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Charles Dickens estuvo interesado durante toda su vida por los fenómenos misteriosos. Su natural inclinación hacia el drama y lo macabro hicieron de él un extraordinario escritor de cuentos de fantasmas. Para leer al anochecer presenta trece de las más célebres y espeluznantes historias de fantasmas escritas por Dickens "El fantasma en la habitación de la desposada", "El juicio por asesinato", "El guardavías", "Fantasmas de Navidad", "El Capitán Asesino y el pacto con el Diablo", "La visita del señor Testador" o "La casa encantada", entre otras, en una nueva traducción al castellano. Villanos que mueren ahorcados, mujeres misteriosas que encargan retratos desde el más allá, marinos desaparecidos que hacen visitas inesperadas a los vivos, viajeros victorianos que se encuentran con siniestros niños en oscuros caserones. Puro talento gótico.
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Historias de fantasmas
Charles Dickens
Traducción del inglés a cargo
de Marian Womack y Enrique Gil-Delgado
Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Había cinco. Cinco guías, sentados en un banco en el exterior del convento que se encuentra sobre el collado del Gran San Bernardo en Suiza, absortos en las cumbres lejanas tintadas por la puesta de sol, como si una considerable cantidad de vino hubiera sido escanciada sobre la cima de la montaña y no hubiera tenido tiempo de hundirse en la nieve.
El símil no es mío. Lo creó para la ocasión el guía de aspecto más imponente de todos, de nacionalidad alemana. Ninguno de los otros le prestó la más mínima atención, como tampoco me la prestaron a mí, que estaba sentado en el banco al otro lado de la puerta del convento fumando mi cigarro, como ellos; y, también como ellos, contemplaba la nieve enrojecida y el solitario cobertizo cercano, donde los cuerpos de los viajeros tardíos, excavados del mismo, se marchitaban con lentitud, ajenos a la corrupción en aquella región inhóspita.
El vino empapaba la cima bajo nuestra mirada. Al cabo la montaña se coloreó de blanco, y el cielo de un intenso azul. Arreció el viento, y el aire trajo un frío punzante. Los cinco guías se abotonaron sus ásperos abrigos. Hice lo propio, no existiendo hombre cuyas acciones sean más fiables de ser imitadas en aquellas circunstancias que un guía.
La imagen de la montaña bañada en el crepúsculo había producido un alto en la conversación de los cinco guías. Se trataba de una luz sublime, capaz de detener cualquier charla. En cuanto la montaña dejó de encontrarse bañada por aquella luz, retomaron su charla. No quiero decir con ello que yo hubiera escuchado parte alguna de su conversación previa. En realidad, me había costado sudores escapar del caballero americano que, sentando delante del fuego en el salón para viajeros del convento, había asumido como propia la empresa de ponerme al tanto de la serie completa de sucesos que habían resultado en la acumulación, por parte del Honorable Ananias Dodger, de una de las mayores adquisiciones de dólares que se había producido jamás en nuestro país.
—¡Dios mío! —exclamó el guía suizo, hablando en francés, lo cual yo no considero ser una excusa suficiente para utilizar una palabrota, como parecen hacer otros autores, con la sola consideración de que escribirla en aquel idioma hará que parezca inocente—. Pues si hablamos de fantasmas…
—Pero yo no estoy hablando de fantasmas —apuntó el alemán.
—¿Entonces de qué está hablando? —preguntó el suizo.
—Si yo mismo supiera de lo que hablo —dijo el alemán—, entonces con toda probabilidad sabría bastantes más cosas de las que sé.
La consideré una respuesta intrigante, que despertó mi curiosidad. Así que cambié mi posición arrimándome al extremo de mi banco más próximo a ellos, de manera que, al apoyar mi espalda sobre la pared del convento, me fuera posible escucharles a la perfección sin que ellos se dieran cuenta de que los atendía.
—¡Rayos y truenos! —exclamó el alemán, animándose—, cuando una persona en concreto planea hacerte una visita de forma inesperada, y sin que él lo sepa envía a algún mensajero invisible para que intuyas su próxima aparición, ¿cómo se le llama a eso? O cuando te encuentras caminando por una calle abarrotada de gente en Frankfurt, Milán, Londres, París, y piensas que alguien que pasa por tu lado te recuerda a tu amigo Heinrich, y luego que otra persona distinta también se parece a tu amigo Heinrich, y de esa manera comienzas a sentir una singular premonición de que de un momento a otro te encontrarás con Heinrich en persona, lo cual acontece en efecto, aunque hasta entonces estabas convencido de que se encontraba en Trieste… ¿Cómo le llamarían ustedes aeso?
—No es que sea poco común lo que usted apunta —murmuraron el suizo y los otros tres.
—¡Poco común! —dijo el alemán—. Es tan común como las cerezas en la Selva Negra. Es tan común como los macarrones en Nápoles. ¡Y hablando de Nápoles! Eso me recuerda a algo. Cuando la anciana marquesa Senzanima se estremece durante una partida de cartas en Chiaja —yo mismo vi cómo se estremecía de terror, ocurrió mientras trabajaba con una familia de Baviera, y daba la casualidad de que aquella noche era yo el encargado de servir a los invitados—, como digo, cuando la anciana marquesa se levanta de la mesa de cartas, con la palidez trasparentándose a través de sus mejillas sonrosadas de afeites, y grita: «¡Mi hermana de España está muerta!» —y cuando resulta que esa hermana de verdad se ha muerto, y que además fue en aquel preciso instante en que la marquesa se levantó cuando ella fallecío… ¿cómo le llamarían ustedes a eso?
—O tambien cuando la sangre de San Jenaro se vuelve líquida a petición del clero, como todo el mundo sabe que ocurre en mi ciudad natal con anual regularidad —apuntó el guía napolitano tras una pausa, con una mirada divertida—, ¿cómo le llamarían ustedes a eso?
—¡A eso! —gritó el alemán—. Bueno, creo que conozco un nombre para eso.
—¿Milagro? —preguntó el napolitano, con la misma cara maliciosa.
El alemán se limitó a fumar y a reírse, y todos los demás fumaron y se rieron.
—¡Bah! —dijo el alemán al cabo—. Yo hablo de cosas que ocurren de verdad. Cuando quiero ir a ver a un ilusionista, pago para ver a uno que valga la pena. Cosas muy raras ocurren que no tienen nada que ver con los fantasmas. ¡Fantasmas! Giovanni Baptista, cuenta tu historia sobre la novia inglesa. No aparece ningún espectro en ella, pero desde luego sí que pasan cosas igual de extrañas. ¿Me dirá alguien de qué se trata?
Como todos se quedaron en silencio, miré a mi alrededor. El que me había parecido ser ese tal Baptista estaba encendiéndose otro cigarro. Al poco comenzó a hablar. Juzgué que debía de ser genovés.
—¿La historia de la novia inglesa? —dijo—. Basta!, no debe darse naturaleza de historia a algo que tiene tan poca importancia. En fin, pueden ustedes pensar lo que quieran. Pero ocurrió de verdad. Mírenme con atención, caballeros: ocurrió de verdad. No todo lo que brilla es oro; pero lo que voy a contarles es cierto.
Repitió la misma salmodia más de una vez a lo largo de su narración.
Hace diez años, llevé mis credenciales a un caballero inglés que se hospedaba en el Long’s Hotel, en Bond Street, en Londres. El caballero estaba a punto de iniciar un viaje; puede que se tratara de un viaje que durase un año entero, o tal vez dos. Mis referencias le agradaron, y también mi persona. Accedió a informarse sobre las mismas, y encontró favorables los testimonios recibidos. Me contrató, pues, durante seis meses renovables por otros tantos, concediéndome una generosa asignación.
Era un muchacho apuesto, y de temperamento muy alegre. Estaba enamorado de una joven y hermosa dama inglesa, la cual poesía una fortuna adecuada y, por lo tanto, estaban a punto de contraer matrimonio. Para acortar la historia, el viaje que íbamos a emprender era precisamente el de bodas. Con el objeto de descansar durante tres meses en algún lugar de clima cálido —faltaba muy poco para la estación estival— mi amo había alquilado una vieja casa en la Riviera, junto a la carretera de Niza y a una distancia apropiada de mi ciudad natal, Génova. ¿Conocía yo el lugar?, me preguntó. Sí. Le dije que lo conocía bien. Se trataba de un viejo palacio rodeado de extensos jardines. Aunque tenía un aspecto algo desangelado, y resultaba un poco oscuro y sombrío al estar protegido por numerosos árboles, era espacioso, histórico e imponente, además de encontrarse a orillas del mar. Entonces él me dijo que quienes le habían descrito el lugar lo hicieron exactamente en los mismos términos, y que se alegraba de que yo también corroborara su impresión inicial. En cuanto a la escasez de mobiliario, dijo que todos los lugares de ese estilo solían tener el mismo inconveniente, qué se le iba a hacer. Y en cuanto a su atmósfera lúgubre, afirmó haberlo alquilado principalmente por los jardines arbolados, puesto que tanto él como mi señora planeaban guarecerse durante los meses de verano a su sombra.
—¿De manera que todo está en orden, Baptista? —me preguntó.
—Indudablemente, signore; todo va de maravilla.
Para nuestro trayecto disponíamos de un carruaje construido especialmente para ese viaje, y que contaba con todas las comodidades. Todo lo que llevábamos con nosotros era igualmente de la mayor calidad, y no echábamos en falta ninguna otra cosa. Los jóvenes se desposaron finalmente. Eran felices. Yo era feliz también, al considerar el resplandeciente futuro que nos aguardaba, y al encontrarme en una posición tan encomiable. Además, viajábamos en dirección a mi ciudad natal, y yo aprovechaba para irle enseñando mi idioma, entre los retumbos del coche, a la doncella, la bella Carolina, cuya alma se encontraba rebosante de alegría, y que además era joven y tenía rosas en las mejillas.
El tiempo pasó volando. Sin embargo, pronto comencé a observar —¡escuchad esto, os lo ruego! (y aquí el guía bajó la voz)— comencé a observar, digo, un extraño comportamiento en mi señora, que la sumía de tarde en tarde en sombrías meditaciones, como si algo la aterrorizase, o la hiciera infeliz; una sombra de incertidumbre y de alarma cerniéndose sobre ella. Creo que comencé a percibir aquel sombrío comportamiento una tarde en que el señor se había adelantado, y yo me encontraba caminando colina arriba a un lado del carruaje. En cualquier caso, recuerdo haber confirmado mi primera impresión de que algo extraño le pasaba no mucho después. Discurríamos por algún lugar situado al sur de Francia, y entonces ella, presa de un gran nerviosismo, me pidió que llamase urgentemente al señor; él regresó al punto y caminó a su lado durante un largo trecho. Vi cómo mi amo le hablaba con ternura y le daba ánimos, la mano de él sobre la ventana abierta, y la de ella sobre la de él. De vez en cuando se reía con despreocupación, como si tratara de aliviarla de algo a la fuerza. Poco a poco ella también comenzó a reírse, y al cabo todo volvió a la normalidad.
Era algo curioso, que me mantenía intrigado. Pregunté a la bella Carolina, su menuda y bonita doncella: ¿acaso se encontraba su señora mal?
—No.
—¿Tal vez algo triste?
—No.
—¿Le dan entonces miedo los caminos dudosos, o quizá los bandidos?
—No.
Y lo que lo hacía todo incluso más misterioso si cabía era que la muchachita nunca me miraba a los ojos mientras me respondía; al contrario, se limitaba a otear el paisaje al otro lado del cristal.
Sin embargo, un día me reveló el secreto.
—Si de veras quiere saberlo —me dijo Carolina—, me parece, por todo lo que he podido ver y escuchar, que la señora se encuentra hechizada.
—¿Hechizada? ¿A qué te refieres?
—Por soñar con una cosa.
—¿Con qué cosa?
—Con una cara. Durante las tres noches que precedieron a su boda soñó con una cara; era siempre la misma cara, nunca cambiaba.
—¿Se trataba de algún tipo de rostro lúgubre, quizás?
—No. Era la cara morena de un hombre de aspecto raro, vestido de negro, con el pelo oscuro y un bigote de color gris. Un hombre apuesto, excepto por el aire que lo acompañaba, de reserva y secretismo. Según sé, mi señora no había visto aquella cara en su vida, ni tampoco se parecía en absoluto a nadie que ella conociera. Pero lo más raro es que aquel individuo no hacía nada en el sueño, se limitaba a mirar a mi señora con fijeza a través de la oscuridad.
—¿Y ha vuelto tu señora a tener ese sueño desde entonces?
—No, no ha vuelto a tenerlo. Pero, ay, el recuerdo… Eso es lo que la acongoja.
—¿Y por qué le preocupa?
Carolina denegó con la cabeza mientras decía:
—Eso es lo que se pregunta el amo —dijo la bella—. Ella misma no lo sabe a ciencia cierta, y se atormenta preguntándose el motivo de su sufrimiento. Pero anoche los escuché. Ella le decía que si por casualidad fuera a encontrarse con un retrato de ese hombre en la casa italiana, una idea que la aterroriza, cree que no podría aguantarlo.
Les doy mi palabra de que me sentí incómodo, y algo atemorizado, lo confieso, después de esta charla (dijo el guía genovés), no fuera a ser que al llegar al viejo palazzo nos topáramos con el maldito cuadro. Sabía que la casa contenía innumerables pinturas y, cuanto más nos acercábamos al lugar, mayores eran mis deseos de que toda la galería de retratos hubiera sido arrojada dentro del cráter del Vesubio. Para terminar de arreglarlo, cuando al fin nos íbamos aproximando a la casa, el tiempo se fue tornando desagradable y tormentoso. Los truenos retumbaban en el cielo, y he de decir que el bramido de los truenos en mi ciudad y en los parajes que la rodean, rebotando entre las colinas, resulta de lo más sobrecogedor. Los lagartos entraban y salían presurosos de las hendiduras entre las piedras destrozadas de la muralla del jardín, como atemorizados por algo; las ranas croaban de forma lastimera e hinchaban sus gaznates; el viento procedente del mar gemía, y las húmedas arboledas derramaban sus lágrimas sobre nosotros; y en cuanto a los rayos… ¡por los huesos de san Lorenzo, qué rayos!
Todos sabemos cómo son las casas antiguas que suelen encontrarse en la ciudad de Génova, o en sus alrededores; el viento proveniente del mar las ha ido afeando a lo largo de años y más años; los apliques pintados sobre las paredes exteriores se han ido desprendiendo, convirtiéndose en desconchadas escamas de escayola; las ventanas de las plantas más bajas se han ido oscureciendo por la colocación de oxidadas barras de hierro; las malas hierbas se han ido apoderando del patio; los edificios exteriores se han ido echando a perder poco a poco; conjuntos enteros de edificaciones se han ido convirtiendo en ruinas. Pues bien, he de decir que nuestro palazzo hacía honor en todos los aspectos a dicha reputación. Había permanecido cerrado durante meses. ¿Meses digo? ¡Más bien años! Lo rodeaba el fangoso hedor de una tumba. El aroma de los naranjos sobre el amplio jardín trasero, y el de los limones que maduraban pegados a la muralla, y también el de diversos arbustos que crecían rodeando una fuente quebrada, habían, de alguna forma, encontrado el camino de entrada a la casa, y ya no hubo modo de que encontraran el camino de salida. Cada habitación estaba invadida por el olor que debía de tener hacía siglos, y que había ido debilitándose confinado entre aquellas paredes. Languidecía en todos los armarios y en todos los cajones. En las habitaciones que comunican los grandes salones, el hedor resultaba agobiante. Regresando a los cuadros, si se le daba la vuelta a alguno de ellos era posible apreciarlo también agarrado al resquicio de pared que ocultaba, aferrado a ella como algún tipo de murciélago.
Por toda la casa, las celosías estaban cerradas a cal y canto. Dos guardesas vestidas de gris cuidaban del lugar, ancianas y decrépitas; una de ellas se detuvo en el umbral, murmurando y enredando, con un huso en la mano. Era evidente que antes habrían dejado entrar al diablo en persona que un poco de aire puro. El amo, la señora, la bella Carolina y yo recorrimos el palazzo. Yo inauguraba la marcha, aunque me haya mencionado el último, abriendo las ventanas y las celosías, sacudiéndome, en el proceso, el agua de lluvia que caía por los huecos del techo, los trozos de enyesado y, de vez en cuando, algún que otro mosquito somnoliento o alguna monstruosa, oronda, sanguinolenta araña genovesa.
Cuando conseguía que la luz de la tarde se introdujera en una habitación, el amo, la señora y la bella Carolina entraban en ella. Entonces revisábamos uno a uno todos los cuadros, y yo me adelantaba de nuevo hacia la siguiente estancia. La señora parecía aterrorizada en secreto por encontrarse en alguno de esos cuadros con aquel hombre que se le apareció en su sueño; en realidad todos sentíamos lo mismo. Pero, por mucho que inspeccionábamos cada uno de los cuadros, no encontrábamos nada. La Madonna y el Bambino, San Francisco, San Sebastiano, Venus, Santa Caterina, ángeles, bandoleros, frailes, templos sumidos en el crepúsculo, batallas, caballos blancos, bosques, apóstoles, dogos… ¿Todos aquellos viejos conocidos, hallados en muchas otras ocasiones similares? Así es. ¿Hombres apuestos de piel morena y vestidos de luto, que miraban de forma intensa a señoras desde la oscuridad? En absoluto.
Por fin habíamos recorrido todas las habitaciones y revisado todos los cuadros, y entonces salimos a los jardines. Estaban bastante bien cuidados, ya que estaban alquilados a un jardinero, y eran amplios y con bastante sitio donde guarecerse del sol. En cierto lugar se alzaba una especie de rústico teatro al aire libre. El escenario consistía en una leve pendiente tapizada de verde, y tres hendiduras sobre una cortina frondosa de hierbas aromáticas hacían las veces de bastidores. La señora rebuscó con sus ojos incluso allí, como si estuviera esperando que el rostro se asomase a la escena, pero todo marchó como debía.
—Bien, Clara —dijo el señor en voz baja—, ¿ya te has convencido de que no hay nada? Ahora, lo que debes hacer es alegrar un poco esa cara.
La señora, evidentemente, se sentía más animada. Pronto se acostumbraría al sombrío palazzo, y volvería a cantar y a tocar el arpa, y a pintar copias de los cuadros, y a pasearse con el amo bajo los árboles verdes y los viñedos hasta que el sol se ocultase. No en vano ella era hermosa. Él era feliz. El amo me diría riéndose, mientras se subía a la grupa de su caballo para su habitual paseo antes de que ardiese el sol:
—¡Todo va bien, Baptista!
—Sí, signore, gracias a Dios, todo va muy bien.
No recibíamos visitas. Acompañé a la bella al duomo y la annunciata, al café, a la ópera, a las fiestas del pueblo, a los jardines públicos, al teatro matinal, a las marionetti. La hermosa muchacha estaba encantada con todo cuanto veía. Aprendió italiano, ¡por todos los cielos! ¡De forma milagrosa! ¿Y la señora? ¿Se había olvidado finalmente de aquel sueño?, le preguntaba a Carolina de vez en cuando. Casi, decía la bella, casi… Había empezado a rendirse.
Un día el amo recibió una carta y me llamó.
—¡Baptista!
—Signore!
—El caballero que me envía esta carta cenará hoy con nosotros. Su nombre es Signor Dellombra. Cenaremos como príncipes.
Era un nombre curioso, aquél. Nunca había oído hablar de él. Sin embargo, por aquella época muchos nobles y caballeros habían sido perseguidos por Austria por cuestiones políticas, y algunos se habían cambiado de nombre. Tal vez él fuera uno de ellos. Altro! Dellombra me parecía un nombre tan bueno como cualquier otro.
Cuando el Signor Dellombra vino a cenar (continuó el genovés en el mismo tono quedo de voz con el que se había venido expresando), yo mismo lo conduje hasta la habitación donde se solía recibir a los invitados, la gran sala del viejo palazzo. El señor lo recibió con cordialidad, y le presentó a la señora. Entonces, tras ponerse ella en pie, su mirada se ensombreció, lanzó un gemido y cayó pesadamente sobre el suelo de mármol.
Al instante volví mi rostro hacia el Signor Dellombra. Entonces fui consciente de la razón de la desazón de mi señora: el visitante iba vestido de negro, y lo rodeaba un aire de reserva y secretismo; también, como el hombre del sueño, tenía la piel morena, y el pelo oscuro, y el bigote gris.
El amo llevó a la señora en brazos hasta su habitación. Al punto envié allí a la bella Carolina. La bella me contaría más tarde que la señora se había llevado un susto de muerte al ver al recién llegado. La noche siguiente se la pasaría con nefastos presagios que tenían que ver con el hombre del sueño.
El amo estaba tan enojado por la extraña reacción de su mujer como preocupado por su estado; enfadado con su esposa al tiempo que consciente de que debía ser solícito con su invitado. El Signor Dellombra era un caballero amable, y se mostró comprensivo respecto a la repentina indisposición de la señora. Un viento de África había estado soplando desde hacía varios días, o al menos eso le habían dicho en su hotel de la Cruz de Malta; era consciente de que a menudo ese viento causaba extrañas dolencias entre la gente. Esperaba que la hermosa dama se recuperase con prontitud. Solicitó permiso para retirarse, y también para repetir su visita en cuanto recibiera la feliz noticia de que la señora se encontraba mejor. El amo insistió en que no debía marcharse de ese modo, y finalmente ambos cenaron solos.
El invitado se marchó pronto. Al día siguiente se acercó hasta la puerta montado a caballo para interesarse por la salud de la señora. Hizo lo propio dos o tres veces durante aquella misma semana.
Por lo que pude observar, y por lo que me contóla bellaCarolina, me pareció que a partir de aquel día el señor se marcó como objetivo curar a su esposa de aquellos terrores inventados. Era la amabilidad personificada, pero al mismo tiempo se mostraba juicioso y firme. Razonó con ella que dar pábulo a tales imaginaciones equivalía a alentar la melancolía, o incluso la locura misma. Que dependía de ella comportarse como siempre lo había hecho. Que si lograba resistir su extraña debilidad durante una ocasión tan sólo, con tanto éxito como para recibir al Signor Dellombra tal y como una dama inglesa recibiría a cualquier invitado, vencería a sus miedos para siempre. Para concluir mi historia, y no alargarme, elsignorefinalmente volvió a hacerles una visita formal, y el ama lo recibió sin ninguna aflicción evidente, aunque todavía se la notara aprensiva, y no se comportara del todo como era ella misma. La velada transcurrió de la forma más calmada que pueda imaginarse. El amo estaba tan encantado con este cambio, y tan ansioso por confirmar su validez, que el Signor Dellombra se acabaría convirtiendo en un invitado habitual de la casa. Era un hombre con un gusto excelente en lo concerniente a pintura, libros y música; y su compañía en cualquierpalazzotan sombrío como el que nosotros ocupábamos por entonces habría sido bienvenida.
En varias ocasiones, sin embargo, yo notaba que la señora no se encontraba tan recuperada como quería hacernos creer. En la presencia del Signor Dellombra bajaba los ojos o su cabeza se curvaba igual que lo haría una flor marchita. O bien lo convertía en objeto de miradas de fascinación o terror, como si su mera presencia ejerciera alguna influencia maléfica o poder horrendo sobre su persona. A él solía verlo en los jardines sombreados, o en la sala amplia y en penumbra, mirándola, podría decirse incluso que «clavando su mirada en ella a través de la oscuridad». Puesto que, ciertamente, yo no había olvidado las palabras de la bella Carolina describiendo su rostro en aquel sueño fatídico.
Recuerdo la conversación que los amos tuvieron tras la segunda visita del Signor Dellombra:
—Ya lo ves, querida Clara, ¡todo se ha acabado! Dellombra ha venido y no ha pasado nada. Tus temores se han roto como el cristal.
—¿Volverá…? ¿Volverá a visitarnos? —preguntó mi señora.
—¿Que si volverá? ¡Pues claro, seguro que sí! Y no será la última vez… ¿Tienes frío? —preguntó él, puesto que mi señora temblaba.
—No, amor mío… Lo que estoy es aterrorizada… Es él quien me atemoriza. ¿Estás seguro de que debemos recibirlo otra vez?
—¡Por supuesto que sí, Clara! —respondió el señor animadamente.
Puesto que ahora albergaba toda la esperanza posible en su recuperación completa. Conforme los días pasaban, más se iba convenciendo él de que su mujer olvidaría tales fantasías. Ella era hermosa. Él era feliz.
—¿Todo va bien, Baptista? —me preguntaría de nuevo.
—Sí, signore, gracias a Dios. Todo va perfectamente bien.
Durante el carnaval (continuó el genovés, evitando elevar la voz) decidimos pasar unos días en Roma. Yo me había ausentado durante toda la jornada en compañía de un amigo mío, otro guía, que se encontraba sirviendo en la casa de una familia inglesa. Por la noche, mientras regresaba a nuestro hotel, me encontré con la pequeña Carolina, corriendo de forma distraída por el Corso. Me extrañó, porque jamás salía sola.
—¡Carolina! ¿Qué es lo que ocurre?
—¡Oh, Baptista! ¡Oh, por el amor de Dios! ¿Ha visto usted a mi señora?
—¿Tu señora, Carolina?
—Falta de casa desde esta mañana; cuando el señor salió a hacer sus recados, la señora me pidió que la dejara dormir, porque estaba agotada de no descansar por la noche. Me dijo que estaba muy dolorida por el traqueteo del viaje, y que se quedaría en la cama hasta la noche. Cuando el señor llegó, la llamó, y al ver que no respondía, echó la puerta de su habitación abajo, ¡y ella no estaba! ¡Ay, mi señora, tan hermosa, tan buena, tan inocente!
Así se lamentaba la muchacha, y desvariaba y se habría hecho daño si yo no la hubiera agarrado a tiempo; cualquiera habría dicho que le habían pegado un tiro en ese momento, de cómo se desvaneció en mis brazos. Luego apareció el señor; y reconocí que era él por sus educadas maneras, porque ni su rostro ni su voz se parecían a los del señor que yo conocía. Deposité a la muchacha sobre su cama, y le pedí a las doncellas del hotel que la cuidaran. El señor se montó conmigo en un carruaje, y ambos emprendimos un viaje en plena oscuridad a través de la desolada campagna. Cuando ya era de día, nos detuvimos en una miserable parada de postas, sólo para descubrir que todos los caballos habían sido alquilados ya, y enviados en direcciones dispares. ¡Enviados, daos cuenta, por el Signor Dellombra!, que había pasado por allí doce horas antes montado en otro carruaje. Según afirmaron los testigos, le acompañaba una dama inglesa, a la que vieron encogida en una esquina y totalmente muerta de terror.
—Y díganme, ¿cómo le llaman ustedes a eso? —preguntó triunfante el guía alemán—. ¿Fantasmas? ¡Pero si en esa historia no hay fantasmas! Y de lo que voy a hablarles yo, ¿qué me dicen? ¡Espectros…! ¡Ahí no hay espectros!
En una ocasión fui contratado —comenzó el alemán— por un caballero inglés, soltero aunque ya de edad provecta, para que lo guiase en un viaje que tenía que hacer por mi país, mi madre patria. El individuo en cuestión era un comerciante que tenía negocios con Alemania y que conocía bien el idioma, pero que no había visitado el país desde que era un niño; haría unos sesenta años, según calculo yo.
Se llamaba James, y tenía un hermano gemelo llamado John, que también era soltero. Ambos hermanos se tenían un enorme aprecio. Poseían varios negocios a medias en Goodman’s Fields, pero vivían cada uno en su propia casa. El señor James tenía su morada en Poland Street, a la vuelta de Oxford Street, en Londres. En cambio, el señor John residía por la zona de Epping Forest.
El señor James y yo planeábamos salir para Alemania en una semana. El día exacto dependía de unos negocios que tenía que dejar solucionados antes de su partida. El señor John vino entonces a Poland Street, donde yo me encontraba en calidad de invitado, para pasar esa última semana con el señor James. Sin embargo, cuando llevaba tan sólo un par de días allí, el señor John le dijo a su hermano:
—James, creo que no me encuentro muy bien. No me pasa gran cosa, pero me temo que estoy algo gotoso. Lo mejor será que me marche a mi casa y me ponga bajo el cuidado de mi anciana ama de llaves; ella sabe cómo tratar esa dolencia, ya lo ha hecho antes. En cuanto me sienta mejor, volveré y así me podré despedir de ti. De todos modos, si no logro recuperarme a tiempo, ¿por qué no vienes tú a verme antes de marcharte?
El señor James, por supuesto, dijo que así lo haría, y se dieron la mano, ambas manos, como siempre hacían, y el señor John pidió que prepararan su carruaje pasado de moda, y se fue dando tumbos a su casa.
Ocurrió dos noches más tarde, esto es, la cuarta noche de aquella semana. Algo me despertó de mi profundo sueño; al abrir los ojos vi que se trataba del señor James, que había entrado en mi habitación en bata, iluminándose con una vela. Se sentó al borde de mi cama y, mirándome fijamente, me dijo:
—Wilhelm, tengo razones para creer que algún extraño malestar se cierne sobre mí.
Entonces me fijé en que tenía una expresión muy rara.
—Wilhelm —continuó—, a ti no temo decírtelo. Tú vienes de un país de gente sensata, donde los sucesos misteriosos son investigados y aclarados, y donde no os contentáis con pesarlos y medirlos, si es que pueden ser pesados y medidos, o en cualquier caso donde esos sucesos no son apartados por completo y para siempre de la discusión pública, como hemos venido haciendo nosotros desde hace tantos años. Lo que tengo que decirte, querido Wilhelm, es que creo que acabo de ver el espectro de mi hermano.
Confieso (dijo el guía alemán) que la sangre se me heló en las venas al escuchar aquello.
—Hace un momento se me ha aparecido —repitió el señor James, mirándome directamente a los ojos, para que pudiera comprobar lo tranquilo que estaba— el fantasma de mi hermano John. Me encontraba yo sentado en la cama, incapaz de conciliar el sueño, cuando mi hermano ha entrado en mi habitación vestido todo de blanco y, tras contemplarme fijamente, ha cruzado la habitación hasta el otro extremo, ha revuelto algunos papeles sobre mi escritorio, se ha dado la vuelta y, mirándome todavía con intensidad mientras pasaba junto a la cama, ha salido por la puerta. En fin, no estoy loco, de eso puedes estar seguro, y no estoy para nada dispuesto a investir a ese fantasma de una existencia externa fuera de mí mismo. Creo que no se trata más que de una advertencia de que me encuentro enfermo. Me parece que sería mejor que llamase al doctor, para que me someta a una sangría.
Salté al instante de la cama (continuó el alemán) y comencé a vestirme lo más rápido que pude, rogándole a mi amo que no se alarmara, y diciéndole que yo mismo me encargaría en persona de ir buscar al médico. Estaba casi preparado para irme cuando en la puerta principal se oyeron unos golpes estridentes, acompañados de varias campanadas. Como mi habitación se encontraba en el ático trasero y la del señor James en el segundo piso de la parte delantera de la casa, fue allí donde nos dirigimos. Entonces abrimos la ventana para ver qué ocurría.
—¿Es el señor James? —dijo un hombre que había abajo. Estaba cruzando al otro lado de la calle para poder mirar hacia arriba de manera más cómoda.
—Así es —dijo el señor James—. Y, si no me equivoco, tú eres Robert, el criado de mi hermano.
—Sí, señor. Siento decírselo, señor, pero el señor John está muy enfermo. Se encuentra realmente mal, señor. Incluso me temo que esté a las puertas mismas de la muerte. Quiere verle a usted, señor. Tengo una berlina aquí mismo. Le ruego que me acompañe. No hay tiempo que perder.
El señor James y yo nos miramos.
—Wilhelm —me dijo—, esto es realmente extraño. ¡Ven conmigo!
Lo ayudé a vestirse, a medias en su cuarto y a medias en la berlina; y la hierba no volvió a crecer bajo los cascos de hierro de los caballos que nos llevaron de Poland Street a Epping.
¡Ahora, escuchad! (continuó el guía). Entré con el señor James en la habitación de su hermano, y yo mismo vi y oí todo lo que sigue.
Su hermano estaba echado en su cama, al fondo de una larga alcoba. Su anciana ama de llaves estaba con él. Creo que había tres personas más con él, tal vez cuatro, que habían estado a su lado desde que cayera la tarde. El anciano estaba vestido con una túnica blanca, como la figura que mi amo vio. A fuerza tenía que parecerse a la visión que había tenido mi amo, porque también observaba con fijeza a su hermano desde que éste entrara en la alcoba.
Cuando su hermano alcanzó el lecho, el enfermo se incorporó despacio y, observándolo con más intensidad si cabe, pronunció las siguientes palabras:
—James, me has visto antes, esta noche… ¡Y bien lo sabes!
¡Y así murió!
Cuando el alemán acabó su relato, esperé a oir algún comentario sobre el insólito episodio que había narrado. Pero nadie osó romper el silencio. Miré a mi alrededor, y los cinco guías se habían desvanecido, tan quedamente que parecía que las cumbres montañosas se los hubieran tragado, absorbiéndolos en las nieves eternas. Para entonces no tenía humor para quedarme sentado solo en mitad de aquel escenario terrible, con el viento helado azotándome con solemnidad; o, si he de decir la verdad, no habría podido quedarme solo en ningún lugar. De manera que volví a entrar en la sala del convento y, tras encontrar al caballero americano todavía dispuesto a relatarme la vida y milagros de Ananias Dodger, decidí que me apetecía escucharla enterita.
Extraído del relato «El recuerdo», (1852)
—¡Hola! ¡Ahí abajo!
Cuando escuchó la voz que se dirigía a él de ese modo, el hombre se encontraba de pie en la puerta de su caseta, empuñando una banderola enrollada en un corto mástil. Cualquiera habría pensado, teniendo en cuenta la naturaleza del terreno, que no habría tenido excesivos problemas para localizar de dónde llegaba la voz; pero en vez de alzar la vista hacia donde yo me hallaba, en lo alto de un pronunciado terraplén casi sobre su cabeza, el hombre se volvió y miró hacia abajo, hacia la vía. Hubo algo sorprendente en su manera de hacerlo, aunque ni aún a costa de mi vida podría decir qué fue exactamente lo que hizo. Sin embargo, sé que fue lo bastante llamativo como para atraer mi atención, a pesar de que su figura se hallase ensombrecida y en escorzo, abajo en la profunda zanja, y la mía estuviese en alto sobre su cabeza, tan impregnada del resplandor del airado ocaso que tuve que ponerme la mano en visera sobre los ojos antes de poder verle con toda nitidez.
—¡Hola! ¡El de abajo!
Dejó de mirar hacia la vía para volverse de nuevo y, elevando su mirada, pareció distinguir mi figura en lo alto.
—¿Hay algún camino por el que pueda bajar y hablar con usted?
Me miró sin responder, y yo lo miré a mi vez evitando precipitarme para repetir mi absurda pregunta. Justo entonces sobrevino una vibración imprecisa en el suelo y en el aire, que súbitamente se transformó en una violenta pulsación y en un rugido aproximándose que me hizo retraerme, como si aquel estrépito fuera suficiente por sí solo para hacerme caer por el terraplén abajo. Cuando la nube de vapor que lanzaba el tren se hubo elevado hasta donde yo estaba, y luego de diluirse en el paisaje, miré hacia abajo de nuevo y vi a aquel hombre enrollando la bandera que había enarbolado al paso del tren.
Repetí mi pregunta. Tras una pausa, durante la cual pareció contemplarme absorto en sus pensamientos, apuntó con su bandera enrollada hacia un punto situado a mi nivel, a unas doscientas o trescientas yardas de distancia. «¡De acuerdo!», le grité, y me dirigí hacia el punto que me indicaba. Tras buscar con cuidado a mi alrededor, hallé un abrupto y zigzagueante desfiladero que seguí para bajar hasta la vía.
El terraplén era extremadamente profundo e inusualmente escarpado. Estaba excavado sobre la húmeda roca, y conforme bajaba se iba volviendo más húmedo. Por ese motivo, el camino se me hizo lo bastante largo como para recapacitar sobre el gesto de reticencia, o quizás fuera de coacción, con el que aquel individuo me había señalado el sendero de bajada. Cuando hube descendido por el angosto camino lo suficiente como para volver a tenerlo a la vista, observé que estaba de pie entre los raíles de la vía por la que el tren acababa de pasar, en actitud de espera. Tenía la barbilla apoyada sobre su mano izquierda y el codo descansando sobre su mano derecha, que tenía cruzada sobre el pecho. Su actitud era de tal expectación y su ademán tan vigilante que no pude evitar detenerme un instante para contemplarle.
Cuando terminé mi descenso y me aproximé hacia donde él estaba, vi que se trataba de un hombre moreno, cetrino, de barba oscura y cejas muy pobladas. Su caseta estaba situada en el lugar más solitario y desangelado que pudiera imaginarse. A ambos lados, una pared húmeda y goteante de afilada piedra excluía toda vista salvo una fina franja de cielo; la perspectiva hacia uno de los costados de la caseta consistía únicamente en una tortuosa prolongación de esa enorme mazmorra; la vista, más corta, en la otra dirección, terminaba en una lúgubre luz roja situada sobre la entrada, más lóbrega si cabe, de un túnel negrísimo cuya sólida arquitectura poseía una apariencia salvaje, deprimente y prohibida. Tan escasa era la luz del sol que llegaba hasta esos parajes, que incluso el aire era terroso y mortecino; y tan gélido era el viento que corría a través del túnel, que me provocó un escalofrío, como si por un momento hubiese abandonado el mundo real.
Antes de que se moviese, me acerqué tanto a él que habría podido tocarlo. Ni siquiera entonces apartó sus ojos de los míos. Retrocedió un paso y alzó la mano.
Aquél, le dije, debía de ser un trabajo bastante solitario; me había llamado la atención su presencia cuando lo miré desde ahí arriba, desde aquel altozano. Suponía que las visitas que recibía eran escasas, y esperaba que la mía no resultase inoportuna. Le pedí que no viese en mí más que a un hombre que había estado encerrado casi toda su vida en un espacio reducido y que, habiendo sido finalmente liberado, sentía cómo despertaba en él un súbito interés por estas grandes estructuras. Con tal propósito me dirigí a él, pero no estoy muy seguro de los términos en que lo hice porque, además de que no me gusta iniciar las conversaciones, había algo en aquel hombre que me llenaba de desazón.
Dirigió una mirada bastante extraña hacia la luz roja que había junto a la boca del túnel y acto seguido comenzó a mirar a su alrededor, como si echase algo de menos; y entonces clavó sus ojos en mí.
—Aquella luz está a su cargo, ¿no? —le dije.
—¿Acaso no se ha dado cuenta? —respondió él en voz baja.
Mientras examinaba con atención sus ojos fijos y su rostro taciturno, me asaltó la idea terrorífica de que aquél no era un hombre sino un espíritu. Desde entonces me he preguntado si no se trataría, tal vez, de algún perturbado.
Por mi parte, retrocedí unos pasos. Al hacerlo, detecté en sus ojos un miedo latente hacia mí, que me hizo abandonar aquel pensamiento terrorífico.
—Usted me mira como si me tuviese miedo —dije, forzando una sonrisa.
—Me estaba preguntando si le había visto antes —respondió.
—¿Dónde?