PINOCHO - Carlo Collodi - E-Book

PINOCHO E-Book

Carlo Collodi

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Pinocho, el muñeco inolvidable que se instaló primero en nuestra casa a través del relato de la madre, la abuela o la tía, se metió luego por la ventana de la escuela hecho canción en la voz de la maestra y, finalmente, se inmortalizó en el goce de los niños y la nostalgia de los mayores. Pinocho es un títere mágicamente dotado de vida. Necio como nadie, comete toda clase de travesuras que siempre le acarrean las peores lecciones, desde quedarse sin pies hasta resultar ahorcado, pasando por ser casi devorado (y devorado), convertido en animal, entre otras calamidades que podrían calmar al espíritu más revoltoso, pero no al del ingenuo Pinocho. Gracias a Pinocho y su divertida e incesante búsqueda de problemas, conocerás a personajes inolvidables como la zorra y el gato picaros, el hada buena, el Grillo Parlante y, por supuesto, el querido y paciente Gepeto. El nombre de Pinocho, en italiano "Pinocchio", significa "ojo de madera".

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Primera edición en digital, junio de 2023

Panamericana Editorial Ltda

© Panamericana Editorial Ltda.

Calle 12 No. 34-30, Tel.: (57 1) 3649000

www.panamericanaeditorial.com.co

Tienda virtual: www.panamericana.com.co

Bogotá D. C., Colombia

Editor

Panamericana Editorial Ltda.

Prólogo

Gonzalo España

Traducción

Antonio José Restrepo

Ilustración y diseño

Manuela Correa Upegui

ISBN DIGITAL: 978-958-30-6737-2

ISBN IMPRESO: 978-958-30-6007-6

Prohibida su reproducción total o parcial por

cualquier medio sin permiso del Editor.

Hecho en Colombia - Made in Colombia

Contenido

La voz del autor y el ámbito de la obra

Capítulo 1

De cómo sucedió que el maestro Cereza...

Capítulo 2

El maestro Cereza regala el pedazo...

Capítulo 3

Gepeto, al volver a su casa...

Capítulo 4

Historia de Pinocho con el Grillo...

Capítulo 5

Pinocho siente hambre...

Capítulo 6

Pinocho se queda dormido...

Capítulo 7

Gepeto vuelve a casa...

Capítulo 8

Gepeto vuelve a hacerle los pies...

Capítulo 9

Pinocho vende la cartilla...

Capítulo 10

Los títeres reconocen a su hermano...

Capítulo 11

Comecandela estornuda y perdona...

Capítulo 12

Comecandela regala a Pinocho cinco...

Capítulo 13

La Hostería del Cangrejo Rojo...

Capítulo 14

Pinocho, por no haber seguido los...

Capítulo 15

Los asesinos siguen a Pinocho...

Capítulo 16

La linda niña de los cabellos color...

Capítulo 17

Pinocho se come el azúcar...

Capítulo 18

Pinocho encuentra a la zorra...

Capítulo 19

A Pinocho le roban sus cuatro monedas...

Capítulo 20

Una vez fuera de la cárcel, Pinocho se...

Capítulo 21

Pinocho cae en poder de un campesino...

Capítulo 22

Pinocho pilla a los ladrones...

Capítulo 23

Pinocho llora la muerte de la linda niña...

Capítulo 24

Pinocho llega a las Isla de las Abejas...

Capítulo 25

Pinocho promete al hada ser bueno...

Capítulo 26

Pinocho va con sus condiscípulos...

Capítulo 27

Gran batalla entre Pinocho y sus...

Capítulo 28

Pinocho corre el peligro de ser freído...

Capítulo 29

Pinocho vuelve a casa del hada...

Capítulo 30

Pinocho convida a sus amigos...

Capítulo 31

Pinocho, en vez de convertirse...

Capítulo 32

Después de cinco meses de regocijos...

Capítulo 33

Pinocho se convierte en un...

Capítulo 34

Los peces se comen el cuerpo del burro...

Capítulo 35

Pinocho encuentra en el vientre de...

Capítulo 36

Por fin Pinocho deja de ser títere...

La voz del autor y el ámbito de la obra

Durante siglos los niños estuvieron de malas.

¿Qué pasaba? Pasaba que los adultos solo veían en ellos futuros ciudadanos, futuros hombres, futuros guerreros. Y en las niñas, futuras madres. La niñez se consideraba una etapa de preparación para asumir la túnica viril, la espada o los deberes de la maternidad.

Corrieron siglos sin que los niños tuvieran sus propios libros para leer. Pero esto no quiere decir que no los buscaran; hicieron suyas obras que habían sido escritas para los mayores, como el Quijote, Robinson Crusoe y Los viajes de Gulliver, hasta que en 1697 un gato con botas resolvió el problema, o mejor, un escritor francés que se llamaba Charles Perrault (1628-1703), quien escribió tal vez el primer cuento infantil de la historia: El gato con botas.

Nadie imagina la inmensa popularidad que este y otros cuentos del mismo autor gozaron entre los niños. Era como si hubiese sido descubierto el reino de la felicidad, o no digamos el reino de la felicidad, sino los caramelos de menta.

Pero entonces, una vez más, los niños estuvieron de malas, porque les prohibieron los caramelos de menta durante todo el siglo siguiente. ¡Acababa de descubrirse el aceite de hígado de bacalao!

El aceite de hígado de bacalao

Lo que ocurrió fue que a todo lo largo de los años 1700, es decir, el siglo XVIII, sobrevino el triunfo de la ciencia y de la razón, y la educación se convirtió en un punto clave de todo ese proceso. Un señor llamado Rousseau escribió, bajo el título Emilio o la educación, un libro revolucionario que fue perseguido, pero que acabó por imponerse. De inmediato lo tomaron como modelo para educar a los niños.

Para darles una muestra de la efectividad de su método voy a contarles lo que pasó con Simón Bolívar.

El pequeño era un mozalbete indisciplinado y caprichoso. Lo habían puesto en manos de grandes preceptores como Andrés Bello, pero ninguno pudo enderezarlo ni enseñarle mayor cosa. Cuando Simón Rodríguez, que había leído el Emilio, lo recibió, lo tomó por su cuenta y se lo llevó al campo, lo obligó a levantarse de madrugada y bañarse con agua fría, hacer ejercicio, cabalgar, vivir en contacto con la naturaleza, no perder un solo segundo, leer, estudiar, hacer las tareas. Al crecer Bolívar, Rodríguez lo acompañó en un viaje por media Europa que terminó en Roma, donde Bolívar juró libertar a América. De ahí enadelante nada lo contuvo, produjo cien revoluciones, libró mil batallas, fundó cinco repúblicas, escribió centenares de proclamas y discursos, no descansó un solo día en la vida y se convirtió en El Libertador.

El método, pues, era efectivo. Pero los seguidores de Rousseau decidieron extremarlo y endurecerlo. Una señora llamada Madame Leprince (1711-1780) escribió un manual con un título larguísimo y aburrido: El almacén de los niños o diálogos de una prudente institutriz con sus distinguidos alumnos, en los que se hace pensar, hablar y actuar a los jovencitos según el genio, el temperamento y las inclinaciones de cada cual. Represéntanse los defectos propios de su edad, muéstrase el modo de corregirlos, etcétera, en el que ya no se le dejaba un minuto libre a los niños.

Otra señora, Madame de Geulis (1746-1830), publicó un libro mucho más severo: Adela y Teodora o cartas sobre la educación. Con este método se le declaró la guerra a muerte a la imaginación de los niños. ¡Nada de juego, solo estudiar, solo hacer tareas!

Se había inventado el aceite de hígado de bacalao. Al niño que pedía caramelos de menta se le abría la boca y se le echaba una buena cucharada de aceite.

La literatura infantil inventada por Perrault quedó archivada y borrada del mapa. Al Gato con Botas lo corrieron a punta de baldados de agua fría y cucharadas de aceite de hígado de bacalao.

La Bildungsroman

En armonía con esta tendencia de perfeccionar y convertir a los niños en “ciudadanos útiles” desde su nacimiento, la literatura inventó la Bildungsroman, palabra alemana que traduce “novela de aprendizaje”.

Las novelas de aprendizaje eran narraciones centradas en un solo personaje, cuya vida, por lo general, se contaba desde el comienzo hasta el final. Se referían las dificultades y los problemas que había que superar para “llegar a ser alguien”. El personaje avanzaba hacia el progreso y la luz, y mediante el ahorro, el esfuerzo y la disciplina acababa triunfando.

Este género literario también echó mano de la figura del pícaro, del niño que se niega a seguir los consejos de la madre, no asiste a la escuela, entra en malas compañías y acaba por perderse. Sus errores lo llevan a la perdición, se convierte en pícaro, recibe abundantes palos, da con sus huesos en la cárcel y al final acaba redimiéndose casi por obra de un milagro.

De esta manera, literatura y educación se dieron la mano con el mismo propósito: educar, enderezar, disciplinar y formar buenos muchachos para convertirlos en “ciudadanos de bien”.

Juego muy poco, imaginación nada, cero literatura infantil.

¡Puro aceite de hígado de bacalao!

El príncipe de los cuentistas

Esta época de extrema severidad finalizó cuando un hombre que fue niño toda la vida, Hans Christian Andersen (1805-1875), inició la publicación de sus cuentos infantiles en 1835.

Los niños, sedientos de estas historias, le abrieron el camino, leyéndolo y pidiéndole más. Andersen publicó 37 volúmenes de cuentos infantiles, uno cada Navidad, todos exitosos.

Pero lo que Andersen y otros escritores hicieron fue rendirle tributo a la infancia y reconocer la existencia de una cultura de la niñez cuya ley dominante es el juego. El juego es la forma como el niño va ensayando e instalando las funciones de su cerebro, la manera como va ejercitándolas.

A su vez, el juego pertenece al universo de la lúdica y la imaginación, y en el caso de los niños se rige como mínimo por tres condiciones:

1) No es una tarea. El juego es una actividad libre que se puede abandonar en cualquier momento; es algo superfluo.

2) El juego es una evasión de la vida diaria, algo que pertenece al ámbito de la fantasía, una manera de construir una realidad propia.

3) El juego crea su propio orden a través de múltiples sucesos, como la tensión, el equilibrio, el contraste, la oscilación, la variación, la traba, la liberación, el desenlace, etcétera. Muchos de estos elementos pertenecen al dominio estético y están relacionados con la belleza.

Todas estas características del juego se reflejan en la literatura infantil. Lo que se pretenda escribir para los niños tiene que ocuparse del plano lúdico; como en el juego, todos los escondites y sorpresas que nos brinde la imaginación serán bienvenidos; como en el juego, todos los recursos rítmicos del lenguaje resultan valiosos.

Perrault, Andersen, los hermanos Grimm, Hoffman y una serie de geniales autores fueron los iniciadores de esta aventura; de la lista forma parte el italiano Carlo Collodi, autor del célebre señor Pinocho.

Con Pinocho triunfaron definitivamente los caramelos de menta sobre el aceite de hígado de bacalao.

El señor Pinocho

Carlo Collodi (1826-1890) era un folletista político y agitador nacido en la ciudad de Florencia. La Italia de ese tiempo estaba dividida en pequeñas repúblicas y dominada por naciones extranjeras. En 1848, Carlo participó en la primera guerra de independencia de Italia, y fundó un periódico de sátira política, Il Lampione (El farol), que no demoró en prohibirse.

Tras la clausura del periódico se dedicó a comentar temas estrictamente teatrales en otra publicación llamada Scaramuccia (La Escaramuza), y en 1859 tomó parte en la segunda guerra de independencia italiana. De regreso continuó escribiendo artículos satíricos y de vena política en varios periódicos. Su verdadero apellido era Lorenzini, pero asumió en 1860 el nombre de pluma de Collodi, que era el pueblo de su madre.

En 1875 aceptó un encargo del editor Paggi para traducir un libro de fábulas francesas. La obra se vendió bien, razón por la cual le encomendaron varios trabajos, entre ellos escribir en tono ligero y humorístico una gramática, una aritmética elemental y cuatro manuales de geografía. Su pluma empezaba a gustar. El director de un periódico para niños que se editaba en Roma, el Giornale per i Bambini, lo comprometió a escribir una columna semanal.

Collodi aceptó el encargo porque estaba escaso de dinero, pero asumió su trabajo sin mucho entusiasmo. Escribió el primer capítulo de una serie que tituló Historia de un títere y se lo envió al editor con la siguiente nota: “Le envío esta chiquillada. Haga usted con ella lo que le parezca, pero, si la publica, páguemela bien, para que me den ganas de continuarla”.

No se sabe bien si el director del periódico le pagó muy poco, o si Collodi se aburrió y no puso empeño en continuarla, lo cierto es que la historia apareció en lo sucesivo en forma muy esporádica. Los niños empezaron a mandar cartas al periódico preguntando por ella, por lo que el director no tuvo más remedio que apremiar a Collodi, quien no mostraba mucho entusiasmo.

Poco después la abandonó definitivamente, cuando ya llevaba escritas las tres cuartas partes. Esta vez llovieron sobre el periódico las cartas de protesta de los niños, a tal punto que el director publicó la siguiente nota: “El señor Collodi me ha escrito para decirme que su amigo Pinocho no ha muerto; la verdad es que está más vivo que nunca y habrá de contarnos todavía muchas cosas extraordinarias”. Pero Collodi no enviaba nada. Solo cuatro meses después el folletín volvió a reanudarse en las páginas del periódico, esta vez con el nuevo título de Las aventuras de Pinocho.

Estructura de la obra

Carlo Collodi escribió echando mano de la mayor originalidad posible. Por eso en su pluma se advierte soltura y ligereza, dos elementos claves de la amenidad.

Collodi dio a su obra la estructura de una novela de aprendizaje donde el personaje principal es un pequeño pícaro, un muñeco desobediente que no atiende los consejos de su padre ni de su hada madrina, que no asiste a la escuela por divertirse en funciones de títeres, que se deja llevar por las malas compañías y acaba apaleado y en la cárcel. En el libro abundan las anotaciones del autor señalando estos defectos de Pinocho y recalcando las normas a las que debe sujetarse un niño bueno.

Estas observaciones sentenciosas y morales no le valieron de nada. A los padres no les gustaba la obra y no querían comprarla para sus hijos, pues les preocupaba que estos pudieran volverse tan locos como el títere y se dedicaran a hacer diabluras. Por eso cuando la editorial Paggi le compró la novela a Collodi por solo 500 liras, y continuó publicándola en forma de libro a partir de 1883, Pinocho se vendía poco.

Pero tampoco dejaba de venderse, esa era la contradicción, y esto obedecía a que los niños lo solicitaban continuamente. La sola idea de un títere de madera viviendo toda clase de aventuras los fascinaba; su manera de ser, su ingenuidad y su ternura les llegaban al corazón. Los niños querían saber del títere, sufrir sus equivocaciones, apoyarlo en sus deseos de corregirse, salvarlo del gato bandido y la astuta zorra. En definitiva, fueron ellos, los niños, quienes no dejaron morir a Pinocho.

De esa manera, el pequeño títere se inmortalizó. La historia de su autor pasó a un plano muy secundario, cada nueva generación creyó que Pinocho era un cuento recién inventado. Cuando fue llevado al cine, el público pensó que se trataba de una creación de Walt Disney. Hoy, el muñeco de palo circula traducido en más de doscientos idiomas y dialectos, incluido el esperanto.

La verdad es que los niños convirtieron a Pinocho en un niño más y lo hicieron su eterna compañía. Eso quería ser el muñeco cuando dijo: “¡Qué gracioso y qué cómico fui de títere; pero cómo gozo de verme ahora convertido en un chico de verdad!”.

Gonzalo España

Capítulo 1

De cómo sucedió que el maestro Cereza, carpintero, encontró un pedazo de madera que reía y lloraba como un niño

Érase una vez...

¡Un rey!, dirán ustedes inmediatamente.

No, muchachos, se engañan. Érase una vez un pedazo de palo. No era una madera fina sino un simple tronco ordinario de aquellos con que en el invierno se atizan las estufas y chimeneas para calentar las habitaciones. No sé cómo sucedió, pero es el caso que un buen día ese trozo de madera apareció en el taller de un carpintero llamado el maestro Cereza, llamado así a causa de su nariz lustrosa y morada como una cereza madura.

El maestro Cereza se llenó de alegría apenas vio aquel pedazo de madera, y dándose un estregón de manos mur-muró en voz baja:

—Este tronco me ha llegado a tiempo y quiero utilizarlo para hacer con él la pata de una mesa.

Dicho y hecho: tomó al instante la afilada hacha y principió a quitarle la corteza para pulirlo luego; pero cuando se preparaba a dar el primer golpe, se quedó con el brazo en el aire, porque oyó una vocecita sutil, sutil, que decía suplicante:

—¿Por qué me golpeas tan duro?

¡Figúrense cómo se quedó el maestro Cereza! Paseó los ojos extraviados por toda la estancia para saber de dónde podía haber salido aquella vocecita, y no vio a nadie; miró dentro de un armario, que estaba siempre cerrado, y nadie; buscó en la canasta de la viruta y el aserrín, y nadie; abrió la puerta del taller, dio una ojeada a la calle, y nadie. ¿Entonces?...

—Comprendo —dijo riéndose y rascándose la peluca—: la tal vocecita me la he imaginado yo. Sigamos trabajando.

Y tomando de nuevo el hacha en la mano, dio un solemnísimo golpe al trozo de palo.

—¡Ay! ¡Me has dado muy duro! —se quejó la misma vocecita.

Esta vez el maestro Cereza se quedó petrificado, con los ojos fuera de sus órbitas, la boca abierta y la lengua colgándole hasta la barba, como el mascarón de una fuente.

Apenas recobró el uso de la palabra, comenzó a decir, temblando y tartamudeando de miedo:

—¿De dónde habrá salido la vocecita que ha dicho ¡ay!...? Con todo, bien podría ser que no fuera una persona. ¿Será quizá que este tronco sabe llorar y lamentarse como un niño? No puedo creerlo. El palo aquí está; es un pedazo de leña de chimenea capaz de hacer hervir una olla de habichuelas... ¿Entonces? ¿Se habrá escondido alguien dentro? Si alguien se ha escondido, peor para él. ¡Ya me las pagará!

Y al decir esto, agarró con las dos manos el pobre pedazo de palo y lo golpeó sin caridad contra las paredes del cuarto.

Luego se puso a escuchar por si percibía alguna vocecita que se lamentara. Esperó dos minutos, y nada; cinco minutos, y nada; ¡diez minutos, y nada!

—Comprendo —dijo de nuevo, estrujándose la peluca y esforzándose por reír—. Aquella vocecita que ha dicho ¡ay! me la he figurado yo. Volvamos a trabajar.

Como el miedo le había hecho poner los pelos de punta, trató de canturrear para darse valor. Dejando el hacha, tomó el cepillo para pulir el trozo de madera; pero mientras cepillaba de arriba abajo, oyó la vocecita que le decía riendo.

—¡Cuidado, me has pellizcado el cuerpo!

Esta vez el pobre maestro Cereza cayó como fulminado. Cuando abrió los ojos, se hallaba sentado en el suelo. Tenía el rostro transfigurado, y la punta de la nariz, que era morada, se le había puesto azul del terror.

Capítulo 2

El maestro Cereza regala el pedazo de madera a su amigo Gepeto, quien lo lleva para hacer con él un títere maravilloso que sepa bailar, jugar esgrima y dar saltos mortales

En aquel momento llamaron a la puerta.

—¡Adelante! —dijo el carpintero, sin fuerzas para levantarse.

Entró al taller un viejecito vivaracho, que se llamaba Gepeto. En la calle los muchachos, por verlo rabiar, lo llamaban Pelusilla, porque tenía una peluca rubia como los cabellos de una mazorca. Gepeto era iracundo. ¡Ay del que lo llamara Pelusilla! Se volvía una fiera y no había modo de contenerlo.

—Buenos días, maestro Antonio —dijo Gepeto—. ¿Qué haces ahí en el suelo?

—Estoy enseñando aritmética a las hormigas.

—Buen provecho te haga.

—¿Qué te ha traído por aquí, compadre Gepeto?

—Las piernas. Oye: he venido hasta tu casa para pedirte un favor.

—A tus órdenes —contestó el carpintero poniéndose de rodillas.

—Esta mañana me ha llovido una idea.

—Veámosla.

—He pensado en fabricar un lindo títere de palo; un títere maravilloso que sepa esgrima, baile y dé saltos mortales. Con ese muñeco quiero dar la vuelta al mundo y conseguir un pedazo de pan y un vaso de vino. ¿Qué te parece?

—¡Bravo, Pelusilla! —gritó la impertinente vocecita, sin saberse de dónde salía.

Al oírse llamar Pelusilla fue tal la ira que le dio al compadre Gepeto, que se puso rojo como un pimiento, y volviéndose hacia el carpintero, le dijo enfurecido:

—¿Por qué me ofendes?

—¿Quién te está ofendiendo?

—¡Me llamaste Pelusilla!

—No he sido yo.

—¡Sería curioso que yo mismo me hubiera llamado así! Te digo que fuiste tú.

—¡No!

—¡Sí!

—¡No!

—¡Sí!

Y acalorándose más y más, pasaron de las palabras a los hechos: se agarraron, se rasguñaron, se mordieron y se apachurraron.

Terminada la lucha, el maestro Antonio vio que tenía entre las uñas la peluca amarilla de Gepeto, y Gepeto cayó en la cuenta de que tenía entre los dientes la peluca grisácea del carpintero.

—¡Dame mi peluca! —gritó el maestro Antonio.

—Y tú, devuélveme la mía y hagamos las paces.

Después de recobrar cada cual su respectiva peluca, los dos viejitos se estrecharon las manos y juraron ser buenos amigos toda la vida.

—Compadre Gepeto —dijo el carpintero en señal de paz—, ¿cuál es el favor que me pides?

—Quiero un pedazo de madera para fabricar mi títere, ¿me lo das?

Encantado, el maestro Antonio fue a buscar inmediatamente debajo del banco el trozo de palo, causa de tanto miedo. Pero apenas lo entregó a su amigo, la astilla dio un tirón y, zafándose violentamente de las manos, fue a golpear con fuerza las secas espinillas del pobre Gepeto.

—Con qué gentileza haces los regalos, maestro Antonio; ¡por poco me dejas cojo!

—¡Te juro que no he sido yo!

—¿Entonces sería yo?...

—¡La culpa la tiene esta astilla!

—No hay duda de que fue la astilla; ¡pero tú me la lanzaste a las piernas!

—¡Que no fui yo, te digo!

—¡Mentiroso!

—¡Gepeto, no me ofendas, porque te llamo Pelusilla!

—¡Burro!

—¡Pelusilla!

—¡Asno!

—¡Pelusilla!

—¡Cara de mico!

—¡Pelusilla!

Al oírse llamar por tercera vez Pelusilla, Gepeto vio estrellas, se lanzó sobre el carpintero y los dos se acabaron a puñetazos. Concluida la pelea, el maestro Antonio resultó con dos rasguños de más en las narices y el otro con dos botones de menos en el chaleco. Arregladas de esta manera sus cuentas, juraron ser buenos amigos toda la vida.

Gepeto puso debajo del brazo su famosa astilla, y dando las gracias a su compadre Antonio, se volvió cojeando a su casa.

Capítulo 3

Gepeto, al volver a su casa, comienza inmediatamente a fabricar el títere, y le da el nombre de Pinocho. Primeras monerías del títere

La habitación de Gepeto quedaba en el piso bajo y tenía muy poca luz.

Los muebles no podían ser más sencillos: una silla vieja, una cama bastante pobre y una mesita desvencijada. En el fondo se veía una chimenea con fuego encendido, pero el fuego era pintado; cerca del fuego había una marmita, también pintada, que lanzaba una nube de humo, que parecía humo verdadero.

Apenas Gepeto entró a su casa, tomó los instrumentos y se puso a hacer el títere.

“¿Qué nombre le pondré?”, pensó. “Lo llamaré Pinocho. Este nombre le traerá fortuna. Conocí a toda una familia de Pinochos: Pinocho, el padre; Pinocha, la madre, y Pinochitos, los hijos. Todos lo pasaban muy bien: el más rico de ellos pedía limosna”.

Puesto ya el nombre al títere, siguió trabajando en él con entusiasmo; le hizo inmediatamente el pelo, la frente y después los ojos.

Cuando acabó los ojos, vio que se movían y lo miraban fija, fijamente.

Gepeto, sintiéndose mirado por esos dos ojos de palo, casi se desmaya, y dijo con acento enojado:

—Ojitos de palo, ¿por qué me miran?

Nadie contestó.

Después de los ojos, le hizo la nariz; pero apenas estuvo concluida, esta comenzó a crecer y crecer, de tal modo que en pocos minutos quedó convertida en una narizota que no tenía fin. El pobre Gepeto se cansaba de recortarla; pero mientras más la recortaba y la achicaba, la impertinente narizota se ponía más y más larga.

Después de la nariz, le hizo la boca.

La boca no estaba aún concluida, cuando comenzó a reír y a bromear.

—¡Deja de reír! —dijo Gepeto enfadado. Pero fue como si se lo dijera a la pared—. ¡Deja de reír! ¡Te lo repito! —gritó con voz amenazante.

Entonces la boca dejó de reír, pero sacó una lengua enorme.

Gepeto, incomodado por esos feos modales, resolvió no darse por enterado y siguió trabajando. Acabada la boca, le hizo la barbilla; después, el cuello, el estómago, la espalda, los brazos y las manos.

Apenas terminó las manos, sintió que le quitaban la peluca de la cabeza. Se volvió y ¿qué vio? ¡Su peluca amarilla en manos del títere!

—¡Pinocho, devuélveme mi peluca inmediatamente!

Y Pinocho, en vez de devolverle la peluca, se la hundió en la cabeza, dejándolo casi asfixiado. Ante aquella burla, Gepeto se puso triste y melancólico como jamás en la vida se había puesto, y dirigiéndose hacia Pinocho le dijo:

—¡Pícaro hijo! ¡No estás aún concluido y ya empiezas a faltar al respeto a tu padre! ¡Eres malo, hijo mío, malo!

Y se enjugó una lágrima.

Quedaban por hacer las piernas y los pies.

Cuando Gepeto terminó los pies, sintió que le daban una patada en la punta de la nariz.

“¡Lo merezco!, dijo para sí, ¡debí haberlo pensado antes! Ahora, ya es tarde”.

Luego tomó al títere por debajo de los brazos y lo puso en el piso para hacerlo caminar. Pinocho tenía torpes las piernas y no sabía moverse; Gepeto lo conducía de la mano para enseñarle a dar un paso después del otro.

Cuando se le desentumecieron las piernas, Pinocho comenzó a caminar solo y a correr por la habitación, hasta que llegó a la puerta de la casa y, saltando a la calle, se escapó. El pobre Gepeto corrió detrás sin poder alcanzarlo, porque Pinocho saltaba como una liebre y daba con sus pies de palo sobre el empedrado, haciendo un estrépito como de veinte pares de zuecos de campesino.

—¡Agárrenlo! ¡Agárrenlo! —gritaba Gepeto; pero la gente que iba por la calle, al ver ese títere que corría como un gamo, se paraba a mirarlo y reía, reía y reía comonadie puede figurárselo. Afortunadamente, al fin apareció un carabinero, el cual, oyendo semejante alboroto y creyendo que sería algún potro que había pateado a su amo, se plantó en la mitad de la calle resuelto a detenerlo y evitar mayores desgracias.

Pinocho, cuando vio de lejos al carabinero que tapaba la calle, se las ingenió para pasársele por entre las piernas, pero se llevó un chasco. El carabinero, sin moverse siquiera, lo agarró delicadamente por la nariz (era una nariz tan desproporcionada que parecía hecha expresamente para ser atrapada por los carabineros), y lo puso en las manos de Gepeto, el cual, como corrección, quiso darle un buen tirón de orejas; pero imagínense cómo quedó cuando fue a buscarle las orejas y no pudo encontrárselas, ¿saben por qué? Porque en su prisa por esculpir el títere, ¡se le había olvidado hacérselas!

Lo tomó por el pescuezo, y mientras lo llevaba colgando, le dijo moviendo sentenciosamente la cabeza:

—¡Vamos a casa, y ten entendido que cuando lleguemos, arreglaremos nuestras cuentas!