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George Orwell, seudónimo de Eric Arthur Blair nació en Motihari, –una colonia británica de la India el 25 de junio de 1903– y falleció en Londres el 21 de enero de 1950. Fue un escritor y periodista, cuya obra lleva la marca de las experiencias vividas por el autor. Orwell es uno de los ensayistas en lengua inglesa más destacados del siglo XX, y más conocido por dos novelas críticas: Rebelión en la granja, y 1984, ficciones en las que describió un nuevo tipo de sociedad, controlada totalitariamente por métodos burocráticos y políticos. Ambas se enmarcan en el género de la literatura utópica o de sátira de las instituciones.
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Seitenzahl: 151
REBELIÓN EN LA GRANJA George Orwell Traducción: Francisco Díaz Klaassen Editorial Forja General Bari 234, Providencia, Santiago de Chile Fonos: +56-2-24153230 - 24153208www.editorialforja.clinfo@editorialforja.clwww.elatico.cl Primera edición: noviembre, 2019.
Prohibida su reproducción total o parcial. Derechos reservados.
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o trasmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor. Registro de Propiedad Intelectual: Nº 195 901 ISBN: 9789563384611 eISBN: 9789563387414
El señor Jones, de la Granja Manor, había cerrado los gallineros por la noche, pero estaba demasiado borracho como para acordarse de cerrar las ventanillas. Con el haz de luz de la linterna bailando de un lado a otro, avanzó a tumbos por el patio, se quitó las botas de un sacudón ante la puerta trasera, se sirvió un último vaso de cerveza del barril en el fregadero, y se las arregló para llegar a su cama, donde la señora Jones ya estaba roncando.
Apenas se hubieron apagado las luces del dormitorio, se sintió un revuelo y una agitación alrededor de toda la granja. Se había corrido la voz durante el día de que el Viejo Mayor, el cerdo galardonado, había tenido un extraño sueño durante la noche anterior y deseaba contárselo a los demás animales. Se había acordado que, apenas saliera de escena el señor Jones, se reunirían todos en el granero principal. El Viejo Mayor (así le llamaban siempre, a pesar de que el nombre con el cual había sido exhibido era Belleza Willingdon) estaba tan bien considerado en la granja, que todos estaban dispuestos a perder una hora de sueño para escuchar lo que tuviera que decir.
A un costado del granero principal, sobre una especie de plataforma elevada, Mayor ya se encontraba apoltronado en su cama de paja, debajo de una linterna que colgaba de una viga. Tenía doce años de edad y últimamente se había vuelto más bien corpulento, pero seguía siendo un cerdo de apariencia majestuosa, con un aire sabio y benevolente, a pesar de que sus colmillos nunca habían sido cortados. Pronto los otros animales empezaron a llegar y a acomodarse de acuerdo a sus respectivas maneras. Primero aparecieron los tres perros, Bluebell, Jessi y Pincher, y luego los cerdos, que se instalaron sin demora en la paja, frente a la plataforma. Las gallinas se posaron en el alféizar de las ventanas, las palomas revolotearon hacia las vigas, las ovejas y las vacas se tendieron detrás de los cerdos y comenzaron a rumiar. Los dos caballos de tiro, Boxer y Clover, llegaron juntos, caminando muy lentamente y posando con gran cuidado sus vastos cascos peludos, no fuera a ser que hubiera un animal pequeño oculto entre la paja. Clover era una yegua robusta y de aspecto maternal, cercana a la mediana edad, que no había vuelto a recuperar su figura después de su cuarto potrillo. Boxer era un caballo enorme, una bestia de unos dieciocho palmos de altura y tan fuerte como dos caballos comunes juntos. Una línea blanca que le cruzaba el hocico de arriba abajo le daba una apariencia algo estúpida, y, de hecho, no era de una inteligencia superior, aunque sí respetado universalmente, por su firmeza de carácter y tremendo poder de trabajo.
Después de los caballos vinieron Muriel, la cabra blanca, y Benjamín, el burro. Benjamín era el animal más viejo de la granja, y el con peor temperamento. Rara vez hablaba y, cuando lo hacía, generalmente era para hacer alguna observación cínica; solía decir, por ejemplo, que Dios le había dado una cola para espantar a las moscas, pero que él hubiera preferido no tener ni cola ni moscas alrededor. Era el único entre los animales de la granja que jamás reía. Si se le preguntaba por qué, contestaba que nunca veía nada que lo invitara a hacerlo. Sin embargo, sin admitirlo abiertamente, sentía afecto por Boxer; los dos solían pasar los domingos juntos en el pequeño prado detrás de la huerta, pastoreando hombro a hombro, sin hablarse.
Los dos caballos recién se habían echado cuando una nidada de patitos que habían perdido a su madre entró al granero, piando débilmente y deambulado de un lado a otro, buscando un lugar donde no fueran a ser pisados. Clover formó una especie de pared alrededor de ellos con su gran pata delantera, y los patitos anidaron debajo de ella y rápidamente se quedaron dormidos. A última hora, Mollie, la bella y tonta yegua blanca que tiraba del coche del señor Jones, entró delicada y refinadamente, mascando un terrón de azúcar. Se colocó delante, coqueteando con su nívea crin a fin de atraer la atención hacia los moños rojos con que había sido trenzada. La última en aparecer fue la gata, que buscó, como de costumbre, el lugar más cálido, acomodándose finalmente entre Boxer y Clover; allí ronroneó a gusto durante el desarrollo del discurso de Mayor, sin oír una sola palabra de lo que este decía.
Ya estaban presentes todos los animales, excepto Moses, el cuervo amaestrado, que dormía sobre una percha detrás de la puerta trasera. Cuando Mayor vio que todos se habían acomodado y esperaban atentos, aclaró su garganta y comenzó:
—Camaradas: ya han escuchado acerca del extraño sueño que tuve anoche. Pero les hablaré del sueño más tarde. Primero, tengo otra cosa que decirles. No creo que esté con ustedes muchos meses más, camaradas, y, antes de morir. siento que es mi deber traspasarles la sabiduría que he adquirido. He tenido una larga vida, he tenido mucho tiempo para pensar mientras he estado a solas en mi pocilga, y creo que puedo decir que entiendo la naturaleza de la vida en esta tierra tan bien como cualquier otro animal viviente. Es sobre esto que deseo hablarles.
’Veamos, camaradas, ¿cuál es la naturaleza de esta vida nuestra? Aceptémoslo: nuestras vidas son miserables, laboriosas y cortas. Nacemos, nos dan apenas la comida necesaria para mantener el aire en nuestros cuerpos y, aquellos de nosotros que somos capaces de trabajar, nos vemos forzados a hacerlo hasta agotar el último átomo de nuestra fuerza; y en el momento en que dejamos de ser útiles, somos carneados con horrible crueldad. Ningún animal en Inglaterra conoce el significado de la felicidad o el ocio desde que cumplió un año de edad. Ningún animal en Inglaterra es libre. La vida de un animal equivale a miseria y esclavitud: esa es la pura verdad.
’Pero, ¿es esto simplemente parte del orden de la naturaleza? ¿Es debido a que esta tierra nuestra es tan pobre que no puede permitirle una vida decente a aquellos que moran en ella? No, camaradas, ¡mil veces no! La tierra de Inglaterra es fértil, su clima es bueno, es capaz de proveer comida en abundancia a un número mucho mayor de animales que los que la habitan ahora. Solamente nuestra granja podría mantener una docena de caballos, veinte vacas, cientos de ovejas: y todos ellos viviendo bajo una comodidad y dignidad que están ahora prácticamente fuera del alcance de nuestra imaginación. ¿Por qué, entonces, continuamos viviendo en esta condición miserable? Porque prácticamente la totalidad del fruto de nuestro trabajo nos es robado por los seres humanos. Ahí está la respuesta a todos nuestros problemas, camaradas. Se resume en una sola palabra: Hombre. El Hombre es el único enemigo real que tenemos. Sáquenlo de escena y la causa originaria del hambre y el exceso de trabajo será abolida para siempre.
’El hombre es la única criatura que consume sin producir. No da leche, no pone huevos, es demasiado débil para tirar del arado, no es capaz de correr lo suficientemente rápido para atrapar conejos. Y, sin embargo, es el señor de todos los animales. Los pone a trabajar, les devuelve el mínimo necesario para que no mueran de hambre, y el resto se lo queda para sí. Nuestro trabajo labra la tierra, nuestro estiércol la fertiliza y, aun así, ninguno de nosotros posee más que su pellejo. Ustedes, vacas, que veo frente a mí, ¿cuántos miles de galones de leche han dado durante este último año? Y, ¿qué ha pasado con esa leche, que tendría que haber sido usada para criar terneros robustos? Cada gota ha bajado por las gargantas de nuestros enemigos. Y ustedes, gallinas, ¿cuántos huevos han puesto en el último año, y cuántos de esos huevos han engendrado pollitos? El resto ha ido a parar al mercado para producir dinero para Jones y sus hombres. Y tú, Clover, ¿dónde están esos cuatro potrillos que tuviste, que tendrían que haber sido el soporte y placer de tu vejez? Todos fueron vendidos al año: no volverás a ver a ninguno de ellos. A cambio de tus cuatro criaturas y tu trabajo en los campos, ¿qué has llegado a tener, además de tus escuetas raciones y una casilla de establo?
’E incluso a las miserables vidas que hemos llevado no les permiten alcanzar su ciclo natural. Por mí no me quejo, pues soy uno de los afortunados. Tengo doce años y he tenido más de cuatrocientos hijos. Tal es la vida normal de un cerdo. Pero, al final, ningún animal se libra del cruel cuchillo. Ustedes, cerdos jóvenes, que están sentados delante de mí, cada uno de ustedes chillará hasta la muerte dentro de un año. A tal horror todos hemos de llegar: vacas, cerdos, gallinas, ovejas, todos. Ni siquiera los caballos y los perros tienen mejor destino. Tú, Boxer, el mismo día en que esos grandes músculos tuyos pierdan su poder, Jones te venderá al descuartizador, que te cortará el pescuezo y te hervirá para los perros de caza. En cuanto a los perros, cuando envejecen y pierden los dientes, Jones les ata un ladrillo alrededor de sus cuellos y los ahoga en la laguna más cercana.
’¿No resulta claro como el agua, camaradas, que todos los males de esta vida nuestra derivan de la tiranía de los seres humanos? Al deshacerse del Hombre, el producto de nuestro trabajo sería nuestro. Casi de la noche a la mañana podríamos volvernos ricos y libres. ¿Qué debemos hacer, entonces? Pues trabajar, noche y día, con cuerpo y alma, ¡para derrocar a la raza humana! Ese es mi mensaje a ustedes, camaradas: ¡Rebelión! Desconozco cuándo llegará esa Rebelión, podría ser en una semana o en cien años, pero sé, tan seguro como veo esta paja debajo de mis patas, que tarde o temprano se hará justicia. ¡Fijen la vista en eso, camaradas, durante los pocos años que les quedan de vida! Y, sobre todo, pasen mi mensaje a aquellos que vengan después de ustedes, de manera que las futuras generaciones prosigan la lucha hasta alcanzar la victoria.
’Y recuerden, camaradas, que su resolución no debe jamás flaquear. Ningún argumento debe descarriarlos. No escuchen nunca cuando les digan que el Hombre y los animales tienen un interés común, que la prosperidad de uno es la prosperidad de los otros. Son todas mentiras. El Hombre no sirve a los intereses de ninguna criatura, exceptuando los suyos. Y que haya entre nosotros, los animales, una perfecta unidad, una perfecta camaradería en la lucha. Todos los hombres son enemigos. Todos los animales son camaradas.
En ese momento hubo un tremendo alboroto. Mientras Mayor hablaba, cuatro grandes ratas habían salido de sus agujeros y estaban sentadas en sus cuartos traseros, escuchándolo. Los perros las habían divisado repentinamente y fue tan solo debido a una rápida carrera hacia sus agujeros que las ratas salvaron sus vidas. Mayor levantó su pata para imponer silencio.
—Camaradas —dijo—, aquí hay un punto que debe ser resuelto. Las criaturas salvajes, como las ratas y los conejos, ¿son nuestros amigos o nuestros enemigos? Sometámoslo a votación. Propongo esta pregunta para la asamblea: ¿Son las ratas camaradas?
La votación se hizo de inmediato, y se acordó por una mayoría abrumadora que las ratas eran camaradas. Hubo solo cuatro disidentes: los tres perros y la gata, que después se descubrió que había votado para ambos lados. Mayor continuó:
—Tengo poco más que decirles. Simplemente les repito que recuerden siempre su deber de enemistad hacia el Hombre y sus maneras. Lo que ande sobre dos piernas es un enemigo. Lo que ande sobre cuatro, o tenga alas, es un amigo. Y recuerden, también, que al luchar contra el Hombre, no debemos llegar a parecernos a él. Incluso cuando lo hayan vencido, no adopten sus vicios. Ningún animal debe vivir jamás en una casa, o dormir en una cama, o usar ropas, o beber alcohol, o fumar tabaco, o tocar dinero, o involucrarse en el comercio. Todos los hábitos del Hombre son malos. Y, sobre todo, ningún animal debe tiranizar jamás a sus semejantes. Débiles o fuertes, inteligentes o simples, somos todos hermanos. Ningún animal debe matar jamás a otro animal. Todos los animales son iguales.
’Y ahora, camaradas, les contaré acerca de mi sueño de anoche. No puedo describirles ese sueño a ustedes. Fue un sueño sobre cómo será la Tierra cuando el Hombre haya desaparecido. Pero me recordó a algo que había olvidado hacía tiempo. Muchos años atrás, cuando era un pequeño lechón, mi madre y las otras cerdas solían cantar una vieja canción, de la cual tan solo conocían la tonada y las tres primeras palabras. Yo había aprendido esa canción en mi infancia, pero hacía mucho tiempo que la había olvidado. Anoche, sin embargo, volvió a mí en mi sueño. Y, aún más, las palabras de la canción también volvieron: palabras que, estoy seguro, fueron cantadas por los animales de épocas pasadas y luego olvidadas durante generaciones. Les cantaré esa canción ahora, camaradas. Soy viejo y mi voz es ronca, pero cuando les haya enseñado la melodía, podrán cantarla mejor por su cuenta. Se llama Bestias de Inglaterra.
El Viejo Mayor carraspeó y empezó a cantar. Como había dicho, su voz era ronca, pero la cantó lo suficientemente bien, y era una melodía conmovedora, algo a medio camino entre Clementine y La cucaracha. La letra decía así:
Bestias de Inglaterra, bestias de Irlanda,
bestias de todas las tierras y climas,
presten atención a mis alegres noticias
del dorado tiempo futuro.
Tarde o temprano el día llegará,
el Hombre tirano será derrocado
y los provechosos campos de Inglaterra
solo por las bestias serán hollados.
Abandonarán nuestros hocicos los anillos,
los arneses nuestros lomos,
el freno y la espuela para siempre se oxidarán,
y los látigos crueles más no sonarán.
Riquezas más allá de la imaginación,
trigo y cebada, avena y heno,
trébol, porotos y remolacha
serán nuestros aquel día.
Los campos de Inglaterra brillarán con más fuerza,
sus aguas serán más puras,
su brisa soplará más suave,
en el día que nos hará libres.
Por aquel día todos hemos de trabajar,
aunque hayamos de morir antes de que llegue;
vacas y caballos, gansos y pavos,
todos han de trabajar duro por la libertad.
Bestias de Inglaterra, bestias de Irlanda,
bestias de todas las tierras y climas,
presten atención a mis alegres noticias
del dorado tiempo futuro.
El canto de esta canción volcó a los animales a un estado de desenfrenada excitación. Casi antes de que Mayor hubiese concluido, habían empezado a cantarla por su cuenta. Incluso los más estúpidos de ellos ya habían retenido la melodía y algunas de las palabras, mientras que los más astutos, como los cerdos y los perros, ya habían memorizado la canción completa en pocos minutos. Y entonces, después de un par de intentos preliminares, la granja al unísono rompió a cantar Bestias de Inglaterra. Las vacas la mugieron, los perros la aullaron, las ovejas la balaron, los caballos la relincharon, los patos la graznaron. Tan encantados estaban con la canción, que la cantaron de corrido cinco veces, y podrían haber continuado cantándola toda la noche si no se hubieran visto interrumpidos.
Desafortunadamente, el alboroto despertó al señor Jones, que saltó de la cama dando por sentado que había un zorro en el patio. Tomó la escopeta que siempre permanecía en un rincón de su dormitorio, y descargó un tiro a la oscuridad. Los perdigones se enterraron en la pared del granero y la asamblea se levantó apresuradamente. Todos huyeron hacia sus lugares de reposo. Los pájaros saltaron a sus perchas, los animales se posaron en la paja, y la granja entera estaba durmiendo en un momento.
Tres noches después, el Viejo Mayor murió apaciblemente mientras dormía. Su cuerpo fue enterrado al pie de la huerta.
Esto fue a principios de marzo. Durante los próximos tres meses hubo mucha actividad secreta. El discurso de Mayor les había dado una visión completamente distinta de la vida a los animales más inteligentes de la granja. No sabían cuándo tendría lugar la Rebelión predicha por Mayor, no tenían razones para creer que sería durante el transcurso de sus vidas, pero vieron claramente que era su deber prepararse para ella. El trabajo de enseñar y organizar a los otros cayó, naturalmente, sobre los cerdos, que eran por lo general reconocidos como los más astutos entre los animales. Preeminentes entre los cerdos eran dos jóvenes verracos, llamados Snowball y Napoleón, a quienes el señor Jones estaba criando para vender. Napoleón era un verraco grande, de aspecto más bien fiero. El único Berkshire de la granja, no era muy hablador, pero tenía fama de salirse con la suya. Snowball era más sagaz que Napoleón, rápido de habla y con más inventiva, pero se le consideraba más débil de carácter. Todos los otros cerdos machos de la granja eran muy jóvenes. El más conocido dentro de ellos era un pequeño y gordo cerdo llamado Squealer, de mejillas muy redondas, ojos chispeantes, movimientos ligeros y una voz chillona. Era un orador brillante y, cuando estaba defendiendo algún punto difícil, tenía una forma de saltar de lado a lado y menear la cola que resultaba de alguna manera muy persuasiva. Los otros decían de Squealer que era capaz de volver lo negro a blanco.