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Por tierra de Portugal y España es una colección de artículos de Miguel de Unamuno en los que el autor reflexiona sobre la tierra y la literatura portuguesa y española, utilizando como excusa un viaje a través de ellas.-
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Seitenzahl: 349
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Miguel de Unamuno
Saga
Por tierras de Portugal y España
Copyright © 1911, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726598575
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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Eugenio de Castro, el delicadísimo poeta portugués, es conocido del gremio literario argentino y sudamericano, por la traducción que de su Belkiss hizo Luis Berisso. Belkiss es, según parece, la obra del poeta coimbricense que ha sido recibida con más favor por el público; ha sido traducida más que las otras, y va su autor á publicar la segunda edición de ella. Y no es, sin embargo, la que yo creo preferible.
Obras de una exquisita finura y delicadeza ha dado al público Castro desde que en 1884 publicó sus Crystallisaçoes da Morte, pero entre ellas ninguna, á mi entender y sobre todo á mi sentir, sobrepuja á Constança, publicada en 1900. Y es que Constança es su obra más profundamente portuguesa, aquella en que su alma ha conseguido vibrar más al unísono con el alma de su pueblo. Parece como si su mano, al escribirla, se hubiese convertido en el arpa eólica de su pueblo, vibrando al soplo del alma de éste. La lírica de Constança es la más alta y más noble lírica, aquella que, siendo profundamente colectiva, es, por eso mismo, profundamente personal.
Constanza fué la mujer del infante D. Pedro, el de la infortunada Inés de Castro, cuyos trágicos amores inmortalizó Camoens. Hasta hoy, la atención y el interés todos se habían concentrado, como en casos análogos sucede casi siempre, sobre la amada del príncipe, disipándose casi por completo la dulce pero crepuscular finura de la esposa legítima, de Constanza.
La pasión que alguien llamaría ilegal, la pasión no protegida ni por la ley civil ni por el sacramento religioso, aparece siempre, y es natural que así sea, como mucho más interesante y más poética que la otra. Su poesía es más trágica, más de espectáculo, más visible y más aparatosa. La tragedia del alma de la pobre Constanza, enamorada también de Pedro y no con menos pasión acaso que lo estuviera Inés, no es tragedia á cuya comprensión lleguen todas las almas. Y es esta tragedia íntima y silenciosa, la de la pobre esposa que ve cómo su más íntima y fraternal amiga le roba el corazón de su Pedro, es este martirio el que nos cuenta Eugenio de Castro en versos de una dulzura y una saudade exquisitas y profundas.
Esta figura de Constanza, que llena el más sentido y el más portugués de los poemas de Castro, parece á ratos un símbolo de Portugal mismo, de ese hermosísimo y desgraciado Portugal que desde el día lúgubre de Alcazarquivir parece vivir vagamente sumergido en ensueños de pasadas grandezas.
Represéntaseme Portugal como una hermosa y dulce muchacha campesina que de espaldas á Europa, sentada á orillas del mar, con los descalzos pies en el borde mismo donde la espuma de las gemebundas olas se los baña, los codos hincados en las rodillas y la cara entre las manos, mira cómo el sol se pone en las aguas infinitas. Porque para Portugal el sol no nace nunca: muere siempre en el mar que fué teatro de sus hazañas y cuna y sepulcro de sus glorias.
La literatura portuguesa—de ella en general os hablaré otro día—tiene dos notas dominantes, y son la amorosa y la elegíaca. Portugal parece la patria de los amores tristes y la de los grandes naufragios.
Hay, á este respecto, una obra portuguesa honda y ahincadamente representativa, una obra henchida de pasión dolorosa. Es el Amor de perdiçao, de Camilo Castello Branco. Pocas cosas podéis leer de más trágica y más reconcentrada pasión. Y en ella hay también, junto á la Inés de Castro, que aquí es Teresa Clementina de Alburquerque, una especie de Constanza, Mariana, que no siendo ni esposa de Simón Botelho, el enamorado de Teresa, le acompaña y le sirve en su prisión, y, luego que él muere en el buque que lo lleva al destierro, se arroja al mar abrazada al cadáver de aquel á quien amó sin poder ser correspondida. Pocas figuras, en las literaturas todas, más firmemente trazadas que la de esta Mariana.
La pobre Constanza sufre en el corazón de su corazón al descubrir cómo el amor hacia Inés está devorando el alma de Pedro. Y este dolor la purifica y la sublima hasta el punto de pensar en huir con un paje para ser tenida por una artificiosa adúltera y dejar así que Inés y Pedro, libres de remordimientos, puedan amarse á las claras.
Hermosísimo es el pasaje en que Constanza se atavía y se arregla y trata de hermosearse para reconquistar el cariño, no la compasión, de su marido; pero, donde el poema llega á la más alta y más pura poesía, es donde Constanza invoca y llama al dolor.
El culto al dolor parece ser uno de los sentimientos más característicos de este melancólico y saudoso Portugal. En el maravilloso poema Patria, la obra más desigual, pero también la más intensa y más robusta del más grande de sus poetas vivos—y uno de los pocos, poquísimos, que en esta época tan poco poética quedan en Europa toda—, de Guerra Junqueiro, las estrofas más vibrantes son aquellas en que el condestable Nunnalvares—cuya vida narró egregiamente Oliveira Martins— invoca al dolor.
Aún más acaso que en nosotros los españoles se encuentra en los portugueses el culto al dolor. Y en ellos no toma cierto carácter de ferocidad bravía que entre nosotros tomó. Su ansia de martirio no los ha llevado tanto como á nuestros abuelos les llevó al desvarío de martirizar á otros.
Nunca olvidaré la mañana en que en el regalado sosiego de Coimbra, en el retiro de casa de Eugenio de Castro, en ella, leíamos éste y yo aquel pasaje de Os trabalhos de Jesús, de Frey Thomé de Jesús, en que el buen fraile nos describe las miserias, apreturas y sufrimientos que padeció Cristo durante los nueve meses que hubo de estar encerrado en el seno de su Madre. Este buen fraile portugués, que escribió su obra estando cautivo de los moros en Marruecos, tenía una fertilísima imaginación para inventar refinamientos del padecer. Su libro, todo efusiones líricas y encendidas jaculatorias, es un largo himno—muchas veces difuso y muchas enfático, y de un énfasis más español que portugués—al dolor.
Entre estos himnos al dolor, pocos, os lo repito, más intensos que el puesto por Eugenio de Castro en boca de la dulce y desgraciada Constanza.
Quero-te muito, ó Dôr! amo-te inmenso! Y termina este canto, el cuarto, con la suprema fórmula de la resignación: ¡Hágase la voluntad del Señor!
Me decía una vez Guerra Junqueiro que el español más creyente y más piadoso, alguna vez en su vida, al encontrarse en momentos de grande contrariedad y aprieto, ha dejado escapar de su boca una blasfemia, un me chiflo en Dios, v. gr.—modifica la frase propia—, mientras que el portugués más incrédulo y más impío, en semejante circunstancia suspiraría un válame Nossa Senhora!
Pero donde el poema alcanza la hermosura indecible de una puesta de sol en otoño, es en su canto final, en aquel que empieza:
Constança vae morrer...
La muerte de Constanza, rodeada por los dos amantes, su amiga y su marido, á los que al fin deja solos, es una de las escenas más hermosas que he leído en toda literatura. «Adiós, mi Pedro...», exclama Constanza con una sombra de voz, y Pedro, loco de conmoción, blanco como la nieve, henchidos de llanto los negros ojos, abrázala febrilmente y, entre sollozos, le da un violento prolongado beso. Al fuego de este beso, la agonizante parece revivir: el rostro se le enciende, pasan por sus ojos meteoros; no le falta ya el aire; sonríe contenta. Es que ese beso—¡el último!—contenía todo el amor, toda la fiebre del primero. ¡Oh, qué dichosa muerte le dió Pedro! Mas he aquí que ve á Inés... No, debe llevar aquel beso á la sepultura. «Ven acá, Inés mía...», le dice con sonrisa de infinita dulzura; acoge en sus brazos á la linda Inés, la abraza mucho,
da-le el beso de Pedro y luego exhala
serenamente el último suspiro...
Toda el alma dolorosa y soñadora de Portugal.
Y en este poema Constança aparece por dondequiera templando y serenando el cuadro, el paisaje estupendo de Coimbra, de esa maravilla de Coimbra, de la que guardo un imperecedero recuerdo. En ella pasé los días más serenos y más fecundos de mi vida, recorriendo en compañía de Castro las riberas del Mondego.
Leed también O Rei Galaor; leed el Sagramor, de este mismo poeta, y habréis de agradecerme, estoy seguro de ello, el consejo. Pero leedlos en portugués, que para los de habla castellana no es dificultad.
Me dicta estas líneas la reciente publicación de Eugenio de Castro A Sombra do quadrante, colección de exquisitas poesías líricas. Entre las cuales hay cinco sonetos, sobre todo, dedicados á sus cinco hijos, que son un encanto de delicadeza v de dulzura.
Y en este último libro parece continuar la vena de su inspiración continuamente portuguesa, este su nuevo camino que coincidió, me parece, con su entrada en la vida matrimonial.
En su primera época apareció Castro á muchos de sus compatriotas, enamorados ciegamente de lo que llaman vernacular, como un poeta exótico, imitador de la poesía francesa novísima. A esto se atribuía el que hubiese sido tan pronto acogido y amparado en el Mercure de France, y á haber sido acogido y amparado por esta publicación debe, sin duda, su boga entre los jóvenes literatos sudamericanos. Pero no supieron ver esos sus compatriotas que le encontraban poco castizo, cómo por debajo de las galas de la literatura, que llamaré internacional, palpitaba el espíritu más arraigadamente portugués.
Le ha sucedido lo mismo que á su paisano Eça de Queiroz. Mientras su nombre y sus obras van cobrando prestigio y fama fuera de Portugal, su patria, es frecuente encontrar portugueses ilustrados y cultos que lo rechazan y reniegan de él, reputándolo un afrancesado y un desdeñador de su patria. Y, sin embargo, por debajo de la vestidura á la francesa, ¡cuán hondamente portugués no resulta Eça de Queiroz! Su desesperanza y su desaliento son portugueses, y portuguesa es también su burla. Mas á fe que es bien natural el que sus paisanos escatimen perdonarle sus desdenes y sus sarcasmos.
Y ésta es historia que se repite. Aparte otras razones, raro es el pueblo que soporta el que uno de sus ingenios le venga impuesto de fuera. Toda celebridad, en cualquier orden que sea, formada y robustecida fuera de su propia patria—aun no habiendo salido el sujeto de ella—, es mirada con cierta desconfianza, con recelo y mal reprimida mala voluntad por sus paisanos. Parecen decirse: ¡y que ahora nos resulte una eminencia este hombre á quien estamos viendo y oyendo hace tanto tiempo sin haber sospechado semejante cosa!...
He pensado muchas veces en lo interesante que sería trazar lo que podríamos llamar la tabla de los valores del mérito literario ó artístico de los literatos ó artistas de un país dado, tal como lo forman sus connaturales y tal como lo forman los extranjeros que los conocen. Si aquí, en España, por ejemplo, ó en Francia, se consiguiera hacer una especie de sufragio entre gentes de letras y aficionados, estableciendo la jerarquía de nuestros escritores ó de los suyos, y luego se pidiera esa misma determinación jerárquica á ingleses, alemanes, italianos, etc., conocedores de la literatura francesa ó, en el otro caso, de la española, habría de sorprender, sin duda, la alteración de los valores.
Cada vez que hablo con algún francés aficionado á las bellas letras—y lo mismo me pasa, aunque no en tanta medida, con ingleses y alemanes—, nuestras mayores discrepancias de juicio arrancan, no de que yo desestime ó rebaje á autores que él ensalza y glorifica, sino de que yo muestre mi predilección y gusto por otros autores franceses también, que él, su compatriota, tiene en poca estima. Su punto de vista, el punto de vista nacional, es muy otro que el de un extranjero.
Para los portugueses casticistas, atenidos á una tradición literaria más raquítica y más estrecha aún que puede ser la de nuestros casticistas españoles, Eugenio de Castro era un nefelibata—uno que anda por las nubes—, mote con que en Portugal se conoce á los que aquí llaman modernistas, á falta de otro nombre, ó decadentes, ó cualquier otro término que no quiera decir nada. En el interior de España, adonde llegan pocos extranjeros, todo el que hable una lengua que ellos no entiendan es gabacho—como ahí es gringo—, y lo mismo les suena el francés que el noruego ó el ruso. Hace treinta ó cuarenta años, y aún menos, á todo el que profesaba ideas filosóficas, no comprendidas por nuestro vulgo doctorado, se le llamaba aquí krausista, lo cual era algo así como el gabacho que os decía. Y así en Portugal nefelibata, mote que no sé quién introdujera, aunque sospecho fuese el latoso pedante Teófilo Braga.
Otro día os hablaré de la literatura portuguesa contemporánea en general.
Salamanca, Marzo de 1907.
Os hablaba últimamente del poeta portugués Eugenio de Castro y de su obra, y os decía que me proponía deciros alguna vez algo sobre la literatura portuguesa contemporánea en general, así como otro día os hablé de la catalana.
Aquí, en España, no es la literatura portuguesa todo lo conocida y apreciada que debería ser, aun siendo las dos lenguas tan afines que, sin gran esfuerzo, podemos leer el portugués. Diferénciase del castellano mucho menos que el catalán, y, sobre todo, el portugués escrito.
Mas, aun siendo los dos países vecinos aislados los dos, en cierto modo, del resto de Europa, yo no sé qué absurdo sino nos ha mantenido separados en lo espiritual. En Madrid es más fácil encontrar un libro inglés, alemán ó italiano que no portugués, y en Portugal hay Facultad de Medicina en que sirven de texto en Histología obras de nuestro Ramón y Cajal, pero... en francés.
En cierta ocasión, viajando un amigo mío por Portugal, hubo de acercarse al despacho del administrador del hotel, en el cual despacho había un cartel con recomendaciones á los viajeros, escrito en francés, italiano, alemán é inglés. Mi amigo, viajero infatigable, que chapurreaba algo cada uno de estos idiomas, se acercó al administrador y le dijo: «vous parlez français, n’est pas?»; á lo cual contestó: « nâo, nâo falo francés»; entonces: « ¿lei parla italiano?», y el otro: «nâo, nâo falo italiano»; en seguida: «¿you speaking english?», y «nâo, nâo falo inglez»; y, por último: «sprechen sie deutsh?», á lo que: «nâo, nâo falo alleman». Y mi amigo entonces: «hombre, ¿habla usted español?», y el portugués á esto: «sí, señor, entiendo el español». «Pues, bueno—agregó mi amigo—, dígame, antes de continuar, una cosa: usted no sabe ni francés, ni italiano, ni alemán, ni inglés, y tiene ahí una recomendación en esas cuatro lenguas, y en la única que usted parece conocer fuera de la suya propia, en castellano, no aparece; ¡cómo así?»A lo que el portugués contestó en castellano correcto: «Dígame, señor, ¿en qué hotel de España ha visto usted recomendaciones ó advertencias en portugués? »Mi amigo se calló. Pero pudo muy bien decirle que ni allí hace falta el español ni aquí el portugués, pues nos entendemos bastante bien hablando cada cual nuestro idioma.
Y siendo así, ¿á qué se debe este alejamiento espiritual y esta tan escasa comunicación de cultura? Creo que puede responderse: á la petulante soberbia española, de una parte, y á la quisquillosa suspicacia portuguesa, de la otra parte. El español, el castellano sobre todo, es desdeñoso y arrogante, y el portugués, lo mismo que el gallego, es receloso y susceptible. Aquí se da en desdeñar á Portugal y en tomarlo como blanco de chacotas y burlas, sin conocerlo, y en Portugal hasta hay quienes se imaginan con que aquí se sueña en conquistarlos.
Y, sin embargo, Portugal merece ser estudiado y conocido por los españoles.
Hago un viaje allá por lo menos una vez al año, y cada vez vuelvo más prendado de ese pueblo sufridor y noble. Pero á lo que me he aficionado decididamente es á la literatura portuguesa. A la moderna, quiero decir.
Sin negar el valor de algunos de los clásicos portugueses, debo decir que, á mi entender, la literatura portuguesa, en cuanto merece leerse, data del siglo pasado, del período romántico, de la época de Almeida Garrett y de Herculano. Y creo que su verdadera edad de oro es la actual.
Comparándola con la literatura catalana, he de decir que, si bien ésta es más rica y variada hoy que la portuguesa, la encuentro menos original, con sello menos propio.
Lo catalán nos sabe unas veces á español (castellano); otras, á francés; algunas, á italiano, y casi siempre á fruta de trasplante, mientras que en portugués abundan los frutos silvestres, que son como fresas montesinas. No cabe la comparación entre Verdaguer y Joâo de Deus, v. gr., en el respecto del poder, del alcance y de la envergadura de genio. Verdaguer toca un arpa de cien cuerdas, mientras que Joâo de Deus toca un guitarrillo de solo dos ó tres; Verdaguer tuvo el aliento épico; Joâo de Deus no pasó de suspirar amores y tristezas. Pero, dentro de esta diferencia, lo de Verdaguer nos suena á algo más conocido, á algo más dentro de la corriente central europea, y muchas veces á algo genuinamente castellano—unas veces recuerda á Zorrilla, otras á nuestros místicos—, mientras lo de Joâo de Deus lleva un sello especialísimo.
Juan de Dios Ramos, conocido por Joâo de Deus, el más grande lírico portugués entre los muertos, es, en efecto, intraducible. Es la sencillez suma, y, como me decía una vez Guerra Junqueiro, el más grande lírico portugués entre los vivos y uno de los mayores hoy del mundo, ha llegado á las veces á la expresión única. Y ha llegado á ella en pura sencillez. Porque es difícil encontrar nada más espontáneo, más simple, menos artificioso que la lírica de Joâo de Deus. Toda su obra se encierra en un breve volumen (Campo de flores), y aun de él podrían muy bien suprimirse las dos terceras partes; pero lo que queda es un encantador prodigio de gracia, de frescura y de sentimiento.
Quental es otra cosa. Los famosos sonetos de Antero de Quental—en su patria le llaman Antero á secas, como llaman Camilo á Castello Branco—son algo huesoso y duro con frecuencia: el elemento conceptual y abstracto aparece muy descarnado, no siempre bien recubierto por la fantasía. Pero ¡qué hondura de desesperación!, ¡qué intensidad de congoja religiosa! El pobre Antero, que acabó por suicidarse, es una alma que puede ponerse junto á las de Thomson (el del siglo pasado), Senancour, Leopardi, Kierkagard y los más grandes desesperados. En España no tenemos nada que se le parezca. Campoamor resulta á su lado un falsificador del escepticismo. Quental ha sido una de las almas más atormentadas por la sed del infinito, por el hambre de eternidad. Hay sonetos suyos que vivirán cuanto viva la memoria de las gentes, porque habrán de ser traducidos, más tarde ó más temprano, á todas las lenguas de hombres atormentados por la mirada de la esfinge.
Este tono de tristeza, ya os lo dije otra vez, es característico de la literatura portuguesa. Lo encontráis diluído en las vagarosas soñaciones de Antonio Nobre, que tanto influyó en un tiempo en la juventud portuguesa; aquel Antonio Nobre autor de un soneto, de un soneto de la más amarga desesperanza patriótica; de aquel soneto que acaba: «Amigos, ¡qué desgracia haber nacido en Portugal! »
Este tono de desesperación resignada, ó de resignación desesperada, aparece á cada momento en la literatura portuguesa. De él sólo se libran, ó mediante el refugio de la burla, asilo de las almas desesperadas, ó gracias á cierta arrogancia que en el fondo es española.
La nota zumbona y satírica va en Portugal del brazo con la nota erótico-elegíaca. Parece un pueblo que no sabe sino llorar ó burlarse. Y el burlarse suele ser un modo de llorar. Enrique Heine se burlaba por no desgarrarse el pecho á gemidos. ¿Y creéis que la burla de Eça de Queiroz, de sus implacables sátiras, no son tan dolorosas y tan quejumbrosas como la más plañidera elegía? Leed A ilustre casa de Ramires, y leed después A cidade e as serras, obras las dos traducidas ya al castellano. Pero, si queréis conocer á Queiroz, ante todo su Correspondencia de Fadrique Mendes. Aquí veréis lo corrosivo que es un espíritu supercrítico.
En Corréa d’Oliveira llora Portugal, y en sus poesías se aspira el más fino perfume campesino. Leed Ara, leed Raiz, leed Parábolas. A ratos llega á la suprema sencillez y á la delicadeza de Joâo de Deus.
Y hay dos portugueses más bravíos, más enérgicos, más fuertes, los que se indignan y estallan en fulminaciones proféticas. Estos me resultan más ibéricos, menos exclusivamente portugueses, mas no por eso menos hondamente tales.
Hablando de Camilo Castello Branco, me decía una vez Guerra Junqueiro que Camilo, aquella alma tormentosa y apasionada, fué más español que portugués, que á las veces hay en él lo fúnebre quevediano. Y á mí, en efecto, me sorprende cómo su Amor de þerdiçao no se ha hecho hasta ahora popular en España—sospecho que sería traducido cuando en 1861 se publicó—, pues me parece la novela de pasión amorosa más intensa y más profunda que se haya escrito en la Península, y uno de los pocos libros representativos de nuestra común alma ibérica. Ramalho Ortigao, crítico cultísimo, decía en un estudio sobre Camilo que lo novelesco de éste es transportado á las condiciones de la vida contemporánea, lo novelesco de los españoles del siglo XVII. «Procede — dice — inicialmente de la dinastía de los «Amadises» y de los «Palmerines», y participa del genio peninsular de toda la literatura poética subsiguiente; del lirismo contemplativo de Santa Teresa, del misticismo dramático de Calderón y de Lope de Vega, de Hurtado de Mendoza y de Quevedo. » Y, ¿cómo este hombre, tan representativo y tan fecundo, es entre nosotros tan desconocido? ¿Le llegará, aunque tarde, su día, como le ha llegado á Eça de Queiroz, superiores uno y otro en intensidad y en profundidad á cualquiera de nuestros novelistas españoles contemporáneos?
Y el mismo Guerra Junqueiro, que me decía eso de Camilo, ¿no es un ingenio ibérico más bien que portugués? A mí me resulta muchas veces hondamente español, siendo hondamente portugués. Pero de él y de su obra quiero hablaros otro día aparte. Acaso el culto á Víctor Hugo le veló algún tiempo su propio espíritu, como hoy lo tienen apartado de la poesía especulaciones de orden metafísico á base de ciencia experimental. Conoceréis muchos su Morte de D. Joâo, su Velhice do Padre Eterno, y, sobre todo, Os simples y Patria. En estos dos poemas se encierra el alma de Portugal, del Portugal campesino, resignado y sencillo en el primero, y del Portugal heroico y noble en el segundo, que es una obra dantesca.
Mucho os diría sobre el genio peninsular, y cómo él abarca y corona lo español y lo portugués; pero, cuanto pudiera yo deciros á tal respecto, lo dijo egregiamente Oliveira Martins, de quien Menéndez Pelayo decía que fué el historiador más artista que ha tenido la Península en el pasado siglo, y yo creo que el único historiador artista de ella. El más artista y el más penetrante. Su fantasía llegó á profundidades á que la fatigosa y la fatigada ciencia de otros no ha llegado. Su Historia da civilisaçao ibérica debería ser un breviario de todo español y de todo portugués culto, y no debía haber tampoco americano, de los que tan á menudo buscan en nuestra historia y casta los antecedentes de la suya, que no conociera ese libro admirable.
En vez de repetir una vez más los lugares comunes respecto á lo que fué el alma española en los tiempos del descubrimiento y conquista de América, bueno fuera ir á buscar en libros como el de Oliveira Martins riquísimas sugestiones.
En sus breves páginas se encuentra más doctrina, más sociología y más psicología que en muchos tomos cargados de noticias.
No conozco ninguno de los famosos estudios de personajes de Taine, sus estudios sobre Robespierre, Dantón, Marat, Napoleón, en los Origines de la France contemporaine, sobre los poetas ingleses, sobre Lafontaine, sobre Balzac, etc., que supere al estupendo capítulo de la Historia da civilisaçao ibérica, en que Oliveira Martins estudia á Iñigo de Loyola. Y leed también su Vida de Nunn’ Alvares, el condestable, y repasad luego las estrofas de fuego que en boca de este guerrero asceta pone Guerra Junqueiro en su Patria.
Y veo que, si sigo hablándoos de literatura portuguesa contemporánea, esto no va á acabarse tan pronto, y dejo lo mucho que me queda por deciros á tal respecto para otra ocasión, que se me presentará con cualquier pretexto.
Y ahora, ¿son en las Repúblicas del Plata tan poco y tan mal conocidas las producciones literarias y científicas del Brasil como aquí son poco y mal conocidas las de Portugal? No sé por qué me inclino á sospechar que sí.
Ahí, entre naciones de lengua española, hay una, y una gran nación, en vía de rápido progreso, de lengua portuguesa.
¿No debería ser esto una razón para que los americanos de lengua española se interesaran por el espíritu que se vierte en lengua portuguesa? Un providencialista creería que el haber metido Dios ahí una gran nación de habla portuguesa entre las naciones de habla española es para que un día se integre ahí, como aquí se integrará, el común espíritu ibérico, al que le están aquende y allende al Océano reservados tan grandes destinos.
Salamanca, Marzo de 1907.
Cuanto yo viva vivirá en mí la visión del Támega, cruzando el encantado rincón de Amarante, en tierras de Portugal. Guardaré para siempre—Dios quiera que para después de muerto—la memoria de aquellos días arrancados al tiempo en compañía de Teixeira de Pascoaes, y en el íntimo ambiente de su casa natal y solariega, y de aquella subida con él y su generoso padre Teixeira de Vasconcellos á la cima del Marón, que tiende, como rendida cola, una falda dulce hacia las rientes tierras del Miño y se asoma, sobre escarpadas garras, á los campos de Traz-os-Montes.
Me he asomado á aquella santa ventana— minha santa janella—donde el poeta medita y dice adiós al sol, y habla al viento y saluda á la aurora y lee en el infinito; me he asomado, con él, á aquella ventana, á beber con los ojos el agua del Támega que va
compondo de neblina
a’s arvores, ao monte e á dura fragoa...
elegías d’orvalho á luz divina
e endeixas de romanso e cantos de agoa...
Y con él, con el poeta dulcísimo, con Teixeira de Pascoaes, me he detenido, en su Amarante, á ver la entrada de la noche, el ojo de luz del Támega, bajo el arco del puente, y le he visto, bajo el nocturno cielo.
Tamega obscuro, agoa dormente...
o’ rio, á noite, a arder todo estrellado!
agoa meditativa ao luar nascente,
agoa coberta de azas ao sol nado!
Sí, también lo he visto al nacer el sol, cubierto de alas de neblina. Y este río es todo él poeta, río también de aguas refrescadoras y musicales.
Conocí á Teixeira de Pascoaes, aquí, en esta ciudad de Salamanca, recibiendo él el deslumbramiento de estas doradas torres. Después leí su Sempre, su Vida Etherea y se me confirmó el poeta.
Volví á verle en la ciudad de Oporto, cuando su padre estaba allí de gobernador, y hablamos, hablamos largo y tendido, de literatura portuguesa, sobre todo, en una de aquellas cervecerías de la plaza del Rey Don Pedro. Fué el ardor con que me habló del Amor de perdiçao, de Camilo Castello Branco, lo que me hizo leer ese eterno modelo de obras de pasión, muy superior, á mi juicio, al Manon Lescaut, del abate Prevost, aunque el ser aquel libro portugués le tenga oscurecido junto al francés. El Amor de perdición, de Camilo, es uno de los libros fundamentales de la literatura ibérica (castellana, portuguesa y catalana).
Y luego volví, no ya á departir, á convivir con Teixeira de Pascoaes, en aquel rincón de su Amarante, en medio del Portugal campesino y sencillo, padre del Portugal navegante y heroico.
Un día Ulises dejó la esteva del arado para ir á la guerra, hizo del leño de sus bosques un corvo navío de negra proa, convirtió la esteva en remo y partió á luchar, y rendida Troya volvió á sus lares y de nuevo el remo se hizo esteva, y por las noches, cabe el hogar, contemplando el onduleo de las llamas de fuego que le recordaban el vaivén de las olas marinas, contaba á sus hijos y nietos los trances de la guerra y de sus errabundas navegaciones. Así Portugal.
Pero aún más que memorias de sus tiempos de gloria, nos dan sus poetas suspiros y quejas, saudades y dulzuras líricas. Y nos las dan en una lengua que es un halago, sobre todo para los que tenemos hechos los oídos al recio martilleo del huesudo castellano.
Dijo Cervantes del idioma portugués que es el castellano sin huesos, y, retrucándole, cabría decir que el castellano es el portugués osificado. En el encanto que ese idioma nos produce entra por parte el que creemos oir los frescos balbuceos infantiles del nuestro propio, sin que quiera yo decir con esto que el portugués no ha progresado. Hay en él para nosotros algo de juvenil: nos produce un efecto parecido al del habla de nuestros primitivos: Berceo, el Arcipreste de Hita, Don Juan Manuel. Y tiene voces que nos acarician los oídos y la imaginación: saudades, soturno, luar, nevoeiro, magoa, noivado... voces cuya alma es intraducible.
Y esta lengua engendra una poesía campesina, profundamente lírica, erótica ó elegíaca, naturalista ó soñadora.
Los poetas portugueses son, en general, poco eruditos, ni aun en letras. Su lectura no es mucha ni muy variada, y su cultura mucho más vernácula que lo que ellos mismos creen. La enorme influencia que en la formación del ingenio de Guerra Junqueiro, el primero de los poetas portugueses de hoy y uno de los mayores del mundo, tuvo Víctor Hugo, prueba lo que digo.
Todo poeta, decía Coleridge, es músico y es filósofo, y hace pocos días me decía Junqueiro que la poesía es cristal musical. El cristal, la cristalización de sensaciones, ideas y sentimientos bellos, es la filosofía poética. Y toda la filosofía portuguesa hay que ir á buscarla en sus poetas; porque en cuanto á la otra, á la que más específicamente llamamos filosofía, el pueblo portugués es aún más infilosófico que el español, y cuidado que éste lo es mucho.
Vamos, pues, á extraer la filosofía poética del último libro de Teixeira de Pascoaes As sombras, de éste su canto que es luz de sol en él filtrada:
Meu canto é luz do sol m mim filtrada;
vou á cantar... e canta a luz do céo.
Ya su título As sombras, las sombras, es un hallazgo, y así se lo dije al autor cuando me lo leyó, antes de enviarlo á la Prensa, en Amarante. La filosofía poética de Teixeira de Pascoaes es una filosofía sombrosa—no som bría. Las realidades se diluyen y disuelven en sombra en ellas, y las sombras se cuajan y consolidan en realidades. El sueño y la vela pierden sus linderos derritiéndose uno en otro: la vida se convierte en sueño y el sueño en vida. Y así resulta una filosofía infantil y antigua, de la infancia del hombre y de la infancia de la humanidad, de cuando el poeta era algo sagrado y espontáneo.
Para Teixeira de Pascoaes, la obra del hombre tiene más realidad que el hombre mismo. Juan Valjean sobrevive á Víctor Hugo, y Ofelia á Shakespeare. Doctrina ésta expuesta varias veces—yo mismo la he desarrollado en mi Vida de Don Quijote y Sancho—, pero que aquí el poeta la convierte en sustancia poética.
Y esto da á la poesía de Teixeira de Pascoaes la vaguedad que tanto la caracteriza, y con ella cierta difusión que es su defecto capital. Defecto sin el cual no sería lo que es ni valdría lo que vale. No hallaréis en sus composiciones esas estrofas densas, compactas, de espesísimo cristal, esculpidas, diamantinas, tales como se encuentran en Carducci y como yo me he esforzado por hacer en mis propias poesías; las de Teixeira de Pascoaes se alargan y desvanecen como sombras de crepúsculo. Pero ¡qué hermosamente!
Encerrado en su «torre de bruma y de silencio»es un corazón sonámbulo.
este meu coraçao, profundo rio
que deslisa, somnambulo, entre outeiros
de materia que soffre e sonha e reza...
e se derrama, em formas espectraes...
un corazón que busca la noche «cuando todo es alma, y el cielo recuerda el cuerpo de Cristo ensangrentado, y los montes son Calvarios, donde los árboles, con su largo cabello desgreñado, de hinojos en tierra y ojos en el cielo, orvallados de luz, piadosamente, enjugan á las estrellas de donde mana sangre de vida y dolor eternamente». (Y perdónenme el que haya reducido á prosa castellana el verso portugués.)
Ese amor á lo vago, á lo sombroso, le hace desear
nao ser a estrella e ser a claridade
ser apenas o Amor, nao ser quem ama,
y, en su anhelo de perder toda materialidad grosera y asidera, le hace exclamar hermosísimamente:
Assim a flôr
jamais poderá ser ó seu perfume,
e o coraçao jamais será o Amor!
Y otra vez, hablando de Jesús, dice:
era vida sem corpo, era só Vida!
Y este idealismo no es el idealismo terrible de la terrible sentencia pindárica de que el hombre es sólo sueño de una sombra, es un idealismo manso. Su anhelo práctico purificarse del cuerpo, platónicamente, del cuerpo, al que decía el poeta:
Tu és a imperfeiçao de que sou feito;
a noite que meu corpo solitario
derrama sobre as cousas porque passa...
hablando de su pobre sombra inseparable, que nació cuando él vino al mundo y con él ha de bajar á la sepultura.
Y esto le lleva á desear fundirse en la naturaleza, á perder su cuerpo, su sombra, en el cuerpo, la sombra universal. La exaltación de idealismo le lleva á la naturaleza.
Un panteísmo naturalista, vago é informe, instintivo más que reflexivo, poético más que filosófico, traspira de las mejores páginas de esta obra. Es un panteísmo que le lleva al amor á los animales, como puede, entre otras composiciones, verse en los sonetos hermosísimos Os olhos dos animaes; Boudha—en que narra cómo el Buda, encontrando á un perro lleno de gusanos, le libró de éstos; mas luego, compadecido de los gusanos, se volvió, cortó un pedazo de carne de su brazo y, bendiciéndoles, dióles de comer—; Frei Joao Bernardes —el ermitaño de la sierra de Cintra, que vivía con una gacela á la que leía los versos místicos que iba componiendo, en cuyos ojos veía la luz primera de la aurora y ella, la gacela, en los ojos del santo la estrella vespertina que le mandaba recogerse, en paz y amor, en la gruta—; Marco Aurelio — cuando, meditabundo, aplastó, sin querer, un bicho. Cuatro espléndidos sonetos rebosantes de poesía.
Y con el amor á los animales, el amor á las plantas—¡bellísima la composición A uma arvore e a minha irma, su hermana María, dulce y hermosa planta humana!—y á la tierra toda.
Una vez, exclama:
Antes fosses, ó triste sombra minha,
como a sombra pacifica dos montes;
sombra profunda e grave que se alonga,
conforme o sol declina, e se avisinha
a noite dos sombrios horizontes
n’um alvorar de paz e solidao...
otra
Montes da minha aldeia, ai, quem me dera
ser, como vós, de terra e solidao!
pero sobre todo, egregiamente:
pois se me sinto irmao dos que sao vivos,
tamben me sinto irmao dos que morreram
das pedras e dos montes pensativos.
Y este panteísmo le lleva á querer juntar á Jesús con Pan—así, Jesús e Pan, se titula otro de sus libros—, y otra vez á hablarnos del sempiterno casamiento de Venus con Jesús, cosa que hará horrorizarse á algún timorato que no tenga de Jesús idea más clara que de Venus.
Y por debajo de ello un cierto franciscanismo algo budhista, pero no del San Francisco español, el del Greco y Alonso Cano, hosco y huraño, sino de un San Francisco portugués, cuyo cristianismo no es el nuestro.
— El Cristo español—me decía una vez Guerra Junqueiro—nació en Tánger; es un Cristo africano, y jamás se aparta de la cruz donde está lleno de sangre; el Cristo portugués juega por los campos con los campesinos y merienda con ellos, y sólo á ciertas horas, cuando tiene que cumplir con los deberes de su cargo, se cuelga de la cruz.
¿Es que no hay dolor en este panteísmo portugués? Lo hay, y mayor aún que en el recio ascetismo castellano. La cuerda del dolor es la que más y mejor suena en la poesía portuguesa, que es poesía doliente y dolorida. En el primero de los ascéticos portugueses, Fray Thomé de Jesús, brilla un sutilísimo ingenio para refinar los dolores—véase sus Travalhos de Jesús—; el poema de Guerra Junqueiro Patria es un poema de dolor, y un poema de dolor es la Constança de Eugenio de Castro.
Entre las composiciones del libro de Teixeira de Pascoaes hay una, A sombra da Dôr, la sombra del dolor, profundamente portuguesa. Es dolor, pero dolor hecho sombra, dilatado; mas, á la vez, dulcificado,
para que esteja em cada ser humano
sempre presente á dôr da Humanidade!
Y este dolor es lo que une el pasado al porvenir. (Por no reproducir la composición toda, no prosigo en esto.)
Y este dolor se abraza al amor.
El abrazo del amor y la muerte ha sido fuente perenne de poesía, aun siglos antes del estupendo canto de Leopardi. En Portugal mismo, uno de los más hermosos de los sonetos de Antero de Quental es El amor y la muerte. Y ¿quién no recuerda la celebérrima poesía de Swinburne á Nuestra Señora de los Dolores, es decir, á Venus, la diosa del amor? La tal poesía recuerda—aunque habida diferencia de lo que va del ingenio inglés al lusitano y que Teixeira sospecho no ha leído á Swinburne— aquel pasaje de A sombra do Amor que reza así:
E Venus Dolorosa, Mae das Dôres,
d’um negro véo cobriu a branca face!
O’ Venus da Afflicçao e dos Amores,
O’ Venus da Tristeza e da Alegria!
E seus olhos de sol, ei-los que choram!
véde-lhe o branco seio trespassado
por sete espadas, que primeiro foram
sete raios da estrella da manhâ!
Y no sólo sufre el Amor, no sólo Venus sufre, sufre Dios mismo en el universo
o n’elle está
pregado e ensanguentado; e os astros sâo
os cravos que o sustentam sobre a Cruz,
e sou corpo divino é escuridao!
e seu sangre divino é luz de estrella
que de suas feridas, sempre abertas,
escorre, e se derrama, e se congela
em arvoredo, em ave e lyrio triste!
Y después de esto, aún me queda mucho, muchísimo por decir respecto á esta poesía de las sombras. ¿Voy á reproducir aquí el libro? No; leedlo. Y leedlo empezando por las poesías más cortas: A quéda (La caída), los sonetos Cançao da Nevoa, Canao du’ma sombra. Y deteneos también en aquellos pasajes en que el autor evoca, envueltas en nevoeiro de sombra, recuerdos personales, como aquel de su santa abuela que viene de allende el mundo á visitar la tierra de sus sueños y viene con cuerpo de niebla, aureola esplendorosa que contempla y habla al poeta, su nieto; que busca sus manos para besárselas y éstas se alejan como rastro de sol al declinar
e na tristeza pallida da ausencia
meu triste coraçao fica á chorar...
Y según vayáis leyendo estas poesías sombrosas, lentas, difusas como la niebla, irán como niebla resbalando sobre vuestro corazón y dejándooslo más blando, más dulce, más sosegado. Y unas veces os herirán metáforas osadas, que surgen del rodante río de niebla, como aquello de la
nebulosa que se sente
ja grávida de Deus!
y luego tal cual verso suelto, de esos que se nos quedan agarrados al hondón de la memoria y se nos ponen á cantar en ella cuando menos lo esperábamos; versos sueltos que suelen no ser sino pura música, enlace de palabras que andaban buscándose desde que el idioma nació; de esos versos en que, quien nació poeta, se complace á las veces más que en una composición entera. Una vez os herirá aquel
para o teu verde coraçao divino;
luego será lo de
no liquido horizonte de tua boca;
más adelante os pararán las
sete lágrimas frías do silencio...
y así una y otra y otra vez, porque el libro pulula en versos de éstos que son transparentes perlas musicales.
Un libro, en fin, de hondísima poesía y un libro hondamente portugués. Y por serlo, hondamente universal. Teixeira de Pascoaes une el nombre de su Támega á los nombres del Sena, el Eurotas, el Tíber, y hace bien, como hace bien en exclamar:
Virginia, Eloísa, Ophelia, Mariana!
uniendo el nombre de la hija del herrador del Amor de perdición de Camilo á los nombres de heroínas de ficción cuya fama es universal.
Hubiérase este libro publicado en francés porcualquier artífice literario—aunque uno de éstos no podría haberlo hecho—del bulevar con amigos en el cotarro del Mercure que se los hubiesen jaleado, y á estas horas empezaría á tener imitadores por esas tierras. Pero se trata de un oscuro poeta portugués que vive su vida y sus cantos á orillas del humilde Támega, en el dulce retiro de Amarante.