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En 1920, el departamento de Instrucción Pública encargó a Antón Semiónovich Makárenko (1888-1939) que organizara en las cercanías de Poltava, una colonia para delincuentes menores de edad que, posteriormente, recibió el nombre de colonia Máximo Gorki. Se reunió allí a niños vagabundos cuyos padres habían perecido, a niños que el torbellino de la guerra había arrastrado por toda Rusia. Entregado a esa obra, Makárenko creó un sistema pedagógico innovador, que enseñaba a los niños a vivir dentro de una colectividad por medio del trabajo. Esta obra ha sido considerada como imprescindible dentro del campo de la pedagogía por sus aportaciones teóricas con respecto al proceso educativo, y, a pesar de haber sido escrita entre la década de los veinte y los treinta del siglo xx, continúa siendo una fuente de inspiración para los actuales responsables de la educación.
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Akal / Básica de Bolsillo / 338
A. Makárenko
POEMA PEDAGÓGICO
En 1920, el departamento de Instrucción Pública encargó a Antón Semiónovich Makárenko que organizara en las cercanías de Poltava, una colonia para delincuentes menores de edad que, posteriormente, recibió el nombre de colonia Máximo Gorki. Se reunió allí a niños vagabundos cuyos padres habían perecido, a niños que el torbellino de la guerra había arrastrado por toda Rusia. Entregado a esa obra, Makárenko creó un sistema pedagógico innovador, que enseñaba a los niños a vivir dentro de una colectividad por medio del trabajo. Esta obra ha sido considerada como imprescindible dentro del campo de la pedagogía por sus aportaciones teóricas con respecto al proceso educativo y, a pesar de haber sido escrita entre la década de los veinte y los treinta del siglo XX, continúa siendo una fuente de inspiración para los actuales responsables de la educación.
Antón Semiónovich Makárenko (1888-1939) fue un pedagogo ruso dedicado, especialmente, a la reeducación de niños y jóvenes inadaptados. Además de Poema pedagógico (1925), escribió Banderas en las torres (1932), en la que relató sus vivencias en la comuna Dzerjinski. Su última obra fue Libro para los padres, realizado en colaboración con su esposa.
Diseño de portada
Sergio Ramírez
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Imagen de cubierta: Makárenko con sus educandos en la colonia Gorki (1925).
© Ediciones Akal, S. A., 2017
para lengua española
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
Tel.: 918 061 996
Fax: 918 044 028
www.akal.com
ISBN: 978-84-460-4453-6
Antón Semiónovich Makárenko (1888-1939)
Acerca del autor
Año 1920. Tercer año de existencia de la joven República de los Sóviets. La Guerra Civil todavía no ha terminado. La vida pacífica comienza a encauzarse. En este año, el Departamento de Instrucción Pública encarga al joven maestro Antón Semiónovich Makárenko (1888-1939) que organice en las cercanías de Poltava, ciudad del sur de Rusia, una colonia para delincuentes menores de edad que, posteriormente, recibió el nombre de colonia Máximo Gorki. Se reunió allí a niños vagabundos cuyos padres habían perecido durante los años de Guerra Civil, epidemias y hambre, a niños que el torbellino de la guerra había arrastrado por todos los caminos de Rusia. Su trabajo entre los niños vagabundos pronto pasó a ser el eje de la vida del joven maestro. Unos años más tarde, en 1927, Makárenko pasó a dirigir también la comuna infantil Félix Dzerzhinski, fundada cerca de Járkov.
En treinta años de actividad pedagógica –dijo de sí mismo Makárenko– viví 200.000 horas de tensión laboral y por mis manos pasaron más de 3.000 niños. Yo, pedagogo, he invertido los últimos quince años en la aplicación practica y el perfeccionamiento de un sistema de educación comunista. He creado para ello, con gran trabajo, una colectividad experta, que ha evidenciado la vitalidad de todas mis tesis.
Makárenko forjó en su colonia a magníficos jóvenes, inteligentes, de alta moral y demandas y gusto estéticos elevados. Entregado a esa obra, creó su sistema pedagógico innovador, que le pone a la altura de los mejores pedagogos del mundo. Su gran talento de escritor le permitió exponer en forma literaria su teoría pedagógica, haciéndola patrimonio de la opinión mundial. Makárenko escribió novelas, obras de teatro y guiones cinematográficos, que componen hoy los siete tomos de sus obras completas. Son muy famosas sus novelas Poema pedagógico, Banderas sobre las torres y Libro para los padres. Las obras literarias de Makárenko ofrecen al lector interesantes cuadros de la vida soviética de los años veinte y treinta del siglo xx y, al mismo tiempo, le enseñan a pensar pedagógicamente y amplían sus horizontes y cultura educativos.
Makárenko invirtió diez años (1925-1935) en escribir el Poema pedagógico. «Es mi obra más querida», decía de esta novela en una carta a Gorki[1]. La suerte de este libro es maravillosa: la vida continúa escribiéndolo. Los personajes del Poema pedagógico siguen viviendo fuera de sus páginas y son pedagogos, médicos, diseñadores de aviones, ingenieros, pilotos... Los libros que se han publicado en la URSS acerca de la vida de los educandos de Makárenko podrían llenar toda una estantería. A quienes lean el Poema pedagógico les agradará seguramente saber que el «incorregible» Hurón es hoy teniente coronel del Ejército soviético y que combatió como un héroe contra los fascistas en la Guerra Patria; que el colono Zadórov es ingeniero hidrólogo; que Vérshnev es médico e Iván Tkachuk, actor. Semión Karabánov, uno de los personajes más populares del Poema pedagógico, siguió el camino de su maestro, se hizo pedagogo y dirige hoy una gran institución infantil en las cercanías de Moscú. Estas vidas no son excepciones. Los educandos de Makárenko continúan la obra de su maestro.
La muerte se llevó muy pronto a Makárenko a los cincuenta y un años. En 1939, dejó de existir. Sus libros, y muy especialmente su Poema pedagógico, presentan al lector la imagen de un luchador, de un hombre público y pensador a quien Gorki dijera en cierta ocasión: «Es usted un maravilloso Hombre con mayúscula, un hombre de esos que Rusia necesita».
***
Poema pedagógico continúa siendo una gran herramienta para aquellos que se interesan actualmente por la educación; además, presenta una excelente propuesta pedagógica para modificar la política asistencialista en la atención a niños de la calle: los educandos de la colonia Gorki aprendían a vivir y a sobrevivir dentro de una colectividad por medio del trabajo. Desde sus primeras páginas, esta obra cautiva al lector por su cercanía con la realidad, por las semejanzas entre los gorkianos y muchos de los chicos que se encuentran hoy en nuestra sociedad, que abrigan la esperanza de ser mejores personas. No dudamos que existen docentes, educadores y pedagogos que, al igual que Makárenko, dedican su tiempo al servicio de la educación con fervorosa pasión para transformar a sus educandos en seres humanos comprometidos con la sociedad, con ellos mismos y con la naturaleza. A partir del esbozo de la obra de Makárenko, es posible comprender el porqué del título de la novela: este cobra sentido en la medida en que cada experiencia de aprendizaje está impregnada de sentimientos, al igual que ocurre en los poemas. La pedagogía no es sólo técnica y metodología, sino que también implica la observación del ser humano como un ser complejo, multidimensional, que implica emociones y sentimientos durante el proceso de aprender. En definitiva, Poema pedagógico constituye una obra muy valiosa dentro del campo de la pedagogía por sus aportaciones teóricas con respecto al proceso educativo, a pesar de haber sido escrita en la década de los años veinte del siglo XX.
Visita de Gorki a la colonia en 1928. Makárenko sentía una especial admiración por Máximo Gorki, vanguardia del realismo socialista, y reconoció que sus primeras nociones marxistas provenían de él y, tal fue su reconocimiento, que le puso su nombre a la primera colonia que administró, además de mantener un amplio intercambio de correspondencia.
[1] Máximo Gorki, al que conoció personalmente en 1928, fue su guía y maestro, y con el cual mantuvo una profunda amistad. Poema pedagógico está dividido en tres partes publicadas en el almanaque literario de Gorki L’anno diciassettesimo, entre 1934 y 1935.
Libro I
A Máximo Gorki, nuestro padrino,
amigo y maestro,
con devoción y cariño.
Un destacamento de colonos trabajando en los campos de remolacha de la colonia (1921). En la colonia los educandos dividían su tiempo en dos tipos: el trabajo escolar, al que dedicaban cuatro horas y el trabajo productivo, que ocupaba cinco. Makárenko estableció la autogestión como un principio pedagógico de las comunas.
1. Conversación con el delegado provincial de Instrucción Pública
En septiembre de 1920 me llamó el delegado provincial de Instrucción Pública.
—Escúchame, hermano –me dijo–, he oído que andas chillando por ahí..., porque han instalado tu escuela de trabajo... en el local del Consejo Provincial de Economía.
—¿Cómo no voy a chillar? La cosa no es para chillar solamente: es para aullar. ¿Qué escuela de trabajo es esa? Toda ahumada, sucia... ¿Acaso se parece eso a una escuela[1]?
—Sí... Para tu gusto, haría falta construir un edificio nuevo, colocar nuevos pupitres, y entonces tú te dedicarías a la enseñanza. El quid no está, hermano, en los edificios; lo importante es educar al hombre nuevo, pero vosotros, los pedagogos, no hacéis más que sabotearlo todo: el edificio no os gusta y las mesas no son como deben ser. Os falta eso... ¿sabes qué?... El fuego revolucionario. ¡Necesitáis la raya en los pantalones!
—¡Yo no llevo raya en los pantalones!
—Bueno, tú no la llevas... ¡Intelectuales asquerosos! No hago más que buscar y rebuscar... La cosa tiene mucha importancia. ¡Hay tantos ladronzuelos de esos, que es imposible ir por la calle! Además, ya se meten en las casas. Me dicen que este es un asunto nuestro, de Instrucción Pública... ¿Qué te parece?
—¿Qué va a parecerme?
—Pues eso, precisamente, que no quiere nadie: que todos se defienden con uñas y dientes, que todos dicen: «Nos degollarán». Naturalmente, os gustaría tener un despachito, libros... ¡Tú te has puesto hasta gafas!...
Me eché a reír:
—¡Vaya, también las gafas le molestan!
—Es lo que yo digo: que sólo queréis leer. Pero, si se os da un ser vivo, entonces salís con esas: «Me degollará». ¡Intelectuales!
El delegado provincial de Instrucción Pública me acribillaba enojado con sus pequeños ojos negros, y bajo los bigotes a lo Nietzsche, su boca expelía insultos contra toda nuestra casta pedagógica. Pero este delegado provincial de Instrucción Pública no tenía razón...
—Usted escúcheme...
—¡Qué «escúcheme» ni qué «escúcheme»! ¿Qué puedes decirme? Me dirás: ¡si fuera esto como en Norteamérica! Hace poco leí un librito acerca de eso... Alguien me lo dio intencionadamente. Reformadores... O, ¿cómo es? Espera... ¡Ah! Reformatorios. Pero eso no existe todavía en nuestro país.
—No, usted escúcheme.
—Bien, le escucho.
—También antes de la Revolución se hacía entrar en vereda a esos vagabundos. Entonces había colonias de delincuentes menores de edad...
—Esto no es lo mismo, ¿sabes?... Lo de antes no sirve.
—Precisamente. Y esto quiere decir que el hombre nuevo debe ser forjado de un modo nuevo.
—De un modo nuevo; en eso tienes razón.
—Pero nadie sabe cómo...
—¿Y tú lo sabes?
—Yo tampoco.
—Pues yo tengo en la delegación provincial de Instrucción Pública gente que sabe...
—Sin embargo, no quieren poner manos a la obra...
—No quieren los infames; en eso tienes razón...
—Y, si yo me pongo a ello, me harán imposible la vida. Haga lo que haga, dirán que no es así.
—Estás en lo justo; lo dirán esos sinvergüenzas.
—Y usted les creerá a ellos y no a mí.
—No les creeré. Les diré: debíais haberlo hecho vosotros mismos.
—Bueno; ¿y si, en realidad, me armo un lío?
El delegado provincial de Instrucción Pública dio un puñetazo sobre la mesa.
—Pero, ¿por qué vas a armarte un lío?... Bien, pues te armas un lío. ¿Qué es lo que quieres de mí? ¿Acaso yo no lo comprendo o qué? Ármate todos los líos que quieras, pero hay que obrar. Después veremos. Lo más importante es, ¿sabes?... no una colonia de menores, sino una escuela de educación social. ¡Necesitamos, ¿comprendes?, forjar un hombre nuestro! Y tú eres quien debe hacerlo. De cualquier forma, todos tenemos que aprender. Y, por lo tanto, tú también aprenderás. Me gusta que me hayas dicho francamente: no sé. Eso está bien.
—¿Y hay sitio? Porque, a pesar de todo, hacen falta edificios.
—Hay sitio, hermano. Un sitio magnífico. Precisamente, allí había antes una colonia de menores. No está lejos: a unas seis verstas[2]. Se está bien allí. Hay bosque, campo... Podrás criar vacas...
—¿Y gente?
—¿Gente? Enseguida la saco del bolsillo. ¿Tal vez necesitas también un automóvil?
—¿Dinero?...
—Dinero hay. Toma.
De un cajón de la mesa sacó un paquete.
—Ciento cincuenta millones de rublos[3]. Para toda clase de gastos de organización. Reparaciones, los muebles que precises...
—¿Y para las vacas?
—Para las vacas tendrás que esperar; allí no hay cristales. Y luego haces el presupuesto para un año.
—No está bien así. Sería mejor ver antes el sitio.
—Yo lo he visto ya. ¿Es que tú vas a ver mejor que yo? Ve. No hay más que hablar.
—Bien, de acuerdo –asentí aliviado, porque en aquel momento no había nada más terrible para mí que las habitaciones del Consejo Provincial de Economía.
—¡Eres un valiente! –resumió el delegado provincial de Instrucción Pública–. ¡Manos a la obra! ¡La causa es sagrada!
2. Principio sin gloria de la colonia Gorki
A seis kilómetros de Poltava, sobre unas colinas arenosas, se extendía un bosque de pinos como de doscientas hectáreas, y por el lindero del bosque corría la carretera de Járkov, en la que brillaban, monótonos y pulcros, los guijarros.
En el bosque había un prado de unas cuarenta hectáreas. En uno de sus ángulos se alzaban cinco cajas geométricas de ladrillos, que constituían todas juntas un cuadrilátero perfecto. Esta era la nueva colonia para menores.
La plazoleta arenosa del patio descendía hacia el extenso claro del bosque, hacia los juncos de un pequeño lago, en cuya orilla opuesta se hallaban las cercas y las jatas[4] de un caserío de kulaks[5]. Más allá del caserío se perfilaba en el cielo una hilera de viejos abedules y dos o tres tejados de bálago[6]. Eso era todo.
Antes de la Revolución, aquí había una colonia de menores. En 1917 la colonia se disolvió, dejando en pos de si muy pocas huellas pedagógicas. A juzgar por esas huellas, conservadas en unos viejos y rotos cuadernos-diarios, los principales pedagogos eran celadores, probablemente suboficiales retirados, cuyas obligaciones consistían en vigilar cada paso de sus educandos, tanto durante el trabajo como en el recreo, y en dormir por las noches junto a ellos en la habitación contigua. De lo que contaban los campesinos de la vecindad se deducía que la pedagogía de esos celadores no brillaba por ninguna complicación especial. Exteriormente se expresaba por un instrumento tan simple como el palo.
Los rastros materiales de la antigua colonia eran todavía más insignificantes. Los vecinos más inmediatos de la colonia habían trasladado y llevado a sus depósitos propios todo lo traducible a unidades materiales: los talleres, los almacenes, los muebles. Entre otros bienes había sido trasladado también hasta el huerto de árboles frutales. Sin embargo, nada de toda esta historia recordaba a los vándalos. El huerto no había sido talado, sino excavado y replantado en algún otro lugar; tampoco los cristales de las casas habían sido rotos, sino sacados con precaución: las puertas, no arrancadas por ningún hacha colérica, habían sido cuidadosamente desprendidas de sus goznes y los hornos desmontados ladrillo a ladrillo. Sólo el aparador, en el antiguo domicilio del director, permanecía en su sitio.
—¿Por qué sigue aquí el armario? –pregunté a un vecino, Luká Semiónovich Verjola, que había venido desde el caserío para ver a los nuevos amos.
—Pues porque, como usted ve, puede decirse que este armario no sirve para nuestra gente. Usted mismo juzgará que no vale la pena de desmontarlo. En las jatas no entrará, tanto por lo alto como por lo ancho...
En los rincones de los cobertizos se amontonaba la chatarra, pero no había cosas útiles. Siguiendo las huellas recientes, conseguí recuperar algunos objetos de valor, sustraídos en los últimos días. Eran una vieja sembradora corriente, ocho bancos de carpintería, que apenas se tenían en pie, un caballo merino de treinta años de edad, que en otros tiempos fuera kirguís[7], y una campana de cobre.
En la colonia encontré a Kalina Ivánovich, el administrador. Me acogió con esta pregunta:
—¿Usted es el encargado de la parte pedagógica?
Pronto reparé en que Kalina Ivánovich hablaba con acento ucraniano, aunque no reconocía la lengua ucraniana como una cuestión de principio. En su léxico abundaban las palabras ucranianas, y siempre pronunciaba la letra «g» al modo meridional. Pero yo no sé por qué en la palabra «pedagógica» acentuaba con tanta fuerza esa literaria «g» rusa, que en él resultaba hasta exagerada.
—¿Usted es el encargado de la parte pedagógica?
—¿Por qué? Yo soy el director de la colonia...
—No –objetó quitándose la pipa de la boca–. Usted será el encargado de la parte pedagógica y yo el encargado de la administración.
Imaginaos el Pan[8] de Vrúbel, ya completamente calvo, sólo con un resto de pelo sobre las orejas. Afeitad a este Pan la barba y cortadle los bigotes como a un arcipreste. Ponedle una pipa entre los dientes. Y ya no será Pan, sino Kalina Ivánovich Serdiuk. Era un hombre extraordinariamente complicado para un trabajo tan simple como la administración de una colonia infantil. Tenía a sus espaldas, por lo menos, cincuenta años de diferente actividad. Pero únicamente dos épocas constituían su orgullo: en su juventud había sido húsar del regimiento de Kexholm de guardias de corps de Su Majestad y en el año 1918, durante la ofensiva de los alemanes, había dirigido la evacuación de la ciudad de Mírgorod.
Kalina Ivánovich fue el primer objeto de mi actividad pedagógica. Era una gran dificultad para mí su abundancia en las convicciones más diversas. Con el mismo placer denostaba contra los burgueses, los bolcheviques, los rusos, los hebreos, nuestro desaliño y la meticulosidad alemana. Pero sus ojos azules brillaban con tanto amor a la vida, era tan sensible y dinámico, que no escatimé para él una pequeña cantidad de energía pedagógica. Y comencé a educarlo desde el primer día, desde nuestra primera conversación:
—¿Cómo es posible, camarada Serdiuk, que la colonia no tenga director? Alguien debe responder de todo.
Kalina Ivánovich se quitó otra vez la pipa y se inclinó cortésmente hacia mi rostro:
—Entonces ¿usted desea ser el director de la colonia? ¿Y que yo sea, en cierto modo, su subordinado?
—No, eso no es obligatorio. Si usted quiere, yo seré su subordinado.
—Yo no he estudiado pedagogía y lo que no me incumbe, no me incumbe. Usted es joven aún, y quiere que yo, un viejo, sea el chico de los recados. Esto tampoco está bien. Sin embargo, para ser el director de la colonia me falta cultura, y además, ¿qué necesidad tengo?...
Kalina Ivánovich se apartó con enojo de mí. Se había disgustado. Anduvo triste todo el día, y al anochecer se presentó en mi cuarto ya completamente abatido.
—Aquí le he puesto una camita y una mesilla. Lo que he podido encontrar...
—Gracias.
—No hago más que pensar en qué vamos a hacer con esta colonia. Y he decidido que, naturalmente, vale más que sea usted el director de la colonia y yo una especie de subordinado suyo.
—No regañaremos, Kalina Ivánovich.
—También yo lo creo así. La cosa no es tan difícil, y nosotros cumpliremos nuestro deber. Y usted, como hombre culto, será una especie de director de la colonia.
Nos pusimos a trabajar. Con ayuda de palos conseguimos levantar el viejo caballo de treinta años. Kalina Ivánovich se encaramó a algo semejante a una carreta, amablemente cedida por un vecino, y todo este sistema puso rumbo a la ciudad a una velocidad de dos kilómetros por hora. Comenzaba el periodo de organización.
Para este periodo había sido planteada una tarea muy en su punto: la concentración de los valores materiales imprescindibles para la educación del hombre nuevo. Por espacio de dos meses. Kalina Ivánovich y yo nos pasamos días enteros en la ciudad. Kalina Ivánovich iba en coche y yo a pie. Él creía que ir a pie rebajaba su dignidad, y a mí me era imposible resignarme con el ritmo que podía proporcionar el caballo exkirguís.
En el transcurso de dos meses logramos, con ayuda de los especialistas rurales, poner más o menos en orden uno de los cuarteles de la antigua colonia: colocamos cristales, reparamos las estufas, pusimos puertas nuevas. En el dominio de la política exterior obtuvimos un solo éxito, aunque, en cambio, verdaderamente notable: a fuerza de solicitudes logramos de la Comisión de Abastecimiento del Primer Ejército de Reserva ciento cincuenta puds[9] de harina de centeno. Pero no tuvimos la suerte de poder «concentrar» otros valores materiales.
Comparando todo eso con mis ideales en el terreno de la cultura material, vi que, aunque tuviera cien veces más, me faltaría tanto como ahora para llegar al ideal. A consecuencia de ello tuve que declarar terminado el periodo de organización. Kalina Ivánovich aprobó mi punto de vista:
—¿Y qué podemos reunir, si ellos, los parásitos, se dedican a hacer encendedores? Han arruinado al pueblo y ahora dicen: «Organízate como puedas». Tendremos que hacer lo mismo que Ilyá Múromets[10]...
—¿Lo mismo que Ilyá Múromets?
—Sí, hubo en otro tiempo un Ilyá Múromets, tal vez tú lo sepas, y los parásitos esos han declarado que era un paladín. Pero yo considero que no era más que un pobretón y un vago. En verano, ¿comprendes?, viajaba en trineo...
—Pues bien: seremos como Ilyá Múromets. Después de todo, eso no es tan malo. ¿Y dónde está el bandido Solovéi[11]?
—Bandidos, hermano, hay todos los que quieras...
Llegaron a la colonia dos educadoras: Ekaterina Grigórievna y Lidia Petrovna. En mis búsquedas de pedagogos, yo había llegado casi a la desesperación completa; nadie quería consagrarse a la educación del hombre nuevo en nuestro bosque, porque todo el mundo temía a los golfos y nadie confiaba en el fausto final de nuestra empresa. Y sólo en una conferencia de maestros rurales, en la que me vi obligado a hacer uso de la palabra, encontré a dos personas vivas. Me alegró que fueran mujeres. Yo creía que la «ennoblecedora influencia femenina» completaría afortunadamente nuestro conjunto de fuerzas.
Lidia Petrovna era todavía muy joven, una chiquilla. Acababa de salir del liceo, y aún no había perdido la costumbre de los cuidados maternos. El delegado provincial de Instrucción Pública me preguntó al firmar su nombramiento:
—¿Para qué quieres a esa muchachita? Si no sabe nada...
—Así la he buscado precisamente. De vez en cuando se une ocurre que los conocimientos no tienen ahora tanta importancia. Esta Lídochka es un ser purísimo, y yo cuento con ella como con una especie de vacuna.
—¿No te pasarás de listo? En fin, de acuerdo...
En cambio, Ekaterina Grigórievna era un experto lobo pedagógico. No había nacido mucho antes que Lídochka, pero Lídochka se reclinaba en su hombro igual que una niña junto a su madre. En el rostro serio y hermoso de Ekaterina Grigórievna resaltaban unas cejas negras, casi varoniles. Sabía llevar con aseo subrayado vestidos que conservaba por verdadero milagro y Kalina Ivánovich, al conocerla, se expresó acertadamente:
—Con una mujer así hay que tener mucho cuidado...
En fin, todo estaba dispuesto.
El 4 de diciembre llegaron a la colonia los primeros seis educandos y me hicieron entrega de un sobre fabuloso, sellado con cinco enormes lacres. Este sobre contenía sus «expedientes». Cuatro eran enviados a la colonia por asalto a mano armada de una casa y tenían dieciocho años de edad; los otros dos, más jóvenes, eran acusados de robo. Nuestros educandos estaban espléndidamente vestidos: pantalones de montar, botas elegantes, Sus peinados eran de última moda. En ellos no había absolutamente nada de niños abandonados. Los apellidos de estos primeros educandos eran Zadórov, Burún, Vólojov, Bendiuk, Gud y Taraniets.
Los recibimos afablemente. Desde por la mañana se estaba condimentando una comida especialmente sabrosa. La cocinera deslumbraba con su cofia de impoluto blancor. En el dormitorio, mesas engalanadas ocuparon el espacio libre entre las camas. No teníamos manteles, pero sábanas nuevas hicieron con buen éxito las veces. Aquí se congregaron todos los participantes de la colonia naciente. También acudió Kalina Ivánovich que, con motivo de la solemnidad, había cambiado la sucia chaqueta gris que vestía a diario por una cazadora de terciopelo verde.
Yo pronuncié un discurso acerca de la nueva vida de trabajo, acerca de la necesidad de olvidar el pasado y marchar adelante y adelante. Los educandos oían mi discurso con poca atención, susurraban algo entre ellos, mirando con sonrisas sarcásticas y despreciativas los catres plegables, recubiertos de edredones que no tenían nada de nuevos, y las ventanas y las puertas sin pintar. En pleno discurso, Zadórov dijo de pronto en voz alta a uno de sus camaradas:
—¡Por culpa tuya nos hemos metido en este lío!
Dedicamos el resto del día a planear nuestra vida futura. Pero los educandos escuchaban con cortés negligencia mis propuestas: sólo querían librarse de mí lo antes posible.
Por la mañana, Lidia Petrovna, toda agitada, vino a mi cuarto y me dijo:
—No sé cómo hablar con ellos... Les digo que hay que ir al lago por agua, y uno de ellos, con el pelo todo planchado, que estaba calzándose, me acerca de repente una bota a la cara y me dice: «¡Mire usted qué botas tan estrechas me ha hecho el zapatero!».
Durante los primeros días ni siquiera nos ofendían: simplemente, no reparaban en nuestra presencia. Al anochecer, se iban tranquilamente de la colonia y volvían por la mañana, escuchando con una discreta sonrisa mis reconvenciones inflamadas por el espíritu de la educación socialista[12]. Una semana más tarde, Bendiuk fue detenido en la colonia por un agente de investigación: se le acusaba de asesinato y robo nocturno. Lídochka, mortalmente asustada por este acontecimiento, lloraba en su habitación y no salía más que para preguntarnos a todos:
—Pero, ¿qué es eso? ¿Cómo ha podido matar? Ekaterina Grigórievna, sonriendo seriamente, fruncía el entrecejo:
—No sé, Antón Semiónovich; de verdad que no lo sé... Tal vez tengamos que marcharnos sin más ni más... No sé qué tono hay que emplear aquí...
El bosque desierto en torno a nuestra colonia, las cajas vacías de los edificios, los diez catres plegables en lugar de camas, el hacha y la pala como herramientas y la media docena de educandos que negaban categóricamente no sólo nuestra pedagogía, sino la cultura humana íntegra, todo eso, a decir verdad, no se ajustaba en absoluto a nuestra precedente experiencia escolar.
En las largas veladas invernales, la colonia era angustiante. Dos quinqués la alumbraban, uno en el dormitorio y el otro en mi habitación. Las educadoras y Kalina Ivánovich tenían velones, invención de la época de Kii, Schek y Joriv[13]. El cristal de mi quinqué estaba roto por la parte superior, y el resto se hallaba todo ahumado, porque Kalina Ivánovich, al encender su pipa, recurría frecuentemente al fuego de mi lámpara, metiendo para ello medio periódico en el cristal.
Aquel año las nevascas comenzaron pronto, y todo el patio de la colonia se llenó de montones de nieve. No teníamos a nadie para limpiar los senderos. Pedí a los educandos que lo hicieran ellos, y Zadórov me contestó:
—Podemos limpiar los senderos, pero sólo cuando pase el invierno; si no, los limpiaremos nosotros, y otra vez nevará. ¿Comprende?
Sonrió amablemente y se dirigió hacia un camarada, olvidando mi existencia. Zadórov procedía de una familia de intelectuales: se notaba en el acto. Hablaba correctamente, su rostro se distinguía por ese aspecto lustroso que no tienen más que los niños bien alimentados. Vólojov era de otro género; boca ancha, nariz ancha, los ojos muy separados, todo ello acompañado de una particular movilidad de facciones: el rostro de un bandido. Vólojov llevaba siempre las manos metidas en los bolsillos del pantalón de montar, y ahora se acercó a mí en esa actitud:
—Bueno, ya le hemos contestado...
Salí del dormitorio, transformando mi cólera en una especie de piedra pesada dentro del pecho. Pero era preciso limpiar los senderos, y la cólera petrificada exigía acción. Fui en busca de Kalina Ivánovich:
—Vamos a limpiar la nieve.
—¿Qué dices? ¿Es que yo he venido aquí de peón? ¿Y los ruiseñores-bandidos qué? –dijo, señalando los dormitorios.
—No quieren.
—¡Ah, parásitos! Bueno, vamos.
Kalina Ivánovich y yo estábamos terminando de limpiar el primer sendero cuando en él aparecieron Vólojov y Taraniets, que iban, como siempre, a la ciudad.
—¡Eso está bien! –exclamó alegremente Taraniets.
—Hace tiempo que debían haberlo hecho –le sostuvo Vólojov.
Kalina Ivánovich les cerró el paso:
—¿Qué es eso de que «está bien»? Tú, canalla, te has negado a trabajar, ¿y piensas que voy a hacerlo yo por ti? Por aquí no pasas, parásito. Métete en la nieve, que, si no, te daré con la pala....
Kalina Ivánovich alzó la pala, pero un segundo después su pala volaba hasta mi lejano montón de nieve, su pipa iba a parar a otro lado, y el estupefacto Kalina Ivánovich pudo solamente acompañar con la mirada a los jóvenes y oír cómo le gritaban, ya desde lejos:
—¡Tendrás que ir tú solito en busca de la pala!...
Entre risas se marcharon a la ciudad.
—¡Me iré al diablo! ¡Yo aquí no trabajo! –exclamó Kalina Ivánovich y se fue a su habitación, dejando abandonada la pala en el montón de nieve.
Nuestra vida se hizo siniestra y angustiosa. Cada noche se oían gritos en la carretera principal de Járkov:
—¡Socorro!
Los aldeanos desvalijados acudían a nosotros y con voces trágicas imploraban nuestra ayuda.
Conseguí del delegado provincial un revólver para defenderme de los caballeros salteadores, pero le oculté la situación en la colonia. Aún no había perdido la esperanza de encontrar la manera de llegar a un acuerdo con los educandos.
Para mí y para mis compañeros, los primeros meses de nuestra colonia no fueron sólo meses de desesperación y de tensión impotente: también fueron meses de busca de la verdad. En toda mi vida había leído yo tanta literatura pedagógica como en el invierno de 1920.
Esto ocurría en la época de Wrángel y de la guerra contra Polonia. Wrángel andaba por allí cerca, alrededor de Novomírgorod; muy próximos a nosotros, en Cherkasi, combatían los polacos; toda Ucrania estaba plagada de batkos[14]; mucha gente a nuestro alrededor se hallaba fascinada por las bandas de Petliura. Pero nosotros, en nuestro bosque, con la cabeza entre las manos, tratábamos de olvidar el fragor de los grandes acontecimientos y leíamos libros de pedagogía.
El fruto principal que yo obtenía de mis lecturas era una firme y honda convicción de que no poseía ninguna ciencia ni ninguna teoría, de que era preciso deducir la teoría de todo el conjunto de fenómenos reales que transcurrían ante mis ojos. Al principio, yo ni siquiera lo comprendía, pero veía, simplemente, que no necesitaba fórmulas librescas, que, de todas suertes, no podría aplicar a mi trabajo, sino un análisis inmediato y una acción también inmediata.
Con todo mi ser sentía que debía apresurarme, que era imposible esperar ni un solo día más. La colonia estaba adquiriendo crecientemente el carácter de una cueva de bandidos. En la actitud de los educandos frente a los educadores se incrementaba más y más el tono permanente de burla y de granujería. Ya habían empezado a referir anécdotas escabrosas en presencia de las educadoras, exigían groseramente la comida, arrojaban los platos por el aire, jugaban de manera ostensible con sus navajas y, chanceándose, inquirían los bienes que poseía cada uno.
—Siempre puede ser útil... ¡en un momento de apuro!
Se negaban resueltamente a cortar leña para las estufas y un día destrozaron, en presencia de Kalina Ivánovich, el tejado de madera del cobertizo. Lo hicieron entre risas y bromas:
—¡Para lo que vamos a vivir aquí nos basta!
Kalina Ivánovich desprendía millones de chispas de su pipa y hacía gestos de desesperación:
—¿Qué vas a decirles a esos parásitos? ¡Gomosos indecentes! ¿Y de dónde habrán sacado que se puede destrozar las dependencias? Por una cosa así habría que meter en la cárcel a sus padres. ¡Parásitos!
Y sucedió que no pude mantenerme más tiempo en la cuerda pedagógica.
Una mañana de invierno pedí a Zadórov que cortase leña para la cocina. Y escuché la habitual contestación descarada y alegre:
—¡Ve a cortarla tú mismo: sois muchos aquí!
Era la primera vez que me tuteaban.
Colérico y ofendido, llevado a la desesperación y al frenesí por todos los meses precedentes, me lancé sobre Zadórov y le abofeteé. Le abofeteé con tanta fuerza, que vaciló y fue a caer contra la estufa. Le golpeé por segunda vez y, agarrándole por el cuello y levantándole, le pegué una vez más.
De pronto, vi que se había asustado terriblemente. Pálido, temblándole las manos, se puso precipitadamente la gorra, después se la quitó y luego volvió a ponérsela. Y probablemente yo hubiera seguido golpeándole, pero el muchacho, gimiendo, balbuceó:
—Perdóneme, Antón Semiónovich.
Mi ira era tan frenética y tan incontenible, que yo me daba cuenta de que, si alguien decía una sola palabra contra mí, me arrojaría sobre todos para matar, para exterminar a aquel tropel de bandidos. En mis manos apareció un atizador de hierro. Los cinco educandos permanecían inmóviles junto a sus camas. Burún se arreglaba precipitadamente algo en el traje.
Me volví a ellos y les conminé, golpeando con el atizador el respaldo de una cama:
—O vais todos inmediatamente al bosque a trabajar o ahora mismo os marcháis fuera de la colonia con mil demonios.
Y salí del dormitorio.
En el cobertizo donde guardábamos las herramientas empuñé un hacha y contemplé, ceñudo, cómo los educandos se repartían las hachas y los serruchos. Por mi mente pasó la idea de que era mejor no ir al bosque aquel día, no poner las hachas en manos de los educandos, pero ya era tarde: se habían repartido todas las herramientas. Daba igual. Yo me sentía dispuesto a todo: había resuelto no entregar gratuitamente mi vida. Además, tenía el revólver en el bolsillo.
Nos fuimos al bosque. Kalina Ivánovich me dio alcance y, terriblemente agitado, susurró:
—¿Qué pasa? Dime, por favor: ¿cómo están hoy tan amables?
Yo contemplé distraído los ojos azules del Pan y respondí:
—Mal van las cosas, hermano... Por primera vez en mi vida he pegado a un hombre.
—Pero, ¿qué has hecho? –se sorprendió Kalina Ivánovich–. ¿Y si se quejan?
—Eso es lo de menos...
Para mi asombro, todo transcurrió bien. Estuve trabajando con los muchachos hasta la hora de comer. Cortábamos pinos torcidos. En general, los muchachos permanecían sombríos, pero el aire puro y helado, el hermoso bosque, que ornaban enormes caperuzas de nieve, la amistosa colaboración del hacha y el serrucho hicieron su obra.
En un alto, fumamos confusos de mi reserva de majorka[15], y Zadórov, echando el humo hacia las copas de los pinos, lanzó de repente una carcajada:
—¡Menudo! ¡Ja, ja, ja, ja!
Era agradable ver su rostro sonrosado, que se agitaba con la risa, y yo no pude dejar de sonreír:
—¿A qué te refieres? ¿Al trabajo?
—También al trabajo, pero ¡hay que ver cómo me ha zumbado usted!
Era natural que Zadórov, un mocetón robusto y grandote, se riese. Yo mismo me sorprendía de haberme atrevido a tocar a tal gigante.
Lanzó otra carcajada, y, sin dejar de reírse, empuñó el hacha y se fue hacia un árbol.
—¡Vaya una historia! ¡Ja, ja, ja, ja!
Almorzarnos juntos con apetito, bromeando, pero no aludimos más al suceso de la mañana. Yo, sin embargo, me sentía violento, aunque estaba dispuesto a no bajar el tono y seguí dando órdenes con la misma firmeza después de la comida. Vólojov sonreía, pero Zadórov se aproximó a mí con una expresión de lo más seria:
—¡No somos tan malos, Antón Semiónovich! Todo saldrá bien. Nosotros comprendemos...
3. Características de las necesidades primordiales
Al día siguiente dije a los educandos:
—¡El dormitorio debe estar limpio! Es preciso designar responsables de dormitorio. A la ciudad se puede ir únicamente con mi autorización. El que se marche sin permiso, que no vuelva, porque no lo admitiré.
—¡Oh, oh! –dijo Vólojov–. Puede que sea algo menos.
—Elegid, muchachos, qué os conviene más. Yo no puedo actuar de otra manera. En la colonia tiene que haber disciplina. Si no os gusta, marchaos cada uno a donde queráis. Pero él que se quede aquí, observará la disciplina. Como gustéis. Aquí no habrá ninguna cueva de ladrones.
Zadórov me tendió la mano:
—¡Venga la mano! ¡Tiene usted razón! Tú, Vólojov, cállate. Todavía eres demasiado tonto para estos asuntos. Más nos conviene estar aquí que ir a la cárcel.
—¿Y es obligatorio asistir a la escuela? –preguntó Vólojov.
—Obligatorio.
—¿Y si yo no quiero estudiar?... ¿Qué falta me hace?...
—Es obligatorio asistir a las clases. Quieras o no quieras, será igual. ¿Ves? Zadórov acaba de llamarte tonto. Esto quiere decir que debes aprender a ser listo.
Vólojov movió, burlón, la cabeza, repitiendo unas palabras de no sé qué anécdota ucraniana:
—¡Eso sí que es un salto!
En el terreno de la disciplina, el incidente con Zadórov había señalado un viraje. Y, en honor a la verdad, yo no me sentía atormentado por ningún remordimiento de conciencia. Sí, había abofeteado a un educando. Yo experimentaba toda la incongruencia pedagógica, toda la ilegalidad jurídica de aquel hecho, pero, al mismo tiempo, comprendía que la pureza de mis manos pedagógicas era un asunto secundario en comparación con la tarea planteada ante mí. Estaba resueltamente decidido a ser dictador, si no salía adelante con ningún otro sistema. Al cabo de cierto tiempo tuve un choque serio con Vólojov, que, estando de guardia, no había arreglado el dormitorio y se negó a hacerlo después de una observación mía. Mirándole enfadado, le dije:
—¡No me saques de quicio! ¡Arregla el dormitorio!
—¿Y si no lo arreglo? ¿Me abofeteará usted? No tiene derecho...
Le agarré por el cuello y, acercándole hacia mí, mascullé muy cerca de su rostro con absoluta sinceridad:
—¡Óyeme! Te prevengo por última vez: ¡no te abofetearé, sino que te dejaré baldado! Después, si quieres, te quejas, y yo iré a la cárcel. Eso a ti no te importa.
Vólojov se desprendió de mis manos y me dijo con lágrimas en los ojos:
—No vale la pena de ir a la cárcel por una tontería así. Arreglaré la habitación, ¡y que el diablo se lo lleve a usted!
Troné:
—¿Qué manera de hablar es esa?
—¿Cómo quiere que hable con usted?... ¡Váyase al...!
—¿Qué? ¡Atrévete!...
Vólojov rompió a reír e hizo un ademán evasivo.
—¡Vaya un hombre, fíjate!... ¡Arreglaré la habitación, la arreglaré, no chille usted!
Sin embargo, es preciso señalar que yo no pensaba ni por un minuto haber hallado en la violencia un medio todopoderoso de pedagogía. El incidente con Zadórov me había costado más caro que al mismo Zadórov. Tenía miedo a lanzarme por el camino de la menor resistencia. Lidia Petrovna fue quien me condenó con más franqueza y más insistencia entre las educadoras. Al anochecer de aquel mismo día, con el rostro apoyado en los pequeños puños, me dijo machacona:
—Entonces, ¿ha encontrado usted ya el método? ¿Cómo en el seminario?
—Déjeme, Lídochka.
—No, conteste: ¿tenemos que andar a bofetadas? ¿Y yo también puedo? ¿O sólo usted?
—Lídochka, ya le contestaré más tarde. Por ahora ni yo mismo lo sé. Espere un poco.
—Bueno, esperaré.
Ekaterina Grigórievna anduvo varios días con el entrecejo fruncido y, al hablar conmigo, adoptaba un tono cortésmente oficial. Sólo cinco días después me preguntó con una sonrisa seria:
—Bueno, ¿cómo se encuentra?
—Igual. Me encuentro muy bien.
—¿Sabe usted qué es lo más triste de toda esta historia?
—¿Lo más triste?
—Sí. Lo más desagradable es que los muchachos refieren su hazaña con admiración. Están incluso dispuestos a enamorarse de usted, y Zadórov el primero de todos. ¿Cómo explicarlo? No lo comprendo. ¿La costumbre de la esclavitud?
Después de reflexionar un poco, contesté a Ekaterina Grigórievna:
—No, aquí no se trata de esclavitud. Aquí hay una cosa distinta. Analícelo usted bien: Zadórov, más fuerte que yo, podía haberme mutilado de un golpe. Considere usted, además, que no tiene miedo a nada, como tampoco tiene miedo a nada Burún y los demás. En toda esta historia ellos no ven los golpes, sino la ira, el estallido humano. Comprenden muy bien que igualmente podía no haber pegado a Zadórov, que podía haberle devuelto como incorregible a la comisión[16], que podía ocasionarles muchos disgustos graves. Pero yo no hice eso y procedí de una manera peligrosa para mí, aunque humana y no formal. Y, por lo visto, la colonia, a pesar de todo, les hace falta. La cosa es bastante complicada. Además, ellos ven que nosotros trabajamos mucho para su servicio. A pesar de todo, son personas. Y este es un hecho de suma importancia.
—Tal vez –me respondió, pensativa, Ekaterina Grigórievna.
Sin embargo, no disponíamos de mucho tiempo para meditar. Una semana más tarde, en febrero de 1921, traje en un carromato a quince muchachos auténticamente abandonados y harapientos. Nos vimos obligados a trabajar mucho para lavarles, vestirles de algún modo, curarles la sarna. En marzo teníamos en la colonia a unos treinta chicos. En su mayoría, estaban muy descuidados, en estado salvaje y absolutamente inadecuados para la realización del sueño de la educación socialista. De momento no había en ellos esa capacidad peculiar de creación, que, según se dice, asemeja el modo de razonar de los niños al de los sabios.
En la colonia aumentó también el número de educadores. Para marzo contábamos ya con un verdadero consejo pedagógico. La pareja Natalia Márkovna e Iván Ivánovich Osipov trajo, en medio del asombro de toda la colonia. un ajuar bastante considerable: divanes, sillas, armarios, una gran cantidad de ropa y de vajilla. Nuestros colonos, carentes hasta de lo más indispensable, contemplaban con extraordinario interés cómo era descargada de los carros toda esa riqueza a la puerta de la habitación en que debían vivir los Osipov.
El interés de los colonos por los bienes de los Osipov no era, ni mucho menos, un interés académico, y a mí me asustaba mucho la idea de que todo ese magnífico transporte hiciera el viaje de vuelta hacia los mercados urbanos. Una semana más tarde, cuando llegó el ama de llaves, el interés especial por las riquezas de los Osipov se entibió un poco. El ama de llaves era una viejecita muy buena, parlanchina y tonta. Su ajuar, aunque excedía en mucho al de los Osipov, se componía de cosas muy apetitosas. Había allí mucha harina, tarros de mermelada y no sé qué más, muchas bolsas cuidadosamente atadas y numerosos sacos de viaje, a través de los cuales la mirada de los colonos discernía diversos objetos de valor.
El ama de llaves arregló su habitación con el gusto y el confort de una persona entrada en años: dispuso sus cajas y los demás bártulos en despensas, rinconcitos y huecos, dispuestos para ello por la propia naturaleza, y entabló rápida amistad con dos o tres muchachos. Esta amistad descansaba sobre principios semejantes a los de un tratado: ellos le traerían leña y le encenderían el samovar[17] y ella, como pago, les convidaría a tomar té y a hablar acerca de la vida. En realidad, el ama de llaves no tenía nada que hacer en la colonia. A mí me asombraba que nos la hubieran mandado.
En la colonia no necesitábamos ningún ama de llaves. Nosotros éramos increíblemente pobres.
Aparte de unas cuantas habitaciones destinadas al personal, de todos los locales de la colonia habíamos conseguido reparar únicamente un vasto dormitorio con dos estufas. En esta habitación habían sido colocados treinta catres plegables y tres grandes mesas, en las que comían y escribían los muchachos. Otro gran dormitorio, el comedor, dos aulas y la oficina esperaban el momento de la reparación.
Teníamos juego y medio de sábanas y nos faltaba en absoluto otra clase de ropa. Nuestra actitud ante el problema de la ropa se expresaba casi exclusivamente en las diversas demandas dirigidas a la delegación de Instrucción Pública y a otras instituciones.
El delegado de Instrucción Pública que había inaugurado tan enérgicamente la colonia estaba ahora en otra parte. Su sucesor se interesaba poco por la colonia: tenía asuntos más importantes que nosotros.
La atmósfera reinante en la delegación de Instrucción Pública no favorecía en absoluto nuestros afanes de riqueza. En aquel tiempo, la delegación era un conglomerado de muchísimas habitaciones, grandes y pequeñas, y de muchísima gente, pero los verdaderos exponentes de la obra pedagógica no eran aquí las habitaciones ni la gente, sino las mesitas. Vacilantes y deterioradas, bien de escritorio, bien de tocador o de juego, en otro tiempo negras o rojas, estas mesitas, rodeadas de sillas semejantes simbolizaban las diversas secciones, de lo que daban fe los rótulos colgados en las paredes sobre cada mesita. Una gran mayoría de las mesas estaba siempre vacía, porque la magnitud complementaria –el hombre– era esencialmente no tanto encargado de la sección como contable del distribuidor provincial. Si de pronto alguna figura humana aparecía detrás de cualquier mesita, los visitantes se precipitaban de todas partes y se abalanzaban sobre ella. En tal caso, el diálogo se reducía a poner en claro de qué sección se trataba y de si era esa la sección a que debía dirigirse el visitante, y, si era a otra, por qué y a cuál precisamente; y, sí, en efecto, era otra, ¿por qué el camarada sentado el sábado último ante aquella mesita dijo que era esta, precisamente, la sección indicada? Después de resolver todas estas cuestiones, el encargado de la sección levaba anclas y desaparecía con rapidez cósmica.
Nuestros pasos inexpertos alrededor de las mesitas no nos llevaron a ningún resultado positivo. Por ello, en el invierno del año 1921, la colonia se parecía muy poco a una institución educativa. Las chaquetas destrozadas, a las que cuadraba mucho mejor el nombre de klift, según el argot bandidesco, apenas cubrían la piel humana; muy raramente aparecían bajo el klift los restos de alguna camisa, que se caía en jirones de puro rota. Nuestros primeros educandos, que habían llegado bien vestidos, se distinguieron poco tiempo de la masa general: la tala de leña, los trabajos en la cocina y en el lavadero hacían su obra, aunque pedagógica, fatal para la ropa. En marzo todos nuestros colonos estaban vestidos de tal modo, que hubiera podido envidiarles cualquier artista que interpretase el papel de molinero en la ópera Rusalka[18].
Muy pocos colonos tenían zapatos: la mayoría usaban peales[19] sujetos con cuerdas. Pero, incluso con esta clase de calzado, sufríamos continuas crisis.
Nuestra comida se llamaba kondior, sopa aguada de mijo. La demás comida era puramente casual. En aquel tiempo existía gran cantidad de normas de alimentación: había normas corrientes, normas superiores, normas para débiles y para fuertes, normas para atrasados mentales, para sanatorios, para hospitales. Por medio de una activa diplomacia conseguíamos, a veces, convencer, rogar, engañar, ganarnos la simpatía con nuestro aspecto lamentable, intimidar agitando la amenaza de una rebelión de los colonos, y entonces se nos pasaba, por ejemplo, a la norma de sanatorio. En el racionamiento de sanatorio había leche, grasas en abundancia y pan blanco. Esto, claro está, no lo recibíamos, pero se nos daba en gran cantidad algunos elementos del kondior y pan de centeno. Al cabo de un mes o dos, experimentábamos una derrota diplomática y de nuevo descendíamos a la categoría de simples mortales, y otra vez comenzábamos a poner en práctica la línea cautelosa y oblicua de la diplomacia secreta y abierta. A veces, conseguíamos ejercer una presión tan intensa, que hasta lográbamos carne, embutidos y caramelos, pero nuestra existencia se hacía aún más triste al demostrarse que a ese lujo no tenían ningún derecho los defectuosos mortales, sino solamente los defectuosos intelectuales.
De vez en cuando, conseguíamos hacer incursiones desde la esfera de la pedagogía estricta hasta algunas esferas vecinas, como, por ejemplo, el Comité Provincial de Abastos o la Comisión especial de abastecimiento del Primer Ejército de Reserva. En la delegación de Instrucción Pública se nos prohibía rigurosamente tales actos de «guerrillerismo», y por eso teníamos que efectuar estas incursiones en secreto.
Para ello era imprescindible armarse de un papel, donde constaran estas simples y expresivas palabras: «La colonia de delincuentes menores de edad le ruega ordenar la entrega de cien puds de harina para la alimentación de los educandos».
En la propia colonia no empleábamos términos como ese de «delincuentes», y nuestra colonia nunca se llamó así. En aquel tiempo se nos llamaba defectuosos morales. Sin embargo, para el mundo exterior ese nombre era poco adecuado, ya que olía excesivamente a negociado de educación.
Yo me colocaba con mi papelito en algún lugar del pasillo del negociado correspondiente, a la puerta del despacho. Por esta puerta pasaba muchísima gente. A veces, el despacho se abarrotaba de tal modo, que podía entrar todo el que quisiera. Entonces había que abrirse paso hacia el jefe por entre los visitantes y deslizar en silencio el papel bajo su mano.
Los jefes de los negociados en abastos se orientaban con mucha dificultad en las argucias de la clasificación pedagógica y no siempre caían en la cuenta de que los «delincuentes menores de edad» tenían algo que ver con la instrucción. A su vez, el tinte emocional de ese mismo término «delincuentes menores de edad» era bastante expresivo. Por eso, raramente los jefes nos miraban con severidad y nos decían:
—¿Para qué han venido ustedes aquí? Diríjanse a su delegación de Instrucción Pública.
Lo más frecuente era que el jefe dijera después de reflexionar:
—¿Quién les abastece a ustedes? ¿El negociado de prisiones?
—No, el negociado de prisiones no, porque, ¿sabe usted? son niños...
—¿Pues quién entonces?
—Por ahora no está decidido.
—¿Cómo que «no está decidido»?... Es extraño... El jefe apuntaba algo en su bloc de notas y nos invitaba a volver dentro de una semana.
—En tal caso, denos usted de momento aunque no sean más que veinte puds.
—Veinte puds no puedo darles; reciban por ahora cinco y, mientras tanto, ya pondré en claro este asunto.
Cinco puds era poco y, además, la conversación entablada no correspondía a nuestros propósitos, en los que no entraba, claro está, ningún esclarecimiento.
Lo único aceptable para la colonia Gorki era que el jefe, sin preguntar nada, tomara en silencio nuestro papel y escribiera en un ángulo: «E n t r é g u e s e».
En este caso, yo, a riesgo de romperme las narices, volaba a la colonia:
—¡Kalina Ivánovich!... Tenemos una orden... ¡Cien puds! Busca gente y ve corriendo, que, si no, pueden darse cuenta...
Kalina Ivánovich examinaba radiante el papelito:
—¿Cien puds? ¡Vaya contigo! ¿Y de dónde?
—¿Acaso no lo ves?... Comité Provincial de Abastos de la sección jurídica provincial...
—¡Cualquiera lo entiende!... Pero, además, nos es igual: ¡aunque venga del diablo, con tal de que nos salga bien, je, je, je!
La necesidad primordial del hombre es la comida. Por eso, la cuestión de la ropa no nos angustiaba tanto como la cuestión de los víveres. Nuestros educandos tenían siempre hambre, y esto complicaba sensiblemente su reeducación moral. Con ayuda de medios privados conseguían calmar los colonos sólo cierta parte, no grande, de su apetito.
Uno de los aspectos fundamentales de la industria privada de la alimentación era la pesca. Durante el invierno, la cosa era muy difícil. El método más sencillo consistía en vaciar las redes en forma de pirámides tetraédricas tendidas por los vecinos del caserío en un riachuelo próximo y en nuestro lago. El sentido de autoconservación y la sensatez económica inherente al hombre hacían abstenerse a nuestros muchachos del robo de las redes, pero entre los colonos hubo uno que infringió esa regla de oro.
Fue Taraniets. Tenía dieciséis años, descendía de una vieja familia de ladrones y era esbelto, picado de viruelas, alegre, ingenioso, organizador magnífico y hombre emprendedor. Pero no sabía respetar los intereses colectivos. Un día robó varías redes en la orilla del río y se las trajo a la colonia. Tras él se presentaron también los dueños de las redes y el asunto concluyó en un gran escándalo. Después de este incidente, los vecinos del caserío comenzaron a tener cuidado de sus redes, y nuestros cazadores raras veces lograban atrapar algo. Pero al cabo de cierto tiempo Taraniets y otros colonos se hicieron con sus propias redes, regaladas por «un conocido de la ciudad». Gracias a estas redes propias, la pesca empezó a desarrollarse rápidamente. Al principio, el pescado era consumido en un pequeño círculo de personas, pero, a finales del invierno. Taraniets decidió, sin ninguna prudencia, incluirme a mí también en el círculo.
Un día trajo a mi habitación un plato de pescado frito.
—Este pescado es para usted.
—No lo acepto.
—¿Por qué?
—Porque no está bien lo que hacéis. Hay que dar el pescado a todos los colonos.
—¿A santo de qué? –enrojeció de rabia Taraniets–. ¿A santo de qué? Yo he conseguido las redes, yo soy quien pesca, quien se moja en el río, ¿y encima tengo que dar a todos?
—Pues, entonces, llévate tu pescado: yo no he conseguido nada ni me he mojado.
—Pero si es un regalo que le hacemos...
—No, no estoy de acuerdo. A mí esto no me gusta. Y, además, no es justo.
—¿En qué está aquí la injusticia?
—Pues en que tú no has comprado las redes. Te las han regalado, ¿no es verdad?
—Sí, me las han regalado.
—¿A quién? ¿A ti o a toda la colonia?
—¿Por qué a «toda la colonia»? A mí...
—Sin embargo, yo pienso que también a mí y a toda la colonia. ¿Y las sartenes de quiénes son? ¿Tuyas? No. Son de todos. Y el aceite que habéis pedido a la cocinera, ¿de quién es? De todos. ¿Y la leña, y el horno, y los cubos? ¿Qué puedes decir? Y si yo te quito las redes, se habrá concluido todo. Pero lo más importante es que eso que hacéis no es de camaradas. No importa que las redes sean tuyas. Tú hazlo por los camaradas. Todos pueden pescar.
—Está bien –accedió Taraniets–, que sea así. Pero, de todas maneras, tome usted el pescado.
Tomé el pescado. A partir de entonces, la pesca pasó a ser un trabajo que se hacía por turno, y el producto se entregaba a la cocina.
El segundo método de obtención privada de víveres eran los viajes al mercado de la ciudad. Cada día, Kalina Ivánovich enganchaba al Malish, el caballo kirguís, y se iba a buscar los víveres o a recorrer las instituciones. Se le sumaban dos o tres colonos que tenían necesidad de ir a la ciudad para algún asunto: el hospital, los interrogatorios en la comisión o, simplemente, para ayudar a Kalina Ivánovich a cuidar del Malish. Todos estos felices mortales solían regresar ahítos de la ciudad y siempre traían algo para los compañeros. No hubo un solo caso de alguien que fuera «pescado» en la plaza. Los resultados de estas campañas tenían una apariencia legal: «Una conocida me lo ha dado»... «Me encontré a un amigo»... Yo me esforzaba por no agraviar al colono con turbias sospechas y siempre daba crédito a sus explicaciones. Pero, además, ¿a dónde podía llevarme la desconfianza? Los colonos, sucios y hambrientos, correteando en busca de comida, me parecían un objetivo ingrato para la prédica de cualquier clase de moral con un motivo tan baladí como el robo en el mercado de una rosquilla o de un par de suelas.
Nuestra extraordinaria pobreza tenía, sin embargo, un aspecto bueno, que después ya no existió jamás. Igual de pobres y de hambrientos éramos también nosotros, los educadores. Entonces casi no percibíamos salario, nos contentábamos con el mismo kondior y andábamos casi tan andrajosos. Durante todo el invierno yo anduve sin suelas en las botas, siempre con algún trozo de peal fuera. Sólo Ekaterina Grigórievna lucía vestidos limpios y planchados.
4. Operaciones de carácter interno
En febrero desapareció de mi cajón un fajo entero de billetes: aproximadamente mi salario de seis meses.
Por aquel tiempo en mi habitación estaban la oficina, la sala de los maestros, la contaduría y la caja, porque yo compaginaba en mi persona todas esas obligaciones. El fajo de billetes nuevecitos había desaparecido de mi cajón cerrado sin la menor huella de fractura.
Por la noche hablé de ello con los muchachos y les pedí que me fuera reintegrado el dinero. Yo no estaba en condiciones de demostrar que había sido robado, y podrían acusarme libremente de malversación. Los muchachos me oyeron sombríos y se dispersaron. Después de la reunión, dos de ellos –Taraniets y Gud– se me acercaron en el patio oscuro cuando me dirigía a mi habitación. Gud era un adolescente pequeño y ágil.
—Nosotros sabemos quién ha cogido el dinero –susurró Taraniets–, sólo que no podemos decirlo delante de todos: no sabemos dónde lo ha escondido. Y si declaramos lo que sabemos, el ladrón alzará el vuelo, llevándose el dinero.
—¿Quién ha cogido el dinero?
—Uno de aquí.
Gud miraba con el entrecejo fruncido a Taraniets. Por lo visto, no aprobaba plenamente su política.
—¡Hay que zumbarle! –gruñó–. ¿A qué viene perder el tiempo hablando aquí?
—¿Y quién va a zumbarle? –preguntó Taraniets, volviéndose hacia él–. ¿Tú? Te hará picadillo.
—Vosotros decidme quién ha cogido el dinero. Yo hablaré con él –les propuse.
No, eso no podemos hacerlo.
Taraniets insistía en el secreto. Yo me encogí de hombros:
—Bueno, como queráis.
—Me fui a dormir.
Por la mañana, Gud encontró el dinero en la cuadra. Alguien lo había arrojado por el estrecho ventanuco de la caballeriza, y los billetes se habían esparcido por todo el local. Temblando de alegría, Gud vino corriendo a mí. En las dos manos traía los billetes arrugados y en desorden.
Gud bailaba de alegría por la colonia: todos los muchachos. resplandecientes, irrumpían en mi habitación para verme. Sólo Taraniets andaba presumiendo con la cabeza erguida. Ni a él ni a Gud les interrogué acerca de su conducta después de nuestro diálogo.
Dos días después alguien descerrajó la puerta de la cueva y se llevó unas cuantas libras de tocino, que constituían toda nuestra riqueza en grasas. También desapareció el candado. Al día siguiente alguien rompió la ventana de la despensa, y desaparecieron los caramelos que guardábamos para las fiestas de la Revolución de Febrero y varias latas de lubrificantes para ruedas, que eran como oro para nosotros.
Kalina Ivánovich llegó a adelgazar aquellos días: aproximaba su rostro pálido a cada colono y, echándole a los ojos el humo de la majorka, trataba de convencerle:
—¡Pero pensadlo un poco! Todo es para vosotros, hijos de perra. ¡Os robáis a vosotros mismos, parásitos!
Taraniets sabía más que nadie, pero observaba una actitud evasiva. Por lo visto, no entraba en sus cálculos esclarecer este asunto. Los colonos hablaban mucho de los robos, aunque entre ellos prevalecía un interés puramente deportivo. No admitían en absoluto la idea de que los robados fueran, precisamente, ellos mismos.
En el dormitorio yo gritaba, iracundo:
—Pero ¿qué sois? ¿Sois personas o...?
—Somos ladronzuelos –sonó una voz desde un catre lejano.
—¡Ladronazos!
—¡Qué vais a ser ladronazos! ¡Sois rateros vulgares! ¡Os robáis a vosotros mismos! Ahora, por ejemplo, no tendréis tocino, ¡y que el diablo os lleve! Y pasaréis las fiestas sin caramelos. Nadie nos dará más. ¡Fastidiaos!
—Pero, ¿qué podemos hacer, Antón Semiónovich? Nosotros no sabemos quién los ha cogido. Ni usted lo sabe, ni tampoco nosotros.
Yo, dicho sea de paso, había comprendido desde el principio que mis palabras eran superfluas. Robaba alguien de los mayores temido por todos los demás.
Al día siguiente fui en compañía de dos muchachos a gestionar una nueva ración de tocino. Tuvimos que ir varios días, pero logramos la nueva ración. También nos dieron caramelos, aunque nos reprendieron mucho por no haber sabido conservarlos. Por las noches referíamos prolijamente nuestras andanzas. Al fin, trajimos el tocino a la colonia y lo guardamos en la cueva. La primera noche fue también robado.
A mí incluso me alegró esta circunstancia. Esperaba que ahora hablaría el interés colectivo, común, y que él obligaría a todos a tomar con más afán la cuestión de los robos. Efectivamente, todos los muchachos se apenaron, pero no hubo entre ellos excitación alguna, y, una vez disipada la primera impresión, el interés deportivo volvió a apoderarse de todos: ¿quién podría obrar con tanta habilidad?
Unos días más tarde desapareció de la cuadra la collera del caballo, lo que nos impedía incluso ir a la ciudad. Nos vimos obligados al principio a pedir prestada una collera en el caserío.
Los robos se sucedían ahora a diario. Cada mañana se descubría que en uno o en otro lugar faltaba algo: un hacha, un serrucho, vajilla, sábanas, los arreos, las riendas, víveres. Probé a no dormir de noche y a vigilar, armado de mi revólver, en el patio, pero, naturalmente no pude resistir más de dos o tres noches. Pedí a Osipov que montase él la guardia una noche; sin embargo, tuvo tanto miedo, que no volví a hablarle de ello.
Yo sospechaba de bastantes muchachos, entre ellos también de Taraniets y de Gud. Pero no tenía ninguna prueba y me veía obligado a guardar en secreto mis sospechas.
Zadórov, riéndose a carcajadas, bromeaba:
—¿Y usted creía, Antón Semiónovich, que, por tratarse de una colonia de trabajo, aquí no habría más que trabajar y trabajar, sin ninguna diversión? ¡Espérese, que aún las verá más gordas! ¿Y qué hará usted al que pesque?
—Le meteré en la cárcel.
—Eso no es nada. Yo pensaba que le pegaría. Una noche salió vestido al patio.
—Voy a acompañarle.
—Ten cuidado, no sea que los ladrones se metan contigo.
—No, ellos saben que hoy monta usted la guardia y no saldrán a robar. Además ¿qué hay de particular en esto?
—Confiesa, Zadórov, que les tienes miedo.
—¿A quiénes? ¿A los ladrones? Claro que les tengo miedo, pero no se trata de eso: es que delatar no está bien. ¿No cree usted lo mismo, Antón Semiónovich?
—¡Pero si están robándoos!
—¡A mí qué van a robarme! Yo no tengo nada mío aquí.
—Pero si todos vivís aquí.
—¿Qué vida es esta, Antón Semiónovich? ¿Acaso puede llamarse vida a esto? No sacará usted nada en limpio de la colonia. Está esforzándose en vano. Ya verá cómo, después de saquear la colonia, los ladrones se escaparán. Vale más que contrate a dos buenos guardas y que les dé fusiles.
—No, no contrataré a ningún guarda ni les daré fusiles.
—¿Por qué? –se sorprendió Zadórov.
—A los guardas hay que pagarles, y nosotros ya somos bastante pobres, pero lo principal es que vosotros debéis ser aquí los amos.