero, una mañana, antes de que se levantasen los señores.
—¡Cómo! ¿Es la puerta de al lado de la de usted? —dijo Sam.
—La misma —replicó María.
Fue tan intensa la sorpresa que experimentó Mr. Weller al recibir esta información, que se vio en la imprescindible necesidad de apoyarse en su hermosa informadora, y hubieron de cruzarse entre ellos varias ternezas antes de que Sam pudiera recobrarse y volver a su asunto.
—Bien —dijo Sam, al cabo—; si esto no acaba como las riñas de gallos, nada acabará, como dijo el lord mayor cuando su secretario de estado propuso, al terminar de comer, un brindis por su señora. ¡La casa de al lado! Pues tengo una carta, que estoy todo el día trabajando por entregarla.
—¡Ah! —dijo María—, pero no puede usted entregarla ahora, porque ella no pasea por el jardín más que al anochecer y muy poco tiempo; nunca sale sin la vieja.
Meditó Sam unos momentos y se decidió al fin por el siguiente plan de operaciones: que volvería al oscurecer, a la hora en que Arabella daba su paseo invariablemente, y que, dándole entrada María en el jardín de su casa, procuraría él encaramarse en la tapia, resguardándose tras el ramaje de un frondoso peral; que entregaría su carta y trataría de preparar una entrevista de la muchacha con Mr. Winkle para la tarde siguiente a la misma hora. Planeada esta operación con gran diligencia, ayudó a María en la faena, largamente diferida, de sacudir las alfombras.
No es tarea tan inocente como parece esta de sacudir las alfombras, pues si no ofrece gran cosa de particular el sacudirlas, el proceso de doblarlas tiene su intríngulis. Mientras dura el sacudido y se hallan separadas las dos partes por la longitud de una alfombra, la faena constituye el más inocente pasatiempo que puede imaginarse; mas cuando empieza el doblado y a menguar gradualmente la distancia, reduciéndose a la mitad de la longitud de la alfombra, luego a la cuarta parte, a la octava, a la dieciseisava y luego a la treintaidosava, si la extensión de la alfombra es algo considerable, resulta un tanto peligrosa. No sabemos a ciencia cierta cuántas alfombras fueron dobladas en este caso; pero sí nos atrevemos a asegurar que Sam dio a la linda doncella tantos besos como alfombras había.
Obsequióse Sam moderadamente en la próxima taberna hasta que, llegado el anochecer, se encaminó de nuevo al callejón sin salida. Entrando en el jardín, guiado por María, y luego de recibir innumerables recomendaciones de ésta, concernientes a la seguridad de sus miembros, trepó Sam al peral, en espera de la salida de Arabella.
Tanto hubo de aguardar este acontecimiento, que empezaba a desconfiar de que llegara a sobrevenir, cuando oyó sobre la grava unos pasos menudos y vio a los pocos momentos a Arabella, que paseaba por el jardín con aire pensativo. En cuanto la muchacha se acercó al árbol, Sam, con objeto de insinuar su presencia, produjo varios ruidos diabólicos, semejantes a los que podría hacer una persona de edad madura que se hallara aquejada de una combinación de asma, garrotillo y tosferina desde su más tierna infancia.
Al oír esto, la señorita dirigió una mirada inquieta hacia el lugar de que provenían aquellos sonidos espantosos, y como su alarma no disminuyera, ni mucho menos, al percibir a un hombre entre las ramas, no hay que dudar de que hubiera huido y alarmado la casa de no haberse visto privada de todo movimiento y obligada a sentarse en un banco rústico que a la mano tenía.
—Se va a marchar —se decía Sam, presa de extraordinaria ansiedad—. Es mucha cosa esta manía que tienen las mujeres de desmayarse, precisamente cuando no tienen para qué hacerlo. Aquí, señorita, Miss Sierrahuesos. Señora Winkle, no se vaya.
No sabremos decir, ni nos importa, si fue el nombre mágico de Mr. Winkle, la frescura del aire libre o un vago recuerdo de la voz de Mr. Weller lo que hubo de reanimar a Arabella.
Levantó la cabeza y preguntó con languidez:
—¿Qué es eso? ¿Qué quiere usted?
—¡Chissst! —dijo Sam, montándose en la tapia y acurrucándose cuanto pudo—. Soy yo, Miss, soy yo.
—¡El criado de Mr. Pickwick! —dijo Arabella, jadeante de sorpresa.
—El mismo —replicó Sam—. Está aquí Mr. Winkle, desesperado, Miss.
—¡Ah! —dijo Arabella, acercándose a la tapia.
—Sí —dijo Sam—. Anoche creímos vernos obligados a ponerle la camisa de fuerza; no ha hecho más que delirar todo el día, y dice que si no puede verla a usted antes de la noche de mañana algo muy desagradable tendrá que ocurrirle, si no se ahoga.
—¡Oh, no, no, Mr. Weller! —dijo Arabella, cruzando las manos.
—Eso dice, Miss —replicó Sam—. Él es hombre de palabra, y para mí que lo hace, Miss. Creo que le ha hablado algo de usted el sierrahuesos de los lentes.
—¡Mi hermano! —dijo Arabella, reconociendo difícilmente al aludido en la descripción de Sam.
—Yo no estoy seguro de si es su hermano, Miss —repuso Sam—. ¿Es el más sucio de los dos?
—Sí, sí, Mr. Weller —respondió Arabella—. ¡Vamos, dese prisa; por favor!
—Bien, Miss —dijo Sam—. Le ha oído hablar de usted y opina mi amo que, si no le ve usted en seguida, el sierrahuesos de que hemos hablado va a recibir en su cabeza mucho más plomo del que conviene para que pueda conservarse en espíritu de vino.
—¡Oh! ¿Qué puedo yo hacer para evitar esa espantosa lucha? —exclamó Arabella.
—Creo que la causa de todo es la sospecha de que usted tiene ya un amor —replicó Sam—. Lo mejor es que usted le vea, Miss.
—Pero ¿cómo, dónde? —gritó Arabella—. Yo no me atrevo a salir sola de la casa. ¡Mi hermano es tan violento, tan poco razonable! Comprendo que le extrañará a usted que le hable de esta manera, Mr. Weller, pero soy muy desgraciada...
Y la pobre Arabella empezó a llorar con tanta amargura, que Sam sintió dentro de sí el ballestazo caballeresco.
—Es posible que le parezca a usted extraño hablarme de estos asuntos, Miss —dijo Sam con vehemencia—; pero lo que puedo decir es que no sólo estoy dispuesto, sino que deseo con toda mi alma hacer lo que haya que hacer para que se le arreglen los asuntos; y si hay que tirar a alguno de los sierrahuesos por la ventana, aquí estoy yo.
Al decir esto Sam, se estiró los puños, con riesgo inminente de caerse de la tapia, para encarecer su anhelo de poner manos a la obra.
Por mucho que halagaran a Arabella estas protestas de amistad y protección, declinó resueltamente, pensando con harta ligereza, a juicio de Sam, aprovecharse de ellas. Negóse la señorita con gran energía por algún tiempo a conceder a Mr. Winkle la entrevista que Sam solicitaba tan patéticamente; mas como el coloquio se viera amenazado de interrupción por la llegada intempestiva de una tercera persona, dio a entender a Sam la señorita, entre innumerables promesas de gratitud, que tal vez pudiera salir al jardín al día siguiente, una hora más tarde. Comprendió Sam perfectamente lo que indicaba Arabella, y luego de recibir de ésta una sonrisa dulcísima, partió Mr. Weller poseído de una gran admiración hacia los encantos morales y físicos de la muchacha.
Descendió Sam de la tapia sin haber sufrido daño alguno, y, sin olvidarse de conceder algunos momentos a los asuntos propios que tenía en aquel mismo lugar, regresó lo más de prisa que pudo a El Arbusto, donde su prolongada ausencia había dado pábulo a no pocos comentarios y a cierta alarma.
—Tenemos que ir con cuidado —dijo Mr. Pickwick, después de escuchar atentamente el relato de Sam—; no por nosotros, sino por la señorita; tenemos que ir con gran cautela.
—¡ Tenemos!—dijo Mr. Winkle con cierto énfasis.
El fugaz gesto de indignación que cruzó por el rostro de Mr. Pickwick al oír esta reticencia fundióse en su bondadosa expresión característica, y replicó:
—¡Tenemos, sir! Porque yo acompañaré a ustedes.
—¡Usted! —dijo Mr. Winkle.
—Yo —replicó dulcemente Mr. Pickwick—. Al conceder a usted la entrevista, esta señorita ha dado un paso que, si es natural y explicable, no deja de ser imprudente. Si yo, que soy amigo de ambos y bastante viejo para poder ser considerado como el padre de los dos, me hallo presente, nunca osará levantarse contra ella la voz de la calumnia.
Los ojos de Mr. Pickwick resplandecieron de lícito orgullo ante su delicada previsión. Mr. Winkle se sintió conmovido por este rasgo de caballerosidad hacia la joven protegida de su amigo, y tomó su mano, lleno de reconocimiento, casi de veneración.
—Tiene usted que ir —dijo Mr. Winkle.
—Iré —dijo Mr. Pickwick—. Sam, prepárame el abrigo y la bufanda y haz que venga un coche mañana por la tarde, con la anticipación necesaria para que lleguemos oportunamente.
Llevóse la mano al sombrero Mr. Weller, en señal de obediencia solícita, y marchó a ejecutar los preparativos necesarios para la expedición.
El coche estuvo dispuesto a la hora señalada, y luego de instalar Mr. Weller cuidadosamente a Mr. Pickwick y a Mr. Winkle en el interior, ocupó su asiento en el pescante, junto al cochero. Apeáronse, según estaba convenido, a un cuarto de milla del lugar de la cita, y encargando al cochero que les esperase allí, recorrieron a pie el camino que les faltaba.
En este momento se hallaban de la importante empresa, cuando Mr. Pickwick, a vuelta de muchas sonrisas y de otras manifestaciones de contento, sacó de uno de los bolsillos de su chaqueta una linterna sorda, de que se había provisto para el caso, y cuyos primores mecánicos procedió a explicar a Mr. Winkle en tanto que caminaban, con no pequeña sorpresa de los escasos transeúntes que hallaban al paso.
—Mejor me hubiera ido en mi última expedición nocturna al jardín si hubiera tenido algo como esto, ¿eh, Sam? —dijo Mr. Pickwick, mirando sonriente a su criado, que le seguía inmediatamente.
—Esas cosas son muy bonitas cuando se manejan oportunamente, sir —replicó Mr. Weller—; pero cuando a usted no le conviene que le vean, me parece que es mucho más útil apagada que encendida.
Pareció rendirse Mr. Pickwick a la observación de Sam, porque metió la linterna en su bolsillo y continuaron en silencio.
—Por aquí, sir —dijo Sam—. Permítame que guíe. Éste es el callejón, sir.
Embocaron el callejón, que estaba bastante sombrío. Sacó Mr. Pickwick la linterna dos o tres veces al tiempo que avanzaba y proyectó una brillante estela de claridad delante de él, de un pie de diámetro o cosa así. Era muy bonito el espectáculo, más parecía aumentar la oscuridad de los objetos circundantes.
Llegaron por fin a la gran piedra. Entonces encargó Sam a su amo y a Mr. Winkle que se sentaran mientras que él practicaba un reconocimiento y se cercioraba de si estaba o no María esperándoles.
Al cabo de una ausencia de cinco o diez minutos volvió Sam diciendo que la verja estaba abierta y todo tranquilo. Siguiéronle con paso furtivo Mr. Pickwick y Mr. Winkle y pronto se hallaron en el jardín. Todos creyéronse en el caso de decir «¡Chisssst!» gran número de veces, y luego ninguno parecía tener noción clara de lo que debía hacerse acto seguido.
—¿Está en el jardín Miss Allen, María? — preguntó Mr. Winkle, presa de gran agitación.
—No lo sé, sir —replicó la linda doncella—. Lo mejor será, sir, que Mr. Pickwick tenga la bondad de ver si viene alguien por el callejón, mientras que yo vigilo el otro extremo del jardín. Pero, gran Dios, ¿qué es eso?
—Esa dichosa linterna nos va a matar — exclamó Sam, impaciente—. Tenga cuidado con lo que hace, sir; ahora manda usted la luz derecha a la ventana del salón.
—¡Vaya por Dios! —dijo Mr. Pickwick, cambiando de postura apresuradamente—. No era ése mi propósito.
—Ahora es a la casa de al lado, sir —le reconvino Sam.
—¡Caramba! —exclamó Mr. Pickwick, revolviéndose de nuevo.
—Ahora es a la cuadra, y van a creer que hay fuego en ella —dijo Sam—. Ciérrela, sir, si puede.
—¡Es la linterna más extraña que he visto en mi vida! —exclamó Mr. Pickwick, grandemente maravillado de los efectos que producía sin la menor intención—. No vi jamás un reflector tan poderoso.
—Me parece que va a ser demasiado poderoso para nosotros si sigue usted alumbrando de esa manera, sir —replicó Sam, en tanto que Mr. Pickwick lograba cerrar la linterna, al cabo de varios intentos frustrados—. Se oyen los pasos de la señorita. Ahora, Mr. Winkle; sir, arriba.
—¡Alto, alto! —dijo Mr. Pickwick—. Es preciso que le hable yo primero. Ayúdame, Sam.
—Vaya con cuidado, sir —dijo Sam, apoyando su cabeza en la pared y disponiendo su espalda en guisa de plataforma—. Suba usted encima de este florero, sir. Ahora, vamos arriba.
—Tengo miedo de hacerte daño, Sam —dijo Mr. Pickwick.
—No se preocupe de mí, sir —replicó Sam— . Deme una mano, Mr. Winkle, sir. ¡Firme, firme! Éste es el momento más interesante.
Al tiempo que hablaba Sam, Mr. Pickwick, haciendo esfuerzos casi sobrehumanos en un hombre de sus años y de su peso, logró encaramarse en la espalda de Sam, y levantándose éste poco a poco y agarrándose aquél con toda su fuerza al borde de la tapia, en tanto que Mr. Winkle le sujetaba las piernas, consiguieron que los anteojos de Mr. Pickwick rebasaran un poco el nivel de la tapia.
—Querida mía —dijo Mr. Pickwick, mirando por encima de la tapia y percibiendo a Arabella al otro lado—, no se asuste, querida, que soy yo.
—¡Oh, por Dios, váyase, Mr. Pickwick! — dijo Arabella—. Dígales que se vayan. Estoy asustadísima, querido, querido Mr. Pickwick; no esté usted ahí. Se va usted a caer y se va a matar.
—No se alarme usted, querida —dijo Mr. Pickwick para tranquilizarla—. No hay el menor motivo de temor, se lo aseguro. Manténte firme, Sam —dijo Mr. Pickwick, mirando hacia abajo.
—Perfectamente, sir —replicó Mr. Weller—. No se detenga más que lo necesario, sir. Pesa usted lo suyo.
—Un momento nada más, Sam —replicó
Mr. Pickwick—. Sólo quería, querida, que usted supiera que yo no hubiera consentido que mi amigo viera a usted de este modo clandestino si la situación en que usted se halla no nos impidiera elegir otra forma; y en previsión de que lo inconveniente de este paso pudiera acarrearle algún disgusto, hija mía, ha de ser una satisfacción para usted saber que estoy yo aquí. Nada más, querida.
—Es verdad, Mr. Pickwick; estoy muy agradecida a usted por su cortesía y delicadeza — replicó Arabella, enjugando sus lágrimas con el pañuelo.
Mucho más hubiera dicho, seguramente, de no haber desaparecido como por escotillón en aquel momento la cabeza de Mr. Pickwick, a consecuencia de un falso movimiento del hombro de Sam, que hubo de producir la caída de su amo. Pero se puso de pie instantáneamente, y diciendo a Mr. Winkle que se diera prisa para dar por terminada la entrevista, fuese al callejón a vigilar, con el ardor y el denuedo de un joven. Mr. Winkle, impulsado por lo azaroso y crítico de las circunstancias, escaló la tapia en un momento, luego de ordenar a Sam que tuviese cuidado de su amo.
—Tendré cuidado, sir —replicó Sam—. Corre de mi cuenta.
—¿Dónde está? ¿Qué está haciendo, Sam? — preguntó Mr. Winkle.
—¡Benditas sean sus polainas! —contestó Sam, mirando hacia la puerta del jardín—. Está de guardia en el callejón, con esa linterna sorda, como el amigo Guy Fawkes. No he visto en mis días una criatura más graciosa. ¡Qué me ahorquen si no puede decirse que ha nacido su corazón veinticinco años después que su cuerpo, por lo menos!
No esperó Mr. Winkle a escuchar el encomio de su amigo. Ya estaba del otro lado de la tapia, a los pies de Arabella, y encarecía en aquel momento la sinceridad de su pasión, con una elocuencia digna del propio Mr. Pickwick.
Mientras ocurrían estas cosas al aire libre, un anciano que asumía grandes méritos científicos hallábase sentado en su estudio, dos o tres casas más allá, escribiendo un tratado filosófico y humedeciendo de cuando en cuando el gaznate y su tarea con un vaso de vino tinto que a su lado había en una botella de venerable aspecto. En los duros afanes de la composición dirigía el anciano sus ojos a la alfombra, al techo o a la pared, y cuando ni la alfombra, ni el techo, ni la pared le prestaban la inspiración anhelada, miraba por la ventana.
En una de aquellas pausas de su inventiva, el hombre de ciencia contemplaba abstraído las espesas sombras del exterior, cuando se vio sorprendido por una claridad brillantísima que surcaba el aire a poca distancia del suelo y que se desvaneció casi instantáneamente. Al cabo de un breve lapso de tiempo repitióse el fenómeno, no una o dos veces, sino varias; por fin, dejando su pluma el hombre de ciencia, empezó a meditar acerca de las causas que podrían dar origen a tales apariencias.
Manifestábase la claridad demasiado a ras del suelo para ser un meteoro; no eran luciérnagas, por su demasiada altura; no eran fuegos fatuos; no eran moscas fosforescentes; no eran fuegos artificiales. ¿Qué podría ser aquello? Tratábase de algún extraordinario, maravilloso fenómeno de la Naturaleza, nunca visto por filósofo alguno; algo cuyo descubrimiento le estaba reservado y que habría de inmortalizar su nombre al reseñarlo en beneficio de la posteridad. Halagado por esta idea, tomó de nuevo su pluma el hombre de ciencia y trasladó al papel varias notas relativas al singular fenómeno, con la fecha, el día, la hora, el minuto y el preciso segundo en que se hiciera visible, datos todos que habían de servir para un voluminoso tratado de gran investigación y profunda doctrina, destinado a asombrar a todos los sabios atmosféricos que pudieran alentar en todos los ámbitos del globo civilizado.
Recostóse en su sillón y quedó sumido en la contemplación de su futura grandeza. La misteriosa luz aparecía más viva que antes, danzaba de un extremo a otro del callejón, cruzábalo de lado a lado y movíase en una órbita excéntrica como la de los cometas.
Pero el hombre de ciencia era soltero. No disponía de una esposa a quien llamar y sorprender, por lo cual tiró de la campanilla en demanda de su criado.
—Pruffle —dijo el hombre de ciencia—. Hay algo extraordinario en el aire esta noche. ¿Lo ha visto usted? —continuó el hombre de ciencia, señalando a la ventana por donde nuevamente dejábase ver la claridad.
—Sí, si lo he visto, sir.
—¿Qué piensas de eso, Pruffle?
—¿Que qué pienso, sir?
—Sí. Tú te has criado en la comarca. ¿Cuál crees tú que pueda ser la causa de esas luces?
El hombre de ciencia, sonriendo, dio por anticipado la respuesta, afirmando que no podía descubrirse la causa de aquel fenómeno. Pruffle meditó.
—Yo diría que son ladrones, sir —acabó por decir Pruffle.
—Tú eres un estúpido y puedes marcharte ahora mismo —dijo el hombre de ciencia.
—Gracias, sir —dijo Pruffle, y se retiró.
Pero el hombre de ciencia no podía allanarse a la idea de que se perdiera en el mundo el ingenioso tratado que proyectaba, como había de ocurrir forzosamente de no ahogarse al nacer la hipótesis del ingenioso Mr. Pruffle. Calóse, pues, el sombrero, y bajó apresuradamente al jardín, resuelto a investigar la materia hasta el fondo.
Pero he aquí que, poco antes de salir al jardín el hombre de ciencia, había echado a correr Mr. Pickwick por el callejón para dar la señal de falsa alarma, presumiendo que alguien venía, ladeando de cuando en cuando la linterna, con objeto de evitar la cuneta. No bien dio la señal de alarma, saltó la tapia Mr. Winkle y corrió a la casa Arabella; cerróse la puerta del jardín, y los tres aventureros salían callejón arriba más que a paso, cuando vino a sorprenderles el hombre de ciencia, que abría la verja de su jardín.
—Agárrese bien —murmuró Sam, que iba, por supuesto, en la vanguardia—. Alumbre usted un segundo, sir.
Hizo Mr. Pickwick lo que se le decía y al ver Sam asomar cautelosamente la cabeza de un hombre a media vara de la suya, descargó sobre aquélla un respetable puñetazo, que la hizo chocar contra la verja, produciendo un ruido sordo. Hecho esto, con gran rapidez y destreza, echóse Mr. Weller a cuestas a Mr. Pickwick y siguió a Mr. Winkle por el callejón, con una presteza tal, que era sorprendente, si se tiene en cuenta la carga que transportaba.
—¿Ha recobrado usted ya el resuello, sir? — preguntó Sam al llegar al extremo de la callejuela.
—Completamente; ya, completamente — respondió Mr. Pickwick.
—Entonces, vamos, sir —dijo Sam, poniendo a su amo en el suelo otra vez—. Póngase entre los dos, sir. No es más que media milla. Figúrese que va a ganar una copa, sir. Aprisa.
Así estimulado, Mr. Pickwick sacó de sus piernas el mejor partido posible. Debe advertirse confidencialmente que no ha habido un par de negras polainas que haya marchado mejor que las de Mr. Pickwick en esta ocasión memorable. El coche esperaba, los caballos descansados, bueno el camino y diligente el cochero. Los expedicionarios llegaron a El Arbusto sanos y salvos, antes de que Mr. Pickwick alcanzara su normalidad respiratoria.
—Adentro en seguida, sir —dijo Sam, ayudando a bajar a su amo—. No se quede parado en la calle un segundo después del ejercicio que ha hecho. Dispense, sir —continuó Sam, llevándose la mano al sombrero, al apearse Mr. Winkle—. Supongo que no habría otro amor anterior, ¿eh, sir?
Estrechó Mr. Winkle la mano de su humilde amigo y le dijo por lo bajo:
—La cosa va perfectamente; admirablemente.
Diose Sam en la nariz tres o cuatro papirotazos, como indicando que estaba al cabo de la calle; sonrió, guiñó un ojo y procedió a levantar el estribo del coche, con semblante de satisfacción inequívoca.
En cuanto al hombre de ciencia, no hay que decir que demostró en un tratado magistral que aquella luz maravillosa era un fenómeno eléctrico, y llegó a probarlo de un modo concluyente, relatando cómo al asomar su cabeza por la verja del jardín había visto bailar ante sus ojos un vivo relámpago y cómo había recibido una sacudida que le había dejado aturdido un cuarto de hora. Esta demostración deleitó en extremo a todas las sociedades científicas y valió al anciano el ser considerado desde entonces como un luminar de la ciencia.
El resto de los días destinados por Mr. Pickwick para su estancia en Bath transcurrió sin ningún incidente notable. Comenzaba el período de la Trinidad, y al finalizar su primera semana regresaron a Londres Mr. Pickwick y sus amigos, y el primero de estos caballeros, acompañado, por supuesto, de Sam, dirigiéndose, sin perder momento, a su antigua residencia de Jorge y el Buitre.
A la tercera mañana después de su llegada, en el preciso instante en que todos los relojes de la ciudad daban las nueve individualmente y colectivamente las novecientas noventa y nueve, tomaba Sam el aire tranquilamente en el patio de Jorge, cuando allí se detuvo un raro vehículo, del que saltó con gran agilidad, luego de dejar las riendas en las manos de un obeso personaje que le acompañaba, un raro caballero, que tanto parecía hecho para el vehículo como el vehículo para él.
El vehículo no era precisamente un tílburi ni tampoco un faetón; no era lo que se llama una victoria, ni una carretela, ni un cabriolé, y, sin embargo, participaba de los caracteres de cada uno de estos artefactos rodantes. Estaba pintado de amarillo vivo, y en sus llantas y ruedas tenía estrechas listas negras. El conductor se sentaba, según el estilo ortodoxo, sobre cojines que sobresalían dos pies de la barandilla. El caballo era un ejemplar de tinte bayo y de aspecto bastante bueno, pero manifestaba un aire de perro de lucha que armonizaba con el amo y con el vehículo.
El amo era un hombre de unos cuarenta años, con negros cabellos y mostachos cuidadosamente peinados. Vestía en forma ostentosa, luciendo multitud de artículos de joyería, todos los cuales eran tres veces mayores que los que se usan comúnmente, y se cubría con un gabán peludo. En el momento de apearse metió su mano izquierda en el bolsillo del gabán, mientras que sacaba con la derecha un brillante y abigarrado pañuelo de seda, con el que sacudió una o dos motas de polvo que percibió en sus botas, después de lo cual, conservándolo en su mano, se dirigió resuelto al patio de la fonda.
No había escapado a la atención de Sam, mientras desmontaba este personaje, un desharrapado sujeto de abrigo pardo, cuyos botones estaban incompletos, que rondaba por el lado opuesto de la calle, que la atravesó y que permaneció estacionado no lejos de la puerta. Concibiendo más que una sospecha acerca de la finalidad de la visita del caballero, precedióle Sam y, volviéndose de pronto, se plantó en el centro de la puerta.
—¡Eh, buen amigo! —dijo el hombre del gabán peludo en tono imperioso, tratando al mismo tiempo de empujarlo para abrirse paso.
—¿Qué hay, sir, qué se ofrece? —replicó Sam, devolviéndole el empujón con interés compuesto.
—Vamos, no es por ahí, amigo; a mí no me venga con eso —dijo el propietario del gabán peludo, levantando la voz y poniéndose blanco—. ¡Aquí, Smouch!
—Vamos a ver, ¿qué ocurre por aquí? — gruñó el hombre de gabán pardo, que había ido colándose en el patio durante el breve diálogo.
—Nada, una insolencia de este joven —dijo el principal, dando a Sam otro empujón.
—Vaya, basta de juego —protestó Smouch, dándole otro más fuerte.
Este último empujón surtió el efecto previsto por el experimentado Mr. Smouch; porque en tanto que Sam, ansioso por devolver el cumplimiento, se ocupaba en moler el cuerpo de este caballero contra el quicio de la puerta, deslizábase el principal y entraba en el bar, adonde hubo de seguirle Sam luego de cambiar con Mr. Smouch unos cuantos epítetos pertinentes.
—Buenos días, querida —dijo el principal, dirigiéndose a la joven que había en el bar, con desenvoltura de presidiario suelto y con gentileza de Nueva Gales del Sur—. ¿Cuál es la habitación de Mr. Pickwick, querida?
—Enséñele el camino —dijo la muchacha al camarero, sin dignarse conceder una mirada en respuesta al exquisito personaje.
Condujo el camarero por las escaleras al caballero de gabán peludo, en cuya zaga iba Sam. Éste, durante el ascenso, se permitió varias gesticulaciones reveladoras de desprecio y no pocos ademanes de reto, con regocijo indescriptible de los criados y demás circunstantes. Mr. Smouch, al que aquejaba una tos profunda, quedóse abajo, expectorando en el pasillo.
Mr. Pickwick estaba profundamente dormido en su lecho cuando entró el mañanero visitante, seguido de Sam. El ruido que hicieron al entrar le despertó.
—El agua para afeitarme, Sam —dijo Mr. Pickwick desde el interior de las cortinas.
—Aféitese en seguida, Mr. Pickwick —dijo el visitante levantando una de las colgaduras de la cabecera—. Tengo un mandamiento de ejecución contra usted, a consecuencia del asunto Bardell. Aquí está la orden: «Audiencia general». Mi tarjeta. Supongo que vendrá usted a mi casa.
Dando a Mr. Pickwick una amistosa palmada en la espalda, el auxiliar del jerife, que no era otro el visitante, arrojó la tarjeta sobre la colcha y sacó un mondadientes de oro del bolsillo de su chaleco.
—Namby es el nombre —dijo el delegado del jerife, mientras que Mr. Pickwick sacaba sus lentes de debajo de la almohada y se los ponía con objeto de leer la tarjeta—. Namby, Bell Alley, Coleman Street.
Sam Weller, que había permanecido contemplando hasta aquel momento el reluciente sombrero de Mr. Namby, intervino.
—¿Es usted cuáquero? —dijo Sam.
—Ya le diré a usted quién soy antes de que nos separemos —replicó indignado el oficial—. Ya le enseñaré a usted a conducirse, buen amigo, uno de estos hermosos días.
—Gracias —dijo Sam—. Lo mismo haré yo con usted. ¡Fuera ese sombrero!
Y en esto Mr. Weller, con la mayor destreza, arrojó el sombrero de Mr. Namby al otro extremo de la estancia, con violencia tal, que a punto estuvo de obligarle a tragarse el aurífero mondadientes.
—Fíjese en esto, Mr. Pickwick —dijo el desconcertado oficial, tomando resuello—. He sido agredido en el cumplimiento de mi deber por su criado en su habitación. Me encuentro en un riesgo personal. Apelo al testimonio de usted.
—Nada de testimonios, sir —interrumpió Sam—. Cierre los ojos bien, sir. Le arrojaría por la ventana si no temiera que no pudiera ir bastante lejos por la marquesina.
—Sam —dijo Mr. Pickwick con voz airada, observando que su criado hacía todo género de demostraciones hostiles—, como digas una palabra más o te metas con este señor, te despido inmediatamente.
—¡Pero, sir! —dijo Sam.
—Ten la lengua —le atajó Mr. Pickwick—. Recoge el sombrero.
Pero Sam se negó rotundamente a esto, y luego de ser severamente reprendido por su amo, el oficial, que tenía mucha prisa, accedió a recogerlo por sí mismo, pronunciando numerosas amenazas contra Sam, que éste hubo de recibir con perfecta compostura, sin que esto le impidiera manifestar que si Mr. Namby volvía a ponerse el sombrero, él se lo arrojaría al otro extremo del barrio. Considerando Mr. Namby el perjuicio que habría de irrogársele de someterse a este proceso, renunció a hacer la prueba y llamó acto seguido a Smouch. Habiendo informado a éste de que había realizado la captura y de que tenía que esperar al prisionero hasta que acabara de vestirse, despidióse Namby con jactanciosa desenvoltura y se marchó. Requiriendo Smouch a Mr. Pickwick, en tono malhumorado, que se apresurase cuanto pudiera porque apremiaba el tiempo, acercó una silla a la puerta y se sentó hasta que éste acabara.
Sam fue encargado de avisar un coche, y en él se trasladó el triunvirato a Coleman Street. No poca fortuna fue la brevedad del trayecto, porque Mr. Smouch, además de no hallarse dotado de una conversación muy agradable, era sin duda un compañero poco apetecible en un espacio reducido, a consecuencia de la desgracia física a que hemos aludido en alguna parte.
Doblando el coche una estrecha y oscura callejuela, detúvose ante una casa cuyas ventanas se hallaban todas enrejadas y cuya puerta ostentaba el nombre y el título de «Namby, oficial del jerife de Londres». Franqueada que fue la cancela por un caballero que pudiera haber sido tomado por un hermano gemelo de Mr. Smouch en desgracia, y que se hallaba provisto de una gran llave, fue introducido Mr. Pickwick en el «café».
El café era un salón cuyos rasgos principales consistían en un suelo de tierra y un pronunciado olor a tabaco. Saludó Mr. Pickwick a las trece personas que se hallaban sentadas en el momento de entrar, y despachando a Sam en busca de Perker, retiróse a un oscuro rincón y empezó desde allí a mirar con curiosidad a sus nuevos compañeros.
Era uno de ellos un muchacho de diecinueve o veinte años, el cual, no obstante lo temprano de la hora, pues no eran las diez, estaba bebiendo ginebra y fumando un cigarro, distracciones que, a juzgar por su faz arrebolada, parecían haber sido su ocupación constante en los últimos dos o tres años. Al otro lado de la estancia, entretenido en atizar el fuego con la puntera de su bota derecha, veíase un tosco joven de unos treinta años, de rostro achatado y voz ronca, que debía de poseer ese conocimiento del mundo y esa cautivadora libertad de maneras que sólo se adquieren en las tabernas y en los billares de baja estofa.
El tercer personaje era un hombre de edad madura, con vieja casaca negra, que estaba pálido y distraído y que recorría incesantemente la estancia, parándose de cuando en cuando para mirar con gran ansiedad por la ventana, como si esperara a alguien, reanudando acto seguido su paseo.
—Debía usted de aceptar el préstamo de mi navaja de afeitar esta mañana, Mr. Ayresleigh —dijo el hombre que atizaba el fuego, guiñando un ojo al más joven.
—Gracias, no, no he de necesitarla; espero estar fuera antes de una hora —replicó el otro apresuradamente.
Marchando en seguida hacia la ventana y volviendo en seguida defraudado, suspiró profundamente y abandonó la estancia, con lo cual reventaron de risa los otros dos.
—Bien; no he visto cosa más divertida —dijo el que ofreciera la navaja, cuyo nombre parecía ser Price—. ¡Nunca!
Confirmó Mr. Price el aserto con una interjección y se echó a reír de nuevo, en lo cual hubo de acompañarle el otro, que parecía considerarle el hombre más vivo del mundo. —¿Querrá usted creer —dijo Price, dirigiéndose a Mr. Pickwick— que ese chico hizo ayer una semana que está aquí y no se ha afeitado ni una sola vez, porque está tan cierto siempre de salir antes de una hora, que lo aplaza para cuando se encuentre en su casa?
—¡Pobre hombre! —dijo Mr. Pickwick—. ¿Es que tiene tantas probabilidades de salir?
—¡Qué probabilidades ni qué niño muerto! —replicó Price—. No tiene ni sombra de esperanza. No daría yo ni esto por su libertad, en diez años lo menos.
Con esto, produjo Mr. Price un ademán despectivo y tiró de la campanilla.
—Deme un pliego de papel, Crookey —dijo Mr. Price al criado, que por su traje y general aspecto parecía algo intermedio entre un tendero de comestibles quebrado y un cochero insolvente—, y un vaso de agua y aguardiente, Crookey. ¿Has oído? Voy a escribir a mi padre, y necesito un estimulante para hallarme en condiciones de conmover al bueno del viejo.
Al terminar este festivo discurso, el muchacho no hay para qué decir que se sintió atacado de una convulsión de risa.
—Está bien —dijo Mr. Price—. No hay que achicarse. Todo es broma, ¿verdad?
—¡Magnífico! —dijo el imberbe mancebo.
—Usted tiene bastante espíritu, ya se ve — dijo Price—. Usted ha visto ya mucho.
—¡Ya lo creo que he visto! —replicó el muchacho.
Había visto la vida a través de las churretosas vidrieras de una taberna.
Bastante disgustado Mr. Pickwick, tanto por este diálogo como por el aspecto y maneras de los dos seres a cuya compañía se le había llevado, iba a preguntar si no podría acomodársele en un gabinete privado, cuando entraron dos o tres individuos de grata apariencia, al ver a los cuales arrojó el mancebo su cigarro a la chimenea y, diciendo por lo bajo a Mr. Price que venían para arreglar las cosas, se unió a ellos, acercándose a una mesa que había en el extremo del salón.
Parecía, sin embargo, que las cosas no llevaban camino de arreglarse tan presto como el joven anunciara, porque hubo de seguirse una larga conversación de la que no tuvo Mr. Pickwick más remedio que oír ciertos fragmentos airados, en los que se hablaba de conducta disoluta y de perdones repetidos. Por último, percibiéronse distintamente ciertas alusiones, formuladas por el más viejo, a Whitecross, al oír las cuales, el mancebo, no obstante sus anteriores tonos fanfarrones y su espíritu y su decantado conocimiento de la vida, reclinó la cabeza en la mesa y gimió amargamente.
Traspusieron la verja del vestíbulo y bajaron un corto tramo de escalera. Giró la llave después de pasar ellos, y Mr. Pickwick encontróse por primera vez en su vida entre los muros de una prisión por deudas.