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La Psicología del Aprendizaje Humano ha vivido desde sus orígenes una profunda escisión tanto teórica como en sus ámbitos de intervención. Por un lado ha habido una tradición cercana al conductismo que ha entendido el aprendizaje como un proceso de detección de regularidades en el ambiente por medio de procesos asociativos y que por tanto ha diseñado la intervención psicológica mediante técnicas para modificar los sucesos a los que las personas se enfrentan así como las respuestas asociadas a dichos sucesos. Pero desde otra perspectiva, más cercana al constructivismo, se ha concebido el aprendizaje en términos de los procesos cognitivos que median en el significado que las personas atribuyen a esos sucesos y a esas conductas, de forma que intervenir es cambiar cómo las personas se representan el mundo y su propia identidad en él. Este libro se propone reconciliar ambas tradiciones en el marco de los recientes desarrollos en psicología cognitiva, que diferencian entre procesos implícitos, de carácter no consciente y asociativo, y procesos explícitos, que implican una construcción consciente de significados y que darían cuenta de las formas de aprender más complejas, propias de nuestra especie, las que nos diferencian del resto de los organismos, como la adquisición de conocimiento y el cambio personal. Para ello se propone la integración de ambas formas de aprender en un modelo complejo del Aprendizaje Humano que adopta la forma de una jerarquía estratificada, de modo que el aprendizaje más primario, de carácter implícito y asociativo, restringiría las formas más complejas del aprendizaje explícito y constructivo, pero estas a su vez reconstruirían los resultados del aprendizaje implícito. Tras exponer de modo detallado ambos tipos de aprendizaje y cómo dan cuenta del Aprendizaje Humano en diferentes dominios (aprendizaje social, personal, escolar, formación de expertos, etc.
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Juan Ignacio POZO
Psicología del Aprendizaje Humano
Adquisición de conocimientoy cambio personal
Ediciones Morata, S. L.
Fundada por Javier Morata, Editor, en 1920
C/ Mejía Lequerica, 12 - 28004 - MADRID
[email protected] - www.edmorata.es
© Juan Ignacio POZO MUNICIO
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© EDICIONES MORATA, S. L. (2014)
Mejía Lequerica, 12. 28004 - Madrid
Derechos reservados
ISBN papel: 978-84-7112-788-4
ISBN e-book: 978-84-7112-789-1
Compuesto por: M. C. Casco Simancas
Ilustración de cubierta: dibujo infantil de Ada Pozo, reproducido con autorización.
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Sobre el Autor
Juan Ignacio POZO MUNICIO es Licenciado en Filosofía y Letras (Psicología) por la Universidad Autónoma de Madrid, en 1980, y Doctor en Psicología por la misma Universidad en 1986. Es Catedrático en el Departamento de Psicología Básica, impartiendo materias relacionadas con la Psicología Cognitiva del Aprendizaje, tanto en el Grado de Psicología como en el Máster de Psicología de la Educación.
Sus investigaciones han estado centradas en el aprendizaje de conceptos y procedimientos en diferentes dominios específicos de conocimiento (geografía, historia, física, química, gramática, música, filosofía, psicología, etc.), así como en el desarrollo de estrategias de aprendizaje en los alumnos, tanto en Educación Secundaria como en Educación Superior. Asimismo ha desarrollado una labor teórica en el análisis y al propuesta de modelos cognitivos de aprendizaje, fruto del cual ha publicado varias obras (Teorías cognitivas del aprendizaje, Editorial Morata, 1989, Solución de problemas, en Editorial Santillana, 1994, Aprendices y maestros, en Alianza Editorial en 2008, y Humana mente. El mundo la conciencia y la carne, Editorial Morata, 2001, Adquisición de Conocimiento: cuando la carne se hace verbo, Editorial Morata, 2003).
También ha trabajado en la forma de promover mejores estrategias de aprendizaje en los alumnos en distintos niveles educativos, con publicaciones tales como El aprendizaje estratégico, compilado junto a Carles MONEREO (Ed. Santillana, 1999) y La universidad ante la nueva cultura educativa: enseñar y aprender para la autonomía (también junto a Carles MONEREO, editorial Síntesis, 2003) o la Psicología del aprendizaje universitario, en editorial Morata, junto a María PUY PÉREZ ECHEVERRÍA. Igualmente se ha ocupado, también junto a Carles MONEREO, de la labor de orientación y asesoramiento curricular, compilando la obra La práctica del asesoramiento educativo a examen.
En el ámbito específico del aprendizaje de conocimientos específicos ha dirigido diversos Proyectos de Investigación, así como más de una decena de Tesis Doctorales. Sus trabajos más recientes están centrados en el estudio de los procesos de cambio conceptual así como el uso de sistemas externos de representación como mediadores en la adquisición de conocimientos en dominios específicos. Fruto de estas investigaciones son numerosos artículos tanto en revistas nacionales como internacionales, así como varios libros, entre ellos Aprendizaje de la ciencia y pensamiento causal, publicado en 1987 por Visor, La enseñanza de las ciencias sociales, junto a Mario CARRETERO y Mikel ASENSIO (Visor, 1989) y Aprender y enseñar ciencia, en colaboración con Miguel Ángel GÓMEZ CRESPO, publicada por Morata en 1998. Ha colaborado en diversas actividades de formación, investigación y asesoramiento, varias de ellas en el marco de la Cátedra UNESCO de Educación Científica, en la que participa en representación de la UAM.
Ha participado también en numerosas actividades de formación y capacitación del profesorado, tanto en el nivel universitario como en etapas anteriores, no sólo en España sino también en diversos países de Latinoamérica. En esta línea, en los últimos años está investigando las concepciones que profesores y alumnos tienen sobre el aprendizaje y la enseñanza y la forma en que estas concepciones deben modificarse en el marco de los cambios educativos requeridos por la nueva cultura del aprendizaje. Parte de estas Fruto de estas investigaciones se publicaron, en colaboración con investigadoras de la Universidad Autónoma de Madrid (Elena MARTÍN, Mar MATEOS, María PUY PÉREZ ECHEVERRÍA)
A Puy, Bea y Ada, que mientras escribo me soportan en todos los sentidos de la palabra, y luego leen y escriben en el reverso de lo escrito. Con ellas no hay duda de que el conocimiento empieza siempre con una emoción.
Contenido
Presentación
PRIMERA PARTE
El sistema del aprendizaje humano
CAPÍTULO PRIMERO: La Psicología del Aprendizaje Humano: Superando una vieja disociación
Breve historia de un largo desencuentro
Del aprendizaje animal (y también humano) al aprendizaje (específicamente) humano
Del aprendizaje conductual al aprendizaje cognitivo
Del aprendizaje asociativo al aprendizaje constructivo
Del aprendizaje implícito al aprendizaje explícito
CAPÍTULO II: Hacia un sistema complejo e integrado del aprendizaje humano
El diálogo entre dos formas distintas de aprender: Del reduccionismo a la integración
La integración de dos formas distintas de aprender: Del aprendizaje implícito a la adquisición de conocimiento y el cambio personal
SEGUNDA PARTE
El aprendizaje implícito, asociativo y encarnado
CAPÍTULO III: La historia natural del aprendizaje o cómo la materia llegó a aprender
Los niveles de organización de la materia como una jerarquía estratificada
Los sistemas físicos: El intercambio de energía
Los sistemas informativos: La reducción de la incertidumbre
Los sistemas cognitivos: El cambio de las representaciones mediante el aprendizaje
Los sistemas de conocimiento: La adquisición de conocimiento y el cambio personal
CAPÍTULO IV: El aprendizaje implícito: Funciones, procesos y ámbitos de aplicación
Principios funcionales del aprendizaje implícito
Naturaleza representacional
Carácter generalizado o universal
De naturaleza encarnada, restringido por representaciones somatosensoriales
De carácter procedimental, un saber hacer
Funciones cognitivas
Predicción y control de sucesos
Detección de regularidades y generalizaciones a partir de ellas
Función conservadora: Establecer rutinas y representaciones estables
Cambios lentos, de naturaleza acumulativa
Búsqueda de certidumbre, basada solo en los casos positivos
Función pragmática: Tener éxito
Requisitos del aprendizaje implícito
Sin intencionalidad, incidental, automático y no controlable
Sin apenas esfuerzo ni motivación
Aprendizaje experiencial, en contextos informales
Independiente de la cultura, la educación o la intervención psicológica
Los procesos de aprendizaje asociativo
La naturaleza asociativa del funcionamiento neuronal
De la covariación al cómputo de contingencias
Contigüidad temporal y espacial
Semejanza
Dominios del aprendizaje implícito
Tareas arbitrarias: El aprendizaje implícito en el laboratorio
Tareas con significado: Escenarios cotidianos del aprendizaje implícito
CAPÍTULO V: El contenido del aprendizaje implícito: Las representaciones encarnadas
Del procesamiento simbólico de la información a la mente encarnada
Los dominios nucleares de la mente encarnada
Física intuitiva: Teorías implícitas sobre los objetos
Psicología intuitiva: Teorías implícitas sobre las personas
TERCERA PARTE
El aprendizaje explícito, constructivo y simbólico
CAPÍTULO VI: El aprendizaje humano como actividad cultural: Cómo la cultura transforma la mente
El aprendizaje como actividad cultural: Cuando la carne se hace verbo
Los orígenes de la mente explícita: La construcción mutua de mente y cultura
La mente episódica: Aprendiendo a asociar sucesos
La mente mimética: Aprendiendo a través del gesto y la imitación
La mente mítica: Aprendiendo mediante el lenguaje y las narrativas
La mente teórica: Aprendiendo mediante sistemas externos de representación
La transformación de la mente mediante los sistemas externos de representación
Naturaleza y funciones de los sistemas externos de representación
La mente letrada: De las tablillas de arcilla a las tabletas digitales
Las culturas orales o el valor de la palabra
La lectura reproductiva o la palabra inscrita e incorporada
La lectura escolástica o la interpretación autorizada de los textos
La lectura analítica o el diálogo crítico con los textos
La lectura hermenéutica o la construcción personal de hipertextos
CAPÍTULO VII: El aprendizaje explícito: Funciones, procesos y ámbitos de aplicación
Principios funcionales del aprendizaje explícito
Naturaleza representacional
Funciones cognitivas
Requisitos
Los procesos de aprendizaje explícito y constructivo
Una jerarquía de niveles de explicitación
Los procesos del aprendizaje explícito
Dominios en el aprendizaje explícito: El retorno a los dominios nucleares de la mente
De la física intuitiva al conocimiento científico
De la psicología intuitiva al conocimiento psicológico
CAPÍTULO VIII: Las culturas del aprendizaje formal y de la intervención psicológica
Las formas de organizar socialmente el aprendizaje
De los aprendizajes informales a los aprendizajes formales
Modelos de aprendizaje formal: Formación artesanal, técnica, académica y experiencial
La nueva cultura del aprendizaje para la sociedad del conocimiento
Cambios en las necesidades de formación laboral y profesional
Cambios en los procesos de gestión del conocimiento
Cambios en las relaciones interpersonales y la propia identidad
La mente virtual ¿menos recursos para mayores demandas?
La diversidad cultural en las formas de aprender: Relativizando el aprendizaje
¿Diferentes psicologías para diferentes culturas?
Las culturas de aprendizaje formal occidentales y orientales
Modelos de intervención psicológica en el aprendizaje
La intervención desde diferentes modelos de aprendizaje formal
Diferentes perfiles de los profesionales del aprendizaje: Técnicos, expertos o gestores
Bibliografía
Índice de materias
Presentación
Durante todo el siglo pasado, lo que en la práctica equivale a decir durante toda su historia, la Psicología del Aprendizaje Humano ha vivido escindida en dos tradiciones enfrentadas, más que diferenciadas, que han ofrecido una imagen bien distinta de cómo aprenden las personas y de cómo se les puede ayudar a aprender desde la intervención psicológica. Por un lado está la tradición construida en torno al conductismo, según la cual el aprendizaje humano se apoya en un número limitado y relativamente simple de procesos asociativos, en la que aprender es básicamente detectar cómo está organizado el mundo, de modo que el cambio psicológico, sea en contextos clínicos, educativos o sociales, se logra entrenando nuevas conductas, técnicas o conocimientos más eficaces que permitan un cambio en las contingencias ambientales. Por otro lado, hay quienes ven el aprendizaje humano como un proceso de reflexión personal que nos permite cambiar nuestra forma de ver el mundo, de representarnos a nosotros mismos y a los demás, de modo que la intervención, en vez de estar dirigida a proporcionar conductas eficaces, se orientaría a que las personas comprendan mejor lo que les pasa y así favorecer la construcción personal de representaciones más complejas, que les permitan actuar de forma más autónoma.
Pero lo cierto es que ninguna de estas dos tradiciones ha logrado dar una respuesta amplia y generalizable, más allá de ciertos contextos restringidos, a los problemas no solo teóricos sino prácticos del aprendizaje humano. No es ya que ninguno de esos dos enfoques proporcione en sí mismo respuestas teóricas convincentes, es que, por separado, tampoco tienen respuesta para los crecientes problemas de aprendizaje que están reclamando una intervención psicológica en muy diferentes contextos. Porque lo cierto es que mientras la Psicología sigue ensimismada en sus modelos y tareas de laboratorio, los problemas sociales de aprendizaje siguen creciendo. De hecho, vivimos en una sociedad que mantiene una relación paradójica con el aprendizaje. Por un lado, aprender ocupa un lugar cada vez más importante en nuestras vidas, no solo por la extensión de la educación obligatoria que hace que se le dedique cada vez más tiempo en contextos formales. Además, la necesidad de aprender y de seguir aprendiendo permea cada vez más todos los espacios sociales, profesionales e incluso personales. Pero, y aquí reside la paradoja, hay también una insatisfacción creciente con respecto a lo que se aprende y a cómo se aprende. Los datos de los estudios internacionales que evalúan los sistemas educativos muestran que en ellos se aprende, en general, mucho menos de lo que se debiera. Igualmente hay cada vez más demanda de intervención para apoyar el aprendizaje y el cambio personal en contextos familiares, sociales o profesionales. Parte de este fracaso del aprendizaje se debe sin duda a que los contextos de aprendizaje formal han cambiado mucho menos que esas demandas sociales, por lo que hay un desfase cada vez mayor entre las necesidades de aprendizaje de las personas y las formas en que se organizan los espacios sociales para ayudarles a aprender. Aunque son muchos los factores que pueden contribuir a mejorar el diseño social de escenarios para ayudar a cambiar a las personas, sin duda la Psicología del Aprendizaje debe hacer una contribución esencial.
El presente libro muestra que para responder más eficazmente a esas nuevas demandas debemos repensar nuestras formas de aprender, y de ayudar a otros a aprender, basadas muchas veces en la intuición o en el sentido común, para lo que debemos apoyarnos en el amplio bagaje de conocimientos científicos acumulado en las últimas décadas por la Psicología del Aprendizaje Humano, integrando esas dos tradiciones mencionadas que, si bien por separado resultan insuficientes, son ambas necesarias para elaborar un nuevo modelo, más integrado, de algo de hecho tan complejo como es el funcionamiento mental que conduce al cambio cognitivo. A partir de los desarrollos recientes en esta disciplina, y en otras disciplinas afines (psicología cognitiva, neurociencias, psicología comparada, antropología, ciencias de la educación, entre otras), que en conjunto ofrecen una visión completamente renovada del funcionamiento de la mente humana y de las formas de optimizar su aprendizaje, el libro propone un enfoque que integra esas dos tradiciones académicas habitualmente divorciadas, que conciben respectivamente el aprendizaje como un proceso asociativo, meramente repetitivo, de carácter implícito o no consciente, o como un proceso constructivo, consciente y reflexivo, dirigido al significado. Igualmente el modelo integra la doble función del aprendizaje, como función natural, producto de la evolución biológica y, como función cultural, ligada al desarrollo de nuevas tecnologías culturales del conocimiento que, con su acelerado cambio en nuestra sociedad, están generando esas nuevas demandas de aprendizaje a las que solo podremos responder mediante intervenciones diseñadas desde lo que sabemos sobre cómo aprenden las personas y cómo se les puede ayudar a aprender.
El libro consta de tres Partes. En la Primera (Capítulo Primero y Capítulo II) se establece el diálogo entre estas dos tradiciones en el estudio y la intervención en el aprendizaje. En el marco de los modelos duales desarrollados recientemente en Psicología Cognitiva, se propone entender la relación entre esas dos formas de aprender en términos de una jerarquía estratificada por la que los niveles inferiores restringen lo que se aprende en los superiores mientras que estos a su vez reconstruyen los aprendizajes de los niveles inferiores. La Segunda Parte desarrolla en detalle nuestro sistema de aprendizaje más primario, de naturaleza implícita, asociativa y encarnada, mostrando no solo el origen de estos modelos en los laboratorios de Psicología, en tareas casi siempre arbitrarias y desconectadas de los contextos naturales y sociales del aprendizaje, sino también la importancia de estos modelos para entender nuestros aprendizajes cotidianos fuera del laboratorio, en la vida real. Ese sistema de aprendizaje primario nos proporciona de forma implícita representaciones muy sólidas y consistentes y, por tanto, muy difíciles de cambiar si no es mediante el recurso al otro sistema de aprendizaje, de naturaleza explicita, constructiva y simbólica, que se despliega en profundidad en la Tercera Parte del libro. Mientras nuestro sistema primario se limita asociar de forma implícita las representaciones encarnadas, basadas en cómo nuestro cuerpo interactúa con el mundo, los procesos más complejos, específicamente humanos, se apoyan en la mediación de sistemas culturales de representación simbólica, que generan nuevas funciones mentales y de aprendizaje que nos permiten las formas de aprendizaje que nos identifican como especie cognitiva, pero que, al mismo tiempo, concentran gran parte de los problemas sociales de aprendizaje antes mencionados, como son la adquisición de conocimiento y el cambio personal. El último Capítulo del libro está de hecho dedicado a analizar las formas sociales y culturales de organizar el aprendizaje y más específicamente los diferentes modelos de intervención psicológica, ya sea en contextos personales, familiares, clínicos, sociales, profesionales o educativos. Y lo hace considerando especialmente cómo los cambios en la cultura del aprendizaje en nuestra sociedad, impulsados en buena medida por los nuevos desarrollos tecnológicos, generan nuevas demandas y, por tanto, reclaman nuevas formas de intervenir y ayudar a las personas a aprender.
Aunque el libro pretende proporcionar una visión integradora, que no ecléctica, del aprendizaje humano, refleja por supuesto las prioridades y convicciones de su autor, fruto en buena medida de la propia historia personal de aprendizaje. Una de esas convicciones es que aprender es siempre un verbo transitivo, tiene siempre un objeto directo. Siempre se aprende algo y eso que se aprende restringe poderosamente las formas de aprender e intervenir en el aprendizaje. Frente a la vieja tradición psicológica de los estudios de laboratorio con tareas arbitrarias o sin contenido, un tanto abstrusas, se apuesta por el aprendizaje en dominios específicos, social y personalmente relevantes. Así, en estas páginas se trata del aprendizaje de las matemáticas, de la ciencia, de la música, de la lectura, pero también de la psicología, del aprendizaje y el cambio personal, de la formación de profesionales o del aprendizaje social en diferentes contextos. Este viaje a través de diferentes dominios o territorios de aprendizaje es posible, en parte, porque mi propia historia de aprendizaje ha atravesado muchos de esos territorios. Muchas de mis investigaciones, y de mis intervenciones profesionales en el aprendizaje, se han producido en algunos de esos dominios, gracias a la colaboración de profesionales de esas áreas, quienes me han ayudado a aprender compartiendo sus problemas. Por ejemplo casi todo lo que sé sobre el aprendizaje de la ciencia, reflejado en parte en este libro, se lo debo a la colaboración con Miguel Ángel GÓMEZ CRESPO, de quien tanto he aprendido. Igual sucede también, en el área de la música, donde José Antonio TORRADO ha sido mi maestro, en justa venganza por todo lo que él ha tenido que aprender de psicología. Y podría seguir igual en el resto de áreas mencionadas.
El libro recoge también una profunda preocupación personal por la necesidad de promover cambios en nuestras formas de aprender y ayudar a otros a aprender que, tal como se argumentará, va a requerir cambiar las concepciones que los agentes del aprendizaje —tanto quien tiene que aprender como el profesional que debe ayudarle— tienen sobre su labor. Esta convicción es también el resultado de años de investigación en colaboración con un amplio equipo, pero sobre todo de mi interacción con personas concretas, en especial Nora SCHEUER Montserrat DELA CRUZ, Mar MATEOS, Elena MARTÍN y Puy PÉREZ, que con frecuencia han removido mis propias concepciones de aprendizaje.
Mi relación con el aprendizaje proviene por tanto de una continuada investigación del mismo, apoyada en diversos proyectos financiados con fondos públicos, el último de los cuales (EDU2010-21995-C02-01), apoyado por el antiguo Ministerio de Ciencia e Innovación de España, nutre buena parte de las ideas teóricas de este texto. Pero además de investigar el aprendizaje, ejerzo a diario como aprendiz reflexivo y, sobre todo, dedico buena parte de mi tiempo a ayudar a otros a aprender, que es a su vez una de las mejores formas de aprender sobre el propio aprendizaje. Mis compañeras de asignatura, Mar MATEOS, Asunción LÓPEZ MANJÓN y María RODRÍGUEZ MONEO, constituyen una de mis comunidades de aprendizaje más estables, una comunidad de la que han formado parte también muchas promociones, casi generaciones, de alumnos —o más bien debería decir de alumnas, ya que son mayoría— de Grado y de Posgrado en la Facultad de Psicología de la Universidad Autónoma de Madrid, que sin darse cuenta han contribuido a que mis ideas sobre el aprendizaje crezcan, se ajusten y se reestructuren. Y lo han hecho dudando, preguntando, debatiendo, con un entusiasmo e interés que por fortuna siempre me ha acompañado. Pero también a veces con su resistencia a aprender, con sus dificultades para comprender, o incluso con su desánimo, me han empujado a replantear mis prioridades y métodos docentes, ya que, tal como se argumenta en el propio libro, el mejor motor del cambio es la comprensión de los propios errores. Pero no solo los alumnos me han hecho replantearme en qué consiste el aprendizaje y cómo podemos promoverlo, sino que los propios profesionales del aprendizaje con los que colaboro o a los que he tenido la suerte de ayudar o de impartir cursos han sido siempre mi principal toma de tierra con el aprendizaje. Aunque ellos no lo sepan, y probablemente ni siquiera lo lean, estoy en deuda con todos ellos. Quienes sí lo saben, y espero que además lo lean, son ellas, mis tres trigramas esenciales, Puy, Bea y Ada. Mis representaciones encarnadas.
PRIMERA PARTE
El sistema del aprendizaje humano
CAPÍTULO PRIMERO
La Psicología del Aprendizaje Humano: Superando una vieja disociación
El agua se vuelve más y más y más fría y de pronto es hielo. El día se hace más y más oscuro y de pronto es de noche. El hombre envejece y envejece y de pronto se ha muerto. Los cambios cuantitativos de pronto se convierten en cambios cualitativos; las diferencias de grado llevan a diferencias de naturaleza.
John BARTH
El romper de una ola no puede explicar todo el mar.
Vladimir NABOKOV
Decir realidad es una forma de no decir nada, es hablar de conformismo, desviar tu propia responsabilidad en el curso de las cosas.
Rafael CHIRBES, Crematorio
Breve historia de un largo desencuentro
Aún hoy, en pleno siglo XXI, si nos detenemos a revisar los manuales de Psicología del Aprendizaje al uso, nos encontramos con un panorama un tanto extraño, casi esquizofrénico. Por un lado, gran parte de los textos siguen reduciendo el aprendizaje a los procesos clásicos de sensibilización, habituación y condicionamiento que conformaban el paisaje conductista del aprendizaje hace unos cincuenta o sesenta años (por ej., DOMJAN, 2003; MAZUR, 2002). Aunque algunos de ellos ya advierten, desde el mismo título, de su reducción del aprendizaje a cambios conductuales (por ej., DOMJAN, 2003; SCHACHTMAN y REILLY, 2011), otros hacen aún más explícito este reduccionismo, cuando bajo la ambiciosa denominación de Teorías Contemporáneas del Aprendizaje (MOWRER y KLEIN, 2001) o de Ciencia del Aprendizaje (PEAR, 2001) todo lo que podemos encontrar son versiones actualizadas de los problemas, los modelos teóricos y los paradigmas experimentales del condicionamiento, que rigieron la investigación sobre el aprendizaje hasta los años sesenta del siglo pasado. Según estos autores, el aprendizaje animal y humano puede reducirse a problemas tales como el efecto de diferentes programas de reforzamiento, el control de la conducta por el estímulo, la extinción o los gradientes de generalización, desde los que se proponen pautas de intervención para el cambio conductual, esencialmente centradas en contextos clínicos y de modificación de conducta, cuyos principios teóricos siguen sustentados en esos modelos conductuales y asociativos del aprendizaje (por ej., MILTENBERGER, 2012).
Pero frente a esta tradición de aprendizaje conductual y asociativo, podemos encontrar también propuestas, más recientes y minoritarias, que lo conciben desde el polo opuesto del aprendizaje constructivo, exclusivamente humano (por ej., JARVIS y WATTS, 2012; MAYER y ALEXANDER, 2011; SAWYER, 2006), y se ocupan de las formas más complejas en que las personas aprendemos, por medio de la reflexión, la gestión metacognitiva de la propia actividad mental, el uso de sistemas simbólicos y dispositivos culturales, la cooperación interpersonal o el diálogo crítico con el conocimiento en diferentes contextos sociales formales e informales. Según esta visión, que se halla en las antípodas de la anterior, el estudio del aprendizaje humano se diferencia nítidamente del aprendizaje animal y se sustenta en modelos cognitivos, socioculturales y, más recientemente, neuropsicológicos, desde los que se diseñan pautas de intervención para mejorar el aprendizaje en contextos instruccionales o educativos (BLAKEMORE y FRITH, 2005; BRANSFORD, BROWN y COKING, 2000; MAYER y ALEXANDER, 2011; SAWYER, 2006), pero también en espacios de formación personal y profesional a lo largo de la vida (CLAXTON, 1999; JARVIS y WATTS, 2012; LONDON, 2011) o de cambio personal (CARO GABALDA, 2011; NEIMEYER, 2009).
Aunque desde ambas tradiciones se asume que se estudian los rasgos esenciales del aprendizaje humano, basta comparar la visión de las Ciencias del Aprendizaje ofrecida por PEAR (2001) con la de SAWYER (2006) para comprobar que esas Ciencias del Aprendizaje, en el caso de estar construyéndose, carecen de un proyecto integrador. De hecho, viven en una disociación continua entre las formas más básicas del aprendizaje humano, basadas en procesos asociativos compartidos con otras muchas especies, y las formas más complejas, que requieren procesos cognitivos y metacognitivos además del diseño de dispositivos y espacios sociales y culturales que favorezcan su uso. Se trata de un divorcio o una ruptura que dura ya como mínimo un siglo, desde que el proyecto conductista de WATSON rompiera con el estudio de los procesos superiores por medio de la introspección y orientara la psicología hacia el estudio objetivo de la conducta, en el que el aprendizaje, dado el fervor empirista que alentaba esa ruptura, se constituyó en el proceso nuclear de la investigación psicológica, que daría lugar a los modelos de condicionamiento sobradamente conocidos.
A mediados del siglo pasado, las limitaciones de los modelos conductistas para dar cuenta de buena parte de las actividades que nos caracterizan psicológicamente a los seres humanos, e incluso, como veremos en el próximo apartado, para explicar los propios datos recogidos en las investigaciones sobre aprendizaje animal, abrieron la puerta a la psicología cognitiva, que fue a buscar un modelo de la mente en las nuevas tecnologías computacionales, que empezaban a desarrollarse en aquellos años y que de manera tan radical han transformado desde entonces nuestra sociedad, y con ella también nuestra visión de la mente humana. Pero al asumir la metáfora computacional, la nueva psicología cognitiva aceptó un modelo de mente mecanicista (analítica, lógica, racional, ensimismada), entre cuyas virtudes no estaba, desde luego, la capacidad de aprender, de cambiar (como tampoco estaba, y veremos que no es casualidad, la de emocionarse, empatizar, comprender o simplemente moverse, actuar). Como consecuencia, la nueva psicología se aventuró por algunos de los territorios prohibidos durante lo que SIMON (1972) llamó la “glaciación conductista” y comenzó a investigar la memoria, la percepción, la atención o el lenguaje, pero el aprendizaje siguió siendo aún durante varios años territorio prohibido para la psicología cognitiva del procesamiento de información, ya que como luego veremos (ver Capítulo III), al adoptar como unidad de análisis la información, se hacía muy difícil abordar desde ella los problemas del aprendizaje (POZO, 2001, 2003).
Así que hasta los años setenta o comienzos de los ochenta, a pesar de que en el estudio de los procesos psicológicos ya se había impuesto el enfoque del procesamiento de la información, la investigación sobre el aprendizaje seguía siendo un campo de estudio casi exclusivamente conductual. Cuando por fin la propia evolución de los modelos computacionales llevó a las tropas cognitivas a adentrarse en un territorio tan hostil, las nuevas teorías cognitivas del aprendizaje, ancladas al funcionamiento mecanicista de la mente computacional, redujeron paradójicamente el aprendizaje a los mismos procesos asociativos en que se sustentaba el proyecto conductista (POZO, 1989). No en vano la revolución cognitiva se había iniciado como un giro hacia un “conductismo subjetivo” (BRUNER, 1983). De esta forma la psicología cognitiva del procesamiento de información comenzó a aplicar aquellos mismos principios del aprendizaje asociativo conductista a tareas y escenarios más complejos, como el aprendizaje de destrezas, del lenguaje, o la adquisición de reglas y conceptos, dando lugar a un nuevo asociacionismo cognitivo en el que ya no se asociaban estímulos y respuestas sino nodos semánticos, representaciones, pares condición-acción o incluso unidades de información subsimbólicas (por ej., ANDERSON, 1983, 2000; KLAHR, LANGLEY y NECHES, 1997; RUMELHART, MCCLELLAND y Grupo PDP, 1986).
Pero junto a estos nuevos modelos de aprendizaje computacional, se produjo también una recuperación de otras teorías cognitivas clásicas, como las de la Gestalt, PIAGET o VYGOTSKY, que habían sido desplazadas del foco del aprendizaje durante aquella larga glaciación conductista de los procesos cognitivos. Pero si bien estas teorías compartían con el procesamiento de información el supuesto representacional que, como veremos, es lo que caracteriza a todos los enfoques cognitivos (POZO, 2001, RIVIÈRE, 1991), sus posiciones sobre el aprendizaje se distanciaban tanto del procesamiento de información como del conductismo, al asumir procesos de naturaleza constructiva, en los que la reflexión consciente sobre la propia acción —algo fuera del alcance de los dispositivos mecánicos a los que la mente computacional emulaba—, ya fuera individual, o socialmente mediada, constituía el núcleo del cambio cognitivo, que pasaba de ser algo accidental o forzado externamente, para constituirse en el centro de la actividad mental, en la medida en que estas teorías constructivistas del aprendizaje concebían al sujeto psicológico como un organismo en cambio y no como un mecanismo, una máquina estática (POZO, 1989).
De esta forma, el nuevo enfoque cognitivo no restañó las viejas heridas, sino que al contrario ahondó en ellas, pero eso sí cambió el significado de las mismas, ya que como veremos a continuación, a partir de entonces la contraposición ya no fue entre enfoques conductuales y cognitivos, sino entre enfoques constructivos y asociativos, como los que había defendido el conductismo y ahora también el procesamiento de información basado en una máquina de cómputo, que no deja de ser una máquina asociativa (POZO, 1989). Esa sintonía, aparentemente paradójica entre conductismo y procesamiento de información en su mirada sobre el aprendizaje, comenzó a reflejarse a comienzos de los noventa en buena parte de los manuales sobre aprendizaje humano (por ej., DONAHOE y PALMER, 1994; LEAHEY y HARRIS, 1993; MALDONADO, 1998; ROMERO, 1992; SCHUNK, 1991), que manteniendo los contenidos clásicos del aprendizaje conductual (habituación, condicionamiento, programas de reforzamiento, extinción, etc.), incorporaban en una segunda parte, habitualmente yuxtapuesta a la anterior, los nuevos procesos cognitivos estudiados por el procesamiento de información (memoria, atención, incluso solución de problemas). Más que integrar en la teoría y en la intervención las aportaciones del enfoque conductual y cognitivo se agregaron en una simbiosis poco clara, algo parecido a lo que ha sucedido con el llamado enfoque cognitivo-conductual en la intervención terapéutica.
Por tanto, la vieja disociación o escisión en la psicología del aprendizaje humano, lejos de reducirse, se mantiene aún más fuerte, si bien en los últimos tiempos la falla que separa a ambas tradiciones ya no está situada en lo que se aprende —conductas o representaciones— dado que, como vamos a ver de inmediato, incluso en el ámbito del aprendizaje animal se asume hoy en día que se adquiere de representaciones. La diferencia entre ambas tradiciones reside ahora sobre todo en los procesos, en cómo se aprende: bien de forma asociativa, como suponen los modelos conductistas y de procesamiento clásico de información, o bien mediante procesos reflexivos, metacognitivos, dialógicos, dirigidos a la construcción de conocimientos, como asumían PIAGET, VYGOTSKI o la Gestalt, y como hoy en día sostienen buena parte de los enfoques que se acercan al aprendizaje humano desde la perspectiva instruccional, preocupados por la adquisición de conocimientos complejos (por ej. BRANSFORD, BROWN y COKING, 2000; MAYER y ALEXANDER, 2011; SAWYER, 2006).
Más recientemente esta contraposición entre un aprendizaje asociativo, dirigido a captar de forma más o menos realista la estructura correlacional del mundo, qué cosas suceden con cuáles, y un aprendizaje constructivo, que supone ir más allá de esa realidad inmediata, construyendo significados y relaciones que no están en el mundo sino en la mente del aprendiz, ha tomado una nueva orientación en la medida en que la nueva investigación cognitiva y neuropsicológica está mostrando de forma convincente que todo proceso psicológico, desde la percepción o la atención, al aprendizaje, la memoria o el razonamiento, es un proceso constructivo, que no se limita a registrar las propiedades de los objetos, del mundo tal como es, sino a construir esos objetos, ese mundo sobre el que aprende. Como dice CLAXTON (2005), nuestro gato, nuestro perro, o por qué no también nuestra pareja, nuestro profesor o nuestro alumno1, no viven en el mismo mundo que nosotros, ya que han construido otra realidad desde la que perciben, sienten y también aprenden. Ello ha llevado a que la distinción entre aprendizajes asociativos, basados en procesos abajo-arriba que detectan las covariaciones ambientales, y aprendizaje constructivo, mediante procesos arriba-abajo que imponen un orden y significado a nuestras experiencias, se haya reorientado hacia una nueva dualidad, entre aprendizajes implícitos, que “construyen” conductas y representaciones de forma automática, sin pedirnos permiso, y aprendizajes explícitos, en los que por procesos reflexivos o metacognitivos repensamos y reconstruimos nuestras conductas y representaciones de forma intencional y deliberada.
En suma, aunque la brecha entre estas dos formas de aprender ha ido cambiando su denominación de origen, su significado, con la propia evolución de los modelos psicológicos, la Psicología del Aprendizaje Humano vive en una continua disociación, muy similar, por lo que veremos, a la que predica para su sujeto psicológico, un sujeto supuestamente escindido entre dos formas irreconciliables de aprender. Así, dependiendo de en qué laboratorio cayera, el sujeto —o desde hace unos años el participante— de las investigaciones psicológicas aprendía, y sigue aprendiendo, de una u otra forma (conductual o cognitiva, asociativa o constructiva, implícita o explícita). Pero es obvio que si queremos entender la mente humana cuando aprende, y sobre todo si queremos ayudar a superar sus necesidades o deficiencias de aprendizaje por medio de la intervención psicológica, debemos comprender cómo se relacionan ambas formas de aprender, porque probablemente la psicología, en su acercamiento al problema del aprendizaje, viva más disociada o escindida que la propia persona que aprende, en la que esa pluralidad de formas de aprender constituirá en realidad una riqueza, una diversidad de enfoques que bien empleada puede incrementar notablemente su capacidad de afrontar nuevas demandas de aprendizaje, en especial las más complejas, aquellas que, como veremos, requieren adquirir nuevos conocimientos o afrontar procesos de cambio personal. Aunque se han hecho algunos esfuerzos teóricos para fomentar esa integración entre las diversas formas de aprender (por ej., CLAXTON, 1999; ORMORD, 2012; POZO, 1989, 2008; SPITZER, 2002), es necesario superar esa vieja escisión, buscando no solo cómo se complementan ambas formas de aprender sino incluso cómo se exigen mutuamente para lograr un aprendizaje más eficaz (POZO, 2003). Pero antes de intentar esa integración conviene que repasemos de forma un poco más detallada cómo ha ido evolucionando esa disociación y qué soluciones o tratamientos podemos prescribir para superarla.
Del aprendizaje animal (y también humano) al aprendizaje (específicamente) humano
Si bien este texto está centrado en cómo aprendemos las personas, es bien cierto que la investigación desarrollada desde esos diversos modelos que vengo mencionando difiere incluso en los sujetos o participantes sobre los que se estudian dichos procesos. Especialmente en el caso del aprendizaje conductual, pero también en otros modelos de aprendizaje asociativo, las investigaciones y los modelos se han desarrollado sobre todo en laboratorios de aprendizaje animal, donde los experimentos realizados con diferentes especies (ratones, palomas, perros, chimpancés, etc., pero también gusanos, cucarachas o caracoles) han servido para generar leyes o principios del aprendizaje también aplicables a los humanos, ya que, dándole la vuelta al célebre dicho de Terencio (“nada de lo humano nos es ajeno”) en Psicología, y más concretamente en Psicología del Aprendizaje, podemos afirmar que nada de lo animal nos es ajeno. Si el Capítulo III se propone identificar qué hay de específicamente humano en el aprendizaje humano es porque debemos asumir que muchas de las formas de aprender que nos caracterizan, con las que podemos identificar a la mente humana, son compartidas con otras muchas especies, como parte de nuestra historia evolutiva común. Al igual que, según SHUBIN (2008, pág. 1), el “mejor mapa para entender el cuerpo humano son los cuerpos de otros animales” hasta el punto de hablar de nuestro “pez interior”, de esas estructuras corporales que compartimos con los animales acuáticos que son nuestros ancestros y de los que nos “separamos” evolutivamente hace nada menos que 360 millones de años, podemos pensar también que en nuestra mente habitan procesos psicológicos con una muy larga historia evolutiva, entre ellos procesos de aprendizaje, que constituirían nuestra “animalidad mental”. En el Capítulo III me detendré en este proceso evolutivo que hizo no solo posible, sino necesario, que los seres vivos que se desplazaban ya por nuestro planeta dispusieran de procesos para actualizar su fenotipo conductual en respuesta a las nuevas demandas o cambios ambientales a que se veían obligados a enfrentarse. Baste por ahora pensar que si queremos entender qué es específico en el aprendizaje humano debemos asumir antes que las formas más básicas de nuestro aprendizaje deben ser comunes con otras muchas especies. De hecho, los modelos de aprendizaje conductual asumían que esas formas comunes eran la única forma en que las personas podíamos aprender, algo no compartido por todos los estudiosos del aprendizaje.
Del aprendizaje conductual al aprendizaje cognitivo
En su intento de convertir la psicología en una ciencia experimental y alejarla de la introspección y la fenomenología, el conductismo adoptó un modelo reduccionista que excluía todo aquello que no podía ser externamente observado, y con ello dejó fuera del estudio psicológico toda la actividad mental con la que conscientemente nos identificamos como sujetos psicológicos (los recuerdos, las ideas, los sentimientos, los pensamientos). No importaba lo que la persona estuviera sintiendo, pensando o recordando cuando ejecutaba una tarea, sino lo que hacía, sus conductas observables. Aunque sin duda el objetivo era explicar la conducta humana, este reduccionismo favoreció que con el tiempo, por razones metodológicas, la mayor parte de las investigaciones se realizaran con animales en vez de con personas, algo en lo que había ya importantes antecedentes (como los de THORNDIKE o PAVLOV, entre otros) y que era compatible con la firme creencia no solo en la continuidad filogenética sino también en un ambientalismo radical, asumido como parte del credo empirista en el que se sustentaba la empresa conductista, según el cual la conducta de los organismos era un reflejo fiel de las condiciones ambientales a las que estaba expuesto.
Además de otros aprendizajes como la habituación o la sensibilización, entonces llamados preasociativos, se asumía que toda la conducta era el producto de asociar elementos ambientales (estímulos) y conductuales (respuestas), con dos funciones esenciales: 1) predecir los cambios ambientales relevantes para el organismo (condicionamiento clásico), y 2) controlar la ocurrencia de esos cambios ambientales mediante la propia conducta (condicionamiento operante). Cuando los organismos aprendían a asociar entre sí estímulos —por ejemplo cuando un sonido iba seguido de una situación aversiva— podían predecir sucesos relevantes (condicionamiento clásico) y cuando asociaban conductas y consecuencias —cuando una acción permitía evitar un estímulo amenazante— podían controlar la probabilidad de que esos sucesos relevantes ocurrieran (condicionamiento operante). Así, cuando una conducta iba seguida de consecuencias gratificantes se mantenía o reforzaba; cuando era seguida de un castigo o de una condición perjudicial para el organismo se reducía la probabilidad de que volviera a ejecutarse. De esta forma, las conductas y toda la estructura psicológica del sujeto eran seleccionadas por el ambiente, por las consecuencias (SKINNER, 1953), sin necesidad de atribuir al sujeto planes, intenciones ni propósitos subjetivos que guiaran sus acciones. Se pasaba así de una explicación intencional o subjetiva de la conducta a modelos estrictamente causales u objetivos, en los que la conducta, y con ella la psicología de los organismos, quedaba reducida a las condiciones antecedentes observables. De modo análogo a los mecanismos de selección darwiniana que explicaban el origen de las especies, el conductismo estableció los mecanismos de aprendizaje que explicaban el origen y mantenimiento de las conductas y, supuestamente con ellas, el comportamiento de las personas en sus diferentes variantes, como la ansiedad, las emociones, la percepción, el pensamiento (SKINNER, 1953), la adquisición del lenguaje (SKINNER, 1957) e incluso las formas de organización social, la conducta grupal o la religión (SKINNER, 1953, 1971), estableciendo pautas de intervención social, educativa (SKINNER, 1968) y clínica, e incluso una utopía social (SKINNER, 1971; también PRIETO, 1989), que, sin embargo, era más parecida a la pesadilla del Mundo Feliz de HUXLEY que a cualquier paraíso utópico imaginable.
De esta forma, el aprendizaje —los mecanismos asociativos mediante los cuales los organismos detectaban las covariaciones entre cambios ambientales y conductas— se constituía en el proceso psicológico nuclear para dar cuenta de la conducta. Nunca ha ocupado el aprendizaje un lugar tan central en la teoría psicológica como con el conductismo, especialmente en su versión más potente y coherente, que fue sin duda el conductismo skinneriano. No es extraño que a pesar del claro declive del conductismo como teoría psicológica general, en cuyas causas no voy a entrar aquí, perviva aún, como hemos visto antes, una fuerte corriente conductual en la Psicología del Aprendizaje, porque nunca el aprendizaje fue tan importante para toda la psicología como en aquellas décadas de predominio conductista.
No es mi propósito revisar aquí el proyecto conductista ni, como digo, las razones de su declive, sino destacar de qué modo el abandono de las posiciones conductistas más radicales vino acompañado de un acercamiento hacia posiciones cognitivas, pero sin renunciar a aquel proyecto asociacionista en torno al cual se elaboraron las teorías conductuales del aprendizaje y, más adelante, las propias teorías cognitivas basadas en el procesamiento de información. Y en mi opinión, ese declive no vino propiciado tanto por el empuje de la nueva psicología cognitiva del procesamiento de la información como por las propias contradicciones del ambicioso proyecto conductista que, en su esfuerzo por colonizar nuevos territorios psicológicos, había tropezado con serias dificultades para algunos de sus principios teóricos. El edificio conductista no fue derribado desde fuera por una invasión cognitiva —ya que como hemos visto el procesamiento de información se mantuvo durante bastante tiempo alejado de los problemas del aprendizaje— sino por las contradicciones internas que se iban acumulando como consecuencia de sus propias investigaciones (POZO, 1989). En concreto, hay dos principios básicos de las teorías del aprendizaje conductual que comenzaron a resquebrajarse a medida que se acumulaban los datos de la investigación en aprendizaje animal. Esos dos principios, producto de la naturaleza fisicalista del conductismo, de su intento de reducir la psicología a una ciencia objetiva, de hecho una rama de la física (KILLEEN, 1992, POZO, 2003, ver también en el Capítulo III en el análisis de la mente como un sistema físico), son el principio de equipotencialidad y el principio de correspondencia (BOLLES, 1975; POZO, 1989; ROITBLAT, 1987).
De forma sucinta, el principio de equipotencialidad sostiene que las leyes psicológicas del aprendizaje se aplican por igual a todos los organismos, a todos los contextos y a todos los contenidos (estímulos y respuestas), del mismo modo que las leyes físicas se aplican por igual a todos los objetos materiales, ya sean vivos o inertes, verdes o naranjas, grandes o pequeños, y en todas las situaciones y contextos, sea aquí o en Marte, y a todos los intercambios de energía por igual, ya sea en el núcleo ardiente del Sol o en las entrañas de ese Gran Colisionador de Hadrones en el que se intenta replicar un Bing Bang en miniatura. Por consiguiente las leyes o principios del aprendizaje conductual serían igualmente universales y servirían para dar cuenta por igual de cualquier situación en que aprende cualquier organismo. En otras palabras, según este principio todo se aprende igual, mediante los mismos procesos asociativos y según las mismas leyes. Es fácil entender que si uno asume este principio, prefiera investigar el estrés experimentando con ratas encerradas en laberintos en vez de estudiar la conducta de los brókeres o la de los alumnos en época de exámenes. Al inicio de Anna Karenina decía TOLSTOI que “todas las familias felices se parecen, pero las desgraciadas lo son cada una a su manera”. Para el conductismo todos los aprendizajes, felices o infelices, apetitivos o aversivos, sociales o individuales, verbales o procedimentales, animales o humanos, eran iguales, ya que se explicaban por los mismos mecanismos.
Una segunda idea que sostenía el edificio conceptual conductista era el principio de correspondencia, según el cual la conducta, lo aprendido por el organismo en un ambiente dado, es un reflejo fiel y preciso de los cambios estimulares que tienen lugar en ese ambiente. Los aprendizajes y con ellos la estructura psicológica, se corresponden exactamente con la estructura del ambiente a que es sometido ese organismo, siendo las condiciones de ese ambiente las que determinan (o condicionan) la conducta. Como veremos al analizar los sistemas físicos en el Capítulo III, el principio de correspondencia entre conducta y ambiente viene a ser el equivalente psicológico del principio de conservación de la energía. El ambientalismo y el fisicalismo conductistas llevan a asumir que el origen de la conducta está en los cambios físicos o estimulares que se producen en el ambiente, de forma que cualquier cambio de conducta requiere un cambio de las condiciones ambientales, un nuevo condicionamiento. John WATSON, el fundador del conductismo, reclamaba doce niños para hacer de ellos lo que quisiera (abogados, profesores, policías, ladrones, estudiantes de psicología, conductistas radicales, no sé si psicoanalistas lacanianos, etc…). En la utopía —o más bien pesadilla— de Walden Dos (SKINNER, 1948), el control de las formas de organización social y con él del ambiente, clonaba la estructura psicológica de personas felices, equilibradas y todas iguales, en justa aplicación del principio de correspondencia.
¿Un mundo feliz? Más bien felizmente imposible, porque las propias investigaciones de aprendizaje animal vinieron a poner en duda ambos principios, la equipotencialidad o equivalencia de organismos y situaciones de aprendizaje, y la correspondencia entre el ambiente y la conducta (ver POZO, 1989). El primero de esos principios, la equipotencialidad, comenzó a ponerse en entredicho cuando investigaciones realizadas con diferentes especies mostraron con cierta tozudez que no todas aprendían igual en las mismas situaciones. Las célebres investigaciones de GARCÍA y KOELLING (1966) sobre aversiones gustativas, o los trabajos de BRELAND y BRELAND (1961), discípulos de SKINNER, sobre la imposibilidad de establecer ciertas asociaciones arbitrarias o caprichosas con diferentes animales, mostraban que no todos los estímulos podían asociarse entre sí con la misma probabilidad en todas las especies y que los animales tenían disposiciones o “preferencias” a establecer ciertas asociaciones, que difícilmente podían ser explicadas en términos de los parámetros físicos presentes en los ambientes experimentales, como pretendía el fisicalismo conductista.
Según SKINNER el condicionamiento operante consistía en asociar una acción inicialmente arbitraria con una consecuencia relevante para el organismo, lo que, en función del programa de reforzamiento o castigo, modificaba la probabilidad de ocurrencia de esa conducta, que era controlada o seleccionada por el ambiente. Así por ejemplo, SKINNER estudiaba en su famosa caja cómo las palomas aprendían a asociar el picoteo de un disco con la obtención de alimento según diferentes programas controlados externamente, en este caso por el investigador, ya que “las variables de las cuales la conducta humana es función, están en el ambiente” (SKINNER, 1977, pág. 53 de la trad. cast.). Por ejemplo, si al ver un limón experimentamos su sabor según SKINNER “no es porque nosotros asociemos el sabor con la imagen. El sabor y la imagen están asociados en el limón” (ibid., énfasis mío). Así cuando la paloma picotea el disco no es porque tenga “un sustituto interno de las contingencias” (ibid.) sino porque disco y alimento se han asociado a través del condicionamiento. Pero lo cierto es que no es infrecuente encontrarse, paseando por cualquier parque o calle, con palomas que picotean en busca de comida. O bien todas ellas han sido condicionadas por incansables entrenadores conductistas o bien la asociación entre comida y picoteo está en la mente de la paloma (pero no en la de la ardilla que también juega y corretea en busca de comida por el parque). De hecho, las palomas y las ardillas que pueblan nuestros parques, así como las investigaciones antes mencionadas, surgidas del propio proyecto de investigación conductista, muestran, tal como venían sosteniendo los etólogos —que a diferencia de los conductistas estudian a los animales en su entorno natural— que los organismos están “moldeados por la evolución para hacer posible la obtención de energía y explotar fuentes de energía altamente específicas” (LORENZ, 1996, pág. 1). LORENZ, a diferencia del fisicalismo conductista, no entiende el aprendizaje como un proceso de propósitos generales, equipotencial para todos los ambientes y organismos, sino como un conjunto de mecanismos específicos para dar solución a problemas adaptativos igualmente específicos (en el sentido literal de ser propios de cada especie), algo que ha sido avalado por la investigación sobre el aprendizaje asociativo animal, que muestra la especificidad de esos mecanismos (AGUADO, 1990; GALLISTEL, 2000; PEARCE y BOUTON, 2001). Así, para entender la conducta y el aprendizaje, según LORENZ es necesario asumir que está controlada no por los estímulos, por los cambios ambientales, sino por la información que los organismos, en función de su propia historia evolutiva, extraen de esos estímulos, es decir, por “todas aquellas actividades en las que la movilidad y la irritabilidad combinan sus funciones para obtener información y por lo tanto para incrementar la probabilidad de obtener energía de modo inmediato” (LORENZ, 1996, pág. 13).
Las propias investigaciones conductistas habían llevado a la conclusión de que diferentes especies vienen preparadas biológicamente para diferentes aprendizajes (SELIGMAN, 1970), pero sobre todo que los animales no aprenden sobre los cambios físicos que se producen en el ambiente sino sobre la información que esos cambios les proporcionan para aumentar sus probabilidades de sobrevivir y de diseminar sus genes. Esta idea viene a poner en duda el segundo principio, el de correspondencia, puesto que la conducta de los organismos no reflejaría ya la estructura del ambiente sino, en el mejor de los casos, la estructura del ambiente tal como ese organismo lo percibe en función de su valor informativo para él. De hecho, en esa misma época, hacia los años sesenta del siglo pasado, numerosas investigaciones de aprendizaje animal habían comenzado ya a poner en duda ese principio. Tal es el caso de fenómenos experimentales como el bloqueo de KAMIN (1969), que mostró que los animales no aprenden sobre estímulos físicamente presentes que carecen de valor predictivo, por ser redundantes, la irrelevancia aprendida (MACKINTOSH, 1973), una nueva forma del aprendizaje latente de TOLMAN (1932), en la que los animales aprenden sobre ciertos estímulos aunque no estén asociados con ninguna consecuencia relevante, o las investigaciones de RESCORLA (1968) mostrando que los animales no procesan todos los cambios energéticos sino solo aquellos que son informativos, es decir que tienen un valor predictivo. Todos estos estudios ponían en duda que lo que el perro, la rata o la paloma aprendían en ese ambiente experimental tan restringido, por comparación con sus ambientes naturales, reflejara exactamente la estructura del ambiente. Los organismos no aprenderían por tanto sobre los cambios ambientales sino sobre el valor informativo de esos cambios (RESCORLA, 1980), es decir, sobre el grado en que sirven para predecir y/o controlar otros sucesos relevantes. A partir de estas y otras investigaciones, han surgido nuevas teorías del aprendizaje animal basadas, de una u otra forma, en modelos de procesamiento de información (por ej., DICKINSON, 1980; MACKINTOSH, 1983; PEARCE y BOUTON, 2001; RESCORLA y WAGNER, 1972), según los cuales los animales no adquieren conductas sino más bien expectativas de sucesos y conductas (TARPY, 1985). Aprenden a esperar ciertos acontecimientos y es la violación de esa expectativa —o la distancia entre el suceso esperado y el realmente acontecido— la que produce aprendizaje.
Las nuevas teorías del aprendizaje asociativo animal son, por tanto, decididamente cognitivas en su orientación. En palabras de RESCORLA (1985, pág. 37): “las modernas teorías del aprendizaje en organismos infrahumanos se ocupan principalmente de cómo llegan los animales a representarse su mundo de una manera precisa”. De hecho, la investigación sobre el aprendizaje animal ha importado del procesamiento de información buena parte de sus marcos teóricos, de forma que se asume que aprender implica cambiar la información, las representaciones o el conocimiento animal, ya que todos estos términos se usan, como suele suceder también en el procesamiento de información humano, de forma indistinta y, en cualquier caso, equívoca. Más adelante, en el Capítulo III intentaré diferenciar entre algunos de estos conceptos. Pero lo que nos interesa ahora es que el propio devenir de la investigación de aprendizaje conductual con animales vació de sentido la diferenciación entre el acercamiento conductual y cognitivo en el estudio del aprendizaje, al mostrar que no es posible identificar situaciones de aprendizaje que no estén mediadas por representaciones y procesos cognitivos, no ya en humanos, sino en cualquier organismo que como decía LORENZ (1996) se mueve o irrita y que, por tanto, necesita flexibilizar sus acciones, modificar su fenotipo conductual, en suma aprender, para incrementar sus probabilidades de supervivencia.
De esta forma, la distinción entre aprendizaje conductual y cognitivo carece ya de sentido teórico porque todo aprendizaje es por naturaleza cognitivo (una lógica que sin embargo no ha alcanzado a la intervención terapéutica donde se sigue hablando, de forma vaga y vana, de un enfoque cognitivo-conductual, cuando en realidad como veremos a continuación debería hablarse más bien de terapias asociativas o constructivas). La propia evolución teórica del conductismo, a través de autores como HULL que proponían modelos conductuales tan complejos que anticipaban, si no ingresaban plenamente, en la psicología cognitiva (POZO, 2009), refleja esta tendencia. Pero el hecho de que todo aprendizaje esté mediado por procesos y representaciones, no implica que esa mediación cognitiva sea igual en todos los aprendizajes. Surge así una nueva distinción, relevante, para nuestros propósitos, en función de que los procesos que generan el aprendizaje sean de naturaleza asociativa o constructiva.
Del aprendizaje asociativo al aprendizaje constructivo
Según hemos visto, todo organismo o sistema que aprende lo hace procesando información que extrae de los estímulos, tanto externos como internos, y que da lugar a representaciones que necesitan adaptarse a las condiciones de un ambiente variable. Y a ese cambio de representaciones como consecuencia de la interacción con un ambiente dado lo llamamos aprendizaje. Ahora bien si todo aprendizaje —desde la hormiga orientándose en el espacio o el perro que aprende a temer el ruido del motor de un coche, hasta el niño que aprende a escribir su nombre en el teclado de una tablet o el alumno que aprende a diferenciar la memoria episódica de la memoria semántica— requiere procesos cognitivos que transformen esos cambios en los parámetros físicos del mundo externo e interno en información y representaciones, ¿es posible creer que los procesos de aprendizaje cognitivo sean los mismos en todos los casos, que la hormiga, el perro, el niño y el alumno aprendan de la misma forma?
Ya hemos visto que, más allá de sus diferencias en el objeto o en la naturaleza (conductual o cognitiva) de los cambios producidos, tanto el conductismo como el procesamiento de información han venido a coincidir en concebir el aprendizaje como la asociación entre elementos (en un caso estímulos y respuestas, en el otro unidades de información) que tienden a ocurrir juntos (POZO, 1989). Sin embargo hemos visto también que hay otra tradición en el aprendizaje humano, claramente disociada de la anterior y cuyo origen podemos buscar en la psicología europea de entreguerras (PIAGET, VYGOTKSI, la Gestalt), que vincula el aprendizaje a la búsqueda de la comprensión y el significado de esos sucesos y de esos cambios en el ambiente externo e interno. Es dudoso que el perro se pregunte sobre el significado del ruido del motor, simplemente lo asocia a una situación amenazante, de la misma forma que el bebé asocia el olor de su madre a sus momentos más placenteros o que nosotros asociamos la alarma del despertador a nuestros peores momentos. En cambio, tal vez el niño que aprende a escribir su nombre y desde luego el alumno que intenta diferenciar la memoria semántica de la episódica no se limitan a asociar unidades de información sino que buscan establecer relaciones significativas entre esas unidades o elementos.
Aunque hemos visto que no hay una correspondencia exacta entre los objetos del mundo sobre los que aprendemos y nuestra representación de ellos, el aprendizaje asociativo, en la tradición empirista, tendría por función reflejar, aunque sea de modo un tanto distorsionado, la estructura correlacional del mundo, extrayendo u optimizando las regularidades que hay en él, por lo que el aprendizaje tendería a ser un espejo más o menos deformado del mundo, que si bien no reflejaría punto por punto todas sus propiedades, no se correspondería con él, conservaría sus rasgos esenciales. En cambio, el aprendizaje constructivo, también llamado en ocasiones significativo o complejo, tendría por función buscar relaciones o sentidos, que no se limitarían a recoger el orden externo, sino a generar nuevas formas de organización cognitiva, en suma nuevos significados. Según esta concepción, sería el mundo el que reflejaría el conocimiento construido, y no al revés (véase por ej., BRANSFORD, BROWN y COKING, 2000; CARRETERO, 1993; CLAXTON, 1984; POZO, 1989, 2008; SWAYER, 2006). Según la célebre frase del gestaltista KOFFKA, “no vemos el mundo tal como es, sino como somos nosotros”.
Ambas concepciones del aprendizaje, asociativa y constructiva, difieren entre sí no solo en este supuesto epistemológico (realista o empirista frente a constructivista), sino en algunos otros supuestos esenciales para la elaboración de una teoría del aprendizaje, que se recogen en la Tabla 1.1. En general, los modelos de aprendizaje asociativo se basan en un enfoque elementista, analítico, que descompone cualquier ambiente en un conjunto de elementos asociados entre sí con distinta probabilidad. Los procesos de aprendizaje asociativo consistirían esencialmente en cómputos estadísticos de la probabilidad de ocurrencia conjunta de sucesos o unidades de información y el estudio del aprendizaje se centraría en identificar las reglas y principios que rigen esos cómputos y las restricciones con las que se aplican a determinados contextos (CHENG y HOLYOAK, 1995; DICKINSON, 1980; PEARCE, 2011; PEARCE y BOUTON, 2001; SHANKS, 2010). Al asumir un modelo mecanicista, los cambios provendrían de fuera del sistema, como resulta obvio en un computador, pero también en los animales tal como los estudiaban los conductistas, que administraban refuerzos arbitrarios, es decir, no necesariamente relacionados —desde el punto de vista del organismo y su historia evolutiva— con la conducta que debía aprenderse sino meramente asociados a ella, para promover aprendizajes igualmente arbitrarios. De esta manera lo aprendido carece de significado o valor cualitativo propio, de modo que el aprendizaje se mide por el grado o la fuerza de asociación entre los elementos.
Tabla 1.1. Principales diferencias entre los enfoques asociativo y constructivo (POZO, 1989)
Asociacionismo
Constructivismo
Unidad de análisis
Elementos
Estructuras
Sujeto
Reproductivo
Estático
Productivo
Dinámico
Sistema
Mecanismo
Organismo
Origen del cambio
Externo
Interno
Naturaleza del cambio
Cuantitativa
Cualitativa
Aprendizaje por
Asociación
Reestructuración
En cambio, las teorías constructivistas asumen un enfoque más holista, organicista y estructuralista, de modo que vinculan el aprendizaje al significado que el organismo atribuye a los ambientes a los que se enfrenta, en función de su pasado evolutivo y de las estructuras cognitivas y conceptuales desde las que interpreta ese ambiente. Los organismos, como consecuencia de su historia tanto evolutiva como personal, de su trayectoria vital, están en continua evolución, sometidos a procesos de cambio, internamente regulados, uno de los cuales es el aprendizaje, que no se origina fuera del sistema, del organismo, sino que es parte inherente al funcionamiento de su estructura psicológica. Además, según esta visión estructuralista lo importante son las relaciones entre los elementos que componen la estructura, no la mera yuxtaposición de esos elementos. El todo es algo más que la suma de las partes que lo componen, una idea recogida no solo por la Gestalt, sino también por PIAGET en su idea del cambio cognitivo como una transición entre estructuras o formas de pensamiento, o por el propio VYGOTSKI cuando decía que con los procesos mentales sucede igual que con una molécula de agua, que tiene propiedades distintas de las unidades de hidrógeno y oxígeno que lo componen. En este enfoque el aprendizaje es un proceso de construcción personal, en la medida en que son esas estructuras, desde las que se perciben, se filtran o asimilan los objetos y los sucesos, las que proveen de significado a la experiencia. En el enfoque constructivista, sujeto y objeto se construyen mutuamente, de modo que no es solo que la representación que el sujeto tiene del mundo sea una construcción personal, sino que, a su vez, cada persona se construye a partir de las representaciones que elabora en su interacción con diferentes mundos y objetos, de tal modo que las estructuras cognitivas desde las que nos representamos el mundo son, en buena medida, el resultado de ese proceso de aprendizaje constructivo. No construimos solo los objetos, el mundo que vemos, sino también la mirada con la que lo vemos. Nos construimos también a nosotros mismos en cuanto personas o agentes de conocimiento a medida que aprendemos.