Reino dividido - Joelle Charbonneau - E-Book

Reino dividido E-Book

Joelle Charbonneau

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Beschreibung

Quién mejor para encontrar tu debilidad que el comparte tu sangre. Los gemelos Carys y Andreus no estaban destinados a gobernar Eden. Con su hermano mayor en la línea de sucesión al trono, el futuro del reino estaba seguro. Pero las apariencias –y los rivales– pueden ser engañosas. Cuando el rey y el príncipe heredero son asesinados, Eden necesita desesperadamente un monarca, pero la línea de sucesión ya no está clara. Con un consejo gobernante conspirando para obtener poder, Carys y Andreus se deberán enfrentar con una sola opción: participar en un Juicio de Sucesión que determinará cuál de ellos es merecedor de la corona. Como hermana y hermano, Carys y Andreus han mantenido sus secretos a salvo de la corte siempre, así como los monstruos que acechan en las montañas. Pero el Juicio de Sucesión pondrá a prueba los lazos de confianza y familia. Con su país y sus corazones divididos, ellos van a descubrir lo que son capaces de hacer para conseguir la corona. ¿Cuánto tiempo puede pasar antes de que la sospecha se arraigue y la sed de poder lleve a la traición?

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Índice de contenido

Portadilla

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Agradecimientos

REINO DIVIDIDO

JOELLE CHARBONNEAU

Charbonneau, Joelle

Reino dividido / Joelle Charbonneau. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Del Nuevo Extremo, 2018.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga

Traducción de: Karina Benitez.

ISBN 978-987-609-735-2

1. Narrativa Infantil y Juvenil. I. Benitez, Karina, trad. II. Título.

CDD 813

© 2017, Joelle Charbonneau

© 2018, Editorial Del Nuevo Extremo S.A.

A. J. Carranza 1852 (C1414COV) Buenos Aires Argentina

Tel / Fax (54 11) 4773-3228

e-mail: [email protected]

www.delnuevoextremo.com

Imagen editorial: Marta Cánovas

Traducción: Karina Benítez

Corrección: Mónica Piacentini

Diseño de tapa: @WOLFCODE

Diagramación interior: Dumas Bookmakers

Primera edición en formato digital: agosto de 2018

ISBN 978-987-609-735-2

Digitalización: Proyecto451

Reservados todos los derechos.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

Hecho el depósito que marca la ley 11.723

Para mi hijo, Max, que hace sonreír a mi corazón.

Definitivamente, tú no eres la oscuridad.

1

La libertad era un mito.

El hermano de Carys, Andreus, no lo veía así. Él decía que una persona podía sentirse libre incluso rodeada de muros.

Carys amaba a su hermano gemelo, pero él estaba equivocado. La libertad era una ilusión. Provocaba y prometía mucho, pero siempre se mantenía fuera de alcance.

Cuando eran jóvenes, su hermano amaba señalar a las mujeres llevando bandejas de pan por una de las plazas de la ciudad o a los hijos de los plebeyos persiguiéndose unos a otros, mientras sus risotadas resonaban a lo largo de los angostos callejones. Todos ellos estaban rodeados de muros y, aun así, eran felices. Los muros los mantenían a salvo. Los muros los hacían sentir fuertes y seguros. Eso, argumentaba, era la libertad.

Mientras se sentaban en las almenas, él hacía bocetos de diseños para un nuevo molino de viento, mientras ella observaba practicar a los guardias, que incorporaban consejos sobre cómo ayudar a Andreus a mejorar su destreza en combate.

Aquellos que vivían en el pueblo debajo del Palacio de los Vientos no entendían que el peligro podía llegar con apariencias diferentes. No solo en forma de oscuridad, o viento, o de los Xhelozi que cazaban en los meses fríos. Esos eran peligros que se podían ver. Se podían anticipar. Se podían vencer. Las enormes rocas grises que se levantaban en el perímetro del pueblo mantenían alejados a esos miedos. Las rocas blancas que bordeaban el terreno del castillo muy por encima de la planicie brindaban doble seguridad a los poderosos y a aquellos bajo su protección. Pero los muros eran un arma de doble filo. Aunque hacían retroceder los peligros de afuera, mantenían adentro las cosas que hacían que Carys deseara otro tipo de vida. Uno que no le exigiera esconder todo lo que ella era realmente.

Carys apoyó la mano en el tronco del Árbol de las Virtudes e inclinó la cabeza pretendiendo pedirle algún tipo de bendición u otra cosa, como hacían las niñas cuando querían un esposo o un bebé o una linda cinta para el cabello.

Qué ingenuas. Pensaban que el árbol, como los muros, era un símbolo de seguridad y bendición. Cómo algo plantado en el medio del pueblo para conmemorar la masacre de toda una familia real simbolizaba algo positivo, superaba la comprensión de Carys. Por supuesto, en Eden, era solo la familia de Carys la que debía preocuparse por ese final. Todo dependía del punto de vista.

Cumplido el deber de tímida feminidad, Carys giró hacia los guardias reales:

—Vamos.

Mantuvo los ojos en sus espaldas mientras caminaba, sin mirar a la izquierda ni a la derecha. Sin encontrarse con los ojos de aquellos que se inclinaban o hacían reverencias al reconocerla.

Las calles bajo sus pies pronto serían pavimentadas de blanco para combinar con las paredes del castillo. Había sido orden de su padre. Él decía que el blanco demostraría que los habitantes de la ciudad eran tan virtuosos como aquellos que vivían arriba. Insistía con que el trabajo comenzaría una vez que terminara la guerra. Carys suponía que el Consejo de Élderes encontraría la manera de evitar que los caballos ensuciaran el blanco de esas rocas. Una tarea apropiada para personas tan virtuosas como el excremento animal.

Vislumbró su destino y apuró el paso hacia la tienda del sastre, ubicada en la plaza en el extremo oeste.

—Esperen afuera —ordenó a los guardias mientras se dirigía hacia la puerta.

—¿Por cuánto tiempo será usted, Su Alteza? —preguntó el guardia con pecas en la cara.

Carys se dio vuelta y lo miró fijamente por un largo rato. Lo observó mientras la cara del guardia se sonrojaba, haciendo que las pecas casi se le salieran de la piel. Carys tenía ese efecto en las personas. Le causaría gracia, si esa incomodidad no fuera tan evidente.

Cuando la mano del guardia comenzó a temblar, ella respondió:

—Lo seré el tiempo exacto que sea necesario, ni un segundo más. Y si vuelve a cuestionarme, me aseguraré de que su comandante le enseñe el valor de mantener la boca cerrada.

—Claro, Su Alteza. —El guardia tragó saliva y miró al suelo—. Le pido disculpas si la ofendí, Alteza.

Las disculpas eran un comienzo. Si ella fuese la madre de él, también sería su final. Pero no era la madre. Solo podía esperar que él recordara este momento. Si él aprendía de este momento vergonzoso, podría tener una oportunidad de sobrevivir más allá de los muros blancos. Si no, lo único que le quedaría era culparse a sí mismo.

Levantándose la falda, Carys abandonó los últimos rayos de sol, al entrar a la tienda del sastre, y cerró la puerta. Apenas se trabó el pestillo, Carys oyó una voz familiar:

—Bienvenida, Princesa Carys. La estábamos esperando.

Carys sonrió. Se sentía relajada con la calidez del saludo y del fuego que crujía en la chimenea, en la otra punta de la habitación de piedra. Una gran masa de pelo rubio oscuro estaba enroscada en forma de bola cerca del fuego. La bola de pelos abrió los ojos, parpadeó dos veces y volvió a dormirse. Nada de reverencias ni poses de parte de los felinos. No tenían enemigos de quienes vengarse, ni poder que acumular, ni intereses familiares que proteger; por lo tanto, tenían poca necesidad de congraciarse con alguien. ¿Por qué tendrían tanta suerte los gatos?

Saludó con la cabeza al hombre delgado como un junco, que, erguido en toda la extensión de su altura, apenas le llegaba a la punta de la nariz. Las líneas dibujadas en su rostro eran más profundas que la última vez que lo había visto. Con la guerra, la vida se había hecho más difícil en la Ciudad de los Jardines.

—Buenhombre Marcus —dijo con cariño—. Gracias por aceptar mi pedido tan rápido.

Ambos se dieron vuelta ante el sonido de pasos golpeteando las escaleras. Carys apenas tuvo tiempo de prepararse antes de que Larkin la rodeara con los brazos y la apretara fuerte.

—Hija. —La voz de Buenhombre Marcus era clara—. Te olvidas. Ya no son niñas.

—Qué lástima porque éramos tan adorables cuando éramos pequeñas. ¿No, Su Alteza?

Larkin retrocedió, sacudió la gran cantidad de largos rulos negros encrespados, y rio de la manera en que Carys a menudo deseaba poder hacerlo.

—La realeza siempre se esfuerza por mantener la solemnidad —respondió Carys con sinceridad fingida—, lo que significa que estamos demasiado controlados como para ser llamados adorables en algún momento.

—Estoy segura de que se veía muy solemne el día en que se cayó sobre esa pila de estiércol de caballo, Su Alteza —dijo Larkin, con una profunda reverencia.

Carys rio. ¿Cómo podía no hacerlo?

—No me hubiese caído, si no me hubieses empujado.

—No la empujé a usted —dijo Larkin—. Iba a darle al Príncipe Andreus un empujón bien merecido. Usted, Princesa, simplemente obstruyó mi camino.

Los ojos de Buenhombre Marcus parpadearon nerviosamente ante las travesuras de su hija. Carys recordaba bien esa mirada de los días cuando él llevaba a Larkin al palacio para que lo ayudara con las pruebas de los vestidos de la corte. Estaba tan entusiasmada y llena de energía para sujetar con cuidado los dobladillos con alfileres y desplegar rollos de seda que, por lo general, terminaba sintiendo la mano de su padre antes de ser ubicada en una esquina para esperar a que él completara su trabajo. Una esquina fue donde Andreus la encontró y la rescató.

Al principio, Carys no le habló a la niña llorosa con mejillas llenas de lágrimas. Incluso a los cinco años, le habían dicho a Carys, una y otra vez, que debía evitar hablar con extraños, para proteger a su hermano de cualquiera que pudiera acercarse lo suficiente como para saber aquello que debía mantenerse oculto. Ya en ese momento comprendía su deber: acallar los rumores en el Salón de las Virtudes e interponerse frente a aquellos que harían cualquier cosa para sacar a su familia del poder.

Pero Andreus nunca prestó atención a las reglas, y nunca podría ignorar a un niño angustiado. Ni ahora, ni entonces tampoco. Y se rehusó a abandonar a la niña con hoyuelos y cabello oscuro que lloraba en un rincón del castillo. No hubo razones que hicieran que Andreus desistiera de la misión de liberar a Larkin de su castigo. Ese fue el comienzo de la amistad. Fue la primera vez que Carys confió en alguien que no fuera su gemelo. También fue la última.

Durante varios meses, la reina ponía mala cara cada vez que divisaba a Larkin riendo en los salones del castillo, pero, cuando Andreus andaba cerca, su madre nunca decía nada relacionado con los peligros de los de afuera. Se reservaba esos comentarios para cuando estaba a solas con Carys. Ella afirmaba que Larkin sería usada en contra de ellos. Quizás, incluso, lastimada por otros que deseaban hacer daño al rey y a su familia. Carys recibió la orden de dejar morir esa amistad. Para cuando llegó el invierno, Andreus había encontrado un nuevo amigo que rescatar y había olvidado a Larkin. Carys juró hacer lo mismo.

Mintió. Era una mentira pequeña en comparación con todas las otras, pero ella siempre la había sentido como una victoria. Incluso las victorias pequeñas eran significativas en el medio de una guerra de toda la vida.

—Larkin —dijo Carys con suavidad—, quizás deberíamos concentrarnos en mi pedido en lugar de preocupar a tu padre sobre acontecimientos que ya pasaron.

—Por supuesto, Alteza —dijo Larkin en voz alta con una breve reverencia a toda prisa—. Por aquí.

Larkin se dirigió hacia los escalones de piedra que llevaban al segundo piso. Mientras Carys la seguía, Buenhombre Marcus carraspeó y dijo:

—Le pido disculpas por mi hija, Su Alteza.

Carys se detuvo en la cima de los escalones de piedra. Se dio vuelta para mirar al padre de Larkin mientras él retorcía un trozo de cáñamo entre las manos. Un hombre que amaba a su hija. Un hombre que vivía la vida con una virtud que nadie en el castillo podría llegar a comprender.

—No tienes nada por qué disculparte, Buenhombre.

Carys atravesó la entrada en la cima de las escaleras. Larkin cerró la puerta, se dio vuelta y apoyó las manos en las caderas con el ceño fruncido.

—Ahora que hemos convencido a Padre de que aún somos niñas risueñas sin un solo pensamiento de verdad en la cabeza, dime qué ocurre. Estás preocupada.

—¿Acaso no sabes que está mal visto decirle a una dama que se ve malhumorada?

—Tú nunca has sido una dama convencional.

¿Y no era ese el meollo del problema?

—Mi madre te encerraría en la torre por decir eso.

—Los cumplidos llegan de diferentes maneras, Alteza; en especial, afuera de los muros blancos del castillo. Las damas son aburridas. Ya está prescrito qué deben hacer en cada situación. Dios, apenas si son personas. —Larkin caminó hacia un gran armario y abrió las puertas para dejar a la vista diversos vestidos—. Estuve cociendo durante varias noches para completar el pedido especial que hiciste. Pruébatelos.

Larkin escogió el vestido más importante primero.

Sin prestar atención a los interrogantes en los ojos de Larkin, Carys dejó que su amiga le ajustara el corsé, como si la sola intención trazara curvas de la nada. Pero por mucho que Larkin lo intentara, Carys nunca iba a ser voluptuosa y delicada. Sus líneas eras toscas, por dentro y por fuera. Aun así, el vestido le quedaba como anillo al dedo. Su madre valoraría eso.

Carys estaba más preocupada por lo que le había pedido a Larkin que agregara al vestido. Los compartimentos estaban escondidos en las uniones, imposibles de divisar incluso para quien supiera que existían. Larkin era hábil e ingeniosa.

Carys deslizó las manos en los bolsillos y sonrió.

—Extra profundos, revestidos de cuero, cada uno con una vaina incorporada, tal como fue solicitado. —Larkin hizo una pausa y miró a Carys durante varios segundos. Carys sabía que su amiga esperaba que ella le explicara, pero no dijo nada, y Larkin la comprendía lo suficiente como para limitarse a inclinar la cabeza y dirigirse hacia la mesa cerca de la ventana. Se dio vuelta con un estilete de hierro entre las manos—. Para que lo revise mi dama.

—¿De dónde sacaste eso? —susurró Carys, mirando hacia la puerta—.

—No tema, Su Alteza. —Larkin volvió a sonreír—. Es de Padre. No lo ha usado en años y dudo que sepa dónde lo vio por última vez. Sin embargo, yo sí, y me pareció que un pedido de la realeza era motivo suficiente y apropiado para tomarlo prestado. Lo devolveré al cajón lleno de polvo donde estaba, luego de que te vayas.

El mango era menos complejo y la hoja inferior a la de aquellos que Carys había pedido a su gemelo que encargara hacía dos años. Ninguna princesa podía encargar armas al herrero del castillo, a menos que quisiera que el resto de la corte y el Consejo se enteraran y comenzaran a hacer preguntas. Y preguntas era lo último que necesitaban Carys o su hermano.

Carys palpó el interior del bolsillo hasta la abertura de la vaina, luego practicó deslizar la hoja en la funda oculta y volverla a sacar. En los primeros tres intentos, se le quedó atascada en el tejido. En el cuarto, pudo sacarla sin problemas. Con una hora de práctica, sería capaz de desenvainar y blandir el arma con rapidez y sin dificultad. Saber eso hacía que el nudo de ansiedad que tenía anclado en lo profundo del estómago se aflojara un poco. Se había acrecentado con el correr de las semanas, como si intentara prevenirla de “algo”. Cuando le comentó su inquietud a Andreus, él le respondió que ella se asustaba muy fácilmente y que no debía buscar problemas donde no los había.

Tal vez, sí estaba paranoica, pero le gustaba tener las armas cerca. Con tan poco podía controlar; era bueno tener el mando sobre eso y saber que nadie, ni siquiera su hermano, conocía su secreto. Para sobrevivir en el castillo, una niña necesitaba tener todos los secretos posibles.

Carys vio de reojo que Larkin acercaba un palito a la pequeña chimenea. Cuando la punta estuvo en llamas, comenzó a encender velas a lo largo de la habitación para ahuyentar las sombras que comenzaban a extenderse.

—¿Hay alguna razón por la que no usas las luces del techo? —preguntó Carys.

A cada tienda del pueblo se le había adjudicado una parte de la energía generada por los molinos, que se encontraban en lo alto de las torres del castillo. Siete molinos gigantes que representaban las siete virtudes del reino y el poder que ejercían aquellos que se guiaban por esas virtudes.

El poder. Se hacía presente de muchas maneras: haciendo funcionar las luces, manejando el agua, dando a algunas personas una posición más elevada, sentenciando a otras a muerte. En Eden, aquel que controlaba el viento era quien tenía el poder.

—La luz de la vela no es tan molesta como la del techo. —Larkin miró hacia la ventana, luego terminó de encender la última vela antes de tirar el palito al fuego—. ¿Continuamos con el próximo vestido, Su Alteza?

—Larkin, ¿de qué no me enteré? —preguntó Carys, mientras su amiga se mantenía ocupada en el armario. Larkin siempre cambiaba de tema cuando estaba escondiendo algo. El problema se volvió aún mayor cuando apartó la mirada, y ahora Larkin tenía a Carys justo detrás de ella—. Larkin, dime. ¿Hay algún problema con las luces?

Su amiga se dio vuelta con un suspiro.

—La gente anda diciendo que, en las últimas semanas, el viento no fue lo suficientemente fuerte como se esperaba, Alteza, y es por eso que no hay tanta energía. La escasez ha provocado un poco de tensión.

—Tensión— nunca era una buena palabra cuando estaba relacionada con asuntos del rey. Cuando había tensión, había problemas.

Carys se movió hacia la ventana y observó los molinos del palacio. Las estructuras gigantes se asomaban por encima de los muros blancos y atravesaban el cielo cada vez más oscuro del fondo. El sonido que hacían cuando giraban era el acompañamiento de la vida en la Ciudad de los Jardines. Carys podía oír el resonar de las vibraciones ahora, pero ¿era posible que las aspas se estuvieran moviendo más lentas que antes? Andreus podría responderle. Él había convertido el estudio de los molinos y la energía que generaban en el trabajo de su vida. El orbe, la luz situada encima de la torre más alta del palacio, fue diseñado por él. Se suponía que la luz daba la bienvenida a todo aquel que deseaba aportar su talento para fortalecer el reino, y prometía seguridad bajo su resplandor, porque las cosas que se ocultaban en la oscuridad nunca podrían triunfar si había una luz potenciada por el honor que las hiciera retroceder.

Su gemelo había ayudado a levantar la última luz, aunque sabía que ni el orbe más brillante podía eliminar la oscuridad por completo, por más grande que fuera la esfera o por más fuerte que giraran los molinos.

Andreus sabría si había un problema con la generación de energía. Sin el conocimiento de su hermano, todo lo que podía decir Carys era que los pasillos y los grandes salones del palacio aún seguían iluminados como siempre, gracias a la energía eólica. Y no tenía importancia. La falta de luz en el palacio causaría pocas molestias, en cambio aquí abajo, en la ciudad, traería problemas mucho mayores.

—¿Dónde hay mayor tensión? —El vestido hizo el sonido de un susurro cuando Carys giró y quedó de espaldas a la ventana.

—Algunos molineros expresaron su malestar, pero Padre les ha dado algo de nuestra parte de la energía. Eso ayudó a acallar las voces más ruidosas. —Larkin ayudó a Carys a sacarse el vestido formal y a ponerse el próximo—. Pero aún hay murmullos, y esos murmullos se están volviendo más fuertes cada día.

— ¿Qué murmullan, Larkin?

Larkin se mordió el labio y suspiró.

—Dicen que está llegando el frío. Los días se están volviendo más cortos y los Xhelozi se van a despertar para salir a cazar, si es que ya no terminaron de hibernar. La gente está haciendo ofrendas al antiguo santuario para que los vientos sigan soplando, en especial ahora que tenemos tan pocos guardias para cuidar los muros si hay un ataque.

—Pensé que la mayoría de la gente evitaba el santuario. —El primer adivino que tuvo Eden había ordenado construirlo para que los habitantes tuvieran un lugar donde recurrir directamente a los Dioses en tiempos de lucha; y así lo hicieron, hasta hacía cinco años. Un ciclón había aparecido sobre el castillo, y aunque el adivino había hecho retroceder el túnel de viento a las montañas, advirtió que los vientos fatales habían llegado en respuesta a un pedido descuidado en el lugar sagrado. Luego de eso, la gente común se mantuvo alejada. Solo los más afligidos tenían el impulso de visitar la arboleda en el límite de la ciudad.

—Y lo evitaron, Alteza —Larkin suspiró—. Pero eso fue antes, cuando el antiguo adivino estaba vivo y había suficiente energía eólica en la ciudad. La nueva adivina es agradable, pero la gente se pregunta cómo alguien que, de aspecto pareciera que se volara con el viento, puede llegar a tener el poder para controlarlo. Aquellos que visitan el santuario dicen que tratan de enviarle fuerza.

—¿Y qué dicen los que no visitan el santuario?

—Dicen que tu familia y el Consejo nos pusieron a todos en peligro al nombrar a Lady Imogen como la adivina de Eden. Se preguntan si tu familia realmente quiere mantener Eden a salvo.

Carys se puso tensa.

—¿Se refieren a los bastianos?

—No que yo sepa —le aseguró Larkin—. Un nuevo adivino de seguro pone nervioso al pueblo, en especial cuando se acerca la primera época de frío, pero aquellos con los que he hablado confían en que el Príncipe Micah mantendrá el reino seguro. Saben que no estaría planeando casarse con Lady Imogen si no estuviera convencido de sus habilidades. Las cosas se van a calmar una vez que estén casados y vuelvan los meses cálidos.

Carys forzó una sonrisa.

—Seguro tienes razón. Valoro tu opinión sobre esto.

Larkin miró a Carys.

—Pero si no te molesta que pregunte, Alteza, ¿cuál es tu opinión sobre la adivina? Lo que todos en la ciudad saben con certeza es que ella es joven y agradable.

En las sombras movedizas a la luz de las velas, Carys se probó el próximo traje. Con cuidado de no encontrarse con la mirada fija de Larkin, se imaginó al oráculo de ojos oscuros que se movía a lo largo del castillo tan silencioso como un fantasma, pero que parecía que estaba en todos lados y todo lo veía.

—Ella es… inteligente —comentó Carys. Y no era mentira. En rara ocasión, Imogen hablaba de otros temas que no fueran el viento y las estrellas; su futura hermana mostraba amplio conocimiento sobre la historia del reino y el funcionamiento interno del castillo.

—Y es dedicada —agregó Carys. En los últimos seis meses desde que la adivina había sido convocada por la Cofradía a la corte, Imogen había pasado varias horas por día en las almenas, tanto para meditar con las estrellas como para consultar a los Maestros a cargo de los molinos.

—Mi padre y el Consejo creen que Lady Imogen tiene un gran poder.

—No pregunté qué piensan ellos, Alteza. —Larkin ajustó el corsé del vestido color ladrillo con blanco—. Pregunté qué piensas tú.

Carys se encogió de hombros y volvió a mirar el espejo. El cabello largo y pálido le brillaba como si fuera casi plateado, en la luz en movimiento.

—No he pasado tiempo suficiente a solas con Imogen como para conocerla bien. —O confiar en ella—.

—¿Andreus ha pasado mucho tiempo con ella?

Carys miró fijamente a su amiga.

—¿Por qué preguntas por Andreus? ¿Ha habido rumores en la ciudad acerca de ellos dos?

El estudio de Andreus sobre los molinos era casi tan conocido por la gente del reino como lo era su otro hobby.

Larkin retrocedió.

—No quise ofenderte, Alteza. No ha habido rumores sobre Lord Andreus y Lady Imogen. Solamente sobre lo rápido que ella ha cautivado al Príncipe Micah.

Carys respiró con alivio. Su gemelo no era conocido por tener muchos límites cuando se trataba de mujeres atractivas, y muchas de las mujeres con las que se cruzaba parecían tener incluso menos límites que él. Mientras ella hacía todo lo posible por defender a su hermano, había algunas cosas de las que no podía protegerlo: de él mismo, principalmente.

Larkin la miró como si quisiera decir algo más, pero luego sacudió la cabeza y, en cambio, preguntó sobre los detalles de la próxima boda. Carys estaba feliz de cambiar de tema de conversación y pasar a hablar de las ceremonias, bailes y competencias que se llevarían a cabo en honor a la pareja real bajo el resplandor del orbe de Eden. Con el frío que se avecinaba y los gastos de la guerra que se volvían inminentes, el Consejo de Élderes había sugerido que las festividades se mantuvieran dentro de los muros del castillo. El padre de Carys había estado de acuerdo con el Consejo, pero Micah se rehusó a aceptar la decisión, dado que todos en el reino se enterarían de la ausencia del entretenimiento típico. Especularían sobre la solidez del apoyo del Consejo al Príncipe Heredero y su prometida, o sobre si lo descendientes de la exiliada Casa de los Bastianos era la verdadera elección de los élderes para el trono.

Carys entendía la preocupación de su hermano mayor. Solo los rumores podían ser causa suficiente para provocar una nueva competencia por la corona, en especial con una guerra que disminuía cada vez más la cantidad de guardias. Así que esperó el momento apropiado, hasta que lo encontró solo en su habitación, y expuso su plan para ampliar los festejos.

—Debes decirle a Padre que se te ha acercado gente que está segura de que la falta de festejos significa que estamos perdiendo la guerra. Que algunos de tus amigos afirman que oyeron a sus padres decir que una celebración de boda más pequeña de lo normal es la señal para los grandes lores de que deben huir de la ciudad.

—¿Quieres que el pueblo piense que estamos perdiendo la guerra?

—No. —El pueblo pensaba eso de todas maneras—. Quiero que Padre crea que el poco apoyo a tu boda de su parte es una confirmación para el pueblo de que Eden está perdiendo la guerra. Él y el Consejo se verán obligados a realizar la celebración más grande que se haya visto en siglos, para probar que confían en que ganaremos. Y una vez que todos vean la generosidad desplegada en la competencia de tu boda, van a desear con ansias que llegues al reino. Harás que se sientan seguros en sus hogares y ganarás su lealtad, todo de una vez.

A Carys le llevó solamente un día oír los rumores sobre lo que significaba para el reino la falta de ceremonia y suntuosidad, y otro día para la proclamación de un torneo festivo, una feria callejera y un baile que se llevarían a cabo para celebrar la boda. La construcción de los desafíos del torneo comenzó casi inmediatamente en el campo de competencia a unos cuatro kilómetros de los muros de la Ciudad de los Jardines. Se esperaba que estuvieran terminados para cuando Micah y Padre regresaran de revisar los campos de batalla en el sur.

El sol se había puesto para cuando el último vestido había sido ajustado. Carys caminó hacia la ventana y observó el cielo mientras Larkin guardaba los trajes.

—Los días son mucho más cortos ahora que el otoño está llegando a su fin.

—Todos los agricultores creen que, este año, caerá más nieve de lo normal. Si es así, la gente estará doblemente agradecida por el recuerdo de los festejos de la boda. Tendrán historias para contar en días demasiado duros y peligrosos como para arriesgarse a salir. —Larkin cerró las puertas del armario y se dio vuelta—. Solo desearía poder estar aquí para verlo.

—La boda es en cinco semanas —dijo Carys—. Seguramente tú y tu padre estarán en la ciudad. ¿No será demasiado tarde para que salgas de viaje por encargos para entonces?

Las habilidades de Buenhombre Marcus eran, a menudo, requeridas por los lores y las damas de todos los fuertes de Eden, y Larkin, ahora igual de habilidosa, lo acompañaba. Carys envidiaba esa cercanía, y la libertad que tenían para hacer lo que les parecía sin tener que estar siempre en guardia. Pero Buenhombre Marcus se ocupaba de mantenerse cerca de la Ciudad de los Jardines en los meses de invierno; era inteligente para hacerlo. Los Xhelozi, que cada año eran más, eran feroces, y el invierno era la estación en que cazaban.

Larkin sonrió.

—Sí, es tarde para viajar por trabajo, pero no demasiado tarde para viajar a mi nuevo hogar.

Todo en el interior de Carys se paralizó.

—¿Nuevo… hogar?

Larkin se miró las manos.

—No sabía cómo decírtelo. Conocí a alguien. Su nombre es Zylan; es un vendedor de pieles cuya familia vive en Acetia a la sombra de la ciudadela. Y, bueno… —Levantó la vista con una sonrisa tímida—. Estoy comprometida.

—Comprometida. ¿Te vas a ir?

Además de Andreus, Larkin era su única amiga verdadera. Y ahora se iba a Acetia, el distrito de Eden más alejado del orbe del palacio, para casarse y vivir una vida propia. Una vida con responsabilidades elegidas por ella y no impuestas por estrategias o circunstancias de nacimiento. Una vida sin lugar para aquellos con sed de poder.

—¿Es esto lo que deseas hacer? —Por dentro, todo se le revolvía. Las velas y el fuego de la chimenea titilaban—. Si tu padre está insistiendo para que te cases, yo podría interceder en tu nombre. Puedo explicarle que todavía eres joven y quieres esperar.

—Soy cuatro meses mayor que tú, Alteza. Zylan es un buen hombre. Dijo que desde el momento en que nos conocimos, supo que nos casaríamos. Se preocupa por mí.

—Claro que sí. —Carys parpadeó para controlar el escozor de las lágrimas. Llorar era una debilidad que no podía permitirse. Ni siquiera por una amiga—. Eres una de las mejores personas que he conocido. Él no merecería casarse contigo si no viera eso. ¿Cuándo planeas casarte?

—En el solsticio de invierno. Hasta entonces, viviré con la familia de la hermana de Zylan. Padre cree que debemos viajar cuanto antes, ya que los días se están volviendo más cortos. Dice que nos vendrá bien a Zylan y a mí pasar varias semanas juntos para conocernos mejor antes de la ceremonia. Yo creo que él espera que cambie de idea, así no tiene que cocinarse él mismo.

—Pero no lo harás.

Cuando Larkin se decidía, casi nunca cambiaba de idea. Y una vez que entregaba su corazón incondicional, nunca lo pedía de vuelta. Lo había demostrado una y otra vez a lo largo de los años.

Larkin apoyó una mano en el brazo de Carys.

—Sé que, cuando lo conozcas, vas a entender por qué tengo que irme. También lo vas a querer.

Quizás. Pero Carys también lo odiaría por llevarse a su amiga.

Nunca había deseado tanto algo como poder ir a Acetia también, al menos para asistir a la boda de Larkin. Pero no le sería posible. La gente hablaría si Carys salía de la ciudad. Se darían cuenta de lo importante que era Larkin para ella. El regalo de boda de Carys para Larkin tendría que ser dejarla ir sin la amenaza de la oscuridad persiguiéndola. Tal vez entonces, Larkin podría ser libre por las dos.

—Espero que fuertes vientos guíen tus pasos, aunque voy a extrañarte mucho. —Carys rodeó con los brazos a su amiga, deseando poder estar feliz. En cambio, sentía un vacío.

—Si tan solo pudieras estar conmigo —sugirió Larkin, con una risa que no tapaba sus lágrimas—. Imagina el problema que causaríamos.

Por un minuto, Carys se permitió imaginar: al fin poder ser ella misma y hacer uso de sus habilidades sin que nadie la juzgara. ¿Cómo sería lograr hacer algo que ella quería sin recurrir a estrategias o engaños? ¿Quién sería ella entonces?

Quería descubrirlo, más que ninguna otra cosa, pero en cambio, dijo:

—No creo que el mundo esté preparado para los problemas que causaríamos juntas.

Larkin sonrió con melancolía.

—Bueno, tal vez algún día. Nunca se sabe cómo van a soplar los vientos, Su Alteza.

—Tal vez —dijo, aunque ella sí sabía.

Su vida idealista y tan admirada estaba justo aquí, en la Ciudad de los Jardines. Mientras Andreus la necesitara para guardar sus secretos y mantenerlos alejados de todo mal, algún día no sería posible.

2

—Casi listo —avisó Andreus mientras cambiaba de lado.

Podía sentir al líder de los Maestros de la Luz respirando detrás de él. Si bien no se oponía a tener la respiración caliente de alguien en la nuca, prefería que esa persona estuviera envuelta en el aroma de un perfume y usara faldas en lugar de apestar a grasa y sudor.

Pronto, se dijo a sí mismo mientras ajustaba el mango de la tenaza de hierro en su mano helada. Tendría que haber pensado en usar guantes, pero el sol había estado cálido más temprano a pesar del frío del viento. Ahora, el viento había empezado a soplar mucho más fuerte y Andreus estaba dispuesto a buscar algún lugar agradable donde calentarse.

—Las mejoras estarán listas para probarse en una vuelta más —comentó.

Sí. Con eso bastaba. Aun así, probó una vez más con la tenaza para asegurarse de que el tornillo estuviera ajustado antes de dejar caer la herramienta al suelo y levantarse.

Mientras se sacudía las manos en los pantalones, se dio vuelta e hizo un gesto con la cabeza al Maestro Triden, quien se había acercado a la base del molino, junto a las palancas de control.

—Cuando guste, Maestro.

Andreus se apoyó contra las almenas blancas y fingió no contener la respiración cuando el Maestro Triden accionó el interruptor cerrando el circuito eléctrico que Andreus acababa de mejorar. Si había hecho todo bien, los faros del muro ya debían estar alumbrando contra el cielo nocturno cada vez más oscuro. Si no, su padre nunca le dejaría saber cómo había terminado.

“Eres un príncipe, no un trabajador común. Actúa como tal.

Deberías parecerte un poco más a tu hermano.

Si estuvieras menos distraído, los Maestros de la Luz no estarían teniendo estos problemas con la energía en los muros”.

—¡Funciona! —gritó un aprendiz medio colgado sobre las almenas—. ¡Todas las luces están alumbrando, incluso con más fuerza que antes!

Los otros aprendices vitoreaban mientras Andreus se alejaba del muro blanco y caminaba hacia los tres Maestros amontonados sobre el panel de control.

—¿Cómo se ve? —preguntó.

El Maestro Triden se dio vuelta y sonrió, dejando a la vista el diente roto de adelante.

—Los medidores muestran menos pérdida de energía desde esta línea. Vamos a hacer que los muchachos controlen todas las medidas de energía durante toda la semana que viene. Si este diseño sigue demostrando ser superior, como espero que lo sea, Príncipe Andreus, comenzaremos el proceso de reemplazo de todos. Con un poco de suerte, este invierno no habrá apagones y el reino tendrá que agradecerte. El rey estará satisfecho.

Andreus se rio burlonamente. Rara vez el rey estaba satisfecho con un hijo que pasaba más tiempo estudiando los molinos que blandiendo una espada.

—Creo que todos estaremos satisfechos si la Ciudad de los Jardines atraviesa el invierno sin ningún ataque.

—El Consejo, nuestra adivina, y el rey sabrán del éxito de tu trabajo en mi próximo informe, al igual que todos en la ciudad. Tu trabajo para mantener a la Ciudad de los Jardines, y al resto de Eden, a salvo te hace tan héroe como el Príncipe Micah que se encuentra luchando en los campos de batalla.

Claro que no. Andreus debía estar con Micah y su padre, consiguiendo la gloria en el campo de batalla. Si la muerte fuera lo único por temer, él estaría ahí, sin duda. Pero revelar su secreto era mucho más aterrador.

El Maestro Triden hizo una reverencia y se dio vuelta para gritar unas órdenes a los aprendices. Las ráfagas de viento hicieron que Andreus se ajustara más la capa alrededor del cuerpo mientras giraba y se dirigía hacia la escalera de la torre más cercana. El viento era fuerte y constante. Estaba bajando la temperatura. Ahora que había tenido éxito, quería llegar a su próxima cita, que no solo estaba alejada del frío, sino que también, si la dama cumplía su palabra, iba a darle mucho calor.

Aun así, con el frío que hacía, Andreus se detuvo antes de llegar a la puerta de la torre y caminó hacia el muro para observar la ciudad a los lejos. El resplandor de los faros era suave a esta hora del día, pero pronto crearían un boceto radiante de la ciudad en expansión. Era esta luz la que mantenía a las decenas de miles de personas de abajo a salvo de los Xhelozi, que pronto saldrían a cazar.

Nada mal para un día de trabajo.

Andreus, sonriendo, salió de la luz que se debilitaba y bajó corriendo las escaleras mientras trataba de decidir si debía lavarse antes de ver a la encantadora Lady Mirabella o si ella encontraría atractivas las manchas de grasa de sus manos. Se olió la túnica y giró bruscamente en el salón hacia el sector privado de la familia real en el castillo. No era nada sexy oler a lata oxidada. Un baño rápido, ropa limpia, y…

—Príncipe Andreus —una voz suave lo llamó desde atrás—. Disculpe, Su Alteza, pero la reina me envió a buscarlo.

Andreus suspiró, luego se dio vuelta y le regaló a la dama de compañía preferida de su madre su sonrisa más encantadora.

—Lady Therese, espero que mi madre no sea la única razón por la que me buscas. Porque, definitivamente, la reina no es la razón por la que estoy feliz de verte.

El vestido que Lady Therese llevaba puesto resaltaba las caderas redondeadas, y el escote bajo le permitía dar un vistazo a sus otros atributos. Desde que había llegado a la corte hacía dos meses, la joven viuda se las había arreglado para evadir su interés, incluso había rechazado la propuesta de conocer de cerca el orbe de Eden. Al principio, fue irritante; pero debía admitir que su negativa daba lugar a un cambio de rutina interesante. Tener una corona le implicaba, la mayoría de las veces, no tener que perseguir a su presa.

—Estoy aquí, a pedido de la reina, Su Alteza. Su madre necesita hablar con usted. —Lady Therese se inclinó en reverencia y bajó la mirada.

—¿Te dijo mi madre sobre qué necesita hablar?

Lady Therese sacudió la cabeza.

—Solamente dijo que es urgente.

La reina pensaba que hablar sobre el menú del desayuno era urgente. Dios nos libre si él se salteaba una comida y llegaba a marearse.

—Dile a mi madre que buscaste por todos lados y no pudiste encontrarme dentro del castillo.

Los ojos azules de Lady Therese se abrieron ampliamente.

—¿Desea que mienta?

Sí. Él les gustaba más a las mujeres cuando no decía la verdad.

—¿Podría pedirte que traiciones a tu propia conciencia por mí? —Hizo una reverencia burlona. Una chispa de diversión se encendió en las facciones de ella y él respondió con una sonrisa—. Si te das vuelta y yo desaparezco repentinamente, podrás regresar con mi madre y decirle la pura verdad.

Sus palabras le arrancaron una risa por lo bajo a Therese.

—¿No cree que ella se dará cuenta del engaño?

—Claro que se dará cuenta. También dará por sentado que hice uso del carisma que ella me enseñó para distraerte. Créeme, la reina no te castigará por algo que es, en esencia, su culpa.

—Es incorregible, Su Alteza.

Andreus acortó la distancia entre ellos y bajó la voz, así ella debía inclinarse para oír sus palabras.

—Y tú eres cautivadora cuando sonríes.

Más cerca ahora. Tan cerca que la tela de la manga de ella rozaba la ropa de él.

—Ambos hemos lidiado con los asuntos urgentes de mi madre lo suficiente como para saber que cualquier problema que ella tenga puede esperar. Y como se supone que tú estás revisando el castillo para encontrarme, mi madre no esperará que regreses enseguida. Podríamos… pasar un rato juntos. —De pronto, el olor a óxido y grasa no parecía tan desagradable.

—¿Y arriesgarme a que la reina se enoje?

Andreus sonrió y deslizó un dedo por la mano de Therese.

—Lo que mi madre no sabe, no puede enojarla.

Cliché, pero los clichés existían por algo. Levantó la mano de Therese para besarla y se sorprendió cuando ella se la sacó.

—Me temo que tengo otros planes, Alteza. Pero quédese tranquilo; primero, le voy a avisar a la reina que usted recibió el mensaje. Lo estará esperando.

Dicho eso, Therese se dio vuelta y desapareció de la sala, dejando a Andreus en un suspiro ante el bamboleo de sus caderas y el mal cálculo que había hecho. La mayoría de las mujeres del castillo estaban felices de cumplir sus órdenes. Estaba claro que Therese era diferente. Él la admiraba, aunque también la maldecía por hacer que tuviese que ir a lidiar con su madre.

Giró en la esquina y divisó, a la distancia, al Jefe Élder Cestrum. El canoso consejero puso su garra de hierro sobre el brazo de Élder Ulrich mientras hablaban frente a la entrada de la sala de audiencias del Consejo. Rápidamente, Andreus giró, se levantó la capucha de la capa, y se dirigió al salón a la izquierda. Estaba más que dispuesto a tomar el camino largo a fin de evitar al Jefe Élder.

Si bien Andreus estaba agradecido a Élder Cestrum por haber convencido a su padre de permitirle trabajar con los Maestros de la Luz, Andreus no era estúpido. El Consejo no hacía nada de puro buenos que eran.

Tal vez si las cosas fueran diferentes, él sería como los otros en la corte que negociaban favores y enfrentaban a las personas entre sí para ganar poder. Pero su secreto debía permanecer tal cual estaba. Así que había intentado hacer saber al pueblo lo poco que su padre se preocupaba por su hijo real más joven, y le creyeron. Era la única explicación que entendían sobre por qué un príncipe estaba siempre trabajando entre los plebeyos con sus herramientas oxidadas.

Carys sí seguía el juego, principalmente por él, así ella podía distraer a las personas de mirar con demasiada atención o hacer preguntas que él no podía responder. Desde que el Consejo lo había ayudado con su pedido de trabajar con los Maestros, a ella le había preocupado que el Jefe Élder comenzara a pedir favores. Andreus esperaba que Carys se equivocara. Quedar atrapado entre su padre y el Consejo le resultaba bastante incómodo.

Decidido a no cruzarse con nadie más con quien no quisiera hablar, Andreus se escondió en uno de los pasillos traseros que solo usaban los sirvientes. Criados y sirvientas se inclinaban y hacían reverencias mientras él atravesaba apurado las áreas del castillo iluminadas por antorchas, donde ya no se brindaba energía. Su padre creía que, en tiempos de guerra, no había beneficio alguno en utilizar los recursos del viento para iluminar áreas por las que la mayoría de lores y damas nunca pensarían andar.

—Príncipe Andreus.

Andreus se encogió. Luego sonrió cuando reconoció al pequeño niño que se acercaba, con un florero con jazmines de invierno.

—¡Max! ¿Cómo te sientes?

—Me siento bien, Su Alteza. —El niño dio un salto y casi se le cae el florero. Cuando se enderezó, le sonrió a Andreus con sus dientes separados—. El remedio que me preparó la señora Jillian me mejoró la respiración. Tiene gusto feo, pero ella dice que debo seguir tomándolo.

—Escucha a la señora Jillian —le aconsejó Andreus.

La mujer era irritable, pero cuando se trataba de curar, ella sabía lo que hacía y siempre salía corriendo cuando Andreus la mandaba a llamar. También era discreta, lo que era igual de valioso.

—Lo haré, Príncipe Andreus. Necesito crecer fuerte si voy a ser un Maestro de la Luz como usted. —Antes de que Andreus pudiera corregirlo acerca de su posición como Maestro, Max continuó—. La prueba que estaba haciendo salió bien, ¿no? Yo quería ir a verlo por mí mismo, pero Lady Yasmie me tuvo ocupado con muchas tareas. Recién cuando me pidió que fuera a buscar estas flores pude mirar la ciudad por una ventana. Las luces están encendidas. ¡Resplandecientes como el sol! Eso significa que funcionó, ¿verdad?

El niño tomó aire y Andreus rio.

—Sí, funcionó. Si sigue funcionando, los Maestros de la Luz van a cambiar todo el sistema. Con algo de suerte, este invierno no habrá ninguna parte del muro de la ciudad que permanezca a oscuras cuando sea de noche.

Max suspiró y dio una patada al suelo con su bota recién hecha.

—Cómo me hubiese gustado poder verlo hoy, Príncipe Andreus.

—¿Qué te parece si te llevo a las almenas, así puedes verlo por ti mismo?

—¿De verdad? Eso sería… —Le cambió la cara cuando miró hacia abajo, y vio el florero que tenía en las manos—. Tengo que llevarle estas flores a Lady Yasmie ahora o mi trasero quedará lleno de brea.

—Avísame cuando Lady Yasmie y sus amigos te den un momento libre. —Andreus cortó un racimo de pequeñas flores amarillas y le indicó—: Y coméntale que el Príncipe Andreus dijo que las flores son pálidas en belleza comparadas con ella.

Max frunció el ceño.

—¿A las mujeres realmente les gusta que les diga esa clase de tonterías?

Andreus recordó cuando él y Lady Yasmie pasaron el día en su habitación apenas unas semanas antes.

—Sí, Max. Realmente les gusta. Ahora, apúrate y no seas tan insolente. No quiero que te echen del castillo al poco tiempo de que te hice entrar.

—No se preocupe, Su Alteza. —Y con una reverencia por la mitad, el niño se perdió en el salón, casi atropellando a dos sirvientas muy jóvenes que doblaban la esquina. Lo que sea que Max les haya dicho hizo sonrojar a una de las niñas. Andreus rio. Fue una lección rápida. Bien. Max necesitaría de ingenio si quería tener éxito en el castillo. El niño miró rápidamente para atrás hacia Andreus, le regaló un saludo alegre y se fue.

Costaba creer que Max había estado tirado en la tierra, apenas respirando, hacía unas pocas semanas. Andreus lo había distinguido cuando regresaba cabalgando de revisar la instalación eléctrica en los muros exteriores de la ciudad. El niño estaba casi azul bajo tanta mugre, cuando la señora Jillian puso sus manos sobre él.

A pesar del cuidado que ella le brindó, y su obvia recuperación, su familia no lo quería de vuelta. Cada vez que le faltaba el aire, creían que estaba poseído por demonios. Si creían en algo así, había vociferado Andreus, entonces no merecían tenerlo con ellos. Con o sin problemas de respiración, Max serviría en el castillo como paje. Cuando fuera lo suficientemente mayor, podría servir como escudero de Andreus. Él se aseguraría de que el niño tuviera un lugar, tal como su madre y hermana se aseguraron de que Andreus mantuviera el suyo, a pesar de su secreto. Era lo justo.

Para cuando Andreus logró trepar la angosta escalera de los sirvientes hasta el tercer piso y alcanzar la puerta de dos hojas del solar de sus padres, ya estaba sin aliento. Se recostó contra el muro por varios minutos y esperó a que la opresión que sentía en el pecho desapareciera. Cuando lo hizo, se limpió la transpiración de la frente y revisó que su capa estuviera acomodada para ocultar las peores manchas de grasa que arruinaban su camisa blanca. Luego, golpeó. En menos de diez segundos, Oben, el chambelán de su madre desde hacía mucho tiempo, abrió la puerta de madera oscura y Andreus ingresó a la habitación que él y Carys habían evitado la mayor parte de su niñez.

La alfombra del suelo había sido reemplazada al menos doce veces desde aquellos años; su madre siempre buscaba el estilo perfecto. Esta era amarilla. Sillas revestidas de terciopelo azul que no recordaba que estuvieran allí en su última visita, así como varios divanes, estaban esparcidas en toda la habitación. Cuando su padre estaba fuera del castillo, como hoy, los asientos, casi siempre, estaban ocupados por mujeres tejiendo o bordando. A su madre le gustaba supervisar los rumores que circulaban por el palacio y usaba los mejores trucos de la manera que creía conveniente. Ahora, sin embargo, las únicas personas en la habitación eran su madre, Oben, y dos de las ayudantes de la reina que servían el té.

—¿Me mandaste a llamar, Madre? —dijo Andreus cuando su madre se dio vuelta.

Su cabello castaño oscuro era del mismo color que el de él, pero sus ojos eran de un marrón más intenso, muy diferentes al color avellana de los de él. Justo ahora, sus ojos oscuros brillaban de ira. Perfectos, ya que llevaba puesto un vestido rojo. Aun así, la voz de su madre sonó controlada cuando habló.

—La expresión “mandarte a llamar” implica que tuve que obligarte como tu reina para que me visites. Uno podría suponer que no hubieses venido si simplemente hubiese sido tu madre la que pedía tu compañía.

—Me expresé mal. “Mandar a llamar” fueron palabras equivocadas. —Cambió la táctica—. Perdóname, Madre. Por supuesto que disfruto de tu compañía.

—¿De verdad? —Lo miró mientras se dirigió a la mesa y tomó asiento—. No puedo evitarlo, pero me doy cuenta de que solo me has visitado tres veces desde que tu padre y tu hermano fueron a observar a la guardia que está peleando la guerra.

—Estuve ocupado, Madre. —Andreus se deslizó en el asiento frente a la reina y le obsequió el racimo de flores—. Además, Micah me dijo que ibas a pasar tiempo con Imogen. Algo relacionado con los planes para la boda y la selección de vestidos. Actividades que no están alineadas con mis intereses.

—Lady Imogen no necesita de mi ayuda, y si todo sale como espero, no andará por aquí lo suficiente como para convertirse en la próxima reina. —Su madre olió las flores antes de apoyarlas sobre la mesa. Luego, levantó el té y bebió toda la taza de un trago. Dio un suspiro de satisfacción y le hizo una seña a la sirvienta para que le sirviera más—. ¿Quieres un poco, querido?

—No. —Puso la mano sobre la taza. Había aprendido de los problemas que había tenido su hermana, y tenía en cuenta que era mejor cuidarse de las infusiones de su madre. Uno nunca sabía lo que podían contener.

Su madre observó la mano y se quedó mirándolo fijamente y con dureza. El silencio era ensordecedor por desaprobación. Cuando él miro hacia abajo, se dio cuenta el porqué.

La grasa. No solo se había manchado el dorso de la mano, sino que la tenía enterrada bajo las uñas.

Rápidamente, le regaló a su madre su mejor sonrisa aniñada.

—Mis disculpas por mi apariencia, Madre. Me dirigía a lavarme cuando recibí tu mensaje. Pensé que era mejor no hacerte esperar solo por un poco de mugre.

Era mucha mugre, pero en el momento, no pensó en que la cantidad importaba.

—Tu padre tiene razón. No deberías estar trabajando como un plebeyo. Te hace parecer uno de ellos. El pueblo busca inspiración en sus reyes y reinas, en especial en tiempos de guerra. A nadie le inspira la tierra.

Claramente, su madre no había conocido a Max.

—Estoy seguro de que no me llamaste para hablar de la mugre debajo de mis uñas. Estabas hablando de Imogen. ¿Tuvieron una discusión?

Su madre bebió otro largo trago de té mientras lo estudiaba por sobre la taza. Finalmente, apoyó la delicada taza sobre el platillo e hizo una seña a las sirvientas para que se fueran. Apenas cerraron la puerta, ella se inclinó hacia delante y dijo:

—Varias veces le he pedido a Imogen que mirara el futuro y me dijera que ve. ¿Sabes qué dice?

—No. —Ahora que Imogen se había propuesto pedirle que mantuviera la distancia, él sabía muy poco sobre lo que ella pensaba o sentía.

—Dice que habrá oscuridad. Y cuando la oscuridad disminuya, van a aparecer dos caminos frente a nuestro reino y no se sabe cuál se elegirá.

—Suena igual al tipo de tonterías místicas que solía decir el adivino Kheldin. Tú siempre estabas contenta con sus predicciones.

—Los videntes adivinan el futuro —dijo su madre bruscamente, al tiempo que empujó hacia atrás la silla y comenzó a caminar de un lado a otro de la alfombra amarilla—. Los adivinos tienen verdaderos poderes. ¿De qué otra manera explicas la habilidad del adivino Kheldin para cambiar la posición de los molinos a fin de que capturen perfectamente los vientos?

Se le vino a la mente la capacidad de observación de los Maestros de la Luz, así como también alrededor de una docena de otras explicaciones no místicas, pero Andreus se mordió la lengua. Su madre creía firmemente en los poderes mágicos de los adivinos, en su habilidad para llamar a los vientos, leer las estrellas y, por lo tanto, saber el futuro. A ella le encantaba hablarle sobre la leyenda de la raíz de Artis y sobre cómo había sido usada por siglos para poner a prueba a los adivinos. Si bien era una linda historia, a Andreus le costaba creer que alguien pudiera hablarle al viento y hacer que obedeciera, mucho menos vislumbrar el futuro al mirar fijamente el cielo por la noche.

Él solo creía en lo que podía ver con sus propios ojos.

Pero su madre tenía fe, en especial luego de la predicción que hizo el adivino Kheldin antes de que Andreus y Carys nacieran. Andreus había vivido toda su vida con miedo de que alguno de los cuatro miembros del Consejo que servían en aquel entonces recordara la predicción, hecha años antes de su nacimiento, e hiciera algo en su contra. Si alguno de esos miembros del Consejo compartía esa información, alguien más podía enterarse de su secreto. Si era condenado por ello, ¿qué pasaría? Andreus prefería no enterarse de qué tipo de oscuridad llegaría. Por lo tanto, fuera de los muros, se aseguraba de mantenerse fuera de la vista del Consejo. Así fue que comenzó a estudiar sobre los molinos. Y por suerte, el Consejo no era del tipo que se ejercitaba caminando en las almenas.

—Entonces, ¿Lady Imogen dio una mirada al futuro y no estás contenta con lo que vio? —preguntó—. Eso no parece ser un reclamo justo. Es similar a odiar el cielo porque a veces tiene nubes.

—No —regañó su madre y caminó hacia la mesa para servirse otra taza de té—. Me preocupa porque eso es todo lo que ha visto. Durante las últimas seis semanas, le he pedido una lectura y sigue repitiendo la misma visión una y otra vez. Odio decirlo, pero me da miedo de que la prometida de tu hermano sea un fraude.

Andreus esperó el próximo bombardeo de su madre, pero en lugar de continuar despotricando como solía hacer, se limitó a dar sorbos a su té como esperando que él hablara. Sobre qué, no tenía idea. ¿Se había perdido de algo? Luego de varios momentos largos bajo la mirada fija de los ojos oscuros de su madre, cambió de posición en el asiento.

—¿Es todo, Madre?

Ella apoyó la taza bruscamente.

—Claro que no. ¿No ves a lo que me refiero? El matrimonio de tu hermano pondrá en peligro a todo nuestro reino. Estamos en guerra. Si los vientos nos fallan y los Xhelozi atacan en los meses fríos, Eden estará enormemente debilitada y nuestros enemigos reunirán sus tropas y avanzarán. Con la falta de talento de Imogen, ni siquiera veremos venir la embestida hasta que ya estén en nuestras puertas. Depende de ti que hagas algo al respecto.

—¿De mí? —Se puso de pie empujando la silla hacia atrás—. ¿Qué quieres que haga? ¿Qué la eche de la Torre del Norte?

La manera en que ella se detuvo y pensó sobre ello antes de sacudir la cabeza hizo estremecer a Andreus.

—Claro que no —dijo—. Micah necesita entender que está cometiendo un error terrible al casarse con alguien tan débil. Hemos estado en guerra con Adderton por años; con la guardia luchando contra nuestros vecinos, ninguno puede exponerse a cazar a los Xhelozi. Ahora tenemos una adivina que no puede ayudarnos a emplear el poder que necesitamos para mantener alejadas a las bestias. Tu hermano debe cambiar de rumbo, antes de que sea demasiado tarde.

—Micah no me escuchará. —En los últimos meses, apenas había escuchado a su padre o al Consejo—. E incluso si lo hiciera, él no puede quitar del poder al adivino de Eden. Solo el rey tiene autoridad para ordenar la muerte del adivino y nombrar uno nuevo. —Cosa que Padre no haría porque quitar a Imogen equivaldría a admitir que se había cometido un error.

—Me malinterpretas, Andreus. —Madre atravesó lentamente la habitación y miró por la ventana la oscuridad a lo lejos—. No te estaba pidiendo que “hables” con tu hermano. Créeme, lo he intentado. No, quiero que le demuestres su falta de criterio de la manera en que solo tú puedes hacerlo.

Andreus frunció el ceño.

—No estoy seguro de lo que me estás pidiendo, Madre.

Su madre giró y lo enfrentó.

—No te estoy pidiendo esto como tu madre. Te lo estoy pidiendo como tu reina. Hasta que Micah regrese de los campos de batalla, quiero que pases todo el tiempo que sea posible con la bella Imogen. Dile que deseas oír su opinión sobre tus nuevos diseños o las adulaciones que creas que la halaguen más. Luego, usa esos dones que mis sirvientas dicen que has empleado con ellas con gran éxito. Convéncela de cometer un error que tu hermano no pueda perdonar.

—Madre, ¿no estarás sugiriendo…? —Pero lo estaba. Una simple mirada a su expresión lo dejó en claro. Estaba sugiriendo exactamente lo que sus palabras insinuaban. Su madre, su reina, le estaba indicando que llevara a la cama a la prometida de su hermano.

Con cuidado, puso las manos sobre la mesa y dijo:

—Creo, querida madre, que has bebido demasiado té.

Dio una mirada a Oben, al otro lado de la habitación, pero su rostro no tenía expresión. Luego de todos estos años de asistir a la reina, Oben se había vuelto experto en ocultar sus pensamientos.

Antes de que la situación empeorara, lo que era difícil de imaginar, Andreus dijo:

—Ahora voy a irme y voy a olvidar que hemos tenido esta conversación.