Sangre, sudor y letras - Samuel Giménez - E-Book

Sangre, sudor y letras E-Book

Samuel Giménez

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Beschreibung

El irreverente y extremista ex agente de policía Pablo, tras un último caso que concluyó de un modo trágico para su vida personal, decide volver a trabajar en su otro empleo como monitor de un pequeño polideportivo: un gimnasio con un número discreto de abonados a los que Pablo considera como sus pupilos. Sin embargo, una tarde de viernes reservada por estos pupilos para desconectar en el gimnasio de toda la semana se convertirá en la mayor de sus pesadillas: ninguno de ellos podrá salir del recinto y habrá cámaras ocultas que registrarán sus movimientos. A lo largo de los próximos y truculentos sucesos en el polideportivo, Pablo descubrirá dos hechos indiscutibles. Uno: el responsable de esta situación pretende que todo guarde un fuerte parecido con ciertos clásicos de la literatura española. Y dos: su experimento parece exigir que todos los presentes tengan una diana constante sobre sus cabezas, e incluso su sacrificio. Provisto de su pericia como expolicía, Pablo invertirá toda la tarde-noche intentando proteger a sus pupilos mientras resuelve las siguientes incógnitas: ¿Quién los tiene secuestrados?, ¿por qué está grabándolos y pretende hacerles daño?, ¿por qué esa intención de hacer que lo ocurrido tenga relación con la literatura? Y lo más importante, ¿conseguirá Pablo salvar a sus chicos, poder salir del polideportivo, acabar con sus enemigos y superar este auténtico viernes de mierda?

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Sangre, sudor y letras

Sangre,

Sudor

y letras

Samuel Giménez

Serie

Crímenes literarios

vol.2

Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación, u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y siguientes del código penal).

Diríjase a CEDRO (Centro Español De Derechos Reprográficos). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

© de la fotografía del autor.

© Samuel Giménez 2021

© Entre Libros Editorial 2021

www.editoriallxl.com

04240, Almería (España)

Primera edición: enero 2022

Composición: Entre Libros Editorial

ISBN: 978-84-18748-21-9

A mis padres Carlos y Chary y a mi hermano Marc.

Índice

AGRADECIMIENTOS

INTRODUCCIÓN

CAPÍTULO 1

CAPÍTULO 2

CAPÍTULO 3

CAPÍTULO 4

CAPÍTULO 5

CAPÍTULO 6

CAPÍTULO 7

CAPÍTULO 8

CAPÍTULO 9

CAPÍTULO 10

CAPÍTULO 11

CAPÍTULO 12

CAPÍTULO 13

CAPÍTULO 14

CAPÍTULO 15

CAPÍTULO 16

CAPÍTULO 17

CAPÍTULO 18

CAPÍTULO 19

CAPÍTULO 20

EPÍLOGO

FIN

Biografía del autor

Tu opinión nos importa

AGRADECIMIENTOS

Quiero dar las gracias a todos aquellos amigos y amigas que todavía conservo desde que los conocí, tanto en Secundaria, en Bachillerato como en la universidad. Estos siguen demostrándome que a día de hoy todavía les importo y continúan muy interesados en mi hobby de escritor. En este apartado, también tengo que incluir a otros amigos que he podido conocer fuera del ámbito académico, tan imprescindibles como los otros.

Ya que he hablado del ámbito académico, muchos profesores de todas mis etapas también merecen tener cabida aquí gracias a sus sabias enseñanzas.

Mención aparte debe ofrecerse a mis compañeros de fatigas de un pequeño y familiar polideportivo al que he acudido muchas tardes para desconectar del día a día. El entrenador personal de este y los demás gimnastas han supuesto una buena compañía para pasar las tardes de una forma muy amena. De hecho, estas experiencias me han servido de inspiración para esta novela.

Doy las gracias también a los compañeros de mi trabajo. El buen trato que han sabido proporcionarme y el buen clima de convivencia que generan no se encuentra todos los días. Mis propios alumnos también han de ser incluidos, a los cuales felicito mucho por saber interiorizar mis densas sesiones de Literatura Castellana. Es todo un mérito por su parte.

Por supuesto, los miembros de la editorial LxL, incluida mi editora personal, deben recibir otro agradecimiento por mi parte; sin ellos, al fin y al cabo, la obra habría sido escrita como la anterior, pero nunca galardonada con el Premio a Mejor Novela Negra de su concurso literario ni publicada como es debido.

Por otra parte, gracias a los lectores que se han ofrecido a degustar mi novela anterior; uno está todavía más predispuesto a seguir trabajando para mejorar su estilo y sorprender en mayor grado a su público. Por lo tanto, también tengo que agradecerles haber invertido tiempo y ganas en leerme.

Y, lógicamente, para acabar, mi familia tiene el agradecimiento más poderoso de todos, por su entrega y su dedicación para ayudarme a ser la persona que soy ahora.

Sobre el ex agente de policía Pablo, ahora monitor de un polideportivo

Hace algunos años, Pablo trabajaba como responsable de una unidad especial del cuerpo de policía encargada de la lucha contra el tráfico de estupefacientes. Pero fue expulsado del cuerpo a raíz de un operativo que resultó desastroso por culpa de su recurrente actitud agresiva y extremista.

El exagente cambió de oficio y empezó a trabajar como monitor en un pequeño gimnasio. No obstante, un buen día recibió la visita de su entonces superior, el comisario Andrés. Este le hizo una extraña pero tentadora proposición: si conseguía resolver un nuevo caso vinculado al grotesco suicidio de un escritor, se le reconocerían de nuevo sus aptitudes y se le permitiría reingresar en el cuerpo.

Así pues, Pablo determinó encargarse de la investigación del crimen con la productiva ayuda de una joven escritora, estudiante y experta en literatura, llamada Clara, cuya implicación y aportación en el caso resultó ser mucho mayor que la del policía. Dicho caso, partiendo de este primer suicidio, demostraría ser mucho más complejo, con toda una serie de asesinatos posteriores inspirados en obras literarias. Pablo siempre lo recordaría como el «caso de los putos crímenes literarios».

De todos modos, Pablo nunca imaginó que su investigación obtendría un cariz tan personal. Para su desconcierto, llegados a cierto punto del misterio, se vio obligado a enfrentarse a ciertos elementos del narcotráfico con una vendetta personal contra él. Pese a la resolución final del caso, esto último acarrearía que, para Pablo, todo culminara en tragedia, llegando a perder a un ser muy querido. Y por si no fue suficiente, debido a la ayuda excesiva de Clara, cosa que el comisario Andrés consideró inaceptable a la hora de valorar las aptitudes de Pablo, el agente volvió a ser despedido.

Finalmente, y tras unos meses ausente y sumido en una depresión, Pablo decidió volver a trabajar como entrenador en aquel mismo gimnasio de barrio. Es en este punto donde comienza nuestra descabellada historia, así como una de las mayores pesadillas que experimentaría el pobre desgraciado.

INTRODUCCIÓN

La mancuerna de dieciocho kilogramos y la novela de casi cuatrocientas páginas resbalaron de las manos del ex inspector de policía Pablo y cayeron al suelo. Y esto sucedió en cuanto sus ojos se encontraron con los dos cadáveres que permanecían en el vestíbulo del pequeño gimnasio.

Debo suponer que el párrafo anterior contiene dos detallitos que pueden escapar bastante a la comprensión del lector. Primero: la razón que había movido a las circunstancias de la vida a apostar dos fiambres en aquella instalación. Y segundo: ¿Qué demonios hacía Pablo con una mancuerna tan pesada en una mano y con una obra literaria en la otra? Es decir, suponen dos elementos bastante contrapuestos entre sí, por las opuestas habilidades humanas que permiten desarrollar cada uno, ¿cierto? ¿Qué estaría haciendo Pablo con anterioridad? ¿Gozar de la lectura de aquella novela mientras fortalecía su bíceps mediante el levantamiento constante de la mancuerna? Podría ser posible. Pero ¿y si un servidor añadiera que tanto la pesa como el libro estaban manchados de sangre?

Que nadie se preocupe, porque esta situación será totalmente contextualizada en los próximos capítulos. Sin embargo, ya puedo anticipar que la mención a estos dos objetos no ha sido gratuita. Después de todo, el fitness y la literatura, aun con sus caracteres incompatibles, serán dos disciplinas con cierta relevancia en esta historia.

Pero volvamos a nuestro exinspector Pablo, ahora entrenador de este polideportivo. El buen hombre gozaba de un admirable metro ochenta y tres de estatura, un color de piel muy bronceado y una vigorosa y fibrosa musculatura, aun habiendo vivido más de cuarenta años. Su cabeza era ovalada y contaba con unos cabellos morenos completamente rasurados al uno, unos labios carnosos, una palpable visibilidad de los huesos ubicados en sus pómulos y unos prominentes ojos marrones. Estos mismos ojos, ante el truculento hallazgo de los dos cuerpos, fueron los artífices de que su portador creyese por un momento que su corazón había detenido el desarrollo de su empleo. Obligado a mantenerse de pie y colocando sus brazos sobre el pequeño mostrador de recepción, intentó que su antigua faceta de inspector de policía imperara sobre su faceta actual de monitor de gimnasio. De este modo, procedió a un escrutinio visual de aquella escena del crimen.

En primer lugar, la recepcionista Raquel. Esta se encontraba en el interior del espacio cuadrangular formado por tres bloques adheridos entre ellos que conformaban el mostrador de recepción. Acomodada sobre su sillón reglamentario, permanecía inclinada hacia adelante y con parte del tronco superior colocado encima del mostrador. Su brazo derecho había sido alzado hacia adelante, como si la víctima hubiese pretendido sujetar a algún gilipollas no abonado que hubiera querido colarse en el recinto. Pero, lógicamente, en aquel momento se mantenía inerte y apuntando hacia el suelo.

La cabeza de la mujer también estaba posada sobre el mostrador bocabajo, de forma que no podían apreciarse los rasgos faciales de su rostro. Los cabellos habían adoptado un color rojizo. Y resultaba insólito que se hubiera puesto un tinte de aquel color, y más sin salir del recinto ni acudir a una peluquería o a su propio domicilio. Por lo tanto, la causa de la muerte debía inscribirse en algún punto de aquel cráneo embadurnado con su propia sangre. Un cráneo que había sido divinizado por parte del asesino, a juzgar por un hecho muy concreto: se le había colocado encima una corona. «Sí —supuso Pablo—, seguramente será de juguete». Sin embargo, no dejaba de tratarse de una corona de rey emplazada sobre la cabeza de un putrefacto fiambre.

Por otra parte, estaba un conocido abonado del gimnasio, quien se hallaba a poco más de un metro enfrente de la recepción, pero tendido bocarriba sobre el pavimento. Sus pies apuntaban hacia el mostrador, y su cabeza, hacia la pared opuesta. Por lo tanto, en el momento de fallecer, y a no ser que hubieran trasladado el cuerpo, debió mantener la mirada impresa en la recepcionista. La causa de su muerte sí resultaba mucho más evidente: el mango de un imponente cuchillo carnicero sobresalía de su estómago, de modo que toda la extensión de su alargada, ancha y afilada hoja había sido hundida en el interior del órgano interno, formando un prominente charco de sangre en torno a su ancha figura.

Confirmada la causa de la muerte en el segundo cadáver, Pablo se dispuso a entrar en el vestuario masculino y apoderarse de un trozo de papel higiénico con el que poder manipular el primer cuerpo sin contaminarlo y así poder verificar qué había matado a la recepcionista. Pero uno de los gritos más estridentes que llegaría a padecer su propio tímpano lo obligó a detenerse en seco.

El alarido de terror lo había proferido otra abonada de aquel gimnasio. Esta, desoyendo la anterior orden emitida por Pablo de que nadie subiera hasta el vestíbulo y se quedara en el subsótano con los demás, había subido todas las escaleras y también había visto los dos cadáveres. Por consiguiente, ella sí que se desplomó de rodillas contra el suelo y se cubrió la boca con las dos manos.

—¡Cago en to, Marta! ¡Menudo susto me has pegado! ¿Tú qué quieres, que se me salga el corazón por la boca y tengáis que cargar con tres fiambres y no con dos? —le recriminó Pablo mientras se frotaba con fuerza los oídos, afectados por el alto nivel de decibelios recibidos—. ¿No os he dicho que os quedarais abajo, cojones? ¿Para qué narices has subido?

—¡Joder, Pablo! ¡Habíamos escuchado el ruido de un golpe de la hostia que venía de arriba! ¡Pensábamos que habían vuelto a atacarte o algo! ¿Qué…? ¿Qué ha pasado aquí, Pablo? —inquirió, sin dar crédito a lo que veían sus ojos y temblando de arriba abajo—. ¡¡¿¿Pero qué narices ha pasado, por el amor de Dios??!!

De nuevo, Pablo experimentó un daño considerable en sus oídos ante el súbito aumento de decibelios generados en aquella última pregunta. Reprimiendo el impulso de amordazar a aquella escandalosa, le señaló en primer lugar la mancuerna y la novela que habían caído al suelo como consecuencia de su conmoción psicológica causada por el hallazgo de los cadáveres; tremendo golpe al caer ambos objetos que justificaba el sonido brusco que habían escuchado todos desde el subsótano. Después, ayudó a la afectada Marta a levantarse y de nuevo se dispuso a entrar en el vestuario, aunque en esta ocasión también para que la mujer se lavara la cara e intentara serenarse un poco. No obstante, y una vez más, la llegada de un nuevo abonado, provisto de unas pequeñas gafas, la hizo recular.

—¡Dios! ¿Qué ha pasado aquí? —se escandalizó el chico, aunque con una serenidad mayor que la de Marta. Desvió la mirada hacia Pablo—. ¿Te los has encontrado así, Pablo? ¿Es…? ¿Están muertos los dos? —Pablo se vio obligado a asentir con la cabeza—. Me defeco en la meretriz, es increíble… —musitó estupefacto mientras volvía a observar con horror a los dos difuntos—. Madre mía, de una puñalada en todo el estómago… —añadió, refiriéndose al segundo cadáver—. Pobre hombre. Si es que ya lo dice siempre Diego, que ser hombre no es fácil.

Ante la emisión de aquella última oración, Marta se llevó las manos a la cabeza y espetó un nuevo alarido. Si la hubiera pronunciado su legítimo dueño, el tal Diego, la chica lo habría matado.

—¡¿Tú eres subnormal o qué te pasa, Jorge?! —le espetó, frotándose los pómulos con las palmas de las manos—. ¡Bastante hartita me tiene ya tu colega al soltar la misma frasecita de machito victimista cada vez que algo le toca las narices! ¿Y ahora encima tengo que aguantar que se la tomes prestada y la repitas para hacer la coña? ¡No hay una mierda de gracioso en esto, tío!

—Hombre, tampoco te creas… —se defendió el chico llamado Jorge, dirigiéndose a la primera víctima con la mirada—. Yo por lo menos es la primera vez que veo a un muerto con una corona en la cabeza, como si hubiera estado celebrando una fiesta de cumpleaños. Y, además —quiso añadir—, la frasecita no la he exteriorizado de forma gratuita, que te quede bien claro. He hecho la referencia a las dificultades de ser hombre de forma cómica, sí, pero porque da la impresión de que ha sido Raquel la que ha apuñalado y asesinado al pobre hombre.

Tanto Marta como Pablo se miraron entre ellos con sendas expresiones de incredulidad. Los dos le exigieron al chico que desarrollara aquella descabellada idea. Para ello, Jorge se acercó a la pobre recepcionista y señaló el brazo derecho que asomaba hacia adelante a través del mostrador.

—A ver, es una imagen que se me ha venido así, de golpe y porrazo, al observar la posición de su cuerpo —comenzó a desarrollar—. El hecho de que el otro cuerpo esté colocado justo enfrente de ella, que ella tiene precisamente el brazo con su mano hábil sacado hacia adelante y que haya un cuchillo en el cuerpo del hombre… No sé, todo unido como que produce la sensación de que han usado el brazo de Raquel para lanzar el cuchillo en dirección al otro.

—Pero ¿qué gilipollez de teoría es esa, listillo? —inquirió Marta de forma despectiva—. ¿Cómo iba Raquel a matar a uno de nuestros compañeros, si era un amor? A ti se te va la pinza.

—No, es evidente que han sido los chorbos que se han llevado a nuestro colega Uriel, supuestamente, al hospital —intervino Pablo. Tanto Jorge como Marta adoptaron sendas miradas de absoluta estupefacción, asegurándole ambos que aquello también era descabellado—. ¡No, descabellado una mierda! Hemos estado perdiendo el tiempo haciendo lo que hemos hecho allí abajo y permitiendo que esos timadores de los huevos se llevaran a Uriel del gimnasio porque creíamos que teníamos que protegerlos en cuerpo y alma. Y resulta que al final lo que hemos hecho ha sido proporcionarles el tiempo suficiente para que se cargaran a estos dos, y por supuesto para que sacaran a nuestro colega del recinto sin problemas.

—¿Estás insinuando entonces… que Uriel ha sido secuestrado? —sugirió Jorge, desviando la mirada hacia el hueco ubicado al fondo a la izquierda del vestíbulo, el cual contenía una escalera que permitía ascender hasta la salida del recinto.

Pablo así lo consideró, muy a su pesar. De todos modos, si hubieran visionado las grabaciones de la única cámara de seguridad del recinto, colocada en el techo junto al mostrador, podrían haberlo confirmado del todo. Pero los secuestradores no les permitieron disfrutar de semejante privilegio. Tal y como verificaron, tanto el visor de la cámara como el monitor y la CPU del ordenador de sobremesa del mostrador habían sido pulverizados mediante múltiples disparos de bala.

Por lo tanto, el entrenador les ordenó a sus dos alumnos que entraran en el vestuario masculino, independientemente de que no se correspondiera este con el género de Marta, para refrescarse e intentar despejar la mente. Mientras tanto, él saldría del gimnasio y llamaría a la policía a través del teléfono móvil que había extraído del bolsillo de sus pantalones deportivos. Así pues, y mientras la pareja entraba en el consabido vestuario, Pablo flanqueó el torniquete que permitía el acceso de los abonados al recinto, se introdujo en el hueco y subió a través de aquella escalera en dirección a la salida.

Sin embargo, Pablo ascendió el último escalón del pequeño corredor y se topó con la puerta cristalera de salida del recinto totalmente sellada. Por si fuera poco, los asesinos también se habían encargado de hacer descender, al otro lado de la puerta, una prominente persiana de color granate, equivalente a las de muchos establecimientos comerciales, hasta el suelo. Como era de esperar, Pablo no pudo abrir aquella puerta cristalera. Pero intuyó que, aunque lograra romper el vidrio con algún impacto de mancuerna, los criminales también habrían bloqueado la endurecida persiana con llave.

—Hijos de la grandísima puta… —los maldijo mientras empleaba su teléfono móvil para entablar contacto con la misma unidad policial de la que, en su día, él también había formado parte, muy a su pesar—. Habrán cogido el llavero de la recepcionista para cerrar con llave tanto la puerta cristalera como la persiana. Pero se les va a acabar muy pronto este cachondeíto que se traen entre manos. Como me los encuentre cara a cara, pienso romperles todos los huesos con mis mancuer…

Entonces fue él mismo quien recibió una llamada telefónica, generada por un número oculto, antes de que pudiese comunicarse con algún integrante de la policía. Aunque la voz estaba manipulada, Pablo estaba seguro de que se trataba de uno de los tipos que se habían llevado a su pupilo lisiado del recinto.

—No llamarás a la policía —le aseguró la voz. Pablo se preguntó cómo demonios había averiguado aquel sujeto que iba a realizar aquella acción justo en aquel instante—. Controlamos todos vuestros movimientos y podemos observar todo lo que vayáis a hacer cada uno de los que estáis dentro de ese polideportivo de mierda. Así que no intentéis pasaros de listos con nosotros. No olvidéis, después de todo, que contamos con un rehén.

—¿Quién cojones sois vosotros? ¿De dónde mierda habéis salido? —quiso saber Pablo—. ¿Y por qué los habéis matado? ¿Qué puto daño han podido haceros nuestros compañeros como para que os los hayáis ventilado de esa manera?

—Oye, que nosotros solo somos unos mandados, ¿eh? Así que podríamos decir que no estamos autorizados a decírtelo. —En ese momento, el demente interlocutor profirió una pequeña risita, algo que Pablo percibió y que incrementó su cólera—. Lo que sí podemos asegurarte es que el asesinato de la recepcionista y del otro tío no ha sido más que un… Sí, nada más que un «calentamiento», por utilizar una palabra típica de esa disciplina que practicamos los dos, llamada fitness. Vuestra «nueva experiencia» no ha hecho más que empezar, para que os quede bien clarito.

—¡Y una polla, pedazo de cabrón! —le espetó Pablo mientras comenzaba a descender las escaleras, en dirección de nuevo al vestíbulo del gimnasio—. Para tu información, capullo, acabo de recordar que yo también tengo una copia de las llaves de esa salida, así que pienso abrirme de aquí sin necesidad incluso de cargarme la puerta, y pienso ir a por todos vosotros.

—No, no lo harás —le prometió el interlocutor—. ¿Tienes problemas de memoria a corto plazo o qué te pasa, gilipollas? ¡Tenemos un rehén, coño! —Así volvió a recordarlo Pablo, y por ello hinchó sus mofletes de aire y apretó con fuerza sus dientes, presa de una absoluta impotencia—. Solicitad ayuda exterior, y mataremos al rehén. Intentad salir del recinto, y mataremos al rehén. Es así de sencillo, joder. Y te aseguro que no vamos de farol cuando te digo que os tenemos totalmente vigilados a los que estáis ahí dentro. ¿Sabes qué podéis empezar a hacer para entreteneros, pues? —En ese momento, el ahora entrenador acababa de atravesar el hueco para internarse en el vestíbulo—. Primero, que tus chicos hablen con los familiares con los que convivan y les suelten que ya habían salido del recinto hace rato y que van a tomarse algo o de fiesta lejos de aquí. Lo que sea que justifique que no vayan a volver a casa durante las próximas horas y cuando el gimnasio esté cerrado. Después, que apaguen y encierren todos sus móviles en alguna taquilla del vestuario. El de Raquel no; ese nos lo hemos llevado nosotros. Segundo: tú harás lo mismo con el tuyo, pero después cogerás otro móvil especial que os hemos facilitado y que encontrarás en el bolsillo del fiambre tirado en el suelo. Y tercero: descifraréis el doble asesinato que se ha cometido en vuestro vestíbulo, porque desde luego esconde mucho más de lo que parece. Venga, hasta luego.

Colgó el teléfono antes de que Pablo pudiera preguntarle acerca del significado de aquellas últimas palabras. Para entonces, ya volvía a hallarse en el vestíbulo, justo delante del torniquete de acceso para los abonados al gimnasio. En esta ocasión se encontró con un número mucho mayor de personas en el sótano, aparte de sus dos anteriores aliados. Efectivamente, parecía que todos y cada uno de los gimnastas que hasta entonces se hallaban reunidos en el subsótano habían seguido los pasos de los otros dos y contemplaban al unísono la macabra puesta en escena.

Por un momento, al pobre Pablo le flaquearon las piernas a causa de la preocupación. Al toparse con los dos cadáveres, una sola gimnasta había experimentado una reacción individual estruendosa. Por lo tanto, una misma histeria en ámbito colectivo podría metamorfosear aquella pequeña instalación en una auténtica jungla de acero. Sin embargo, y contra todo pronóstico, aquella permanencia en colectividad sumió a los gimnastas en un abatido silencio, como si la presencia conjunta de tantos cerebros ligados por un mismo impacto emocional hubiese generado un cortocircuito que los mantuviera en desconexión temporal.

—Esto… A ver, gente… —En realidad, no sabía ni cómo empezar con objeto de que no cundiera el pánico—. ¿Recordáis cuando en algunas sesiones me he puesto a defender a capa y espada el trabajo en equipo para cumplir con la ejecución de ciertos ejercicios físicos con éxito? —Debido al espanto producido por la visión de los cadáveres, no apreció que ningún abonado le contestara con un sí—. ¡Pues que surja de nuevo ese espíritu, cago en to! ¡Quiero que permanezcáis unidos y que os apoyéis entre vosotros para que ninguno se cague en los pantalones! ¡Estamos todos encerrados en este gimnasio y no podemos salir de aquí ni comunicarnos con la pasma, a no ser que queramos que se carguen a nuestro amigo Uriel y lo mismo a nosotros también! ¡Así que no quiero que nadie me venga de machito o de hembra alfa e intente hacer cualquier tontería que nos lleve a todos a la mierda! ¿He hablado con claridad?

Invirtieron más segundos de los que Pablo hubiera deseado, y más teniendo en cuenta que desconocían que el compañero lisiado había sido realmente raptado por sus enemigos. No obstante, algunos de ellos acabaron asintiendo con la cabeza, con mayor o menor convicción según el caso.

—Bien, gente; así me gusta —los felicitó Pablo, y en ese momento señaló la escena del crimen con el dedo—. A ver, ahora hablaréis con los que convivan con vosotros y os inventaréis que habéis salido hace rato del gimnasio para tomar algo. Una vez hecho, os meteréis uno por uno en el vestuario de los tíos y apagaréis y encerraréis con llave vuestros móviles en una de las taquillas. Es lo que me han exigido. Yo tendré que hacer lo mismo, y después cogeré otro móvil que se supone que nos han dejado aquí. Y otra cosa: ya que estamos forzados contra nuestra voluntad a quedarnos entre estas cuatro paredes como si fuera una asfixiante lata de sardinas, vamos a hacer algo provechoso e intentemos descifrar toda esta movida. Creo que sabemos quiénes se han cargado tanto a nuestra recepcionista como a nuestro camarada, pero ¿quiénes eran exactamente esos cabrones y por qué cojones lo han hecho? ¿Qué mensaje han querido mandarnos esos putos dementes de la cabeza con esta estrambótica puesta en escena? ¿Qué pinta esta corona sobre la cabeza de Raquel y las posturas estas raras en las que han colocado los cuerpos? Y lo más importante, ¿será este el único crimen que ha sido planificado por esa pandilla? Y de no ser así, ¿quién será el próximo afortunado al que mandarán al otro barrio?

Ante la desenfrenada acumulación de preguntas sin respuesta, algunos asistentes se conmocionaron hasta el punto de pedir disculpas y entrar de forma furtiva en el vestuario masculino para descargar el contenido de sus meriendas. El hombre soltó un suspiro de resignación, empatizando con aquella reacción colectiva, y se dirigió a los gimnastas que quedaban.

—Y una última cosa antes de ponernos manos a la obra. —Se frotó las manos—. Sois conscientes de lo de puta madre que son los viernes, ¿verdad? De lo cachondos que nos pone a todos que llegue el viernes porque ya han acabado los mierdosos cinco días de curro de las narices que hemos tenido que aguantar y porque al día siguiente viene el finde, ¿a que sí? Muy bien… ¡Pues puedo prometeros que este va a ser el viernes más emocionante que vamos a vivir todos en nuestra puñetera vida! ¡Así que, venga, todo el mundo a darle al coco, vamos!

Lo que ignoraban aquellos pobres inocentes era que, en cuanto salieran aquellos que estaban vomitando, cumplieran la exigencia de mentirles a sus familias y desprenderse de sus móviles y le ofrecieran intimidad a Pablo para que fuera al vestuario a hacer lo mismo y a orinar, el entrenador se encargaría de despedazar alguno de los espejos colocados sobre los lavamanos con sus propios puños desnudos. Primero, porque en realidad no tenía ni la más remota idea acerca de cómo podrían sortear la adversa situación en la que se encontraban. Y segundo, porque aquel viernes no iba a ser el día más emocionante de sus vidas, no, sino que iba a ser un auténtico viernes de mierda.

Pero en lugar de describiros con detalle esta agresión contra el espejo con el único propósito de fomentar la virilidad del entrenador Pablo, considero más productivo que empecemos por el principio.

CAPÍTULO 1

Antes del secuestro y doble homicidio, esa misma tarde…

Viernes

El hecho de ser viernes se mantenía adherido al neocórtex cerebral del propio entrenador y ex inspector de policía Pablo a las seis menos cinco de la tarde. En ese momento, se encaminaba con el cuerpo erguido y con la música de rock ochentero retumbando a través de sus auriculares en dirección al pequeño polideportivo que suponía su actual puesto de trabajo. A pesar de la temprana hora de la tarde que figuraba en su reloj digital, el cielo ya había obtenido el color del carbón. Incluso alguna que otra estrella había logrado con dificultades asomarse a través de la capa de contaminación que resulta tan típicamente acaparadora en toda urbanización superpoblada. La pequeña y discreta avenida donde se ubicaba la instalación estaba casi desierta, algo recurrente en cuanto se hacía de noche y en época hibernal. Esto, sumado a la ausencia de algún vecino asomado al balcón, la convertía en una calle idónea para que pudieran llevarse después al rehén sin la presencia de testigos.

El recinto en cuestión, por su parte, no podía permitirse el lujo de alardear de su autosuficiencia como instalación. Desde su misma construcción, se encontraba adherido a un centro escolar llamado San Juan que ofrecía estudios desde Educación Infantil hasta Bachillerato, y cuya dueña también se encargaba del mantenimiento del citado polideportivo. Aun así, este gimnasio permitía la inscripción de cualquier tipo de ciudadano, tanto si era alumno del colegio como si no. Siempre y cuando, claro está, este tuviera la imperiosa necesidad de no generar repulsión entre los integrantes de su sexo contrario al exponer sus carnes durante el verano… y dinero para costeárselo, por supuesto.

El acceso o entrada principal al gimnasio ya anunciaba con descaro que el susodicho estaba subordinado al colegio. Consistía en una pequeña estructura rectangular flanqueada en ambos lados por un prominente muro que rodeaba toda una serie de pabellones anexionados que conformaban el colegio. La estructura disponía, al entrar en ella, de una serie de escasos escalones que ascendían hasta un acceso auxiliar al patio del instituto y otra serie de escalones que, en cambio, descendíanhasta la única entrada del polideportivo.

Pablo entró en la estructura, bajó las escaleras y accedió al vestíbulo del gimnasio, donde se plantó ante un torniquete. La joven recepcionista, acomodada en su consabido puesto de recepción, observaba su rostro con el ceño fruncido y con el dedo titubeante a escasos milímetros del botoncito que permitía el empuje de las barras de dicho torniquete.

—Madre mía, Pablo, menudas ojeras traes —apreció la chica, reprimiendo una risita ante las prominentes líneas profundas que se dibujaban bajo los ojos del hombre—. Tienes la cara hecha un asco, la verdad… A ver si para mañana, siendo fin de semana, consigues dormir las horas necesarias, porque desde luego te veo bastante hecho polvo.

«Si yo fuera James Bond y esta chica la secretaria, al menos empezaríamos a flirtear en vez de soltarme ese defecto físico tan innecesario… Puta mierda de vida», pensó Pablo con amargura mientras se quitaba los auriculares de los oídos, aunque hubiese oído a la chica sin problemas. La susodicha era una joven de estatura media, tan delgada como una ganzúa, aunque con una musculatura fibrosa bastante perceptible al ojo humano, de cabeza pequeña y redonda, ojos pequeños y marrones y con el cabello castaño y rizado recogido en una coleta. Ella vio la taciturna expresión de Pablo ante su comentario e intentó disculparse, aduciendo que simplemente había mostrado preocupación por su salud.

—No, Raquel, no te rayes, si no te falta razón: no me encuentro tope de on fire precisamente. Y en realidad no son las pocas horas que duermo lo que me toca los cojones —le aseguró Pablo mientras la tal Raquel accionaba el botoncito y el hombre atravesaba el torniquete—. Lo que me los toca de verdad es el hecho de que en su día hubiera un subnormal al que se le ocurrió la ridícula idea de creer que una jornada laboral partidaestaba de puta madre para los currantes como yo. Cuatro horas de curro por la mañana, las cuales además aprovecho para hacer mi propio entreno en este mismo gimnasio, y otras cuatro por la tarde hasta las diez de la noche. Y los findes me obligo a mí mismo a ir a otro centro de entrenamiento para reciclarme y perfeccionar aún más mis habilidades de confrontación cuerpo a cuerpo de cuando era policía… ¡Hostia, si es que al final me paso todo el puto día fuera de casa! Ah, y por supuesto, esto es algo que se estila un huevo en nuestra «querida España», nación de pandereta que siempre tiene que aparentar ante el resto de los países de mierda que somos una potencia supercompetente y toda la movida…, ¡cuando luego tengo que estar aguantando el tópico de los cojones de que aquí somos unos vagos de la leche y en otros países son mucho más eficientes y mucho más trabajadores. ¡Anda y que se mueran los de arriba, joder, y que me coman la…!

Durante la emisión de aquella perorata, Raquel se había aguantado la respiración para no soltar una grosera carcajada frente al entrenador. Después de todo, era tal el grado de transparencia e irreverencia que presentaban siempre sus palabras que, en lugar de reaccionar ante su amargura con un simple y compasivo encogimiento de hombros, Raquel no podía evitar hacerlo a través de la risotada. Y la invitación de Pablo a que le comieran sus propias partes íntimas la había obligado, finalmente, a partirse el culo. Por suerte, Pablo se limitó a esbozar una sonrisa de resignación.

—¡Anímate, hombre, anímate! —lo instó la muchacha, alzando un puño victorioso—. ¡Recuerda que hoy por fin es viernes, así que alegra esa cara! ¿No tienes plan para esta noche ni nada? —Pablo repuso que no mientras iba alejándose de la chica, y le preguntó si ella tampoco—. Bueno, yo cuando acabe mi jornada, volveré a casa, me ducharé y me cambiaré, y después quedaré con mi novio, ¿sabes? Así que saldremos a tomar algo o a cenar por ahí, aprovechando que hoy por fin no ha llovido y eso.

—Ah, pues estupendo, claro que sí. —«Joder, otra con novio, macho. Aquí a todo quisqui le llueven las parejas del cielo o algo», pensó Pablo con tristeza, aunque admitía que el carácter encantador de la chica podría justificar la posesión de una pareja sentimental—. ¿A mí sabes lo que puede esperarme cuando salga del gimnasio, a lo mejor? Alguna nueva factura sacada de la manga por parte de los cabrones del Gobierno para que pague un bien que se supone que es de primera necesidad como la luz o el agua, con tal burrada de dinero que uno podría gastárselo perfectamente en una puta de lujo. Si es que… —Pero se contuvo y optó por dejar de despotricar delante de su paciente compañera de trabajo—. En fin, chica, mejor no me hagas mucho caso. Que te vaya muy bien la tarde.

Raquel se despidió del hombre con el clásico movimiento oscilante de brazo y volviendo a reírse de forma simpática, aunque desconocedora de que le quedaba un tiempo bastante escaso para seguir exhibiendo aquel carácter tan risueño y entusiasta.

Al final del vestíbulo, un pequeño tramo de escaleras conducía a una planta intermedia en la cual uno podía divisar, desde el otro lado de una barandilla, toda la extensión de una pista de baloncesto y también adaptada para jugar al fútbol, ubicada en un sótano aún más inferior y reservada a los alumnos durante ciertas horas escolares para hacer algunas clases de Educación Física. Si Pablo hubiese virado hacia la derecha, se encontraría con dos mesas de pimpón y con el acceso a una gradería desde la que poder contemplar también lo acontecido en la susodicha pista deportiva desde una posición superior. El entrenador, sin embargo, giró a la izquierda y bajó a través de un segundo tramo de escaleras que lo condujo al último subsótano, el más relevante del complejo. De haber efectuado media vuelta tras llegar allí, se habría dirigido a la pista deportiva. Pero en su lugar atravesó una prominente puerta corredera transparente y se internó en la sala de musculación.

La sala se hallaba, como de costumbre, provista de todo un conglomerado de máquinas con un perceptible carácter vetusto, porque después de todo llevaban más de veinte años implantadas en el recinto. Además, había múltiples bancos, una mesa también asignada al señor Pablo y, entre otros elementos que ya irán mencionándose, un espejo que ocupaba toda la extensión de la pared del fondo. Este último cumplía la doble función de generar un buen incremento de la autoestima o un sentimiento de decepción que bien podría acariciar una tentativa de suicidio, en función de lo favorecido o decrépito que se viera el coqueto gimnasta tras la ejecución de un ejercicio.

Más bien del segundo modo estaría viéndose el único abonado que permanecía en el interior de la sala y delante del espejo. En lugar de ejercer presión sobre sus bíceps o sus abdominales para verlos marcados con una sonrisa triunfal, mantenía una mano en el bolsillo de sus bermudas negras, acompañadas de una camiseta deportiva del mismo color, y la otra mano acariciando su frondosa y castaña barba. Dicha barba decoraba una ovalada cabeza de piel blanca, de cabellos rasurados por completo, con unos prominentes ojos azules y unas orejas guarnecidas con unos discretos pendientes. Dicha cabeza, por otra parte, se mantenía adherida a un torso alto y bastante corpulento.

—Ey, muy buenas, Pablo —saludó el deportista al entrenador tras toparse con el reflejo de este último a través del cristal. Pablo dejó su mochila en su mesa de escritorio, se encaminó hacia el muchacho y ambos se tendieron la mano—. Mira, justo acabo de hacer el calentamiento en la cinta. Estaba esperando a que vinieras porque hoy me toca hacer piernas, y te juro que con las sentadillas con barra en los hombros nunca estoy seguro de si mantengo la postura correc…

—Déjate de sentadillas, Uriel —lo interrumpió Pablo, señalando con la cabeza una pizarra blanca que estaba adherida a la pared lateral derecha, y en la cual no había nada escrito. Normalmente, para los abonados que acudían por la tarde y escogían no hacer una rutina ordinaria de pesas marcada en un papel, sino que participaban en los entrenos personalizados que les proponía Pablo cada día, durante su turno de mañana solía apuntar en la pizarra los ejercicios que tenían que trabajar. De este modo, sabían lo que tenían que hacer por si Pablo caía enfermo y no podía asistir—. ¿Ves que no he apuntado una mierda? —Uriel asintió—. Vale, pues el motivo es muy concreto.

En ese momento, regresó a la mesa de su escritorio y se quitó la chaqueta, exhibiendo una camiseta negra sin mangas provista de un mensaje motivador: «Nuestra tarea no es vencer a los demás, sino superarnos a nosotros mismos», junto al icono de un brazo marcando bíceps. Acto seguido, cogió un rotulador rojo de un bote, se dirigió a la pizarra blanca y escribió una única indicación: «DÍA LIBRE».

—Podéis hacer lo que os salga de los huevos hoy —permitió el buen hombre mientras se sentaba en la silla de su escritorio y se cambiaba de pantalones—. Correr en la cinta hasta dejarla hecha un asco, hacer pesas, hacer estiramientos, jugar al fútbol… Porque los viernes soléis jugar un partidillo de fútbol siempre en la pista. —Uriel volvió a asentir—. Pues eso: haces un poco de estiramientos, y cuando venga el resto de la peña, te vas con ellos a la pista y les das una paliza.

—Bueno, Pablo… —comenzó Uriel, frotándose la cabeza rasurada y dedicándole una mirada de humildad con sus grandes y penetrantes ojos azules—. Es que creo que no tengo el cuerpo hoy como para pegarme el tute jugando al fútbol… De tanto estar cargando cajas durante todo el puñetero día, tengo los hombros, los brazos y las lumbares destrozados, tío. Estoy hecho un asco.

—Ya te entiendo…, y más ahora que estamos a viernes por la tarde, ¿verdad?

—Sí, a estas alturas de la semana, mi cerebro ya no da para más —coincidió Uriel—. Y se supone que el viernes por la noche tendría que ser el momento perfecto para salir y desinhibirse después de estar cinco días currando sin descanso. De hecho, hoy me habían propuesto unos colegas tomarnos unas cervezas por la noche en algún bar heavy por Barcelona. ¿Y sabes qué? Tanto esperar el viernes, tanto esperar el viernes, y al final les he dicho que no, que no tengo ganas de hacer una mierda, solo de cenar, verme algo en Netflix e irme a sobar.

—Hombre, es que ya te digo yo que la ilusión que tenemos la gente por que llegue el viernes forma parte de un círculo vicioso bastante chungo —consideró Pablo, cruzando las palmas de sus manos sobre su nuca y reclinándose aún más en la silla—. Empieza el lunes y ya estás deseando que llegue la tarde y noche del viernes porque echas un huevo de menos el finde, y lo mismo el martes, el miércoles y el jueves… Y cuando por fin llega el tan ansiado viernes —en ese momento, despegó las manos e inclinó su cuerpo hacia adelante para aportar mayor énfasis a sus palabras—, estás tan hasta la polla de que hayan estado dándote por el culo hasta entonces que te la suda encontrarte en el mejor momento de la semana, por lo que te limitas a tocarte las pelotas y a dejar que el tiempo pase delante de tus propias narices. Y al final, sin darte cuenta, vuelve el lunes a tu vida, y tú, como un gilipollas, generas de nuevo en tu cabeza la estúpida ilusión de que en cuatro días volverá a ser viernes.

«Joder, qué deprimente; nunca me lo había planteado de esta manera, la verdad», valoró Uriel mientras Pablo entrelazaba los dedos de sus manos y permanecía absorto en sus funestos pensamientos.

—Bueno, pero la verdad es que no puedo quejarme tampoco, porque mañana tengo un evento muy especial —expuso Uriel con objeto, en buena parte, de intentar paliar un tanto la desesperanzadora atmósfera que acababan de generar con su diálogo. Sin desplazar lo más mínimo su cabeza, Pablo desvió su pupila izquierda hacia el muchacho y lo interrogó con la mirada—. Tengo conciertazo mañana por la noche. Es decir, que voy a dar uno con mi propia banda local delante de un público, versionando temazos de algunas bandas de hard rock y heavy metal bastante técnicas y complicadas de imitar: Dream Theater, Rush, Megadeth, Scorpions en su etapa setentera; o sea, cuando tenían de guitarra al Uli Jon Roth…

—¡Hostias, con el Uli Jon Roth, qué puntazo! —Uriel asintió por tercera vez—. Buah, sí, la etapa setentera de los Scorpions, me acuerdo un montón. Recuerdo el temazo «We’ll Burn the Sky»… Buah, tío —le mostró entonces su antebrazo depilado—, la piel de gallina se me pone.

—Ah, pues esa vamos a tocarla en el concierto de mañana. —Pablo no dio crédito a sus palabras—. El concierto será en la sala Lennon’s, en Hospitalet, con la familia y los colegas como público, así, en petit comité. Tengo las yemas de los dedos destrozadas de tanto practicar con la guitarra, pero te juro que estoy emocionado de narices con este evento, y más teniendo en cuenta —se ruborizó— que estará viéndome mi novia. ¡Voy a darlo todo, tío!

—¡Madre mía, vas a disfrutarlo un huevo! —opinó Pablo con cierta envidia—. Pues no te negaré que me molaría un huevo ir a verte tocar. Pero es que, claro… —chasqueó la lengua y empezó a negar con la cabeza—, como os pongáis a versionar temas de los Scorpions… Joder, es que al final me haréis retroceder a mi juventud, y sobre todo a mi juventud al lado de…

«Menuda metida de pata», valoró Uriel mientras Pablo fruncía el ceño y bajaba la cabeza. Desde luego, no había sido su intención en absoluto, pero la manifestación de sus propias ilusiones había acabado propiciando en el entrenador la de un sentimiento contrario. Sabía perfectamente a quién se refería el exinspector: alguien cuya ausencia constituía la razón principal de la pequeña amargura que había estado exhibiendo desde hacía bastantes días a raíz de lo ocurrido.

—Ey, Pablo, perdóname, no era mi intención hacerte recordar otra vez lo que pasó —le juró el chico, posando su mano sobre su fornido hombro. Pablo volvió a negar con la cabeza en señal de que no se preocupara lo más mínimo por eso—. Escúchame: aquello fue una putada y de las gordas, desde luego. Pero fíjate en los huevos que le echaste para seguir trabajando aquí después de todo… Es lo que te decimos siempre: ninguno esperábamos que te reincorporaras.

—No me quedó otra, la verdad —se justificó Pablo—. Me pasé un huevo de días sin venir, fustigándome a mí mismo por haber aceptado en su día tomar las riendas de aquel «caso de los putos crímenes literarios». ¿Por qué tuve que reincorporarme al cuerpo de policía en aquel entonces, joder? Ahora he conseguido asimilar que, de no haberlo hecho, aquella tragedia habría podido ocurrir de todas formas, por lo que me siento más aliviado. Pero por otra parte no puedo dejar de creer que, si me hubiera quedado con ella en vez de estar fuera haciendo mi trabajo…, podría haber evitado que…

Volvió a arrugar el rostro y a descender la cabeza, y en esta ocasión Uriel percibió que podría llegar a emocionarse. A punto estuvo de recordarle que podría hacerlo sin ningún problema, pero Pablo lo cortó:

—¡No voy a ponerme a llorar, ¿eh?! ¡Que tengo que darles ejemplo de virilidad a mis espartanos, coño! —vociferó entre aparentes risitas y con el dedo índice levantado, refiriéndose con lo de «espartanos» a sus propios pupilos deportistas—. ¡Lo que hace es un calor de mil demonios, por eso estoy sudando! ¡Anda! —le exigió a Uriel, señalándole un ventilador colgado en la pared con una fuerte sacudida de brazo hacia adelante—. ¡Hazme el favor de encender el aire, porfa!

Uriel, satisfecho al menos por la nueva irrupción de aparente buen humor en el carácter de Pablo, obedeció a su petición y se dirigió al referido ventilador, ubicado muy cerca de la pizarra blanca y el cual se encendía tirando de un pequeño cordel hacia abajo. Así lo hizo el buen hombre, propiciando que las aspas del artefacto comenzaran a girar a gran velocidad. Antes de retirarse, se fijó ligeramente en un pequeño orificio que había en la pared, tan próximo al ventilador que, de no acercarse lo suficiente, el extremo de este podría ocultarlo a la vista de los otros gimnastas.

—Pues ni puñetera idea de cómo se ha formado o quién ha hecho ese agujeraco, tío —le aseguró Pablo cuando así se lo señaló Uriel mientras volvía a reunirse con él—. Aunque con lo «nuevo» que es este gimnasio, lo mismo lo ha hecho alguna momia enterrada aquí hace mil años y ahora está viéndonos desde el otro lado de la pared o algo. —Uriel se rio de aquella ocurrencia—. En fin, tío, ponte a hacer algunos ejercicios y esperaremos a que venga más gente.

—Más gente, sí, eso es lo que tiene que haber aquí de una vez, me cago en la hostia —rezongó un tercer individuo, propinando leves golpecitos con el cañón de su pistola contra la pantalla de su ordenador portátil—. ¿Es que voy a tener que tragarme a estos dos moñas hablando de gilipolleces toda la tarde o qué narices? —Entonces apuntó con el arma hacia la misma pantalla—. ¡Que venga más peña, joder, que me duermo en este tugurio!

Aquel vigilante podía presumir de una complexión corpulenta y tan musculosa como la del entrenador Pablo, así como de unos mismos ojos voluminosos y castaños. Su cabeza, en cambio, presentaba una forma cuadrangular y sus cabellos eran un poco más largos, muy morenos y ligeramente ondulados.

La víctima de su arma, la referida pantalla del ordenador, proyectaba la sala de musculación precisamente desde un punto ubicado junto al ventilador. Tanto la silueta del escritorio como la del entrenador Pablo podían apreciarse a la perfección. Debido a la intención de hacer ejercicios con mancuernas, el chico llamado Uriel se había alejado del campo de visión de la diminuta cámara oculta; una de las muchas que él mismo había instalado en el gimnasio tras infiltrarse en él aquella misma madrugada y desactivar su sistema de alarma. Era un sistema antiguo y rudimentario basado en la clásica introducción de un código de cuatro dígitos. El método que emplearon para averiguar el código e introducirlo en el panel para impedir que sonara la alarma y desactivarla fue sencillo. Él y un compañero accedieron al gimnasio la última noche, minutos antes de su cierre. Uno distrajo a la recepcionista como posible nuevo abonado y el otro camufló una primera cámara oculta en el vestíbulo. Finalmente, cuando él y el compañero salieron, observaron mediante la cámara cómo la recepcionista marcaba las cuatro cifras en el panel. Así obtuvieron el código e impidieron que sonara durante el posterior asalto nocturno.

Lo cierto es que el vigilante agradeció sobremanera que Uriel se apartara del ventilador. Después de todo, segundos antes, el tipo había dedicado su atención al orificio y podría haber llegado a hallar y extraer la cámara oculta de su escondrijo. ¿Habría supuesto aquello un fracaso de toda su operación? Bueno, quizá aquello hubiera sido preferible a ser encañonado con otra pistola en la base de su cráneo y que el tirador hubiese accionado el gatillo. Y no, esta comparación tampoco ha sido gratuita por mi parte. Efectivamente, el espía sintió de forma súbita el contacto de la base de un cilindro hueco en lo alto de su cabeza. Y su experiencia como matón le permitió intuir que el cilindro se correspondía con el cañón de un arma, o tal vez con un silenciador acoplado para amortiguar el sonido de la detonación.

Por lo visto, el tirador no le permitió preguntarse qué estaba ocurriendo y apretó el gatillo. Sin embargo, y aunque el espía aseguró estar escuchando el sonido de una risita malévola y triunfal, ni apreció el de ninguna detonación ni experimentó el desvanecimiento de la sala donde se encontraba. Entonces comprobó la razón de aquel supuesto fallo técnico. Desvió la mirada hacia atrás en cuanto el tirador retiró la pistola y se topó con su compañero, un tipo incluso más grueso que él y equiparable a una auténtica bestia. Tenía una piel mucho más blanquecina y una cabeza ovalada de cabellos cortos, rubios y lisos, a la par que unos ojos verdes con párpados entornados y una mandíbula prominente. Al reírse de su sobresaltado compañero, exhibió unos grandes y torcidos dientes que le conferían una sonrisa grotesca y desagradable. Mientras se desternillaba, le demostró que a su pistola con silenciador no le había insertado todavía ningún tipo de cargador.

—¿Por qué no te vas un poco a tomar por el culo, tío? —le ofreció el primer matón mientras el otro se sentaba en otra silla próxima a la suya y proseguía pitorreándose de él—. Por un momento pensé que el plan se nos había ido a la mierda y que iba a palmarla sin haberlo empezado.

—Oye, no hables del plan como si lo hubiéramos montado nosotros, tío; no te las des de importante ahora —replicó el segundo matón sin prescindir de su actitud burlesca—. Nosotros solo nos cargamos a los objetivos que nos han marcado. Y cuando acabe toda esta historia, nos largamos y nos ventilamos el pastizal que nos ha pagado nuestro cliente por los servicios que estamos ofreciéndole. Aunque yo sigo preguntándome de dónde habrá sacado tanto dinero, cuando se supone que en su antigua profesión siempre ha existido la fama de que se cobra poco. —El primer matón se encogió de hombros—. Bueno, pues más vale que podamos cumplir con todo lo indicado por ese tío, porque tela marinera el teatrillo estrambótico que se ha sacado de la manga. ¿A ti alguna vez, en este trabajo, te han encargado una ejecución en la que hayas tenido que colocar los cuerpos y en el que la propia forma de matar se haya inspirado en las movidas que nos ha indicado ese puto demente? ¿En serio tú lo ves normal?

—No, está clarísimo que no —repuso el primer matón, quien entonces estaba señalando la base superior de su cráneo con el dedo—. Pero yo, lo que ahora más me pregunto es lo siguiente: ¿Por qué coño me has apuntado con tu pipa, y más en esta zona de mi cabeza?, ¿por qué no me has apuntado por detrás, como suele ser típico en las ejecuciones por la espalda?

—¡Bah! ¡Venga, hombre, simplemente estaba ensayando! —exclamó el segundo matón, volviendo a fingir que encañonaba a su compañero, aunque esta vez colocado enfrente—. Recuerda que es así como tengo que cargarme a la recepcionista de ese gimnasio. Y luego tenemos que colocarle encima la estúpida corona de juguete… Tiene guasa el asunto.

—Sí, mucha guasa, desde luego. Ya veremos si todo esto nos sale tan redondo, teniendo a este otro descerebrado en el recinto —dijo el primer matón, señalando con el dedo al entrenador Pablo, quien volvía a permanecer absorto en sus meditaciones al otro lado de la pantalla—. Y tenemos otro jodido problema más que añadir, aparte del hecho de que nadie más ha entrado en el gimnasio. —El segundo matón lo tranquilizó con respecto a esto último, asegurándole que todavía era demasiado pronto. Entonces le inquirió en qué consistía el otro inconveniente—: ¡Ese metalero rapado, Uriel, ha dicho que no tiene ganas de jugar al fútbol!

Por primera vez, el segundo matón adquirió una expresión de ligera preocupación. Y no era para menos. Tal y como había sido concebida la primera parte de aquella enigmática operación, era imprescindible que el roquero Uriel se involucrara en el partido de fútbol que la mayoría de los jóvenes abonados llevaba a cabo durante todas y cada una de las tardes de viernes.

Considerando que aquella reticencia por parte de Uriel podría conllevar el aborto de la operación, el segundo matón se levantó de la silla y llamó por teléfono móvil a su cliente, el arquitecto del plan. Su interlocutor contestó al tercer pitido y el matón le formuló la dificultad con la que acababan de encontrarse, preguntándole qué demonios podían hacer para erradicarla. Como respuesta, y para desconcierto del asesino, el interlocutor le indicó que se mantuviera a la espera mientras le enviaba un correo electrónico a través del ordenador con la solución impresa en sus líneas.

En un primer momento, los dos matones valoraron que se había marcado un farol y que en realidad no disponía de ninguna otra alternativa, de modo que el plan acabaría siendo suspendido. Sin embargo, tras un par de minutos, el segundo matón recibió un aviso de recibo de correo electrónico y abrió el mensaje. En cuanto ambos sicarios lo leyeron, no pudieron evitar desternillarse. Debían considerar, por una parte, que tal vez se habían equivocado y que el plan podría seguir en pie a pesar del obstáculo encontrado. Y, por otra, que a pesar de lo desequilibrado que aparentaba hallarse su benefactor, en el fondo era el puto amo. El mensaje era el siguiente:

Esta tarde-noche me veré obligado a emitir algún que otro discurso delante de un público, aunque este sea más reducido que de costumbre. Y acabaré tan exasperado de llevar a cabo dicha tarea y de resolver dudas ante un colectivo tan sumamente deplorable, que, cuantos menos discursos deba formular con mi propia voz, mejor. De ahí que os lo transmita por escrito.

Sobre nuestro «problema»… ¿Conocéis la expresión «presión social»? Consiste en la influencia que genera un colectivo hacia un solo individuo y que puede incitarlo a cambiar sus propias ideas con tal de que se igualen a las de dicho colectivo y así el sujeto no se sienta un inadaptado. Pues es exactamente eso lo que purgará la desmotivación del señor Uriel. Se niega a participar en el partido, pero, a través de un simple intento de persuasión de sus compañeros de gimnasio, acabará cediendo. Todo con el único propósito de no presentar ante los demás una imagen de joven aburrido y repleto de debilidades físicas. Lo cual, para la juventud, genera una falta de atractivo imperdonable. Conclusión: Uriel jugará en el partido, y mi experimento dará inicio sin fisuras.

CAPÍTULO 2

A las seis y veinticinco minutos de la tarde, tal y como indicaba el reloj de pared colocado en lo más alto del prominente espejo de la sala, el pequeño deseo del primer matón se vio cumplido. Tanto Pablo como Uriel, quien pese a lo sugerido por el entrenador persistió en realizar aquellas sentadillas con barra, se fijaron en la puerta corredera al mismo tiempo que Mahir entraba en la sala.

El nuevo invitado presentaba una camiseta deportiva blanca, una altura media y una complexión gruesa, aunque no de músculo precisamente. Su cabeza era pequeña y disponía de una forma circular perfecta, aspecto que todavía resultaba más acentuado por el hecho de haberse rapado. En cambio, esta rasuración del cráneo contrastaba con la espesura tanto de sus cejas como de su negruzca barba, aunque Mahir no se hubiese dejado crecer esta última tanto como Uriel. De hecho, aquella barba era totalmente incapaz de ocultar la mirada de mala hostia que permanecía impresa en su rostro.

—A ver, Mahir, ¿qué narices te pasa? —inquirió Pablo con las manos colocadas en sus caderas mientras Uriel reía por lo bajo—. ¿Has discutido con la parienta y has estado toda la semana durmiendo en el sofá? ¿Por eso vienes, para que te proponga ejercicios para fortalecer tu espalda que imagino que tendrás hecha mierda?

—Déjate de parientas, Pablo, hazme el favor —le conminó Mahir en un español impecable, sin el menor conato de acento extranjero—. Sabes perfectamente que no tengo tiempo ni ganas de pensar en mujeres; ya bastante quemado estoy con mi mierda de trabajo de transportista, entregando paquetes a gente que, joder, anda que no está a tomar por culo de aquí. ¡Jornaditas de más de diez horas que paso con el culo pegado en el asiento! —matizó, con el dedo índice levantado. Pablo y Uriel asentían con resignación—. ¡Y con atascos de circulación por la puñetera autopista cada vez que llegan las horas punta! Y yendo de culo para pagar el alquiler del piso, comida, luz y agua con la mierda que tengo en la cuenta del banco… ¿Queréis que me case y tenga hijos, encima?

Desde luego, dicha decisión resultaría de lo más contraproducente. Así lo consideraba Pablo, debido a que el hecho de añadir el hastío propiciado por las inherentes complicaciones de la convivencia y la paternidad al hastío económico y laboral podría llegar a colapsar el cerebro de Mahir e instarlo a la autodestrucción.

—Si es que… —quiso añadir Mahir mientras extraía el papel con su rutina de ejercicios semanal de un cajón de la mesa—. Están dándome tanto por el culo entre todos que… Bueno, que si encima tuviera que cumplir con la parienta en la noche de bodas con este agotamiento, me echaría a la calle y me tiraría las maletas por la ventana.

Pablo se desternilló de la risa ante semejante muestra de autohumillación por parte de Mahir. Uriel, aunque también reía, mostraba una expresión un tanto incómoda, cosa que el otro apreció.

—Ay, Uriel, Uriel… —dijo este mientras se sentaba en una máquina con la que iba a trabajar los músculos de la espalda—. Tú es que tienes novia y estás estupendamente con ella, claro.

—Sí, no te lo niego —admitió Uriel con humildad—. De hecho, es la persona que más me ha apoyado para mi concierto de mañana. Y no vendrá a verme por obligación, que conste. Al contrario: de tanto aguantarme enseñándole temazos de rock de todas las épocas y estilos, ha acabado cogiéndole simpatía.

—Que no te engañen, Uriel, que no te engañen —le aconsejó Mahir mientras hacía descender una barra hacia el pecho y sujeta a una polea que, a su vez, alzaba treinta quilos de peso—. Más sabe el diablo por viejo que por diablo, ¿sabes? Aunque yo todavía no tenga ni cuarenta años, tengo experiencia en la vida. ¿Y sabes qué te digo? Que en cuanto mañana acabe ese concierto que dices, te exigirá que cumplas también con ella y la acompañes a ver alguna mierda reggaetonera, como el Bugs Bunny ese o cualquier otro de su calaña.

—Por ser mujer, es cien por cien seguro que solo le gusta el reggaetón… ¡¡¿Se puede ser más cateto?!!