Retorno a la Isla Blanca - Laura Gallego - E-Book

Retorno a la Isla Blanca E-Book

Laura Gallego

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Beschreibung

Única es diferente a todos los habitantes de Bosque Verde: no se parece a los duendes, ni a las hadas, ni al resto de la Gente Pequeña. No. Ella es una Mediana de piel azul. El día que su amigo Fisgón encuentra una ciudad de Medianos abandonada, Única comprende que, para encontrar a los suyos, deberá abandonar su hogar y aventurarse en tierras extrañas. Esta es la historia de Única, Fisgón, Liviana y Cascarrabias. Pero también la de Mattius, un misterioso juglar, y de cómo sus destinos se entrelazaron para siempre.

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PrólogoLA ISLA BLANCA

llos vivían desde hacía incontables milenios en la Isla, que se alzaba como un fantasma entre las brumas del mar de Zafir. La Isla había estado allí siempre, con sus playas de arenas blancas donde rompían las olas, que extendían su manto de espuma sobre la orilla; con sus acantilados de roca caliza, sus bloques de mármol y su altísima montaña con la cumbre cubierta de nieve virgen. La Isla lo dominaba todo desde la superficie del mar, como un vigía insomne.

Los habitantes de la Isla eran gente alegre y pacífica. Sus risas cristalinas, sus albas túnicas, sus rostros agradables y bondadosos... eran parte de la Isla, como la Isla era parte de ellos. Poseían unas hermosas alas de pluma de cisne que les nacían en la espalda, y por ello solían decir que vivían más cerca del cielo que ningún mortal.

Su líder era un hombre a quien llamaban el Guía, porque podía remontarse en el aire más alto que ninguno, enredando sus alas en jirones de nubes y observando la Isla desde arriba; por eso veía más lejos, y decía que subía tan alto que, en los días claros, podía ver en el horizonte la línea borrosa del continente.

Pero, aquel día, algo no era igual que siempre: los moradores de la Isla estaban serios y preocupados, y el Guía había dicho que no tenía ganas de volar; se había sentado sobre la roca más alta de los acantilados de caliza, porque necesitaba pensar.

La noche anterior, bajo la pálida luz de la luna llena, dos amigos habían tenido una fuerte disputa, quebrando la paz y la armonía en los corazones de las criaturas aladas. Gritos, malas palabras... Aquello nunca antes había sucedido en la Isla.

El Guía meditaba, con los ojos fijos en la espuma de las olas que se estrellaban contra los bloques de mármol.

De pronto oyó un grito, y vio dos figuras que descendían volando desde lo alto de la montaña. El Guía no pudo distinguirlas con claridad, porque sus formas se confundían con el cielo, completamente encapotado con un manto de nubes blancas.

El Guía se puso en pie de un salto. Una de las figuras parecía perseguir a la otra, y las dos descendían en picado a una velocidad vertiginosa.

El Guía desplegó las alas y acudió a su encuentro. Suspendido en el aire, gritó... y su llamada de advertencia se mezcló con otro grito de miedo y dolor.

Todo fue demasiado rápido. Una mancha roja se extendía sobre las blancas rocas de mármol.

Retumbó un trueno.

I

BOSQUE VERDE

–¡Única, despierta!

Única abrió los ojos con sobresalto. El corazón le latía muy deprisa, y le costaba respirar.

–El trueno... –murmuró.

–Era una pesadilla, Única –explicó una vocecita jovial.

Única se restregó un ojo, se estiró sobre su cama de hierbas y se volvió hacia la pequeña figura que se recortaba contra la luz del exterior, en la puerta de su agujero. Reconoció a su amigo Fisgón, el gnomo.

–Buenos días, hermosa dama –saludó el hombrecillo, quitándose ceremoniosamente su elegante sombrero.

–Fisgón, ¿qué pasa? –preguntó Única, aún algo adormilada–. ¿Es tarde?

El gnomo saltó al interior del refugio y le tiró de la ropa para levantarla.

–¡El sol está ya muy alto! Todos estamos esperándote.

Única se incorporó. Entonces se dio cuenta de que aún sujetaba con fuerza su talismán de la suerte, una flautilla de caña que, hasta donde ella podía recordar, siempre había llevado colgada al cuello. La soltó y, gateando, se apresuró a seguir al gnomo, que ya brincaba hacia la salida.

Única vivía en un agujero al pie del que, según ella, era el árbol más grande de Bosque Verde. Claro que ella no había recorrido Bosque Verde todo entero, porque era inmenso, ni conocía a nadie que lo hubiera hecho.

Pero, de todas formas, Única necesitaba el árbol más grande de Bosque Verde, porque ella misma era la criatura más grande del lugar, más que cualquiera de los miembros de la Gente Pequeña. Los gnomos decían que Única tampoco era como la Gente Grande que vivía fuera del bosque, así que la solían llamar «la Mediana». A ella no le importaba, porque siempre la habían aceptado entre ellos.

Única parpadeó cuando el sol primaveral le dio en plena cara. Una criatura alada revoloteó hasta ella.

–¡Buenos días, Única! –canturreó–. Hemos tenido que venir a buscarte, y Cascarrabias está muy enfadado.

–Buenos días, Liviana –saludó Única.

El hada se posó con elegancia sobre una flor, batiendo sus delicadas alas, que desprendían un suave polvillo dorado.

Única salió al aire libre y se puso en pie, escuchando el canto del viento entre los árboles. Bosque Verde relucía aquella mañana como una esmeralda de múltiples caras. Aspiró la fresca brisa que mecía sus cabellos rubios y se dispuso a seguir al hada y al gnomo, que ya se alejaban entre los árboles.

No le costó mucho trabajo alcanzarlos, porque era bastante más grande que ellos. Liviana medía unos diez centímetros de estatura, lo cual no estaba mal para su raza; Fisgón alcanzaba los quince, y Cascarrabias, el duende, llegaba a los treinta. Pero Única los superaba a todos: medía nada menos que un metro.

Los gnomos, raza inquieta y viajera, habían recorrido mucho mundo. Algunos de los de Bosque Verde incluso habían vivido en casas humanas. Fisgón decía que los humanos eran más grandes que Única, y que los únicos Medianos que los gnomos conocían eran los barbudos enanos de la Cordillera Gris.

Pero Única tampoco se parecía a ellos.

Era delgada, de brazos largos y grandes ojos violetas. Su piel era de un pálido color azulado, y su cabello rubio, fino y lacio, le caía sobre los hombros, enmarcándole el rostro.

Única era diferente a todos los habitantes de Bosque Verde. Los duendes la habían encontrado cuando ella era muy niña, sola, y la criaron hasta que fue demasiado grande como para caber en sus casas. La Abuela Duende le había dicho, mirándola fijamente:

–Tú no eres de aquí, niña.

La Abuela Duende sabía mucho, y los duendes decían que sus conocimientos superaban incluso a los de los gnomos (esto no les hacía mucha gracia a los gnomos, pero no se enfadaban por ello; todo el mundo quería y respetaba a la Abuela Duende).

Única había buscado sus orígenes en las diferentes razas de Bosque Verde, pero no había tenido suerte. No se parecía ni a los duendes, ni a las hadas, ni a los gnomos, ni a las dríades, ni a los geniecillos de los árboles, ni a las náyades, ni mucho menos a los terribles habitantes de la noche: los troles y los trasgos.

Así que había abandonado su búsqueda mucho tiempo atrás.

–¿Qué te pasa, Única? –le preguntó Liviana–. Te veo triste.

–Hoy he tenido un sueño –explicó ella–. He soñado con gente que vivía en una isla de color blanco, en medio del mar.

Fisgón abría la marcha, pero tenía un oído muy fino, y enseguida se volvió para preguntar:

–¿Y eran como tú?

–No del todo: tenían alas.

–Entonces has soñado con las hadas –dedujo Liviana.

–Pero no eran alas como las tuyas, sino de pájaro, con plumas blancas. Además, tenían la piel pálida.

–En cualquier caso –añadió el gnomo, saltando por entre las plantas–, tú no puedes proceder de una isla, porque no hay mar en Bosque Verde.

–¿Qué es el mar? –preguntó Liviana.

–Es... uh... como un lago muy grande, inmenso, tan enorme que no se ve la otra orilla.

Fisgón sabía muchas cosas porque, aunque nunca había salido de Bosque Verde, pertenecía a una familia de famosos viajeros.

–Y, si tus parientes están en esa isla –razonó Liviana–, ¿por qué estás tú aquí, y por qué no tienes alas?

–Pasó algo –fue lo único que pudo decir Única.

–¿Qué? –quiso saber Fisgón.

Única frunció el ceño, haciendo memoria: un trueno, rojo sobre blanco... Después, sacudió la cabeza con desaliento. No recordaba más.

Los tres llegaron en aquel momento a un claro donde los esperaba, con cara de pocos amigos, una criatura rechoncha y de gran nariz. A la vista estaba que se encontraba de muy mal humor aquella mañana: sus ojillos negros echaban chispas por debajo de los cabellos oscuros que se escapaban del gorro.

–¡Hemos perdido media mañana! –chilló–. Ya no podemos ir de excursión al manantial; se nos echará la noche encima, y nos sorprenderán los troles y los trasgos...

–Lo siento, Cascarrabias –murmuró Única humildemente–. Me he dormido.

Cascarrabias era incapaz de estar enfadado con Única durante mucho tiempo (y eso que los duendes tienen muy malas pulgas), porque se habían criado juntos, y él la quería como a una hermana pequeña. Así que no gruñó más.

–Única ha tenido una pesadilla –explicó Liviana.

Cascarrabias miró a Única, y después a Fisgón.

–Única casi nunca tiene pesadillas –dijo, y miró al gnomo amenazadoramente–. ¡Seguro que ha sido culpa tuya, Fisgón! Tú nos llevaste ayer cerca del terrible lugar donde no cantan los pájaros.

Liviana se estremeció, pero Fisgón no parecía asustado.

–¡Quiero saber qué hay en esa zona del bosque! –se defendió–. Si por lo menos me hubieras dejado acercarme un poquito más... ¡Eh, tengo una idea! Como ya no nos queda tiempo para ir al manantial, podríamos explorarla...

–¡Ni hablar! –estalló Cascarrabias.

–¿Sabéis? Creo que Fisgón tiene razón –intervino Única de pronto–. No me gusta la idea de que haya un sitio donde no canten los pájaros..., pero no es la primera vez que nos acercamos... y siempre que lo hemos hecho he tenido el mismo sueño.

–¡Ajá! –exclamó Fisgón antes de que Cascarrabias abriera la boca–. ¿Lo ves? ¡Quizá ese lugar esté encantado! ¡Quizá Única proceda de allí! ¡Quizá...!

–¡Cierra la boca!

–¡Ooh, vamos a verlo! ¡Vamos a verlo, vamos a verlooo!

Una dulcísima música interrumpió, para alivio de Cascarrabias, el nervioso parloteo del gnomo.

Era Única, que tocaba con su flauta una de tantas melodías que ella había inventado.

La música ascendió entre los troncos de los árboles y se perdió en la floresta, aliviando los corazones de todos y llevándose los malos pensamientos. La música envolvió a los cuatro y los acunó con ternura, como una madre mece a sus hijos.

Cuando Única dejó de tocar, se produjo un breve silencio. Entonces, Fisgón dijo en voz baja:

–¿Qué puede pasarnos? Los trasgos duermen de día, y los troles se convierten en piedra si los toca la luz del sol.

–Yo quiero ir a ver –dijo Única.

Cascarrabias miró a Liviana, pero ella se encogió de hombros.

–Está bien –se rindió el duende por fin.

Fisgón dio un formidable brinco.

Poco después, los cuatro caminaban a través del bosque. Única tarareaba una canción sin palabras, Cascarrabias recogía bayas y frutos para la comida, y Liviana jugaba con una mariposa que quería demostrarle que volaba más rápido que ella. Fisgón, inquieto como era, encabezaba la marcha, muy por delante de ellos.

Cascarrabias los alcanzó, sudoroso, arrastrando un saco lleno de bayas.

–No falta mucho, ¿verdad? –preguntó.

Única negó con la cabeza, sin dejar de cantar. El duende hizo un alto, dejó el saco en el suelo y se pasó la mano por la frente. Entonces reparó en algo.

–¿Dónde se ha metido Fisgón?

Liviana dejó en paz a la mariposa.

–Estaba aquí hace un momento –respondió con extrañeza.

–¡Fisgóóón! –gritó Cascarrabias, y su voz grave resonó por entre los árboles; pero se calló enseguida, intimidado.

–No se oye nada –hizo notar Única con un estremecimiento–. Esto no me gusta.

Ninguno de los tres habló. Única habría asegurado que ni siquiera oía los latidos de su propio corazón, y eso que estaba convencida de que palpitaba con fuerza.

De pronto, hubo un movimiento entre el follaje... y apareció el gnomo, triunfante.

–¡Oh, amigos, esto es increíble! –empezó rápidamente, antes de que Cascarrabias tuviera tiempo de reñirle–. ¿Cómo no hemos venido antes por aquí? ¡Hay una ciudad, una ciudad grande, de casas grandes...!

–¿Una ciudad humana? –preguntó Liviana, temblando.

–¡Yo me voy! –declaró el duende, dando media vuelta.

–¡No, espera! –Fisgón lo agarró por el cuello–. No es una ciudad humana: es una ciudad de Medianos.

Única ahogó un grito.

–¡Medianos! –repitió Liviana–. ¿Hemos encontrado a la gente de Única?

–Eh... No exactamente...

Pero ella ya corría entre los arbustos.

–¡Espera, Única! –la llamó Fisgón.

Ella no escuchaba. Corría hacia la ciudad de los Medianos mientras su vestido de hojas secas se enredaba en el follaje y su flautilla saltaba rítmicamente sobre su pecho.

En su precipitación, no se dio cuenta de que el suelo se inclinaba bajo sus pies descalzos, y resbaló por un talud cubierto de musgo. Rodó y rodó, hasta que dio con sus huesos en un colchón de hierba mullida.

Se incorporó como pudo, algo dolorida. Se colocó bien la corona de flores que le adornaba el pelo y comprobó que no tenía ninguna herida.

Entonces miró hacia adelante y el corazón le dio un brinco.

¡La Ciudad de los Medianos!

Las casas eran de un material que Única no había visto nunca. Estaban pintadas de blanco y azul, y por eso, entre otras cosas, a Única le resultó una ciudad completamente diferente a las que había visto hasta entonces.

–Ondas –murmuró para sí misma.

Sí, los edificios apenas tenían líneas rectas, sino suaves curvas: arcos, cúpulas, bóvedas y paredes ligeramente abombadas.

–¿Cómo puede una ciudad ser tan diferente de Bosque Verde y, sin embargo, encajar tan bien en él? –se preguntó, perpleja.

Se levantó con presteza y caminó hacia las construcciones azules y blancas. Sentía cierta sensación de familiaridad hacia ellas, una sensación que había aparecido nada más ver las cúpulas.

–Estoy en casa –dijo al advertir que las puertas eran de su tamaño.

Corrió hacia la ciudad, pero se detuvo a pocos metros de las primeras casas.

El silencio era tan pesado que la asfixiaba.