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El gran especialista del true crime nos descubre las mentes de los grandes criminales contemporáneos. Los grandes psicópatas de la historia contemporánea son célebres por la fuerza de su criminalidad excepcional. Ya sean tiranos, nazis o asesinos en serie, es difícil sustraerse a la fascinación que produce la crueldad monstruosa que exhibieron hacia sus víctimas, una brutalidad que nos resulta ajena a la humanidad misma del hombre, y que al mismo tiempo suscita preguntas acerca de su naturaleza psicológica. ¿Nacen monstruos o son víctimas de sus circunstancias? ¿Podemos considerarlos inteligentes? ¿Son capaces de sentir remordimientos o empatía? Con la incisiva sagacidad a la que Vicente Garrido nos tiene acostumbrados, el criminólogo nos invita a sumergirnos en la psique de las figuras que han representado como nadie las múltiples facetas en las que el mal se ha encarnado, a lo largo de la historia, en su estado más abyecto. Desde los atroces experimentos de Mengele a los brutales asesinatos de Ted Bundy, pasando por el genocidio perpetrado por Hitler o al caníbal de niños Chikatilo. Aquí recordaremos sus actos infames, pero, sobre todo, recorreremos el interior de algunas de las mentes más aterradoras de los últimos tiempos, siguiendo los pasos de las oscuras pulsiones de la naturaleza humana.
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ROSTROS DEL MAL
ROSTROS DEL MAL
Los perfiles psicológicos de las mentes contemporáneas más perversas y sus crímenes
VICENTE GARRIDO
Notas biográficas de JUAN CARLOS MORENO DELGADO
Rostros del mal
© Vicente Garrido, Catedrático de la Universidad de Valencia, 2022
© de las notas biográficas: Juan Carlos Moreno, 2023
© de esta edición, Shackleton Books, S. L., 2023.
@Shackletonbooks
www.shackletonbooks.com
Realización editorial: Bonalletra Alcompas, S. L.
Diseño de cubierta: Pau Taverna
Diseño de la edición en papel: Kira Riera
Maquetación de la edición en papel: reverté-aguilar
Conversión a ebook: Iglú ebooks
ISBN: 978-84-1361-307-9
Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento y su distribución mediante alquiler o préstamo públicos.
No le resultará difícil al lector reconocer en esta lista «diabólica» a criminales de guerra, genocidas y asesinos en serie, pero también figuran mafiosos y líderes de sectas. Sin embargo, no hemos querido presentar estos perfiles como si fueran compartimentos estancos, ya que en realidad el Mal en su sentido absoluto se presenta con unas características transversales en los sujetos que lo practican, y no entiende de categorías.
Tras la lectura de los diferentes capítulos se hace evidente que la triste notoriedad alcanzada por los personajes de este libro fue posible por la conjunción de dos elementos. Por un lado, una personalidad entregada al crimen como medio de afianzar una identidad poderosa, labrada con la destrucción de sus víctimas, como si el yo del malvado encontrara en el asesinato y el sadismo el único medio de «dejar una huella» en el mundo o bien de alcanzar una plenitud emocional a la que no tendría acceso de otro modo. Por otro lado, la conjunción idónea de su mentalidad homicida con las circunstancias del momento en el que se hicieron posibles sus crímenes.
Quizás los siete primeros capítulos, dedicados a «ilustres» matarifes del nazismo, ejemplifican mejor que ninguno esa desgraciada unión de la persona con el contexto. Todos los estudiosos están de acuerdo en que la monstruosidad representada por Hitler y sus secuaces que amenazó al mundo durante el periodo 1933-1945 no puede explicarse sin las consecuencias que tuvo que afrontar Alemania tras el Tratado de Versalles después de la Primera Guerra Mundial, y las durísimas condiciones económicas que padeció el pueblo alemán como consecuencia. En ese caldo de cultivo pudieron prosperar el antisemitismo y la violencia como medio de afirmación de una identidad nacional. Pero al mismo tiempo, si Hitler no hubiera nacido y vivido en aquellos años, es más que posible que no hubieran existido la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto, porque sus lugartenientes no daban el nivel mesiánico necesario para conducir al mundo a la mayor contienda de su historia.
Lo mismo podemos decir de cualesquiera de los otros personajes. Al Capone pudo crear la mafia como una empresa organizada porque estuvo en el momento y lugar adecuados: un Chicago sin ley y el inicio de uno de los experimentos sociales más desafortunados del siglo XX (prohibir el alcohol mediante la «ley seca»). Charles Manson apareció justo cuando los jóvenes de la costa Oeste de los Estados Unidos estaban buscando su identidad en el amor y las drogas, ansiosos de seguir a alguien que los liberara de los valores convencionales y trasnochados de sus padres. Podríamos seguir: Escobar creó su imperio en un país aquejado por guerras internas y un muy imperfecto Estado de derecho, que no alcanzaba a conocer el interior de las selvas o de los barrios y cuyas fuerzas del orden apenas podían competir con los pistoleros del narcotraficante. Y si nos fijamos en los asesinos en serie, todos ellos prosperaron en unas sociedades que todavía no habían desarrollado los medios policiales y de política criminal adecuados para identificarlos y atraparlos.
¿Y qué es lo que define la personalidad de estos rostros del mal? En todos ellos, aunque en grado variable, nos encontramos con la psicopatía, un narcisismo patológico, un gusto por el sadismo, una mentalidad paranoide y una gran habilidad para ocultar sus crímenes o aparentar ser benefactores del pueblo. Mediante la psicopatía el malvado mata, coacciona, tortura y engaña sin asomo de sentimiento de culpa; su empatía precaria queda limitada a su entorno familiar, como mucho. El sadismo lo habilita para disfrutar de lo que hace o manda hacer. El narcisismo extremo se reviste de ideas mesiánicas y megalomanía, a partir de la cual la realidad solo será aquello que él interpreta. Por su parte, el pensamiento con ideas paranoides —en el caso de los líderes políticos o de sectas— los hace estar alerta para sofocar de raíz cualquier atisbo de traición o rebelión a sus designios, aunque sea en ocasiones a costa de sacrificar a seguidores leales. Finalmente, son capaces de transmitir el aura que ellos desarrollan en torno a su persona a toda una masa de gente, deseosa de que alguien se ocupe de sus problemas y le haga la vida más tolerable, lo que conduce a que pocos quieran ver al monstruo que los lidera ni los crímenes a los que conduce.
He dicho antes que hay variabilidad en estos rasgos mentales y de la personalidad. Difícilmente podríamos considerar a Chikatilo como un megalómano con aura mesiánica, aunque sabemos que era un psicópata y un sádico, y que supo ocultar durante mucho tiempo ante su familia y conocidos sus terribles crímenes. Pero Ted Bundy sí que era capaz de «venderse» como el mejor político, y buscaba con sus asesinatos sádicos alimentar un narcisismo que no podía satisfacer en una vida convencional. En cambio, Ilse Koch, Klaus Barbie o Radovan Karadzic no necesitan ninguna máscara externa bondadosa, ya que su misión era torturar y matar a enemigos declarados.
Es claro que cada malvado precisa adaptarse a su medio. El maquiavelismo es muy necesario en criminales de guerra y jefes de Estado genocidas; para un asesino en serie es una ventaja, pero no una condición necesaria. Estos precisan pasar desapercibidos, aparentar ser buena gente, pero no han de convencer o manipular a sectores sociales o instituciones para conseguir su propósito. En cambio, el aura mesiánica y la sagacidad maquiavélica es un don vital en Hitler o Stalin, pero también en el reverendo Jones o en Charles Manson, porque su fuerza nace de su capacidad de influencia sobre masas o grupos y en la manipulación emocional de sus seguidores. Igualmente, mafiosos como Al Capone, Escobar o Riina —al igual que los jefes de Estado o gurús de sectas— tuvieron que gestionar rivalidades y acuerdos, navegando con frecuencia en aguas no muy claras, por lo que precisaban de una mentalidad astuta y una sensibilidad para detectar a los posibles traidores deseosos de desbancarlos del poder.
Estos rostros del mal suponen un conjunto de psicópatas del siglo XX responsable de un sufrimiento difícil de medir. Algunos de ellos son asesinos de masas que hay que contabilizar en muchos millones; otros mataron a unos pocos (en comparación), pero eso no los pone en un peldaño inferior de maldad, ya que, de acuerdo a sus circunstancias, hicieron, como los otros, todo lo posible para denigrar y cosificar a sus víctimas y expandir el dolor en el mundo. La gran lección que nos deja esta galería de personajes siniestros es que el Mal en mayúsculas solo es posible si su agente deja de (o es incapaz de) considerar al otro como un ser humano.
Me pregunto si al final del siglo XXI miraremos hacia atrás —los que puedan hacerlo— y podremos hacer una colección tan abyecta de malvados como la que fácilmente nos sale en el repaso del siglo XX. ¡Seamos optimistas! Un libro como este tiene todo su sentido si una abrumadora e inmensa mayoría de personas en todo el mundo se horroriza ante los crímenes que aquellos protagonizaron, y si en la conciencia de la humanidad va ganando fuerza progresivamente la creencia de que es necesario hacer lo imposible para que no se reproduzca su veneno en las nuevas generaciones. Creo firmemente en esas dos ideas.
Hitler nació el 20 de abril de 1889 en Braunau am Inn, una localidad austriaca próxima a Linz. Su infancia estuvo marcada por un padre autoritario que lo maltrataba y una madre sobreprotectora. Fue un mal estudiante y no llegó a acabar la escuela secundaria. Tampoco supo cumplir su sueño de ser pintor, pues ni en 1907 ni en 1908 logró superar las pruebas de acceso a la Academia de Bellas Artes de Viena. Durante los años siguientes vivió prácticamente como un indigente en la capital austriaca. Fue entonces cuando caló en él la idea de que los judíos y el poder corruptor de su dinero eran los culpables de que se hallara en tal situación.
Nada más estallar la Primera Guerra Mundial en 1914, Hitler se enroló en el ejército alemán. En sus filas fue herido en dos ocasiones, condecorado otras tantas y ascendido a cabo, aunque, ironías de la historia, nunca superó ese grado a causa de lo que sus superiores consideraban falta de aptitudes para el mando.
Acabada la contienda en 1918, Hitler no reconoció ni la derrota alemana ni la república democrática surgida de ella. Su descontento lo condujo a uno de los muchos grupúsculos de extrema derecha surgidos en las cervecerías de Múnich, el Partido Obrero Alemán. Fue ahí donde descubrió que tenía un don innato y especial, único, para comunicar. Eso, y carisma. Su discurso se diferenciaba poco de los de otros oradores en lo que al contenido se refiere, pues era un cúmulo de consignas agresivamente nacionalistas, antisemitas y anticomunistas, pero la forma de expresarlo a través de inesperados estallidos de ira, perturbadores silencios y todo un abanico de gestos teatrales, tenía un magnetismo que atraía cada vez a más y más gente. Así, en 1921, el rebautizado Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán contaba ya con miles de seguidores. Para entonces, Hitler se había convertido en el líder indiscutible de la formación, a la que dio también su signo distintivo, la esvástica.
Confiado en la fuerza de su movimiento, el 8 de noviembre de 1923 Hitler encabezó un golpe de Estado en Múnich. Fracasó, pero el juicio que siguió le permitió darse a conocer más allá de Baviera. Los trece meses que pasó en prisión los dedicó a escribir Mein Kampf (Mi lucha), un libro que acabaría siendo el más vendido de la Alemania nazi tras la Biblia.
El fiasco del golpe hizo que Hitler cambiara de estrategia y aceptara participar del juego parlamentario que tanto despreciaba. Tras unos inicios decepcionantes, en 1932 el partido nazi fue el más votado; en 1933, su líder fue nombrado canciller. Antes de que acabara ese año, se había hecho con todos los poderes del Estado.
Desde su nacimiento, el régimen nazi dio muestras de su propensión a la violencia. Su acción no se dirigió solo contra los opositores políticos: durante la noche del 30 de junio al 1 de julio de 1934, la llamada «Noche de los cuchillos largos», Hitler ordenó eliminar a los elementos de su propio partido que consideraba una amenaza para su poder. Al menos 85 personas murieron en el transcurso de esa acción. Ese mismo año, promulgó leyes de eugenesia que permitían la esterilización o, incluso, eliminación de discapacitados físicos y psíquicos, considerados un lastre para la consecución de la pureza racial soñada por el nazismo. Hasta 1945, más de 275 000 personas fueron asesinadas y otras 400 000 esterilizadas en cumplimiento de esas leyes.
La obsesión por la pureza de la raza inspiró también las Leyes de Núremberg de 1935, por las que se prohibían los matrimonios mixtos entre arios y judíos, y se privaba a estos últimos de la ciudadanía alemana. Mas la retórica antisemita del régimen de Hitler no se quedó ahí, sino que propició que se desencadenaran acciones violentas contra esa comunidad. La más grave fue la del 9 de noviembre de 1938, la «Noche de los cristales rotos», un auténtico pogromo en el que un centenar de sinagogas y miles de comercios y hogares judíos de toda Alemania fueron asaltados. Murieron al menos 91 ciudadanos judíos y más de 30 000 fueron detenidos y deportados a diferentes campos de concentración.
Para entonces, Alemania estaba lista para hacer realidad el gran sueño de Hitler: la conquista del Lebensraum o ‘espacio vital’, una expansión hacia el este que garantizara al Reich tierras para la nueva raza que su política estaba gestando. En 1939, un año después de haberse anexionado Austria y Checoslovaquia, el ejército alemán entró en Polonia. Francia y Gran Bretaña le declararon la guerra, pero Hitler no se arredró: su estrategia de la Blitzkrieg o ‘guerra relámpago’ permitió que su ejército ocupara en 1940 Dinamarca, Noruega, Luxemburgo, los Países Bajos, Bélgica y Francia.
La expansión nazi se cobró un altísimo coste en vidas. Poblaciones enteras fueron brutalmente masacradas, sobre todo en el este, cuyos habitantes, de mayoría eslava, eran considerados subhumanos. El Führer convirtió en central la cuestión judía. Ya desde el inicio de la contienda se formaron escuadrones cuya misión era eliminar a los judíos de los territorios anexionados al Tercer Reich. La más brutal de esas operaciones tuvo como escenario el barranco de Babi Yar, en las afueras de Kiev. Allí, entre el 29 y el 30 de septiembre de 1941, esos escuadrones de la muerte asesinaron a 33 771 judíos. Otros fueron hacinados en guetos como el de Varsovia, donde muchos murieron víctimas de las enfermedades, el hambre y el trato inhumano de sus guardianes.
En 1942, la necesidad de encontrar una «solución final a la cuestión judía» condujo a la creación de campos de exterminio en los que el modelo de planificación industrial fue aplicado a la muerte en masa. Los judíos, pero también otros grupos racial, política o sexualmente «indeseables», como gitanos, comunistas y homosexuales, eran cargados en vagones de ganado y transportados hasta esos campos, donde buena parte de ellos eran inmediatamente gaseados en cámaras y luego incinerados en grandes hornos.
Mientras tanto, el ejército de Hitler retrocedía en todos los frentes. En abril de 1945, el Ejército Rojo soviético ya estaba a sus puertas de la capital del Reich.
El día 29 de ese mes, en el búnker de la Cancillería, Hitler contrajo matrimonio con la que había sido su pareja desde hacía más de una década, Eva Braun. Poco después, ambos se suicidaron, ella con una dosis de cianuro, él de un disparo.
El número de víctimas de la locura hitleriana es difícil de calcular dada su desmesura. No obstante, se estima que solo durante la Segunda Guerra Mundial murieron entre quince y diecisiete millones de personas, entre ellas seis millones de judíos, cerca de siete millones de eslavos entre trescientos mil y quinientos mil gitanos y quince mil homosexuales.
La figura de Hitler —y el nazismo que él fundó— simboliza el icono moderno de la maldad relacionado con el asesinato masivo y el genocidio, a expensas de otros «ilustres» exterminadores como Stalin y Mao Zedong. Así, en un ejemplo entre mil, el teórico político Michael Walzer (n. 1935) aseguró que «el nazismo lo vemos (…) como la objetivación del mal en la tierra», como «una amenaza radical para los valores humanos».1 Por un lado, la razón más obvia de su destacada singularidad es que desencadenó la guerra más cruel y devastadora de la historia, cuya causa obedecía únicamente a su deseo irracional de ser el amo del mundo, que causó entre cincuenta y sesenta millones de muertos, y cuya finalización dio lugar a la carrera de armas nucleares y a la Guerra Fría que han esculpido el mundo contemporáneo.
Por otro lado, en Hitler vemos la obsesión genocida por borrar de la faz de la tierra a los judíos y otros seres «subhumanos», una xenofobia como alimento del asesinato indiscriminado que nunca antes se había visto. Para tal fin sus secuaces crearon todo un sistema industrial, perfectamente racionalizado de acuerdo con una moderna perspectiva de la eficiencia en la que se evaluaban costes y resultados y se intentaba continuamente mejorar el proceso, como en cualquier ámbito empresarial. La filósofa Hannah Arendt escribió que lo que definió al nazismo fue que alcanzó una cota de maldad nunca vista hasta entonces, a la que llamó el «mal absoluto», ya que los campos de exterminio se caracterizaron por negar toda dignidad al ser humano. En esa masacre, realizada con eficiencia, se extirpaba a los presos de la condición humana, se producía su total cosificación, y ese era un mal que no puede ser perdonado, a diferencia de la maldad convencional, incluso grave —por ejemplo, un asesinato—, en la que el responsable mata a la otra persona pero no le niega su carácter humano y, en ciertos casos, puede ser perdonado.2
Para desarrollar el perfil de Hitler y comprender mejor su figura como el «hombre más malvado de la historia» debemos detenernos en dos aspectos. Primero, en el modo en que Hitler construyó su figura y el partido nazi. Segundo, en el análisis de su psicología.
Desde el principio, Hitler es un personaje con una fuerte carga dramática: procura dar a sus actos, desde el inicio de su vida pública, un profundo sentido de trascendencia, una intensidad permanente y altísima que no se ve traicionada en ningún momento por propósitos ajenos a los que lo guían. Nada en su carrera —quizás con la excepción de ese poco documentado affaire con su sobrina Angela Geli Raubal— se desvió de su colosal voluntad al servicio de conquistar el poder y dominar primero Alemania y luego el mundo. Es en este sentido en el que debemos comprender su capacidad de fascinación, de seducir a las masas, tan destacada por los historiadores: cuando Hitler da uno de sus discursos vemos a un hombre que cree del todo lo que dice, es más, que «es» o encarna aquello que está diciendo. Esto fue tanto más meritorio cuanto que su figura estaba lejos de representar al «hombre ario» que pregonaba como ser superior de la creación, como tan bien supo ver Chaplin en El gran dictador (1940).
Ese dramatismo se unió, desde los orígenes, al sentido del espectáculo. Con la ayuda inestimable del genio de Joseph Goebbels, el nazismo se dotó de una vestimenta y unos símbolos que escenificaron espectáculos de masas, con grandes desfiles bajo la luz de las antorchas, una coreografía con un aura mítica al que contribuyó la extraordinaria cineasta Leni Riefenstahl (1902-2003) con sus películas aclamadas (y odiadas por ser apologías bellísimas del nazismo) El triunfo de la voluntad (1933) y Olimpiada (1936).3 Esta idea de que Hitler vendió a los alemanes humillados por la paz de Versalles un sueño esotérico, una fábula de sus orígenes que los situaba en la cúspide del género humano, por absurdo que parezca en el presente, la considero capital para explicar cómo pasó aquel líder de tener pocos votos en las primeras elecciones a las que se presentó a suscitar la idolatría en una gran parte del pueblo alemán. Junto a esto, el nazismo encontró en artistas y pensadores de prestigio universal el fundamento de sus desvaríos, desde la ópera de Wagner en el aspecto formal (puesto que permitía elevar con música épica los sueños de los alemanes a los idílicos orígenes de la raza aria), hasta la filosofía de gigantes intelectuales de los siglos XIX y XX como Nietzsche y Heidegger, el primero en particular con su concepto de superhombre que, al margen de la lectura rigurosa que se pueda hacer de su filosofía, fue un terreno abonado para las tergiversaciones en el que el nazismo pudo edificar su noción de raza superior, donde la voluntad de poder y de crear sustituyó a los ideales de la razón, la universalidad y la igualdad que surgieron de la Ilustración y nutrieron la ideología de las democracias liberales.4
En resumen, tenemos a un líder con una gran capacidad de ilusionar y de reparar el maltrecho autoconcepto de su pueblo mediante la entrega de una visión mítica de su lugar en el mundo como miembro de una raza llamada a dominarlo. Empobrecida Alemania por los pagos de reparación de la Primera Guerra Mundial y la crisis de la bolsa de 1929 que propició la Gran Depresión, el ciudadano solo podía aspirar a sobrevivir en medio de una enorme inestabilidad política que no ofrecía promesa alguna de mejora. La llegada de un líder tan carismático como Hitler, que propugna un relato de fuerza y prosperidad para el futuro, fue el modo que los alemanes encontraron para salir de aquella situación. Solo que el precio a pagar fue formar parte de uno de los grandes regímenes asesinos de la historia y, en tan solo doce años (1933-1945), sufrir su propia destrucción.
Finalmente, ese rol de mesías cuasidivino no habría podido construirse sin otras cualidades fundamentales de su personalidad (que analizaremos en el siguiente punto), y si no hubiera contado con un grupo de colaboradores dispuestos a seguirlo en su política de agresión belicista: Göring, Himmler y Goebbels, entre otros, eran auténticos narcisistas, seres malignos que no dudaron en secundar a su jefe con tal de reforzar sus carreras y su ego.
Un psicópata criminal integrado comete crímenes sin que su cultura lo considere un asesino. En este apartado podemos poner a otros jefes de Estado —Stalin, Sadam Hussein, Bokassa, Idi Amin—, pero no cabe duda de que Hitler fue el ejemplo más destacado en esa categoría. En una obra imprescindible sobre la psicología de Hitler, el historiador canadiense Robert Waite (1919-1999) lo describió como el «dios psicopático»,5 y con ello quiso señalar tanto su carácter de mesías —que impulsó su toma del poder— como su psicología psicopática, que se manifestó en tres rasgos esenciales: su capacidad de manipular y mentir al servicio de un sentimiento grandioso y narcisista del propio yo; su absoluta falta de empatía y conexión con los valores humanos básicos que le impidió una mínima autocensura enfrente de crímenes inimaginables, y su «voluntad de poder» plasmada en la meta de dominar el mundo mediante la destrucción sistemática de todos los que se oponían a su credo y voluntad.
El único amigo de juventud de Hitler, August Kubizek, declaró en una carta enviada a un conocido que «Hitler siempre será para mí un enigma psicológico».6 La manipulación, las mentiras y las traiciones que jalonaron su llegada al poder son conocidas: el asesinato del poderoso Ernst Röhm en la «Noche de los cuchillos largos», cuando el líder de las multitudinarias milicias de las SA se había convertido en un estorbo para él; el engaño sistemático al que sometió a las democracias liberales antes del inicio de la conflagración mundial prometiéndoles que no tenía ningún deseo de provocar una nueva guerra (en particular al Primer Ministro británico Neville Chamberlain) o la traición a Stalin al firmar un tratado de cooperación para luego declararle la guerra, son ejemplos bien ilustrativos. El narcisismo y endiosamiento no precisa de ulterior comentario: en la locución radiofónica con la que se dirigió al pueblo alemán después del atentado que sufrió en julio de 1944, en la denominada Operación Valquiria, afirmó que la Providencia lo había salvado.
Es cierto que para un auténtico psicópata Dios no es un personaje relevante, pero él utilizó esa imagen para transmitir que era un ser elegido, por eso había sobrevivido milagrosamente al atentado; la mayor parte de su pueblo era cristiano, y Hitler nunca se enfrentó directamente a la religión, sino que más bien la quiso moldear para que encajara dentro de la visión mística y mítica que representaba el nazismo.
En cuanto a su brutal falta de empatía y lazos humanos significativos con los demás, su total carencia de valores morales, ¿qué podemos añadir que no haya pregonado el Holocausto? Sin embargo, es importante señalar que tampoco en su vida privada ni en el ejercicio de su cargo tuvo lazos reales, lo que explica que enviara a adolescentes alemanes a la muerte en los últimos días del régimen, cuando ya se contaban las horas para que se suicidara en su búnker.7 O que no reconociera en absoluto que él había sido el aniquilador de su pueblo, ya que también es de dominio público que justo antes de morir acusó a este del fracaso, aduciendo que no había tenido la suficiente madurez como para asumir la gloria que él había puesto en sus manos.
Manipulador, seductor, cruel, sin un mínimo sentimiento de piedad o compasión, sin atisbo de que la conciencia le pese, Hitler pretende ser el dueño del mundo, porque, como todo psicópata, el dominio y el control, la sensación de tener el poder, es lo que lo motiva y, al tiempo, lo ciega. Waite nos refiere cómo a partir del fracaso de sus planes para conquistar Inglaterra y, sobre todo, después de la retirada de Rusia, la mente de Hitler empieza a quebrarse, empieza a tomar decisiones ilógicas y absurdas sin que sus oficiales osen llevarle la contraria. Terminó ordenando ejecutar a su más grande general, Rommel —quien ya había mostrado su honor negándose a obedecer la orden de asesinar a todo enemigo capturado tras las líneas alemanas—, por las sospechas de su participación en la Operación Valquiria y desconfiando de todo aquel que no se limitara a aceptar lo que dictaminara, lo que alargó innecesariamente la agonía de su país y de todos los combatientes.
Hasta que la realidad fue tan tozuda que no le quedó otra solución que el suicidio. Un dios nunca se excusa. La agencia precursora de la CIA de aquellos años (la Oficina de Servicios Estratégicos, OSS) había encargado en 1943 un perfil al psiquiatra Walter Langer para que valorara cómo reaccionaría Hitler frente a la derrota. Langer escribió que el Führer solo podía enfrentar la destrucción de su «sagrada misión» con el suicidio.8 No hubiera podido soportar ser apresado y juzgado. Y no lo fue.
Una de las obsesiones del nazismo fue mejorar la que sus líderes e ideólogos consideraban la raza superior, la aria. Para ello, no dudaron en experimentar todo tipo de fármacos y tratamientos con otros seres humanos no arios y, por tanto, vistos como inferiores y prescindibles. Entre los médicos que, olvidando el juramento hipocrático, participaron en esa empresa hubo uno que destacó por encima de todos por su fanatismo y la extrema crueldad de sus experimentos.
Ese médico se llamaba Josef Mengele y había nacido en Günzburg, en Baviera, el 16 de marzo de 1911, en el seno de una familia burguesa. Buen estudiante, a los diecinueve años ingresó en la Universidad de Múnich para estudiar Medicina y Filosofía. En 1935, obtuvo su doctorado en Antropología física gracias a una tesis en la que afirmaba que la raza de una persona podía ser identificada a partir de la morfología de su mandíbula.
Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, Mengele se presentó voluntario en el servicio médico de las SS. Su primer destino fue la Oficina de la Raza y el Reasentamiento en Poznan (Polonia), donde debía valorar la pureza racial de quienes optaban a ser considerados germanos. En 1941, fue enviado a Ucrania y, un año más tarde, a la Quinta División Panzergrenadier SS Wiking, en la que sirvió como oficial médico. En una de las acciones en las que tomó parte fue herido de gravedad y repatriado a Alemania.
Declarado no apto para el servicio, Mengele empezó a trabajar en el Instituto Káiser Guillermo de Antropología, Genética Humana y Eugenesia de Berlín. Su estancia en él duró poco: a principios de 1943 fue ascendido a capitán de las SS y, poco después, destinado a Auschwitz como médico. Una vez allí, el doctor Eduard Wirths, el médico de mayor rango de todo el campo, lo puso al frente del sector dedicado a las familias gitanas.
Mengele pronto advirtió que ese destino le brindaba la oportunidad de proseguir sus investigaciones de herencia genética e ingeniería racial sobre sujetos humanos, pues Auschwitz no solo era un campo de concentración y trabajo, sino también de exterminio. Él mismo participaba en la labor de selección de los presos: según algunos testimonios, lo hacía mostrando una total falta de empatía, como si los hombres, mujeres y niños que salían de los vagones que llegaban a la estación de Auschwitz no fueran más que cobayas. Vestido de manera impecable, con sus botas negras y relucientes, sonriendo e incluso silbando, separaba con un gesto de su bastón a quienes iban directamente a las cámaras de gas de los que estaban destinados a los campos de trabajo y a sus experimentos. Fue de ese modo como se ganó el apodo por el que sería conocido en el campo: Todesengel, el «Ángel de la muerte».
Para sus experimentos, Mengele buscaba sobre todo gemelos, pues estaba convencido de que esos hermanos constituían un medio inigualable para demostrar la teoría de que la herencia genética es más importante que el entorno en el desarrollo de los individuos. Otra razón que le impulsaba a buscar gemelos era la de encontrar el secreto de su gestación, para así poder incrementar la fertilidad de las mujeres arias. Igualmente, seleccionaba personas con algún rasgo distintivo, como iris de distinto color en cada ojo, enanismo o deformidades físicas. Estudiando esas anomalías pensaba encontrar el modo con que perfeccionar, gracias a la ingeniería genética, los rasgos característicos de la raza aria: los ojos azules, el cabello rubio y un cuerpo sano y de complexión fuerte.
La lista de las atrocidades que Mengele llevó a cabo en Auschwitz es tan larga como espantosa. Con los gemelos que cayeron en sus manos, la mayor parte de ellos niños, emprendió estudios salvajes: sometía a esas parejas a mediciones de sus atributos físicos, tras lo cual iniciaba lo que él llamaba «experimentos», pero que en realidad no eran otra cosa que execrables torturas: intervenciones quirúrgicas, heridas, amputaciones, punciones, inoculaciones de virus como el tifus, drogas, transfusiones de sangre entre grupos distintos de gemelos… Todo para ver si sus reacciones eran iguales o no y en qué grado. Cuando uno de esos gemelos moría, incluso aunque fuera de muerte natural, Mengele hacía asesinar al superviviente para que los cuerpos de ambos pudieran ser diseccionados y comparar las diferencias entre uno y otro.
Su comportamiento es aún más inhumano y atroz si se considera el trato amable que dispensaba a esos niños: hacía que se alojaran en un pabellón limpio y amplio, les proporcionaba una buena alimentación e, incluso, se mostraba cariñoso con ellos y les llevaba chocolate y otras golosinas. Los niños le adoraban. Para ellos, Mengele era el «tío Pepi». Mas esa consideración que mostraba solo tenía como objetivo que las «cobayas» llegaran sanas a los experimentos. Según el testimonio del médico judío Miklós Nyiszli, asistente del «Ángel de la muerte» en sus disecciones, el propio Mengele mató personalmente a catorce gemelos gitanos mediante una inyección de cloroformo en el corazón.
Mengele protagonizó también otros experimentos que nada tenían que ver con los gemelos. Uno de sus favoritos tenía que ver con la pigmentación del iris. A fin de descubrir el modo de cambiar su color y volverlo más azul, Mengele inyectaba en los ojos distintos pigmentos. Muchas de sus víctimas contraían así graves infecciones que les provocaban la ceguera e, incluso, la muerte. El médico hacía entonces extirpar esos ojos y los enviaba al Instituto Káiser Guillermo de Berlín para que fueran allí analizados y guardados.
Otros experimentos estaban destinados a probar la capacidad de resistencia del cuerpo humano a las descargas eléctricas. Igualmente, sometió a unas mujeres a fuertes radiaciones de rayos X y luego les extirpó los ovarios para examinarlos y dilucidar qué dosis era necesaria para esterilizarlas. Muchas de ellas murieron en el proceso.
Todos estos experimentos no hacían que Mengele descuidara sus labores como médico de Auschwitz. Así, a unos niños que padecían una enfermedad conocida como noma, que provoca úlceras bucales muy dolorosas, consiguió curarlos gracias a un tratamiento experimental que desarrolló, tras lo cual los envió a la cámara de gas. En otra ocasión, un brote de tifus fue solucionado enviando a los enfermos a esas mismas cámaras, tras lo cual los barracones que ocupaban fueron limpiados y desinfectados para que los ocuparan otros presos. Más de 1600 personas murieron de ese modo. Por hechos así, en 1944 Mengele fue condecorado con la Cruz al Mérito Militar y, una vez fue desmantelado el sector gitano y todos sus habitantes asesinados, ascendido al puesto de primer médico del campo de Birkenau, en el mismo complejo de Auschwitz.
Por si todo eso fuera poco, a Mengele se le acusa también de actos de crueldad gratuita. El más brutal de todos ellos fue el asesinato de trescientos niños menores de cinco años que hizo quemar al aire libre por la dificultad de matarlos en las cámaras de gas.
A principios de 1945, la contraofensiva del Ejército Rojo obligó a los alemanes a evacuar Auschwitz. Mengele fue uno de los que huyó para evitar caer en manos soviéticas. En junio fue detenido por los estadounidenses, quienes, a pesar de que su nombre ya figuraba en las listas de criminales de guerra, lo liberaron al no identificarlo correctamente. Mengele volvió a huir y, con identidad falsa, trabajó como peón de granja en la localidad bávara de Rosenheim. Mientras, en Núremberg, sus crímenes eran juzgados junto con los de otros jerarcas y mandos nazis. En 1949, logró escapar a Argentina. En 1959 fijó su residencia en Paraguay y, un año más tarde, en Brasil.
Todos los intentos emprendidos para capturarlo, incluidas las operaciones llevadas a cabo por el Mosad, el servicio de inteligencia israelí, acabaron en fracaso. Mengele murió el 7 de febrero de 1979 a causa de un ictus que sufrió mientras nadaba en Bertioga, en el estado brasileño de Sao Paulo. Fue enterrado bajo el nombre de Wolfgang Gerhard, la identidad que usaba desde 1975. Según su hijo Rolf, fue fiel hasta el final a sus convicciones nazis y nunca mostró ningún tipo de remordimiento por lo que había hecho durante la guerra.
No se puede entender la vida y hechos de Mengele al margen del régimen nazi y del formidable sistema de conquista y aniquilación con que Hitler pudo convertir en realidad durante unos años su delirante ideología. Porque Mengele fue un criminal de guerra excepcional, pero lo fue entre otros muchos. Dos hechos explican la notoriedad que alcanzó el «Ángel de la muerte»: por una parte, su diabólica capacidad para infligir torturas en los cuerpos de los prisioneros de Auschwitz en experimentos que pudieran servir para mejorar la raza aria. En este aspecto, Mengele fue el máximo exponente del amplio programa de eugenesia iniciado años antes del estallido de la guerra, desde la toma del poder por Hitler, periodo en el que se realizaron 40 000 esterilizaciones por causas físicas, mentales o por pertenencia a una raza «inferior».9 Los experimentos atroces que perpetró eran una continuidad lógica en el tratamiento cosificado de los enemigos del «Reich de los mil años». Por otra parte, su fuga de la justicia de los vencedores que, a diferencia de lo sucedido con Eichmann, lo mantuvo bien vivo como una leyenda maligna a la que ni el cazador de nazis Simon Wiesenthal ni los servicios de inteligencia de Israel pudieron capturar.
Antes de entrar en el perfil psicológico de Mengele, es menester prestar atención a las condiciones sociales y psicológicas que definieron el régimen nazi y la colaboración entusiasta de tantos alemanes en su empresa genocida.
Mark Goulden, periodista y editor británico, participó en un simposio organizado por Simon Wiesenthal 25 años después de terminar la Segunda Guerra Mundial para reflexionar sobre el Holocausto. En el libro editado posteriormente, supo reflejar mejor que nadie la cuestión que hizo temblar los mismos cimientos de la humanidad: «¿Realmente los alemanes llevaron a las cámaras de gas a 960 000 niños inocentes? (…) ¿Acaso nuestros ojos nos engañan cuando vemos esos reportajes en los que aparecen esqueletos vivientes deambulando por montañas de cuerpos marchitos de los campos de Belsen, Auschwitz, Birkenau, Treblinka…? ¿Esos hombres fueron alguna vez seres humanos normales como tú y como yo? Meditar sobre todas estas cuestiones es como sumergirse en el interior de una pesadilla insoportable».
Hoy en día conocemos muchas de las claves para explicar lo sucedido. Juan Antonio Marina apunta que el asesinato masivo tiene tres pilares: la pérdida de la sensibilidad humana, la renuncia (o desconexión) a los valores morales que nos relacionan a todos como seres humanos y la inexistencia de un Estado garante de los derechos humanos básicos.10
Empezando por esto último, es manifiesto que los nazis instauraron un Estado psicopático, es decir, donde el uso de la crueldad y el asesinato de inocentes se tornaron en leyes positivas, de tal modo que una parte de sus ciudadanos —los judíos y otras razas inferiores, homosexuales, disminuidos de algún tipo a los ojos del Reich— pasaron al estatus de inhumanos. Convertido en un modelo de sociedad totalitaria, la ideología se adueñó de la vida cotidiana, y los ciudadanos alemanes tuvieron que hacer frente a un dilema: dejarse llevar por los eslóganes que prometían gloria y riquezas o bien escuchar la voz de sus conciencias. Como tan bien ha descrito la filósofa Hannah Arendt, la mayor parte del pueblo alemán decidió ser aquiescente, obedecer dócilmente las leyes nazis que regulaban la convivencia y que en un principio claramente le beneficiaba, pues obtenía los trabajos y ocupaba el espacio dejado por los encarcelados y proscritos. No obstante, los soldados y otros movilizados para la causa tuvieron que intervenir de modo directo, y es en este punto donde se observaron grandes diferencias, pues no todos estuvieron dispuestos a cometer atrocidades.11
Así las cosas, si bien los soldados en general podían sentirse patriotas cuando actuaban frente a las tropas enemigas, el problema surgía cuando había que cometer crímenes de guerra, un fenómeno que podía resultar angustioso para personas con firmes convicciones morales, pero que en los campos de exterminio no permitía escapatoria alguna, ya que la propia naturaleza de esa organización era perpetrar un genocidio sin parangón en la historia.
Es aquí donde intervienen esos otros dos aspectos señalados por Marina: los sentimientos y los valores humanos. El ser humano promedio hubo de incurrir en actividades que le repugnaban. ¿Cómo superar esto?
El superior de Mengele, Heinrich Himmler, con ocasión de dirigirse a un grupo de oficiales nazis en Poznan, dijo: «La mayoría de vosotros sabrá lo que se siente cuando se reúnen 100 cuerpos, cuando se reúnen 500 o cuando se reúnen 1000. Tener que soportar todo eso y, a la vez (aparte de las excepciones causadas por la debilidad humana), tener que conservar la compostura, hace que nuestro trabajo sea extraordinariamente difícil». Comentando estas palabras, el analista de crímenes contra la humanidad Joshua Rubenstein aseguró que «los nazis no eran bestias sin sentimientos. Eran bondadosos con sus madres, generosos con sus hijos, cariñosos con sus esposas. Fue necesario apelar a una necesidad histórica para matar a millones de personas. El truco era permanecer como un ser humano decente y normal, tal y como explicaba Himmler con orgullo a sus subordinados».12