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Harper F, Historias en Femenino JUNTOS PODÍAN SOÑAR; SEPARADOS, SUS VIDAS HAN PERDIDO ALEGRÍA. Ava es una adolescente con una vida demasiado fácil y llena de sueños por cumplir, mientras que la de Sam está llena de oscuridad. Ella cree haber encontrado al chico con el que vivir las aventuras que tanto desea y él, a la chica que le hace creer que puede soñar con algo mejor. Pero el destino los lleva por caminos diferentes. Veintitrés años después, Ava es teniente de policía, mientras que Sam ha ido acumulando malas decisiones. En los reencuentros vuelven a compartir confidencias, cervezas… y algo más. Sin embargo, los chicos de antaño se han convertido en adultos con menos tiempo para soñar y que se debaten entre su relación y su trabajo. —¿Con qué sueñas, Ava? Cuando giro la cabeza, le descubro a milado. El aire también le despeina, apartando el pelo de su cara. —Con una ventana a las estrellas. —Sam me mira confundido, entornando los ojos y frunciendo el ceño. Sonriendo orgullosa, miro las nubes moverse rápidamente en el cielo y suelto un largo suspiro—. Sueño con no dejar de ver nunca las estrellas, ni siquiera dentro de mi casa. Por eso quiero una ventana en el techo, sobre mi cama, para poder verlas incluso si abro los ojos de madrugada.
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Seitenzahl: 468
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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
Una ventana a las estrellas
© 2021 Anna García
© 2021, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: CalderónStudio
Imágenes de cubierta: Shutterstock
ISBN: 978-84-18976-12-4
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
1998
1
2
3
4
5
6
7
8
2017
9
2021
10
11
12
13
14
Epílogo
Agradecimientos
A todos aquellos que se toman unos segundos al día para mirar las estrellas. No dejéis de soñar jamás.
—Recordad que este año, entre otras tantas cosas, participaremos en el mercadillo navideño del instituto vendiendo galletas, pasteles o cualquier dulce que queráis —nos explica el señor Oliver, nuestro profesor—. Con lo que recaudemos, financiaremos parte del viaje de fin de curso.
Todos estallamos en aplausos y vítores, y nos ponemos a hablar entre nosotros.
—¿A dónde crees que nos llevarán este año? —me pregunta Andrea, sentada en el pupitre delante del mío.
—No lo sé, pero espero que sea un sitio mejor que el del año pasado…
—Psss… Ava… Eh, Ava…
—¿Qué quieres, Jackson? —le pregunto mientras me doy la vuelta para mirarle.
—¿Querrás compartir habitación conmigo? —Jackson mueve las cejas arriba y abajo, con una sonrisa socarrona dibujada en los labios. Yo me limito a chascar la lengua mientras niego con la cabeza mostrándole una mueca de asco, justo antes de volver a mirar hacia delante—. Sé que te gusto. No lo puedes negar…
—Por favor, chicos… —El señor Oliver intenta llamarnos la atención, aunque le está resultando complicado—. Ahora, abrid el libro de lectura por donde lo dejamos, que vamos a hacer lectura conjunta.
Jackson sigue insistiendo, esta vez tirándome del pelo.
—¡Ah! ¡So bruto! ¡Tócame de nuevo y te rompo el dedo!
—Ava y Jackson, por favor, parad u os tendré que pedir que salgáis.
—¡Pero es él que…!
El señor Oliver levanta un dedo para pedirme que me calle y yo, resignada, resoplo hastiada y recuesto la espalda en la silla. Detrás de mí, oigo la risa socarrona de Jackson.
—La tengo en el bote… —se pavonea frente a alguno de sus amigotes.
Estoy a punto de volver a darme la vuelta para plantarle cara de nuevo cuando alguien llama a la puerta del aula. El señor Oliver está unos minutos fuera, lo que provoca la anarquía total en clase. El volumen de las conversaciones sube varios decibelios hasta que él vuelve a entrar, esta vez acompañado por un chico. De repente, nos vamos callando de forma progresiva mientras les seguimos con la mirada hasta que se detienen frente a la pizarra.
—Chicos, él es…
—¡Bruce Lee! —grita Clark desde la primera fila, poniendo los brazos como si estuviera haciendo una llave de kárate.
El chico, automáticamente, agacha la cabeza aún más e incluso encoge los hombros, tratando de esconderse.
—Clark, por favor. No voy a tolerar ni una falta de respeto —dice, justo antes de dirigirse a todos, agarrándole de los hombros para intentar darle algo de confianza—. Él es Samuel, y hoy es su primer día. ¿Prefieres que te llamemos Samuel o Sam?
El chico agacha la cabeza y clava la vista en el suelo mientras treinta pares de ojos le miran de arriba abajo. Pronto empiezan los cuchicheos.
—Me… da igual… —susurra con un hilo de voz.
—¿Quién es? —le pregunto a Andrea, inclinándome hacia ella.
—No le había visto jamás —contesta, encogiéndose de hombros.
—Creo que vive en esa cabaña ruinosa cerca del pantano —interviene Joshua a su lado.
—¿Qué dices? Ahí es imposible que viva alguien… —contesta ella.
—Que sí… Te lo digo yo. Mi padre le vendió la camioneta a su padre el año pasado, y le vi allí cuando le acompañé a llevársela. El sitio está hecho un asco y parece que se vaya a caer en cualquier momento…
—Él también da asco —interviene entonces Jackson con un tono de voz lo suficientemente alto como para que toda la clase lo oiga, incluido Sam.
—¿Cómo va a ser ese su padre? Si es chino…
—Chicos, basta… —nos pide el señor Oliver, cada vez más enfadado.
Frunzo el ceño y miro fijamente a ese chico cuyo aspecto sí parece bastante dejado. Su ropa es vieja, seguro que salida del cajón de las donaciones de la iglesia. Sus zapatillas de deporte están sucias y con los cordones rotos, y lleva el pelo bastante largo y despeinado, tapándole la frente y los ojos.
—Sam, ¿quieres contar algo de ti para presentarte al resto de la clase? —Niega con la cabeza levemente, aún sin levantar la vista del suelo—. Está bien. No hay prisa. Tómate todo el tiempo que necesites. Te puedes sentar en ese pupitre libre de ahí.
Y el destino quiere que ese pupitre esté justo a mi lado. Sam camina hacia él sin cruzar la mirada con nadie y se sienta encogido, apoyando los brazos sobre la mesa.
—Ava, ¿puedes acercar tu pupitre al suyo y así compartís el libro?
Lo arrastro hasta pegar mi mesa a la suya y pongo el libro entre los dos. Le miro sonriendo con timidez, aunque él ni siquiera me mira.
—Robin, ¿empiezas tú? —prosigue el señor Oliver.
Robin empieza a leer y yo me inclino hacia el libro, esperando que Sam haga lo mismo, pero él sigue inmóvil en la misma posición. Señalo la línea que está leyendo para que sepa por dónde vamos, pero él sigue sin fijarse. Entonces agacho la cabeza e intento buscar su mirada, pero él me rehúye, escondiendo su cara con el pelo. Nos tiramos un buen rato jugando al gato y al ratón, hasta que me canso y decido centrarme en el libro.
—Es extraño…
—Y huele raro…
—Cierto. No entiendo cómo Ava no se ha desmayado…
—¿Y ese pelo? Apuesto a que no ha pisado una peluquería en su vida.
—Dicen que no había ido nunca al colegio ni al instituto, y que no sabe leer ni escribir.
—Dice Joshua que es el hijo de ese borracho… Wilkins. No recuerdo su nombre…
—Pero si el chaval tiene los ojos rasgados… No puede ser.
—Su madre será china. ¿Alguien la conoce?
—Mi madre me contó que ese tal Wilkins mató a una tía. ¿Sería ella?
—¿Su padre mató a su madre? Joder. ¿Y él lo vio? El noventa por ciento de los asesinos en serie han presenciado actos violentos al menos una vez en su vida. Yo no me acercaría mucho. Ava, ¿por qué no le pides al señor Oliver que le siente lejos de ti?
—¿Para qué? ¿Para que lo siente cerca de alguna de las demás? Ni hablar. Que lo aguante ella.
—Él no vivía en casa de sus padres —interviene Joshua—. Creo que vivía con su abuela, en Brooklyn.
—¿Dónde está eso?
—En Nueva York, idiota.
—¿Y por qué no come nada?
—Porque su padre se habrá gastado todo el dinero en el bar de Bronson.
Mientras todos hablan de él, yo le observo en silencio. Está sentado en el suelo, en un lateral del patio, con las rodillas encogidas, agarrándose las piernas. El pelo le cae sobre la cara, como si se estuviera escondiendo. De repente, movida por un impulso, empiezo a caminar hacia él.
—¿Ava…? ¿A dónde vas? —escucho que me preguntan a mi espalda.
—¿Estás loca?
—¿Qué hace? ¿No me digáis que va hacia el apestoso?
—¡Te va a contagiar la peste! —grita entonces Joshua, desatando las risas de los demás.
—Hola —le saludo de forma resuelta—. Soy Ava, la que se sienta a tu lado.
Sorprendido, levanta la cabeza y entonces, por primera vez, nuestras miradas se encuentran. Tiene los ojos algo rasgados y pequeños, de color negro.
—¿Qué quieres? —me pregunta después de mirar más allá de mi espalda, seguramente hacia mis amigos, que nos observan detenidamente.
En realidad, no sé qué responder. No sé qué pretendía al acercarme. Es como si una fuerza magnética me atrajera hacia él. Me humedezco los labios varias veces, pero no sé qué decirle, así que abro y cierro la boca varias veces mientras le observo ladeando la cabeza. Con el ceño fruncido, confundido, él imita mi gesto.
—¿Es cierto que no sabes leer? —suelto entonces, sin pensar.
A mi espalda oigo risas y aplausos, mientras yo, arrepentida de mis palabras, cierro los ojos con fuerza y aprieto los labios hasta convertirlos en una fina línea. Los abro lentamente cuando le oigo moverse. Se levanta y se aleja, caminando cabizbajo, con las manos en los bolsillos mientras yo me siento una miserable.
—¡Eso ha sido la hostia…! —me arenga Jackson, pasando su brazo por encima de mis hombros.
—¿Habéis visto la cara con la que se iba? Acojonante, Ava —añade Zack.
—Pero no me ha quedado claro, ¿sabe o no sabe leer? —pregunta Edith, desatando las carcajadas de todos los demás.
Durante unos segundos le observo alejarse e incluso valoro seguirle, pero no lo hago. Incluso pienso que podría gritarle para pedirle perdón, pero, en vez de eso, me quedo callada.
—¿Qué tal ha ido el instituto, chicas?
—Bien. Hoy la señora Brown no ha venido, y las dos primeras horas no hemos hecho nada. Luego han enviado al profesor de gimnasia y se nos ha acabado el chollo. —Siento los ojos de mi madre clavados en mí, esperando que intervenga, pero yo sigo en mi mundo, pensando en ese chico nuevo—. El examen de Cálculo me ha ido bastante bien. No creo que saque menos de un siete.
—¿Tú no tienes nada que contarme, Ava? —me pregunta entonces mi madre mientras yo remuevo los guisantes de un lado a otro del plato, con el codo apoyado en la mesa y aguantándome la cabeza con la mano.
Levanto la vista del plato y la miro, dudando si hablarle de Sam o no.
—¿Qué le pasó a la mujer de Frank Wilkins?
Mi madre me mira con la boca abierta, dejando el tenedor a medio camino de la boca. Los guisantes, como cabía esperar, caen del mismo, unos al plato, otros al suelo.
—¿Frank… Wilkins…? —No sé si se está haciendo la tonta o realmente está sorprendida, pero parece que intenta evitar responderme—. ¿A qué viene eso ahora…?
Niego con la cabeza, encogiéndome de hombros.
—No sé… Por… saberlo.
—¿De qué conoces a Frank Wilkins? —insiste ella.
—De nada. Era solo… curiosidad.
—Hay un chico nuevo en su clase —interviene de repente Alice, regalándome una sonrisa diabólica, moviendo incluso las cejas arriba y abajo.
—¿Un chico nuevo? —se interesa mi madre con un claro gesto de alivio en el rostro ante el que ella cree que es un cambio de tema—. ¿Es nuevo en el pueblo?
—Eh… No sé… —contesto mientras remuevo los guisantes de mi plato.
—Es el hijo de Frank Wilkins.
Suelto el tenedor con fuerza sobre el plato y miro a Alice cruzando los brazos sobre el pecho mientras los ojos de mi madre se abren como platos y me miran fijamente.
—¿Es eso cierto? ¿Ava? ¿Me estás escuchando? Te estoy hablando. ¿Es cierto? ¿El hijo de Frank Wilkins es tu nuevo compañero de clase?
—Supongo… No lo sé… Eso es lo que dicen los demás.
—No entiendo cómo no se nos ha informado a los padres de ello.
—¿En serio crees que el director debería haber informado al resto de padres de que iba a empezar un niño nuevo? —le pregunto a mi madre, realmente sorprendida.
—Si es el hijo de Frank Wilkins, sí. Es problemático. No puede traer nada bueno.
En ese momento, oímos la puerta principal abrirse.
—¡Hola, chicas! ¡Siento llegar tan tarde! —dice a mi padre desde el recibidor.
En cuanto llega al comedor, nos da un beso a las tres, pero entonces se percata de la cara de preocupación de mi madre.
—¿Qué pasa, cariño? —le pregunta.
—El hijo de Frank Wilkins ha empezado hoy en el instituto. Va a clase con Ava.
—Aléjate de él —me pide enseguida mi padre, en un tono severo y con gesto serio.
—¿Por…? —Carraspeo para aclararme la voz—. ¿Por qué?
—Porque yo lo digo.
—Pero… —intento replicar—. Él no… No lo entiendo…
—Ava, haz lo que te decimos —vuelve a intervenir entonces mi madre. Ella y mi padre se miran durante unos segundos, hasta que ella le dice—: Deberías llamar al director del instituto para pedirle explicaciones.
—¿Explicaciones? ¿Por qué? No entiendo nada…
Confundida, miro a uno y a otro hasta que por fin mi padre abre la boca.
—Frank Wilkins no es de fiar. No es trigo limpio. Bebe y dicen que trafica con droga. Dicen que la madre de su hijo, una camarera de la zona, se suicidó por su culpa…
—Dicen, dicen, dicen… ¿Acaso estáis seguros de algo? ¿O todo son comidillas y cotilleos que cuentan las viejas del pueblo? —pregunto alzando la voz y poniéndome en pie, enfrentándome de algún modo a ellos.
—¡Todo el mundo sabe que ese hombre no es de fiar! —grita desesperada mi madre.
—¡Vale! ¿Y qué tiene que ver todo eso con Sam? —Me descubro ya gritando, totalmente enloquecida—. ¡Además, en caso de ser verdad, lo hizo su padre, no él…!
—De tal palo, tal astilla —asevera de nuevo mi madre, muy seria.
—¿Te ha dicho algo? ¿Ha hecho algo raro? —me pregunta mi padre.
—¡¿Pero qué va a hacer…?! ¡No…! —Chasco la lengua, contrariada, rebajando el tono de mi voz—. Es… bastante tímido, parece. No ha abierto la boca en todo el día…
—Pues yo te he visto hablar con él durante el recreo —interviene entonces Alice, a la que fulmino de nuevo con la mirada mientras mis padres me dedican más o menos la misma expresión.
—¡¿Ava?! ¡¿Qué parte de «mantente alejada de él» no entiendes?!
—Primero, no sabía que me tenía que mantener… alejada de él. Y segundo, ahora que lo sé, tampoco entiendo muy bien los motivos por los que tengo que hacerlo.
—Porque da bastante grima y pena. No me extrañaría que tuviera hasta piojos.
—¡Cállate, Alice! ¡Eso no es verdad! ¡Y tampoco huele mal! —grito, apretando los puños a ambos lados de mi cuerpo.
Los tres me miran sorprendidos, hasta que Alice empieza a sonreír con malicia.
—¿Te gusta Sam el piojoso? ¿En serio? ¡Te pone Sam el piojoso! —repite una y otra vez mientras mis padres parecen estar a punto de sufrir un ataque al corazón.
—¡Alice, modera tu lenguaje! —interviene mi madre—. ¡Y tú, Ava…! ¡Aléjate de ese chico!
—¡¿Pero, por qué?! ¡¿Qué os pasa?! ¡Esto es… ilógico! ¡Y tú, madura de una vez, que tienes catorce años, no cuatro! —le grito a mi hermana, justo antes de darme la vuelta y empezar correr hacia mi habitación.
—¡Ava! ¡Ava, espera! —grita mi padre.
—¡Dejadme en paz!
—¡Ava, no hables así a tu padre! ¡No hemos acabado!
—¡¿No?! ¡Pues vosotros parece que ya le habéis sentenciado hace tiempo!
Cuando cierro de un portazo, me apoyo contra la puerta mientras escucho a mis padres hablar en el piso de abajo, decididos a ponerse en pie de guerra contra el instituto por lo que ellos consideran una temeridad. Todos se creen con derecho a hablar acerca de Sam. Todos parecen tener una opinión de él sin haberse molestado en conocerle. Incluso puede que yo misma me comportara antes con él como una estúpida, sin pretenderlo realmente. Y eso, no sé aún por qué, me cabrea.
Sentado en la silla, escucho al director hablando por teléfono mientras la mujer de detrás del mostrador no deja de observarme, como si no se fiara de mí y no quisiera perderme de vista. Mantengo la cabeza agachada, mirándome las manos, que reposan en mi regazo. Entonces me doy cuenta de lo sucios que llevo los vaqueros. Quizá debería haber hecho la colada al saber que tenía que empezar a venir al instituto, pienso.
En cuanto la puerta se abre, levanto la vista y miro al director.
—Samuel, ¿estás listo?
No le contesto, pero él lo entiende como una afirmación. Al fin y al cabo, no es algo que yo pueda elegir, así que, simplemente, me resigno. Caminamos por los pasillos en silencio, hasta que le oigo carraspear. ¿Por qué la gente tiene siempre la necesidad de romper el silencio? ¿Por qué nadie es capaz de valorar ese tiempo? ¿Cómo no se dan cuenta de que la mayoría de veces rompen ese momento con palabras banales y sin sentido?
—Siento mucho lo de tu abuela… —dice, y al ver que yo no contesto, se ve obligado a llenar el silencio. Otra vez—. Así que estás viviendo con tu padre…
Asiento sin levantar la cabeza, tragando saliva. Espero que no me pregunte mucho más acerca del tema, aunque soy consciente de que, viviendo en un pueblo pequeño, somos los protagonistas de la mayoría de las conversaciones.
Cuando el director llama a la puerta del aula y el profesor sale al pasillo, miro de reojo, muy nervioso, a través del cristal detrás del cual están los que serán mis nuevos compañeros de clase. Hablan y ríen de forma escandalosa, todos tan seguros de sí mismos, tan felices y despreocupados…
—¿Él es Samuel?
—Sí. Este es su anterior expediente escolar, aunque hay varias lagunas… Se ha mudado varias veces…
—¿Vive con su padre…?
Levanto la vista y los miro de reojo. El director asiente con una expresión compungida en la cara mientras el profesor lo hace de forma solemne, justo antes de dirigirse a mí.
—Hola, Samuel. Soy el señor Oliver, tu tutor a partir de hoy mismo. ¿Estás listo?
Me encojo de hombros al tiempo que él abre la puerta y entramos. Enseguida me convierto en el centro de todas las miradas y el motivo del silencio que se va creando poco a poco en el aula.
—Chicos, él es…
—¡Bruce Lee!
Resoplo al oír la broma, encogiéndome en el sitio, deseando desaparecer.
—Clark, por favor. No voy a tolerar ni una falta de respeto —dice el profesor antes de continuar—. Él es Samuel, y hoy es su primer día. ¿Prefieres que te llamemos Samuel o Sam?
Agacho la cabeza para que el pelo me cubra la cara. Así parezco ser inmune a sus miradas, aunque no a sus comentarios. Paulatinamente, los murmullos van subiendo de volumen, y soy capaz de escuchar algunos comentarios, no demasiado amables…
—Chicos, basta… —interviene el señor Oliver.
Sin que ellos me vean, muevo los ojos y les observo. Todos bien vestidos, con su pelo bien peinado, sus libros y cuadernos sobre los pupitres y las chaquetas colgadas en el respaldo de las sillas. Mientras yo… Miro mis viejas y sucias zapatillas, que intento limpiar frotándolas contra el vaquero.
—Sam, ¿quieres contar algo de ti para presentarte al resto de la clase? —Ni por asomo, pienso mientras niego con la cabeza—. Está bien. No hay prisa. Tómate todo el tiempo que necesites. Te puedes sentar en ese pupitre libre de ahí.
Sin levantar la cabeza, arrastro los pies hacia el pupitre que me ha indicado y me encojo cuando me siento. Me encantaría ser invisible ahora mismo, o esconderme hasta que las decenas de ojos que me observan dejasen de hacerlo.
—Ava, ¿puedes acercar tu pupitre al suyo y compartís el libro?
La veo acercarse y poner el libro entre las dos mesas. Me mira y, mientras un chico empieza a leer, señala la página con un dedo para indicarme por dónde van. Se inclina algo más para acercarse a mí. Huele bien, como a… naranja, y su pelo cae en cascada a ambos lados de su cara. Sus enormes ojos buscan los míos con insistencia mientras yo intento respirar con normalidad, sin que se dé cuenta de lo nervioso que estoy.
Cuando parece cansarse de intentar llamar mi atención y se centra en el libro, me relajo un poco y aprovecho para mirar alrededor con disimulo. La clase es muy similar a la del anterior instituto donde estuve, en Brooklyn, con todos esos carteles colgados en las paredes, las estanterías llenas de libros y el mapa del mundo al lado de la pizarra. La diferencia es que aquí todos conocen a Frank, y se creen con el derecho de inventarse mi vida a su antojo.
Cuando ha sonado el timbre para salir al recreo, todos han salido despavoridos de clase. Yo no tengo libros que guardar ni chaqueta que ponerme pero, aun así, me las he arreglado para ser el último en salir.
—Sam, espera un momento… —me llama el señor Oliver—. Esta es la lista de libros del curso…
Cojo el papel que me tiende y lo miro con el ceño fruncido. Es una lista larga y no creo que Frank vaya a comprármelos, pero eso no le incumbe a nadie, así que asiento con la cabeza, justo antes de empezar a alejarme.
—No hagas caso de los comentarios. Son buenos chicos, pero eres la novedad… —Me paro y le escucho sin girarme, rezando para que no se dé cuenta de que estoy conteniendo la respiración—. Nos vemos después del recreo.
Aliviado, salgo al pasillo y saco del bolsillo mi pequeño reproductor de música. Me coloco los auriculares en las orejas y empiezo a caminar sin rumbo y algo perdido hasta que doy con el patio exterior. Dudo si salir o no, pero la necesidad de respirar aire fresco es mayor que la de permanecer oculto a los ojos de los demás. Además, espero que mantenerme apartado me ayude a pasar desapercibido. Consigo sentarme en el suelo, en el lateral del enorme patio, con la espalda apoyada en la valla. Encojo las rodillas y agacho la cabeza, protegiéndome. Miro alrededor durante unos segundos y, aunque algunos me observan, parece que paso bastante desapercibido, así que me permito el lujo de cerrar los ojos, respirar profundamente y dejarme invadir por la música que suena en mi pequeño y viejo reproductor. Era de mi madre, y es lo único que conservo de ella, ya que ni siquiera guardo su recuerdo. Yo era muy pequeño cuando murió. En realidad, tampoco me acuerdo de Frank ni de haber vivido nunca aquí, en Asheville, Carolina del Norte. Mi abuela se hizo cargo de mí cuando ella murió y lo único que repetía es que mi madre se enamoró tan perdidamente de Frank, que no pudo soportar perderle. Cuando yo le preguntaba, escurría el bulto como podía y compró mi silencio regalándome este reproductor que encontré en la caja que le enviaron los de la funeraria con todas las posesiones de mi madre. Desde ese momento, se convirtió en mi tesoro más preciado. Nunca añadí ni borré ninguna canción. Decidí dejarlo tal cual estaba, como si pudiera ponerme en su piel, saber lo que pensaba y sentir lo que sentía cada vez que le daba al play.
Ya más relajado, abro los ojos y le echo otro vistazo a la lista de libros. Quizá pueda apañármelas consultándolos en la biblioteca… O a lo mejor puedo ir comprándolos poco a poco de segunda mano si consigo algún trabajo…
De repente, alguien me tapa el sol. Una sombra se queda parada sobre mí, así que levanto la cabeza. Y entonces veo a Ava, la chica con la que he compartido pupitre. La chica que buscaba mi mirada con insistencia. La única persona que no ha cuchicheado a mi costa. La preciosa chica de ojos enormes y azules que me ha dejado sin aliento durante gran parte de la mañana.
Me mira como si me estuviera estudiando, justo antes de saludarme con una mano.
—Hola. Soy Ava, la que se sienta a tu lado.
Sorprendido, yo también levanto la palma y, durante unos segundos, nos miramos a los ojos fijamente. Puede que sea mi oportunidad para conocer a alguien. Me encantaría encontrar a esa persona con quien poder hablar, reír o, simplemente, tumbarme cerca del pantano para ver las nubes pasar. Hacer cosas sin ser juzgado. Y ella es, posiblemente, la más firme candidata.
—¿Qué quieres? —le pregunto, intentando decidir si rompo la coraza a mi alrededor y la dejo entrar o sigo mostrándome distante.
—¿Es cierto que no sabes leer? —suelta ella pocos segundos después, dejándome helado.
Oigo risas y vítores, mientras yo siento cómo se esfuma mi esperanza. La miro como si quisiera pedirle explicaciones y la veo con los ojos cerrados con fuerza y los puños apretados. Roto por dentro, me pongo en pie y empiezo a alejarme. Arrastro los pies hacia el interior del edificio y camino por el pasillo principal hacia la salida. El director está hablando con alguien en la puerta de su despacho y me sigue con la mirada hasta que se da cuenta de mis intenciones.
—¡¿Sam…?! ¡Eh, Sam! ¡¿A dónde vas?! ¡No puedes salir del recinto en horario lectivo!
Nada más traspasar la puerta, empiezo a correr todo lo rápido que puedo. Sus gritos se van acallando conforme me alejo, y la vista se me va nublando conforme mis ojos se llenan de lágrimas.
Corro hasta salir del pueblo, adentrándome en la zona boscosa que lo rodea, y sigo hasta que llego al lago. Cuando llego al final de uno de los embarcaderos de madera, me freno en seco y, con el corazón a punto de salírseme del pecho y la respiración errática, aprieto los puños y grito con todas mis fuerzas. Me siento tan vacío, tan ligero de repente, que lo hago de nuevo, con todas mis fuerzas, girando a la vez sobre mí mismo. Resulta liberador. Muchos pájaros se asustan y echan a volar, alejándose del lugar. Como todo el mundo. Todos se van. Todos me dejan.
Cuando llego a la cabaña al atardecer, aparte de la furgoneta de Frank, hay otro coche aparcado. Extrañado, subo los dos escalones del porche antes de agarrar el rudimentario picaporte de la puerta y abrirla. Nada más traspasarla, los ojos de Frank y del director del instituto se clavan en mí. Me quedo inmóvil, tragando saliva.
—¿Dónde estabas? —me pregunta Frank, muy serio aunque guardando las formas.
Si no estuviera el director delante, la pregunta habría ido acompañada de un manotazo o una colleja. Como mínimo.
—Por ahí… —respondo, agachando la cabeza.
—El director ha venido para contarme que te has marchado del instituto sin permiso.
—Bueno… yo…
—Sé que los inicios son duros, Sam. Y si necesitas ayuda, todo el equipo de profesores estamos allí para echarte una mano. Si te sientes agobiado o sobrepasado, solo tienes que venir a decírnoslo. Pero eres menor y no te puedes ir sin el consentimiento de un adulto. Por eso me he visto obligado a informar a tu padre…
Asiento sin levantar la vista, consciente de que Frank me está mirando fijamente y está muy cabreado. No se preocupa porque haya faltado al instituto, ni mucho menos. En realidad, creo que busca cualquier excusa para descargar su frustración conmigo.
—No volverá a pasar. Se lo aseguro. Me encargaré personalmente de ello —dice Frank con ese tono de voz que me hiela la sangre y que consigue que cada una de sus frases suenen a amenaza.
—Está bien. Nos vemos mañana, ¿verdad, Sam?
—Sí, señor… —susurro, intentando evitar que vea cómo me tiembla el labio inferior, consciente de lo que pasará en cuanto se marche y nos quedemos solos.
—Hola —me saluda Lisa, apoyándose en una taquilla.
—Hola…
—¿Qué te pasa?
Me humedezco los labios antes de decidirme a confesarle el motivo de mi preocupación.
—Mis padres se pusieron ayer muy pesados… Quieren venir a hablar para hacerle saber al director lo preocupados que están porque su hija comparta aula con Sam Wilkins.
—No me extraña.
—Pero él no ha hecho nada, en realidad… —me atrevo a decir, incapaz de creer que ellos opinen como los adultos.
—Él quizá no, pero lo lleva en los genes. Ayer mi madre me contó que Wilkins pegaba tanto a su mujer que ella se suicidó. —La miro con los ojos muy abiertos, tragando saliva con dificultad—. Para dejar de sufrir.
—¿Y…? ¿Y Sam…?
Lisa se encoge de hombros, justo antes de contestar.
—Ni idea. Pero yo no le había visto antes por aquí. ¿Y tú? —Niego con la cabeza—. Mi padre también quería venir a quejarse.
—¿A quejarse de quién? —pregunta entonces Zack, cuya taquilla está al lado de la mía.
—De Sam. Los padres de Ava y los míos quieren hablar con el director —le aclara Lisa.
—Ah, ya… Mis padres se pusieron frenéticos ayer.
Los escucho sin poder creer a qué viene tanto revuelo. Sam no ha abierto la boca. No ha molestado a nadie. Él no ha pedido estar aquí, frente a todos nosotros, que no hacemos otra cosa que juzgarle por algo que no tiene nada que ver con él.
—Yo pienso pasar de él, y me negaré si me toca hacer algún trabajo con él…
—Bien hecho. Yo haré lo mismo.
—Nos tendríamos que poner todos de acuerdo.
—Eh, callad. Que viene por ahí.
—¿Qué le pasa en la pierna? ¿Va cojo?
—Habrá pillado la lepra… Como dicen que no se lava…
Fulmino a Jackson con la mirada, mientras él, sorprendido, se encoge de hombros. Enseguida dejo de prestarle atención para mirar a Sam, que se acerca a nosotros por el pasillo, cojeando de forma ostensible. Camina con la vista fija en el suelo, aunque puedo ver su expresión contenida, apretando los labios con fuerza mientras mantiene el ceño fruncido. Creo que, a ratos, intenta disimular la cojera, aunque la verdad es que no lo logra realmente. Lleva unos auriculares en las orejas y agarra con fuerza un pequeño reproductor de música con una mano mientras en la otra lleva una maltrecha libreta de apuntes. Cuando pasa por nuestro lado, manteniendo la distancia, puedo ver su tez pálida, casi cadavérica, a excepción de unas ojeras oscuras bajo los ojos.
—Parece un puto zombi… —oigo murmurar a mi espalda, seguido por unas risas algo contenidas.
Sé que él lo ha oído también, porque veo su expresión contraerse un poco más, tragando saliva. Quiero hacer algo, necesito hacerlo. Quiero encararme con esta panda de idiotas que se creen con el poder de meterse con cualquiera que no se ciña a sus estándares. Quiero decirle a Sam que no estoy de acuerdo con nada de lo que dicen. Así que, aunque ya ha pasado de largo, abro la boca con la intención de llamar su atención.
—Chicos, entrad en clase —interviene entonces el director, acercándose por nuestra espalda, justo antes de dirigirse a Sam—. Señor Wilkins, ¿me acompaña un momento?
Todos le hacemos caso poco a poco, entrando en clase arrastrando los pies, sentándonos en nuestros pupitres y sacando nuestro libro. Mi mesa sigue estando pegada a la de Sam, que permanece vacía. La señora Brown entra y nos pide que bajemos la voz y prestemos atención mientras yo lo único que soy capaz de hacer es mirar hacia su asiento vacío. Hoy tampoco llevaba ningún libro, solo esa libreta vieja, así que debo mantener mi pupitre pegado al suyo, ¿verdad?
—Chicos… Necesito un favor… ¿Alguien puede ir al despacho de dirección a por unos impresos de consentimiento que me he dejado allí?
En cuanto lo oigo, me apresuro a reaccionar. Muchos levantan la mano, ya que hacer este tipo de recados es la excusa perfecta para escaquearse de clase un rato, pero esta vez soy yo más rápida, poniéndome en pie de un salto, alzando la mano y ya caminando hacia la puerta.
—Eh… De acuerdo, Ava… Gracias… —balbucea extrañada la señora Brown.
Una vez en el pasillo, miro a un lado y a otro y empiezo a caminar sigilosamente, buscándole. ¿Por qué? Ni yo misma lo sé en realidad. Creo que necesito disculparme por mi comentario de ayer, aunque en realidad no era mi intención ofenderle. Creo que quiero hacerle saber que no todos hacemos caso de las habladurías. Creo que quiero… acercarme a él y aún no sé por qué. Y he pensado que este es un buen momento… ajeno a las miradas de los demás.
Corro por los pasillos hacia el despacho de dirección y me planto frente a la puerta justo en el momento en el que Sam se dispone a salir. Sorprendidos, nos miramos a través de la ventana, apostados cada uno en su lado. Sam parpadea y frunce el ceño mientras yo me quedo inmóvil y con la boca abierta. El director está a su espalda y nos mira con curiosidad hasta que estira el brazo y abre la puerta que nos separa.
—¿Necesitas algo, Ava? —me pregunta.
—Eh… No —balbuceo mientras miro de reojo a Sam que pasa por mi lado y sale al pasillo.
—¿Y a qué debemos tu visita…? —insiste el director, abriendo los brazos.
—¡Sí! Quería decir que sí necesito algo… —sigo, intentando no perder a Sam de vista—. La señora Brown me ha mandado a por… ¡Espera, Sam!
Se detiene al instante y se da la vuelta lentamente, mirándome extrañado. Una vez he conseguido que no se marche, vuelvo a mirar al director.
—¿A por estos impresos, por casualidad? —interviene entonces la secretaria, salvándome de un ridículo asegurado.
—¡Sí, sí! ¡Eso era! —contesto con quizá demasiado entusiasmo, quitándoselos de las manos.
—Bien. Entonces, volved a clase los dos.
—Sí, señor. Por supuesto. Adiós. Y gracias —me despido con una pizca de euforia de más, ilusionada por el simple hecho de conseguir, al fin, ese rato a solas que perseguía con esta pequeña excursión.
Sam me mira entre sorprendido y asustado, apartándose incluso unos centímetros cuando me coloco a su lado. Agarro los impresos contra mi pecho y sonrío abiertamente.
—¿Qué… quieres? —me pregunta mirando a un lado y a otro del pasillo.
—Eh… Nada. Que me esperaras para volver juntos a clase.
Frunce el ceño y luego clava la vista en el suelo. Al rato, empieza a caminar cabizbajo, con los auriculares colgando del cuello y las manos metidas en los bolsillos del vaquero. Sigue cojeando, aunque no ceja en su empeño de disimularlo.
—¿Qué te ha pasado en la pierna? —le pregunto.
—Me di un golpe —me contesta sin mirarme.
Carraspea y aligera el paso.
—¿Tienes prisa por volver a clase o por huir de mí? —Sam no me contesta pero enseguida parece aminorar el ritmo. Intento contener una sonrisa mordiéndome el labio inferior—. Siento lo de ayer.
—¿Lo de ayer…?
—Sí… Ya sabes… Cuando te pregunté si sabías leer… O sea… es obvio que debes saber, si no, no estarías en el instituto… —Río de forma nerviosa, colocándome algunos mechones de pelo detrás de la oreja—. Era un rumor tonto al que no sé siquiera por qué le hice caso…
Sam asiente con la cabeza, apretando los labios con fuerza, justo en el momento en el que llegamos a nuestra aula. Ambos nos detenemos frente a la puerta y nos quedamos callados.
—Será mejor que esperes un poco antes de entrar. No vaya a ser que se piensen que venimos juntos —susurra entonces, dejándome totalmente helada y con la boca abierta.
Sin más, sin siquiera mirarme, abre la puerta y, cuando esta se cierra a su espalda, todo se sume en un silencio sepulcral, incluso dentro de mi cabeza.
—¿Por qué le miras? —La voz de Jackson me sobresalta. Me pongo una mano en el pecho y me doy la vuelta para encararle. Él, lejos de apiadarse de mí, con gesto serio, señala hacia Sam con un movimiento del mentón, e insiste—: ¿Tan interesante te parece?
—No estaba mirándole…
—¿Ah, no?
—¡No! Estaba… pensando en mis cosas.
—¿Qué cosas?
—Unas que no son de tu incumbencia.
—¿Voy luego a tu casa? —Por el rabillo del ojo veo cómo Sam baja las escaleras, poniéndose los auriculares en las orejas, y empieza a caminar calle abajo—. He pensado que podríamos ver una peli… o quedarnos en tu habitación…
Estoy a punto de perderle de vista, y eso, no sé bien por qué, me está poniendo muy nerviosa.
—No —digo de forma cortante.
—¿No, qué? Espera… ¿No…? ¿No quieres que vaya a tu casa…?
—Es que… no puedo. Lo siento.
Empiezo a bajar las escaleras a toda prisa hasta que siento que me agarran del brazo. Cuando me doy la vuelta, descubro a Jackson mirándome extrañado.
—¿No? ¿Por qué? ¿Qué vas a hacer?
—Le prometí a mi padre que le ayudaría en la tienda.
Jackson frunce el ceño durante unos segundos hasta que me suelta, no demasiado convencido. Me doy la vuelta y empiezo a caminar a toda prisa para seguir a Sam hasta que le oigo llamarme.
—Ava. —Me doy la vuelta intentando que no se dé cuenta de lo molesta que estoy—. La tienda de tu padre está por allí.
Sigo su dedo con la mirada, que apunta en la dirección contraria hacia la que yo me dirigía y por la que Sam se ha perdido hace ya un rato. Fuerzo la sonrisa y entonces, haciéndome la despistada, doy media vuelta y, a regañadientes, empiezo a caminar hacia el otro lado.
Camino cabizbajo y con decisión hasta que logro salir del pueblo. Solo entonces me relajo, levanto la cabeza y me permito coger aire profundamente. Con los ojos cerrados, subo el volumen del reproductor y dejo que la música me invada por completo. Rodeado de árboles, con una suave brisa meciendo sus ramas, cierro los ojos y abro los brazos. Tras unos segundos, empiezo a caminar entre los enormes troncos, acariciando su corteza con las yemas de los dedos, sorteando algunas ramas caídas y enormes raíces que sobresalen del suelo.
Esto es muy distinto de Nueva York. No hay prácticamente coches, y nada de polución. Tampoco hay suciedad en las calles, grandes centros comerciales, ni alcantarillas por las que sale humo o franquicias de cafeterías. No hay demasiadas tiendas, en realidad. Al menos, que yo haya visto. Por la noche aparece un manto de estrellas sobre mi cabeza, y por la mañana me despierto acompañado del canto de los pájaros y no del ruido de los coches o las sirenas de las ambulancias.
Este sitio encaja mucho más conmigo que Brooklyn. Además, aquí me siento mucho más cerca de mi madre. Sé que ella amaba este lugar y siempre soñó con formar una familia aquí, pero supongo que eligió al tipo incorrecto. Ella, una camarera de apenas dieciocho años, se enamoró perdidamente de ese tipo callado y solitario que se sentaba cada día en la mesa más apartada de la cafetería. Un tipo que nunca quiso nada serio con ella, que no le prometió amor eterno ni formar una familia, y no cambió de opinión ni siquiera cuando ella se quedó embarazada.
Llego al lago Holiday y lo bordeo hasta pisar el viejo embarcadero. La madera cruje bajo mis pies y no parece muy estable, pero no me importa arriesgarme. Cuando llego al final, me siento con algo de esfuerzo por culpa de la patada de Frank. Me subo la pernera del pantalón, apretando los dientes con fuerza.
—Joder… —susurro, tocando con cuidado la hinchazón, ya de un color morado bastante feo.
Chasco la lengua y empiezo a tumbarme, cuando oigo ruido a mi espalda. Me incorporo de un salto sin tener en cuenta el dolor de la rodilla. Intentando disimular la mueca de dolor, descubro a Ava a unos metros de mí. Ninguno de los dos nos movemos, tampoco abrimos la boca, hasta que sus ojos descienden hasta mi rodilla y con un movimiento rápido y algo torpe me pongo bien el pantalón para intentar ocultarla.
—Menudo golpe, ¿no?
Agacho la cabeza y clavo la vista en la madera.
—Sí… —contesto con el ceño fruncido—. ¿Me has seguido?
—Qué va. Estaba paseando.
—Mientes.
—Me parece que tú también —dice, señalándome la pierna con un movimiento de cabeza—, así que estamos en paz.
—¿Qué haces aquí?
—Respirar aire puro.
—Mientes de nuevo.
Ava se encoge de hombros justo antes de volver a la carga.
—¿Y tú?
—Me gusta estar aquí.
—¿Vienes mucho?
—A veces —contesto, encogiéndome de hombros.
—¿Por qué?
Frunzo el ceño y valoro mi respuesta durante unos segundos.
—Porque… quiero respirar aire puro.
Nos miramos muy serios durante unos segundos, hasta que ella tuerce las comisuras de los labios hacia arriba y sonríe agachando la cabeza.
—¿Puedo hacerte compañía? —Miro detrás de ella, esperando encontrar a su grupo de amigos dispuestos a mofarse de mí, pero ella parece leer mis pensamientos y se apresura a aclararme—: Vengo sola. Lo juro.
Sin esperar mi respuesta, camina hacia mí y se sienta a mi lado. Entonces se descalza y sumerge los pies en el agua, chapoteando en ella. Me quedo hipnotizado mirando sus largas piernas, las formas que sus pies dibujan en el agua, las uñas pintadas de color rojo contrastando con la palidez de su piel. Parece suave, como… terciopelo. Subo por su cintura y su vientre y me fijo entonces en la forma de sus pechos, que se intuyen a través de la camiseta blanca de tirantes que lleva y que se le ciñe al torso.
—¿Qué escuchas?
Su pregunta me devuelve a la realidad de sopetón. Deslumbrada por el sol, sonríe mientras me mira cerrando un ojo. Trago saliva e intento desviar la mirada, pero, simplemente, soy incapaz de hacerlo. Ella me provoca un cúmulo de sensaciones difíciles de clasificar… siento como un pellizco en la barriga, un nudo en la garganta, una extraña flojera en las rodillas y un cosquilleo en la entrepierna.
Me maldigo al notar una erección creciendo dentro de mis pantalones. Últimamente, hay ciertas partes de mi cuerpo que cobran vida propia muy a menudo y me pasaría el día… tocándome.
—¿Te encuentras bien? —Me mira ladeando la cabeza, incluso parece que preocupada. Se pone en pie y se acerca a mí sin dejar de mirarme a los ojos. Incluso alarga las manos hacia mi cara. Me aparto rápidamente de un salto, tragando saliva y casi jadeando.
¿Qué pretende? ¿Por qué es tan… amable conmigo? Una chica como ella no se acerca a alguien como yo a no ser que tenga un motivo de peso como… reírse de mí. Es eso. Es una apuesta, seguro. Ha apostado que es capaz de hacerse mi amiga, engatusarme y hacer que me enamore de ella, pero, en cuanto tenga la más mínima oportunidad, me ridiculizará y todos se reirán de mí. Así que, aunque me haya dicho que ha venido sola, seguro que sus amigos están por aquí cerca, observando. Lleno de rabia, apretando los puños y los dientes, empiezo a alejarme. Poco después, escucho sus pasos sobre la vieja madera, siguiéndome.
—¿Te vas? ¿Estás bien? —insiste—. ¿He hecho algo?
—¡Déjame en paz!
—Pero… Sam, yo… Solo quiero…
—¡Deja de fingir! ¡Deja de hacer ver que quieres ser simpática conmigo! —Me doy la vuelta y la encaro. Resoplo con fuerza y me quedo callado mientras intento encontrar las palabras adecuadas—. ¡Ya sé qué pretendéis, ¿vale?!
—¿Lo que pretendemos…? ¿Quiénes? —me pregunta ella.
—¡Todos!
Y empiezo a correr ignorando el dolor de la rodilla con el único objetivo de alejarme de ella lo antes posible. Últimamente, parece que es lo único que hago. Huir.
Cuando llego a la cabaña de Frank, su furgoneta no está aparcada fuera, así que me invade una sensación de alivio importante. Es curioso las cosas que me hacen sentir bien últimamente. Cosas como poder entrar en casa sin miedo, caminar por el pueblo sin sentirme observado o poder cerrar los ojos tranquilamente mientras escucho música.
También me encanta pasar horas solo en el lago. Me relaja y me hace sentir libre. Adoro la paz interior en soledad, aunque hoy se me han truncado los planes. Y, por unos segundos, creí que sería capaz de compartir ese lugar con alguien. Con Ava. Su imagen se forma en mi cabeza. Su cuerpo, su sonrisa, su pelo, su piel…
—Mierda… —susurro.
Me llevo una mano a la entrepierna al volver a notarla abultada. Trago saliva, temeroso, mirando hacia la puerta. Estoy indeciso porque, aunque estoy solo, él puede volver en cualquier momento, pero…
Totalmente fuera de mí, sudando y respirando con dificultad, me meto en mi habitación con prisa. Es un cuartucho en el que solo hay un colchón que seguro que Frank recogió de un contenedor y que yo he cubierto con unas sábanas viejas que encontré en el armario. Sin más. Por no tener, no tiene ni cortinas, así que suelo despertarme en cuanto sale el sol y entra la claridad del alba. La ropa que traje sigue dentro de la maleta con la que vine, ya que no tengo donde guardarla. Aunque no me importa porque, de algún modo, verla ahí me hace creer que solo estoy de paso y me marcharé pronto.
Apoyo la espalda contra la puerta, desabrocho el botón del vaquero y, sin bajarme la cremallera, meto mi mano por dentro del calzoncillo. El simple calor del contacto me hace estremecer, así que, llevado por la lujuria, empiezo a acariciarme con prisa, como un animal que intenta saciar sus instintos más primitivos. Al cerrar los ojos, la imagino sobre el embarcadero, arqueando la espalda y mordiéndose el labio inferior, sus ojos mirándome justo después de gritar mi nombre. Soy consciente de que he tergiversado el recuerdo de esta tarde a mi antojo, pero no me importa.
Pero entonces unos golpes me sobresaltan. Me quedo muy quieto, expectante, hasta que oigo los inequívocos jadeos de Frank. Le escucho trastabillar y golpearse con los pocos muebles que hay, riendo a carcajadas.
«Borracho de nuevo… Menuda novedad…», pienso.
Me abrocho los pantalones, limpiando mi mano en la manta de la cama, cuando golpea la puerta con fuerza.
—¡Eh, tú! ¿Qué cojones haces ahí dentro?
Sin darme tiempo a contestar, atina a girar el picaporte y a abrir la puerta. Le miro con miedo, con los ojos muy abiertos y la respiración entrecortada.
—¿Qué hacías?
—Nada —balbuceo.
Trago saliva y me seco el sudor de la frente con el antebrazo. Frank entorna los ojos y mira alrededor de la habitación. Yo permanezco en guardia, consciente de su inestabilidad y de que puede abalanzarse sobre mí en cualquier momento.
—¿Seguro…? —Asiento nervioso—. ¿No me estarías robando?
—¿Qué? ¡No! Yo no… ¡Además, ¿qué te iba a robar?!
—¡Porque te advierto que, si te pillo haciendo algo, te cojo del cuello y te echo de casa!
—¡Pues hazlo! —grito, totalmente fuera de mí.
—¡No tengo por qué aguantarte! ¡No eres mi obligación! ¡Tu madre solo me trajo problemas!
Preso de una furia incontrolable, pensando que su estado de embriaguez puede mermar sus reflejos, me abalanzo sobre él. Mi reacción le pilla por sorpresa, aunque solo por unos segundos. Enseguida consigue hacer valer su fuerza y envergadura y me aplaca. Agarra mi cuello con ambas manos, apretando cada vez con más fuerza. Intento deshacerme de su agarre, tirando de sus muñecas, pero, aun ebrio, él es mucho más fuerte que yo. Pronto empiezo a sentir que me falta el aire, y pataleo como un loco hasta que consigo impactar con mi rodilla en su entrepierna. Me suelta enseguida, doblándose de dolor. Yo me quedo paralizado, tragando saliva y con los ojos muy abiertos, muerto de miedo. Frank aprovecha mi momento de indecisión para cerrar el puño e intentar golpearme. Afortunadamente, consigo reaccionar a tiempo y esquivarle para que no me dé de lleno, solo llega a rozarme el labio. Le veo perder la verticalidad, así que aprovecho para salir de la habitación, cerrando la puerta a mi espalda, y correr hacia el exterior de la cabaña. Tropiezo con los maltrechos escalones del viejo porche, cayendo de rodillas al suelo. Me tomo un par de segundos para coger aire, intentando no aullar de dolor. Cierro las manos, estrujando unos puñados de tierra entre mis dedos. De mi boca manan unas gotas de sangre que tiñen el suelo de rojo. Oigo los gritos de Frank dentro de la casa y giro la cabeza asustado. No puedo perder más tiempo. Tengo que huir y mantenerme alejado mientras se le pasa la borrachera. Solo así conseguiré salir más o menos ileso, así que me pongo en pie y, justo cuando voy a empezar a correr, veo a Ava a unos metros de mí. Está apoyada en un árbol, paseando la vista de mí a la cabaña a mi espalda, con expresión asustada.
«Qué cojones hace ella aquí…», pienso, frunciendo el ceño.
Vuelvo a escuchar los gritos de Frank, así que actúo con prisa y casi sin pensar. Corro hacia ella con dificultad y, agarrándola de la mano, tiro de ella para alejarnos. Poco a poco, los gritos se acallan y solo se oyen nuestros jadeos y nuestras pisadas sobre las hojas y ramas.
—Sam… Sam, por favor…
—No. Corre. Corre, por favor.
—Es que… no puedo más…
Me detengo al escuchar su tono de súplica y la miro con preocupación. Se agacha para recuperar el aliento, apoyando las manos en las rodillas. Cuando se incorpora, veo cómo sus ojos se desvían hacia mis labios. Yo los toco e intento limpiar la sangre.
—Sam, yo…
—¿Qué hacías allí?
—Te fuiste antes del embarcadero y yo…
—¿Por qué?
—¿Por qué, qué? No te entiendo…
—¿Por qué haces esto? ¿Por qué me sigues? ¿Por qué… quieres estar conmigo?
—¿Por qué no?
Confundido y, por qué no admitirlo, algo ilusionado, frunzo el ceño y miro alrededor.
—¿Cómo sabías dónde vivo?
—Todo el mundo lo sabe… —me responde.
—Todo el mundo… —susurro.
—Bueno… la gente habla… —Frunzo el ceño al tiempo que aprieto los puños a ambos lados de mi cuerpo—. Pero yo solo quiero… ayudarte…
—¿Ayudarme? ¿Te he pedido yo algo? ¿Qué pretendes? ¡¿Acaso quieres… salvarme?! ¡No soy una puta misión humanitaria! ¡No hace falta que fundes una ONG por mí!
Ava chasca la lengua y da un paso para acercarse a mí de nuevo. Alarga un brazo con intención de tocarme el labio.
—Sam, ¿quieres que te acompañe al médico…? —me dice mientras lo hace.
—No —la corto, dándole un manotazo para apartar su mano—. Déjame en paz.
—¿Qué vas a hacer?
—Nada. ¿Qué te crees que puedo hacer?
—¿Y si… volvemos al embarcadero? Podemos quedarnos un rato allí y…
—¡¿Eres sorda o qué te pasa?! —la corto—. ¡Que me dejes! ¡Que me olvides! ¡Vete!
—Pero es que tengo la sensación de que necesitas hablar con alguien…
—¿Hablar con alguien? ¿De qué?
—De… eso que… —balbucea, señalando un punto cualquiera a mi espalda, en dirección a la cabaña de Frank.
—No necesito hablar con nadie. No necesito a nadie.
—Te equivocas.
—¡¿Qué sabrás tú?! ¡¿Acaso te crees que es la primera vez que pasa?! ¡No! ¡Y todo sigue igual después! ¡Sin médicos y sin metomentodos que se inmiscuyan! ¡Así que vete a tu puta casa con tu idílica familia!
Sin pensarlo, la empujo para apartarla de mí de una vez por todas. Necesito que me deje, que se aleje de mí por si Frank me ha seguido y nos encuentra. Ava cae de espaldas, entre la maleza.
—¡Ay! —se queja enseguida, agarrándose el brazo.
Trago saliva y la miro impaciente, arrepentido por mi gesto y rezando para que se ponga en pie de inmediato y se marche a su casa. Y que lo haga sin derramar una lágrima, porque no creo que sea capaz de soportar verla llorar por mi culpa.
«Vete. Vete. Vete, por favor…», repito en mi cabeza una y otra vez.
Se pone en pie lentamente, limpiándose los restos de hojas y ramas de la ropa y mirándose el brazo, lleno de arañazos. Mientras, yo me debato entre abrazarla y pedirle perdón, echarme a llorar mientras le agarro el brazo para intentar curarla o mantenerme imperturbable. Incomprensiblemente, hago lo tercero mientras veo cómo le tiembla el labio y se le humedecen los ojos.
—Creía que no era cierto todo lo que decían de ti. Quise creer que no lo era… —susurra con la voz tomada por la emoción, con la vista fija en el suelo.
Cuando por fin reúne las fuerzas necesarias para mirarme, lo hace llena de rabia, sorbiendo por la nariz para no darme el gusto de verla llorar. Su mirada me congela la sangre y el aliento hasta que se da la vuelta y se aleja. Lo extraño es que, ahora que he conseguido que lo haga, no sé si es lo que quiero realmente.
—Ava, siéntate a desayunar.
—No puedo. Me llevo una manzana para el camino.
—Ava, por favor. Anoche no bajaste a cenar. Siéntate y cómete un par de tostadas.
—No tengo tiempo, mamá. Voy tarde.
—Mira. A mí no me vengas con tonterías con la comida, ¿eh? Te lo advierto. Que cojo un embudo y te meto la comida por el gaznate a la fuerza.
Arrastro los pies hasta la mesa y me dejo caer en una de las sillas, resoplando contrariada.
—Me voy a comer una, solo una tostada.
Al levantar el brazo con un dedo alzado, dejo a la vista los arañazos que anoche me esmeré en curar a escondidas en el baño, y mi madre enseguida se fija en ellos.
—¿Qué te ha pasado ahí?
—¿Qué? —Intento hacerme la despistada—. Ah, ¿esto? No es nada… Me caí en la clase de gimnasia…
—¿Ayer te tocaba gimnasia? —me pregunta Alice, frunciendo el ceño, extrañada.
—No me lo hice ayer.
—Ayer por la mañana no lo tenías…
—¿Esto qué es? ¿Un interrogatorio? —les pregunto, poniéndome en pie de un salto.
Indignada, bajo la atenta mirada de ambas, le doy un último bocado a la tostada y la suelto en la mesa. Me giro de golpe, cojo una manzana y salgo a toda prisa de casa, antes de que descubran la verdad.
—¡Ava! ¡Espérame! —me llaman en cuanto pongo un pie en la calle.
—Hola, Lisa —la saludo cuando se planta a mi lado, agarrando las asas de su mochila y chocando su hombro con el mío.
—¿Dónde estuviste ayer por la tarde? —me pregunta.
—En la tienda, ayudando a mi padre.
—Pues Jackson estaba un poco enfadado…
—¿Por?
—Porque pasó por la tienda y no te vio.
—Es que… estuve poco rato… Fui a llevar algunos encargos…
—Ah… —No sé si se lo ha creído, pero asiente con la cabeza, hasta que se fija en mi brazo—. ¿Qué te ha pasado ahí?
—¿Eh? Ah… Me caí de la bicicleta mientras iba a llevar los encargos.
Consigo escabullirme del interrogatorio y continuamos hablando de cosas sin importancia hasta que llegamos a la puerta del instituto. Allí se nos unen Andrea, Zack y Jackson, que aún parece algo molesto por el plantón de ayer. Les saludo a todos, intentando esquivar a Jackson, hasta que llegamos a las taquillas.
—Fui a la tienda de tu padre —me suelta en cuanto apoya el hombro en la de al lado de la mía.
—Me lo ha dicho Lisa. Estuve haciendo unos repartos con la bicicleta.
—Tu padre me dijo que no te había visto.
Aprieto los labios con fuerza, aún escondiendo la cabeza dentro de la taquilla, pensando rápidamente una excusa creíble para no ser descubierta. Cuando creo encontrarla, cierro la taquilla e, intentando parecer muy segura de mí misma, digo:
—Porque estuve muy poco rato. Entré por la trastienda, cogí los encargos, los cargué en la bicicleta y me fui. Mira, incluso me hice esto en uno de los viajes…
Le muestro mi brazo lleno de rasguños acompañada de la mejor de mis sonrisas inocentes, pero él no parece satisfecho.
—Creía que… —Mueve la cabeza a un lado y a otro, pensativo—. Ayer pensé que te habías ido con él…
Sé perfectamente a quién se refiere pero, aun así, me hago la tonta.