PornoXplotación - Mabel Lozano - E-Book

PornoXplotación E-Book

Mabel Lozano

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Beschreibung

PornoXplotación es una bofetada de realidad para quienes creen que la pornografía es ajena a sus vidas. Es, también, una llamada de atención destinada a informarnos y sensibilizarnos sobre el porno, un fenómeno que traspasa las fronteras digitales y que puede desencadenar efectos devastadores al ser ritualizado por menores y adultos en las calles, en los colegios y en nuestros hogares con un simple clic desde el móvil. La pornografía es un negocio opaco y poderoso, capta a mujeres y niñas engañadas con suculentas ofertas económicas para trabajar como modelos webcam, explota a actrices y actores que terminan devastados por un negocio en constante búsqueda de "carne fresca" y amasa fortunas gracias a los consumidores, millones de internautas cada vez más jóvenes —incluso niños—, a los que engancha para controlarlos a través de sus datos, su dinero y su vida. Mabel Lozano y Pablo J. Conellie han invertido años de investigación y volcado toda su experiencia en este libro único e impactante que hará temblar los cimientos de la industria del sexo. Elaborado gracias a valientes y duros testimonios reales jamás contados, que hablan de sueños rotos y vidas destrozadas a uno y otro lado de la pantalla.

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Productora, guionista y directora de cine con compromiso social. Lo que configura la problemática central de su cine es la figura de la mujer y los derechos humanos. En el 2005 dirigió su primer largometraje documental, Voces contra la trata de mujeres, que se convirtió en una herramienta de formación para las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado y los distintos agentes que trabajan para combatir este delito.

Experta panelista, imparte cientos de conferencias sobre trata de seres humanos en las mejores universidades nacionales e internacionales, como también en colegios e institutos de secundaria dirigidas a informar y sensibilizar a los más jóvenes, utilizando el cine como vehículo de transformación social.

En el 2015 estrena su quinto largometraje documental, Chicas Nuevas 24 Horas, sobre el lucrativo negocio de la compraventa de mujeres y niñas. Rodado en cinco países, este documental ha dado la vuelta al mundo, cosechando innumerables premios y reconocimientos, tanto en el ámbito cinematográfico —nominado a los premios Goya y a los Platino— como en el social, tanto para el documental como a su directora.

 

www.proyectochicasnuevas24horas.com

@LozanoMabel

 

PornoXplotación es una bofetada de realidad para quienes creen que la pornografía es ajena a sus vidas.

Es, también, una llamada de atención destinada a informarnos y sensibilizarnos sobre el porno, un fenómeno que traspasa las fronteras digitales y que puede desencadenar efectos devastadores al ser ritualizado por menores y adultos en las calles, en los colegios y en nuestros hogares con un simple clic desde el móvil.

La pornografía es un negocio opaco y poderoso, capta a mujeres y niñas engañadas con suculentas ofertas económicas para trabajar como modelos webcam, explota a actrices y actores que terminan devastados por un negocio en constante búsqueda de «carne fresca» y amasa fortunas gracias a los consumidores, millones de internautas cada vez más jóvenes —incluso niños—, a los que engancha para controlarlos a través de sus datos, su dinero y su vida.

Mabel Lozano y Pablo J. Conellie han invertido años de investigación y volcado toda su experiencia en este libro único e impactante que hará temblar los cimientos de la industria del sexo. Elaborado gracias a valientes y duros testimonios reales jamás contados, que hablan de sueños rotos y vidas destrozadas a uno y otro lado de la pantalla.

 

 

Primera edición: octubre del 2020

Para Josep Forment, siempre con nosotros

Publicado por:

EDITORIAL ALREVÉS, S.L.

Calle de Valencia, 241 4o - 08007 Barcelona

[email protected]

www.alreveseditorial.com

© Mabel Lozano y Pablo J. Conellie, 2020

© de la presente edición, 2020, Editorial Alrevés, S.L.

© Diseño: Ernest Mateu

Producción del ebook: booqlab

ISBN: 978-84-17847-75-3

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

ÍNDICE

HALYNA

— LA CHICA QUE LLEGÓ DEL ESTE

ANTONIO

— ¿QUIÉN CONSUME A QUIÉN?

DIANA

— HA NACIDO UNA ESTRELLA

— MI PRIMER BUKKAKE

— FOR SALE

— MODELO WEBCAM

— CARLOS

— SUPERVIVIENTE DE LA TRATA

ANTONIO

— HASTA QUE LA PORNOGRAFÍA NOS SEPARE

PABLO

— PAULA LA INTRÉPIDA

— ETNOPORNO

— TESTIGO PROTEGIDO

— SUPERMODELO

ANTONIO

— CADA VEZ

PASCUAL

— LA PARCA ACECHA

— CONDICIONES PARA TRABAJAR CON NOSOTROS

— DEL ABECEDARIO DE LAS DROGAS, ACRÓNIMOS, ANGLICISMOS Y OTROS COMPAÑEROS DE REPARTO

— DOS POR EL PRECIO DE UNO

— LA OPORTUNIDAD

ANTONIO

— ABRÓCHENSE LOS CINTURONES

PEDRO

— EMPIEZA LA FUNCIÓN

— LA CIUDAD CONDAL

— UNO DE CINCUENTA

— AQUÍ HAY TOMATE

— LOS CONTRATOS

— PORNO DE REFUGIADOS

— HAY QUE VENIR CON UN PAN DEBAJO DEL BRAZO

— LA SALUD ES LO MÁS IMPORTANTE

— DALE DURO

— ¡COOOORTEN!

ANTONIO

— «HOLA, ME LLAMO ANTONIO Y SOY ADICTO AL PORNO»

MARÍA

— XCAM

— PORNOXPLOTACIÓN

— PROSTITUCIÓN 2.0

— LOLITAS EN VENTA

— DESPROTECCIÓN Y FALTA DE LIBERTAD

— INMUNE AL VIRUS

ANTONIO

— BUTACA EN PRIMERA FILA

CAROLINA

— CAMGIRL

— «SOMOS EL MEJOR ESTUDIO WEBCAM»

— SIN PLATA, PERO CON AMOR

 

GLOSARIO

ACRÓNIMOS

ALGUNOS RECURSOS Y HERRAMIENTAS DE INTERÉS

AGRADECIMIENTOS

− • −

— HALYNA —

El semen me entró en los ojos y por la nariz. Me atraganté, estuve a punto de vomitar varias veces, pero Luci me hacía gestos para que continuase. Yo quería parar, movía mi mano izquierda para indicarlo; la derecha estaba agarrada fuertemente al miembro del hombre, como si fuera un mástil, para seguir con la masturbación, pero, también, para hacer un poco de fuerza y que aquella mamporrera no me introdujera el pene en el fondo de mi garganta. Si eso ocurría, pasaría de las náuseas a perder el conocimiento.

El gesto de mi mano era claro: «¡No voy a seguir!».

Luci, entonces, fue tan contundente como yo: la negación de su cabeza era rotunda. Ella no podía hacer gestos con sus manos, las tenía ocupadas con el móvil. No paraba de hacer fotos y vídeos. También hablaba de mí por el teléfono con otra persona, lo sé porque me miraba con gesto adusto mientras daba explicaciones. Parecía que no estaban muy contentos conmigo.

La chica de pelo corto, la mamporrera, que me sujetaba y empujaba mi cabeza, comenzó a mostrar el semen a cámara. Estaba en una copa. Había estado recogiendo el semen que cubría todo mi cuerpo para introducirlo con los dedos en el recipiente. Una vez que la copa estuvo llena, tuve que bebérmelo todo de un solo trago, incluso lamer la copa para apurar hasta la última gota del esperma de todos aquellos hombres.

Me sentía muy mal, estaba mareada y tenía náuseas. Lloraba, no podía parar de sollozar. Les pregunté si me dejaban ir al baño a vomitar. Luci dijo que sí. Cuando salí de la habitación hacia el baño, casi tropecé con Tomás, el cámara, que iba a mi lado grabándolo todo. Entró al baño conmigo y me filmó mientras devolvía. Ni siquiera me limpié la boca tras echar la pota. Ahora mi cara era una mezcla de semen, vómito y cabellos pegados a mi rostro y, lo peor, también dentro de mi boca. Me comía aquellos pelos pringosos y malolientes… Todo esto lo vi en el pequeño espejo colgado encima del lavabo cuando salí del baño, de nuevo con el cámara pegado a mi culo.

Mientras nosotros salíamos como si fuéramos siameses, una de las chicas que estaba en el bukkake1 esperaba para entrar en el baño. La había visto antes, por la mañana, un breve instante en la cocina. Era española. Luci la llamó Diana, y no sé qué le dijo entonces, pero ella salió como alma que llevaba el diablo de allí hacia otra de las habitaciones. Ahora, al pasar a mi lado, la chica española me tocó el brazo con mucha suavidad. Me miró con cariño, con esos bonitos ojos casi transparentes, y me sonrió. Fue tan solo un instante, pero me reconfortó. Me sentí un poco menos sola, menos perdida entre los ríos de semen que desbordaban todo mi cuerpo. Ella también estaba desnuda. Se la había mamado, como yo, a muchos de esos cerdos sin rostro. Lo único que yo había ganado, a diferencia de ella —mi ¿recompensa?—, había sido la gran copa con la simiente de todos ellos. Sentí que me ahogaba de nuevo. Ahora eran mis lágrimas las que llegaban a mi boca.

Luci estaba esperándome en la puerta del baño, quería hacerme una entrevista. En ese momento. Me quería así, guarra, como a ellos les gustaba.

—¿Qué tal ha sido la experiencia? —me preguntaba encantadora.

Yo no contestaba, no podía dejar de llorar. Entonces decidieron parar la grabación para indicarme lo que debía contestar a cámara; según ella, apenas iban a ser unas frases de nada.

—¿Estás contenta de haber tenido tantos hombres para ti sola? ¿Te excitaste? ¿Estabas mojada? —decía guiñándome un ojo.

Seguía preguntando y preguntando sin obtener respuesta alguna por mi parte. Finalmente, desistieron y me dejaron en paz.

Esa noche, a pesar de que yo no paraba de vomitar —me ardían las entrañas—, el jefe, el que me había recogido en el aeropuerto, me sacó de mi habitación y me llevó a otro dormitorio. Se trataba de una estancia amplia y con ventanas a la calle. En el centro había una cama muy grande y, a los pies de esta, una cámara sobre un trípode.

—Ahora tú y yo vamos a hacer una escena antológica —me dijo.

Empezó a manosearme de manera violenta, a sujetar con fuerza mis manos y llevarlas a su miembro. Yo me sentía muy mal, cansada, abatida, con una náusea continua que amenazaba con desbordarse en litros de bilis. De nuevo, me puse a llorar.

—No, por favor, no —le suplicaba.

Al parecer, esto excitaba aún más a ese hombre-oso, con ese olor nauseabundo.

A través de la puerta entreabierta del dormitorio, distinguí en el pasillo los ojos claros de la chica del baño, que nos miraba.

Tres días más tarde, el hombre-oso y Luci estaban organizando otro bukkake.

LA CHICA QUE LLEGÓ DEL ESTE

Nací en un pueblo pequeño. Mi familia nunca tuvo dinero para vivir dignamente ni tan siquiera en mi país, pese a que decían que era tan pobre y barato. ¿Barato para quién? Para los que venían de fuera con sueldos también de fuera, me imagino. Nosotros, mi madre, mis tres hermanos mayores, mi abuela y yo, nos las veíamos y deseábamos para llegar a fin de mes. Mi padre nos había abandonado y se había llevado los ahorros que teníamos. Años más tarde, nos enteramos de su muerte. Por lo visto, no había salido bien el último «trabajito» que le había encargado su jefe, así que apenas estaba reconocible cuando lo enterramos. No lloramos su muerte.

Me marché a la ciudad con una beca para estudiar, pero a pesar de esta y de algunos trabajos esporádicos que hacía como modelo, no me daba para vivir y enviar algo a casa para ayudar a mi madre. Mis hermanos no solo no la ayudaban, sino que, por el contrario, los dos más pequeños ya habían empezado a coquetear con las drogas.

Yo tenía dieciocho años recién cumplidos y mucho éxito con los hombres. Tuve bastantes novios desde muy joven. Con las mujeres, por el contrario, no mantenía buena relación. Soy guapa, muy guapa. Según dicen todos, tengo, además, un físico espectacular.

Más de una vez, por la calle, me habían parado varios hombres, y alguna mujer, ofreciéndome trabajar como actriz de cine porno. Tiempo después, me convencí de que todas aquellas personas trabajaban para la misma organización. Me tenían «fichada», por así decirlo. Sabían por dónde me movía y quién era.

Una de las veces que me ofrecieron realizar vídeos pornográficos acepté. Las deudas apretaban y mis hermanos necesitaban un tratamiento de desintoxicación; ellos eran como mi padre, como todos los hombres que había conocido hasta ese momento: egoístas, solo se importaban a sí mismos; y yo sabía que mi madre no podía afrontar sola todos estos gastos.

¿Hubiera aceptado este ofrecimiento de hacer porno de tener una vida resuelta?, ¿una familia que me amara y protegiera? No. La pobreza es un arma contra las mujeres.

Me dijeron que la grabación sería en España y me arreglaron todos los papeles: el pasaporte, el visado, y me compraron a modo de adelanto de mis honorarios el billete de avión. Hablé con dos mujeres en el hall de un hotel céntrico de la capital de mi país que me indicaron cómo actuar cuando fuera a España en caso de que la policía me hiciera preguntas. Yo hablaba un poco inglés, al menos para entenderme cuando llegara a España. Nadie de la organización me acompañaría, viajaría sola.

Cuando llegué a Madrid, me recogieron dos hombres en el aeropuerto. Curiosamente, me dijeron que el hotel en el que iba a alojarme estaba completo, al igual que el resto de los establecimientos de Madrid, porque había no sé qué congreso, así que me llevarían a un apartamento situado en el centro de la ciudad, aunque me prometieron que me conseguirían una habitación de hotel lo antes posible. Todo, eso sí, con buenas palabras y sonrisas. Yo estaba maravillada del trato que me estaban dando aquellos dos tipos: uno que parecía el jefe y el otro una especie de chófer-guardaespaldas.

Cuando llegamos al lugar, no era una casa, era más bien una oficina con varias mesas de trabajo, archivadores, un ordenador… Y cuando te introducías por un pasillo que había en el lateral, desembocabas en otro pasillo también muy estrecho, con varias puertas a ambos lados. Una de estas daba a una especie de salón grande donde había un sofá solitario pegado a la pared. No había televisor como en las casas normales, ni una mesa, no, solo aquel sofá situado al fondo de la estancia, muy sucio y viejo, y de un color indefinido, quién sabe si blanco, beis, marrón… Estaba tan sucio y viejo… Me pasaron un momento a esta habitación para, acto seguido, enseñarme «mi dormitorio»: una estancia muy pequeña, con las paredes blancas, sin ventana, sin ningún adorno o mueble, y con un colchón en el suelo. Me dijeron que allí pasaría la noche. El jefe me pidió que no hiciera ruido, pues en la casa dormían varias personas más. Me preguntó si quería algo de comer y le respondí que no, que no tenía hambre, pues entre el viaje y la excitación por llegar a España mi estómago se había cerrado. Además, me estaba empezando a poner nerviosa porque no me gustaba ese sitio.

—Descansa, mañana madrugaremos mucho —dijo—. La grabación se hará en este mismo lugar y será un día muy intenso. Buenas noches y bienvenida, Halyna. —El hombre me sonrió para, acto seguido, salir de la habitación. Escuché cómo cerraba la puerta por fuera. Mi habitación quedó como mi estómago, cerrada.

Al día siguiente me despertaron los ruidos y las voces de muchas personas. Una mujer me abrió la puerta y se presentó como Luci. Hablaba un inglés tan malo como el mío, creo que por eso nos entendíamos las dos. Era la persona encargada de la oficina y también de nosotras. Me indicó dónde estaba la cocina para que fuera a comer algo.

Al salir al pasillo había varias puertas. La oficina-piso contaba por lo menos con tres dormitorios, además de dos baños, el salón donde estuve y la cocina. El pasillo era muy estrecho y había un frenético ir y venir de gente: chicas jóvenes, maquilladoras, peluqueras, cámaras…, todos preparando lo que iba a ocurrir en nueve horas, a las ocho de la tarde de ese mismo día. A mí me iban a pagar seis mil euros por beberme una copa de esperma de un par de hombres mientras lo grababan. Toda esa información me la habían dado los de la organización en mi país.

A primera hora de la tarde, la encargada del lugar, Luci, me dijo que teníamos que hacer una entrevista y me presentó a Tomás, el chico encargado de la grabación. Este hizo un gesto con la cabeza a modo de saludo y se parapetó tras la cámara. Luci me preguntó —con su malísimo inglés— si había mantenido relaciones con varios hombres a la vez, si había tenido relaciones con mujeres o si en alguna ocasión me había tragado el semen en alguna relación sexual. Ella pedía cortar cuando la respuesta no le gustaba o no se ajustaba a lo que querían, y entonces me indicaba lo que tenía que contestar y yo, como un papagayo, repetía sin más sus palabras.

Las maquilladoras y peluqueras entraban, nos interrumpían y me preparaban. Me sacaban fotos, muchas fotos, y las enviaban a alguna persona de la que recibían indicaciones. Después, de nuevo la calma. En un momento, Luci me pidió que me quedase en mi habitación. En la de al lado había otra chica, la había visto un instante antes en la cocina, pero no me saludó ni me dijo nada, apenas nos cruzamos la mirada —la suya parecía la de un pez, tan claros eran sus ojos—. Sería un poco mayor que yo, tendría unos veinte años. También era muy guapa y alta. Luci le hablaba en español. A mí me pidió que esperase en el cuarto hasta que me diera la orden de salir.

Eran casi las siete y media de la tarde, creo recordar, cuando comencé a oír cómo llamaban repetidamente a la puerta del piso. Cada vez se oía más revuelo, aunque había dos o tres voces que destacaban por encima de todas las demás y no dejaban de dar órdenes. Una era la de Luci, que no paraba de gritar instrucciones: «Dejad la ropa aquí»; «poneos estas máscaras los que queráis»; «id dejando los DNI en esta mesa y pasáis a firmar»… No me explicaba muy bien lo que pasaba, pero a través de la puerta, de vez en cuando, ella me iba diciendo que faltaba poco y que enseguida me indicaría que saliese.

La puerta se abrió por fin y a duras penas reconocí la estancia en la que había estado el día anterior, aquel «salón del sofá». Al entrar, me topé de bruces con decenas de hombres como su madre los trajo al mundo, a los que media docena de mujeres estaban masturbando por turnos. Chupándoles el miembro. Muchos de estos hombres iban con máscaras o gafas de sol, otros con pasamontañas…, mientras que las mujeres —todas muy jóvenes— iban desnudas por completo, incluso desnudas de vello, todas con el pubis totalmente depilado, como cuando teníamos tres años, lo que era también mi caso. Tan solo un par de ellas llevaban ropa interior, tan pequeña que no dejaba nada a la imaginación, pero el efecto era muy sexi y sugerente. Luci, que era la única que estaba vestida, me propuso que me sentase sobre una gran pelota de goma gris, de las que se usan para hacer ejercicio en los gimnasios. Nada más instalarme en aquella bola comenzaron a acercárseme hombres.

La mujer me dijo que tenía que mamársela a todos esos hombres y luego tragarme el semen cuando eyacularan. Le dije que ese no era el trato que había hecho en mi país. Me miró, sacó de su bolsillo un móvil, marcó y me lo tendió, muy seria, mientras me decía:

—Son órdenes que yo tengo. ¿Acaso quieres hablar con el tío de tu país que te ha enviado aquí? ¿El que te ha adelantado todo el dinero para el viaje y demás gastos de tu estancia? Creo, además, que conoce bien a tu familia, a tus hermanos drogotas, a tu linda y abnegada madre, la que aguantaba a un imbécil, nulo hasta para ser un delincuente, que lo único valiente que hizo en su vida fue abandonaros.

Yo dudé.

—Vamos, toma, no me hagas perder el tiempo. —Y me acercaba más el móvil.

La miraba en silencio, sin saber qué decir. Estaba asustada por todos los datos que tenía de mi familia.

—¿Quieres hablar con ellos y decirles que no lo quieres hacer? —Casi me golpeó la cara con el teléfono.

Con un gesto, como si espantara una mosca de mi cara, le retiré el smartphone de mi rostro para dejarle claro a aquella mujer que no iba a hablar.

No sé por qué, pero me quedé sin aliento. Pensé que incluso alguno de los hombres que estaban allí podía ser uno de los que trabajaban para quien me había traído a España. Pero… ¿quién me había traído aquí?

En principio era una organización de mi país que hacía colaboraciones con España para la realización de pornografía. Yo nunca vi sus oficinas, ni publicidad de su empresa, ni nada. Tan solo conocía a las dos mujeres con las que me había entrevistado en el hall de un hotel de mi país. Ellas me habían contado en qué consistía todo y el precio que yo cobraría.

No me apetecía averiguarlo. Ya había visto qué le ocurre a los que preguntan demasiado o disgustan a los que tienen poder. En el país de donde vengo la vida no vale nada, y menos la de una mujer.

Ahora Luci, un poco más amigable, me dijo que, por supuesto, no tendría que mamársela a todos, que las otras chicas me ayudarían a que eyaculasen, pero que el semen de todos ellos era cosa mía.

Le pregunté si podía escoger a cuáles mamársela y ella aceptó con la condición de que unos cuantos en concreto tendrían que ir en el lote. Me alivié, porque al menos había tres hombres en los que me había fijado cuyo aspecto me repugnaba en demasía y no entraron en el pack. Había hombres que no estaban ni siquiera limpios, algunos tenían mucho pelo, otros, por el contrario, estaban totalmente depilados, los había llenos de granos y también gordos, flacos, jóvenes, viejos…

Una de las chicas que también estaba haciendo mamadas, además hacía las veces de mamporrera: me iba sujetando la cabeza para empujarme a hacer las felaciones. A tragarme todo el miembro del que tocase. Algunos la tenían muy grande, larga o muy gorda. Me daban arcadas. Esta chica, con una mano empujaba mi cabeza y con la otra sujetaba una copa de balón exageradamente grande. Los hombres comenzaron a correrse, uno, dos…, diez, diecisiete… Perdí la cuenta. Entré en shock. Todo se nubló a mi alrededor. Los ojos me escocían y mi cara estaba llena de semen. ¿Qué hacía yo ahí? Todo esto por seis mil euros, mi familia, un futuro… Comencé a sentirme demasiado mal. En un momento dado, volví en mí. Estaba en la puerta de salida de la oficina. Mi cuerpo había huido del lugar tomando el relevo de mi mente, que se hallaba inerte. Alguien me agarraba por el brazo. Era una mano de mujer. Seguí recorriendo el delgado pero firme antebrazo. Un codo, el hombro, Luci, era ella quien me agarraba. Casi al tiempo que veía su rostro, recibí una bofetada:

—Reacciona, ¿adónde crees que vas? —me gritaba.

Detrás de ella había un hombre que me resultaba familiar. Creo que fue uno de los que me recogió en el aeropuerto, el jefe. Tenía los brazos cruzados y una sonrisa burlona en la cara, y parecía que le divertía mucho todo lo que estaba ocurriendo. Luci me hizo entrar, agarró con sus dos manos mi cabeza —se llenó del semen que decoraba mi rostro—, me miró fijamente y me dijo, en voz baja, para que nadie la oyera:

—No vuelvas a hacer una tontería como esta o alguien se va a enfadar mucho contigo. Ninguna de las dos queremos que esto ocurra, ¿verdad?

Volví mansa al centro de la sala y me senté de nuevo en mi pelota de gimnasia. No podría decir cuál era la reacción a lo que había ocurrido de los hombres que aún estaban allí.

¿Qué había ocurrido exactamente? ¿Cómo había llegado hasta la puerta?

Lo que sí recuerdo es que continué, y que aún quedaban varios hombres que seguían masturbándose mientras esperaban su turno. ¿Cuántos hombres habían pasado ante mí? Ya no lo sabía, pero quedaban al menos dos docenas más. De reojo, vi la copa de balón, que aún me pareció más inmensa. Había una cantidad considerable de líquido viscoso y blanquecino en su fondo, por las paredes, por fuera de la copa que sostenía aquella chica de pelo corto. Ella se afanaba por introducir dentro de la copa el semen que recorría el exterior de la misma. Todo estaba siendo grabado por el tal Tomás.

− • −

______________

1 Al final del libro se encuentra un glosario donde se refieren como guía todas las palabras, expresiones y acrónimos referentes a las distintas prácticas sexuales y del mundo del porno.

— ANTONIO —

¿QUIÉN CONSUME A QUIÉN?

Vino, sexo y termas arruinan nuestros cuerpos,pero son la sal de la vida.

INSCRIPCIÓN EN LÁPIDA ROMANA

Toda historia siempre tiene un principio, y el mío es de esos que nada tiene de extraordinario. De pequeño yo era un chico muy normal, muy tranquilo, de hecho en mi familia me consideraban un joven ejemplar, un buen chico, un buen niño, de esos a quien puedes confiar tu vajilla entera porque nunca la romperá, por más que ese título a mí me generase un poco de angustia, de ansiedad por tener que cumplir ese nivel, ese rol de «niño bueno» que así como me generaba un cierto crédito entre los adultos, también me daba no pocos problemas con los que lidiar entre los amigos, primos y vecinos de mi edad.

Había muchas burlas. Alguno de mis compañeros de clase llegaron a odiarme durante un tiempo porque sus padres siempre me ponían como ejemplo: «Fíjate en Antonio, como nunca llega tarde a casa…», «Mira qué bien se porta. Nunca protesta por nada».

De cara a la gente yo tenía muchos amigos, nunca me metía en problemas, era el chico perfecto. Por dentro me consumía la ansiedad y una presión que iba en aumento. Era como un globo cada vez más lleno de aire, inflándome más y más, hasta llegar a sentirme siempre a punto de estallar.

Crecí con esa necesidad de hacerme querer, de ser aceptado. Desde siempre he lidiado con muchos complejos —imagino que como todo el mundo—, al menos eso es lo que me han intentado hacer comprender los especialistas que a lo largo de mi vida me han tratado, en mi búsqueda por llegar a entender qué es lo que me pasa, por qué soy así. Han sido ellos también, los especialistas, los que me han explicado que fueron mis complejos los que me derivaron, ya desde muy pequeño, a una conducta de masturbación compulsiva. La verdad es que me cuesta decir qué fue antes, si el huevo o la gallina.

El desencadenante de mi problema, o, como a los psicólogos les gusta llamarlo, el trigger, fue empezar a leer el periódico deportivo que mi padre traía todos los días a casa. Con toda la publicidad que hay detrás, con todas esas fotos y reportajes sobre «la novia de fulanito», «descubrimos los secretos de menganita, la más fiel seguidora del Atleti», «loca por el fútbol ¡y por Romario!»…, comencé a descubrir un extraño sentimiento al ver a esas mujeres posando tras un balón de fútbol, con pantalones muy cortos, con sus minúsculos tops… Cuando mi padre aparecía con el periódico, me ponía nervioso, en tensión. Estaba excitado y esperaba el momento de poder apoderarme de él para recorrer el cuerpo de esas mujeres con mi mirada.

Al principio, esas fotos ejercían el suficiente efecto como para satisfacerme, pero poco a poco dejaron de hacerlo. No necesitaba más imágenes de ese estilo, sino otras. Comprendí que no necesitaba más de lo mismo: requería algo distinto.

Recuerdo nítidamente la mañana en que ese «algo» llegó, sucedió en el colegio. Joaquín, el líder de mi clase, fue quien lo trajo a mi vida y lo hizo sin saberlo. ¿Cómo lo iba a saber él? No hacía sino lo que cualquier otro chico de su edad, lo que hacíamos todos: romper las reglas, transgredir, experimentar… Todos menos yo. Al menos eso era lo que parecía de puertas para fuera. Al menos hasta ese día.

Era una de las últimas jornadas del curso y antes del recreo la noticia fue extendiéndose entre los chicos de la clase. Los susurros llegaban a nuestros oídos: «En el baño de chicos, a la hora del recreo, Joaquín tiene algo que enseñarnos».

Esa mañana, las Matemáticas dieron paso a la Historia. Estábamos estudiando el Imperio romano. Recuerdo que tocaba hablar de las termas romanas. Mediante grandes obras de ingeniería el agua era llevada a las termas públicas, que se usaban en la sociedad de aquella época como lugar de reunión social. El profesor nos explicó que para los ciudadanos era un rito casi diario acudir a las termas a socializar, tras las jornadas de trabajo, acompañados por sus esclavos. Todos, desnudos, cuidaban sus cuerpos y se bañaban en agua caliente, se rociaban y perfumaban con diferentes aceites y descansaban cuerpo y mente antes de las cenas. Menudos eran los romanos.

—En esas termas —nos explicaba el profesor— todos estaban como Dios los trajo al mundo: desnudos; patricios y esclavos. Y de todas las clases sociales. Era de los pocos momentos en los que en cierto modo se igualaban las cosas en la sociedad romana. Acordaos de lo que hablamos hace unos días sobre la esclavitud en aquella época. Hemos visto también que los romanos entendían la sexualidad de un modo muy particular: no existía el concepto de bisexualidad ni de homosexualidad. Las relaciones entre las personas se basaban en el poder de unos sobre otros, no en el placer. En las termas y sus aledaños, según muchos expertos, existían lugares donde los romanos practicaban sexo. En parejas, en grupo, a la vista de otros o escondidos tras unas ligeras cortinas. —Risas—. Vamos, chicos, un poco de seriedad… Se han encontrado muchas pinturas, algunas en aquellas termas, como las de Pompeya, que representaban escenas de hombres y mujeres semidesnudos manteniendo relaciones sexuales. Los esclavos y las esclavas eran utilizados de aquella manera también en las termas por los ciudadanos romanos. Esto es algo impensable en nuestros días, ¿verdad? —Sonrió cuando pronunció estas palabras mientras Joaquín, su hijo, se revolvía inquieto en su silla.

La campana avisó de que era la hora del recreo y, como en otros tantos viernes, deseé que no fuera así. La verdad es que el profesor Lobo fue el mejor que tuve nunca. Las letras nunca fueron mi fuerte, pero sus clases de Historia eran absorbentes. Lo admirábamos, y las buenas notas de todos en su asignatura fueron la prueba de su buen hacer. Tal y como la contaba, la Historia se hacía muy fácil de estudiar, aunque por el modo de narrarla, y por los detalles con que nos la explicaba, como aquel de las termas, donde todos mantenían relaciones sexuales, Lobo tuvo algún que otro problema con algunos padres que no estaban de acuerdo con que a niños de nuestra edad se nos hablara sobre sexo. Mis padres, no. Jamás hablé sobre sexo con ellos hasta que fue evidente que tenía un problema y busqué su apoyo, varios años después.

Apenas diez minutos después del inicio del recreo, allí estábamos ocho compañeros de clase, alrededor de Joaquín, en las particulares termas de nuestro colegio.

Nos miró uno a uno y nos dijo:

—Os voy a enseñar algo, pero no se lo podéis decir a nadie. Como alguien se chive, lo mato. En serio. Si alguien se va de la lengua, se las va a ver conmigo y con mi hermano Iván. Me lo tenéis que jurar.

Todos le hicimos el más solemne de los juramentos, estábamos intrigadísimos sobre qué demonios tenía que enseñarnos. Sin pestañear, seguimos con la mirada sus lentos movimientos. Joaquín se había colocado en un extremo del baño, él y su mochila parapetados detrás de todos los chavales expectantes que formábamos su público. Sin quitar ojo del espejo que reflejaba la puerta de acceso al baño, sacó una revista de su mochila y la apretó contra su pecho, divertido por las caras de curiosidad que teníamos todos.

Cuando la giró, ninguno de nosotros dijo nada. Lo que se veía en la portada era una mujer que sostenía un gato en el regazo. La mujer, que podría tener los años de mi madre por aquel entonces, iba ataviada con un abrigo de pelo fucsia, y se adivinaba que era la única ropa que cubría su cuerpo. Cuando abrió las páginas y fue pasándolas una a una, todos empezamos a reírnos nerviosamente. Aquello eran imágenes de hombres y mujeres desnudos, algunos posando, otros manteniendo relaciones, mostrando abiertamente sus partes más íntimas: ellas abriéndolas con sus manos, ellos agarrándolas firmemente, mostrando su erección… Recuerdo que había unas páginas dedicadas a un encuentro entre un hombre rubio y una morena en una playa de rocas; ella yacía tomando el sol, y él llegaba para acabar penetrándola contra el acantilado, contra las piedras… Una estampa que me recordaba a las termas romanas que justo nos acababa de explicar el padre de Joaquín.

Para mí fue todo un descubrimiento y algo se removió en mi interior. Fue divertido, y desde luego muy excitante. Mucho más que las fotos del periódico deportivo de mi padre. Estaba el riesgo, porque nos podían pillar en cualquier momento. Y aquellas imágenes provocaban en mí una sensación placentera que nunca antes había sentido. A la vez, tensión y desahogo.

No sé cómo adquirí esa determinación, pero a partir de ese día me las ingenié de muy diferentes maneras para ser yo el que tuviera esas revistas. En el barrio, don Plácido tenía un quiosco y, con mi fama de niño bueno, me aproveché de aquel buen hombre. Nunca sospechó. Cómo lo iba a hacer. Yo era Toño, el buenazo del barrio.

Eso me hizo ganar popularidad entre mis compañeros, del colegio primero y del instituto después. Yes, Velvet, Playboy, Cheri, Penthouse…

No sé cuántas revistas habré conseguido, de muy diferentes maneras, a lo largo de toda mi adolescencia y, después, en mi vida adulta, pero tengo grabadas en mi mente, una por una, las imágenes de dos de ellas: el n.º 34 de Hustler y el n.º 13 de la revista Club Defi. Las conseguí el mismo verano, uno en que fui, como todos los años, a Benidorm con mis padres, mis tíos y Juanín, mi primo mayor. Él fue quien se hizo con las revistas y, al final del verano, me las regaló.

Una noche, mientras nuestros padres dormían, Juanín y yo estábamos viendo las revistas. Fue entonces cuando me propuso que nos masturbásemos cada uno en nuestra cama, a ver quién acababa antes. A mí me daba vergüenza, pero acepté.

—¿No lo has hecho nunca? —me preguntó divertido.

—Sí, claro que sí… Pero siempre solo, no con nadie.

—Bueno, pues ya verás qué risas. El que gane, mañana se come el helado del otro. ¿Aceptas?

Acepté, y Juanín extendió el brazo y me ofreció varios pañuelos de papel. Yo los miré extrañado y, ante mi gesto, me preguntó si aún no me corría. Mi cara le debió de servir de respuesta, porque flexionó de nuevo el codo, se giró dándome la espalda y comenzó la cuenta atrás.

Ese mismo año, hacia Navidades, comencé a eyacular. El placer físico era el mismo, pero no el mental. Lo que me excitaba era fantasear con lo que veía en alguna de las revistas: Chicas 18, Edad Legal, Ratos de Cama… Esas instantáneas de una mujer con la boca abierta aceptando con gusto el líquido blanquecino que salía de un miembro que sobresalía sobre el rostro de la mujer. El falo y la mujer arrodillada, boca y ojos bien abiertos mirando hacia arriba. Y el semen entrándole en la boca.

No sé qué habrá sido de muchas de las revistas que tuve a lo largo de mi vida. Algunas las regalé, otras quedaron olvidadas en algún lavabo del colegio o del instituto, el resto se habrán perdido en alguna de las tantas mudanzas que he hecho. Puede que Natalia, mi esposa, las haya tirado. Pero esas dos primeras revistas del verano en Benidorm aún las conservo, todavía no sé por qué no me he desecho de ellas. Esos dos tesoros siguen en la casa de mis padres, bien escondidos.

Aunque las revistas fueron desapareciendo, no mi necesidad de consumir pornografía. De hecho sigue ahí, escondida dentro de mí, y de vez en cuando amenaza con asomar para saciar mi ansia y, luego, atormentarme.

Desde aquel verano, en esa reunión clandestina de fin de curso en el baño del colegio, empecé a consumir pornografía a todas horas, siempre que podía. Todavía la tecnología no estaba tan avanzada, o por lo menos no a mi alcance. En casa había un ordenador, sí, pero solo uno, de sobremesa y a la vista de todos. Por aquel entonces no habíamos oído hablar de Internet siquiera, ni mucho menos de esas ventanas al mundo que todos llevamos hoy en día en nuestros bolsillos, los smartphones. Para la mayoría de las personas no pasaba por nuestras cabezas la revolución digital que llegaría en pocos años. Mis padres no tenían suscripción a Canal+, donde ya echaban desde hacía años pelis porno las noches de los viernes, así que más allá de algún filme que clandestinamente conseguía de algún videoclub, o que acompañaba a alguna de las revistas que me «agenciaba», el papel, las fotografías impresas rodeadas de letras que muchas veces ni leía, fueron durante un tiempo la principal vía para calmar mi ansiedad, que ya todos los días me devoraba.

El salto de las revistas a los vídeos llegaría para mí después del instituto, y sobre todo cuando alcancé cierta independencia, económica primero y familiar más tarde.

Me acababa de sacar el carné de conducir y un día llegó a casa, envuelto en papel de regalo, un IBM ThinkPad. Era un ordenador portátil muy decente para aquella época.

—Hijo, espero que no te pases el día pegado a este aparato. Te lo regalamos para que puedas estudiar, y también para que te diviertas y lo uses para lo que lo usáis los chavales… Siempre te estás quejando de que tus amigos tienen ordenador y chatean todo el rato, y de que pueden estudiar mejor con un ordenador. Hay que ver, en mi época chateábamos de bar en bar, ¡con vasos de vino! —A mi padre le encantaba hacer ese tipo de comentarios.

—Gracias, papá, es una pasada… No hacía falta que os gastarais tanto. —No podía dejar de pensar en lo primero que iba a hacer en cuanto me fuera a la habitación con el portátil—. Así me lo podré llevar también a la biblioteca, a clase…, de verdad, muchas gracias.

Mis padres ni se imaginaban lo que habían puesto en mis manos. Me masturbaba frente a esa pantalla a todas horas. En casa, en el baño y en mi habitación. Al principio, antes de que hubiera red wifi, ponía en el DVD del portátil una y otra vez los discos con películas que traían muchas de las revistas que tanto había atesorado. Pero también me masturbaba fuera, sin necesidad de películas ni de ordenador. Lo hacía en cualquier lugar que me encontrara, obedeciendo a la señal inequívoca que me mandaba el cerebro: los baños de un restaurante, cafetería, cine o discoteca, en las ocasiones en que quedaba muy de cuando en cuando con mi grupo de amigos. Aunque allí no tuviera el portátil, tenía mi memoria, mi imaginación, y las imágenes grabadas en mi mente.

—¿Ya has vuelto, hijo? —A mi madre, que casi siempre estaba cocinando, pues se había vuelto una gran seguidora de todos esos programas culinarios de la tele, parecía contrariarle que no saliera más con mis amigos—. Anda, quédate un poco conmigo aquí, hablemos un rato. ¿Adónde habéis ido hoy?

Mentía la mayoría de las ocasiones. «Tengo que estudiar», «Estoy muy cansado», «Ahora vengo, tengo que ir al baño»… Alguna vez, sin embargo, era capaz de quedarme un rato con ella y ver cómo su semblante se iluminaba haciéndome sentir como el niño bueno que siempre fui, el que nunca había roto un plato. Pero la mayoría de las veces la dejaba ahí, sola, con la preocupación y la decepción reflejada en su rostro… Sí, tenía otras cosas que hacer que me hacían sentir mejor, aunque fuera solo un breve instante. Esas «cosas» se llamaban Brianna, Evans, Siffredi… Unas pocas letras bastaban para que la máquina, tras las catorce pulgadas, me devolviera, siempre dispuesta a complacerme, lo que andaba buscando.

Visto con perspectiva, hasta creo que tuve suerte porque, al menos en esa época, no me dio por consumir un porno más duro. Tampoco existía una enorme oferta por aquel entonces, al menos no como ahora.

Cuando reflexiono sobre mi vida postrado ante el porno, pienso que quizá mi carácter tímido e introvertido me salvó de caer en un consumo de porno extremo a una edad temprana. No me encontré con porno hardcore, ese que hace saltar las lágrimas y aflorar las arcadas a las actrices mientras son penetradas brutalmente por todos sus orificios por los hombres, a veces contados por decenas. Ni tampoco con mujeres pertrechadas con consoladores enormes, o travestis que dominan la escena mientras millones de ojos los observan excitados en busca de placer.

Consumía porno a todas horas. O, mejor dicho, el porno devoraba todas mis horas. El porno en aquel IBM se había convertido en un material mucho más accesible de lo que había sido antes para mí, cierto. Pero todavía quedaba por llegar una gran revolución tecnológica que desestabilizaría por completo mi vida.

− • −

— DIANA —

La situación en casa era un desastre. Mi padre nos había abandonado cuando yo era una niña y desde entonces mi madre y yo lo habíamos pasado bastante mal. Ella estaba en el paro y yo hacía pequeños trabajos esporádicos en el mundo de la moda para poder sobrevivir. Con demasiada frecuencia íbamos a la Cruz Roja y a los Servicios Sociales para que nos dieran comida, pero también para que nos ayudaran a pagar el alquiler de nuestro pequeño piso en un pueblo a las afueras de Madrid.

A los dieciséis años dejé la escuela para trabajar en lo que fuera y así poder traer un jornal a casa que nos ayudara a mantenernos las dos. Soy una mujer alta y dicen que muy guapa. Una amiga me llevó a un casting de moda y comencé a hacer pequeñas colaboraciones en ese mundo. Nada importante y, sobre todo, nada fijo que nos permitiera ahorrar para cuando no salía trabajo.

En el pueblo, cerca de casa, había un punto de informática gratis, este lugar era mi válvula de escape. Iba allí cuando no trabajaba —demasiadas veces—, y fue en este lugar, en Internet, y concretamente en la red social Tuenti, donde conocí virtualmente a Carlos. Era el año 2012.

Era un chico muy simpático, y en la foto que tenía de perfil parecía muy guapo. Comenzamos a chatear, primero de vez en cuando, después prácticamente todos los días.

Hablábamos de nosotros, de nuestros hobbies, de nuestros amigos, de cómo nos había ido el día… No sé, de cosas normales de chicos de nuestra edad.

Un día me contó, en confianza, que había participado en un programa de televisión que yo había visto en alguna ocasión, Mujeres y hombres y viceversa, como pretendiente de la tronista. También, poco antes de salir en la tele, había participado en varias películas de cine para adultos, como una experiencia más para cumplir una fantasía erótica, pero sobre todo para ayudar económicamente a una exnovia suya. Cuando rompieron la relación, él también abandonó el cine X. En realidad no lo necesitaba, tenía un trabajo fijo como funcionario de la Comunidad de Madrid.

Después de un mes, Carlos me pidió que intercambiáramos nuestros números de teléfono para hablar por WhatsApp. Nunca imaginé que quedaría tan rápido con él, pero lo deseaba: aquel chico me gustaba mucho.

Recuerdo perfectamente el primer día que lo conocí en persona. Nos habíamos citado en un parque que estaba justo al lado de mi casa, a las seis de la tarde.

Me vestí con mucho esmero, me puse mis vaqueros desgastados, sabía que me sentaban muy bien. Me lo decía el espejo y me lo decían también los ojos de los hombres por la calle; los de los que me piropeaban y los de los que no decían ni pío pero me miraban el culo descaradamente. Junto con los vaqueros elegí una camiseta ajustada y opté por poco maquillaje, aunque sí el suficiente como para sacar partido de mis ojos claros y mi rostro aniñado. Parecía más joven de lo que era. Una adolescente, decían.

Bajé al parque quince minutos antes de la hora acordada. Estaba nerviosa, pero feliz. Me senté en un banco desde donde dominaba la calle por la que él debía entrar con su coche, era dirección única, así que tendría que aparecer por allí… Y así fue. Lo vi llegar en un coche rojo muy chulo, no sabía la marca, pero el coche era muy molón. Aparcó justo frente a mí y nada más bajar del coche me vio… ¡Qué sonrisa!, ¡qué guapo!: pantalón vaquero también desgastado y una camiseta blanca muy ceñida a su cuerpo, tanto que se podían contar sus músculos bien marcados, e incluso las costillas a través de esa segunda piel de color blanco. ¡Me encantó!

Nos saludamos con dos besos y nos sentamos en el mismo banco donde yo antes lo esperaba sola y ansiosa.

Estuvimos hablando un buen rato, aunque a mí se me hizo todo muy corto.

Los padres de Carlos, como los míos, también estaban separados. Su padre vivía en una finca a las afueras de Madrid y su madre residía sola en el Levante. También me habló de su hermana y de sus sobrinos, que vivían fuera de España. Él vivía en Madrid en un piso propiedad de su padre, pero tenía un chalé suyo propio en Murcia.

Me contó toda su vida en poco más de una hora, yo lo escuchaba y asentía, hasta que llegó mi turno. Carlos quería saber todo de mí, si seguía teniendo relación con el padre que me abandonó, cómo era mi relación con mi madre —nada buena en ese momento—… Le conté mis pequeños pinitos como modelo en la revista Telva, o para la firma de cosméticos L’Oréal, en la que también había trabajado. Nada, por desgracia, que me permitiera independizarme, que era lo que más deseaba en ese momento. Salir de casa, de los malos rollos, de las broncas, de las penurias… Necesitaba un trabajo fijo.

Después de esa tarde vinieron otras muy parecidas, charlábamos, nos reíamos cada vez con más complicidad… Empezamos a salir juntos como una pareja joven normal.

Carlos quería casi desde el principio conocer a mi madre, ir a casa y presentarse. La verdad es que yo no estaba muy por la labor de que este encuentro se produjera, mi relación con mi madre no era la ideal para organizar una cenita para presentar al novio… Pero Carlos se empeñó y era muy perseverante. No estaba acostumbrado a un «no» por respuesta, así que hice de tripas corazón y organicé un domingo una comida en casa.

Carlos llegó puntual. Estaba tan guapo, olía tan bien…, y esa sonrisa… Llevaba bajo el brazo una enorme caja de bombones que entregó a mi madre con mucha cortesía.

Es curioso, pero, a pesar de los bombones y de todos los piropos que le dedicó —que si ahora entendía por qué yo era tan guapa, que si parecíamos hermanas, lo buena cocinera que era…—, a ella le desagradó, no le gustó mi chico.

Esa noche, cuando nos quedamos solas, me dijo que no lo veía «trigo limpio», no sabía explicarme por qué, pero que no le gustaba. En primer lugar, lo encontraba mayor para mí —yo tenía entonces veintiún años y él pasaba de los treinta—, y también porque percibía en él mucha doblez, no le inspiraba ninguna confianza. Ella vio algo que yo, enamorada hasta las trancas, no vi.

Esto desencadenó constantes peleas entre nosotras que agravaron aún más si cabe la situación que vivíamos desde hacía meses. Yo le pedía que me respetara, que me dejara aire, un poco de espacio…, y ella se volvió inflexible en lo tocante a mi relación con Carlos. También es verdad que el magma de fondo de todo aquello era nuestra falta de recursos, la eterna preocupación de cómo íbamos a llegar a fin de mes.

Yo, por mi parte, iba abriendo a Carlos a todos mis círculos: primero la familia, luego los amigos íntimos, después los «amiguetes». Él era encantador con todos, se los metía sin problemas en el bolsillo. Pero si con todos ellos era estupendo, conmigo mucho más. Nadie me había mimado tanto. Me regalaba los oídos a todas horas con piropos y yo me sentía empoderada, la mujer más guapa, más simpática, la única… También me colmaba de pequeños regalos, yo nunca había recibido tantos, ni de pequeña; imaginaba cómo sería la llegada de los Reyes Magos a las casas con niños pequeños que, a diferencia de mí, habrían tenido una infancia normal, con una familia sin las estrecheces de la mía… Pues él era mi rey. Un rey mago muy guapo, que me quería, y con trabajo fijo.

Ahora tocaba el turno de que fuera yo la presentada a su familia. Primero fue a su padre, que me acogió con mucho cariño, tanto que en ocasiones nos quedábamos a dormir en su finca. Allí fue donde conocí también a su hermana y a sus sobrinitos, Carlos estaba loco con ellos, jugaba con los niños como si fuera un chiquillo más.