Piérdete… conmigo - Anna Garcia - E-Book
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Piérdete… conmigo E-Book

Anna Garcia

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Beschreibung

Degustar un Mai Tai al borde de la playa en una hamaca de tu villa privada. Atragantarte con un chupito de algo desconocido en la barra del bar más destartalado. Viajar con lujosas maletas Louis Vuitton o cargando con una enorme mochila llena de parches. Los viajes de Emma y los de Finn son completamente opuestos, pero los dos triunfan con sus programas de viajes en la misma cadena de TV. Una, viviendo a todo trapo, el otro, buscando los rincones más desconocidos. No pueden ser más opuestos, y difícilmente van a coincidir, aunque estén en la misma ciudad grabando. Salvo que el destino, y las audiencias, decidan otra cosa. A algún directivo con un extraño sentido del humor se le ocurre proponerles que trabajen juntos en un mismo programa. ¿Un greñas mochilero en el restaurante del chef más reputado de Francia rodeado de clientes trajeados? ¿Una exquisita mujer luciendo sus Manolos en la barra de un sucio garito lleno de sorprendidos y ruidosos clientes en chanclas? Solo pueden saltar chispas…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Anna García

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Piérdete… conmigo, n.º 262 - abril 2020

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, TOP NOVEL y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Diseño de cubierta: CalderónStudio

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-197-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Viaja con Emma

De aventura con Finn

Dos maletas y un destino

Exceso de equipaje

En Camboya nos conocimos

Ese sentimiento extraño

Nuestras propias memorias de África

¿Tanto me has echado de menos?

Aloha

Algo ha cambiado

Paris, mon amour

Infelices para siempre

Epílogos

Viajando's

Hasta el último día

Un par de colgados

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

No viajes para escapar de la vida, sino para que la vida no se te escape

Viaja con Emma

 

 

 

 

 

—El hotel cuenta con cinco piscinas, dos de ellas exclusivas para adultos…

—Ese bikini no resalta nada el moreno de mi piel.

—Tonterías. Estás perfecta.

—Podríamos volver a rodar esa toma. Me he traído uno de color blanco que sería perfecto. O el de color champán… O… Bueno, luego les echo una ojeada a todos.

—¿Cuántos son todos?

—No sé… Unos… veinte.

—¿Veinte? ¡Pero si solo vamos a estar cinco días!

—¿Y…? En realidad, lo hago por tu bien, para que saques las mejores tomas posibles y, para ello, todo tiene que ser perfecto. Bikini incluido.

Stu resopla agotado, pasando una mano por su cabeza calva y rascándose la larga barba con la otra.

—Será el trabajo de tu vida, decían… Viajando de gorra, decían… Fácil: grabar y editar en un momento y luego disfrutar de los paisajes, decían…

—¿Algún problema? —le pregunta, con una mirada reprobatoria.

—Para nada. Grabaremos todas las tomas que quieras.

—Muy bien.

Stu vuelve a centrarse en la pantalla de su portátil, donde están visionando lo que llevan grabado hasta ahora, imaginando que estrangula a Emma con la tira de cualquiera de esos veinte bikinis. Enseguida se le dibuja una sonrisa de satisfacción.

—Esa es la actitud, Steward.

Y fin. Se acabó la magia. Ella ha hecho pedazos el momento. Odia cómo suena su nombre en boca de Emma. Con ese acento remilgado que se empeña en poner, convirtiéndole al instante en uno de los mayordomos de Downton Abbey. Al principio, la corregía constantemente, advirtiéndola que su nombre es Stuart, Stu, no Steeeewaaaard… A la vista está que no sirvió de nada.

—… En el resort encontraremos tres restaurantes tipo bufé y cinco restaurantes a la carta conducidos por cinco chefs con varias estrellas Michelin a sus espaldas. Os recomiendo encarecidamente una visita.

—Ese plano con la boca llena, elimínalo.

—¿Por qué?

—Porque me niego a que la gente me vea comer.

—¿Por qué?

—Porque sí.

—Pero… todo el mundo come. Además, queda extraño que hables de comida y no la pruebes. En los programas de cocina, ver cómo el cocinero prueba luego la comida que ha elaborado lo hace más creíble.

—Steward, ¿tengo cara de Gordon Ramsey?

Stu la mira con los ojos muy abiertos, incrédulo, absolutamente descolocado, debatiéndose entre asesinarla o cerrar el portátil y largarse. Finalmente, recuerda que necesita el sueldo para vivir.

«Cierra la boca e inhala el aire por la nariz, Stu. Cuenta hasta cuatro. Aguanta la respiración durante siete segundos. Espira completamente el aire de tus pulmones durante ocho segundos. Me estoy calmando. Me estoy calmando. Es solo una pija insolente. El precio que tienes que pagar para cobrar a fin de mes. Tranquilo…».

—… Entre otros muchos servicios, podremos hacer uso del gimnasio o del maravilloso spa las veinticuatro horas del día.

—Esa toma me encanta, pero…

—Quieres que elimine algunas gotas de sudor de tu cara.

—¡Eso es, Steward! ¡Ya te tengo casi enseñado! —le dice, palmeando su espalda un par de veces. Justo después, se mira la mano e, incapaz de reprimir una mueca de asco, se la limpia.

«El asesinato es un delito muy gordo, Stu. No lo hagas. Inspira, aguanta siete segundos y suéltalo…».

 

* * *

 

Sentada en uno de los taburetes frente a la barra del bar, removiendo su cóctel con la pajita, Emma mira de reojo al grupo de hombres de su derecha. Hablan y ríen de forma escandalosa, todos con las caras encendidas por culpa del sol excepto uno de ellos, precisamente en el que Emma se fija. Si en una revista de negocios dedicaran un especial a empresarios de éxito con aspecto de modelos de pasarela, él sería seguramente el protagonista del reportaje. Viste «elegante pero informal», con un pantalón de pinza color arena y una camisa de lino blanca que resalta su bronceado perfecto. Lleva el pelo engominado hacia atrás, bien peinado y, por lo que puede observar desde la distancia, las gafas enmarcan un rostro anguloso, como esculpido.

Él también parece haberse fijado en ella, y le dedica largas e intensas miradas entre codazos de sus compañeros. Alguno incluso le habla al oído, señalando a Emma, que se revuelve sobre el taburete, cruzando las piernas, intentando parecer una mezcla entre interesante, misteriosa y coqueta. Mirada de «prostituta con carrera», como diría su amiga Kat. Que vean que eres capaz tanto de realizar todas las posturas del kamasutra como de recitar las cinco declinaciones del latín.

—Hola, compañera. ¿Qué tomas?

Se gira sobresaltada al escuchar la voz de Stu a su lado. Le mira de arriba abajo, esbozando media sonrisa con la boca, preguntándose cómo es posible que alguien estime oportuno presentarse en el pub del hotel con un pantalón de deporte más apropiado para jugar un tres contra tres en una cancha de baloncesto y una camiseta que vivió su mejor época allá por el año 1980.

—Piérdete, Steward —le dice, justo antes de volver a dirigir la mirada hacia el apuesto empresario, el cual ha empezado a caminar hacia ella, pero que ahora se halla parado a medio camino, valorando si seguir avanzando o volver con sus colegas.

Emma le sonríe nerviosa, justo antes de volver a girar la cabeza de nuevo hacia Stu.

—Largo. Ya. Vamos, rápido —le apremia, chascando los dedos.

Stu mira más allá de la espalda de Emma, hacia donde se dirige su mirada constantemente, comprendiendo enseguida el motivo de su nerviosismo. Al principio valora hacerle caso sin oponer resistencia, hasta que ve una ocasión perfecta para cobrarse una pequeña venganza.

—¿Ese tipo? ¿En serio? Creía que lo nuestro iba cobrando forma…

Stu se acerca más a ella y le pasa un brazo alrededor de la cintura.

—¿Se puede saber qué estás haciendo? Quita esa mano de mi cintura —dice ella, con los ojos abiertos como platos, así como las aletas de la nariz.

—Creía que empezábamos a entendernos y que estabas deseando que fuéramos un paso más allá.

—¡¿Un paso más allá?! Nuestra relación es simple y estrictamente profesional. Así que vete, por favor. Ahora.

—¿Me estás suplicando? —le pregunta.

—¿Es lo que quieres? Pues sí, te lo suplico. —A Stu se le dibuja una enorme sonrisa de superioridad en la cara—. ¿Se puede saber qué te hace tanta gracia.

—Que te arrastres de esta manera por un tío como ese que salta a la vista que está casado o prometido y que seguramente no es la primera vez que pretende echar un polvo durante un viaje de negocios.

—Perfecto. Gracias por tu opinión que, por cierto, nadie te ha pedido. Largo.

Stu se empieza a alejar al fin, y ella vuelve a centrar su atención y todos sus sentidos en su pretendiente, que, al verla sonreír ampliamente, colocarse un mechón de pelo detrás de la oreja y morderse el labio inferior, parece entender todas las señales y empieza a caminar de nuevo hacia ella.

—Hola —la saluda con un acento tejano inconfundible—. Peter Wright.

—Emma Campbell —contesta ella, tendiéndole la mano que él esperaba y que besa con caballerosidad—. Encantada.

—¿Trabajo o placer?

—Trabajo. Estamos grabando un programa para el canal de viajes de la televisión por cable. Y ese esperpento de antes —dice, señalando un punto inconcreto de su espalda, con la intención de aclarar la situación— es el cámara que me acompaña.

—Gracias por la aclaración, aunque a la vista está que no suponía ninguna amenaza para mí.

Peter hace un gesto inconsciente, abriendo un poco los brazos y esbozando una media sonrisa propia de un anuncio de pasta de dientes. Demuestra mucha confianza en sí mismo que, mezclada con ese aspecto de modelo de pasarela y una más que presumible cartera abultada, hace las delicias de Emma, que cae, inevitablemente, rendida a sus pies.

—¿Y tú? ¿Trabajo o placer?

—Pues espero que las dos cosas… —contesta, entornando los ojos, que se vuelven oscuros, como los de un depredador al acecho.

 

* * *

 

A Emma solo le bastaron un par de copas, unas pocas sonrisas de suficiencia más, una canción de rima más que cuestionable pero con ritmo pegadizo y sensual y unas caricias intencionadas camufladas como simples roces para acceder a acabar la velada en su habitación.

La mezcla del alcohol, el calor y la excitación hacen mella en Emma, a la cual le empieza a costar mantener la verticalidad mientras intenta encontrar la tarjeta de la habitación para abrir la puerta con el cuerpo de Peter pegado a su espalda. Lograrlo le lleva más tiempo del esperado, así que Peter empieza a desnudarse nada más traspasar la puerta y cerrarla de una patada con el talón.

Emma le observa detenidamente, casi con la boca abierta, admirando su torso esculpido. Parpadea varias veces, incrédula por la suerte que ha tenido al encontrar un espécimen de semejante valor, mientras se muerde el labio inferior de pura lascivia.

—¿Qué cojones haces? Quítate la ropa —la apremia él.

Al principio, el brusco comentario sorprende un poco a Emma, aunque enseguida decide pasarlo por alto y achacarlo a la excitación del momento. En cuanto ella consigue quitarse el vestido, algo que le lleva también más tiempo del habitual, él se abalanza sobre ella, tirándola sobre la cama sin ningún miramiento. Sus manos recorren el cuerpo de Emma de forma precipitada, con prisa. Y, sin darle tiempo a valorar si está disfrutando o no, la penetra de una fuerte estocada. Ella ahoga un grito y contiene la respiración durante unos segundos. Peter inmoviliza sus brazos contra el colchón mientras mueve la pelvis hacia delante y hacia atrás, con movimientos rápidos y frenéticos. Amasa sus pechos sin cuidado, casi maltratándolos, hasta que Emma suelta algún grito de queja que sirve para que Peter disminuya el ritmo. Quizá no esté resultando como ella esperaba, quizá ella hubiera preferido algo más de juegos preliminares, caricias y un poco más de timidez, aunque no se puede decir que no esté disfrutando. Está claro que, brusco o no, él sabe lo que se hace. También puede que esperara que él tardara algo más en correrse, o que tuviera la decencia de esperarla a ella, pero no se puede decir que sea egoísta, ya que luego se encarga de que ella llegue al clímax.

Definitivamente, la experiencia no ha resultado como imaginaba, aunque no se puede decir que no haya sido satisfactoria.

«Quizá la próxima vez…», se descubre pensando, hasta que ve la marca en el dedo de su mano. Enseguida se maldice por su mala suerte, por su pésima suerte eligiendo pretendientes y, sobre todo, recordando las palabras de Stu.

«Un tío como ese que salta a la vista que está casado o prometido».

Cabreada, intenta apartárselo de encima con todas sus fuerzas, pateando la sábana para desenredarla de entre sus piernas y agarrándola para enrollarla alrededor de su cuerpo. Coge los pantalones de Peter y se los tira a la cama.

—¿Qué pasa?

—Quiero que te vayas —asevera, muy seria.

—¿Ya? Déjame que me recupere al menos… No pretendo quedarme a vivir aquí, pero necesito un rato para recuperar el aliento…

—Recupéralo en el pasillo —insiste ella, haciendo un esfuerzo enorme para contener las lágrimas.

—Pero ¿qué ha pasado? Creía que los dos lo estábamos pasando bien…

—Bueno, siento herir tu ego, pero puede que algunos lo hayan pasado mejor que otros.

—No me jodas, que tú te has corrido tanto como yo.

—Me pregunto qué opinará tu mujer de ello… ¿Quedará ella tan satisfecha como tú te crees después de follártela? —Para asombro de Emma, la expresión de Peter no demuestra sorpresa ni arrepentimiento—. ¿Cómo le quedan los cuernos? ¿Cabe por las puertas o se tiene que agachar?

—No me digas que todo esto es por Linda…

Emma abre los ojos y los brazos, sorprendida y algo descolocada.

—¿En serio? ¿Eres real, tío? ¿Acaso no tienes ningún cargo de conciencia?

—Pues… —Se queda pensativo un rato. Tiene que pensar la respuesta antes de abrir la boca—. En todo caso, eso será cosa mía, ¿no? No sé por qué te pones así y te preocupas tanto por ello. Ambos teníamos claro lo que era esto, ¿no?

«Bueno… Más o menos», piensa Emma, aunque no cambia ni un ápice su expresión convencida.

—¿Y dónde está tu anillo? ¿Acaso lo escondes para hacer ver que estás disponible?

—No, lo escondo porque a veces es un impedimento para ligar con chicas como tú.

De repente, Emma siente como si una losa la aplastara. Le acaba de confirmar que, efectivamente, esto es algo que hace a menudo. Y no contento con ello, ha comparado a Emma con cualquiera de las tías que, conscientes o no de su estado civil, han acabado acostándose con él. Con una sola frase, Peter ha conseguido machacar a Emma, ningunearla como nunca nadie antes.

Furiosa, agarra uno de los zapatos de Peter y se lo lanza con todas sus fuerzas a la cabeza. Él lo esquiva a tiempo y se pone en pie, haciendo un ovillo con toda su ropa y trastabillando para salir de la habitación antes de llevarse de recuerdo algún moratón difícil de justificar ante Linda.

En cuanto Emma escucha la puerta cerrarse, se deja caer sobre la cama. Mira hacia los ventanales que dan a la enorme terraza de la habitación, viendo cómo los primeros rayos de sol la bañan. Consciente de que también debe haber amanecido en Nueva York, decide ahogar sus penas con Kat. Alcanza el teléfono y busca su número en el listado de llamadas recientes, algo que no le lleva más de dos segundos.

—Aaaaarg… —gruñe Kat después de varios tonos—. Eh… ¿Qué…?

—Qué bien que estás despierta. Necesito desfogarme.

—Yo… Esto…

—Kat, ¿estás bien?

—Pues… —Carraspea varias veces, antes de volver a hablar. O a intentarlo, al menos—. Según lo que entiendas tú por estar bien.

—Me he acostado con un impresentable.

—A ver… —Emma la oye removerse entre las sábanas, resoplando y bostezando de forma ruidosa y prolongada—. No te lo tomes a mal, pero eso no es ninguna novedad. ¿Dónde estás?

—En República Dominicana.

—Joder… Qué envidia me das… Eso es un curro… —susurra Kat.

—¿Podemos centrarnos en lo que nos atañe?

—Me asombra que hables en plural.

—¿Desde cuándo eres mi amiga? ¿Cuántas veces te he aguantado el pelo mientras vomitabas en el váter? ¿Cuántas fotos me obligas a hacerte hasta que encuentras una a la que no ponerle ni una pega? ¿Cuántas…?

—Vale, vale, vale. Lo pillo. El impresentable. Hablemos de él. ¿De qué tipo era? ¿De los petulantes que se creen perfectos, de los fanfarrones con calzoncillos comprados en la tienda de «todo a un dólar», de…?

—De los que se les olvida quitarse el anillo cuando toman el sol —la corta Emma. Kat chasca la lengua y resopla con fuerza—. ¿Qué?

—Nada.

—Dilo.

—No, porque te enfadarás conmigo.

—Haberlo pensado antes de cagarla chascando la lengua de esa forma en vez de ayudarme con un discurso más comprensivo con mi desolación y mi ira. Desembucha.

—¿Cuándo dejarás de buscar al hombre perfecto? ¿Por qué no te dedicas solo a pasarlo bien y dejas que surja? Déjate llevar. Deja que… él te encuentre a ti. Deja de buscar. Deja de… ver a un marido potencial en cada tío al que conoces.

Se crea un silencio tenso entre ambas, solo roto por sus respiraciones.

—Te odio. —Lo rompe Emma.

—Lo sabía. Pero sabes que tengo razón. ¿Por qué no te limitas simplemente a pasarlo bien? ¿Estaba casado e intentó ocultártelo? ¿Qué más da? El capullo es él. Si no te llegas a fijar en ese pequeño trozo de piel blancuzco, no te habrías dado ni cuenta.

—Además, follaba fatal —confiesa Emma, con un tono bastante menos resentido.

—¡Eso sí que es imperdonable! ¿Sabes qué te digo? Que has hecho bien en darle la patada. ¿Casado? Bueno. ¿Pésimo en la cama? No way!

A Emma se le escapa entonces la risa, relajándose ya del todo, diluyendo poco a poco el cabreo con su horroroso gusto para los hombres.

—Y a todo esto, ¿cómo está mi amigo?

—Oh, mierda… —Emma se pasa una mano por el pelo, peinándoselo hacia atrás.

—¿Le ha pasado algo?

—No. Que me jode tener que darle la razón… —Kat se queda callada, esperando alguna explicación más—. Él me advirtió anoche que esto mismo iba a pasar.

—Es un erudito, mi chico.

—¡No es tu chico! ¡Deja de decir eso, que se me ponen los pelos de punta! ¡Nunca en la vida aceptaría que tuvieras una relación con… eso!

Kat estalla en carcajadas. Todo empezó como una broma. Cada vez que Emma se quejaba de alguna de sus «conquistas», Kat le hacía ver que el único hombre que no la había decepcionado y que era una constante en su vida era Stu. Emma ponía cara de asco, simulaba las arcadas y ambas estallaban en carcajadas. Pero entonces llegó un día en el que Kat empezó a insinuar que, quizá, las camisetas viejas de los Cazafantasmas y las raídas Converse eran un complemento sexy, y que el leve sobrepeso de Stu podía remediarse con un par de meses de spinning.

—Cuídamelo mucho, ¿vale?

—Te cuelgo, Kat.

—Perfecto —contesta, sin inmutarse un ápice por su amenaza—. Llámame cuando estés en casa.

Emma cuelga y se deja caer hacia atrás en la cama, aún con la sábana rodeando su cuerpo. Fija la vista en un punto cualquiera del techo, intentando ordenar sus pensamientos. Aunque le cueste admitirlo en voz alta, Kat tiene parte de razón. Debería dejar de empecinarse en convertir a todos sus pretendientes en maridos potenciales. Pero es muy triste que con treinta años, casi treinta y uno, aún no se haya cruzado con ningún candidato decente. A su edad, su madre llevaba casi diez años casada y ya había parido dos veces, algo que le recordaba a menudo, básicamente, cada vez que se reunían y le preguntaba si había conocido a alguien.

Alan fue lo más parecido a un firme candidato con el que cortar un pastel con una inscripción de «Felices para siempre». Era perfecto: estudiante de Medicina, miembro de una de las mejores fraternidades de la Universidad de Columbia, con unas notas envidiables, un Camaro aparcado en el garaje y un futuro prometedor como cirujano en el hospital de cirugía estética del que su padre era principal accionista. Era perfecto hasta que Emma se enteró de que, un par de meses después de empezar a salir con ella, dejó embarazada a Rosario, la chica de servicio que sus padres tenían contratada en casa. Ellos se ocuparon de esconderlo todo, pagándole el aborto y dándole una suma de dinero considerable para callarle la boca. Ella accedió porque, además, consiguió un contrato de trabajo que le permitió quedarse en los Estados Unidos, casarse y poder comprarse una pequeña vivienda junto a su marido.

Pero Emma no pudo soportarlo. Él le juró que solo había sucedido una vez, pero ya estaban juntos, y ella sintió que nunca podría volver a confiar en él. Así que, a pesar de que Alan era su pasaporte a la felicidad, optó por dejarlo. Se sintió como cuando compras un boleto de lotería de esos en los que tienes que rascar tres casillas para conseguir un premio. Había rascado las dos primeras y solo le faltaba una para llevarse el premio gordo… pero rascó y perdió.

En ese momento, el móvil emite un pitido informándole de que ha recibido un correo electrónico. Al ladear la cabeza para mirar la pantalla, ve que se trata de un correo del señor Hanson, el director del canal. Se incorpora y abre la aplicación a toda prisa, algo extrañada. No es habitual recibir correos electrónicos de su parte…

«¿Será una carta de despido?», se descubre pensando, aunque enseguida desecha la idea, ya que, en ese caso, no le escribiría él en persona, ¿no?

«Pues entonces puede que sea un aumento… Ya. Claro. No te despiden por correo, estamos de acuerdo. Pero tampoco lo usan para informarte de un aumento de sueldo».

 

De: Oliver Hanson

Para: Emma Campbell

Asunto: Reunión urgente

Cuerpo:

Emma, te emplazo a una reunión el lunes de la próxima semana a las nueve de la mañana en mi oficina.

Sé puntual.

 

—Genial. No me despiden por correo electrónico. Lo harán en persona.

 

* * *

 

Cuando Emma llega al restaurante, echa un vistazo alrededor hasta encontrar a su compañero devorando un plato rebosante de huevos revueltos y beicon.

—Me da a mí que va a necesitar algo más que unos meses de spinning… —susurra, acordándose de Kat.

Coge un plato y se dirige al mostrador de la fruta, donde se sirve un par de kiwis y llena un vaso con zumo de naranja. Entonces se dirige a la mesa y se deja caer en la silla. Stu levanta la cabeza y mira el plato de ella.

—Ummm… ¿La noche no fue como tú pensabas?

—Buenos días para ti también, aunque no responderé a tu pregunta porque no te incumbe.

—Uuuuuuh… Qué mala leche de buena mañana —dice, señalando luego los kiwis con un movimiento de cabeza—. ¿Problemas intestinales?

—A esto se le llama desayuno saludable, Steward, no lo que te metes entre pecho y espalda. Gracias por preocuparte. Por cierto, hoy tenemos que volver a filmar varias tomas en la playa. Creo que es mejor grabarlas al atardecer, ya que la luz es más cálida y suave y resalta mejor mi bronceado.

—Lo creas o no, el programa trata de viajes, no de ti. Las mejores tomas se las tiene que llevar el paisaje, no tu bronceado.

—Ya, claro. Por eso el título del programa es Viaja con Emma y, como yo soy la protagonista, cuento lo que me da la real gana —contesta ella, mirando alrededor con cierto disimulo.

—Ojalá ese mail sea para despedirme. Al menos, no tendré que soportarla más… —susurra Stu.

—¿Cómo? —pregunta de repente ella, girando la cabeza bruscamente—. ¿Qué mail? ¿Tú también has recibido un mail del director?

—Sí… Uno algo escueto, en realidad…

—¿Y crees realmente que nos van a echar?

—Rezo por ello.

Emma le mira levantando una ceja, un poco ofendida aunque acostumbrada a ese tipo de comentarios por su parte.

—Si nos quisieran echar, no nos escribiría el mismísimo director general, ¿no? Lo harían desde recursos humanos… ¿no?

—Ummm… Puede. A lo mejor, hasta ni se molestarían en escribirnos. Nos enviarían un burofax.

—Puede que quieran darnos un aumento… —Stu es incapaz de aguantar la risa—. ¿De qué te ríes? No suena tan inverosímil. Nuestro programa es de los más vistos en la cadena.

—¿Ah, sí? ¿En serio crees que el espectador fiel del canal está interesado en saber a qué hora del día es mejor tomarse una foto en una playa de República Dominicana o el color de bikini que mejor combina con tu tono de piel? ¿En serio, Emma? Así que reza para que te den una buena indemnización y empieza a pulir tu currículum.

De aventura con Finn

 

 

 

 

 

—En el estado de Yucatán, a unas dos horas de Cancún, se encuentra Valladolid, uno de los pueblos más coloridos de México. Fundada en 1543 por los españoles, se llamó así para rendir homenaje a la homónima ciudad de España.

Finn se descuelga la mochila, apartando su pequeña cámara GoPro con la que se dedica a grabar, y la mete en el enorme portamaletas del autobús.

—Para llegar, he comprado un billete de autobús desde Tulum que me ha costado setenta y siete pesos, el equivalente a unos cuatro dólares americanos. El trayecto dura aproximadamente una hora y media, tiempo suficiente para empaparme un poquito más de la rica y variopinta cultura del país.

Finn apaga la cámara y empieza a subir los escalones del autobús. El conductor le recibe con una enorme sonrisa, sentado en un asiento raído y quemado por el sol.

—Buenos días, señor —le saluda este.

—Buenos días —contesta Finn con su cada vez más depurado español.

—Siéntese donde guste. Partimos en cuanto me acabe el cigarro…

Finn asiente sonriendo, aún sorprendiéndose de las enormes diferencias culturales. Cada país que pisa, persona con la que habla, cada ciudad que visita tiene sus propias leyes y costumbres y, a pesar de lo que muchos puedan pensar, a Finn le resulta muy fácil acostumbrarse a ellas. Quizá sea por su capacidad de adaptación o porque siempre se ha caracterizado por tener una mente abierta. Así le crio su abuelo.

Cuando Paul Wilkins regresó de Vietnam, ya no era el mismo que cuando se fue. Se había vuelto un tipo solitario y callado, a veces incluso tétrico y siniestro. Sufría pesadillas constantes y renegaba de su país, algo que no estaba bien visto en según qué círculos. Eso alegó su mujer cuando le abandonó, llevándose a su hijo Paul junior con ella. Desde ese día, Paul Wilkins se recluyó en su casa, hasta que, muchos años después, la policía llamó a su puerta. Su hijo Paul junior y la esposa de este, de cuya existencia él se acababa de enterar, habían sufrido un accidente de coche, dejando huérfanos a sus dos hijos: Mitchell y Finnick. Pocos días después, esos dos niños se presentaron ante él, cargando un par de maletas donde metieron todas sus posesiones, dedicándole unas miradas aterrorizadas.

Paul Wilkins se encontró criando a un par de niños cuya existencia no conocía, cuando prácticamente no había tenido la oportunidad de hacerlo con su propio hijo. Quizá por eso, para intentar recuperar el tiempo perdido, se volcó en sus nietos. En esa casa nunca hubo normas que no hubieran sido consensuadas entre los tres, no había horarios preestablecidos, ni riñas que no se zanjaran con un largo abrazo.

Paul Wilkins no se había vuelto huraño ni tétrico. Simplemente, había vivido cosas que desafiaron sus creencias. Descubrió que ni los buenos eran tan buenos, ni los malos tan malos. Dejó de creer en bandos y aprendió a buscar el lado bueno de todo y de todos.

Así, Mitch y Finn crecieron hasta convertirse en dos tipos felices y soñadores, incapaces de mantenerse tanto tiempo sentados en una silla como para asistir a clase y sacarse una carrera, pero curiosos por aprender del mundo.

—¿Es usted gringo?

Cuando Finn levanta la cabeza de la pequeña pantalla de su cámara, visionando lo que lleva grabado hasta entonces, descubre a un pequeño mellado que le observa desde el asiento de delante.

—Héctor, no molestes.

—No importa —se apresura a decir Finn—. Sí, soy de Nueva York.

—¿Y qué hace tan lejos de casa? —insiste el pequeño.

Finn piensa su respuesta durante unos segundos, incapaz de dejar de sonreír. No es partidario de considerar trabajo a lo que él hace, ya que un trabajo implica una obligación que él no siente en ningún momento, pero cierto es que le reporta unos ingresos más que suficientes para poder ayudar a su abuelo y costearse los pocos caprichos que tiene.

—Vivir —acaba contestando.

—¿Vive usted aquí? Pero ¿no vivía en Nueva York?

—Héctor, por favor —le reprende su madre mientras Finn ríe a carcajadas.

—Está bien. Me has pillado. Estoy trabajando. Grabo con esta cámara y luego lo… —Se queda pensativo, buscando la palabra adecuada en español, idioma que, a pesar de haber perfeccionado mucho durante estas tres semanas, no deja de ser demasiado rico en vocabulario como para dominarlo por completo—. ¿Ponen en la televisión…?

—¿De verdad? ¿Y puedo salir yo también?

—¿Quieres salir?

—¡Claro!

—¿Te deja tu mamá?

—Mamá, ¿puedo salir en la cámara del gringo?

Ella mira a Finn con timidez, incapaz de hablar. Está indecisa, mordiéndose los labios, hasta que, ante la cara de súplica de su hijo, accede. Finn empieza a grabar mientras Héctor hace muecas con la boca y su madre, a la que graba también, sonríe divertida.

 

* * *

 

—Estamos en la plaza Central de Valladolid, el centro neurálgico de la ciudad. Es un hervidero de gente tanto de día como de noche, que suele llenarse de puestos callejeros de comida, mercadillos y espectáculos varios. Un consejo —dice, girando la cámara para coger un primer plano de su cara—, no dejéis de probar las marquesitas de queso. —Finn echa la cabeza hacia atrás y simula estar babeando—. Son como unos crepes enrollados que os harán perder el sentido por unos veinticinco pesos.

Antes de detener la grabación, Finn hace un giro de trescientos sesenta grados para enseñar la totalidad de la plaza, justo antes de correr hacia el Palacio Municipal para asomarse a uno de los balcones.

—Desde aquí podemos tener una buena panorámica y, además, el acceso es totalmente gratuito.

Se limita a grabar durante unos segundos hasta que, al apagar la cámara, dedica un momento a admirar el paisaje y disfrutar de ello. Desenrolla los auriculares, los enchufa al teléfono móvil y se los coloca en ambas orejas. Cuando la música empieza a sonar, una sonrisa relajada se dibuja en sus labios. Finn adora la sensación de sentirse perdido, de ser testigo, en soledad, del día a día de ciudades y pueblos tan lejanos a él. Es consciente de que no pertenece a ese lugar, de ser un mero turista, acogido y arropado por sus gentes. Así se sintió durante un tiempo cuando llegó a casa del abuelo. Quizá porque enseguida se sintió a gusto, adora esta sensación. Necesita conocer sitios nuevos, hacer nuevos amigos, sin dejar de ser consciente de estar de paso.

Su hermano Mitch cree que él nunca formará una familia, porque no encontrará nunca a una mujer capaz de seguirle el ritmo.

—El ser humano, por definición, necesita sentirse seguro, y parte de ello se consigue teniendo un sitio al que pertenecer, algo seguro a donde volver… La mayoría de mujeres quieren casarse y formar una familia estable, y eso es difícil de conseguir sin un lugar al que llamar «hogar».

—Qué horror… —respondió Finn.

—Por eso.

—¿Sirve mi antigua habitación en casa del abuelo como hogar?

—Créeme, ninguna mujer verá con buenos ojos tener vuestro nidito de amor en un habitáculo lleno de pósteres de los Knicks y de El Equipo A.

Mitch es algo más «normal» que él. Tiene un apartamento al que volver cada noche, pero también necesita su dosis de libertad, y por ello trabaja como instructor de paracaidismo. ¿Qué puede darte más sensación de libertad que volar?, suele preguntar. Finn sabe la respuesta: viajar.

Antes de volver a la realidad, Finn inspira con fuerza, dejándose inundar por el cúmulo de olores de Valladolid, sintiendo cada uno de los treinta y cuatro grados en su piel. Es así como se le ocurre su siguiente parada en la ciudad. Es así como suele trabajar: sin ningún guion preestablecido, sin ninguna ruta marcada en un mapa.

 

* * *

 

—La temperatura de Valladolid, como la de toda la península del Yucatán, suele oscilar entre los veinte y los treinta y cinco grados todo el año, así que mi recomendación para mantenerse fresco es, aparte de una buena cerveza bien fría, un baño en cualquier cenote. Hay decenas de ellos, incluso uno en el mismísimo centro de la ciudad, pero unos chicos de aquí me han dicho que el mejor, sin duda, es el cenote Oxman. Así que aquí estoy, subido en una motocicleta que he alquilado por quinientos pesos más una fianza de mil quinientos que recuperaré si la entrego de una pieza. —Finn hace un primer plano de su rostro y dibuja una mueca escéptica en la cara—. Afortunadamente, el trayecto es de tan solo cuatro kilómetros.

Para el motor frente a la hacienda de San Lorenzo de Oxman tan solo quince minutos después de salir del centro de la ciudad. Se quita el casco, que mete dentro de la mochila, y se revuelve el pelo con una mano. La hacienda parece solitaria, hasta que ve aparecer a un hombre entrado en años que se acerca a él con una sonrisa en la cara.

—Bienvenido —le saluda en un inglés bastante bueno.

—Gracias—contesta Finn en español—. Me gustaría bañarme en el cenote, si fuera posible…

—Por supuesto. La entrada son 30 pesos, y permite visitar el cenote, la hacienda y hacer uso de la piscina. Aunque, teniendo el cenote solo para usted, ¿quién quiere hacer uso de la piscina?

—¿No hay nadie más? —le pregunta Finn, escéptico.

—No, señor… La gente de aquí suele venir los domingos a pasar el día.

—¡Fantástico!

Después de un rato más hablando con el guarda, cruza el restaurante y la piscina, o la alberca, como la llaman allí, y llega al enorme hoyo con más de treinta metros de caída, desde el que puede ver las aguas cristalinas. Enseguida saca la cámara y empieza grabar, desde el precipicio hasta las raíces de los grandes álamos cayendo por las paredes.

—Al cenote podemos acceder a través de estas escaleras… —empieza a explicar Finn mientras las desciende, sin dejar de grabar alrededor—. Esto es maravilloso… Fijaos que, al estar algo más apartadas, las escaleras no forman parte del paisaje y, por lo tanto, no lo afean… Me gusta pensar que las cosas están tal y como las descubrieron, aunque soy consciente de que eso es imposible, por eso me encanta que lo hayan hecho así…

Entonces se da cuenta de que, a un lado, hay una pequeña plataforma con una cuerda para lanzarse al agua, así que, sin pensárselo ni un segundo, se quita las zapatillas de deporte de un puntapié y la camiseta, que lanza sobre la mochila y, cámara en mano, se agarra de la cuerda.

—Vamos allá… —dice, justo antes de coger impulso y lanzarse a las cristalinas aguas, rompiendo el silencio del lugar con un grito de alegría.

El agua está fresca, perfecta para combatir el calor. Cuando emerge, mira alrededor, admirando el paisaje casi selvático que le rodea. Se estira sobre el agua, boca arriba, extendiendo brazos y piernas, simplemente flotando en silencio, escuchando el ruido de los pájaros y el rumor del agua.

 

* * *

 

—Pero no puede marcharse hoy, señor Finn.

—Tengo que seguir mi viaje, Manuel.

—¿Y qué más da reanudarlo en un par de días? No puede marcharse justo antes de la Rebelión de Valladolid. Es muy importante acá. Algunos dicen que fue la primera chispa de la revolución mexicana. Habrá ofrendas florales en el lugar donde fueron fusilados aquellos héroes que, con su sangre y sus vidas escribieron la historia de Yucatán y México. —Finn le observa, no muy convencido, hasta que Manuel añade—: Habrá música, cerveza y comida.

—Me has convencido —asegura Finn sonriente, al igual que Manuel, que se dirige a gritos hacia la cocina de la pequeña posada que regenta.

—¡Isabel, no hace falta que desarmes la habitación del señor Finn, que se queda a pasar las fiestas! —grita, incapaz de contener su felicidad.

Isabel, su hija de veinte años, aparece por la puerta de la cocina, limpiándose las manos en el mandil que cuelga de su cintura. Al ver a Finn, sonríe y agacha la cabeza. Su tez morena no deja apreciarlo, para alivio de ella, pero el calor corporal ha aumentado varios grados al verle. Como siempre le pasa, desde hace una semana, el tiempo que lleva ocupando una de las habitaciones, concretamente, la situada justo encima de la de ella. Isabel espera que Finn no se dé cuenta de ello…

Pero él sí se ha dado cuenta. Es consciente de que no suele pasar desapercibido a las mujeres, aunque nunca suele compartir con ellas mucho más que una noche, ya que, como una vez dijo su hermano, no cree que ninguna le siguiera, y él tampoco pretender obligar a nadie a hacerlo.

Cada vez que se han cruzado por los pasillos del hostal, ella ha dado muestras de su nerviosismo, sonrojándose al saludarle. Pero Finn, lejos de querer incomodar a la inocente chica, quince años menor que él, intenta mantenerse neutro, sin sonreír demasiado, sin mirarla demasiado, sin moverse demasiado…

—¿Sabes qué puedes hacer, Isabelita? —interviene entonces de nuevo Manuel, llenando el incómodo silencio que se ha creado en la pequeña recepción—. Esta noche puedes acompañarle, enseñarle los festejos…

—¡No! —grita ella de repente, muerta de vergüenza.

—¡Isabel! ¡Esos modales!

—O sea… Es que… —balbucea ella, arrepentida del tono, que puede haber sonado un poco desagradable, debatiendo qué hacer.

—No quiero molestar… —susurro yo, intentando facilitar las cosas.

—¡No es molestia! ¡¿A que no, Isabelita?

—Papá, no me llames así… —se queja ella, entre dientes, justo antes de chasquear la lengua y claudicar—: Nos vemos a las ocho aquí abajo.

Se da la vuelta rápidamente y se mete de nuevo en la cocina.

—No sé qué le pasa a esta niña… Lo siento, señor Finn.

—No se preocupe, Manuel. Y gracias de nuevo por su hospitalidad.

—Un placer. Es usted un gringo legal, de los que no quieren muros.

—Gracias —ríe Finn.

 

* * *

 

—Lo siento —se excusa Finn, mientras caminan por las abarrotadas calles del centro de Valladolid, uno al lado del otro, lo suficientemente separados como para no rozarse, aunque viéndose obligados a acercarse mucho cuando el gentío hace casi imposible avanzar—. Supongo que te he… ¿Cómo se dice…? Joder los planes —dice en inglés, incapaz de encontrar la traducción adecuada.

—No pasa nada… Lo creas o no, mis planes iban poco más allá de lavar los platos y meterme en la cama con un libro.

—Aun así, lo siento. No sé si soy mejor compañía que un buen libro.

Finn se da cuenta enseguida de que su comentario ha hecho mella en Isabel, que hace lo posible por no cruzar la mirada con la suya.

—Tengo hambre. Te invito a cenar. Tú mandas —se apresura a decir para intentar cambiar el ambiente enrarecido entre ambos.

Afortunadamente, la expresión de ella parece relajarse y, asintiendo con la cabeza, empieza a conducirle a través de varias calles hasta llegar a una plaza llena de puestos callejeros. Parece buscar uno en concreto, hasta que da con él y, tirando de la mano de Finn, le arrastra con ella. No parece darse cuenta del gesto hasta que se detienen frente a la pequeña caseta.

—Dos platos de poc chuc y dos cervezas, por favor.

Finn asiste alucinado a cómo el tipo del puesto saltea carne en una enorme plancha, donde va echando especias y salsas hasta que, unos pocos minutos después, les tiende un par de platos humeantes.

Después de pagarlos, Isabel le da uno.

—¿Nos sentamos por ahí?

La sigue hasta que encuentran un hueco en la abarrotada acera, llena de gente como ellos, cargados de comida y bebida. Cuando se sientan, ella espera expectante a que dé el primer bocado, que resulta estar increíblemente bueno. A pesar de lo que quema y de que es algo picante, disfruta cada bocado que se lleva a la boca.

—¿Cómo has dicho que se llama? —le pregunta.

—Poc chuc. Es un plato típico de la comida yucateca. Carne de cerdo marinada en naranja agria que se acompaña normalmente de arroz, cebollas moradas, frijoles refritos y aguacate.

—Pues está muy bueno.

—Me alegro.

Isabel mira atentamente los brazos de Finn, llenos de tatuajes.

—Son recuerdos de los sitios en los que he estado —le aclara él, dejando el plato en el suelo y extendiendo ambos brazos para mostrárselos bien—. Da igual lo que sea… Una palabra, un lugar, una comida… Lo que sea que, mirándolo, me transporte hasta ese lugar.

—¿Ya has pensado qué hacerte de aquí?

—Pues este plato de poc chuc me está poniendo la elección muy complicada… ¿Qué tal quedaría en mi piel? —Isabel ríe a carcajadas, tapándose la boca con una mano—. Ahora en serio, ¿qué me recomiendas?

—Mejor un taco —prosigue ella, incapaz de dejar de reír—, o una catrina.

—¿Una… catrina?

—Sí. Una calavera mexicana. Son parte del folklore de México y se asocian con el día de los muertos. Pueden ser de colores o en blanco y negro. Tienen un punto tétrico, aunque también pueden ser divertidas.

—Está bien… Lo pensaré.

Finn levanta la vista hacia el grupo de mariachis que amenizan la velada y a la gente que se congrega alrededor de ellos. La plaza está adornada con guirnaldas de color rojo, verde y blanco, y el cielo estrellado lo convierte todo en un escenario perfecto.

—También podrías tatuarte mi nombre; así siempre te acordarías de mí… —susurra ella entonces.

Ambos se miran durante varios segundos, sonriendo. Finn es consciente de que Isabel se siente atraída por él. Y por un momento valora seriamente dar ese pasito adelante. Es muy atractiva, con unos enormes ojos negros y una tez aceitunada, con el pelo negro y lacio recogido en un moño imperfecto. Pero también es consciente de su juventud y su inocencia. Algo en su mirada le dice que, pasados los días, cuando él se marchara, ella se sentiría mal consigo misma.

—Isabel, yo… Joder, qué difícil… —suelta Finn en inglés, haciendo el ademán de dejar el plato en el suelo.

—Lo sé, pero… —le corta ella—. En realidad, no es culpa mía, es tuya.

—¿Culpa mía? —pregunta Finn, mientras Isabel ríe a carcajadas.

—¡Sí! Tienes pasión en los ojos, y eso es algo… arrollador.

—¿Pasión? Yo no quería dar a entender nada…

—Pasión por lo que haces. Miras todo como si quisieras grabarlo en tu memoria para siempre. Escuchas atentamente lo que te cuentan como si luego fueran a hacerte un examen. Vives cada minuto de forma tan intensa, que es inevitable sentirse atraída hacia ti. Como si fueras un imán. Aunque no quieras, es irremediable.

—Vaya… —Finn abre muchos los ojos, levantando las cejas, incapaz de articular palabra durante un buen rato.

—Pero no soy tonta. Sé que nadie puede retenerte durante mucho tiempo en un mismo sitio. Y tú no tienes pinta de querer tener una mujer en cada puerto… Tienes mucha pasión en los ojos, pero algo me dice que solo estás dispuesto a compartirla con una única mujer.

Finn la observa detenidamente, sonriendo de medio lado.

—Lo estás volviendo a hacer… —ríe Isabel.

—Lo siento.

—No te disculpes. No dejes de hacerlo.

—Me encanta la sensación de no pertenecer a un lugar. Sé que es extraño, porque todo el mundo necesita un sitio al que volver… y yo no.

—¿Cuál es tu próximo destino?

—Mi intención era ir a Europa, pero esta mañana he recibido un correo electrónico del dueño de la cadena de televisión para la que trabajo, pidiéndome que me reúna con él en Nueva York. Así que supongo que vuelvo a casa.

—No pareces muy entusiasmado con la idea… ¿No tienes a nadie que te eche de menos allí?

—Sí, sí… Tengo a mi abuelo y a mi hermano en Nueva York. Les adoro y sé que ellos a mí, pero no necesito volver a ellos. Tengo bastante con saber que están bien, con hablar con ellos de vez en cuando… Ahora, por ejemplo, mientras esté en Nueva York, me quedaré en casa del abuelo, donde tengo aún mi antigua habitación, me tomaré unas cervezas con mi hermano, puede que llame a algún amigo, pero estaré deseando volver a irme. Tengo una necesidad imperiosa de conocer sitios, nuevas experiencias, de… vivir.

—Hasta que encuentres a tu persona ancla.

—¿Mi persona ancla?

—Aquella que te retenga allá donde esté.

Entonces se produce un largo silencio entre ellos. Isabel levanta la vista y observa al gentío, que baila, come, bebe o charla mientras que Finn sopesa las palabras de ella. Su persona ancla… ¿Realmente existirá alguien capaz de retenerle siempre en un mismo sitio? ¿Se cree Finn capaz de vivir preso de una rutina, con un horario estipulado, formando una familia normal, si alguien se lo pidiera?

—Ni hablar —asevera, totalmente convencido—. ¿Quieres bailar?

Isabel levanta la cabeza para mirarle. Finn ya se ha puesto en pie y le tiende una mano.

—¿También sabes bailar? —le pregunta ella.

—Digamos que carezco de vergüenza y me da completamente igual lo que los demás piensen de mí.

—O sea, que bailas fatal.

—Juzga por ti misma —contesta él, moviendo las cejas arriba y abajo.

Dos maletas y un destino

 

 

 

 

 

Con la barbilla apoyada en la mano, Emma mantiene la vista fija en el paisaje que discurre a través de la ventanilla del taxi. Edificios que se pierden más allá de lo que alcanza la vista, peatones que parecen moverse siguiendo una estudiada coreografía para no tropezarse unos con otros, conductores impacientes, puestos callejeros de comida, pequeños comercios de barrio que conviven con enormes centros comerciales, letreros luminosos encendidos de día y de noche…

—El tráfico está hoy peor de lo habitual, señora.

—No se preocupe —le contesta al taxista, justo de añadir para sí misma—: No tengo ninguna prisa por llegar.

Emma está convencida de que van a despedirla, a pesar de los intentos de Kat por hacerla cambiar de opinión, del apoyo de su madre o de la promesa de su padre de contratarla de pasante en su bufete de abogados. Al fin y al cabo, ir de un lado a otro por el mundo no es un trabajo «como Dios manda», según su padre.

—Sería tu oportunidad para trabajar en algo… normal —le dijo.

—¿Por normal entiendes aburrido? No me mires así, papá. No todos estamos hechos para pasarnos más de ocho horas entre cuatro paredes, sentados detrás de un escritorio.

—Claro que no. Emma prefiere pasarse ocho horas tirada en una tumbona bajo el sol de Acapulco, con un camarero con el torso de Thor sirviéndole margaritas y guiñándole el ojo —intervino Lyn, su hermana mayor.

—Búrlate lo que quieras, idiota —soltó Emma.

—No me burlo, no te creas… En realidad, estoy de acuerdo contigo: te van a echar. No dejaba de asombrarme que hubiera alguien tan estúpido como para pagarte por hacer eso… Parece que, por fin, han abierto los ojos.

—Gracias por tu apoyo, hermana querida —contestó Emma, dibujando una mueca de asco en su boca.

—Evelyn y Emma, recordadme cuántos años tenéis, queridas… —interviene su madre con cierto tono de exasperación, intentando poner paz entre las dos hermanas cuyas peleas, a pesar de llevarse un año, han sido siempre una constante.

Es lo que más odia de volver a casa, tener que volver a convivir bajo el mismo techo con las miradas reprobatorias de su padre, que sigue cabreado con ella por no haber seguido sus pasos, los constantes comentarios mordaces de su hermana y las quejas de su madre acerca del comportamiento de las dos. Ojalá pudiera comprarse un apartamento para ella sola… El problema es que su sueldo no le da como para poder permitirse uno de su gusto en Manhattan.

—Llegamos. Serán veintitrés con cincuenta.

Emma mira al conductor y luego gira la cabeza para comprobar que, efectivamente, se encuentran frente al edificio que alberga la sede de la cadena de televisión. Después de sacar la tarjeta de crédito y pagar la carrera, se apea del taxi y, colgándose el bolso en el hombro, empieza a caminar hacia la enorme puerta.

—Señorita… —la saluda al portero, agarrándose la gorra del uniforme e inclinando la cabeza mientras le abre la puerta.